24

Hubo una caída instantánea. La aceleración osciló, y luego se estabilizó a una G.

La butaca aflojó su presión.

La luz del sol había desaparecido. El aire era cálido y seco. ¡Ya no estaban en el volador! El «campo de una G» era el de la Tierra. Habían aterrizado.

Della ya se había puesto en pie y estaba desmantelando parte de su butaca.

—Bonita puesta de sol, ¿verdad? —hizo un gesto con su cabeza hacia el horizonte.

Ocaso o aurora. Wil no tenía noción de la dirección, pero el calor del aire le hacía suponer que estaban al final del día. El sol era rojizo, y su luz enfermiza llegaba hasta ellos a través de un plano horizontal. De pronto se sintió enfermo. ¿El disco del sol estaba enrojecido por que estaba cerca del horizonte, o era su propio color?

—Della, ¿hemos… saltado muy lejos?

Ella le miró mientras seguía revolviendo en sus cosas.

—Aproximadamente unos cuarenta y cinco minutos. Si podemos vivir otros cinco, estaremos bien.

Sacó un mástil de un metro de longitud del respaldo de su butaca, le colocó una correa, y se lo colocó sobre los hombros. Vio metal reluciente en los lugares donde la burbuja había segado la butaca para separarla del volador de Della. La burbuja debía haber medido, escasamente, un metro de diámetro. No era de extrañar que hubiesen estado tan apretados.

—Debemos evitar que nos vean. Ayúdame a arrastrar todo esto hasta allí —señaló hacia una colina que parecía un pomo de puerta y estaba a un centenar de metros de distancia.

Se encontraban en un profundo cráter de suciedad y de roca acabada de trocear. Wil cogió una silla con cada mano y tiró de ellas; rápidamente salió del cráter y quedó sobre la hierba. Della le hizo señas para que se detuviera. Tomó una de las sillas y le dio la vuelta.

—Arrástrala sobre el lado liso. No quiero dejar ningún rastro.

Della se inclinó de nuevo sobre la carga, arrastrándola con presteza sobre la corta hierba. Will la seguía, tirando de la suya con una sola mano.

—Cuando dispongas de un minutos, me gustaría saber qué vamos a hacer.

—Te lo explicaré, pero antes hemos de poner esto a cubierto.

Se volvió, se echó la carga al hombro y trotó, o poco menos, hacia la colina pedregosa. Les costó varios minutos llegar hasta allí, porque la colina era mayor y más alejada de lo que había parecido en principio. Se alzaba sobre la hierba y los arbustos como un guardián amenazante. A excepción de los pájaros que echaron a volar cuando se acercaron a ella, parecía estar sin vida.

El terreno que había a su alrededor era desnudo y con surcos. La roca se levantaba sobre su base, con unas profundas cuevas a su alrededor. Aquel lugar olía a muerte. Wil vio unos huesos entre las sombras. Della también los vio. Hizo resbalar su butaca sobre los huesos e hizo un ademán a Wil para que la imitara.

—No me gusta esto, pero antes hemos de preocuparnos de otros cazadores.

Cuando el equipo ya estuvo escondido, subió por la roca para alcanzar una pequeña cueva que había unos cuatro metros más arriba. Wil la siguió con mayor dificultad.

Miró a su alrededor antes de sentarse al lado de ella. Aquel hueco casi no podía ser considerado como una cueva. Nada les podía sorprender desde atrás, a pesar de que alguna alimaña lo había utilizado como comedor, ya que se veían más huesos roídos. Desde la cueva les quedaba oculto casi todo el cielo, pero no obstante gozaban de una buena vista del terreno, casi hasta la base de la peña.

Wil se sentó, estaba impaciente por las explicaciones; de repente quedó profundamente afectado por el silencio. Durante todo el día, la tensión había ido en aumento, llegando a un clímax de violencia en los minutos anteriores. Pero ya había desaparecido toda señal de lucha. A un centenar de metros, los pájaros se agrupaban alrededor de un árbol poco desarrollado, y sus chillidos y batir de alas rompían el gran silencio. En el horizonte sólo lucía una estrecha astilla de sol. Vista bajo aquella luz, la pradera tomaba un tinte rojo y dorado, roto aquí y allá por la oscura maleza. La brisa era débil, pero todavía guardaba el calor de todo el día. Llevaba perfumes y pestilencias, y secaba el sudor sobre la cara.

Miró a Della Lu. Aunque ella parecía no darse cuenta, el oscuro cabello le caía sobre sus mejillas.

—Della, ¿hemos perdido? —preguntó en voz baja.

—¿Qué? —le miró, y poco a poco pareció que volvía a darse cuenta de las cosas—. Todavía no. Tal vez ganaremos si esto funciona… Concentraban todos sus efectivos sobre nosotros. El—único modo como podíamos permanecer en esta era y sobrevivir, era desapareciendo. Lancé toda mi guardia interior sobre nuestro volador. Hicimos explotar a un tiempo todas nuestras cargas nucleares y desaparecimos en forma de millares de burbujas de un metro de tamaño. En una de estas burbujas estábamos tú y yo; setenta de ellas proceden del montón de piedras. Ahora están repartidas por todas partes: en la superficie de la Tierra, en su órbita, en la órbita solar. La mayor parte de las de la superficie estaban temporizadas para explotar pocos minutos después del impacto.

—Es decir ¡andamos perdidos en todo el tumulto!

La sonrisa de Della no era más que un fantasma de su anterior entusiasmo.

—Correcto. Todavía no nos han atrapado. Creo que lo hemos logrado. Si disponen de algunas horas, pueden hacer una búsqueda minuciosa, pero no pienso darles tiempo para ello. Mi guardia de distancia media ya ha bajado y les está dando motivos para que se preocupen por otras cosas.

»Aquí estamos totalmente indefensos, Wil. Ni siquiera dispongo de un burbujeador. Nuestros enemigos podrían cogernos con una pistola de cinco milímetros, con tal de saber hacia dónde tirar. He tenido que destruir mi guardia inmediata para poder escapar. Lo que queda está en desventaja de dos a uno. Pero… pero creo que todavía puedo ganar. Durante cincuenta segundos de cada minuto, estoy en comunicación por onda de rayo compacto con mi nota. Dio unos golpecitos sobre la barra de un metro de largo que había dejado en el suelo, entre ellos. Uno de sus extremos estaba constituido por una esfera de diez centímetros. Había dejado la barra de forma que la esfera estuviese en la boca de la cueva. Wil la examinó más de cerca y vio que era iridiscente y que latía. Era alguna clase de transmisor coherente. Las fuerzas propias de Della sabían donde estaban escondidos, y no necesitaban más que mantener una unidad alineada visualmente con Lu para que ésta pudiera dirigir la batalla.

La voz de Della era distante, casi indiferente. —Quienquiera que sea, sabe mucho de infiltrarse en los sistemas, pero no sabe combatir. Yo he luchado durante siglos de tiempo real, con burbujeadores y supresores, con cabezas nucleares y con láser. Tengo programas que jamás habrías podido comprar en la civilización. Incluso sin mí, mi sistema puede luchar más inteligentemente que el otro bando… —una risita—. Lo de la órbita elevada ya ha concluido. Ahora estamos jugando al «si te veo te pegan un tiro»: «ver» se refiere a alrededor de la curvatura de la Tierra, y lo de «pegar tiros» va destinado a todo lo que asome la cabeza. Muchachos y muchachas corriendo dando vueltas alrededor de su casa, matándose unos a otros… Voy ganando, Wil. De verdad. Pero lo estamos quemando todo. ¡Pobre Yelén, tan preocupada siempre por que nuestro sistema no iba a durar lo suficiente para poder reinstaurar la civilización! En una tarde estamos destruyendo todo lo que habíamos acumulado.

—¿Y qué ha pasado con los tecno-min? ¿Ha quedado alguno por quien valga la pena luchar?

—¿Te refieres a su juego de la guerra? —se mantuvo en silencio durante unos quince segundos, y cuando volvió a hablar parecía estar mucho más lejos.— Esto ha acabado en cuando ha servido para los propósitos del enemigo.

Tal vez sólo había desaparecido Ciudad Korolev. Della estaba sentada, recostada en la pared posterior de la cueva; apoyó su cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

Wil estudió su cara. ¡Cuan diferente parecía entonces de aquella criatura que había visto en la playa! Y cuando no hablaba, no tenía perspectivas extrañas ni cambiaba de personalidad. Su cara era joven e inocente. Su lacio pelo negro seguía cayéndole encima de la mejilla. Tal vez estaba dormida, y de vez en cuando sus sueños le hacían mover los labios y las pestañas. Wil iba a separarle los cabellos de su cara, pero se contuvo. La mente que había en aquel cuerpo estaba mirando desde muy lejos a través del espacio, viendo la Tierra desde todas las direcciones, y dirigía un bando de la más extensa batalla que Wil había conocido jamás. Era preferible que dejara tranquilos a los generales que dormían.

Se arrastró por la base de la cueva hasta su entrada. Desde allí podía ver las llanuras y parte del cielo, a pesar de estar mejor oculto que Della.

Miró a través de la tierra. La única forma en que podía ayudar era protegiendo a Della de los bichos que habían por allí. Unos pocos pájaros habían regresado al peñasco. Eran la única forma visible de vida animal. Tal vez aquellos sitios llenos de huesos estaban abandonados. Tal vez Della había llevado hasta allí algún arma de mano y un botiquín de primeros auxilios. Miró los lisos armazones de las butacas de aceleración y pensó si debía preguntárselo. Pero Della estaba en conexión profunda; no había estado tan concentrada ni en medio del primer ataque… Era preferible esperar a tener una emergencia real. De momento, bastaría con que vigilase.

Fue desapareciendo la luz y apareció la luna en su cuarto por el lado oeste del cielo. Por la trayectoria de la puesta de sol, supuso que se encontraban en el hemisferio norte, alejados de los trópicos. Aquello podía ser Calaña o la sabana que estaba enfrente de aquella isla en la costa oeste de Norte América. Por algún motivo, Wil se sentía mejor al saber dónde se hallaba.

Los pájaros habían callado. Se oía un zumbido que esperaba que fuera de insectos. Le resultaba difícil mantener la mirada en el suelo. Al llegar la noche, era imposible dejar de mirar el espectáculo del cielo. La aurora vespertina se extendía por el horizonte de Norte a Sur. Aquel resplandor pálido era más brillante que cualquiera que hubiera podido ver en otras ocasiones, incluso desde Alaska. La batalla seguía lentamente su curso detrás de aquel telón. Algunas de las luces visibles no eran más que destellos, como una gema que sólo se hace visible cuando alguna de sus facetas refleja alguna luz mágica. Las luces se encendían y apagaban, pero consideradas en conjunto, no se desplazaban: debía tratarse de una lucha en una órbita alta, tal vez en la zona de Lagrange. Durante media hora seguida, no se apreció ninguna otra acción. Después, una parte de la batalla que se desarrollaba en las proximidades de la Tierra apareció por encima del horizonte. Eran los del «si te veo, disparo». Aquellas luces creaban unas sombras intensas, empezaban siendo de un blanco brillante, e iban decayendo hacia el rojo durante cinco o diez segundos.

A pesar de que no tenía la menor idea de quién estaba ganando, Wil imaginó que podía seguir parte de la acción. En las cercanías de la Tierra, una lucha con disparos debía de estar empezando con diez o veinte detonaciones en una amplia parte del cielo. A continuación, hubo más explosiones nucleares en un espacio cada vez más reducido, lo que hacía suponer que la lucha había rebasado los robots para llegar al autón central. Hasta las explosiones más pequeñas que entonces eran visibles, eran como hebras de luz que brillaban con mayor o menor fulgor en función de la cantidad de restos que había allí por donde pasaban. Sus trayectorias convergían hacia la red de detonaciones que se contraía. Algunas veces, esta red desaparecía porque se había vencido al enemigo, o éste estaba en estasis por mucho tiempo. En otras ocasiones, se producía un brillante chispazo en el centro, o una serie de ellos, en dirección centrífuga. ¿Eran intentos de escapar? En cualquier caso, o la batalla terminaba entonces, o se desviaba algunos grados en el firmamento. La aurora aparecía a ráfagas de igual brillo que la luna sobre el desierto campo de batalla.

A pesar de que se desplazaban a centenares de kilómetros por segundo, las naves que luchaban tardaban cierto tiempo en cruzar el firmamento, lo que proporcionaba tiempo para que las explosiones nucleares se fueran amortiguando hasta tener un color rojo que recordaba al de la aurora. Era como si se hubiera filmado a cámara lenta unos fuegos artificiales.

Todo el terreno que les rodeaba estaba vacío y en silencio, exceptuando las sombras movedizas, el zumbido de los insectos y algún chillido ocasional poco tranquilizador. Únicamente en una ocasión pudo oír algo relacionado con la batalla: tres hilos de energía dirigida se entrecruzaron en el cielo, procedían de la lucha que estaba más allá del horizonte. Se trataba de disparos muy bajos, que en realidad estaban dentro de la atmósfera. Mientras desaparecían, se formaron a su alrededor unas estelas de condensación. Al cabo de un minuto, Wil oyó un débil trueno.

Pasó una hora, y después otra más. Della no había pronunciado una sola palabra. Por lo menos, dirigida a él. La luz se paseaba arriba y abajo de la bola de su centro de comunicaciones, y las franjas de interferencia cambiaban cada vez que volvía a alinear el enlace.

Algo empezó a aullar. Los ojos de Wil barrieron la llanura. No tenía más luz que la del crepúsculo: no había ningún intercambio de disparos cercano a la Tierra, y la acción en órbita alta no era más que un ligero chisporroteo en la parte oeste del horizonte… ¡Ah, estaba allí! Unas sombras grises, a un par de centenares de metros de ellos. Eran muy pesados en proporción a su tamaño, o tal vez era que se arrastraban pegados al suelo. El aullido se extendió, y se fue transmitiendo de uno a otro foco, primero alejándose y luego retrocediendo. ¿Estaban luchando? ¿O tal vez admiraban los fuegos artificiales?

Se acercaban cada vez más, y eran fácilmente distinguibles. Las criaturas tenían casi el tamaño de un hombre, pero se mantenían pegadas al suelo. Avanzaban a saltos: trotaban hacia adelante unos metros y se dejaban caer al suelo para continuar con su serenata desde allí. La manada se mantenía dispersa, a pesar de que había parejas y tríos que formaban pequeños núcleos al correr. Todo aquello evocaba unos desagradables recuerdos en la mente de Wil. Se puso de rodillas y se arrastró hasta donde estaba Della.

Antes de que llegara junto a ella, Della empezó a susurrar:

—No mires, Wil. Los he agotado… pero han adivinado que estamos en la superficie. Durante la última hora han intentado localizarme, principalmente sobre Asia —dejó escapar algo parecido a una risita—. Lo mejor es que se hayan equivocado de continente. Pero ahora van a cambiar. Si no puedo impedirlo, lanzarán proyectiles nucleares a baja altitud a través de Norte América. Túmbate y no asomes la cabeza.

Los aullidos se oían aún más cerca. Las desgracias nunca vienen solas. Wil puso las manos sobre los hombros de Della, y la sacudió suavemente.

—¿Hay armas en los bastidores de las butacas?

Sus ojos se abrieron, sorprendidos y salvajes.

—¡No podemos hablar! Si me localizan…

Wil volvió a la entrada de la cueva. ¿De qué estaba hablando Della? Solamente el crepúsculo iluminaba el cielo. Debía haber armas escondidas en las butacas. Si descendía, quedaría expuesto sobre el fondo del cielo durante unos pocos segundos, pero luego podría esconderse bajo el saliente y ocuparse de las butacas. El más próximo de aquellos animales que parecían perros estaba sólo a unos ocho metros. Wil saltó frente a la roca, y… Della soltó un penetrante grito de dolor con toda la potencia de su garganta. El universo de Wil se volvió de un blanco cegador, y una ola de calor recorrió su espalda, quemándole las manos y la nuca. Saltó hacia el interior de la cueva, y rodó hasta la pared posterior. El único ruido perceptible era el de la repentina animación de los perros.

Se produjo otro relámpago, y un tercero, cuarto, quinto… Estaba hecho un ovillo alrededor de Della, protegiendo las caras de ambos de cualquier cosa que pudiera entrar por la entrada de la cueva. Cada relámpago parecía más débil que los anteriores; las terribles y silenciosas pisa— das se alejaron de ellos. Pero con cada uno de los relámpagos, Della sufría un espasmo, y su tos salpicaba de humedad la camisa de Wil.

Por fin retornó la oscuridad. Su cuero cabelludo empezó a temblar, el pelo de Della seguía pegado a su cara cuando se inclinó para apartarse de ella. Una pequeña chispa azul saltó de sus dedos cuando tocó la pared. Lu gemía sin palabras, y cada vez que respiraba acababa en un acceso de ahogo y tos. La puso de lado y se aseguró de que no se tragara la lengua. Su respiración se tranquilizó y los espasmos cesaron.

—¿Puedes oírme, Della?

Un largo silencio, roto por los lastimeros ladridos de los animales que estaban en el exterior. Después su respiración se hizo más fuerte y murmuró algo. Wil se acercó a su cara:

—…engañado. No van a venir por aquí a meter sus narices durante algún tiempo… pero ahora he quedado aislada… el enlace de comunicaciones ha quedado destrozado.

Más allá de la cueva, continuaban los lamentos, pero empezaban a oírse también ruidos de movimientos.

—Tenemos problemas locales, Della. ¿Has traído armas de mano?

Ella apretó su mano.

—En las butacas de salvamento. Se abren con mi señal… o con mi huella dactilar… lo siento.

Descansó la cabeza en el suelo y se arrastró hacia la entrada. El centro de comunicaciones ya no brillaba, pero su extremo esférico estaba demasiado caliente y no se podía tocar. Wil pensó en todos los aparatos que Della llevaba en su cabeza y se estremeció. Era un milagro que siguiera con vida.

Wil miró al exterior. El terreno estaba bien iluminado: los residuos del ataque nuclear que habían sufrido relucían ante ellos, formaban una línea de manchas brillantes que alcanzaban hasta el lado oeste del horizonte. Cinco de aquellos trasuntos de perro estaban tendidos retorciéndose a poca distancia de ellos. La mayor parte de los restantes se habían reunido en una compacta jauría. Había mucho gimoteo mientras husmeaban el terreno y el aire. La gran intensidad de la luz había quemado sus ojos. Evolucionaron hacia la roca y se refugiaron debajo de su voladizo, esperando que transcurriera el período de oscuridad. Muchos de ellos tendrían que esperar mucho tiempo.

Nueve perros andaban por el borde de la jauría, ladrando quejumbrosamente. Wil suponía que aquello significaba:

—Vamos, vamos. ¿Qué os pasa?

Algo había protegido los ojos de aquellos nueve y todavía podían ver.

Tal vez pudiera coger las pistolas aún. Wil cogió el cetro de comunicaciones. Era sólido y pesado; aunque no sirviera ya para otra cosa, sería una buena cachiporra. Se deslizó por el borde del peñasco y se dejó resbalar hasta el nivel del suelo.

Pero no pudo hacerlo sin ser observado. Los aullidos empezaron antes de que tocara el suelo. Tres de los que podían ver saltaron hacia él. Wil retrocedió bajo la cornisa que escondía las butacas. Sin perder de vista a los bichos perrunos que se le acercaban, tiró de una de las butacas y la sacó a terreno abierto.

Fue entonces cuando llegaron hasta él, el perro que iba en cabeza se lanzó a sus tobillos. Wil dio un golpe con el cetro, pero dio en vacío porque el perro le esquivó y se alejó. El siguiente llegó a la altura de los muslos y recibió en plena cabeza el golpe de revés de Wil. Los huesos crujieron bajo el impacto del metal. La bestia no llegó ni a ladrar, cayó fulminada al suelo y se quedó inmóvil. El tercero retrocedió, y empezó a dar vueltas alrededor de él. Wil alzó la butaca tomándola desde su extremo. No se veía la menor juntura, tal como recordaba. No había botones ni cierres. La golpeó fuertemente contra la roca. Saltaron esquirlas de la roca, pero el bastidor se quedó sin un arañazo. No tendría otro recurso que llevarla a la cueva para que Della la tocara.

La butaca pesaba cuarenta kilos, pero había algunos sitios donde sujetarse en la pared rocosa. Podría hacerlo, siempre que sus amigos siguieran intimidados. Hizo pasar el cetro por el atalaje de sujeción de la butaca y se la echó al hombro. Había ascendido menos de dos metros cuando le atacaron de nuevo.

Debía haberlo supuesto; aquellos bichos eran como aquella rara clase de perros que Marta había encontrado cerca de las minas de Punta Oeste. Eran tan grandes como los komodos, lo suficientemente grandes para no consentir que se les llevara la contraria. Unas mandíbulas se lanzaron contra sus botas y se agarraron a ellas. Cayó de lado. Así era como le podían atacar mejor; Wil sintió un verdadero terror cuando vio que uno de ellos se lanzaba sobre su vientre. Puso la butaca delante de su cuerpo, y la criatura se desvió. Wil alcanzó con el cetro al que le seguía, detrás del cuello.

Cuando Wil se puso de pie, retrocedieron. Alrededor de la piedra los que estaban cegados ladraban y aullaban. Eran como la claque para que el público animara a su equipo.

Y ya no se podía pensar en las butacas de salvamento. Había tenido mucha suerte al poder regresar a la cueva.

Por el rabillo del ojo observó un movimiento y miró hacia arriba. ¡Los perros no podían hacerlo, pero aquellas criaturas podían trepar! El animal iba tanteando cuidadosamente el camino por la pared de piedra. Sus flacas patas se extendían en cuatro direcciones. Casi había llegado a la boca de la cueva. ¡Della! Se apartó cuanto pudo de la piedra y lanzó el cetro con toda la fuerza de que era capaz. El extremo esférico golpeó a la bestia en el espinazo, a medio camino entre el hombro y el anca. Soltó un chillido y cayó, y el cetro fue rebotando tras él. El animal se quedó de espaldas, con sus cuartos traseros paralizados, pero lanzando zarpazos con sus patas delanteras. Cuando Wil intentó recuperar el cetro, una de las garras rasgó su brazo Wil sintió un vago dolor pulsante, y que algo húmedo corría por su manga. Había que admitir que la cueva no era segura. Suponiendo que pudiera regresar hasta ella, iba a resultar difícil de defender ya que había varios caminos para llegar hasta ella. Se arriesgó a mirar otra vez hacia arriba. Había otra cueva más arriba, en la misma peña. El camino que llevaba hasta ella estaba protegido por unas paredes escarpadas. Allí sería capaz de defender su puesto.

Los animales que podían ver daban vueltas para acercarse. Volvió a empujar la butaca debajo de la cornisa y echó a correr hacia la pared rocosa, saltando lo más alto que le fue posible. Aquellas bestias que parecían perros le seguían muy de cerca, pero esta vez Wil tenía una mano libre. Hizo revolotear el cetro frente a sus morros y trepó un metro más arriba. Una de las criaturas ascendía paralelamente a él. Por suerte adelantaba poco, ya que no era más ágil que el humano. ¿Iba tras él, o trataba de atacar a Della? Wil simuló que no se había dado cuenta. Se detuvo para atizar a los que le acosaban desde abajo. Podía oír el ruido de las garras sobre la piedra. Se estaba moviendo lateralmente hacia él de roca en roca. Wil aún fingía no verlo. Soy una presa fácil, soy una presa fácil.

Uno de los perros le mordió la bota. Se agachó y le destrozó el cráneo con el cetro. Sabía que el otro estaba sólo a un metro de distancia y que se acercaba desde arriba. Sin volver la cabeza, Wil golpeó hacia arriba con el cetro. Golpeó contra algo blando. Por un instante el hombre y aquello que parecía un perro se miraron, pero ninguno de los dos disfrutó con ello. Las fauces se abrieron y soltaron un terrible rugido. Sus mandíbulas estaban a muy poca distancia, podían morder la cara de Wil, pero el cetro lo estaba empujando por el pecho para lanzarlo fuera de la pared. Brierson apoyó la cabeza sobre su brazo y empujó con mayor fuerza. Durante un momento ambos se quedaron inmóviles, agarrados a la piedra. Wil sintió que su propio cuerpo estaba cediendo. Entonces algo se estrelló contra el perro, desde arriba, y su gruñido se trocó en un alarido. Sus garras intentaron clavarse desesperadamente en la piedra. Su resistencia cesó de golpe y cayó por su lado.

Pero los otros se acercaban. A medida que iba llegando arriba, alzó la vista. Algo le miraba desde la cueva. La cara tenía unas manchas raras, pero era humana. De alguna manera, Della había podido despeñar al perro. Hubiera querido gritar dándole las gracias, pero estaba demasiado ocupado en trepar por la pared.

Se izó hasta encima del borde de la cueva, se volvió y lanzó un azote en dirección al perro que le seguía de cerca. O aquella bestia tenía mucha suerte, o Wil estaba demasiado cansado: el animal logró esquivar el golpe moviendo la cabeza y mordió el asta del cetro. Dio un tirón y casi sacó a Wil de la cueva, arrancándole el cetro de la mano. La bestia cayó por el despeñadero, llevándose con él a algunos de sus congéneres.

Wil se sentó unos momentos, jadeando. ¡Vaya una incompetencia la suya! Marta había logrado sobrevivir cuatro décadas, sola, en aquel desierto. Wil y Della llevaban allí menos de cuatro horas. Habían cometido toda clase de errores estúpidos, y ahora acababa de perder su única arma. Debajo de ellos se estaban congregando más bestias. Si él y Della lograban resistir una hora más, sería un milagro. Y no durarían ni diez minutos si se quedaban en aquella cueva. Entre jadeos, explicó a Della que había otra cueva más arriba. Estaba tumbada sobre su estómago y con la cabeza inclinada hacia un lado. Aquello oscuro que había en su cara era sangre. Tosía cada pocos segundos, mandando unas salpicaduras oscuras por encima de la piedra. Su voz era muy débil y no articulaba bien.

—No puedo trepar a ninguna parte, Wil. He tenido que arrastrarme sobre el vientre para llegar hasta aquí.

Los bichos volvían a trepar por la pared. Por unos momentos, Wil consideró la posibilidad de su propia muerte. Todos nos hemos preguntado alguna vez cómo va a ser nuestro adiós a la vida. Cuando se trata de un policía, hay unos guiones clásicos. Pero ni en un millón de años hubiera podido imaginar algo parecido: morir con Della Lu, desgarrado a zarpazos por unas criaturas que jamás habían existido en la historia humana. Olvidó la idea, y volvió a desplazarse, haciendo cuanto podía.

—Siendo así, te llevaré —le cogió de las manos—. ¿Puedes colgarte de mi cuello?

—Sí.

—Muy bien.

Se volvió y guió los brazos de ella sobre sus hombros. Se puso de rodillas. Ella aguantó, su cuerpo se apretaba contra su espalda. Él se daba perfecta cuenta de sus curvas femeninas. Della había cambiado algo más que su pelo desde aquel día en la playa.

Se secó una mano en sus pantalones. La herida de su brazo casi no sangraba, pero había suficiente sangre para que fuera resbaladizo.

—Avísame si notas que empiezas a perder tus fuerzas.

Se arrastró fuera de la cueva hasta un reborde ascendente. Della pesaba más que la butaca de salvamento, pero se esforzaba en agarrarse, de forma que él tenía ambas manos libres. El reborde acababa en una chimenea estrecha con dirección ascendente. En alguna parte, detrás de ellos, se veían los disparos de una nueva batalla. Más que ansiedad, aquello le produjo agradecimiento, ya que la luz le permitía ver las grietas de la roca. Puso el pie en una de la izquierda y luego en otra de la derecha, andando prácticamente chimenea arriba. Menos de dos metros les separaban de la cueva.

Los perros habían conseguido alcanzar la primera cueva. Podía oír como iniciaban el recorrido del reborde. Si aquello resultaba fácil para él, también les resultaría fácil a ellos. Miró hacia abajo y vio que tres de ellos subían corriendo en fila de a uno.

—¡Agárrate fuerte!

Llegó arriba, aún tenía los brazos enganchados en la boca de la cueva cuando el perro que iba en cabeza le alcanzó el pie. Esta vez notó que los dientes atravesaban el plástico. Wil lanzó la pierna hacia atrás alejándola de la pared, y el animal se quedó como un peso que se retorcía colgado de su pie. Sus patas delanteras agarraron la pierna.

Cuando alcanzó el ángulo conveniente, el pie salió de la bota. El perro hizo un tremendo esfuerzo para trepar por su pierna y sus garras destrozaron la carne de Wil. Después desapareció, golpeando a los que le seguían.

Wil consiguió meterse en la cueva y dejó a Della tendida de lado. Su pierna le daba una agonía múltiple. Se sacó la pernera del pantalón. Una película de sangre salía de las heridas, pero no había una gran hemorragia. Podría detener la sangre si conseguía un momento de respiro. Comprimió la herida más profunda, al tiempo que vigilaba si había otro asalto. Probablemente, poco importaba. Sus uñas y dientes no podían competir con las garras y los caninos de quince milímetros.

… la mala suerte va a rachas. Wil olió el hedor que reinaba en la cueva. La primera olía a muerte, a huesos destrozados con trozos de carne desecada; esta cueva apestaba a putrefacción húmeda. Algo grande y muerto hacía poco tiempo estaba detrás de ellos. Y además, allí había algo más que estaba con vida: Wil había oído un campanilleo metálico.

Wil se inclinó hacia adelante y colocó en su puño la bota que le quedaba. Continuó el movimiento hasta dar una vuelta rápida que lo dejó de pie de cara a la cueva. Las lejanas explosiones iluminaron la cueva con ambiguos matices grisáceos. El cadáver había pertenecido a un casi perro. Yacía como un holo impresionista: partes del cuerpo habían encogido, y otras se habían hinchado. Había cosas que se movían sobre el cuerpo… y dentro de él. Unas enormes abejas tachonaban el cadáver, sus redondos cuerpos despedían reflejos metálicos de vez en cuando. Aquél era el origen del campanilleo metálico.

Wil atravesó todos los restos de huesos viejos. Más al interior, el hedor llenaba la cueva como una especie de algodón invisible, que no daba lugar a la presencia de aire respirable. No importaba. Tenía que ver de cerca aquellas abejas. Respiró profundamente y acercó sus ojos a una de las mayores. Su cabeza estaba metida dentro del cuerpo, y la parte posterior quedaba a la vista. La esfera blindada medía casi quince centímetros de diámetro. Su superficie formaba un mosaico regular de placas sonoras.

Se sentó, jadeando para poder respirar. ¿Sería posible? Las abejas de Marta estaban en Asia, cincuenta mil años atrás. Cincuenta mil años. Aquello era tiempo suficiente para que hubieran podido atravesar el puente de tierra… aunque también era tiempo suficiente para que hubieran perdido su capacidad letal.

Tendría que investigarlo: los perros volvían a ladrar. Mucho más fuerte que antes. Pero no lo bastante fuerte como para amortiguar el ruido de sus garras sobre la piedra. Wil introdujo su mano en la carne muerta y blanda y separó a la abeja de su comida. Sintió un agudo dolor en un dedo cuando le mordió. La cogió desde algo más atrás, por la parte blindada, y vio que las delgadas patas se movían y que las mandíbulas chascaban. Oyó a los perros que iban a lo largo del reborde hacia la chimenea.

Todavía no se apreciaba ningún cambio en su pequeña amiga. Wil hizo saltar la abeja repetidamente de una mano a la otra, y luego la agitó. Una bocanada de gas caliente salió siseando por entre sus dedos. Era un olor nuevo, ácido y quemante.

Llevó la abeja hasta la boca de la cueva y le dio otra sacudida. El siseo se acentuó, convirtiéndose casi en un agudo silbido. El cuerpo blindado casi estaba demasiado caliente para poder sostenerlo. Mantuvo la excitación del insecto durante otros diez segundos. Entonces vio un perro que había llegado a la base de la chimenea, que primero miró hacia atrás y luego siguió ascendiendo seguido por los demás. Wil le dio a la abeja un meneo final y la lanzó hacia abajo, frente al despeñadero, precisamente sobre el perro que iba en cabeza. La explosión produjo un ruido atronador, sin relámpago. El perro soltó un alarido y cayó encima de los otros. Sólo el animal que iba en retaguardia se mantenía en pie, y se batió en retirada.

¡Gracias, Marta! ¡Gradas!


Durante la siguiente hora hubo dos ataques más, que fueron fácilmente rechazados. Wil tenía un par de abejas-granada cerca del borde de la cueva, y al menos una de ellas estaba casi a punto de explotar. No sabía el tiempo que le faltaba para hacerlo, y al final acabó temiendo más a las abejas que a los perros. Durante el último ataque, hizo volar cuatro perros de la roca, y consiguió que su oreja resultara desgarrada por un trozo de aquellas placas de metralla sonora.

Después de aquello, no volvieron más. Tal vez había matado ya a todos los que conservaban la vista, o tal vez habían aprendido la lección. Todavía podía oír a los que estaban ciegos que se habían quedado debajo de la cornisa. Antes, los ladridos le habían parecido siniestros, pero ahora le parecían plañideros y atemorizados.

La batalla en el espacio también había terminado. La aurora era tan brillante como antes, pero no había señal alguna de disparos continuados. Hasta era raro ver algún relámpago aislado. La visión más aparatosa se producía de vez en cuando al cruzar el cielo un trozo de chatarra que se iba desintegrando lentamente, originando unos rastros brillantes a medida que iba cayendo a través de la atmósfera.

Cuando los perros dejaron de acercarse, Wil se sentó junto a Della. El ataque de los localizadores había hecho fundir los aparatos electrónicos que llevaba dentro del cráneo. Cuando movía la cabeza sentía mareos y un intenso dolor. En general, permanecía en silencio o sollozando. Algunas veces tenía lucidez: A pesar de que estaba totalmente desconectada de sus autones, suponía que su bando iba ganando, y que poco a poco había ido pulverizando a los demás tecno-max. El resto del tiempo deliraba, o sacaba a relucir alguna de sus personalidades más extrañas, o ambas cosas a la vez. Después de una media hora de silencio, tosió en su mano y miró la sangre fresca que se extendía sobre la seca.

—Puedo morir ahora. Efectivamente, puedo morir —en su voz había asombro y fascinación—. He vivido nueve mil años. No hay mucha gente que lo haya conseguido — sus ojos enfocaron a Wil—. Tú no podrás vivirlos. Estas demasiado ligado a todos los que te rodean. Les amas demasiado.

Wil le apartó el pelo de la cara. Cuando ella se quejó, desplazó su mano hasta el hombro.

—Es decir, que soy un corderito —dijo él.

—…No. Eres una persona civilizada que puede estar a la altura de las circunstancias… Pero hace falta mucho más que esto para vivir tanto tiempo como yo. Has de tener una firme resolución y la habilidad de olvidarte de tus propias limitaciones. Noventa mil años. Aunque sea a escala mucho mayor, soy como un gusano plano que fuera a la Ópera. ¿Puede un planario tener un centenar de respuestas? Y entonces ¿qué va a hacer con el resto de la función? Cuando estoy en conexión, puedo recordarlo todo, pero ¿dónde está mi yo original?… He pasado por todo lo que una mente puede ser. He tenido finales felices… y también finales amargos —hubo un largo silencio—. Y no sé porqué estoy llorando.

—Tal vez te falte todavía algo por ver. ¿Qué es lo que te ha arrastrado tan lejos?

—La testarudez y… yo quería saber… lo que había sucedido. Quería mirar dentro de la Singularidad.

Wil le dio unos golpecitos en el hombro.

—Esto todavía puedes hacerlo. Espera por ahí.

Della le sonrió ligeramente, y su mano cayó contra él.

—De acuerdo. Siempre te has portado muy bien conmigo, Mike.

¿Mike? Estaba delirando.

Hacia horas que los láser y las explosiones nucleares habían terminado. La aurora iba desapareciendo al acercarse la penumbra diurna. Della no había vuelto a hablar. Los restos en putrefacción del perro producían calor (y aunque por entonces Wil ya no conservaba el sentido del olfato), pero la noche era fría, estaban a unos doce grados bajo cero. Wil había trasladado a Della junto al cadáver y la había cubierto con su chaqueta y su camisa. Ya no tosía ni se quejaba. Su respiración era superficial y rápida. Wil estaba tendido a su lado, temblaba y casi agradecía el estar cubierto con las entrañas de perro, su propia sangre y la porquería que había por allí. Detrás de él las abejas continuaban su sonoro corretear por el cadáver.

Dado el ruido que producía la respiración de Della, dudaba de que durara muchas horas más. Y después de aquella noche, tenía una buena idea del inminente final de su propia longevidad.

No podía creer que las fuerzas de Della hubieran vencido. De ser así, ¿por qué no iban a rescatarles? Si no lo era, el enemigo jamás podría descubrir dónde se habían escondido, o tal vez ni siquiera quisiera saberlo. Y él se quedaría sin saber quién era el causante de la destrucción de la última colonia humana.

La media luz fue convirtiéndose en un brillante día. Wil se arrastró hasta la entrada de la cueva. La aurora había desaparecido, borrada por el azul de la mañana. Desde donde estaba, no podía ver la salida del sol, pero sabía que todavía no había remontado el horizonte porque no había sombras. Todos los colores tenían una tonalidad mate: el azul del cielo, el verde pálido de la hierba, el verde más oscuro de los árboles. Durante un tiempo, nada se movió. Hacía frío y reinaba un pacífico silencio.

En el suelo, los casi perros se iban despertando. Por parejas o por tríos se marcharon a la llanura, oliendo la mañana pero incapaces de verla. Los que tenían vista corrían delante, y luego volvían hacia atrás para meter prisa a los demás. Desde una distancia segura, y a la luz del día, Wil tuvo que admitir que eran unas criaturas graciosas y hasta divertidas: delgadas y flexibles, con igual facilidad podían correr o arrastrarse sobre su vientre. Sus morros alargados y sus estrechos ojos les daba la constante apariencia de ser muy astutos. Uno de los que todavía podían ver miró hacia Wil y soltó un gruñido poco convincente. Más que a otra cosa, le recordaba al frustrado coyote que había intentado atrapar al correcaminos durante dos—siglos de dibujos animados.

Al Este del firmamento, algo brilló, era algo metálico que relucía a la luz del sol. Habiendo olvidado los casi perros, Wil miró hacia arriba. No vio más que el cielo azul. Transcurrieron quince segundos. Tres motas negras habían aparecido en el sitio donde había visto los reflejos. No se desplazaban sobre el cielo, pero lentamente iban aumentando de tamaño. Una cadena de detonaciones sónicas les alcanzó desde la llanura.

Los voladores desaceleraron hasta llegar a detenerse a un par de metros sobre la hierba. Los tres iban sin marcas y sin tripulación. Wil pensó si debían meterse en el interior de la cueva, pero no se movió. Si estaban mirando, le verían igualmente. Hubieran ganado o perdido, malditas las ganas que tenía de esconderse.

Los tres se quedaron suspendidos en el aire como si estuvieran en conferencia. Luego el que estaba más próximo a Wil se deslizó por el aire hacia él, implacable y en silencio.

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