El día del gran rescate, Wil Brierson fue a pasear por la playa. Con toda seguridad, sería una de aquellas tardes en que solía estar completamente vacía.
El cielo estaba sereno, pero la habitual niebla marina reducía la visibilidad hasta unos pocos kilómetros. La playa, las dunas bajas, el mar… todo estaba envuelto en un débil resplandor que parecía centrarse en su foco visual. Wil se sentía deprimido y anduvo hasta donde llegaban las olas, donde el agua empapaba la arena y la dejaba lisa y fría. Sus noventa kilos de peso dejaban atrás unas huellas perfectas de pies desnudos. Wil hizo caso omiso de las aves marinas que chillaban. Andaba cabizbajo, viendo como el agua surgía entre los dedos de sus pies a cada paso que daba. Una brisa húmeda le llevó el punzante y agradable olor de las algas. Cada medio minuto las olas crecían y la limpia agua del mar rodeaba sus tobillos. Excepto los días de tormenta, aquel leve balanceo era todo el «surf» que se podía esperar en aquel Mar de Tierra adentro. Al andar de aquella manera, casi podía imaginar que había vuelto al Lago Michigan, tan lejano en el tiempo. Cada verano, había acampado con Virginia a la orilla del lago. Casi podía imaginar que regresaba de un paseo matutino, un día muy bochornoso, por la orilla del Michigan, y que si andaba lo suficiente encontraría a Virginia, Ana y Bill, que le esperaban impacientes al lado del fuego de campamento, reprochándole que se hubiera ido solo.
Casi…
Wil levantó la vista. Treinta metros delante de él estaba la causa de todo el clamor de las aves marinas. Una tribu de monos pescadores estaba jugando en la orilla del agua. Los monos ya debían haberle descubierto. Durante las semanas anteriores, habrían desaparecido en el mar a la primera señal de un humano o de una máquina. Pero entonces se quedaron en la playa. Cuando se acercó a ellos, los más jóvenes vadearon hasta él. Hincó una rodilla en la arena y se congregaron a su alrededor, sus dedos unidos por una red buscaban con curiosidad en sus bolsillos. Uno sacó una ficha de datos. Wil sonrió y arrebató la ficha del puño del mono.
—¡Ah! Un ratero. ¡Estás arrestado! —¿El policía de siempre, eh inspector? La voz era femenina y de tono ligero. Llegaba de algún sitio que estaba por encima de su cabeza. Wil se echó hacia atrás. Un aparato volador, a control remoto, estaba detenido a unos pocos metros por encima de él. Sonrió:
—Sólo lo hago para no perder la práctica, ¿eres tú, Marta? Pensaba que estabas preparándote para las «celebraciones» de esta tarde.
—Es verdad. Y una parte de los preparativos consiste en sacar de la playa a la gente loca. Los fuegos artificiales no van a esperar a que sea de noche. —¿Qué dices?
—Ese Steve Fraley está haciendo una gran escena intentando convencer a Yelén de que aplace el rescate. Ella ha decidido hacerlo algo antes sólo para que Steve se entere de quién manda aquí.
Marta se rió, y Wil no hubiera podido decir a ciencia cierta si su regocijo estaba provocado por la irritación de Yelén Korolev o por Fraley.
—O sea que, por favor, mueva su trasero, caballero. Todavía tengo que avisar a otros, así que confío en que regresarás a la ciudad antes de que llegue este volador.
—Sí, señora.
Will hizo una reverencia en broma y dio la vuelta para volverse por donde había venido, con paso atlético. No habría recorrido más de treinta metros cuando oyó tras él un agudo grito que auguraba muerte. Miró por encima del hombro y vio que el volador caía en picado en dirección contraria a la suya, haciendo ráfagas con las luces y con las sirenas funcionando a plena intensidad. Ante este asalto, el nuevo comportamiento de los monos pescadores desapareció. Se asustaron, y dado que el ruidoso vehículo aéreo volaba entre ellos y el mar, su única posibilidad estribaba en coger a sus crías y escapar por entre las dunas. El volador de Marta les perseguía, dejando caer bombas sonoras en los flancos de su ruta de escape. El aparato volador y los monos desaparecieron por encima de la arena hacia la jungla, y el ruido se fue apagando. Wil se preguntó si Marta tendría que perseguirlos hasta muy lejos para poder llevarlos a una zona segura. Sabía que le motivaban tanto su buen corazón como su sentido práctico. Jamás habría espantado a los animales para que se alejaran de la playa a menos que hubiera alguna posibilidad de que pudieran llegar a un refugio seguro. Wil sonrió para sí mismo. No le sorprendería que Marta hubiese elegido la estación y el día de la explosión para minimizar las muertes de los animales salvajes.
Tres minutos después, Brierson estaba cerca de la parte superior de los desvencijados escalones que llevaban al monorraíl. Miró a sus espaldas y vio que no estaba solo en la playa. Alguien se dirigía hacia el pie de la escalera. Durante medio millón de siglos, las Korolevs habían rescatado o reclutado una buena colección de personajes raros, pero, por lo menos, todos ellos parecían normales. Esta… persona… era diferente. Llevaba una sombrilla plegable, y estaba completamente desnuda, a excepción de una tela en la cintura y una bolsa que pendía de su hombro. Su piel era pálida. Cuando empezó a subir por la escalera, la sombrilla se inclinó hacia atrás y dejó ver una cabeza calva, con forma oval. Y Wil vio que el desconocido podía ser igualmente una desconocida, o simplemente algo. La criatura era baja y delgada, y sus movimientos eran elegantes. Había unos ligeros abultamientos alrededor de sus pezones.
Brierson movió la mano para saludar, dubitativo; era una buena táctica el conocer a todos los nuevos vecinos, especialmente si eran viajeros avanzados. Pero aquello miró a Brierson, y a pesar de los treinta metros de separación pudo ver que sus ojos oscuros lo hacían con una fría indiferencia. Su diminuta boca se movió espasmódicamente, pero no emitió sonidos. Wil tragó saliva y siguió subiendo por la escalera de plástico. Podría ser que hubiera algunos vecinos a los que sería preferible conocer de forma indirecta.
Korolev. Este era el nombre oficial de la ciudad (que le había sido impuesto oficialmente por Yelén Korolev). Había prácticamente tantos nombres alternativos como habitantes. Los amigos hindúes de Wil querían que se llamase Novísima Delhi. El gobierno (en exilio irrevocable) de Nuevo Méjico quería que se llamase Nueva Alburquerque. Los optimistas preferían Segunda Oportunidad, y los pesimistas abogaban por Ultima Oportunidad. Para los megalomaníacos era la Gran Ciudad.
Cualquiera que fuera su nombre, la ciudad estaba situada al pie de las colinas de los Alpes Indonesios, a una altura suficiente para que el calor y la humedad fuesen moderados hasta el punto de proporcionar un uniforme bienestar. Allí las Karolevs y sus amigos habían reunido a los supervivientes de todos los tiempos. Allí se podía observar casi cualquier estilo arquitectónico, según fuera el gusto del propietario. Los estadistas de Nuevo Méjico tenían su calle principal con grandes edificios (casi todos vacíos) que Wil opinaba que resumía toda su burocracia. Otros muchos que procedían del siglo veintiuno, incluido Wil, vivían en pequeños grupos de casas que se parecían mucho a las que habían conocido en su tiempo. Los viajeros más avanzados vivían en la parte más alta de la montaña.
Ciudad Korolev se había construido de forma que fuera capaz de acomodar a miles de personas. En aquel momento la población no llegaba a los doscientos seres humanos de todas clases. Necesitaban ser más; Yelén Korolev sabía de dónde sacar un centenar más, y estaba decidida a rescatarlos.
Steven Fraley, Presidente de la República de Nuevo Méjico, había resuelto que aquellos cien no fueran rescatados. Todavía estaba discutiendo el caso, cuando llegó Brierson.
—…y usted no considera la historia de nuestra época, señora, Los Pacistas consiguieron exterminar casi por completo la raza humana. Es evidente que si salva a este grupo, conseguirá unas cuantas vidas más, pero a costa de arriesgar la supervivencia de toda nuestra colonia, de toda la raza humana.
Parecía que Yelén Korolev estaba tranquila, pero Wil la conocía lo bastante bien como para advertir las señales de una inminente explosión: tenía las mejillas sonrojadas, pero el resto de sus facciones tal vez eran más pálidas que de ordinario. Se pasó la mano por su cabello rubio.
—Señor Fraley, conozco a fondo la historia de su época. Debe recordar que casi todos nosotros, sin importar nuestra edad y experiencia actuales, hemos tenido infancias distanciadas unas de otras un par de centenares de años. Es posible que la Autoridad de la Paz —y sus labios esbozaron una breve sonrisa a causa de este nombre—, desencadenara la guerra general de 1997. Puede que hasta fuera responsable de las terribles plagas de principios del siglo veintiuno. Pero, tal como se comportan generalmente los gobiernos, tuvieron una actuación relativamente benigna. Ese grupo de Kampuchea —señaló hacia el norte—, pasó al estasis en 2048, cuando los Pacistas fueron derrocados. Esto ocurrió antes de que existieran buenos cuidados médicos. Es perfectamente posible que ninguno de los criminales originales esté allí.
Fraley abrió y cerró la boca, pero no pronunció palabra alguna. Luego dijo:
—¿Acaso no ha oído hablar de su proyecto «Renacimiento»? En el 48 estaban otra vez a punto de matar a millones de personas. Estos fulanos que están de acuerdo con Kampuchea, probablemente posean más bombas infernales que pulgas tiene un perro. Aquella base era su recurso secreto. Si no hubieran alargado su estasis, habrían salido en 2100 y nos habrían hecho cisco. Es probable que usted no hubiese llegado a nacer.
Yelén interrumpió el torrente de palabras. —¿Bombas infernales? ¡Bah, fusiles de juguete! Hasta usted sabe esto, Señor Fraley: Si tenemos cien personas más en nuestra colonia lograremos que sea lo bastante grande para sobrevivir. Marta y yo no hemos consumido nuestras vidas levantando todo esto sólo para verlo morir como lo hicieron los mal dirigidos intentos del pasado. El único motivo por el que hemos pospuesto la fundación de Korolev hasta el megaaño cincuenta, ha sido para poder rescatar a los Pacistas cuando su burbuja reviente. Se volvió hacia su socia: —¿Se ha podido localizar a todos? Marta Korolev había permanecido sentada y en silencio durante toda la discusión, con sus oscuros rasgos relajados y con los ojos cerrados. La cinta que llevaba en la cabeza le permitía estar en comunicación con los dispositivos autónomos del Estado. No cabía la menor duda de que durante la última media hora, había controlado media docena de voladores, persiguiendo y echando del territorio no urbano a todos los colonos despistados que los satélites de Korolev habían descubierto. Entonces abrió los ojos.
—Todos han sido localizados, y están a salvo. De hecho —vio a Wil que estaba en las últimas filas del anfiteatro y le sonrió—, casi todo el mundo está en los terrenos del castillo. Creo que esta tarde os podremos ofrecer a todos un extraordinario espectáculo.
Marta no había estado atenta, o bien había decidido ignorar la discusión entre Yelén y Fraley, cosa más verosímil.
—De acuerdo, empecemos pues.
Un sentimiento de expectación recorrió toda la audiencia. Muchos eran del siglo veintiuno, como Wil, pero habían conocido a suficientes viajeros avanzados como para saber que estas palabras eran un índice de los extraordinarios sucesos que iban a desarrollarse.
Gracias a su posición en lo alto del anfiteatro, Wil tenía una buena visibilidad hacia el Norte. Los bosques de los puntos más altos descendían hasta difuminarse en el color verde grisáceo de la jungla ecuatorial. Más allá de este terreno, la neblina impedía la visión del Mar Interior. Incluso en los pocos días claros, cuando la niebla se levantaba, los Alpes Kampucheanos quedaban escondidos detrás del horizonte. Sin embargo, el rescate sería visible; estaba sorprendido de que el blanco azulado del horizonte norte estuviera como siempre.
—Esto va a ser mucho más excitante, os lo prometo —la voz de Yelén hizo que su atención se centrara de nuevo en el escenario.
Dos grandes pantallas flotaban detrás de ella desentonando con el templo adornado con musgo y oro que cubría la tierra que estaba detrás del escenario. El Castillo Korolev era un ejemplo típico de la vistosidad de las residencias avanzadas. La fundamental obra de sillería y escultura —para la que se había tomado vagamente como modelo la de Angkor Wat— se había realizado medio milenio antes, y fue luego abandonada para que las lluvias que descendían de las montañas la erosionaran, el musgo la recubrió y los árboles penetraron en ella. Más tarde, los robots albañiles escondieron entre las «ruinas» toda la sutil maquinaria de la tecnología de finales del siglo veintidós. Wil sentía un gran respeto por aquella tecnología. En aquel lugar no podía pasar una mosca sin ser advertida. Los propietarios estaban tan a salvo de una silenciosa cuchillada corno del ataque de misiles.
—Como dice el señor Fraley, se suponía que la burbuja de los Pacistas era un secreto. Al principio estaba bajo tierra. Ahora, debido a un error, está a mucha más profundidad. Lo que en principio había de ser un salto de cincuenta años resultó ser algo… más dilatado. Con la máxima aproximación de que somos capaces podemos suponer que su burbuja va a explosionar en algún momento de los próximos mil años. Habrán permanecido en estasis durante cincuenta millones de años. Durante todo este tiempo los continentes se han desplazado, han cambiado su posición relativa y se han formado nuevas grietas. Algunas partes de Kampuchea se deslizaron profundamente debajo de nuevas montañas.
La pantalla que estaba tras ella se iluminó y dejó ver una sección transversal multicolor de los Alpes Kampucheanos. La corteza superficial aparecía de color azul, y ensombrecía hacia el amarillo y el naranja en los lugares de mayor profundidad. Exactamente en el borde donde el naranja se destaca del magma rojo, había un pequeño disco negro: la burbuja de los Pacistas, flotando sobre el techo del infierno.
Dentro de la burbuja el tiempo se había detenido. En el interior, todo se mantenía tal como habían sido en el instante de aquella casi olvidada guerra, cuando los perdedores decidieron escapar hacia el futuro. No existía fuerza capaz de alterar el contenido de una burbuja o su duración; ni siquiera el corazón de una estrella, ni siquiera el corazón de un amante.
Pero cuando la burbuja explosionara, cuando se acabara el estasis… Los Pacistas estaban a unos cuarenta kilómetros de profundidad. Habría un instante de ruido, calor y dolor cuando el magma se los tragara. Morirían cien hombres y mujeres, y cierta especie en peligro daría un paso más hacia su extinción.
Las Korolev se habían propuesto hacer salir la burbuja a la superficie, donde estaría a salvo durante los pocos milenios que le quedaban. Yelén hizo un ademán en dirección al dibujo de la pantalla.
—Esta era la situación poco antes de que empezásemos la operación. Aquí está el siguiente esquema.
La pantalla cambió. El límite rojo del magma se había elevado miles de metros sobre la burbuja. Aislados puntos de luz blanca destacaban en las partes naranja y amarilla que representaban la corteza sólida. Sobre cada una de aquellas luces, el rojo aparecía como una flor que se abriera, y se extendía —Wil se estremeció al pensarlo— casi como sangre alrededor de una herida punzante.
—Cada uno de estos puntos luminosos es una bomba de cien megatones. En los últimos segundos hemos liberado más energía que en todas las guerras de la humanidad juntas.
La sección roja se extendió cuando las distintas heridas se agruparon para formar una extensa hemorragia en el corazón de Kampuchea. El magma todavía estaba veinte kilómetros por debajo del nivel del suelo. Las bombas se habían cronometrado de forma que hubiera una actividad constante justo por encima del nivel rojo más elevado para que la masa en fusión estuviera cada vez más cerca de la superficie. En el fondo de la imagen flotaba la burbuja de los Pacistas, serena e invariable. En la escala a que estaba representada su movimiento hacia la superficie era imperceptible.
Wil desvió su atención de la pantalla y miró más allá del anfiteatro. No se percibía ninguna variación: el horizonte norte seguía con su neblina azul pálido. El lugar del rescate estaba a mil quinientos kilómetros de distancia, pero a pesar de esto, había esperado algo espectacular. Los minutos transcurrían. Una brisa fresca soplaba débilmente por el anfiteatro, moviendo las pseudojacarandas que rodeaban el escenario y repartiendo el perfume de sus grandes flores por la audiencia. En las ramas más altas de un árbol, una familia de arañas había construido una decorativa tela con los colores del arco iris, que destacaban sobre el cielo.
El reloj de la pantalla que señalaba el tiempo transcurrido a partir del inicio de la operación, marcaba casi cuatro minutos. Los estallidos de las bombas proyectadas por las Korolev todavía ocurrían a miles de metros por debajo de la superficie.
El Presidente Fraley se levantó de su asiento.
—Señora Korolev, por favor. Todavía estamos a tiempo de interrumpir esto. Sé que usted ha rescatado a toda clase de tipos: chiflados, vagabundos, criminales, víctimas. Pero estos son verdaderos monstruos.
Por vez primera, Wil creyó en la sinceridad del Presidente de Nuevo Méjico, también en su probable miedo. Posiblemente tenga razón. Si los rumores de que los Pacistas habían creado las plagas de principios del siglo veintiuno eran ciertos, esto les haría responsables de la muerte de miles de millones de personas. Y si hubiesen tenido éxito en su Proyecto Renacimiento, habrían matado a muchos de los supervivientes.
Yelén Korolev miró a Fraley, pero no le contestó. El de Nuevo Méjico endureció su pose, y bruscamente hizo una señal a su gente. Sus seguidores, que eran más de un centenar, muchos de ellos con el traje de trabajo de Nuevo Méjico, se levantaron inmediatamente. Era un gesto dramático: si decidían irse, el anfiteatro quedaría prácticamente vacío.
—Señor Presidente, le sugiero a usted y a sus hombres que se sienten —intervino Marta Korolev.
Su tono era tan agradable como siempre, pero el insulto que iba implícito en sus palabras hizo que a Steve Fraley se le subieran los colores, éste hizo un gesto de enfado y se dirigió a los escalones de piedra por donde se salía del anfiteatro.
Wil estaba más inclinado a tomar en sentido liberal sus palabras de sugerencia: Yelén podía servirse del sarcasmo y de su imperiosa autoridad, pero por lo general, Marta daba su consejo sólo para ayudar. Volvió a mirar hacia el norte. Sobre las laderas de la jungla había una agitación, unas oleadas. Oops. Wil lo comprendió enseguida y se deslizó al banco que tenía más próximo.
La onda de choque llegó por el suelo un instante después, era un movimiento rotatorio, sin ruido, que hizo que Fraley perdiera el equilibrio. Inmediatamente los ayudantes de Steve le ayudaron a levantarse, pero el hombre se había quedado lívido. Dirigió a Marta una mirada asesina y rápida pero cuidadosamente empezó a ascender por la escalera. Sólo se dio cuenta de la presencia de Wil cuando ya había pasado por su lado. En la lista negra de la República de Nuevo Méjico había un lugar de honor para W. W. Brierson. El hecho que Wil hubiera visto su humillación fue la puntilla. Los generales hicieron apresurar al Presidente. Los que iban detrás miraron rápidamente a Brierson, o bien ignoraron por completo su presencia.
Sus pasos se oyeron claramente desde detrás del anfiteatro. Unos segundos después ya habían puesto en marcha los motores de sus transportes personales blindados y se dirigían velozmente a su parte de la ciudad. Mientras sucedía todo esto, el terremoto seguía. Para alguien que había crecido en Michigan, aquello era algo muy extraordinario. El movimiento ondulatorio que actuaba como una suave mecedora, era prácticamente silencioso. Pero también estaban silenciosos los pájaros, y las arañas de la red escenográfica estaban inmóviles. Desde lo profundo, dentro de los sillares del castillo, se oían unos crujidos.
En la sección transversal, el magma rojo había llegado casi hasta la superficie. Las lucecitas que representaban bombas llegaban casi a la corteza del planeta, y lo último de la tierra amarilla y sólido acababa de… evaporarse.
Pero las sacudidas continuaron, excavando un amplio mar rojo.
Y por fin hubo acción en el horizonte norte. Ya había una evidencia directa del cataclismo que estaba ocurriendo allí. El azul pálido se había encendido y otra vez con un brillante resplandor, algo que atravesaba la bruma como si fuera una nueva salida del sol. Justo por encima de los destellos de luz, se iba levantando poco a poco una franja blanca que parecía un segundo horizonte. La parte superior del sector norte de los Alpes Kampucheanos había desaparecido.
Un suspiro se propagó por la audiencia. Wil miró, bajó la mirada, y vio que mucha gente señalaba hacia arriba. Ligeramente púrpura, apenas si más brillante que el cielo, una aparición fantasmal se extendía casi por encima de ellos de norte a sur. ¿Una aurora en pleno día?
Extrañas luces centelleaban en las pendientes que estaban detrás del castillo. El aire del anfiteatro estaba cargado de electricidad estática, pero todo estaba sumido en un silencio aterrador. El ruido del rescate ya llegaría, se oiría con claridad a pesar de los mil quinientos kilómetros de distancia que debía recorrer alrededor de la tierra, pero faltaba casi una hora para que llegase allí, pasando por los Alpes Kampucheanos hacia el Mar Interior.
Y la burbuja Pacista, como si fuera un pecio liberado del hielo por el sol de verano, pudo flotar hasta la superficie.