3. Cris

— ¿Usted?

— Sí.

Polynov abrió las manos. En los ojos de la muchacha se alternaban la alarma y la alegría. En la barbilla se le cuajó un chorrito de sangre que una hora atrás no tenía.

— ¿A usted… le pegaron? — fue lo único que se le ocurrió preguntar a la muchacha.

— ¿A mí? ¿Y qué…? —tocó con la mano su barbilla—. ¿Sangre? Ah, es porque me mordí el labio. Tenía miedo de prorrumpir en llanto… No es nada. ¿Y usted… a usted…?

Todo en orden, como ve — masculló Polynov, sin tener siquiera una idea de qué hacer en estas circunstancias—. ¿Y qué sucedió con los demás?

Se los llevaron uno a uno. Yo era la última. Ya pensaba…

— La metieron aquí por equivocación — y Polynov dio un paso hacia la puerta para llamar.

— ¡No, no lo haga! — la muchacha le agarró de la mano.

— ¿Por qué?

— ¿Acaso no lo entiende? — su voz sonó con desesperación—. Otra vez el pasillo y estos… No se necesitaban más explicaciones, bastaba con ver su cara, pero Polynov vacilaba: ¿qué objetivo perseguiría Huysmans dejándolos a solas en este camarote? Aquí había gato encerrado.

— Pero a usted le será mejor encontrarse con…

Ella captó su mirada involuntaria.

— ¿Es que hay alguna diferencia? Y usted… — ella frunció el ceño—. Sí, sí hay diferencia… Es mejor estar con usted. Usted no se pondrá a lloriquear como los nuestros… — ella alzó bruscamente la cabeza—. ¿Quiere que me ponga de rodillas?

— ¿Pero qué tonterías dices, criatura? — preguntó atónito Polynov.

— ¡No me llame criatura! Ya soy mayor y, en general… — dio una patada—. Figúrese que soy su hermana. Y nada más…

— «Sí-í —pensó Polynov— esto ya es demasiado; por otra parto, la chiquita tiene razón, ahora no es momento de futilezas, y ella, al parecer, posee carácter; tonta, se lanzó a taparme; bueno, no importa, de una u otra forma todo se arreglará; más quisiera saber, ¿para qué la metieron aquí? Es absurdo… Aunque… cuantas más absurdidades, tanto más difícil es comprender lo que pasa, y en esto también se ve el cálculo… Bueno, veremos quién vencerá…»

— Está bien… — otra vez Polynov no sabía qué decir—. ¿Cómo se llama usted?

— Cris. Y puede hablarme de «tú». Y decir palabrotas, si le da la gana.

— ¿Y por qué eso de decir palabrotas?

— No lo sé —paseó alrededor una mirada distraída—. Por si acaso.

Se quitó los zapatos — ahora ya no llegaba al hombro de Polynov— saltó a la cama, con un brusco movimiento de la cabeza aparto de la frente el flequillo y se arrellanó cómodamente. Una cualidad puramente femenil, en cualesquiera circunstancias saber crear en su torno, de una forma espontánea, una especie de nido confortable.

La muchacha quedó muy calladita. Polynov estaba de plantón en medio del camarote sin saber qué hacer.

— ¿Qué será de nosotros? de pronto preguntó ella con rapidez. En sus muy abiertos ojos volvió a asomar el miedo. Pero ya mitigado, como si hubiera dejado de leer un libro de horror.

— Yo mismo quisiera saberlo — refunfuñó Polynov.

— Nunca pude imaginar que caería prisionera en manos de unos piratas. Y usted, ¿quién es? ¿Un hombre de negocios, un ingeniero?

Polynov le explicó.

— ¡Oh! — los ojos de Cris irradiaron entusiasmo—. Entonces estamos a salvo.

— Pero, ¿por qué?

— Muy simple. Usted sabe hipnotizar, ¿no es cierto? Entra un bandido, digamos el que nos trae la comida, usted lo adormece, el lighting será para usted, y para mí, la pistola (¡yo sé manejarla!), tomamos por asalto la caseta de derrota y…

Polynov se echó a reír.

— ¿Por qué se ríe usted? ¿He dicho alguna tontería?

Polynov sintió de pronto alivio y desahogo. Aunque raras veces, pero se dan personas cuyas palabras — las más corrientes— siempre son naturales y carentes de trivialidad. Y el secretó no radica en las palabras, ni siquiera en la entonación: se encierra en la espontaneidad de los sentimientos, cuando no hay nada que les impida reflejarse inmediatamente en la mirada, en la mímica del rostro y en los movimientos.

— No, Cris, no es por eso. Sencillamente, tienes una idea hiperbolizada acerca de las aptitudes de un psicólogo común y corriente.

… No se iba a poner a explicarle la teoría del hipnotismo. Es verdad que él había oído hablar sobre ciertos investigadores quienes, al parecer, sabían hipnotizar en un abrir y cerrar de ojos. Ojalá estuvieran aquí… Pero las aptitudes de él, de Polynov, por desgracia son limitadas. ¿Quién hubiera podido siquiera imaginar algo semejante? Por lo demás, ella tiene razón: también tal y como son pueden servirle algún día…

— ¡Qué lástima! De lo contrario ¡qué bien sería!… Pero trataremos de encontrar otra salida, ¿no es cierto?

— No lo dudes, Cris.


Al cabo de media hora Polynov ya conocía todo o casi todo lo referente a la muchacha. Hasta lo que estaba del colegio y de la somnolienta ciudad Santa Clara; cómo instó a su padre para que la invite a Marte donde él residía; cuánto miedo experimentó en el momento del despegue; y que admirable amigo era su perro pastor Nait; por qué no le gustan los transistores y los muchachos y por qué no puede vivir sin dulces; que según la común opinión tiene un genio insoportable; que sueña con hacerse zoólogo; que sus escritores favoritos son Hemingway, Chéjov y Saint-Exupery, y en cuanto a la política la aborrece porque todo en ella es un engaño; que le da lástima de los tontos porque son menesterosos; que odia a las personas que presumen ser el «ombligo encantador de la tierra» (abreviadamente: OET); que todavía no ha leído la última obra de Gordon (¿cómo, usted no ha oído hablar de Gordon?) y no teme a la muerte por cuanto, aunque no sabe la causa, está segura de que no le podrá ocurrir nada semejante…

No se afanaba por desahogar el alma; le preguntaban y ella contaba. A Polynov lo asombraba cada vez más su entereza; parecía que el reciente choque no había dejado rastro en ella, ella seguía fiel a sí misma: natural, decidida, impetuosa. Polynov descansaba escuchándola, sonreía de sus cándidos juicios y pensaba que poseía un carácter feliz. Le empezó a parecer que la conocía desde hacía muchísimo tiempo y sintió lástima de que no fuera su hermana. Y que una cosa era indudable: Cris no podía ser un instrumento de Huysmans, porque era imposible, en un plazo tan breve, convertir a esta criatura en espía.

Muy pronto notó su error: el choque, de ningún modo, pasó sin dejar en Cris su huella. Ella sintió frío, se envolvió en la frazada, todo su cuerpo tiritaba. Su entereza espiritual, a todas luces, era muy superior a sus fuerzas físicas. ¿Qué se podía esperar de Cris si incluso él, Polynov, se sentía demolido?…

— A dormir — la interrumpió—. Tú y yo tenemos que descansar.

— ¡Pero si todavía no hemos formado el plan de nuestra liberación! Además, no estoy cansada, en absoluto — sacó con terquedad su pequeña barbilla.

— En cambio, yo sí estoy fatigado — dijo Polynov.

— Bueno, en este caso… yo también estoy cansada.

Se acurrucó y cerró los ojos.

Durante largo rato Polynov permaneció acostado de espaldas, prestando oído a la soñolienta pero irregular respiración de la muchacha que varias veces gritó en sueños, y pensó que ahora respondía también por la vida de otro ser y que esto era mucho más pesado y, al mismo tiempo, más fácil, porque significaba tener un aliado. Y que de tener aquí por lo menos a Berger, un buen mozo a pesar de su fanfarronería, los bandidos las pasarían duras, por cuanto tres personas inteligentes y unidas por un fin común son más fuertes que una decena de bandidos. Pero no tiene sentido lamentar lo que no se ha realizado, hay que pensar cómo hacer uso de la única arma: los conocimientos, para llegar a ser más fuerte que los rayos fulminadores, más fuerte que Huysmans, quien, de ningún modo, es un tonto y también posee conocimientos psicológicos.

El camarote temblaba ligeramente a causa del zumbido de los motores. Los piratas no forzaban el funcionamiento de los reactores lo que se advertía por el tono del zumbido. Al parecer, no tenían duda de que la búsqueda tardaría en comenzar y que les daría tiempo de esconderse en la zona de asteroides, donde podían rastrear diez años sin encontrar pista alguna. Estos tienen una enorme ventaja frente a los piratas de antaño, porque los vastos espacios de los océanos del planeta Tierra no son nada en comparación con los del Universo. Y su bandolerismo no es tan necio y arriesgado como puede parecer. Podrán cometer impunemente dos o tres abordajes más de esta índole. ¿Y, después, qué? Después deberán retornar inadvertidamente a la Tierra. Existen mil formas de arreglar este asunto. En el Cosmos, por los siglos de los siglos, flotarán en retahíla cadáveres, mientras que los criminales desaparecerán sin dejar rastro. Señores respetables con millones en el bolsillo se tumbarán a la bartola bajo el caluroso sol de los balnearios a orillas del mar y nadie se enterará, nadie gritará que a su lado, en una misma mesa con él toma asiento un asesino.

«Basta, no pierdas el sentido de la medida — se dijo Polynov—. No será así y tú lo sabes bien. No se contentarán con sólo los cadáveres de los pasajeros, habrá más victimas. ¿Será posible que estos imbéciles no se den cuenta de que hace su tictac junto a cada uno de ellos? Los hay que lo entienden y los hay que no, en ello, precisamente, reside el quid de la cuestión… Excelente, hay que saber aprovechar esta circunstancia. Cueste lo que cueste hay que aprovecharla».

Magnífico, y ahora, a dormir. El concentrarse en los recuerdos de la infancia ayuda a dormirse más rápido. Una casita de troncos, la tibieza de la tierra caliente bajo los pies descalzos… El polvo mullido como una almohada. El chirrido del lento carro… Si en aquel tiempo alguien le hubiera susurrado, insinuándole lo que le esperaba en el futuro a él, a Andriusha Polynov de entonces, a aquel moreno zagal lleno de arañazos, simplemente no lo hubiera comprendido… Al diablo, no pienses en eso, piensa en algo agradable. En cómo salían a captar las estrellas fugaces… ¡No se debe! No debe recordar el cielo tal como era en aquellos tiempos. En la tierra no quedan más isbas, no hay carros ni chicos descalzos que no sospechan que su futuro está vinculado a las estrellas. Está interceptado por el tiempo y es algo que no puede volver atrás. Ellos son la primera generación a la que no está dado ya volver al país de su infancia y encontrarlo invariable. Han nacido en un mundo que cambiaba con demasiada celeridad. Ellos mismos, en la medida de sus fuerzas, han contribuido a ello, perdiendo el aliento en su correr, soñando en el futuro y alcanzándolo. Y es una tontería lamentar que su corta vida ha abarcado épocas enteras y unas transformaciones que, anteriormente, caían en el lote de varios siglos que se arrastraban lentamente. Han edificado un nuevo mundo y, además, bastante bueno, y no hay por qué sentir pena, no se debe, no se puede.

Otra vez Cris gritó en sueños… No, no se despertó. La juventud. ¿Cuál es ahora? No siempre comprende a los jóvenes, aunque él mismo no es viejo. Lo extraño es que la juventud de Cris sea comprensible para él. Pero a ellos les separan los años, la educación, la nacionalidad, la concepción del mundo. ¿O tal vez las circunstancias barrieran la cáscara y se haya revelado aquello eterno y constante que aúna las generaciones de todos los confines de la Tierra? Parece que así es.

¿Y él? ¡Vaya tipo! Los luchadores y héroes en semejantes situaciones no se comportan así. Si damos crédito a las correspondientes novelas, claro está. Aquellos son de hierro; no se fatigan, actúan, disparan, vencen. No les atormenta el insomnio, no reflexionan sobre el nexo existente entre las generaciones, y en cuanto a los problemas morales los resuelven con una envidiable ligereza. Ahora, quisiera asemejarse a tales personajes. Aunque sea para conciliar el sueño.

El día siguiente, sin embargo, no trajo a los reclusos nada nuevo. Ni tampoco el que le siguió. Parecía como si se hubieran olvidado de ellos. Tres veces al día aparecía alguien de los bandidos para traerles el desayuno, la comida o la cena. Siempre iban en pareja y sin despegar los labios en respuesta a los intentos de Polynov de hacerles entrar en conversación. Les desconectaron la televisión y los dos presos parecían haber ido a parar a una isla inhabitada. La plena ignorancia, silencio e inacción, teniendo tensados los nervios, les agobiaba, y Polynov sospechaba de que este abandono era premeditado. Desde luego, esto no suscitaba en él demasiada inquietud: si bien el Cosmos le enseñó algo, fue el saber esperar sin relajarse. Sólo se preocupaba por Cris, pero ésta adivinó el peligro antes de lo que él esperaba y de una forma que él ni siquiera podía prever.

— Parece que decidieron sacarnos de quicio con la ociosidad — dijo ella de sopetón después de haber discutido en vano, durante toda una hora, las probabilidades de salvación, comenzando ya a repetirse—. Y yo tengo la sensación de… No quiero oír más sobre los piratas. No existen. Es necesario inventar algo para olvidarnos de ellos. Y nada más.

De pronto se puso ceñuda. Polynov ya se había acostumbrado a los instantáneos cambios de expresión de su rostro y a las rápidas alteraciones de su estado de ánimo, pero en ese momento le miraba de hito en hito una desconocida, tensa, como un animalito acosado, y asustada por la idea que acababa de concebir.

— Por supuesto… — pronunció ella con dificultad— he oído hablar que lo más sencillo es cuando nosotros… cuando los dos… Bueno, ¡que yo le abrace! Pero no puedo… Me entiende… sin… sin sentir nada… Qué tonta, yo sé que mañana, tal vez, no tenga ni siquiera esta posibilidad, que muchas lo hacen sin más ni más, porque sí; mis amigas me ponían en ridículo ya allí, en la Tierra, pero… pero…

— Tontita — dijo Polynov en voz baja—, tontita… — Tenía ganas de acariciar a la muchacha como se acaricia a un niño que llora, pero temía levantarse para no asustarla—. Sácate de la cabeza esta necedad. Nunca, jamás se debe hacer lo que no se desea, nunca, ni siquiera en el caso de que parezca indispensable, ni cuando las circunstancias te pongan entre la espada y la pared, ni siquiera si uno se persuade a sí mismo… Resulta detestable. Pero nosotros viviremos aún mucho tiempo, a despecho de todo. Yo lo sé, me sucedió una vez, cuando…

E, inesperadamente para sí mismo, Polynov comenzó a referirle aquello que no había contado a nadie: lo que le sucediera en una ocasión cuando dos personas estaban en espera de la muerte que les parecía inminente, siendo él joven; le contó aquello que en su tiempo recordaba con vergüenza aunque nadie hubiera podido inculparle de nada, aún en el caso de que lo deseara. Nadie, excepto su propia conciencia.

Cris escuchaba atenta y con alivio y de cuando en cuando acompañaba su relato con un movimiento afirmativo en la cabeza. Después dijo, como si se le hubiera quitado un peso de encima:

— Yo creía que sólo a mí me pasaban estas cosas… Tenía miedo de que no me comprendieses y me dijeras: «vaya una tonta».

— Todos piensan que son los únicos a quien suceden estas cosas — suspiró Polynov, tranquilizándose—, pero no todos reaccionan de la misma manera. Algunos admiten cobre en vez de oro, temiendo que el oro no llegue. Pero llega la hora y uno cae en la cuenta de que ya es tarde. Y yo también he gastado así una partícula de mi ser… Sabes, Cris — se le escapó a él—, cuando yo, a tu edad, leía a los grandes escritores, a los verdaderamente grandes, los sufrimientos del alma que éstos pintaban me espantaban a veces, a veces me dejaban perplejo y a veces me entretenían. Pero no me sentía identificado con ellos. Hamlet sufre. Es interesante, ¿pero qué tienen que ver sus sufrimientos conmigo? Lo de Hamlet sucedió hace mucho tiempo y con otras gentes, y hoy vivimos en una época distinta y, además, yo no soy Hamlet. Estas elucubraciones mías eran absolutamente sinceras y, sabes, la sensación de encontrarme apartado de los tormentos anímicos de otras personas me ensalzaba. Miraba de arriba abajo a todos estos Hamlet, Don Quijote y Karamázov. Ignoro qué es lo que prevalecía en ello el instinto de protección contra las conmociones, la ceguera espiritual o el deseo de permanecer invulnerable, ¿Me entiendes?

— Me parece que sí —Cris quedó meditabunda, dando distraídamente tirones a un mechón de su cabellera—. No, no le entiendo del todo. No quiero que la vida sea como se presenta en estos libros. ¡Es espantoso sufrir tanto!

— Nuestra situación no es menos espantosa.

— Pero no sufrimos tanto como… digamos, los protagonistas de Dostoyevski…

— Tal vez porque somos más simples, más primitivos, más insensibles que los personajes de Dostoyevski. ¿O más íntegros?

— No lo sé… Todas estas cosas son tan complejas y difíciles. Yo no hubiera podido soportar eso. Cuando leo a Dostoyevski me alegro de que no me concierna a mí. ¿Soy egoísta?

— No, creo que aquí se trata de otra cosa.

— ¿De qué, precisamente?

— Yo mismo me lo pregunto: ¿de qué se trata? Yo, por ejemplo, casi estoy seguro de que el caudillo de nuestros piratas ha leído a los grandes escritores. No obstante, es un canalla y asesino. Y no es humano, porque no ve en otros a sí mismo.

— ¿Posiblemente, él considere la literatura como una fantasía?

— Quizá esta idea resulte salvadora para muchos. La idea de que no es la literatura la que va en pos de la vida, sino la vida sigue tras la literatura. Pensar así es más simple y cómodo, Lo único que se necesita es prohibir, aniquilar, quemar los libros perniciosos y, en el acto, la vida se tornará sencilla y despejada…

— E inhumana.

— E inhumana. Pero la causa prístina no radica en ello, sino en la orientación general de la educación. En el hecho de cuál es el nexo que aúna a los hombres. En las relaciones de clase. Éste es el fundamento.

— ¿Relaciones de clase? No lo comprendo bien. Hay personas buenas y las hay malas. Existen tontos y también inteligentes. Se dan hombres con conciencia y carentes de ella. ¿Ricos y pobres? ¿Pero ricos en qué? ¿De corazón, en inteligencia, en dinero? Esto es lo importante.

— Claro que tiene importancia. Pero mientras existan apios existirán también esclavos, ¿no es verdad? Mientras uno pueda ordenar a otro: «piensa así y no de otra manera, proceda tal y como quiero yo», la psicología de esclavo será inexpugnable, ¿no es cierto?

— No me gustan los dogmas, y vosotros todo lo tenéis en su respectiva gaveta: esto es correcto y esto incorrecto; aquí está el amo y éste es el esclavo; esta cosa hay que exterminarla, y aquélla, que subsista…

— Cris, he olvidado que en vuestros colegios se enseña el curso de «comunismo».

— ¿Cómo puedes pensar que yo doy crédito a sandeces de cualquier índole? — los ojos de Cris brillaron con furia—, ¡Soy yo misma la que opina así! ¡Una persona no equivale a otra, esto no existe en la vida, no, ni tampoco hay gavetas, y basta de hablar sobre estas cosas, todo el mundo se ha vuelto loco en esta materia! ¡Estoy bien harta!

«Si — pensó Polynov—, lo más difícil es que te comprendan correctamente. Cuando el hombre se oye tan sólo a sí mismo, aparecen gavetas, anaqueles y marbetes. Como en la farmacia: aquí está el veneno y allí, el medicamento… No, en la farmacia saben que cualquier fármaco es veneno y que el veneno puede curar, todo depende de cómo, cuándo y en qué dosis se suministra. Mientras tanto él, Polynov, dijo una cosa evidente, una verdad, y obtuvo en respuesta una descarga de indignación, la rebeldía de un alma, al parecer, tan próxima a él. Sí, él es un mal psicólogo, todos somos psicólogos de poca valía, tenemos que aprender y volver a aprender, y en vez de ello nosotros nos apresuramos a enseñar. Porque falta tiempo, porque es necesario darse prisa, porque otros profesores no aguardan; por consiguiente, vete a la lid tal como eres, no hay otro remedio. Y aunque dudes de tus fuerzas, lucha como si te fuese ajena cualquier incertidumbre, porque de no ser así todo el mundo advertirá tu debilidad, y éste será tu fin».

— Erizo, guárdate tus púas — dijo con aire rogatorio Polynov.

Cris resopló, sonrió, otra vez resopló y, por fin, comenzó a reír.

— Ya he dicho que tengo mal carácter — en su voz se oyó cierto orgullo. Pero, en adelante, dejaré de portarme como un erizo, seré una niña obediente. Cuéntame algo sobre tu vida.

Ella apoyó la mejilla sobre su pequeño puño.

«No quiero educarla — se dijo Polynov—. Quiero ver cómo se amohína y cómo ríe, cómo se arrellana, cuan joven es en sus movimientos, cuan natural y hermoso resulta todo lo que hace. Porque, por lo visto, en mí vida no habrá nada mejor. En general, no habrá nada. Absolutamente».

Acostado de espaldas y con los ojos cerrados Polynov comenzó a recordar en voz alta. De nuevo surgía ante él la infausta resaca de las arenas de Marte, le abrasaban los flagrantes huracanes de Venus, otra vez tras los cristales del todoterreno danzaban los espectros de Mercurio y volvía a ahogarse en el terrible pantano de Terra Crochi. A él mismo le asombraba aquello que había vivido, parecía inverosímil, pues muchas veces debió haber sucumbido, y, sin embargo, por muy extraño que pareciese, seguía sano y salvo.

Entreabrió los ojos y miró de soslayo a Cris. Ésta le atendía como los niños escuchan un cuento de hadas: con la boca abierta, y era difícil creer que hacía poco discutía sobre problemas qué provocaban dolor de cabeza a tantos sabios. Polynov sintió cómo renacía en él la seguridad.

Los días de reclusión se arrastraban con lentitud pero pasaron inadvertidamente. Y cuando el guardia entró y sin gastar palabras, con un movimiento de cabeza señaló a Polynov a la puerta, a éste y a Cris les pareció que no habían tenido tiempo de decirse cosa alguna. Ambos se estremecieron sorprendidos, aunque esperaban esta llamada cada instante.

Cris saltó descalza, apretó la frente contra su pecho, le abrazó convulsivamente y, con poca habilidad, rozó con sus labios la mejilla de él.

— Volverás — le dijo sordamente—. Volverás.

Polynov la arrimó por los hombros hacia sí.

— Sí, volveré.

El guardia soltó una cínica carcajada.

Polynov marchaba con la cabeza alta por el pasillo que, al igual que el salón que atravesaron, estaba vacío. En el salón ya no tronaba la música y las sombras de la gente bailando ya no se deslizaban por los espejos. Allí, entre las sillas arrimadas con negligencia, estableció su morada el silencio. Del mostrador del bar desaparecieron las botellas y los anaqueles parecían barridos, tan sólo una policroma etiqueta de licor se agitaba en el chorro de aire sobre la tabla pelada, como una mariposa tratando de levantar el vuelo. El sonido de las ventosas magnéticas se convertía en susurro alarmado que se extinguía a cada paso.

— ¡A la izquierda! — Hasta el carcelero daba sus órdenes a media voz.

Polynov giró hacia la caseta de derrota. De ésta salió un hombre.

— ¡Berger! — Polynov reconoció al piloto.

Aquél dio un traspié. Polynov vio cómo se enrojeció su cuello.

— ¡Berger!

— Eh, eh, está prohibido — dijo perezosamente el guardia, pero Polynov ya había alcanzado a Berger.

El piloto apartó la mirada y comenzó a susurrar apresuradamente.

— La táctica lo exige… Dé su consentimiento, póngase de acuerdo… Están llenos de resolución, pero se muestran objetivos… Debemos mantenernos juntos.

Apresuró el paso, hundiendo la cabeza entre los hombros. Esta conducta parecía tan impropia del enérgico suizo que Polynov frenó su andar.

Un empujón en la espalda le hizo volver en sí.

Al igual que la última vez, en la puerta de la caseta de derrota estaba encendida con luz rubí la inscripción «Prohibida la entrada». Polynov traspasó el umbral.

Como entonces, la caseta de derrota estaba sumergida en la penumbra, sólo centelleaban las escalas fosforescentes de los aparatos. La pantalla panorámica se ha llevado al límite de su potencia y a la caseta asomaban miríadas de estrellas no titilantes que en el centro se congregaban en el chispeante cordón de la Vía Láctea.

El sillón del primer piloto dio media vuelta y Polynov vio a Huysmans. La luz proyectada por las estrellas hacía perfilarse su larga y huesuda frente, la fina nariz y las mejillas hundidas, dejando en la sombra las cuencas de los ojos. El segundo sillón estaba sin ocupar, pero el asiento guardaba todavía la huella de un pesado cuerpo. «¿Será posible que sea Berger?» — pensó Polynov.

En el rincón se movió levemente una figura vestida de negro y refulgió la boca del lighting.

— Siéntese, Polynov. ¿Se ha consolado, por fin? — la pregunta encerraba una burla.

Polynov se sentó y echó una mirada a hurtadillas al tablero de mando.

La palanca del frenado de emergencia está demasiado lejos, no se puede alcanzar de un tirón. Además, sería una necedad. Doce «g» no son mortales, en cambio, un disparo por la espalda…

— Sus proyectos — Polynov tomó la firme decisión de apoderarse de la iniciativa— tienen una incongruencia preñada de peligro para mí… y para usted.

— Es curioso, muy curioso — profirió irónicamente Huysmans. Sus ojos brillaron desde la sombra de las cuencas—. Dilucídamelo.

— Tarde o temprano usted tendrá que regresar a la Tierra, por cuanto en el Cosmos no le sirven para nada las riquezas saqueadas. ¿No es así?

— Supongamos.

— Entonces, usted se verá forzado a eliminar a uno que otro de su pandilla. Probablemente a aquél — y Polynov señaló con la cabeza al guardaespaldas acurrucado en el rincón.

— ¡Vaya una ocurrencia! ¿Por qué?

— ¿No lo comprende? Es muy extraño. A alguien, obligatoriamente, se le irá la lengua acerca de sus aventuras. Y entonces, terminado el baile. No tendrán más remedio que eliminar a los de poca confianza para que esto no ocurra. Y a mí, por supuesto, me quitarán de en medio. Y, probablemente, a usted también le den la puntilla, pues no podrá evitar una gresca.

Polynov echó a Huysmans una mirada escudriñadora, esperando su reacción.

— Muy lógico — Huysmans inclinó afirmativamente la cabeza y abrazó con las manos la rodilla—. Pero usted hizo caso omiso de una circunstancia que reduce a la nada todos sus irreprochables cálculos.

— ¿De qué circunstancia? — la pregunta sonó despreocupadamente.

— Hablaremos del particular si usted me dice «sí».

Polynov sintió inquietud. Su golpe no acertó en el blanco. ¿Pero, por qué? ¿Un fingimiento? No. Polynov podía jurar que no.

— Que sea así —dijo Polynov—. Pero por cuanto usted me propone un acuerdo, tengo el derecho de plantear mis condiciones.

— Qué gracia. Le he prometido la vida, ¿qué más quiere?

— En primer término, necesito que se garantice la seguridad de todos los pasajeros y de todos los miembros de la tripulación. En segundo término, ¡juguemos las cartas vistas!

Huysmans se rió mordazmente.

— ¡Usted, Polynov, es un humorista! ¡Usted es un humanista abstracto! La seguridad de sus adversarios, ja-ja… Pero la esposa del senador, los tres millonarios y demás gentuza le son hostiles a usted, comunista, ¿acaso no es así?

— Eso es asunto mío. ¿Admite mis condiciones?

— No me haga reír. En verdad, ya me he entretenido bastante. Mire. Yo soy realista. ¿Jugar las cartas vistas? Quién sabe, puede ser que esto dependa de usted. Los pasajeros no le atañen, recuerde que lo único que le puedo prometer es la seguridad de la muchachita. ¿Lo entiende?

Polynov se estremeció. Esto es lo que él esperaba. Una trampa. Por lo visto, le necesitan mucho. Y Cris. Cris quedó como rehén.

— Vamos a poner todo en su sitio — Huysmans se inclinó hacia Polynov tratando de observar la expresión de su rostro—. Debo prevenirle que esta muchachita — es muy linda, ¿no es verdad? — es botín legítimo del Cabezudo. Este es el pago por su participación en nuestros asuntos. Y el Cabezudo tiene una costumbre estúpida de hacer el amor a las muchachas martirizándolas. Es un esnob y trata de prolongar el goce. En la Tierra la ley, no se sabe por qué, más de una vez ya se las tomó con él por esta inocente debilidad. Por lo tanto usted debe comprender que no se trata sólo de una vida, la vuestra, sino de dos. Y hasta de algo mayor que la vida. ¿Le conviene esta condición?

A Polynov se le cortó el aliento. Huysmans sonreía con autosuficiencia, acercando cada vez más su cara a Polynov. Éste, en un esfuerzo desesperado, ahogó su deseo de estrangular aquel delgado y nudoso cuello.

— ¿Hace falta amoníaco? — musitó Huysmans.

Hay que apartar la vista, de lo contrario no podré aguantar. Las estrellas. Miríadas de estrellas, entrañables y cercanas, la naturaleza sempiterna, ¿y qué inmundicia engendras tú? Relajarme. Hay que mostrarle más desesperación. Que piense que me aplastó.

Bueno… Yo admito… Me veo obligado…

— ¿Da su consentimiento para ser nuestro médico? — preguntó rápidamente Huysmans.

— Sí.

— ¿Y no quiere aprovechar la ocasión para renunciar también a sus convicciones políticas? ¿Eh? Bueno, bueno, fue una broma — Huysmans agitó las manos comprendiendo por la expresión del rostro de Polynov que se había pasado de la raya—. También así todo se ha quedado muy bien arreglado. ¿Qué le parece si por tal motivo nos tomamos un coñac?

— No.

— ¿Entonces, una partida de ajedrez, como en otro tiempo?

— De acuerdo.

— ¡Magnífico!

Huysmans chasqueó los dedos. El guardaespaldas desapareció, Huysmans se apartó de Polynov, metió la mano en el bolsillo y tensó todo su cuerpo.

— No se preocupe — dijo Polynov—. No le voy a estrangular si cumple su palabra.

— Mi palabra es ley y no soy yo quien le debe temer — expresó con arrogancia Huysmans, sin sacar la mano del bolsillo.

Trajeron el ajedrez y se sentaron a jugar. Polynov movía las figuras distraídamente, perdió por descuido la reina y entregó la partida, lo que definitivamente mejoró el estado de ánimo de Huysmans.

— A propósito — dijo él por último— ¿ve usted esto?

Extrajo del bolsillo una pequeña caja y la meneó en el aire.

— Usted se da cuenta de que es un magnetófono. Después de la correspondiente preparación, nuestra conversación se grabará en la bobina general de información. La única que la humanidad podrá conseguir en caso de que fracasemos. Si usted recuerda, algunos pasajes de nuestra conversación son simplemente espléndidos. Por ejemplo: «¿Da su consentimiento para ser nuestro médico?» —»Sí». — »¿Entonces, una partida de ajedrez, como en otro tiempo?» —»De acuerdo». Soy completamente franco con usted y le pido que me corresponda.

Cuando Polynov volvió al camarote, Cris se lanzó a su encuentro y dando un salto se le echó al cuello, llorando y murmurando:

— ¡Estás vivo! ¡Vivo!

«¿Comprenderá ella mi proceder?» — se preguntó con miedo, esquivando la racha de alegría que se desplomaba sobre él.

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