8. Knock-out

Como si el viento trajese de la lontananza un susurro de voces confusas. Entonces llegó el dolor. Se asombró: ¿de dónde podía surgir el dolor, si él no tenía cuerpo? ¿De la oscuridad?

Pero, de pronto, sintió resurgir su cuerpo. Y entonces obtuvo la respuesta: que el dolor estaba en él mismo, que él se encontraba acostado y su muñeca apretada por los dedos de alguien, mientras que los sonidos, estos realmente provenían de las tinieblas.

Se apresuró a dar a su cuerpo la orden despabilarse, de sentirse a sí mismo, para que no se disuelva otra vez, para que no le abandone.

Sintió un agudo zumbido en la cabeza, le pareció que caía, y desde abajo, a su encuentro, haciendo retroceder las tinieblas, se infiltraba una luz y se deslizaba un paisaje de peñascos primigenios. La imagen de más abajo: más abajo, el selector de comunicación, una mesa que por algunas señas le era muy familiar; la imagen se estremeció, emergieron unos rostros… ¡Cris! Reconoció a Cris. Puesta de rodillas susurraba algo, cerrando los ojos. Como si rezara. Tenía los labios de color negro y sus ojos hundidos también estaban rodeados de negror. Sí, efectivamente, estaba rezando, él distinguía las palabras.

Todo se puso en su debido lugar. Había habido un combate, un infierno, el ojo de una pistola apuntando contra él, y ahora yacía en el despacho de Huysmans y Cris estaba junto a él…

— ¿Hemos vencido?…

Cris se contrajo como afectada por una descarga eléctrica. Una exultación radiante y extática transformó su rostro.

— Está vivo, vivo, vivo…

Hundió la cara en su mano. En la palma de su mano sintió calor y humedad. Los hombros de la muchacha se estremecían.

— Claro que está vivo — sintió una voz desconocida y al mismo tiempo vio aproximarse a él una cara desconocida, una cara ancha, de aspecto venerable y de mejillas flojas—. ¿Cómo se siente usted, Polynov?

— Muy bien — contestó Polynov, sin faltar mucho a la verdad. Recobraba rápidamente las fuerzas.

Trató de levantarse un poco.

— No importa, no importa, ya puede — el de la cara venerable comenzó a ajetrear, metiéndole una almohada por debajo de la espalda—. Un pequeño shock, y nada más… La señorita por suerte falló el tiro.

Polynov palpó la venda en la cabeza. Con un esfuerzo de voluntad entrenado hizo mitigarse el dolor que sentía en la parte derecha de la frente.

— La culpable soy yo, yo… — sollozaba Cris, apretando convulsivamente la mano de Polynov, como si éste pudiera desaparecer repentinamente.

— Deja ya, Cris, déjalo… — Polynov, confuso, acarició su suelta cabellera—. ¿Y Mauricio… está vivo?

— ¡Aquí estoy!

El francés se deslizó hacia la cabecera. Tenía un aspecto desgarrado, pero, igual que antes, se mantenía con bravura.

— ¿Se permite? — preguntó despacito al de la cara venerable.

— Se permite o no — dijo ya con bastante fírmela Polynov—, hable.

— Sí, sí —asintió apresuradamente con la cabeza el de la cara venerable, mirando de soslayo y hasta con cierto susto a Polynov—, se puede. Con mi permiso, por supuesto — se dio prisa en añadir.

— Entonces, le informo — Mauricio hizo una pausa—. Entonces, las cosas van así. Hemos quedado vivos seis. El enemigo, en su mayor parte, ha sido exterminado.

— Más exactamente.

— Diecinueve muertos, siete heridos, delirando cinco y se escaparon tres. Todavía no nos ha dado tiempo a registrar toda la base.

— De todos modos, es una victoria… ¿Y Huysmans?

— Se escondió.

— ¡Ah, diablo!

— ¿Qué puede hacer él estando solo?

— Hum… Está bien. ¿Han comunicado a la Tierra?

Mauricio, desconcertado, apartó la vista.

— Yo esperé largo rato, pero…

— Pero el voltaje no mejoró. Siga.

— Corrí a buscarle a usted. Fue entonces que Cris… Le trasladamos aquí, por cuanto éste es el centro de mando, y…

— Está claro. Cuando regresó a la estación de radio ya había sido destrozada.

— Sí.

— No podía ser de otra manera. Yo, encontrándome en la situación de Huysmans, hubiera hecho lo mismo. ¿Y han aclarado por qué centelleaba la luz?

— Una casualidad desafortunada. Cris se había debilitado mucho, se desmayó, al cabo de cierto tiempo, a pesar de todo, conectó la corriente, pero…

— Me di un golpe en el hombro…

— Ella estropeó…

— ¡No importa, Cris! Perdona, Mauricio… Cris, pequeña — Polynov obligó a la muchacha a levantar la cabeza—, pequeña, yo… Debí haberte preguntado inmediatamente cómo te…

— Me duele… — Cris sonrió tímidamente—. ¡No, no, me he repuesto totalmente! No fui yo quien disparó contra ti, fue el miedo…

— Olvídalo, Cris. Todo está bien lo que termina bien, como dice el proverbio. Mauricio, ¿cómo se han colocado centinelas?

— Nosotros cuatro, estamos aquí. El quinto monta la guardia en el compartimiento energético, el sexto cuida de nuestra seguridad. Ah, sí, aquí hay un guardia que se entregó por su propia voluntad y dijo que usted…

— Es Amín. Un caso muy difícil… No importa, devolvedle el arma, ahora incluso un aliado así no está de más. Pero a mí no me gusta cómo se han colocado los centinelas. Cualquiera de los bandidos que escaparon, si le queda aunque sea un poco de osadía, está en condiciones de…

— A mí tampoco me gusta. Y hay, además, gente que…

— ¿Quiénes son?

— Los ex reclusos — Mauricio sonrió con desdén—. Aquellos que inmediatamente después de su liberación se agazaparon en las grietas.

— ¡Excelente! Halladlos, distribuid las armas y que vayan a la captura de los guardias que aún quedan.

— ¡Entregar armas a esa basura! ¡No olvide que admitieron con regocijo en Huysmans a su führer!

— No tiene importancia. Ahora que la fuerza está de nuestra parte, simplemente, no tienen

más salida que ayudarnos. A partir de ahora, con la lengua fuera, se lanzarán a cumplir cualquier orden nuestra con tal de conseguir su rehabilitación.

— Como quiera, Polynov, pero confiar en estos cobardes, en estas prostitutas…

— Justamente por esta razón podemos confiar en ellos ahora. Sabes que el temor por su propio pellejo contribuye enormemente a la comprensión justa y cabal de las cosas.

Mauricio refunfuñó algo, pero se dejó de altercados.

— ¿Puedo irme? — preguntó.

— Sí.

Mauricio se marchó.

— Cris — dijo en seguida Polynov—, vigila la entrada. Y a usted, doctor, le quiero hacer varias preguntas por cuanto por ahora no sirvo para más.

En los ojos del de la cara venerable asomó el susto de antes. Con la mano temblorosa sacó del bolsillo unas gafas con los lentes rajados, pero no se las pudo ajustar de la primera.

— ¿Usted… usted me conoce? ¿A mí, a Lee Berg?

— ¿Al médico cuyo lugar he ocupado en la base? Claro que sí. ¿Quién más hubiera podido decirle a Mauricio el número de bandidos que quedaron vivos?

— Ah, sí, es cierto. ¿Qué deseaba preguntarme? Yo…

— Tranquilícese, yo sé que usted ha expiado su crimen o su estupidez, llámelo como le dé la gana. ¿Quién, concretamente, está tras Huysmans?

— No lo sé… ¿Palabra de honor!

— Le creo. Lástima que no lo sepa.

— Yo, yo no soy como ellos. No quiero ocultar que mis conceptos…

— Intelectuales por su forma, pero fascistas por su esencia…

— ¡No! Es decir, sí… Usted tiene razón — el facultativo bajó la voz. No, no, diga lo que quiera, pero no fascistas, ¡lo que quiera, salvo esta palabra! Y, además, yo…

— Nadie tiene el propósito de procesarlo — dijo Polynov con inesperada suavidad. Cris que estaba junto a la puerta seguía con perplejidad la conversación.

— Pero yo no entiendo nada — se decidió a terciar, por fin—. El doctor Lee Berg es un recluso, igual que nosotros, y combatió junto con todos…

— Es igual mas no del todo — la interrumpió Polynov—. ¿No es verdad, doctor?

— Sí, es verdad — susurró Lee Berg. La excitación se le pasó y junto con ésta le abandonaron también las fuerzas. Cayó pesadamente sobre una silla—. Pregúnteme, le voy a contar todo, no tengo derecho de ocultar nada.

— Querido Lee, si ya le he dicho que aquí no estamos ante un tribunal, y usted no es el acusado. Le repito otra vez, tranquilícese. Ya me he repuesto lo suficiente como para exonerarle de un relato penoso. Voy a contarlo todo por usted, me corregirá si algo no encaja. ¿De acuerdo?

Lee Berg, automáticamente, hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

— Pues bien — Polynov entornó los ojos—. Usted era un buen especialista y, al mismo tiempo, una persona de convicciones muy, pero muy reaccionarias. Y no lo ocultaba, por el contrario, estaba orgulloso de ello. Además, tenía experiencia de trabajo en el cosmos. ¿No es así?

— Es verdad, pero, ¿cómo? ¡Usted no podía conocer mi pasado!

— Y un buen día — continuó Polynov— le hicieron una proposición muy seductora. Un año…

— Un año y medio.

— Un año y medio de trabajo en una base de investigación en la zona de asteroides. Por una suma exorbitante. Usted hasta se asombró del dineral que le ofrecían.

— Sí, me asombré y…

— Y usted asintió, aunque había cosas que le inquietaban. Por ejemplo, cierto velo misterioso.

— Es verdad.

— Pero de una forma o de otra, usted vino a parar aquí y en el acto se dio cuenta de que ésta no era, en modo alguno, una estación científica…

— ¡Lo comprendí antes, sí, antes! A nosotros, los especialistas, nos trasladaron a todos juntos, ¡Dios mío! ¡Estos sí que eran fascistas! Pero, definitivamente, todo el intríngulis se puso en claro aquí.

— Con usted hablaron. Circunstanciada y amigablemente. Dentro del espíritu de sus teorías le explicaron el objetivo de su presencia en la base. Y, al principio, el proyecto incluso le gustó…

— ¡No!

— Sí.

— Usted tiene razón… — durante varios segundos los labios de Lee Berg se movieron sin que éste emitiese sonido alguno—. Usted tiene razón, por fin recobró el habla. Algunos aspectos de este proyecto contenían un grano racional. Un poder único sobre todos los pueblos, un espíritu único y un objetivo único… ¡Pero los métodos, los métodos!

— Esto precisamente fue lo que le causó repulsión. Cuando usted se percató del precio que habría que pagar por el triunfo de sus ideas…

— ¡Expresé mi más categórica protesta! Estoy en contra…

— Durante mucho tiempo trataron de persuadirle utilizando todas las formas posibles. Pero usted…

— ¡Yo me mantenía firme! ¡Estaba indignado por la profanación de las ideas filosóficas sublimes y lo declaré abiertamente!

— Y le mandaron a la fábrica. A trabajar bajo la amenaza del cañón de una pistola.

— Y el látigo… — susurró Lee Berg.

— Antes de nuestra llegada junto a usted trabajaban soldados, ignorantes, analfabetos y apocados, reclutados en legiones extrajeras de toda laya.

— ¿De dónde conoce también estas cosas?

— Muy sencillo. ¿A quién necesitaban para realizar la primera etapa de la operación «Dios cósmico»? En primer lugar, a los constructores de la base. Estos ya están muertos. Temo que en la Tierra les consideran ejecutados… en ciertas prisiones terrestres. En segundo lugar, se requerían tipos sin honra ni escrúpulos, los guardias. Fundamentalmente fueron reclutados en las legiones blancas: es difícil encontrar otra fuente mejor. Además, se necesitaban obreros, que al mismo tiempo hicieran las veces de soldados, para trabajar en la planta. Pues los legionarios blancos no son grandes entusiastas del trabajo duro. Los soldados-esclavos, como ya he dicho, también fueron extraídos de la misma cloaca de las guerras neocoloniales. Y esta tarea se facilitó mucho porque el oficio de asesinos se hizo muy peligroso en nuestros tiempos. En tercer lugar, hacían falta especialistas. Semejantes a usted. Se escogía a aquellos quienes de mente y corazón se mostraban partidarios del neofascismo de Huysmans. Por supuesto, en una empresa tan complicada y desapacible era imposible pasárselas sin llevarse chasco alguno. Por ejemplo, usted. Y también otro. Un electricista.

— ¿Eriberto? — exclamó Lee Berg—. Es imposible. Este rematado…

— Resultó más hábil que usted. Se avino, admitió, prestó juramento… Y… el primer día, precisamente, me visitó para sondear el terreno. Tanto la primera como la segunda vez se anduvo por las ramas dando vueltas en torno mío como un gato hambriento alrededor de un bocado sabroso. Y ya estábamos a punto de ponernos de acuerdo, mas algo le impidió acudir a nuestra última cita. Es posible que hayan sospechado de él. Pero sea como fuere, todos nosotros le debemos nuestra salvación. Fue él quien en el momento crítico dejó sin luz la base. Y pereció como un héroe. Era un hombre inteligentísimo, hasta concibió que en la planta sería mejor dejar la luz.

— Diga lo que quiera, pero tuvimos suerte — Cris suspiró muy bajito. La puerta estaba entreabierta y la muchacha con el rabillo del ojo vigilaba la escalera, pero el diálogo acaparaba toda su atención—. Tuvimos suerte, por cuanto los acontecimientos tomaron precisamente este cariz y no se desarrollaron de otra forma — repitió ella.

— ¿Tuvimos suerte? — Polynov se rió, notando con satisfacción que la risa no repercutió en la cabeza con un resonante dolor—. Claro que tuvimos suerte. Pero no es sólo eso. El error general reside en pensar que la fuerza bruta es invencible. En realidad es débil, muy débil. Y la razón de ello radica en que esta fuerza no se apoya en seres humanos, sino en autómatas faltos de reflexión que aparentan ser hombres. Esta es, precisamente, la causa por la que hemos vencido. Figúrense ustedes: con estrechez, en las condiciones cósmicas alguien reunió varias decenas de bandidos que se odian mutuamente. Un ambiente agobiante de espionaje; los nervios tensos hasta el límite por cuanto hasta para un estúpido está claro que la confrontación con el resto de la humanidad es un riesgo descabellado.

Para destruir un «colectivo» de esta índole que se encuentra al borde del histerismo no hacen falta bombas, basta con infundir el pánico. Organizarles a ellos tal pánico y saber aprovecharlo, éste sí que era un problema. Y es aquí donde tuvimos suerte.

— ¡¡¡Pero no la tendréis más!!!

Lee Berg quedó con la mandíbula caída. Cris lanzó un grito. Ya era tarde. Una parte de la pared viró sin el menor ruido. Huysmans ya los tenía bajo el alza de su arma.

Con una mirada ordenó a Cris que se levante. Ésta, como hipnotizada, se puso en pie. El lighting le resbaló de sus rodillas.

— El juego está perdido — profirió Huysmans con aire de júbilo—. He bloqueado a los vuestros en la planta y el traidor ya no vive. No consiguieron enviar el radiograma… ¡Y sanseacabó!

— Tú, Huysmans, eres un estúpido — Polynov, como si tal cosa, arreglaba la almohada. Ni siquiera se dignó de mirar al enemigo—. ¿Y sabes por qué?

Huysmans quedó estupefacto. Sus labios se contrajeron en un tic nervioso.

— Aún te atreves a… — se le escapó una especie de ronquido.

— Meramente, quiero señalarte un error tuyo, ¡oh, malhadado candidato a dictador!

Huysmans tenía un aspecto terrible, todo su cuerpo se estremecía.

— No hay más errores, ¡no! — vociferó él—. ¡Te he aplastado!

— A pesar de todo, hay un error. Una formidable patada al trasero, he aquí lo que te espera después de lo sucedido.

En la frente de Huysmans se hincharon las venas.

— Y has cometido un error más — pronunció deletreando Polynov—, y, además, fatal…

Esperó un momento, clavando su fija mirada en los ojos de Huysmans, y prosiguió:

— Tú no ves lo que está pasando en este preciso instante… ¡tras tus espaldas! ¡¡¡Dale!!! — soltó a grito pelado.

Huysmans dio media vuelta, como alma que lleva el diablo. En ese mismo instante, por detrás, le cayó el almohadón lanzado por la mano certera del psicólogo. Y el grito salvaje y triunfante de Polynov estremeció los nervios.

De pronto, Huysmans levantó las manos, tiró convulsivamente del cuello de su camisa, desgarrándola y arañando su garganta y se desplomó al suelo.

Lee Berg con las manos sobre el corazón comenzó a deslizarse de la silla. Cris se apresuró a recoger el lighting.

— No hace falta — dijo Polynov—. Ha muerto.

Lee Berg, a quien apenas le había vuelto el dominio de sí mismo, se arrastró hacia Huysmans. Alzando la cabeza dirigió una larga y atenta mirada al pasillo secreto donde, como es natural, no había nadie. Luego pasó su mirada a Huysmans.

— Está muerto — susurró atónito—. Es un milagro…

— No — replicó Polynov con voz apenas audible y luchando contra la debilidad que le invadió—. Había sólo una posibilidad y la aproveché. Le mató el susto.

— Dios mío, fue un shock psicológico y está muerto, muerto… — Lee Berg no podía aún volver totalmente en sí—. ¿Pero, por qué, por qué no acabó con nosotros de una vez?

— ¿Por qué? ¿Qué pregunta más extraña?… Le echó a perder un rasgo de su carácter inherente a todos los dictadores. Todos ellos son presuntuosos.


FIN


Traducción: Clara Shteinberg.

Publicado en: La caja negra, Editorial Mir, 1984.

Edición digital: Edcare.

Revisión: Watco Watson Codorniz.

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