No se sabe por qué, pero a la vida no le gusta la monotonía. Los acontecimientos, o ejercen tanta presión que al hombre se le corta el aliento, o bien, sin ninguna causa patente, todo se amaina y el tiempo transcurre de una manera uniforme y regular.
Aparentemente, Polynov ya no interesaba a nadie. Podía salir de la cámara cuando le daba la gana, podía ir y venir o pasar horas enteras en su consultorio: parecía como sí para los Conspiradores él dejase de existir. Pero Polynov no se engañaba. No era sino un nuevo ardid. Martirizar al hombre con la inacción, con una espera desgarradora y, seguidamente, atizarle un golpe repentino.
La muchacha desapareció sin dejar huella. Los micrófonos escondidos en el pasillo ignoraban sus preguntas. Un capirotazo más para su amor propio, un recordatorio más para que no olvide que está fuertemente cogido por unas garras. Una pequeña venganza de Huysmans por la resistencia que le oponía.
El extraño paciente lo visitó una vez más. Todo iba bien pero en vano esperaba Polynov su tercera visita. El electricista no volvió a aparecer, lo cual inquietó a Polynov.
Por el consultorio pasaron también dos vigilantes. Estos se quejaban de unos achaques insignificantes, se mantenían alerta, y Polynov no supo sacar ningún provecho de su visita.
A pesar de todo, no logró ver a nadie de los prisioneros. Tampoco podía intercambiar aunque sea unas palabras con los vigilantes que encontraba casualmente en el pasillo. Estos, en el acto, se ponían en guardia y sus manazas, involuntariamente, agarraban el arma. Pobres diablos, hasta transpiraban de tan embarazosa perplejidad: ¿por qué a este tipo se le permite vagar de aquí para allá?
De seguro que Huysmans se intranquilizaría si supiese qué fin perseguía Polynov esmerándose tanto en poner orden en el consultorio. Pero el psicólogo todo el tiempo estaba a la vista, con una diligencia meticulosa limpiaba el polvo, alineaba los frasquitos con los preparados medicinales para no tener que buscar cosa alguna, comprobaba durante largo rato el ajuste de los aparatos, en una palabra, se comportaba como un hombre que se disponía a trabajar aquí durante muchísimo tiempo. Y el hecho de que de sus bolsillos desaparecieran algunos fármacos, el observador no lo podía advertir por cuanto el local se vigilaba desde dos puntos y Polynov, claro está, cuidaba de que en el momento necesario sus manos no cayesen en el campo visual del acechador.
Y era preciso ser especialista para comprender lo valiosas que eran las ampollas de mixonal, varias bolitas de algodón, un frasco con solución de cloruro de plata y el microanalizador de gas. Cuando Polynov se hizo de todos estos objetos, en seguida realizó un pequeño experimento. Decantando el amoníaco dejó caer al suelo por descuido tres gotas de este líquido; un rato después se dirigió a su cámara. Allí, acostado boca abajo en su jergón, miró sigilosamente al analizador. Las indicaciones del instrumento le alegraron sobremanera: tal y como él esperaba, la base poseía un esquema estandarizado de ventilación y purificación de aire.
Polynov no tenía ni la menor duda de que los carceleros ni siquiera sospechaban qué diabólicas posibilidades ofrecía el mixonal que él había hurtado. De lo contrario este medicamento se encontraría tras siete cerrojos. Pero se hallaba al alcance de la mano y a Polynov no le costó ningún trabajo tomarlo. Una demostración más de la vieja verdad de que es imposible preverlo todo. A nadie y en ninguna parte. El error de todos los carceleros radica en la subestimación de la inteligencia y de los conocimientos. De otra manera, desde luego, no podía ser. Quienesquiera que fuesen los carceleros éstos no se tomaban el trabajo de pensar por qué desde la época de los faraones la fuerza brutal e inhumana aunque vencía a menudo no logró triunfar ni una sola vez. Claro que si lo hubiesen comprendido, en el mundo hace tiempo que no quedarían carceleros.
Sin embargo, era prematuro entregarse a júbilo. Ahora Polynov tenía un arma, pero no podía hacer uso de ésta, por cuanto el sistema de corredores, cerrojos y contraseñas de la base seguía siendo para él un enigma. También ignoraba si tenía entre los reclusos aliados dispuestos a todo. Mientras tanto, en cualquier instante podían venir a por él. Y, por supuesto, Huysmans no exageraba al decir que existían métodos de convertirlo en el hombre que ellos requerían. Polynov estaba enterado de los últimos alcances de la psicotecnia. Es cierto que después de someter al hombre a semejante operación lo único que conservaba de lo que fue era su aspecto exterior, sin embargo, en el peor de los casos, podían, en fin de cuentas, servirse también de ese Polynov, con la memoria barrida, movimientos mecánicos y sonrisa de niño de un año de edad. Y de seguro que no les faltaría un experto director de escena; de alguna manera se las ingeniarían para representar una función televisiva con su participación.
Sea como fuere, Polynov logró idear un plan de cómo, en el momento oportuno, neutralizar en el consultorio al espía electrónico sin despertar sospechas. Pero no le dio tiempo valerse de este plan…
En cierta ocasión, al entrar en el comedor, Polynov captó un leve olor a muguete. Ahogando su emoción, se paseó por el cuarto procurando determinar de dónde procedía éste. Ya no le servían la mesa y él mismo tomaba los platos de la «bandeja». Esta circunstancia resultaba muy a propósito. Sujetando las articulaciones bajó el distribuidor y, como por casualidad, palpó la ranura de la junta. ¡Aquí está! Su dedo, rebuscando, rozó con una bolita de papel introducida en la ranura. A partir de este momento su dedo también despedía olor a muguete, el perfume predilecto de Cris.
Como si tal cosa terminó su comida, a pesar de que cada minuto de demora le costaba increíbles esfuerzos. Sólo en el consultorio desenrolló la bolita. Para hacerlo tuvo que evocar en la memoria las habilidades escolares en la lectura de las chuletas bajo las miradas cruzadas de los maestros.
«¡Andréi! — las letras, apresuradamente escritas, se adelantaban una a otra—. Estoy sana y salva. Me encuentro junto con la senadora (¿la recuerdas?) y con otras señoras. Tratan de persuadirme a que me resigne, pero yo no quiero; es ignominioso lo que nos proponen. Trabajar en la planta como verdaderos esclavos. Nos exigen que tomemos parte en la operación «Dios cósmico» (estoy segura de que tú estás al tanto). Pero no todos están de acuerdo; entonces se los llevan y es horrible el aspecto que tienen al volver. A mí todavía no me han llevado, pero tengo miedo…»
A continuación seguían unos garabatos incomprensibles, pero Polynov los descifró sin dificultad. Ya antes, en la nave, convinieron en emplear escritura cifrada y Polynov enseñó a Cris cómo utilizarla.
La nota despedía un frenético olor a muguetes, sin duda. Cris vertió sobre ella todo el frasco. Con mucho pesar, Polynov quemó la nota en la lámpara de alcohol. Y de repente se fijó que sus dedos temblaban. Les clavó una mirada rigurosa y el temblor cesó. Furtivamente, se le coló una idea: cuan maravilloso sería si el mixonal pudiera difundirse por todos los locales de la base. Si este preparado pudiera matar. Cuánto bien aportaría a Cris, a la Tierra. Desafortunadamente, el mixonal no podía ni lo uno ni lo otro.
Oyó entrar a alguien, oyó pasos pesados pero no volvió la cabeza.
— Eh, doc, ¿parece que está triste? — Gregory se dejó caer en una silla, de modo que ésta chirrió—. No haga caso. Si usted, como yo, hubiera estado en la guerra por nada se afligiría.
— ¿Qué quiere usted? — le preguntó cansado Polynov.
— Un poco de alegría, doc, alegría. ¿Ha olvidado nuestra conversación?
Polynov todavía no había visto al guardia tan descarado. Sentado, sin sacar las manos de los bolsillos y con las piernas extendidas negligentemente, guiñaba con insolencia el ojo y se hinchaba, literalmente, de autosuficiencia. Con un movimiento de cejas Polynov le indicó a los dispositivos de televisión.
Gregory soltó una alegre carcajada.
— ¡Los escuchas tienen un pequeño desarreglo técnico, doc! Se han vuelto ciegos y sordos. Tendremos tiempo para ponernos de acuerdo.
— Esas tenemos… ¿Y cuánto durará el desarreglo? — Polynov de nuevo estaba listo para el combate.
— Por lo menos estarán atareados una hora, como dos y dos son cuatro. Los muchachos también quieren tomar un traguito, de modo que se las arreglaron para que pidiéramos charlar como hombres. Imagínese, una botella de whisky para tres días, estoy seguro que nuestro jefe es un impotente. ¿Entonces, qué? ¿Habrá alcohol?
«En cambio, vuestro jefe comprende el peligro que supone la borrachera en el cosmos — pensó Polynov—. De modo que quieres emborracharte a tus anchas… Esto le costará muy caro a tu cuidado cuerpo».
— Bueno — dijo en voz alta—. Pero el negocio es el negocio. Nada se da de balde.
— Por supuesto, ¿Cuánto?
No me hace falta el dinero. Necesito saber las contraseñas, necesito saber el emplazamiento de los locales, necesito saber cuántos sois.
Gregory palideció.
— Esto es una traición… yo… Instintivamente agarró la pistola. Polynov sonreía ampliamente.
— ¿Qué cree, querido amigo? ¿Para qué necesito esta información?
Gregory se encogió como quien quiere dar un salto. El no daba pie con bola.
— ¿Para largarse? — gritó por fin jubiloso—. ¡No lo conseguirá!
Se levantó de un tirón, sacando la pistola.
— Dime, Gregory — Polynov seguía sonriendo—, ¿puede un hombre solo y desarmado escaparse de la base? ¿No? sabes perfectamente que no. Entonces, repito, ¿para qué necesito, según tu parecer, esta información?
El guardia no quitaba los ojos de Polynov. Se veía cuánto le costaba el intento de adivinarlo.
— Y todo resulta muy sencillo — continuó Polynov—. En el juego lo mejor es conocer las cartas del adversario, ¿no es así?
— No hay quien lo dude…
— Yo tengo con tu jefe mi juego, mi negocio. Sin embargo, él conoce mis cartas, mientras que yo ignoro las suyas. Y esto no me gusta. El negocio es el negocio.
— ¡Aja! Es sensato — Gregory volvió a sentarse pero sin soltar la pistola—. Pero a mí no me conviene este asunto. Yo mismo por cositas como éstas llevaba a quien sea al paredón.
En lugar de responder Polynov se inclinó hacia la caja fuerte, la abrió, sacó un matraz con alcohol y lo agitó.
— No, doc — Gregory hasta lanzó un suspiro—, ni hablar.
— Nadie se enterará.
Gregory asintió con la cabeza. Súbitamente su rostro se iluminó.
— ¡Me lo darás de balde! De lo contrario, informaré que querías sobornarme.
— Y recibirás una bala en la frente. Por el alcohol y por… — el psicólogo hizo una pausa— por el pequeño desarreglo técnico.
Con aire amenazador Gregory sacó la mandíbula hacia adelante. Esto sí que lo sabía hacer, le salía a la perfección.
— Se te ocurrió amenazarme… Apretando sus puños de plomo avanzó hacia Polynov.
— Cuidado, que nos están escuchando detrás de la puerta — le advirtió en voz baja el psicólogo.
Esta vez Gregory reaccionó momentáneamente… De un salto se desplazó hasta la puerta y la tiró con violencia. En el umbral estaba Amín.
Rugiendo Gregory lo arrastró por las solapas a la habitación, cerró fuertemente la puerta y lo arrojó sobre las rodillas.
— Carroña, carroña… — resollaba ceñudo Gregory—. Andar escuchando detrás de las puertas… Ya verás, me conoces mal…
Propinó a Amín una pernada, pero éste ni siquiera trató de justificarse: miraba a Gregory sin disimular su odio. En respuesta al golpe que le hubiera podido hacer saltar al techo de no agarrarse al pie de la mesa, Amín se rió lenta y malvadamente.
— Lo voy a contar y a ti te…
Gregory, por un instante, quedó como petrificado.
— Con que esas tenemos — dijo con aire amenazador—. Esas tenemos. ¿Piensas amedrentarme? Por centenas aplastaba yo a las caras amarillas y tú vas a completar la lista.
Agarró a Amín del brazo y se lo retorció bruscamente. El rostro moreno de Amín palideció. Ni siquiera fue capaz de lanzar un grito, de su garganta salían ronquidos entrecortados. Sí, Gregory era un maestro en su oficio.
— ¡Te lo prohíbo! — gritó Polynov.
— No te entrometas, doc, te romperá la crisma — aseveró Gregory—. Y contigo, Amín, ya hablaremos. ¿Qué, estás mal, perro? Esto aún no es nada. ¿Con quién te atreves, carroña mocosa?… A ver, jura por tu dios que callarás, venga…
Amín se arrodilló.
Gregory le aflojó un poco el brazo.
— ¿Has vuelto en sí? Jura, de lo contrario… Amín murmuró algo.
— ¡No es eso!… — Gregory, de nuevo, le retorció la mano. Amín gimió—. Conozco vuestro juramento, dilo como es debido…
Polynov no comprendió lo que murmuró la presa. Pero Gregory, al parecer, quedó satisfecho. Soltó a Amín y, después, como si éste fuese un cachorro asqueroso, lo levantó por el cuello y lo arrojó al pasillo desierto.
— Todos estos canallas son así, doc — Gregory, con asco, se limpió las manos en su uniforme—. Vaya qué oídos tienes…
Miró con respeto al psicólogo.
— ¿Piensas que no se irá de la lengua? — preguntó Polynov.
— ¡Ja! ¡El cree fervorosamente en su dios! Da gusto tratar con los aldeanos, lo único que se necesita es saber tratarlos. ¡Y yo sí que lo sé! Bueno, ¿dónde está el alcohol?
— Las contraseñas.
— Oye, no me hagas rabiar. Yo acabaré contigo antes de que te dé tiempo a decir pío. Por el intento de fuga. ¿Te das cuenta?
— Totalmente. Y a Amín, ¿le has lesionado seriamente el brazo?
— ¿Por qué te interesa?
— Envíamelo.
— ¿Para qué?
— Para reducirle la luxación.
— ¡Fu! Tratas de hablar sobre el asunto y tú…
— El alcohol te lo daré si me envías a Amín.
— ¡Caray! Como veo, eres una persona compasiva… Sentimental. Vete al diablo, dame el alcohol y te lo enviaré. Ponle en su sitio el alcohol y te lo enviaré.
— ¿Cómo?
— Nada. Con los soplones llevo mi cuenta, de soldado, a ti no te importa.
Cuando el alcohol fue a parar al frasco de Gregory, éste, ya junto a la puerta, se volvió de repente.
— Óyeme, doc, soy una persona honesta. Tú me diste alcohol y yo, en caso de necesidad, te aseguraré una muerte rápida. Y así estaremos en paz.
— Gracias aunque sea por eso. La puerta se cerró.
«He aquí la honestidad del verdugo — sonrió amargamente Polynov—. Y lo peor del caso es que se marchó orgulloso de su noble conducta».
Gregory cumplió su promesa. No transcurrieron ni quince minutos y Amín se encontraba ya frente a Polynov.
El pequeño aldeano, como antes, seguía impasible, como si no hubiera sucedido nada. Con sumisión permitió que le examinaran el brazo, no se estremeció ni gimió cuando Polynov le redujo la luxación y no pronunció ni una palabra de gratitud. Quería levantarse y marchar, pero Polynov lo detuvo.
— ¿Sabe que Gregory le liquidará? Sólo le temblaron los párpados.
— ¿No me cree?
— Yo he jurado.
— Eso no le salvará.
A Polynov, de hito en hito, le miraban unos ojos oscuros e indiferentes como los de un pez. Polynov quedó desconcertado.
— ¿Usted sabe para qué se encuentra aquí, en esta base?
— Me pagarán mucho dinero y compraré tierras.
— ¿Para qué?
— Mucha tierra, gran dueño.
Polynov vio que se le escapaba la última posibilidad.
— Gregory le matará por haber escuchado a hurtadillas nuestra conversación. Y no tendrá tierras — dijo deletreándolo.
En respuesta, silencio.
«¿Lo entenderá o no lo entenderá?» — pensaba con perplejidad Polynov.
— Él es el señor — dijo, de pronto, Amín.
— ¡Pero usted le espiaba! Otra vez silencio.
— Además, que señor puede ser para usted, si ambos sois soldados.
El fuerte siempre es el señor.
— ¿Y yo también?
— Tú eres débil.
— Y si yo resulto ser más fuerte que todos los demás, ¿también me convertiré en señor?
— Sí.
— ¿Y si tú llegas a ser el más fuerte…?
— Sí, también yo seré señor.
— ¿Para qué?
— Así sucede siempre.
— En nuestro país no es así, ¿no lo has oído?
— Siempre es así.
— ¿Y si yo te convierto en el señor de Gregory, de todos?
— No lo podrás hacer.
— Si me ayudas, sí podré.
— No.
— Haz una prueba.
— No te creo. No tienes nada sagrado.
— Yo creo en el hombre, y esto para mí es lo sagrado.
— ¿En mí?
— Mientras eres un esclavo, no creo en ti.
— ¿Qué yo soy esclavo? Hablas como Gregory, como todos los demás.
— Eres un esclavo porque reconoces sobre ti al dueño. Quítatelo de encima, y te convertirás en un hombre. Y para Gregory siempre seguirás siendo un esclavo.
— ¿Siendo yo dueño, seré tu dios?
— El hombre no es esclavo ni señor. ¿Lo comprendes?
— No. Tú quieres matar a Gregory, matar a todos, lo comprendo. A tu dios no le comprendo.
— ¿Y tú quieres que yo mate a Gregory y a todos los demás?
— Sí, menos a mí. Pero no lo podrás hacer. Eres débil.
— ¿Eso es lo que piensas? ¡No, yo soy más fuerte que nadie! ¿Lo ves?
Cuanto más pobre es el cerebro, cuanto más rígidos son los hábitos y estrechos los horizontes, con tanta mayor facilidad el hombre se somete a la sugestión. Polynov se puso de pie y tocó solemnemente el hombro de Amín.
— Tú no puedes mover los brazos — le dijo él con seguridad—. No puedes. Ni lo intentes. Ellos quedaron petrificados.
Amín se estremeció. Trató de levantar los brazos; éstos no le obedecieron. En sus ojos palpitó el miedo. El pobre diablo estaba demasiado acostumbrado a encontrarse bajo influencia ajena y ahora era indefenso.
Polynov le sacó la pistola y la balanceó en la palma de la mano.
— ¿Ves esto?
De pronto, Amín se tiró de la silla arrodillándose en el suelo.
— ¡Eres poderoso, eres poderoso! — gritó él—. ¡Eres el más poderoso, nadie todavía supo convertir a Amín en piedra! ¡Tú matarás a Gregory y me salvarás a mí, mi señor! Amín conoce lo que tú necesitas, y Amín te lo dirá todo…
— ¡Habla!
Amín tiene razón, eres un buen señor. ¡Deshaz el embrujo, deshazlo, Amín te contará todo! Una vez Gregory muerto, me salvarás, me darás dinero, mucho dinero, yo compraré tierras, compraré al hijo de Gregory, le escupiré…
A los diez minutos Polynov ya estaba enterado de todo.
Ya solo, tardó mucho en tranquilizarse. No esperaba tal cosa. ¡Cuan fervorosamente creen en el milagro, cómo lo ansían, cuan ciegamente siguen al que les promete el milagro! No importa quién, no importa con qué objetivo… Les enseñaron a obedecer ante la fuerza, obedecer sumisamente, sin reflexionar, y tras el milagro ven una fuerza enorme, sobrenatural.
Polynov se estremeció de repugnancia.