2. Un problema moral

El bandido como una centolla semiaplastada se retorcía a los pies de Polynov. Meneaba la cabeza salpicando saliva y sangre. Sus dedos retorcidos buscaban el lighting que había salido despedido hacia un lado.

Huysmans con paso solemne atravesó el pasillo, se inclinó sobre el Cabezudo y dijo sin alzar la voz:

— Levántate tú, imbécil.

En respuesta sonó un rugido.

— ¡En pie, te digo! — Huysmans gritó tan alto que hasta Polynov se estremeció.

El Cabezudo quedó acallado. Estando a cuatro patas se esforzaba por levantarse, pero las rodillas le resbalaban.

Reteniendo la respiración, todos con secreta esperanza miraban a Huysmans. Este advirtió las miradas y sonrió con frialdad.

— ¡De cara a la pared! — lanzó desdeñosamente.

E inmediatamente se volvió hacia Polynov.

— No lo atañe a usted, señor mío. Todavía no me tomé el desquite por la partida perdida, ¿no es así?

La calma de este hombre enjuto vestido de negro y su instantánea transformación de un pacífico misionero en caudillo de bandidos era más horrorosa que los disparos y la violencia.

Dio un imperioso grito. Entraron corriendo dos hombres con monos grises. Uno agarró al Cabezudo y le ayudó a levantarse. Al otro Huysmans le susurró algo al oído señalando a Polynov. Agarraron al psicólogo y se lo llevaron.

…Cuando tras sus espaldas chasqueó la cerradura, Polynov no estaba en condiciones de reflexionar ni tampoco de alegrarse de su inesperada salvación. El camarote al que lo empujaron parecía revolotear ante sus ojos. Más tarde, con asombro, apreció el lujo de este camarote. Una elegante mesita de plástico remedando malaquita, una mullida alfombra bajo los pies, dos fastuosas camas y la acogedora luz de una lámpara de mesa. Olía a perfume y cigarros. Tras un tabique había una auténtica bañera.

Polynov se sentó esforzándose por comprender qué podía significar todo lo que le pasó y por qué lo encerraron en un camarote que parecía más bien un tocador de señora que un calabozo. Pero no encontró la explicación.

Tambaleándose se puso de pie y oprimió con el hombro la puerta. ¿Para qué? Sabía perfectamente lo sólidos que eran los cerrojos de la nave.

— No hagas tonterías — dijo para sí.

Del cenicero asomaba el extremo de un cigarrillo que no había sido fumado hasta el fin. En la boquilla quedaron marcadas las huellas de la pintura de labios. De la mesita de noche semiabierta llegaba el brillo de botellas de vino. Una hora atrás aquí no sólo se vivía, sino se gozaba de la vida. ¿Qué es, entonces, una mala intención, una burla?

Pero en el camarote faltaba algo. Algo esencial. Sí, por supuesto, faltaban sillas. Sillas que podían ser utilizadas como porras.

Automáticamente, Polynov le dio al enchufe del televisor. Por muy extraño que parezca, el aparato funcionaba. Del fondo estereoscópico de la pantalla salpicó una ola marina y la cresta espumosa sacó a un niño montado sobre un delfín.

Polynov le miraba como a un foráneo llegado de otros mundos. El niño, entusiasmado, golpeaba el dorso del delfín con los talones y por detrás de sus hombros aparecía el arco iris de las salpicaduras. El camarote se llenó de risa infantil.

Después de lo sufrido esto parecía tan absurdo que Polynov se apresuró a desconectar el televisor. La risa se cortó.

«Calma, y sólo calma — se dijo—. Cualquier pesadilla contiene su lógica, hay que llegar a descifrarla. Por cuanto el televisor funciona, la nave ha salido de la zona de silencio, por consiguiente… ¿Ha salido? No hay que hacerse ilusiones: no hubo ninguna «zona de silencio». Está más claro que el agua, los asaltantes aplicaron el «efecto de Bagrov» para que la nave no pueda comunicarse con la Tierra. Y nada más.

¿Pero con qué fin? ¿Qué objetivo se plantean? ¿Puede haber mayor disparate que la piratería en el espacio cósmico?»

El mayor deseo de Polynov era acostarse y no discurrir en nada. Sus pensamientos se confundían.

La aceleración crecía notablemente. El suelo parecía correr bajo los pies. Está claro que los piratas tienen prisa por alejarse de las rutas habituales. ¿A dónde?

Polynov pasó al otro lado del tabique. Del espejo le miró un rostro totalmente blanco y desconocido. Durante un minuto, más o menos observó inmóvil su reflejo. Luego, cogió en las manos un poco de agua y se mojó la frente y las sienes, se peinó y se arregló la corbata. Los sencillos y ordinarios movimientos le tranquilizaron.

Comenzó a reflexionar si se podría esperar socorro de la Tierra. Por ahora, allí nadie sospecha que pudo haber ocurrido una catástrofe. Bueno… Las estaciones de seguimiento perdieron el radioimpulso del «Antinoo». Esto a veces sucede. Los operadores, echando bocanadas de humo de sus cigarrillos y contando chistes esperan que se restablezca de nuevo. Pero no se restablecerá. Al espacio cósmico se enviarán señales pidiendo información. Pero el espacio guardará silencio. Entonces comenzará el pánico.

No, entonces no. La compañía dará largas al asunto esperando que la alarma sea infundada… Por cuanto sobre el tapete se han puesto el prestigio y la ganancia: ¿cómo es posible? ¡Un accidente en nuestra compañía! El mundo con gran retraso se enterará de la desaparición misteriosa del «Antinoo» Entonces al supuesto lugar del accidente enviarán precipitadamente a los exploradores. Pero ya será tarde.

Pero, ni siquiera entonces la alarmante noticia borrará de las pantallas de los televisores las caritas sonrientes. La información sobre la desaparición de la nave se ofrecerá siguiendo las mejores tradiciones del optimismo oficial. Inmediatamente después de la comunicación unas bonitas muchachas cantarán una bonita canción. Para que se tranquilicen. No se inquieten, señores televidentes, en el mundo, igual que antes, todo sigue de maravilla, ahuyenten los malos pensamientos, el optimismo prolonga la vida, ya se han tomado medidas, en adelante, no se repetirá nada semejante, la catástrofe no les concierne, no son ustedes los que han perecido, ni lo son sus parientes: claro, una avería es algo horrible, pero recuerden cuánta alegría nos espera en la vida que nos rodea…

Y a nadie se le ocurrirá que ha tenido lugar una acción malintencionada. ¿Piratas? ¿En el espacio cósmico? ¡Ja, ja! No nos hagan reír…

He aquí una cosa más con la que cuentan los bandidos.

Desde la Tierra no llegará el socorro.

En este instante Polynov oyó el chirrido de la llave. Cerró apresuradamente el grifo y echó una rápida mirada al espejo para ver su cara: ya parece normal, está preparado.

Aún le dio tiempo de recibir a Huysmans en el umbral con una pregunta violenta como un golpe:

— ¿Envidia los laureles de Flint?

Huysmans frunció el ceño disgustado por el tono tan alto de la voz y cerró fuertemente tras sí la puerta. Un instante más se contemplaron el uno al otro.

— Estoy contento de que le haya vuelto el sentido del humor — dijo por fin Huysmans sentándose en el borde de la cama.

— Sencillamente, me acordé que los piratas solían terminar su vida en la verga. Lástima que una nave cósmica no esté equipada de este aparejo tan útil.

— No todos los piratas, querido Polynov, no todos — Huysmans meneó la cabeza—. Algunos llegaron a ser gobernadores.

— No estamos en el siglo diecisiete.

— Tiene razón. Ahora la escala es otra. Sin embargo, la esencia del hombre no ha cambiado. ¿Más no parece preocuparle su propio destino?

— ¿Es que usted quiere darme la absolución de pecados? No la admitiré, téngalo en cuenta.

Huysmans exhaló un suspiro de resignación.

— ¿A qué viene esta bravata? Yo sé que la amenaza de muerte no es algo nuevo para usted. Pero no puede negar que no será muy agradable morir de manos de su amigo el Cabezudo a quien, con torpeza, ha roto la mandíbula.

«Cuidado — pensó Polynov— no te acalores».

— Usted ha olvidado, Huysmans, que puedo escapar de sus garras en cuanto lo desee. No es tan difícil aguantar la respiración.

Huysmans quedó pensativo cerrando ligeramente sus arrugados párpados.

— Somos personas serias — se enderezó—. Le propongo un negocio mutuamente ventajoso.

— Primero, conteste mis preguntas.

— No soy mezquino. Haga sus preguntas.

— En primer término: ¿qué será de los pasajeros? En segundo término: ¿a dónde nos dirigimos? Tercero: ¿cuál es su objetivo?

Huysmans sacó un puro, lo encendió sin prisas («Absolutamente igual que el Cabezudo» pasó fugaz por la mente de Polynov), exhaló uno tras otro cinco anillos y los atravesó con un chorro de humo.

— Es sorprendente — dijo—. Es sorprendente cómo los nobles sentimientos molestan vivir a los hombres. ¿No le parece que el bien no puede triunfar sobre el mal, porque sus métodos de lucha son impotentes, mientras que impugnar el mal con el arma del mal significa convertir el propio bien en mal? ¿Y que por esta razón el bien, de antemano, está condenado a fracasar? Piénselo. Recuerde la historia, ésta confirma mi conclusión.

— No es una respuesta.

— La respuesta le decepcionará. ¿Quiénes somos? Usted lo ha dicho: somos piratas. ¿Para qué necesitamos esto? La segunda respuesta se deriva de la primera. ¿Qué será de los pasajeros? Todo depende de su sentido común, de ello puede convencerse por su propia experiencia. ¿A dónde nos dirigimos? Al cinturón de asteroides.

— ¿Para qué?

— No me haga dudar de su capacidad analítica. Pero si usted es psicólogo.

Polynov juró para su fuero interno.

— Bueno, entonces, ¿qué quiere de mí?

Se puso de pie con aire del anfitrión que da a comprender al invitado que su ulterior permanencia es indeseable.

— Tiene mucha arrogancia, Polynov, mucha arrogancia — Huysmans suspiró con aflicción, admirando cómo se esfuman, lentamente, en el aire los anillos de humo—. Usted, desde la infancia está convencido de que la verdad está de su lado.

— ¡Sí, estoy convencido y me enorgullezco de ello! — contestó desafiante Polynov.

Huysmans se rió con malicia.

— Una vez más veo cuánta razón tenía su maestro Engels al escribir que cualquier progreso es al mismo tiempo regreso.

«¿Qué me querrá dar a entender este zorro? — se preguntó perplejo Polynov—. ¿A qué vienen estas conversaciones edificantes?»

— Aún tendremos tiempo de filosofar — como contestando a esos pensamientos, dijo Huysmans—. Por supuesto, si admite mi propuesta. Hace poco nos quedamos sin nuestro médico y su ayudante es un estúpido. Usted practicó la medicina durante muchos años. Y esto es todo.

— Así pues… ¿Usted me propone tomar parte en sus sucios negocios?

— El hombre sigue siendo hombre dondequiera que se encuentre, y es deber moral del médico prestar ayuda a los sufrientes. ¿Sucios negocios, dice usted? No me hieren sus injurias. No juzguéis y no seréis juzgados, pues los caminos del hombre también son inescrutables, al igual que los de Nuestro Señor. Si nos ponemos de acuerdo, abrigo la esperanza de convencerle de que nuestros designios están dirigidos, en fin de cuentas, al bien.

Polynov hasta se estremeció de repulsión.

— ¡No!

— Piénselo mejor, recapacite. Esto no corre prisa. Quedaremos en que no he oído su respuesta. Reflexione y, si así lo desea, pruebe cuan agradable es… aguantar la respiración.

Huysmans se levantó y con el puro en la boca hizo una reverencia.

— Le deseo que goce meditando.

Y salió, dejando a Polynov aún más turbado que antes.

Pero esta vez el psicólogo se recobró rápidamente.

A un observador extraño le podría parecer que lo que más preocupaba a Polynov eran las tijeras de manicura a las que daba vueltas en sus manos. Pero no era sino una manera de concentrarse, inherente a él: a la mayoría en semejantes ocasiones les ayuda un cigarrillo, pero Polynov se servía para esto de cualquier bagatela.

Los piratas…

Chasqueó con las tijeras.

Bueno, así que son piratas. Es algo estúpido, absurdo, pero es un hecho. Y le necesitan a él, a Polynov. Por consiguiente, existe la posibilidad de conservar la vida. Dispondré de tiempo y, en consecuencia, tendré la oportunidad de entrar con ellos en combate.

Polynov hizo un movimiento de satisfacción con la cabeza. Esta deducción suya era incontrovertible.

Está bien, pero, ¿curar a los bandidos? ¿Ver todas sus atrocidades, y callar? Sí, pero esto será superior a mis fuerzas…

¿Y si es preciso? Un simple problema lógico.

Primera variante: otra vez gritar «¡no!» Cuan sencillo, patético y orgulloso… Y absolutamente inútil.

Segunda variante: «sí». Sin emociones. «Sí», para comenzar el combate. ¿Y si lo pierdo? Será un fin miserable. ¿Pero quién pierde en este caso? Nadie.

También hay una tercera variante: lo mismo, pero al final, la victoria. Entonces, mi proceder estaría justificado.

En el caso de vencer.

En el caso de vencer. Por esta razón, precisamente, el esquema lleva implícito el error. Su derrota afectará a muchos. La humanidad, a la corta o a la larga, se enterará de los piratas. Entonces, su proceder será interpretado de la siguiente manera: un cobarde pusilánime que, tal vez, realmente, quería luchar, pero, quizá, simplemente salvaba su pellejo. Una suposición completamente lógica. ¡Qué júbilo para los huysmans de la Tierra! De esto no hay la menor duda.

Polynov entornó los ojos. Sólo en este instante se le reveló la terrible realidad de la situación.

Miró alrededor buscando, por costumbre, el estante con libros. Pero no los había aquí, y, además, ¿en qué le podían ayudar los libros? No es un problema científico, sino ético, y en este caso los manuales son impotentes.

Sin embargo, Polynov hojeó maquinalmente el único libro que había en el camarote: una biblia que se encontraba en la mesita de noche. «En el día del bien goza del bien, en el día del mal reflexiona» — le saltó a la vista. Con enojo Polynov volvió la página y leyó: «Una cosa de la que dicen: «Mira esto, esto es nuevo», aún ésa fue ya en los siglos anteriores a nosotros».

Polynov arrojó el panzudo volumen. Pareció escuchar la insinuante voz de Huysmans recitando las últimas líneas. La biblia cayó sobre la mesa y el sonido de la caída se confundió con el ruido tras la puerta. «Aquí» — se oyó una tosca voz. La puerta se abrió con violencia y de un empujón en la espalda hicieron caer en el interior de la habitación a una muchacha. Polynov apenas si tuvo tiempo de evitar su caída. La puerta se cerró con fuerza.

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