Le contó todo lisa y llanamente, callando tan sólo lo del Cabezudo y de la invisible participación de ella en el negocio. Cris lo escuchaba frunciendo el entrecejo y apoyando su pequeña y terca barbilla sobre los dedos entrelazados, y Polynov no podía adivinar nada en sus ojos: ni reproche ni aprobación. Solamente una confiada atención. Pero, poco a poco, ésta iba sustituyéndose por el enajenamiento.
Polynov hasta dio un gemido. Dios mío, si tú fueras un hombre, yo sabría por adelantado todos tus pensamientos. Pero una niña así es un enigma…
Al principio no quería justificarse, pero no pudo contenerse.
— He leído que en la historia de mi patria — comenzó Polynov, tratando de no mirar a Cris— en una ocasión tuvo lugar el siguiente acontecimiento: En aquella época sobre Rusia se cernió una fuerza, poderosa e implacable, los tártaros. Aplastaron todo y a todos. Luego, el kan mandó presentarse ante él simultáneamente a dos príncipes rusos. Antes de la audiencia de la cual tanto dependía, ambos debían pasar entre hogueras purificadoras. No era una vejación imaginada especialmente para humillar a los príncipes, sino un rito tradicional. El primer príncipe pasó entre las llamas. El segundo se negó y lo decapitaron. La memoria humana no guardó su nombre. Sin embargo, al que pasó por el fuego y, negociando con el kan, consiguió una paz aceptable, no lo han olvidado hasta la fecha. Era Alejandro Nevski, vencedor de los suecos y de los caballeros teutones, nuestro héroe nacional. Él procedió como…
— Yo comprendo que él obró como un hombre sensato — le interrumpió Cris—. ¿Y si su concesión hubiera sido hecha en balde, cómo se le consideraría en este caso?
— Es fácil juzgar quedándose al margen — Polynov apartó la vista—. Sí, muy fácil.
Pasó sin mirar a Cris, al cuarto de baño. «Debo lavarme la cara — se dijo—, me sentiré mejor». Le daba asco verse en el espejo. Grita de impotencia, grita, qué ocurrencia: buscar justificación en la juventud, carente de compromisos. Eres un baldragas. ¡Y él que pensaba que su vigor siempre le acompaña! Resulta que una parte leonina de éste se la tomaba prestada a otros. ¿Acaso él, por sí solo, vale tan poco cuando a su lado no se encuentran sus amigos? Ésta es una buena lección para él, una lección justa.
En el espejo Polynov vio a Cris. La muchacha se había acercado silenciosamente. Polynov se obligó a sonreír como era debido. Una sonrisa varonil de una persona mayor segura en sí, que sabe cómo actuar y qué hacer. Una sonrisa tranquila y alentadora.
— ¡No lo haga! — dijo de pronto Cris—. Yo… Yo no quería… no quería ofenderle…
Ella bajó los ojos.
— No te pongas contrita, niña — le dijo despreocupadamente Polynov.
— Sólo quería… — Cris alzó bruscamente la cabeza y miró con aire desafiante a Polynov—. Quería decir que no tenemos otra alternativa, tenemos que vencer. Eso es todo…
Polynov pensó en contestarle algo, pero a tiempo comprendió que las palabras no eran necesarias. Le tendió la mano y Cris, con confianza, escondió en ella la suya.
La reclusión continuaba. Nadie molestaba a Polynov ni como preso, ni tampoco como médico. Únicamente, los vigilantes que les traían la comida se mostraban más parlanchines, ya sea debido al aburrimiento, o a la suspensión de la orden de callar.
Las más de las veces venían dos que parecían elegidos especialmente por lo mucho que contrastaban. Primero entraba, atrancando con su figura el vano de la puerta, un anglosajón de pelo pajizo y dentadura blanca: la experta mirada de sus insolentes ojos grises registraba el camarote, y sólo entonces dejaba pasar a un hombre de baja estatura, de rostro moreno como el barro cocido e igualmente impasible, cargado de fiambreras. Las tupidas cejas unidas en el entrecejo le daban un aspecto sombrío. Mientras ponía sobre la mesa los platos y las fiambreras, Gregory — así se llamaba el gigantón blanco— permanecía a la entrada casi rozando con la cabeza el techo. Con las piernas separadas, jugaba negligentemente con el lighting y como al desgaire apuntaba el cañón ora contra Polynov ora contra Cris. Con un desdén que ni siquiera trataba de disimular miraba al moreno Amín que trajinaba junto a la mesa y en una ocasión, cuando a éste se le cayó un tenedor y se agachó para recogerlo, le propinó por detrás, como a desgana, una patada, de modo que Amín rodó bajo la mesa. Esto produjo en Gregory un regocijo indecible, pero, por lo visto, no ofendió, en modo alguno, a su víctima.
Polynov aprovechaba cualquier ocasión para hacer hablar a esta extraña pareja. En cuanto a Amín apenas logró éxito. Al parecer, no había cosa que preocupase o inquietase a este campesino analfabeto y amedrentado, como arrancado de la época medieval y trasladado por ensalmo a un nave cósmica ultramoderna. Nada, excepto el cumplimiento exacto y sin objeción de la orden recibida.
El mundo de Gregory era mucho más amplio. Soltando risitas éste recordaba con placer las guerras neocoloniales en que había participado y las innumerables tabernas en las cuales había bebido, embaucado y hecho el amor. Lo único en el mundo que despertaba su admiración era su propia persona. Se enorgullecía tanto de sus músculos, de sus aventuras, de su intrepidez y crueldad que Cris ardía de indignación. Ella no podía comprender por qué Polynov escuchaba de buena gana toda esta inmundicia.
— Esto suscita mi interés profesional — respondía bromeando éste—. Es un curioso ejemplar de homo sapiens, ¿no es así?
Es simplemente un bandido.
— El otro, ese Amín, también es un bandido. Sin embargo, ¡qué diferencia! ¡Y qué similitud!
— No creo que Amín sea un bandido. ¡Es tan infeliz!
— Si le dan la orden de estrangular a un niño, lo hará, este infeliz.
— ¡No lo creo!
— Quisiera equivocarme… Tú tienes razón, él no lo hará por su propia voluntad. Como no lo hará un autómata mientras no se introduzca en él el correspondiente programa.
— Él es un hombre y no autómata.
— La persona que se muestra indiferente ante una ofensa, no es una persona.
— Me repugna que les hagas preguntas a esos… Me molesta cuando hablas de los hombres como si fuesen máquinas…
— No, Cris, te da asco el que yo, en tu presencia, me meta en la mierda. Pero seguiré haciéndolo. Procuraré que Gregory me cuente, saboreándolo, cómo quemaba poblados junto con los viejos y las mujeres. Y voy a concentrar mi atención en el mutismo de Amín que me preocupa no menos que la jactanciosa franqueza de Gregory. Debo hacerlo.
— Entonces, permíteme tapar en este momento los oídos.
Pero Cris era incapaz de enfadarse por mucho tiempo y la intimidad espiritual que a momento se desvanecía retornaba otra vez a ellos, ayudándoles a resistir día tras día, mientras duraba su reclusión y soledad, sin perder el dominio de sí mismos, sin rendirse a los vanos pensamientos en las horas de acoso del silencio, interrumpido rara vez por el sonido de oís pasos que se aproximaban.
Por fin, la nave comenzó a frenar. Suaves golpes se sentían, alternativamente, en todas las direcciones. El zarandeo de la astronave duró unas tres horas. Luego, el zumbido de los motores cesó. Polynov lanzó al aire el cenicero, pero éste no se mantuvo en vilo, sino se posó lentamente sobre la mesa.
Polynov y Cris intercambiaron miradas. Ambos pensaron en lo mismo: ¿qué les espera en el nido de los piratas?
Aguardaban prestando oído al ruido, al pataleo y a las confusas voces que llenaban la nave. Daba la impresión de que se habían olvidado de ellos. Sólo cuando todo se calmó, al camarote asomó la cabeza de toro de Gregory.
— Salgan.
— ¿Cómo se denomina el asteroide? — Polynov se puso de pie.
— Paraíso de dios nuestro Señor — el guardia sombríamente soltó unos tacos.
Polynov todavía no había perdido la esperanza de ver, aunque sea de paso, a alguien de los pasajeros. Pero en vano: les conducían por la nave vacía. En la cámara de esclusa, acompañados por Gregory y Amín se pusieron las escafandras. Los guardias también se las pusieron. Aprovechando el instante en que Gregory cerrara el casco de su escafandra Polynov preguntó rápidamente a Amín:
— ¿Y los demás?
— Alá guarda a todos — contestó Amín sin despegar casi los labios.
Las puertas de la esclusa se abrieron lentamente. Ni siquiera Polynov había visto nada semejante: en el abismo estelar se movían tres pequeñas lunas parecidas a fragmentos de un espejo roto. Inmediatamente detrás de la escotilla se alzaba la negra mole del asteroide, perfilada por una dentada corona de rocas fulgurantes. Unas luces saltaban de pico en pico como si se encendieran velas pétreas. Cuando de detrás de las rocas asomó el fulminante segmento del Sol, Polynov, presuroso, bajó el filtro de luz y volvió la cara. Le dio tiempo cerrar con la palma de su mano los ojos de Cris. En los auriculares retumbó la carcajada de Gregory: el inexperto Amín olvidó bajar el filtro de luz y ahora se contorsionaba a causa del punzante dolor en los ojos.
Mientras bajaban, la superficie del asteroide iluminada por el Sol ascendente se transformó en un caos de planos relucientes y negros, de líneas y manchas quebradas, de facetas incandescentes y sombras de los abismos. Pero Polynov tenía una mirada entrenada y en la aparente deformación del paisaje atisbó con asombro señales de ciertas construcciones ciclópeas manifiestamente edificadas por el hombre. Más aún, no se sabe de dónde salían violentamente chorritos de gas que ceñían el asteroide como un velo refulgente.
Quería examinar más atentamente estas extrañas construcciones que, por lo visto, tenían cierta relación con la química, pero el descenso por la escalera duró sólo unos segundos y después tuvieron que seguir por un camino cercado por ambos lados con bloques, de modo que sólo podía observar las mechas de gas a través de las cuales se vislumbraban las lunas melladas.
El camino les condujo al pie de una alta roca y se internó en el seno de la piedra. Inmediatamente, en la bóveda se encendieron unas lámparas apenas discernibles después de la furiosa refulgencia del Sol. El túnel, descendiendo abruptamente, terminaba ante unas macizas puertas. Gregory alzó las manos.
— ¡En nombro del Altísimo!
Las hojas de las puertas se corrieron, ocultándose en la pared.
«¡Vaya una contraseña!» — pensó Polynov.
La esclusa recordaba una cueva, únicamente, el suelo era metaloplástico. Las herraduras magnéticas de los zapatos en el acto se adhirieron a éste dando a los hombres la sensación de adquirir otra vez algo parecido al peso.
— ¿Es frecuente aquí la caída de meteoritos? — preguntó Polynov quitándose el casco.
— Es suficiente — gruñó Gregory saliéndose de su escafandra.
— En tal caso procedieron insensatamente, al sacar su hacienda a la superficie.
— ¿Qué hacienda? Ah, se refiere a la planta… No es asunto mío.
— ¿De quién, entonces?
— Deje, doc — Gregory miró con escrutinio al psicólogo y de pronto, sin transición alguna preguntó—: ¿Tiene alcohol en su botica?
— ¿Alcohol? No lo sé… ¿Y qué se interesa?
— Yo sé que tiene. ¿Me lo dará?
— ¿Con permiso o sin él?
— Una persona inteligente, doc, no hace tales preguntas.
En los claros ojos del guardia no asomó ni pizca de embarazo. La presencia de Amín no le inquietaba ni en lo más mínimo. Pero era evidente que se apresuraba a concluir la conversación precisamente en la esclusa.
— ¿Entonces, de acuerdo o cómo?
— Venga al consultorio y hablaremos.
Gregory meneó enérgicamente la cabeza.
— Allí no podremos charlar. Pongámonos de acuerdo aquí.
— ¿Por qué no podremos?
El guardia esbozó una sonrisa enigmática.
— Usted mismo lo comprenderá. Decídase, doc.
— Le he dicho que hablaremos más tarde. Gregory miró a Polynov como a un tonto. Terminado el esclusaje, siguieron el descenso por una escalera entallada en la roca. Se veía a las claras que se economizaba en la instalación del subterráneo. Dondequiera que se ofrecía la posibilidad la piedra permanecía vista, lo que proporcionaba al local cierto parecido con un castillo feudal. Si no fuera por la sorprendente ligereza del cuerpo, la brillante luz de las lámparas y la insólita geometría de los peldaños, se podría pensar que el tiempo se volvió hacia atrás y que se está interpretando una escena de la época medieval.
Polynov pensaba ver mucho por el camino, pero todas las puertas estaban cerradas, no tropezó con nadie y la base parecía inhabitada. Se pararon varias veces ante unos tabiques herméticos que cortaban el paso y cada vez las losas se corrían hacia un lado o se alzaban apenas Gregory, arrimándose a la pared, susurraba unas palabras. La inquietud de Polynov incrementaba. Esto no era una base de piratas. Ni siquiera una decena de saqueos podrían cubrir los gastos de edificación de semejante base. ¿Y para qué necesitan los piratas una planta, cualquiera que sea su producción? Aquí se ha invertido un dineral fabuloso. Pero, ¿para qué? ¿Con qué finalidad? ¿Qué siniestros propósitos se ocultaban tras estas cosas diabólicas? ¿Quién sería el autor de la criminal idea que engendró este cubil capaz de resistir un ataque nuclear, a estos bandidos y este espectacular disparate con el saqueo de una nave pacífica y el rapto de sus tripulantes?
En la cámara a la que les empujaron había dos sillas hechas de tubos de duraluminio, lámparas de luz diurna bajo el techo y allí mismo la rejilla del aparato de aire acondicionado; también había colchones sobre el suelo metaloplástico. No había mesa. Además, difícilmente podía caber en un cubículo tan minúsculo.
Cris miraba perpleja a todos los lados. Todo el camino se mantuvo aferrada a Polynov, patentemente abatida por la novedad del paisaje cósmico, el carácter misterioso de la base y lo lúgubre de sus muros.
— De aquí será todavía más difícil… Polynov le echó una mirada furiosa y ella se atajó. Con un movimiento de las cejas él le señaló hacia el techo. Tras la rejilla del aparato de aire acondicionado se vislumbraba un débil brillo y Polynov no dudaba que desde aquí les observaba un teleojo y los aparatos escondidos captaban cada susurro.
Cris sonrió tristemente y Polynov la comprendió: a partir de este instante tendrían que adivinar mutuamente los pensamientos, si querían hablar de algo serio.
Se sentaron uno frente al otro en un melancólico silencio. Les privaron de la última libertad. La libertad de comunicarse que poseían incluso los reclusos de los campos de concentración.
El cerrojo electromagnético lanzó un débil chirrido. Ambos se estremecieron.
— Vamos, doc.
Con un movimiento de la cabeza Polynov se despidió de Cris. Ésta estuvo a punto de prorrumpir en lágrimas.
Gregory acompañó al psicólogo al final de un largo pasillo con paredes de hormigón. Junto a un recodo se pararon frente a la puerta con el número once.
Me han encomendado darle instrucciones, doc — dijo el guardia—. Este es su local. Esta puerta se abre al pronunciar la palabra «botica», recuérdelo. Las medicinas más valiosas — Gregory miró con especial expresión— se encuentran en la caja fuerte. La cerradura está sintonizada con su voz y responde a la palabra «sésamo», ¿entendido? La puerta de su cámara se abre en respuesta a la frase «buenas noches”…
¿De modo que yo puedo salir de la cárcel?
— Sí, está permitido. La comida es de 13.00 a 13.30 en el local número siete. El desayuno, allí mismo a las…
— ¿También se abre con una seña?
— No, a la hora indicada usted entrará sin obstáculo alguno. Y ahora a su establecimiento vendrá un chiflado…
Y Gregory giró con el dedo varias veces junto a su frente.
Apenas Polynov comenzó a hacer el examen de sus pertenencias, se oyeron los pasos de alguien que arrastraba los pies por el pasillo y el umbral del consultorio lo atravesó un hombre huraño y enjuto con una bata de laboratorio arrugada; del bolsillo de pecho asomaba un destornillador-comprobador. En el vano de la puerta Polynov vio alejarse la figura de Gregory. El guardia cantaba en voz alta:
La lejana luz, la lejana luz, la lejana luz
de los poblados ardientes
y de las estrellas.
Extínguela con vino, extínguela con vino,
extínguela con vino la ardiente luz
de los lejanos poblados
y de las estrellas.
El hombro que acababa de entrar centró su mirada en Polynov, dijo sombríamente «eso es», pero permaneció quieto, brillando con las lentes de sus gafas. Sus ojos de hombre inteligente casi tapados por los párpados escudriñaban desempachadamente al psicólogo. El pelo negro y tieso de sus mejillas sin afeitar, su mugrienta corbata, así como la sucia camisa hacían juego con todo su aspecto.
— Eso es — repitió con el mismo aire sombrío—. Soy Eriberto, el electricista. ¡Jefe de los electricistas! Así me llamo. Aquí, no hay canalla que me entienda, ¿y usted?
— Siéntese — dijo Polynov—. ¿De qué se queja?
Eriberto sonrió enigmáticamente.
— Insomnio, mi insomnio… Una píldora, no duermo, pienso. Dos píldoras, no duermo, me martirizo. Tres píldoras… Así, poco me falta hasta la tumba, ¿no es cierto? Nadie puede comprender mi enfermedad, nadie…
— Tranquilícese, yo trataré de comprenderla. Dormirá como un bebé.
— ¿Sí? ¿Acaso aquí uno puede dormir como un bebé? —los labios del enfermo se retorcieron sarcásticamente.
Se sentó como lo suelen hacer las personas cansadas, corcovándose. Sus ojos — tras las lentes de las gafas— dejaron de parpadear, lo cual daba a su mirada una apariencia desagradable.
— Cuénteme todo por orden de sucesión — le exhortó Polynov, acercando el aparato diagnosticador.
— No tengo nada que referir, nada. Había una vez un tonto inteligente. Se reclutó. Llegó. Insomnio. Muy pronto. No hay quien lo cure. Oí hablar de usted, y vine a verle. Abrigo la esperanza sin creer en ella.
Su monótona voz, a pesar de todo, estaba llena de expresión, y Polynov, ávidamente, prestaba gran atención a las entonaciones: su experiencia de psicólogo le sugería que el enfermo que tenía frente a sí estaba muy lejos de ser un simplote, al igual que tampoco era simple su enfermedad.
— ¿Estuvo antes en el espacio cósmico?
— No.
— ¿Hace mucho que padece de insomnio?
— Pronto harán tres meses, y se mantendrá infinitamente. Si fuera posible tumbarse en la hierbecita verde…
— ¿Se dirigió antes al doctor?
— No. Tenía miedo. Quería arreglármelas yo mismo.
— Usted mismo tiene la culpa de descuidar la enfermedad.
— Por supuesto, que la tengo. Confiaba, tenía la esperanza… Un fracaso rotundo.
Polynov fijó los captadores en sus sienes y muñecas y ajustó la sintonización. El resultado le pareció muy interesante.
— ¿Está pensando en la Tierra? — preguntó afablemente.
— La Tierra…
Las comisuras de los labios de Eriberto sé extendieron hacia abajo y su rostro tomó una expresión soñadora.
— La Tierra… Y en la Tierra la hierbecita… La estropearán.
— No — objetó categóricamente Polynov.
— ¿Usted piensa? — Eriberto se animó—. ¿Usted me lo promete? Estos últimos días me encuentro muy mal, malísimo, algunos creen que estoy a punto de perder la razón… Pero no es así, yo soy normal, ¿verdad que sí? Solamente el insomnio…
— Solamente el insomnio — como el eco respondió Polynov—. No tenga miedo, su psiquis está casi en orden. Tiene una rara enfermedad. No obstante, puede trabajar.
— Así y todo, yo trabajo. Aquí los especialistas son insustituibles. ¿Usted me ayudará?
— Claro que le ayudaré. Para esto estoy.
— Gracias. ¿Y el tratamiento, cómo me va a curar?
— Ya le he dicho: el caso no es común y corriente. No se puede hacer todo de una vez. Mientras tanto le voy a prescribir una medicina. Venga a verme mañana, necesito comprobar la reacción.
— Quiero creerle… — el enfermo, por primera vez, miró a Polynov con esperanza.
— Hay que creer — dijo Polynov con rigor—. De lo contrario, no le garantizo que vuelva a ver la hierbecita.
— Hierbecita… Hierbecita verde… Yo quiero, quiero…
La animación pasó. Eriberto proseguía melancólicamente su melopeya. Parecía que estaba delirando.
— ¡Alto ahí! —Polynov se puso de pie—. El enfermo debe ayudar al médico y no sólo el médico al enfermo. Domínese.
Eriberto también se levantó.
— No me grite. Me dominaré. Me encuentro muy mal. En usted deposito toda mi esperanza. En el caso de que exista.
— Sí, existe, no lo dude.
Pero el propio Polynov no estaba seguro de ello…
Ahora, por fin, pudo pasar revista a su «hacienda». El surtido de medicamentos era enorme, los aparatos eran excelentes. Esta circunstancia le infundió esperanza. En la gaveta de su escritorio encontró la grabación magnética hecha por su antecesor y la escuchó. Nada más que futilidades: en la base raras veces se enfermaban. Una cuchillada en una riña, una mandíbula dislocada… Y esto, ¿qué es? «Intoxicación aguda causada por el disunol…» — oyó el diagnóstico.
Disunol… Disunol… No había oído decir que en el Cosmos se aplicase una sustancia con este nombre.
Polynov se precipitó a la guía médica. Muy interesante. La guía no contenía ni una palabra sobre el particular. Pero entre sus páginas encontró una cuartilla en la que se enumeraban los síntomas de la intoxicación con disunol y las medidas de curación. Una chuleta típica. ¿No habrá aquí algún manual de química? No.
A pesar de todo, este nombre le recordaba algo. Algo conocido. Cierto término especial, bien conocido.
Por supuesto: disán.
¡Disán!
Polynov se sentó, tratando de calmar las palpitaciones del corazón. Basta, parece que está perdiendo el juicio. ¿Quién podría necesitar aquí el disán? Es un absurdo. Probablemente la equivocación se deba al parecido de las palabras, y lo que se produce aquí no es, en modo alguno, el disán. En realidad, ¿de dónde habrá sacado él que el disunol es un producto de la reacción intermedia de la obtención del disán? Él no es químico. Sin embargo, ¡algo raro sí se produce en esta maldita planta! Y si es el disán, entonces es algo terrible.
Concentrarse ahora era superior a sus fuerzas, los pensamientos se le desbandaban. Demasiadas cosas inesperadas. Los abrumadores calabozos, los espías electrónicos, la penosa conversación con Eriberto y, al fin, el disunol… Hay que ir a dar un paseo, aprovechando que los carceleros le ofrecieron tal posibilidad. Tal y como lo esperaba Polynov, el angosto pasillo por ambos extremos estaba bloqueado por unas compuertas macizas que aislaban el pasillo y, por consiguiente, también a él, a Polynov, del resto de la base. Seguía siendo, al igual que antes, un prisionero al que vigilaban cada paso (Polynov se fijó en que tanto en el consultorio, como en el pasillo había mirillas de los aparatos televisivos, con la particularidad de que ni siquiera trataron de ocultarlas).
A Polynov le pareció que su situación se asemejaba a la de una mosca bajo una campana de vidrio. Además, ignoraba tanto el esquema de la base y el número de personas que en ella trabajaban, como señas y contraseñas mágicas que permitían desplazarse por la base sin obstáculos. Indudablemente, Cris tenía razón: en esta situación era difícil emprender algo, y, en opinión de los carceleros, casi imposible. Aunque, la verdad es, que de tener éstos tal convicción, no todo estaba perdido.
De repente, vio una puerta entreabierta. Después de un momento de vacilación la empujó. Bruscamente se echó hacia atrás: de la habitación, clavando en él sus ojos horripilantes, le miraba un monstruo, el engendro aterrador de una pesadilla.
Polynov se recostó contra la pared aguardando la aparición ya sea de los centinelas, o bien, del monstruo. Pero no sucedió nada. En torno suyo reinaba el silencio, como en un sepulcro, y sólo parpadeaba, produciendo cierto chasquido, una lámpara. La curiosidad pudo más que el miedo incitando a Polynov a echar otra mirada al interior de la habitación. Y hasta se tapó la boca para contener la risa.
El cuartucho estaba lleno de figuras de cera de diferentes monstruos, nacidos de una fantasía delirante, y, también, de personas, sí, de personas reales. Indudablemente, el desconocido artista tenía talento y había logrado producir un efecto formidable. Cada figura humana simbolizaba determinada imagen como si la colección hubiera sido llamada a expresar las manifestaciones más altas y más bajas del carácter. Aquí se hallaban la Santidad y la Bajeza, el Amor y la Crueldad, la Nobleza y la Vileza… Tampoco faltaba la figura del Hombre Ordinario: lo suficientemente bondadoso, lo suficientemente agradable, con la suficiente trastienda, desmesuradamente optimista y desmesuradamente regular. Precisamente así representaban al Hombre Ordinario la televisión, los periódicos, las revistas y la radio. Las imitaciones, sin duda alguna, resultaron acertadas. Y no una, sino tres: el Hombre Blanco Ordinario, el Hombre Amarillo y el Hombre Negro. El Hombre Ordinario de cera, independientemente de su pertenencia racial, tenía una amplia y radiante sonrisa.
A Polynov le embargó un sentimiento de pavor y no pudo comprender en el acto el porqué de este sentimiento. Más tarde se percató de la razón: el panóptico — y en ello había algo diabólico — parecía animado. La expresión de los rostros cambiaba según el escorzo y la iluminación. Los ojos de las figuras le miraban fija e inexpresivamente. Polynov hasta se decidió a palpar las figuras para cerciorarse de su origen artificial.
El psicológico no sabía si debía reír, llorar o admirar esta imitación genial del ser humano. No podía concebir sólo una cosa: ¿quién y para qué fines necesitaba semejante museo? Y si era una casualidad el que la única puerta sin cerrar era la que daba acceso al cuartucho de mascarada.
— ¡Polynov, el tiempo de su comida expira! ¡Dése prisa si no quiere quedar en ayunas!
La voz retumbó desde lo alto. Polynov hizo un gesto de disgusto. Qué métodos tan estúpidos: dejar a uno aturdido, desconcertado, aterrado. Pero surten efecto, hay que reconocerlo.