Con la cabeza gacha Polynov, cansado y arrastrando los pies, se dirigió al comedor. El juego del gato y el ratón continuaba y él respondió con la única jugada posible. Que Huysmans se alegre al ver su perplejidad. Que todo el mundo vea cómo Polynov se arrastra hacia el tugurio que le han señalado.
En una de las mesitas tenía servida la comida. En el comedor no había nadie más. Este tenía otras dos salidas, pero ambas resultaron cerradas herméticamente. Lo principal en el comedor consistía en el ascensor para los platos. Una especie de bandeja con articulaciones se desplazaba de arriba abajo. Polynov comprobó el mecanismo, desviando hacia abajo la «bandeja» hasta el tope, pero no sucedió nada. Seguramente, la cocina se encontraba sobre el comedor y los platos bajaban por una escotilla directamente a la «bandeja», de modo que los comensales pudieran servirse ellos mismos. Una automatización rudimentaria, que testimoniaba, sin embargo, que no estaba destinada únicamente para él. Por lo visto, existían causas serias para limitar el tiempo de su comida; al parecer, los carceleros estaban muy lejos de tener el deseo vehemente de ofrecerle la oportunidad para encontrarse con alguien en horas de la comida. No obstante, los pacientes podían visitarlo sin impedimentos, y en el pasillo, tarde o temprano toparía con alguno de los vigilantes. Esto significa que aquí traían a los reclusos. Y se tomaban todas las medidas para que no se vieran unos a otros.
Polynov estaba tan ocupado con sus pensamientos que no percibía el sabor de la comida. Cada persona, en una u otra medida, se concibe como el centro del Universo. No hay que caer en el error, no. Es poco probable que todas estas artimañas estén dirigidas tan sólo contra él. Esto, simplemente, sería poco eficiente. No, aquí funciona un sistema creado de antemano y destinado a ejercer presión sobre la personalidad. De discurrir tranquilamente, se pueden destacar sus peculiaridades primordiales. La apariencia de una fuerza demoledora e irresistible, obligatoriamente; el misterio que envuelve la acción de esta fuerza, indispensablemente; y, por supuesto, la aplicación de la política del látigo y la añagaza. Hay que amedrentar a la víctima, nublarle los sesos, hacerla perder la cabeza, aplastarla, y, acto seguido, echarle un cebo. Que, de entrada, se decida a una pequeña transacción con su conciencia. A continuación se le exigirá una traición a mayor escala. Y éste será el fin: el sistema ha funcionado.
Lo primero, al parecer, se ha hecho: dio su consentimiento de prestar asistencia médica a los bandidos. Y se ha hecho de una forma muy hábil. El adversario se aprovechó del propio plan de lucha de Polynov. Como se dice: «El comer y el rascar, todo es empezar». ¡Es tan viejo como el mundo!
Y ahora procuran que él se desespere a causa de la incomprensión, que tome conciencia de su propia impotencia, que se embrolle en conjeturas. Pronto, le deberán ofrecer una nueva transacción con su conciencia, más espantosa que la primera. Y si se niega, desaparecerá la última posibilidad de continuar la lucha, los piratas se ocuparán de ello. Y por cuanto no existe un linde nítido entre un compromiso sensato, un efugio táctico y una pusilánime traición, en fin de cuentas le llevarán hasta la traición. ¡Qué endemoniada sencillez, qué sistema más armonioso que funciona sin fallos durante milenios, desde los faraones hasta Huysmans! Sólo cambia el atavío.
Pero, si el esquema no es nuevo, si sus inventores han vivido en los albores de la sociedad de clases, debe existir otro esquema, también comprobado durante miles de años, para contrarrestar la acción del primero.
Sí, por supuesto que el antiesquema existe. Y, además, no sólo uno. Existe el esquema seguido por Giordano Bruno. No traicionó, no aceptó el compromiso, no transigió, y murió en la hoguera. Pero su ejemplo a través de los siglos hizo palpitar los corazones llenos de valentía y cólera. Y la esclavitud impuesta por la iglesia, al fin y al cabo, se derrumbó. Eso es, precisamente: al fin y al cabo. Él, Polynov, no dispone de una perspectiva histórica, no tiene muchedumbre ante cuyas miradas podría subir al patíbulo. A propósito, en una ocasión ya lo hizo, allá, en la nave, cuando descargó el golpe al Cabezudo. ¿Es que encendió el corazón de alguien?
Otro camino es el de Galileo, si se quiere. ¡Una abjuración falsa, una resignación falsa, y la lucha! Pero también en este caso se requiere tiempo… ¿Es que la historia no conoce otros esquemas de lucha? Qué absurdo, claro que conoce.
A toda costa debo averiguar cuál es la finalidad del sistema que funciona aquí. Debo escudriñar la anatomía de la base. Sondear el plexo nervioso.
Algo chasqueó en uno de los rincones del comedor. Seguidamente irrumpió la voz sarcástica de Huysmans.
— Ahora, una vez saciado el hambre, es el preciso momento de platicar, ¿no es así? Yo cumplo honradamente las condiciones de nuestro convenio. He prometido darle información, y le informo. ¿No tendrá inconveniente en visitarme?
En mi situación sería ridículo rechazar la invitación.
— Muy bien que usted lo haya comprendido. A la puerta le espera Gregory. Una cosa más, tenga en cuenta que él tiene un punto flaco. La bebida. No le dé alcohol, bajo ningún pretexto.
El altoparlante se calló.
«De este modo — pensó Polynov— una de mis previsiones se ha confirmado».
Gregory se encontraba a la entrada con las manos metidas en los bolsillos y silbando melancólicamente.
— ¿Qué, le aburre esta vida? — comentó con negligencia Polynov.
Gregory se encogió de hombros.
— Claro que está aburrido — concluyó Polynov—. Habrá que hablar con Huysmans y organizarles algún entretenimiento.
El guardia miró perplejo al psicólogo, pero no objetó.
Junto a la puerta número 13 Gregory se inclinó y susurró la contraseña. Detrás de la puerta una empinada escalera conducía hacia arriba. Gregory dejó pasar primero a Polynov. Una espira tras otra: parecía como si se encaramasen a un campanario.
Por fin, la escalera terminó en un descansillo al que daba una sola puerta. Gregory llamó y la puerta se abrió de par en par, automáticamente. Gregory quedó fuera.
— Entre, entre, mi querido Polynov.
Una campana de doble cristal, que hacía las veces de una de las paredes abría una vista al caos negro y plateado de las rocas, desbrozado aquí y allá para despejar el terreno a unos cubos ciclópeos en los que Polynov ya se había fijado a su llegada. En este momento de ellos no emanaba gas, pero en algunos lugares sobre las rocas se extendía cierto velo nacarado. Y a través de éste titilaban con luz iridiscente las estrellas. Dos lunas, con dignidad, hacían su recorrido alcanzando la una a la otra.
— ¿Verdad que es hermoso?
Huysmans, arrellanándose en un sillón, se encontraba tras una mesa maciza. A su izquierda, brillando con sus pantallas y botones, se encontraba un tablero de mando. Este Huysmans no se parecía ni al melifluo padre ni al feroz caudillo de los piratas. Éste rebosaba autosuficiencia. Con un ademán solemne señaló a Polynov un sillón. El psicólogo tomó asiento.
— ¿De modo que usted, según he oído, piensa distraer a nuestros muchachos? — comenzó Huysmans con un sarcasmo mal disimulado.
— Por cuanto di mi consentimiento de trabajar para vosotros como médico, mi deber es vigilar por la salud de la gente. Y hay que señalar que existen síntomas de neurastenia, lo cual, desde luego, es muy natural en esta guarida cósmica.
— Ah, son nimiedades. Pero me alegro que usted empiece a tomar a pechos las preocupaciones de los… piratas.
Soltó una corta risita.
— El hombre sigue siendo hombre y es necesario atenderle por doquier — replicó Polynov.
— Sí, es justo, es justo… Bueno, piense cómo entretener a los muchachos. En general, usted tiene razón: éste es un lugar algo aburrido.
Huysmans, meditabundo, se rascó el entrecejo.
— Vayamos al grano — dijo tajante— inclinándose hacia Polynov. Usted, sin duda, se habrá dado cuenta de que la planta que se observa a través de la ventana, es de suponer que no les sirve para nada a los simples piratas. Y, por supuesto, usted está devanándose los sesos para descifrar este enigma. Y no intente disuadirme, diciendo que no es así: en materia de psicología le daré todavía cien puntos de ventaja, usted ya ha podido convencerse de ello.
— Ni siquiera lo intento.
— Magnífico. Sí… Entonces, escuche, pues en ninguna parte oirá nada semejante. Desde las gélidas alturas cósmicas echemos una mirada a nuestra entrañable y querida Tierra. ¿Qué vemos? Riñas, contradicciones, decaimiento de la moral y un descontento e inquietud universales. Verdad es que se ha amainado la amenaza de una guerra termonuclear…
— Gracias a nuestros esfuerzos y no a los vuestros — a Polynov le complació interrumpir este discurso grandilocuente. Huysmans, con disgusto, alzó las cejas.
— No me interrumpa. Sí, ahora ya son pocos los países que no se tiñen de socialistas. Pero esta circunstancia no significa nada. El fuego aún no se ha extinguido y se conservan los rescoldos, las contradicciones no se han superado, sobre la vida de los hombres se ciernen amenazas cuyo origen se remonta al futuro. Inquietud, preocupaciones, hambre…
— Un desempleo sin precedentes provocado por la automatización…
— Ya le he dicho, ¡no me interrumpa! ¡De lo contrario no diré nada!
— Perdone, yo pensaba que estábamos conversando.
— Conversaremos más adelante. ¡Aquí hablo yo! ¡Y tengo derecho de hacerlo porque el destino de la humanidad está en mis manos! Pues bien, prosigo. Las contradicciones no se han superado, el mundo, al igual que miles, cientos y decenas de años atrás, necesita un salvador. Los necesita incluso más que antes, ya que el endemoniado carro del progreso nos arrastra, a ciegas, acelerando cada vez más su correr. ¡La bomba atómica, tras ella la de hidrógeno, cohetes, venenos genéticos, láseres y, finalmente, el arma geofísica! ¿Dónde está el límite? ¡El hombre, embargado por el pánico, pierde su yo, se agita como un azogado, y en vano busca su salvación clamando a los ídolos palustres del socialismo!
Huysmans tomó aliento y bajó la voz.
— Le ruego que preste especial atención al arma geofísica. La Tierra está envuelta en una capa de ozono. Basta romperla para que el poderoso flujo ultravioleta del Sol abrase todo lo vivo. En este momento aparece la funesta invención del vanaglorioso pensamiento humano: ¡el disán! Un minúsculo cohete lleno de disán que absorbe el ozono como una esponja absorbe el agua, ¡y el cielo sobre un país como Inglaterra queda rajado! Un arma barata, portátil e inatrapable, accesible incluso para Haití. Precisamente por esta razón no se emplea. No ofrece gran ventaja quemar un país enemigo, si éste te paga con la misma moneda. He aquí por qué ningún Estado puede sacar provecho de la posesión de dicha arma.
Ningún Estado, note estas palabras, Polynov, ¡Estado! ¿Y si los cohetes con disán se encuentran en manos de particulares? ¿De personas valientes y enérgicas? ¿Si estas personas tienen su morada fuera de la Tierra y se ignora de dónde vuelan los cohetes? ¿Ah? ¿Usted se da cuenta? Claro que se da cuenta. Estas personas pueden imponer a la Tierra su voluntad. ¡A toda la Tierra! ¡E impunemente!
Polynov quedó aterido. Afortunadamente. Huysmans no veía ni oía nada. Se puso en pie estirando las manos y parecía que sus huesudos dedos ya tenían sujeto al mundo por la garganta.
— ¡Oh, sí, usted ha comprendido cuan real y terrorífico es nuestro poder! Es dialéctica, dialéctica pura. Cuando se acumula demasiado armamento absoluto, éste, tarde o temprano, se convierte en moneda de cambio. Y va a parar a manos de hombres libres de cualquier control y exentos de prejuicios y conciencia dogmática. Y si estos hombres, además, están inspirados por una idea, si están organizados, son inteligentes e intrépidos, en este caso pueden imponerse sobre la humanidad. ¡Y esta ocasión sobrevino! ¡Yo, yo me alcé sobre la humanidad!
— ¿Usted quiere regir sobre una Tierra en cenizas? — Polynov abrigaba la esperanza de que su voz no temblaba.
Huysmans, con aire majestuoso, alzó la cabeza.
— Esta arma Dios la puso en manos de sus fieles hijos. ¿Quemar la Tierra? No, de ningún modo. Salvarla. Llegará la hora — ya está cerca— y nosotros proclamaremos nuestro Poder. Los hombres comprenderán que no lo decimos en broma. Y a los cretinos tendremos que mostrarles un pequeño experimento. Les mostraremos palmariamente nuestro poderío. Pero yo confío que no tengamos que recurrir a tal medida. No somos malvados, anhelamos el bien.
— Si se aspira a lograr un objetivo recurriendo a la intimidación y la violencia, este objetivo — podemos decirlo a ciencia cierta— es un objetivo ignominioso.
— En la teoría de los idealistas como vuestro Carlos Marx. No hacemos uso de nuestro Poder para el terror. ¡Instauraremos en la Tierra un socialismo conservador!
— ¿Cómo? — Polynov por poco se cae del sillón.
— ¿Usted está asombrado? Magnífico. Contamos firmemente con que personas como usted en los primeros tiempos queden igualmente pasmadas. Sea, como fuere, continuaré el análisis. Por la fuerza se puede conseguir todo, pero por la fuerza no se puede consolidar nada. Aquí tenéis razón, la historia tiene razón. No, será de otro modo. La humanidad, por su propia iniciativa, nos prestará su apoyo. ¡Por su propia iniciativa! Escúcheme. En primer término exigiremos la destrucción de las armas. Cualesquiera que sean. Por doquier. Realizaremos vuestro programa, ja já… ¿No cree usted que la humanidad cobre apego por quienes le han traído la paz eterna y la han liberado del terror? ¡Y su amor multiplicará también por otra razón, porque le diremos: el dinero que antes se invertía en armamento se destinará a la producción de pan!
Usted puede objetar que sus amigos muy pronto hallarán un modo de atacarnos. No les dará tiempo. Puesto que nuestra tercera consigna es ¡detener el progreso! ¿Usted está conmovido, está espantado? Pero millones de personas humildes nos respaldarán. Es que para ellos el progreso significa, en primer lugar, el armamento: el arma nuclear, arma geofísica y todo género de armas atroces. También significa la creación de autómatas que les privan de los puestos de trabajo. Y están hartos de esté progreso. Los hombres, por sí mismos — nótese, ¡por sí mismos! — comenzarán a destruir los laboratorios, quemar los libros y apalear a los científicos, porque en su fuero interno les temen y les odian. Y nosotros levantaremos la prohibición impuesta por el miedo, les ayudaremos a organizarse y daremos salida a su energía, desesperación y odio. Oh, y lo harán con tanto mayor gusto porque no tocaremos su progreso: toda clase de medicinas, confección de ropa, producción de televisores, etc. Somos organizadores e inspiradores y nada más. Nosotros aunamos los deseos de los hombres humildes, les indicamos al enemigo y les exoneramos de la responsabilidad. ¡Con qué esplendor lo arrasarán todo en su camino!
Huysmans cobró aliento.
Por tanto el progreso ha sido detenido, y los disconformes, atados de pies y manos. Esto no es táctica, es estrategia. ¡Conservadurismo! ¡Qué palabra más imponente! El siglo pasado los hombres miraban sin miedo al cielo. ¡Precisamente el progreso lo pobló de bombarderos y cohetes! Antes los hombres no temblaban por el futuro de la humanidad y no les martirizaban pesadillas de los desiertos radiactivos. ¡Fue el progreso el que atemorizó a la humanidad! Por eso, ¡viva el conservadurismo! Vamos a cosechar los frutos que ya existen y no aspiremos a los nuevos, pues no en vano la biblia reza que «donde hay mucha ciencia hay mucha molestia, y creciendo el saber crece el dolor».
¿Socialismo? Esta palabra se hizo atractiva porque tras ella se barrunta una salida del atolladero, porque cada uno cifra en ella sus ensueños sobre el futuro. Y nosotros la utilizaremos.
Pues la palabra es como el papel de envolver del que se sirve para empaquetar cualquier cosa.
Ahora Polynov ya no interrumpía a Huysmans. Le escuchaba con atención a la expectativa de que éste, embelesado de su propia arenga, se vaya de la lengua. Hacia eso, al parecer, se encaminaba. Las mejillas de Huysmans se cubrieron de manchas rojas, las fosas nasales se le hincharon y sus ojos fulguraban con apenas contenida exaltación.
Pero, de pronto, Huysmans se dominó. Se calló, echó una mirada a Polynov, acto seguido acercó hacia sí una cajita que había sobre la mesa, le dio varias vueltas, la abrió y se metió en la boca un caramelo.
— Una filosofía muy interesante, aunque no es nueva — dijo Polynov, al ver que Huysmans se tranquiliza. Pero no veo aquí ningún programa positivo. Quemar, destruir, detener… ¿Y dónde está el bien?
Huysmans seguía masticando el caramelo. Inclinó la cabeza en señal de satisfacción.
— Su pregunta demuestra que el vuelo del pensamiento de un genio es inaccesible al hombre común y corriente. ¿Cuáles son los anhelos de la gente humilde? La tranquilidad. El pan. La seguridad. Quieren creer en algo. Quieren tener perspectiva. He aquí nuestro programa positivo.
— ¿Creer en dios?
— Sí Pero en un dios moderno, en un dios cósmico. Usted ha destacado con acierto lo principal. La fe, he aquí el cemento de nuestro programa. Cuanto más se estudia al hombre tanto mejor se revela que para éste la fe es lo mismo que el aliento. No es tan importante en qué: la negación de la fe también deviene en fe. La religión fue una cosa excelente, pero está anticuada. ¿Sabe qué tiene de malo? El que cualquier imbécil pueda decir ahora: «dios no existe». Pero nosotros tendremos un dios, un dios real, tangible, creador de pan, de tranquilidad, de seguridad y de perspectiva.
— ¿No será usted, por casualidad?
— Oh, no. Claro está que el ejemplo de Hitler y de otros por el estilo demuestra que en nuestro siglo ilustrado no es tan difícil para un hombre ocupar el lugar de dios. Pero un dios así, a la par de cualidades positivas, acusa también serios defectos. En primer lugar, tiene nacionalidad, y esta circunstancia sirve de fuente de irritación para otros pueblos. En segundo lugar, es mortal, lo cual, lo mires como lo mires, es malo. En tercer lugar, semejante dios no es nuevo, los hombres poseen ya cierta experiencia y es preciso contar con ello. Nuestro dios carecerá de todos estos defectos. Por cuanto es ¡un dios cósmico!
Apoyando las manos en la mesa Huysmans se inclinó hacia Polynov.
— ¿Usted no entiende? Veo que no. Precisamente esta circunstancia es lo admirable. No me he equivocado. En usted se puede comprobar la reacción de aquella ínfima minoría la cual, por la lógica de los hechos, nos opondrá la mayor resistencia. ¿De modo que no ha comprendido? Maravilloso. Nuestro dios son ¡Foráneos Cósmicos!
«Pero si ha perdido el juicio» — pasó fugaz por la mente de Polynov un pensamiento salvador.
— ¡Ahá! —exclamó triunfante Huysmans—. Usted está pasmado hasta tal grado que piensa si, por casualidad, no me habré vuelto loco. En modo alguno. Sólo vosotros, los comunistas, cantáis «Basta ya de tutela odiosa», pero la masa, en su fuero interno, ha soñado y sueña con un hombre fuerte que piense por ella, que la dirija y la libere de la necesidad de decidir por su propia cuenta. ¡Así es! Y en cuanto a cómo se denominará este símbolo: dios, führer, foráneo cósmico, ¡le da igual! ¿Qué diferencia puede haber?
— ¿Usted piensa que el mundo admitirá esta ingenua conseja? — sonrió Polynov—. Las personas inteligentes no son pocas. Y hasta el pequeño burgués, el pancista, en el que pone usted la mira, es difícil de zarandear.
— Usted ha estudiado mal la psicología social. ¡La psicología de las masas! («Lamentablemente — pensó Polynov— en general no la he estudiado».) ¡Expóngame una realidad que tan profundamente y durante tanto tiempo se haya adueñado de los hombres como la leyenda sobre Jesucristo, Mahoma o Buda! Indíquemela, ¡y yo renunciaré al dios cósmico!
— Renuncie, Huysmans, ¡renuncie! El odio hacia los opresores, uno; la aspiración a la libertad, dos; la búsqueda de la verdad, tres… ¿Le es suficiente? ¡Estas son las realidades que regían la humanidad mucho antes de que aparecieran sus leyendas! O quiere que le recuerde la interminable cadena de sublevaciones y revoluciones que barrieron la esclavitud, barrieron a los feudales y barrerán de la faz de la Tierra a los reyes del carbón, del acero, del petróleo, a los racistas, a los fanáticos y a los fascistas… ¿No será la razón de tanta prisa el que el gallo ya haya cantado y vosotros tengáis que caer en la nada? Su causa no la pudieron salvar ni las hogueras, ni los dictadores, ni el engaño, ni la estupidez del hombre mediocre… ¿El dios cósmico? No, una aventura cósmica, una intentona, y espero que sea la última en cambiar la marcha de la historia. No lo logrará. El cálculo fundado en el chantaje, en el obscurantismo, en el susto ante las dificultades deparadas por el siglo: ¡todo esto es muy viejo, viejo, viejo!
Huysmans quedó suspendido en el aire. Por lo visto, no quería sino acercarse con aire amenazador a Polynov, pero se olvidó de la insignificante fuerza de gravedad. Y como un globo de juguete ascendió hacia el techo.
Polynov, con dificultad, contuvo la risa. El patiseco candidato a dictador se revolcaba temeroso sobre la mesa tratando de acelerar el descenso. Los faldones de su negra chaqueta batían como las alas de un pájaro.
Por fin, Huysmans se afincó en el sillón. Respiraba con dificultad.
— No comprendo — dijo, esquivando la mirada del psicólogo— cómo dejó escapar la oportunidad de acabar conmigo…
— La cosa no estriba en usted — le atajó con repulsión Polynov—. Radica en los que están detrás de usted.
— Entonces, usted se ha equivocado — Huysmans empezaba a recobrar el dominio de sí mismo. Sacó otro caramelo y se puso a masticarlo, mirando de soslayo a Polynov—. Pero dejemos esta materia, nos estamos acalorando demasiado. Esperaba su crítica, la necesito para comprobar una vez más todos los eslabones de mi idea. Siga con su diatriba. Hágame sólo el favor de hacerlo sin palabras vanas. Aquí no estamos ante una multitud obrera, nos encontramos solos. Desde luego, un tropel de obreros no es otra cosa que una congregación de carneros. Cualquier muchedumbre es una grey de carneros, lo he estudiado. Pero dejemos de explayarnos, vayamos al grano. Por ahora, usted ha expuesto la más general objeción y —¡que el diablo me lleve! — usted tiene razón. Sí, puedo que sea nuestro último envite. Como puede ver, yo soy franco. Pero usted no ha tomado en consideración una pequeñez. El poderío de los mitos es todavía fuerte, mucho más fuerte que el poderío de los — como gustan ustedes denominar— explotadores. No necesito que el mito cósmico reine por siglos. Bastará con unos años. Ya en tiempos inmemoriales, cierto filósofo Han-Fei —¡que en paz descanse! — escribió un tratado erudito en el cual demostraba que el hombre en manos del poder supremo es lo mismo que un pedazo de madera en manos del artesano. Al poco tiempo, el emperador Tsin-Chi-Hoang-Ti tomó esta tesis para servirse de ella. Y, a propósito, logró detener el progreso. ¿Un pasado oscuro, verdad? Hitler no necesitó de siglos para implantar en la conciencia de millones el principio de Han-Fei. ¿Y de qué disponía Hitler? De periódicos, cine, micrófonos, Gestapo, campos de concentración. ¡Qué chapucería! En nuestro tiempo disponemos de un surtido menos tosco y, lo que es mucho más importante, inconmensurablemente más eficiente. Espionaje electrónico, detectores de mentiras, cañones auditivos para los cuales no existen muros ni paredes, sustancias psicotrópicas, operaciones sobre la memoria para los inconformes y, finalmente, el control de la psiquis por medio de ondas electromagnéticas. ¿Se imagina usted qué posibilidades nos abre todo esto? El Gobierno de cierto país ya realizó algunos experimentos con todos estos medios. Independientemente de nosotros, sea dicho de paso. Los resultados fueron atolondradores. Y en el mundo, ¡ni asomo de algarabía! Esas tenemos. Pasará un año, como máximo dos, ¡y será aquí donde tendremos a los habitantes de la Tierra!
Huysmans, lentamente, juntó los dedos.
— Y los hombres — continuó Huysmans— nos ofrecerán esa posibilidad. Es que yo no he revelado todavía a usted otro de nuestros principios: el principio de la Perspectiva. En nombre de los foráneos cósmicos vamos a declarar que si la humanidad sigue nuestras indicaciones, construirá en la Tierra el paraíso. Al principio, pensé dar a este paraíso el nombre de comunismo… ¿Qué, le choca? Sí, comunismo, por cuanto la mayoría aplastante de la población terrestre está ocupada en su construcción. Pero, en este caso, algunos norteamericanos pueden interpretar mal nuestros actos. No, tendremos que anunciar el advenimiento de cierto «futuro armonioso», «sociedad de abundancia», «comunismo cibernético». ¿Cuál de los símbolos le gusta más?
— ¿Y por qué no quiere llamar su Perspectiva, sinceramente, «neofascismo»?
— No sirve, el término está demasiado comprometido. Bueno, espero su crítica, su crítica demoledora, mi amigo-enemigo.
— ¿Es interesante saber cómo se las ingeniarán técnicamente para llevar a cabo su truco con los foráneos cósmicos?
— No es difícil. Ellos, es decir, nosotros, o más bien, ellos por intermedio de… Todavía retornaremos a este particular. Bueno, anunciarán que llevan mucho tiempo observando los acontecimientos de la Tierra (en seguida, todo el mundo se acordará de los platillos volantes, las misteriosas desapariciones, las pinturas rupestres de Tassili y otras simplezas por el estilo). Declararán que su ingerencia se convirtió en una necesidad. Más son humanitarios, pero muy humanitarios. Ningún atentado contra los sistemas políticos existentes, contra el modo de vida, contra la ideología; ninguna intromisión en la lucha de clases y entre naciones. Darán una sola orden: desarmarse. Desarmarse porque el arma reviste un peligro mortal para la humanidad. ¿Es un modo humanitario de obrar? Plenamente. Absolutamente en el espíritu de los cuentos sobre civilizaciones con un alto nivel de desarrollo. Reforzarán su orden con la amenaza de destruir la capa de ozono (aquí se verterá la mar de lágrimas a causa de la gravísima responsabilidad, de la aversión a aplicar la fuerza, del amor por los insensatos hombres y que sólo en aras de éste…). Le garantizo que los oyentes se desharán en sollozos de tanto enternecimiento. ¿Por qué el arma de ozono y no ciertos superrayos, más idóneos para una civilización altamente desarrollada? Precisamente en virtud de ese mismo humanismo, ¡diantre! Ellos no quieren aplastar con su poderío, no quieren más víctimas y por esta razón recurren a un arma puramente terrestre… También en este caso todo se tramará a las mil maravillas. Y a continuación sólo darán recomendaciones. Recomendaciones, y nada más que recomendaciones. La recomendación de frenar temporalmente (nosotros sí sabemos que será para siempre) el progreso. La recomendación de seguir sus consejos para construir el paraíso en la Tierra…
— Un dios cósmico que se hace pasar por anónimo. Un anzuelo sin cebo.
— Tonterías. Si es necesario nosotros los mostraremos por la televisión. Y los espectadores verán —¡ja-ja! — una nube electromagnética. Mostraremos sus animales, los paisajes de su planeta… ¿Y sabe quién hablará en su nombre? ¿Usted piensa que yo? ¿O la base? Nada de eso. Descubrir la base significa poner al descubierto el embuste. No. En su nombre hablará… Sujétese fuerte. ¡Usted!
— ¡¿Yo?!
— Claro está que no solo usted. Será toda la tripulación de la nave a la cual los foráneos invitaron para esclarecer una serie de detalles. Todos recordarán la inexplicable desaparición del «Antinoo» (esta circunstancia convencerá de algo incluso a los científicos). Los foráneos decidieron conocer más de cerca a los representantes de la humanidad y estos últimos se entusiasmaron por la sabiduría y el humanismo de sus hermanos de raciocinio. Y por su propia iniciativa — téngalo en cuenta, por su propia iniciativa— les persuadieron a terciar en los asuntitos de la Tierra. Y, claro está, se convirtieron en sus apóstoles. ¿No está mal ideado, eh?
— ¿Y si los pasajeros no dan su conformidad?
— En primer lugar, entre ellos gente nuestra. En segundo lugar, la mayoría ha dado ya su consentimiento. En tercer lugar, tenemos la posibilidad de convencer al resto. En fin de cuentas, podremos pasar sin algunos. Pero su participación es muy, es sumamente deseable. ¿Por qué? Porque usted es la única persona de aquella parte. Es cierto que tenemos también a otro comunista, a Berger. Es un hombre muy decente, capta rápidamente los argumentos. Pero usted… Su nombre significa algo. Además, necesitamos aliados inteligentes. Más yo ardo en deseos de oír su crítica.
— ¿Qué hay aquí de criticable? Su empresa simplemente está condenada al fracaso.
— No obstante, es interesante saber por qué.
— Por mil causas. Se darán cuenta de sus intenciones. Y muy pronto.
— No importa. También se dieron cuenta de las intenciones de Hitler, pero él no se molestó por ello.
— Usted olvida también tales futilidades como nuestras estaciones extraterrestres, asentamientos en otros planetas y la flota espacial. En efecto, es difícil de localizar su base, y ésta es su ventaja. Pero igualmente difícil será descubrir a los que les buscarán y aniquilarán.
— Todo ello se ha tomado ya en consideración. No tendrán éxito.
— Finalmente, olvidan lo principal. Ustedes ponen sus miras en el pequeño burgués asustado, en el pancista, en las particularidades de su psicología. Y éstas no tienen nada de complejo. Solamente es dolor el que experimento yo; solamente es certero el gusto que poseo yo; es bueno aquello que me conviene a mí; las palabras sublimes no son más que embuste pero cómodas para encubrirse; tan sólo mis concepciones del mundo son justas; el hombre es un lobo para el hombre. Pero los pequeños burgueses no constituyen la humanidad, no son obreros, no son intelectuales, no son campesinos, aunque entre ellos también los hay. Estos son portadores de una determinada psicología que fue madurando durante siglos de violencia, de obscurantismo y de aplastamiento de lo humano en el hombre. En mi patria la mayoría absoluta son personas libres de esta psicología. Creo que aún en los países capitalistas que quedan, su número ha disminuido mucho. De modo que su — por decirlo así— base espiritual se redujo considerablemente desde los tiempos de Hitler.
Pero ni siquiera en esto radica la cuestión. Esta psicología está exenta totalmente de principios creativos. Presenta peligro solamente conjuntada con un poder incontrolado, con ustedes, sus progenitores, educadores y guardianes. Su época ya ha pasado y ustedes se dan cuenta perfecta de ello. ¿Acaso es poder aquello de que usted habla? Es chantaje, es desesperación. Aquel que le ha enviado aquí —y a usted le han enviado, no se haga el desentendido— razonaba de una forma necia. Que sean ellos, es decir, usted y su pandilla, los que se rompan la crisma. Su derrota no me amenaza con nada, mientras que si tienen suerte… Esta gente supone que vuestro éxito les salvará a ellos. No les salvará. Es imposible suprimir la contradicción entre los que blanden en sus manos el palo y aquellos sobre quienes este palo descarga los golpes. La prisión nunca fue capaz de vencer el ansia de libertad, la ignorancia no pudo ahogar la creación y la aspiración del hombre a ser hombre jamás se reconcilió con el sistema que mataba lo humano en el hombre. Hálleme en la historia el ejemplo de una tiranía longeva, entonces reconoceré que me he equivocado. Pero no hallará, ni un solo ejemplo. Y no se imagine que su nuevo campo de concentración electrónico-biológico será más fuerte que los anteriores. La humanidad no ha tenido y no tiene un ideal mejor que el expuesto por Marx y Lenin. Millones lo han hecho suyo, y este ideal pasó por todo tipo de pruebas, de ahí el pavor que le embarga, de ahí sus interminables aventuras.
A propósito, su última aventura representa una amenaza no sólo para usted. Todo secreto, tarde o temprano, salta a la luz pública. ¿Usted se ha dado cuenta de lo que ocurrirá cuando la humanidad se entere de su conspiración?
Huysmans escuchaba con una sonrisa arrogante. Sin embargo, por primera vez este sofista avezado en las luchas no se lanzó al ataque cuando Polynov terminó de hablar.
— Sus necedades me causaron una enorme consternación — dijo después de un corto silencio—. Pero, gracias a dios, yo no soy rencoroso. Entonces, ¿usted se niega a colaborar con nosotros?
Obra con demasiada rectitud, notó para sí Polynov, Tiene prisa.
— Por ahora no digo que sí, pero tampoco digo que no — esta vez fue Polynov el que se arrellanó en el sillón como si no le inquietase nada más—. ¿Usted está sorprendido? No siempre debe ser usted el que me sorprenda a mí… Yo estoy acostumbrado a reflexionar sobre mi proceder. Ahora carezco de tal posibilidad. ¿Se acuerda usted de las dos conversaciones anteriores? Después de sopesar los pros y los contras cambié mi decisión tomada en un arrebato de cólera. También ahora necesito recapacitar sobre todas las circunstancias y analizar sus argumentos ya que contienen muchas cosas serias. ¿Cuánto tiempo puede concederme?
Huysmans acarició su cabello ralo y quedó meditabundo. Tras la ventana, los rayos del Sol, saltando de cima en cima, dieron en la campana de cristal. Por éste se derramó una opaca oscuridad. Se encendieron lámparas adicionales y su blanquecina luz ahuyentó las sombras. El rostro cansado de Huysmans palideció y sus párpados temblaron. Entornó los ojos y, por enésima vez, tendió la mano hacia la cajita de caramelos, escogió uno, lo chupó y arrugó la cara.
— ¿Le duele una muela? — preguntó de pronto Polynov.
Huysmans asintió con la cabeza. Su lengua hacía rodar tras la mejilla el caramelo. Frente a sí Polynov tenía simplemente a un hombre cansado entrado en años y vestido con un patriarcal terno negro. Un hombre del montón, de los que se ven a millares en la Tierra.
Después de haber masticado el caramelo, Huysmans se enderezó, sus labios se apretaron.
— No le daré mucho tiempo. Piénselo rápido. Quiero que usted se ponga de nuestro lado por su propia voluntad. Y si no lo hace, igualmente se convertirá en apóstol del dios cósmico. Pero usted ya no será Polynov. No, espere. Haga el favor de fijarse bien.
Huysmans oprimió un botón. En el tablero se iluminó la pantalla del extremo. La eclipsaron hileras de cohetes de puntas afiladas. Sus cabezales brillaban contentos de sí mismos, eran muy bonitos y estaban muy limpios estos cohetes. Eran muchos.
— ¿Y qué tal le parece este cuadro? Huysmans conmutó la imagen. Junto a una cadena de montaje trabajaban hombres. Polynov reconoció a algunos: eran los pasajeros del «Antinoo». A la izquierda estaba Berger, el intrépido librepensador Berger. Con un movimiento monótono encajaba en los cabezales de los cohetes unas cápsulas semitransparentes amarillas.
— Los demás, Polynov, no son mejor. Polynov paseó la mirada por el despacho. Si se hubiesen reunido aquí todos sus amigos, para Huysmans, simplemente, no quedaría sitio, no habría necesidad siquiera de mancharse las manos. Pero sus amigos están lejos y no saben nada. Ellos trabajan, leen, ríen, aman y no sospechan del peligro que les amenaza. Éramos demasiado despreocupados, pensábamos muy poco, mucho menos de lo necesario, en los hongos venenosos que nos acechaban en el futuro. Estábamos demasiado enfrascados en nuestros propios asuntos y en nosotros mismos.
— Yo voy a pensar — dijo Polynov—. Voy a pensarlo profundamente.
Gregory lo condujo a su cámara. La luz se encendió apenas Polynov traspasó el umbral. Cris no estaba.