7. «¡Infierno verde!»

Le faltó tiempo para emprender algo. Chacolotearon las ventosas magnéticas, se oyeron pasos y la puerta se abrió con violencia: ante Polynov, implacable como la suerte, se encontraba Huysmans. Detrás de sus espaldas se divisaba un guardia.

— ¡Basta! — bruscamente, sin dar a Polynov tiempo para recobrarse, dijo Huysmans—. El plazo para conversaciones y discurrimientos expiró. ¿Sí o no?

— ¿Tan pronto? — se le escapó de los labios a Polynov—. No tuve tiempo… Una hora más, dos horas…

Reflexionaba febrilmente. ¿Traición? ¿Casualidad? ¿O, quizá, una jugada descifrada?

— Es extraño, la indecisión no es inherente a su carácter — Huysmans cruzó las manos a la manera de Napoleón—. ¡Ni un segundo! ¡La gran hora ha llegado! ¿Sí o no?

— ¡No!

Un instante antes Polynov quiso decir «sí» para ganar tiempo. No pudo contenerse, sus nervios le traicionaron, incapaces de vencer el odio y la repulsión…

— Lástima. ¡Gunter!

El guardia se puso firme.

— ¡Arréstelo! ¡Llévelo a la cámara de torturas! Y la muchacha, ¿ya está allí?

— ¡Así es!

— Querido mío — Huysmans se volvió hacia Polynov—, para comenzar, le van a mostrar un espectáculo excepcional. ¿Acaso tampoco de ella le da pena?

A Huysmans no le dio tiempo de esquivar el golpe. Pero la furia cegó a Polynov y no acertó como quería. El guardaespaldas se tiró contra Polynov retorciéndole los brazos y Huysmans, arrimándose a la pared, sujetaba su mejilla.

— Si usted piensa… Si usted piensa que yo le mataré de un tiro… No. Yo esperará la hora en que me implore, se arrastre de rodillas… ¡Y usted lo hará! Entonces será cuando yo le mire. Llévenselo.

Polynov marchaba ardiendo de ira. ¡Hasta tal grado perder el control! En ese momento él se despreciaba.

Sin embargo, automáticamente advirtió que no oía en pos de sí los pasos de Huysmans. Echó de soslayo una mirada tras el hombro. A dos metros de distancia, como correspondía a un convoy, según el reglamento en el planeta Tierra, marcaba el paso un vigilante con su lighting terciado. En el pasillo no había nadie más. La decisión le llegó de súbito. Por cuanto a este imbécil no se le ocurre que existe cierta diferencia entre la Tierra y un asteroide…

Cuando pasaron junto a la habitación con las figuras de cera, a Polynov, de pronto, se le torció el pie. En su caída, con todas sus fuerzas se descostó de la pared. Antes de que al convoy le diera tiempo de comprender, Polynov, como un cohete, salvó la distancia que les separaba. Una terrible patada en el vientre arrojó a aquél al suelo. Lanzó un salvaje aullido, entornando los ojos. Dando una vuelta en el aire Polynov recogió al vuelo el lighting. Un culatazo en la cabeza puso fin al aullar del convoy.

Rompiendo el silencio con su eco, vociferó una sirena; claro que les vigilaban. Polynov penetró en la habitación con las figuras de cera. Con el rayo fulminador demolió los dispositivos de televisión y con la culata destrozó el interruptor. La luz se apagó, en la oscuridad comenzó a fosforecer el siniestro morro de un monstruo.

Polynov sacó rápidamente del bolsillo las ampollas con mixonal, el frasco con sal y el algodón. Mojó el algodón y se tapó las ventanas de la nariz. Crujió el vidrio roto de las ampollas. Polynov se apostó en un rincón, apuntando a la puerta. El corazón le latía febrilmente. Del pasillo le llegaba el ruido de las pisadas de los guardias.

— ¡Aquí está! ¡vengan aquí!

Se amontonaron detrás de la puerta.

— ¡Eh! ¡Sal!

Polynov no contestaba. Contaba los segundos.

— ¡Sal por las buenas! ¡De todos modos te haremos salir!

Sí, me harán salir, comprendió Polynov. No son tan tontos como para irrumpir exponiéndose a los tiros. Arrojarán alguna porquería. Una granada de gas. Sólo esperan a que las traigan.

Polynov, a tientas, se deslizó hacia la puerta y la empujó bruscamente, para que el mixonal saliera lo más rápidamente posible al pasillo. Y, en el acto, saltó atrás. En el exterior también se apartaron. A través de la puerta abierta de par en par irrumpió un rayo violáceo, algo cayó con estruendo, desprendiendo chispas al caer.

— ¡Dejadlo! — vociferó sañudamente el altoparlante del pasillo—. ¡Cretinos!

Polynov apenas pudo contener la risa. Ellos disparaban contra el Hombre Ordinario. De la figura de cera no quedó más que vapor. También a ellos les fallan los nervios, notó con satisfacción Polynov.

Un instante largo, a Polynov le pareció insoportablemente largo, de tenso silencio.

Y de repente…

El pasillo parecía haber estallado.

— ¡Alas, alas, estoy volando…!

— ¡Cuántos pasillos, cuantos pasillos, espléndidos pasillos azules!

— Pero si os habéis vuelto locos… Retiren la serpiente-e-e…

Polynov recobró el aliento. Eso es, señores, todavía no sabéis qué cosa es el mixonal. Ahora os enteraréis. Respirad, respirad profundamente, soñad despiertos, soñad unos sueños que nunca habéis visto.

Sus ojos se encontraron con los del monstruo fosforescente. No estará de más. Cogiendo debajo del brazo el cuerpo del monstruo, cubierto de púas, lo arrojó al pasillo y, en este mismo instante, levantando rápidamente su arma, envió un rayo contra un teleojo. Primero a uno, acto seguido, al otro. Del techo cayó una lluvia de fragmentos.

— ¡A-a-a…!

Un aullido infrahumano viró altamente y se cortó.

Polynov salió disparado. Cinco guardias, tambaleándose, chocaban contra las paredes como ciegos. Las mandíbulas les colgaban como en un bostezo interrumpido. Por la barbilla se les escurría la saliva. Un talludo fortachón se afanaba en meterse en la boca el morro del lighting. Inconscientemente apretó el gatillo. Se oyó un chasquido velado. Polynov tapó con la mano los ojos. Algo tibio salpicó sus manos y el rostro. Un cuerpo se desplomó produciendo un sordo ruido. Polynov echó a correr, resbaló, manteniendo con dificultad el equilibrio. El algodón impregnado en un especial reactivo químico le tapaba la nariz y le dificultaba la respiración.

Tras él corría un siseante murmullo.

— El c-celes-s-stial reino lo v-v-veo.

— Una manz-z-zana as-s-sí…

— Dónde-e-e…

La losa que cerraba el pasillo, obedeciendo a la contraseña comenzó a subir. Un guardia que corría al encuentro por poco tumba a Polynov. En cada mano sujetaba una granada de gas. Sin darle tiempo para percatarse de lo que sucedía, Polynov le asestó un golpe en la garganta con el canto de la mano.

Con las dos granadas en los bolsillos, Polynov bajó casi rodando la escalera escasamente iluminada. No había tiempo para buscar dónde estaba escondido el teleojo. Detrás se desgañitaba la sirena. Ahora todo dependía de cuánto tiempo tardarían sus enemigos en comprender que el veneno se les colaba sigilosamente por los conductos de aire, de cuánto tiempo tardarían en conectar los filtros.

De la escalera un pasillo estrecho conducía a izquierda y a derecha. Polynov, recapacitando febrilmente, se echó a un lado, después al otro, y en este instante vio un pozo. Los empinados peldaños que bajaban al pozo terminaban junto a una puerta de hierro. Un salto, y con el peso de su cuerpo Polynov la abrió.

Una luz brillante le azotó el rostro. En el centro de la cámara se alzaba una mesa de construcción extraña. Sobre la mesa, desde una polea, colgaban cuerdas. En un rincón junto a un vertedero de metal galvanizado resoplaba un quemador de gas y las barras incandescentes reverberaban con un color guinda. Sobre el brasero, arreglando algo, se inclinó, luciendo su amplio trasero, un hombre parecido a un sapo. Junto a éste, encadenada a la pared, se encontraba Cris.

El hombre dio una rápida vuelta. Llevaba puesto un mandil de carnicero. Polynov disparó antes de haberlo reconocido. El Cabezudo, cuya cara no perdió ni siquiera la expresión de estúpida perplejidad, cayó, derribando en su caída el brasero.

Cris se lanzó hacia adelante tratando de soltarse. Su boca estaba abierta en un mudo grito.

Polynov, con todas sus fuerzas, tiró del anillo que sujetaba las cadenas. Este ni siquiera se movió. Polynov echó a su alrededor una mirada desconcertada, agarró de la mesa uno de los instrumentos de tortura parecido a unas tenazas — eran precisamente unas tenazas— y cortó los eslabones de la cadena junto a las muñecas de Gris. La muchacha cayó de rodillas. Intentó ponerse de pie, pero no pudo. Polynov la levantó de un tirón.

— ¿Qué? —gritó él, mirando su rostro anegado en lágrimas y que al mismo tiempo reía.

Cris se agitaba en sus brazos. No era hora de ceremonias. Polynov levantó la mano para cesar el ataque de histeria con una bofetada, pero Gris la esquivó.

— Ya está… No es necesario… ¡Yo sola! Su vestido estaba roto en el hombro y ella trató de ajustar el jirón. Inclinándose, deslizó la otra mano bajo el mandil del Cabezudo y sacó la pistola de la funda. Polynov se fijó en dos profundos arañazos que cruzaban la cara del Cabezudo.

— ¡Date prisa, Cris!

Algo chirrió detrás de sus espaldas. Polynov dio una brusca vuelta; le pareció que otra vez está viendo un horrible sueño: la maciza puerta de la cámara se movió perezosamente de su sitio y se cerró.

— Los pajaritos piensan emprender el vuelo — sonó en el rincón una risita.

Polynov se precipitó hacia la puerta.

— ¡Ya es tarde, ya es tarde! — oyó por el altoparlante la conocida voz sarcástica—. Tu trastada con el mixonal no está mal hecha, pero yo he vaticinado que tus nobles sentimientos te echarán a perder. Estás en una trampa, Polynov, ja-ja… No entiendo qué te pasó que olvidaste que las puertas con cerradura electromagnética se cierran por sí mismas. Y ahora quédate allí y espera… Te recomiendo examinar con mucha atención nuestros instrumentos de trabajo.

La voz se calló.

Cris, lentamente, volvió hacia su rostro la boca de la pistola, su mirada se clavó como hipnotizada en la negra pupila. El rostro se le afiló y los ojos se le hundieron en los oscuros semicírculos.

— Tranquilidad, Cris…

Polynov desvió la pistola que temblaba en las manos de la muchacha y le abrió los dedos.

— Nunca es tarde hacerlo.

Él hasta pudo sonreírle.

Elevando el lighting, apuntó cuidadosamente, y, con esmero, como si se tratara de una colonia de chinches, abrasó en el rincón las células de escucha. Después sacó una bolita de algodón, la mojó y se la tendió a Cris.

— Toma. Parece que Huysmans no advirtió un error suyo.

Se apoyó sobre una rodilla, aseguró el lighting y, como por una regla, hizo pasar el rayo por la línea de empalme entre la puerta y la pared. Se encendió, rajándose, la pintura y la recta juntura brilló purpúrea. Se levantó un humo mordiente y sobre el suelo comenzó a gotear el metal. Polynov, sin dejar de apretar el gatillo, desplazaba rápidamente el rayo.

— El fuego no lo traspasa — Cris apretó los puños.

— Pues no hace falta. Estas cerraduras no aguantan el calentamiento.

La puerta tembló, emitió un sonido carraspeante y se entreabrió. Polynov se echó a un lado arrastrando consigo a Cris. Esperaba que se produjeran disparos. No los había. Sobre el pozo no asomaban los cañones de los lightings. Desde lejos, llegaba un ruido sordo y gritos ininteligibles. A todas luces se notaba que el mixonal ya había afectado sensiblemente la base.

Polynov subió la escalera corriendo. Cris a duras penas podía seguirle. El psicólogo gritó la contraseña, pero la compuerta permanecía como clavada.

Sucedió aquello que tanto temía Polynov. El enemigo consiguió cortar todos los accesos a los puntos vitales de la base. Ahora, habiendo salido de una ratonera, simplemente cayeron en otra, más espaciosa. Polynov, con aire pesimista, miró el indicador de la carga del lighting. Tal y como él pensaba: suficiente para una batalla, pero no para romper otra compuerta.

— Oye, Cris — dijo embargado por la desesperación— aquí tendremos que librar nuestra última batalla con esta pandilla. Ahora, atrás, ¡al pozo! No está mal como trinchera.

A pesar de todo logró localizar dónde estaba escondido el teleojo y, por el camino al pozo, lo destruyó, al mismo tiempo que la lámpara de techo. Ahora ellos podían ver al enemigo, mientras que éste carecía de tal posibilidad.

— ¿Será posible que éste sea el fin? — dejó escapar Cris cuando se apostaron.

— Sí, es el fin. Apunta al pasillo izquierdo. Y tranquilízate, te tiembla la pistola.

— La voy a sujetar con ambas manos, ¿Cuánto tardarán en venir?

— No lo sé. Seguramente que ahora no están para pensar en nosotros, tienen que desembarazarse de la maraña. Tal vez, dentro de diez o quince minutos.

— Entonces, me dará tiempo a tranquilizarme.

— Por supuesto. Eres una muchacha brava. No olvides que la pistola es a reacción, sin retroceso.

— Lo tendré presente. Sabes, siempre he soñado con una muerte como esta.

— ¿Qué-é?

— Sí, en el combate y no en la cama. Que todo llegue rápidamente, sin esperar, sin pensar en ello. Lástima que sea tan pronto. No he tenido tiempo para vivir lo suficiente.

— Ah, de eso se trata… Esto siempre llega demasiado pronto.

— No. Yo quisiera amar, mientras pueda. Y tener seis hijos. No tengo mayores pretensiones.

— Yo tuve todas estas cosas. Menos hijos. Y muchas cosas más. Pero es poco.

— Es posible. Ves, mi mano dejó de temblar.

— Así debe ser.

Ellos esperaban. Pasaba un minuto tras otro, el confuso ruido a lo lejos no cesaba.

— Que comience cuanto antes — no se contuvo Cris. Apretó su hombro contra Polynov, y susurró precipitadamente—: Bésame, pronto… Si no, romperé a llorar.

Polynov se inclinó y la besó en sus secos y rajados labios. Ella contestó tímidamente, después se apartó y quedó inmóvil, como un ratoncito. A Polynov el corazón le dio un vuelco de ternura.

No, se ordenó a sí mismo. Piensa en las sombras que muy pronto invadirán el pasillo, piensa en cómo evitar el caer vivos en sus garras. No hay que martirizarse en vano. La idea no era mala, la suerte meramente les traicionó. Los cohetes se dirigirán hacia la Tierra. Estos bonitos cohetes de punta afilada.

Le pareció que a lo lejos emergió, por fin, una silueta. Afinó la puntería. El lighting todavía no se había enfriado y le quemaba la mejilla.

De pronto quedó ciego. De golpe se apagaron todas las lámparas. La oscuridad se desplomó sobre ellos como una avalancha.

— ¡Ay!

— ¡Calla! — Polynov se puso de pie. La desesperación se esfumó como si no existiera—. ¡Estamos ganando la partida!

A tientas encontró en la oscuridad la mano de Cris y tiró de ella tras de sí.

— ¿Pero, qué es esto?… ¿Una avería?

— Es la ayuda, Cris, la ayuda… Ten cuidado con los peldaños…

— No veo nada…

— Pero yo veo. ¡Agárrate… son las puertas! No hay corriente, por eso podemos pasar por dondequiera…

Polynov no exageraba: la experiencia de trabajo en el cosmos le enseñó a orientarse hasta en los sitios donde esto parecía inconcebible. Así pues, la primera compuerta que palparon a tientas cedió ante sus esfuerzos mancomunados.

Tropezando contra los salientes y puertas abiertas, haciendo desollones en los dedos hasta sangrar, bajaron sin saber adonde y corrieron sin rumbo. Pasaban fugaces las luces de las linternas de los guardias vestidos con sus escafandras aunque la acción del mixonal ya debía haberse extinguido. Alguien llamaba a alguien y daba órdenes a alguien; gritos, injurias y el delirio de los que ya habían inhalado la ponzoña producían una confusión general.

Polynov y Cris se echaban al suelo apenas veían acercarse a ellos algún rayo de luz; un guardia hasta dio un traspié con las piernas tendidas de Polynov y en un arrebato de cólera le propinó un culatazo. De pronto, lanzó un chillido histérico, pues frente a él emergió, disparando locamente su lighting, un colega suyo que ya había sorbido su porción de mixonal. Polynov y Cris se apresuraron a alejarse de allí a rastras. Al loco lo remataron rápidamente. Valiéndose de la barahúnda, Polynov tiró allí una granada de gas. Esta reventó provocando un nuevo estallido de horror. De la cavernosa oscuridad, rebotando, volaron balas lanzadas por alguien.

De repente, Polynov tropezó contra algo blando. El objeto hizo un movimiento convulsivo y dijo:

— El infierno es verde, ¿quién dice que es fuego eterno?

— Sí, sí, por supuesto — asintió Polynov esquivando los tanteantes dedos.

El movimiento de las luces de las linternas y los tiros le ayudaban a buscar el camino. En el más bajo de los pasillos reinaba una relativa calma y los fugitivos recobraron el aliento.

— Protégeme por atrás, Cris — dijo Polynov.

— ¿Y dónde nos encontramos?

— Aquí debe estar la entrada al taller. ¡Aja, aquí está!

— ¡Cuidado, allí están los capataces!

— No te preocupes. Pero quisiera yo saber…

Entreabrió ligeramente la puerta. Surgió una franja pálida de luz. Polynov respiró con alivio: la red de emergencia de la planta, tal como él esperaba, resultó ser autónoma.

Aguardó un instante, para que los ojos se adaptasen a la luz, e irrumpió adentro.

El taller era pequeño, y en todas las direcciones, proyectando anchas sombras, lo cruzaban tuberías. A lo largo del eje, alineados en una fila, había unos aparatos que se asemejaban a gigantescas aceiteras octaédricas. La nave estaba cubierta por una cúpula transparente con una sombrilla antimeteorítica. A través de ésta se veían las irisadas estrellas.

En el centro, junto a la base del aparato se apretujaba un puñado de hombres. En este momento era difícil reconocer en ellos a los elegantes pasajeros del «Antinoo». Con las manos puestas en la nuca, se encontraban de espaldas a los cuatro vigilantes que les apuntaban. El quinto vigilante estaba en una garita de vidrio ubicada bajo la cúpula. Desde este punto podía observar todo el taller.

Polynov disparó a la garita. Saltaron los cascos de vidrio. Detrás chasqueó la pistola de Cris. No se jactaba de saber disparar: uno de los capataces cayó sin lanzar siquiera un grito.

— ¡Manos arriba! — vociferó Polynov, saltando sobre la base de la «aceitera» más cercana.

Si los centinelas no se hubieran quedado pasmados de sorpresa, aquí hubiera encontrado su fin, ya que no podía disparar su lighting contra el enemigo: la línea de reclusos se había alterado y el rayo fulminador podía dar a alguno de ellos. Advirtió el arma levantada, pero en ese mismo instante el centinela desapareció bajo un montón de cuerpos. Los demás guardias, con obediencia, estiraban las manos hacia arriba. A éstos también los rodearon, tumbándolos al suelo.

Alguien como una rata corrió precipitadamente hacia la sombra. Polynov no sabía si era un amigo o enemigo de modo que no disparó. Pero Cris, por lo visto, no lo ignoraba: la pistola chasqueó otra vez y el hombre dio un traspié. Por un instante se vio su cara contraída: Polynov, por última vez, se encontró con la mirada de Berger. Este se desplomó. «Vaya resultado»—, le dio tiempo de pensar a Polynov.

No todos los reclusos se comportaban de la misma manera. Unos cayeron y así quedaron acostados, protegiendo la cabeza. Pero el núcleo principal actuó con rapidez y organización. Hacia Polynov se lanzó un muchacho alto y moreno con el uniforme desgarrado de la tripulación del «Antinoo».

— ¡Soy Mauricio! — se puso firme, como preparándose para dar el parte—. ¡El grupo clandestino de Resistencia está listo para el combate! Como en los campos de concentración…

No pudo contenerse y guiñó bizarramente el ojo. Su segundo ojo lo tenía hinchado, por lo visto había pasado por la cámara de torturas.

— Le conozco por la nota de Cris — Polynov estrechó apresuradamente la mano tendida—. ¿Cuál es su plan?

— Planeamos obstruir la marcha del proceso y aumentar la presión en las tuberías. En este caso la planta volará. ¿Su opinión?

— Sólo atacar. Si no, aquí nos aplastarán como moscas.

— ¡Son muchos! ¿No sería mejor volar la planta?

— Ya han sido volados, allí se dará cuenta.

Atacar con tres grupos. He aquí el esquema del combate…

— ¿Y los que no tienen armas?

— Que vayan también. Tomarán las armas de los muertos. Y que griten lo más alto posible. Pero no «hurra». Cualquier tontería. Cuanta más algarabía, mejor.

— No lo comprendo.

— Lo comprenderá en el lugar de acción. No olvide: cada uno debe gritar siempre «¡infierno verde!». De este modo reconoceremos a los nuestros. La victoria está cercana. ¡Adelante!

Los grupos de asalto de los reclusos se zambulleron en la oscuridad y comenzó el combate, un combate absurdo, desesperado y extraño. Era una pelea en la más profunda oscuridad, desgarrada por las fulguraciones de los lightings, alaridos y rayos de las linternas. Una pelea en la cual el enemigo disparaba al enemigo y el amigo perdía a los amigos, en la cual no había ni frente ni retaguardia y todo se decidía en fracciones de segundo, en la cual la desesperación luchaba contra la destreza y el miedo contra la resolución. Los atacantes tenían a su favor el factor sorpresa, la acción del mixonal que aún no se había extinguido, la comprensión de lo que acontecía y un conocimiento preciso de la finalidad. En el campo enemigo cada uno luchaba por sí mismo, apenas dándose cuenta de quiénes eran los asaltantes, de dónde aparecieron y cuántos eran. Pero, por su parte, los guardias poseían una rica experiencia de refriegas y su número era mayor… E inconmensurablemente mejor conocían su base. Allí donde los guardias tuvieron tiempo de agruparse y organizar el mando su respuesta resultó terrible. Los rayos de sus lightings segaron a todos los que tenían en frente, a los suyos y a los ajenos, sin hacer diferencias.

Polynov y Cris ya tenían cierta experiencia de errar a ciegas. Esquivando grescas, se colaron arriba, al compartimiento energético. A Polynov le instigaba una desesperada premura: comprendía perfectamente que si se daba la luz a la base, exterminarían a los reclusos en un dos por tres.

Miró cautelosamente de detrás de una esquina. Por el compartimiento se deslizaban dos rayos de luz procedentes de unas linternas iluminando ora los planos de las paredes de hormigón, ora la blancura marmórea del tablero de distribución, ora las destrozadas entrañas del pupitre de mando. En silencio y nerviosamente se realizaba un trabajo apresurado, brillaban las herramientas y unas gigantescas sombras se agitaban tras las espaldas de los hombres agachados sobre el pupitre.

Cris, por descuido, enganchó algo con el codo. Las linternas se apagaron al instante. Un brillo insoportable cegó a Polynov. Un rayo fulminador lanzado casi a quemarropa le chamuscó el cabello, pero a Cris le dio tiempo disparar al tercer guardia que estaba al acecho, al ojo que vomitaba fuego, y éste se apagó.

En fracción de segundo el estruendo y el ruido de los fragmentos de hormigón fue sustituido por un silencio perturbado tan sólo por el eco del lejano combate. Los adversarios, habiéndose perdido de vista unos a otros, se agazaparon. Los lightings, a tientas, buscaban en la lobreguez el blanco. Cada uno contenía la respiración comprendiendo que el primer susurro podía tornarse el último.

De repente, algo tintineó sobre la cabeza de Polynov. Instintivamente levantó el lighting y, en seguida, un ruido detrás del pupitre reveló el ardid del adversario. Arrojaron una herramienta para distraer la atención y escapar. Polynov, apresuradamente, apretó el gatillo. Demasiado tarde: el rayo dio en la puerta que se cerraba con violencia, haciendo brotar de ésta un chorro purpúreo. Los enemigos huyeron dejando a Polynov y Cris el campo de batalla.

Polynov encendió la linterna que por el camino quitó a un guardia muerto y adosó a la segunda puerta una mesa.

— ¡Vigila la entrada, Cris!

Se inclinó sobre el pupitre. Los instrumentos habían sido destruidos con entendimiento. El autor de la avería no sólo estropeó las transferencias del bloque de mando del sistema energético: se las ingenió conectar a éstas una tensión tal que éstos se pegaron entre sí formando una masa verdosa homogénea y adhiriéndose a los paneles cerámicos. No se podían sacar ni sustituir sin extraer previamente el monolito formado, así como sin limpiar y poner en orden los contactos. Los guardias cogidos por sorpresa estaban ocupados precisamente en este trabajo. Aquí mismo, en el pupitre, se hallaban las transferencias de repuesto.

Polynov pasó el círculo de luz hacia el bloque autónomo del alumbrado de emergencia. Una mano hábil también había trabajado aquí, sin embargo, ya sea que le estorbaron, o bien, deliberadamente, las transferencias sólo estaban rotas y los cables cortados y enredados. Este ya estaba casi restablecido. Polynov y Cris llegaron a tiempo. Diez minutos más y por todas partes se hubieran encendido las lámparas de emergencia. Polynov, mientras fijaba en las células los monocristales de las transferencias, con ansia trataba de captar los sonidos extenuantes de la batalla. De vez en cuando hasta él llegaba el grito de «¡infierno verde!» ¿Pero quién vencía? Si vencían los suyos, era necesario conectar la luz. Y si vencían los enemigos… No era posible formarse una idea de quién ganaba.

— Oye, Cris…

Polynov trasladó la luz de la linterna. La muchacha estaba de pie apoyada contra una de las jambas, manteniendo con ambas manos la pistola delante de sí. En su hombro derecho se esparció una mancha oscura.

— ¿Te han herido?

— Una futileza… Sólo me rozó.

Polynov examinó rápidamente el hombro y suspiró con alivio. Nada grave. Pero había perdido mucha sangre y Polynov se asombró de cómo podía aguantar habiendo sido herida y pasando por tantos sufrimientos. Se arrancó la manga de la camisa y le vendó fuertemente el hombro. Lo que tenía que hacer ahora aterraba a Polynov, pero no veía otra salida.

— Óyeme, pequeña… — procuraba que la voz no revelase su zozobra—. Tendrás que aguantar un poco más. Una media hora…

— ¿Sola?

— Todo depende de ello. Yo iré a la estación de radio. Fíjate en este contacto. En cuanto lo enchufes habrá luz… Tú debes, comprendes, debes resistir, y conectar la corriente dentro de quince minutos, conectar la comente… En este caso, sea quien sea el vencedor, podré enviar la comunicación al cosmos. ¿Lo comprendes?

Sí, ella lo comprendía todo, ella asentía con la cabeza, trataba de no caer, daba su palabra de honor que no tenía miedo, que aguantaría.

Polynov le tomó a uno de los guardias muertos el lighting y la linterna. «No me hacen falta — susurró Cris—. No los podré sostener… La pistola… Y sentarme…» Polynov proyectó el círculo luminoso en varias direcciones buscando una silla. El foco de la linterna deslizó por un cuerpo caído de bruces. Polynov puso el cadáver de espaldas y levantó lentamente la mano como si descubriera la cabeza.

— Hierbecita, hierbecita verde — susurró—. Sí…

— ¿Quién es? — preguntó Cris sin interés.

— El que nos salvó.

— ¿Quién?

— Más tarde, Cris. Siéntate, Y…

— Vuelve…

— Yo volveré.

No miró a Cris al cerrar la puerta. Se sentía traidor. Pero no había otra salida, era necesario…

Para su gran asombro, nada ni nadie se le interpuso en su camino. Olía a chamuscado, bajo los pies crujía algo, a cada paso tropezaba con cadáveres, pero los vivos no se veían por ninguna parte. Solamente el eco del lejano tiroteo evidenciaba que no todo se había acabado.

La estación de radio estaba en orden, a excepción de las puertecillas de un armario de hierro abiertas de par en par y varios papeles esparcidos por el suelo. Por si acaso Polynov se metió en el bolsillo estas tiras estrechas rellenas de no se sabía qué signos convencionales. El armario estaba vacío, por lo visto, su contenido, durante la alarma había sido escondido en un lugar más seguro. O bien, destruido. Polynov no tenía tiempo para averiguarlo.

Polynov conectó las etapas amplificadoras, puso la selección de onda en la posición «a todos, a todos, a todos» y se puso a esperar. Si ellos fracasaron, el destino de la Tierra depende, en sumo grado, de la firmeza de Cris, una muchacha que nadie conocía.

Pero alguien debe cerrar con su pecho la tronera.

Alguien debe parar las ruedas de la máquina misantrópica. Y éstas todavía seguirán girando. Si no lo hace Huysmans, serán otros quienes intenten conseguir que estas ruedas aplasten la Tierra en el preciso instante en que a la humanidad le parezca que está a punto de despedirse irrevocablemente de la odiosa herencia del pasado. En pos de una aventura van otras, cada vez más encarnizadas, más desesperadas y pérfidas. Los fascistas tienen prisa por ponerse atavíos ajenos, por encubrirse con consignas que odian con el fin de colarse subrepticiamente al corazón palpitante. Se dan prisa, mientras hay armas en los arsenales, dinero en las cajas fuertes, mientras tienen el garrote en las manos y en las imprentas trabajan las obedientes multicopistas. Mientras no se hayan agotado los pozos de esclavitud espiritual, de ignorancia y ceguera. Se aprovechan de cualquier error, de cualquier frase, obstruyen donde pueden los canales de los sentimientos humanitarios, enmasillan cualquier rendija para que no penetre el viento fresco y empañan el pensamiento para que los hombres no vean, no oigan, no atinen de dónde se arrastra hacia ellos la máquina.

A las futuras generaciones les será fácil ponderar los desaciertos y agarrarse con desesperación de la cabeza: como es que sus antecesores mirando no veían, pensando no concebían y luchando no advertían al enemigo tras la espalda. Ellos — pobladores inteligentes y humanos del comunismo— vendrán y juzgarán, esto es ineludible. El propio Polynov pensaba sin temor en el juicio venidero. El fallo lo pronunciarán a la esencia y no a la apariencia, a los hechos y no a las palabras, y debido a ello será justo. No obstante, preocupa el saber que cada proceder tuyo, con el tiempo, recibirá una evaluación exacta; inquieta e impone gran responsabilidad. Es como para envidiar la miseria de aquellos a quienes preocupa tan sólo la condena que se dicte en vida. Pero eso es lo mismo que envidiar a la ameba, pues para ésta no existe futuro y, por lo tanto, no existe la responsabilidad ante ese futuro. Y si uno no quiere convertirse en hombre-ameba, el temor por el mañana existirá y le acompañará hasta el fin de sus días.

Quince minutos expiraron. Quince minutos que, posiblemente, decidieran el destino de millones. La luz no se encendió.

Inesperadamente para sí, Polynov no sintió desesperación, sino indiferencia. Demasiadas pruebas para una sola persona. Demasiadas. Para él era el límite. Se sentía cansado.

No obstante, se obligó a atrancar mejor la puerta. No todo se ha perdido con la muerte de Cris, trató de darse ánimo a sí mismo. Tarde o temprano alguien conectará la corriente. Y entonces, si antes no le descubren y no le matan, tendrá tiempo para poner en alerta a la Tierra. No importa ya lo que ocurra después.

No dudaba de que Cris no existía ya.

A pesar de todo, la luz se encendió. Una luz parpadeante, opaca, débil. Polynov observó aturdido la palpitación de las lucecitas de neón de los aparatos conectados. Se percataba de que éste era el fin. Con esa tensión en la red alimentadora era imposible mandar el radiograma.

Un golpe ensordecedor estremeció la puerta.

— ¡¡¡Ríndanse!!!

La barricada erigida con mesas y sillas crujió.

Polynov se sentó y levantó el lighting que le pareció más pesado. Evaluó automáticamente el espesor de la puerta, apuntó y apretó con suavidad el gatillo.

El rayo no salió.

Todo se nubló ante los ojos de Polynov. Sacudía sañudamente la inútil arma, como si pudiera corregir su falta y devolver al lighting la carga gastada en la batalla. La puerta, con crujidos, se entreabría, haciendo cederá la barricada.

Blandiendo el lighting a guisa de garrote Polynov se lanzó al encuentro del cañón que asomaba por la rendija, para derribarlo antes de que éste escupiese muerte.

En el último instante el psicólogo vio ante sí el pálido rostro de su enemigo…

— ¡Polynov! — gritó desesperadamente éste. Polynov sintió cómo se le aflojaban las manos.

— Mauricio…

Un segundo después, riéndose nerviosamente, se estrecharon en un fuerte abrazo.

— Y yo que por poco te…

— Pues yo también…

— Ay, ¡dios mío! Polynov.

El psicólogo fue el primero en volver en sí.

— ¡¿De modo que hemos vencido?!

Mauricio, desconcertado, miró a Polynov.

— Quisiera yo saberlo… Mi grupo pereció. Todos.

— Entonces — Polynov volvió a tensarse como el muelle—. Está claro. ¿Conoces de radio?

— ¡Cómo no! Soy el radiotelegrafista del «Antinoo».

— Quédate aquí. Y yo iré al compartimiento energético. Procuraré arreglar la alimentación de la corriente. Si lo consigo, manda un radiograma a la Tierra, ¡sin demoras!

— Entendido. El lighting, ¡has olvidado tu lighting!

— ¿Este recuerdo de mi estupidez?

Mauricio lo comprendió todo.

Polynov cogió el arma del primer muerto que encontró.

Las paredes, el suelo y los techos de los pasillos estaban surcados por los rayos fulminadores. En la luz centelleante brillaban los cascos de vidrio. Lo que más extrañó a Polynov fue un botón que se había fundido en el hormigón del techo.

El silencio aturdía. No se percibía ni sonido, ni gemidos, ni movimiento alguno. Ahora que la luz se había encendido, todo lo vivo se ocultó, permaneciendo al acecho, pues nadie sabía quién era el vencedor y quién el vencido.

Pero apenas Polynov dobló la esquina dirigiéndose al compartimiento energético, de un nicho emergió una sombra. El guardia cayó de rodillas y el precipitado disparo de Polynov atravesó el vacío.

— ¡No me castigues, señor, no me castigues!

— ¿Amín? — Polynov bajó el lighting.

— ¡Sí, soy yo, yo! Me has prometido…

— ¡En pie! ¡Coge el arma! ¡No dejes acercarse a nadie! ¡Dispara sólo contra los guardias!

— A sus órdenes… Yo sirvo a… Gregory —¡puf! — . Está muerto. ¡Le maté! ¡Maté a muchos!

— Está bien, está bien, más tarde…

A la entrada del compartimiento, abrazados como hermanos, yacían dos: el majestuoso profesor de cosmología Jerry Clarke, de cabellera blanca, pasajero del «Antinoo», y Gregory. Fueron derribados por un mismo rayo.

Polynov, apresuradamente, pasó por encima de los muertos. Abrió de un tirón la puerta.

Vio a Cris recostada sobre el pupitre, vio la pistola que temblaba en sus manos, vio la boca del cañón que le apuntaba…

— ¡Ay!

El grito de la muchacha fue lo último que oyó antes de desplomarse en una resonante oscuridad. En seguida, el sonido se extinguió y todo se sumió en el silencio.

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