1. Una nave en peligro

Polynov, sin vacilar hizo avanzar a la brecha la torre. Era como una puñalada certeramente al plexo solar de la defensa enemiga.

Huysmans frunció el ceño. Sus dedos, amarillos como los de una momia, tocaron con pena el rey. Después miró de soslayo el reloj.

— ¿Y si damos la vuelta al tablero? — propuso.

— ¿No le parece que hoy se entrega con demasiada premura, querido padre?

Polynov volaba hacia Marte como pasajero abrigando la esperanza de descansar durante el viaje de las agotadoras obligaciones del psicólogo cósmico, pero nunca llegó a imaginarse cuan exhaustiva resultaría para él la ociosidad en una nave como el «Antinoo». Si no hubiera sido por el ajedrez, se sentiría completamente extraño en medio del bullicio y diversiones que servían para matar el tiempo.

— Oh, esta rendición no es definitiva. No olvide: el que empuña la espada por espada perecerá. Por ahora le gusta semejante dialéctica, ¿no es cierto?

El huesudo rostro del padre se ensanchó en una sonrisa. Era una sonrisa-invitación agazapada en las comisuras de los labios. En Polynov se avivó el interés profesional.

— ¿De modo que usted me considera un hombre con espada?

— A usted también. El que construye, destruye, ¿no es así? Pero la dialéctica a la que sois adeptos, como nosotros lo somos a dios, esta dialéctica os destruirá.

— ¿Usted está tan seguro?

Polynov se puso de buen humor. «Esto en su persona también son cosas de la profesión — pensó—. Habrá predicado durante unos buenos treinta años, y claro que ahora no puede aguantar, le atrae el ambón o como se llame ese sitio…»

Acomodó mejor las piernas, dirigió una mirada a la muchacha que atravesaba el salón — vaya si es linda— y, mentalmente, le hizo un guiño al padre.

— Sin duda alguna, os destruirá —proseguía Huysmans sin apartar la vista—, ya que la ley de vuestra dialéctica reza que el que niega está condenado a la negación. Vosotros negáis lo nuestro, vendrá alguien o algo y se portará con vosotros de la misma manera.

— Sólo puedo compadecerle — asintió con la cabeza Polynov—. Los feligreses no van al templo, ¿no es así? ¿Qué le vas a hacer? La historia no es una partida de ajedrez. No puede volverse a jugar.

— Pero es una espiral, y por lo tanto el caminante puede retornar al punto de donde partió.

— Hoy, usted necesita que le consue…

Una suave sacudida hizo tambalearse la mesita. Algunas figuras cayeron, tras la puerta de vidrio del salón alguien se echó a un lado, pero el estruendo del jazz lo absorbía todo y las sombras angulosas de los danzantes volvieron a deslizarse por el cristal.

— Necesita que le consuelen — finalizó Polynov, agachándose para recoger las figuras del suelo—. Pero los sofismas nunca…

Levantó la cabeza. Su interlocutor había desaparecido. Huysmans se había esfumado sin ruido, como un murciélago.

El rey blanco que había caído sobre la mesita rodó lentamente hacia el borde, por lo visto, la nave frenaba inadvertidamente para los pasajeros. Polynov se encogió de hombros, cogió el rey, colocó las figuras en la caja y salió del saloncito.

Se paró vacilando junto a una puerta con la inscripción en cinco idiomas: «Caseta de derrota. Prohibida la entrada». La música penetraba también aquí, algo velada, pero igualmente frenética e intermitente.

— Todo les importa un bledo — dijo Polynov—. Andamos en jaranas…

Polynov estaba hasta la coronilla de los ritmos sincopados de la música y por enésima vez lamentó haberse metido en esta elegante nave de línea con su interminable fiesta artificiosa.

En la caseta de derrota reinaba la penumbra. Las piezas fluorescentes de las escalas centelleaban como luciérnagas y sobre el óvalo sin fondo de la pantalla panorámica temblaba la telaraña azul de los nemográficos diseminada por el tablero.

— ¿Quién es? — preguntó con enfado una voz, y Polynov vio a Berger. El piloto de guardia tenía desabrochada la camisa del uniforme con cohetes dorados y del cuello le colgaba un radiófono—. Ah, es usted, camarada… Sospecho cuál es la causa que le ha traído aquí. No, no es un flujo meteorítico.

— ¿Y, entonces, qué?

Berger señaló con la cabeza a la pantalla. El segundo piloto se apartó un poco. En la negra profundidad, entre las estrellas inmóviles titilaban las luces de posición de las señales de socorro.

— ¿Qué naves?

— Una tal «Van Euk». ¿Ha oído este nombre?

— No, ahora hay demasiadas naves. Pero vosotros, en todo caso, deberíais estar al corriente de las travesías…

— No es una nave de línea.

— Parece que tiene usted razón — se fijó Polynov—. Es una nave exploradora. ¿Pero qué le pasa? ¡Apaga las luces!

En la pantalla quedó sólo una estrellita roja.

— Una avería. Ahorran energía.

— ¿Y la radio?

— Es una zona de silencio. Entramos en ella hace media hora.

— Muy mal. ¿Hasta tal punto economizan la energía que ni pueden enviar señales sobre el carácter de la avería?

— Se les estropeó el retrobloque.

— Es algo serio.

— Más no puede ser. Dicen que comunicarán los pormenores al entrar en contacto directo.

— ¿Necesitarán mi asistencia? Antes he sido médico.

— No nos comunicaron si hay víctimas. Aja, otra vez envían señales. Ahora va a despegar su lancha.

— ¿No sería mejor mandar la nuestra…?

— ¡No falta más! El despegue de nuestra lancha no pasará inadvertido por nuestros pasajeros.

— Bueno, ¿y qué importa?

— ¡Hum! ¿Ha olvidado usted qué pasajeros viajan en nuestra nave? — Berger sonrió sarcásticamente—. Cuando vienes a ver, las señoras, al enterarse del accidente, empezarán a pedir gotas de valeriana.

— Eh, eh, Berger, cállate la boca — le advirtió el segundo piloto— o volarás de este trabajo.

— A mí me importa un comino. No debemos ocultar nuestras convicciones políticas. El compañero Polynov me comprenderá.

En la pantalla apareció por un instante un brillante destello.

— Han despegado — señaló el segundo piloto.

La franja de color naranja pálido expulsada de las toberas de la lancha iba creciendo lentamente, a medida que se aproximaba.

Tan sólo una persona experta podía percibir el empujón.

— Un amarre de alta clase — hizo constar Berger—. Sería interesante ver a los huéspedes.

— Una demora de treinta horas como mínimo — gruñó el segundo piloto. Su perfil ceñudo eclipsó la pantalla.

— Es una nimiedad, lo recuperaremos — contestó Berger—. ¿Quiere cerveza, camarada?

Polynov asintió con la cabeza. Berger abrió una lata.

Sin embargo, no le dio tiempo de dar un trago. La puerta, con estrépito, se abrió de par en par. En el vano aparecieron dos sombras. Por los ojos, hiriéndolos, se deslizó el rayo cegador de una linterna.

— ¡Qué diablos! — entornando fuertemente los ojos y apretando contra el pecho la lata de cerveza, gritó Berger.

— Calma — pronunció fríamente la sombra—. ¡Manos arriba!

Al nivel de su pecho Polynov vio la boca piramidal de una pistola de rayo fulminador, el llamado lighting. La lata cayó de las manos de Berger, vertiendo al suelo un surtidor espumoso. El segundo piloto saltó de su asiento. El lighting se estremeció con nerviosismo. De su cañón salió un rayo violáceo. El segundo piloto se desplomó, su crispada boca trataba de captar aire.

— ¡Las manos! — vociferó la sombra—. ¡Sin tonterías!

Polynov y Berger obedecieron. Sus manos le parecieron a Polynov de plomo cuando las levantaba.

— ¿Qué significa todo esto…? — susurró Berger.

— ¡Callaos! ¡Media vuelta! ¡Al pasillo!

— ¿Y el herido? — exclamó Polynov.

El cañón del lighting le empujó hacia la salida.

Los temblorosos pasajeros y los miembros de la tripulación fueron alineados apresuradamente a lo largo de la pared del pasillo. Al aturdido Polynov le daba la impresión de que todo esto no era sino una pesadilla, y en ella, como descendidos de las páginas de la historia, habían irrumpido los miembros de la S.S. dejando a sus víctimas ateridas de espanto.

A la salida, con el lighting terciado se plantó un guardia. Este llevaba un lustroso mono gris.

La persona en que clavaba su mirada se encogía y palidecía.

Pasaron cinco minutos, diez, quince. El temblor se transmitía de hombro en hombro como la corriente eléctrica. Los elegantes trajes colgaban como unos globos pinchados. Los rostros quedaron yertos, formando una fila de máscaras blancas. A alguien le sacudía un hipo nervioso.

De pronto el guardia se apartó dejando pasar a un gigantón de cabeza desproporcionadamente grande que parecía un cuadrilátero tajado a hachazos. El gigantón hurgó con la mirada las caras, esbozó una sonrisa socarrona y se acercó meneando el cuerpo al último de la fila. Con un gesto de amo registró sus bolsillos, agarró la cartera y los documentos y sin prestarles atención los echó en una bolsa. El registrado, un anciano acicalado de bigotes canos, se enderezó contrayéndose con aire de mártir y tratando de sonreír.

El Cabezudo pasó al siguiente de la fila, un brasileño rechoncho que voluntariamente le mostró sus bolsillos. Después pasó hacia el tercero, el cuarto. El comportamiento del bandido se caracterizaba por un automatismo adquirido. Se movía sin prisa a lo largo de la fila, parpadeando; su bolsa iba hinchándose.

A Polynov se le nublaba la vista de furia. El guardia se apoyó contra la jamba y puso el lighting entre los pies; unos carneros seguramente le infundirían mayor preocupación que estos hombres paralizados por el miedo. Ni siquiera se molestó en subir al descansillo de la escalera de caracol, sino que quedó a dos pasos de sus víctimas. Un buen golpe a la mandíbula del Cabezudo — ahora, precisamente, está frente a Berger; —los de los extremos de la fila se lanzan contra el centinela; a éste, claro está, no le da tiempo de alzar el arma; y ya disponemos de dos lightings y hemos acabado con dos bandidos. ¿Cuántos bandidos habrá en la nave? En la lancha caben cinco, pueden ser, seis…

Idiotas. La liberación está tan cerca, se necesita tan poco para triunfar: ¡un poco de decisión, de entendimiento silencioso y de seguridad en el vecino! No, es desahuciante. Aquí no hay ni pizca de esperanza. Estos bandidos conocen la psicología de la turba, de otro modo no se sentirían tan despreocupados…

— ¡Yo protesto-o-o!

Todos se estremecieron.

— ¡Soy esposa de un senador! ¡Un senador de los Estados Unidos! Vosotros… ¡A-a-a!

El Cabezudo miró torpemente a la vociferante señora —ésta contorsionaba todo su cuerpo, en su sombrerete oscilaban las plumas de ave del Paraíso— y muy tranquilo le atizó una bofetada. Después otra y otra más, saboreándolo. La senadora, boquiabierta, movía convulsivamente la cabeza. El Cabezudo encendió un cigarrillo, inhaló profundamente y, con satisfacción, dirigió un espeso chorro de humo a la cara de la mujer. La senadora sollozaba sin atreverse a bajar las manos para secarse las lágrimas.

— ¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¿Por qué? —oyó Polynov un susurro entrecortado. Volvió ligeramente la cabeza y topó con el desamparo infantil, la súplica y el dolor en la mirada de una muchacha. Estaba a su lado. El Cabezudo ya se había detenido frente a ella. Su inexpresiva cara se animó algo. Examinó atentamente la figura pueril de la joven — en el entrecejo de ésta asomaron unas gotitas de sudor— y movió los labios. Sus gruesos dedos con uñas sucias tocaron el hombro de la muchacha —ésta se estremeció y sus ojos se oscurecieron de cólera— y bajaron rozándola. Comenzó a resollar.

— ¡Déjala, canalla! — exhaló Polynov.

El Cabezudo, apartándose de un salto, alzó el lighting; sus ojos se hicieron completamente transparentes. Adelantándose al disparo, Polynov le asestó un frenético golpe con la derecha bajo la barbilla. Esta acción le llenó de inefable placer. Acompañado del rechinamiento de su arma, el Cabezudo chocó contra la pared como un fardo de ropa sucia. El guardia disparó por encima de las cabezas el rayo fulminador. Como por una orden todos se lanzaron al suelo. Salvo Polynov y la muchacha. Esta se aferró a él tratando de protegerlo con su cuerpo del tiro y con ello obstaculizó el salto de Polynov hacia el arma del Cabezudo. El guardia con esmero trataba de captar a Polynov en la ranura del alza. Éste apenas logró librarse de la muchacha. «De rodillas, todo el mundo de rodillas…» — le dio tiempo de pensar con angustia.

— ¡Alto! — tronó de pronto la voz de alguien. El lighting del centinela dio un golpe contra el suelo. En el descansillo de la escalera de caracol, con las manos cruzadas, estaba Huysmans.

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