SÉPTIMA PARTE ¿Qué vamos a hacer?

Las fachadas de los escasos edificios grandes de Sabishii estaban revestidas de piedra pulida de colores insólitos en Marte: alabastro, jade, malaquita, jaspe amarillo, turquesa, ónice, lapislázuli. Los edificios menores eran de madera. Después de viajar de noche y esconderse de día, los visitantes descubrieron el placer de pasear a la luz del sol entre pequeños edificios de madera, bajo plátanos y arces, por jardines de piedra y anchos bulevares verdes, por las márgenes de unos canales flanqueados de cipreses que de cuando en cuando se ensanchaban en estanques cubiertos de nenúfares sobre los que se tendían los altos arcos de los puentes. Estaban casi en el ecuador, y el invierno no significaba nada; los hibiscos y los rododendros florecían incluso en el afelio, y los pinos y numerosas variedades de bambú se alzaban frondosos en el aire cálido y vibrante.

Los ancianos japoneses recibieron a los visitantes como a viejos y entrañables amigos. Los issei de Sabishii vestían monos de color cobre, iban descalzos y llevaban el pelo recogido en largas colas; muchos llevaban pendientes y collares. Uno de ellos, calvo, con una barba rala y un rostro surcado de profundas arrugas, llevó a los visitantes a un paseo para que estirasen las piernas después de un viaje tan largo. Se llamaba Kenji, y había sido el primer japonés en pisar Marte, aunque ya nadie lo recordaba.

De pie ante el muro de la ciudad, contemplaron unos bloques gigantescos de fantásticas formas, en equilibrio sobre las crestas de las colinas cercanas.

—¿Ha estada alguna vez en Medusae Fossae?

Kenji esbozo una sonrisa y sacudió la cabeza. En las piedras kami de las colinas habían excavado numerosas habitaciones y almacenes, explico; allí y en el laberinto de los montículos del agujero de transición que ya conocían podían albergar a un gran número personas, unas veinte mil, durante un año. Los visitantes asintieron. Todo indicaba que sería necesario.

Kenji los condujo de vuelta a la parte vieja de la ciudad, donde los visitantes tenían las habitaciones en el núcleo original del asentamiento.

Eran más reducidas y austeras que muchos de los apartamentos de estudiantes de la ciudad, y la pátina que las cubría les daba aspecto de nido. Los issei aún dormían en ellas.

Mientras los visitantes las recorrían, no se miraron. El contraste entre su historia y la de los sabishianos era demasiado violento. Miraron los muebles, turbados, distraídos, pensativos. Sólo al cabo de la comida de aquella noche, después de beber mucho sake, uno de ellos dijo al fin:

—Si hubiésemos hecho algo parecido a esto… Nanao empezó a tocar una flauta de bambú.

—Fue más fácil para nosotros —dijo Kenji—. Éramos todos japoneses. Teníamos un modelo.

—Esto no se parece mucho al Japón que yo recuerdo.

—No. Pero éste es el verdadero Japón.

Tomaron las tazas y algunas botellas y subieran unas escaleras que llegaban a un pabellón en lo alto de una torre de madera contigua al recinto donde se alojaban. Desde allí veían los árboles y tejados de la ciudad, y los dentados bloques sobre el negro cielo. Era la última hora del crepúsculo, y excepto una cuña de color invalida en el oeste, el cielo tenía un profundo azul nocturno tachonado de estrellas. Debajo, una hilera de farolillos coleaba de las ramas de una arboleda de arces.

—Nosotros somos los verdaderos japoneses. Lo que se ve en Tokyo hoy en día es transnacional, pero existe otro Japón. No podemos regresar a él, por supuesto. Era una cultura feudal en cualquier caso, y tenía características que no podemos aceptar. Pero lo que nosotros estamos creando aquí tiene sus raíces en esa cultura. Intentamos encontrar un nuevo camino, un camino que redescubra el antiguo, o lo reinvente.

—Un Kasei nipón.

¡Si, pero no sólo para Marte! También para Japón, como un modelo para ellos, ¿comprenden? Como un ejemplo de lo que pueden llegar a ser. Bebieron vino de arroz bajo las estrellas. Nanao tocaba la flauta, y abajo, en el parque, bajo los farolillos alguien reía. Los visitantes se apoyaban unos en otros, bebiendo y pensando. Hablaron un rato sobre los refugios, sobre lo diferentes que eran y sin embargo lo mucho que tenían en común. Se emborracharon.

—El congreso es una buena idea.

Entre los visitantes hubo diferentes grados de asentimiento.

—Es lo que necesitamos. Caramba, nos hemos estado reuniendo para celebrar la fiesta de John durante muchos años, y ha sido bueno para nosotros. Muy agradable. Muy importante. Necesitábamos celebrarlo, por nuestro propio bien. Pero las cosas están cambiando deprisa. No podemos seguir actuando como una camarilla. Tenemos que tratar con los demás.

Discutieron los detalles: asistentes, medidas de seguridad, problemas.

—¿Quiénes atacaron el… el huevo?

—Un equipo de seguridad de Burroughs. Subarashii y Arsmcor han organizado lo que ellos llaman una unidad de investigación de sabotajes, y cuentan con la bendición de la Autoridad Transitoria. Vendrán al sur de nuevo, no hay duda. Hemos esperado demasiado.

—¿Consiguieron la institución… la información de mi? Un bufido.

—Tienes que resistir la tentación de creerte tan importante.

—De todas maneras, ya no importa. Ha sido la vuelta del ascensor la que ha precipitado los acontecimientos.

—Están construyendo uno para la Tierra también. Asi que…

—Mejor hacemos algo.

Luego, mientras las botellas seguían circulando y vaciándose, dejaron a un lado los temas serios y hablaron del año anterior, de las cosas que habían visto en las tierras marginales, compartieron chismes sobre conocidos comunes y contaron chistes nuevos. Nanao sacó un paquete de globos, los hincharon y los soltaron en la brisa nocturna de la ciudad, y los vieron flotar sobre los árboles y los viejos habitats. Se pasaron una bombona de óxido nitroso, inhalaron y rieron. Las estrellas formaban una densa red en lo alto. Alguien narró historias del espacio, del cinturón de asteroides. Intentaron tallar unos pedazos de madera con las navajas de bolsillo, pero no lo consiguieron.

—Este congreso será lo que nosotros llamamos nema-washi. Preparar el terreno.

Dos se pusieron en pie, abrazados, y oscilaron hasta que consiguieron mantener el equilibrio. Entonces levantaron sus tazas para proponer un brindis.

—El año que viene en Olimpo.

—El año que viene en Olimpo —repitieron los otros, y bebieron.


Estaban en Ls 180, año marciano 40, cuando empezaron a llegar a Dorsa Brevia, en pequeños coches y aviones, procedentes de todo el sur. Un grupo de rojos y una caravana de árabes comprobaban las credenciales de los asistentes en los yermos cercanos, y otros rojos y bogdanovistas permanecían en unos búnkers dispuestos alrededor de la dorsa, armados por si surgía algún contratiempo. Los expertos de inteligencia sabishianos, sin embargo, pensaban que no se tenía noticia del congreso en Burroughs, Hellas o Sheffield, y cuando explicaron por qué lo creían así, todos se relajaron; era evidente que habían logrado infiltrarse en las salas de la Autoridad Transitoria, y en verdad en toda la estructura del poder transnacional en Marte. Ésa era otra de las ventajas del demimonde: podían trabajar en ambas direcciones.

Cuando Nadia llegó acompañada de Art y Nirgal, los llevaron a los alojamientos de invitados en Zakros, el segmento más meridional del túnel. Nadia dejó su mochila en una minúscula habitación de madera y salió a pasear por el parque, y luego por los segmentos de la parte norte, encontrando viejos amigos y conociendo a extraños, sintiéndose esperanzada. Era alentador ver a toda esa gente apiñada en los parques y pabellones, en representación de tantos grupos diferentes. Miró a la muchedumbre que atestaba el parque del canal, quizás unas trescientas personas en aquel momento, y rió.


Los suizos de Salientes llegaron el día antes del inicio de la conferencia; se decía que habían estado acampados en el exterior en sus rovers, esperando a que llegara el día señalado. Traían consigo toda una batería de procedimientos y protocolos para la reunión, Art y Nadia escuchaban a una mujer suiza exponer sus planes, Art dio un codazo disimulado a Nadia y susurró:

—Hemos creado un monstruo.

—No, no… —susurró Nadia mientras miraba complacida el parque central, el tercer segmento viniendo desde el sur llamado Lato. La claraboya era una larga hendidura bronceada en el techo oscuro, y la luz de la mañana llenaba la vasta cámara cilíndrica con la lluvia de fotones que ella había anhelado ese invierno: luz parda por todas partes, los bambúes, pinos y cipreses alzándose sobre los techos de tejas y centelleando como agua verde—. Necesitamos una estructura, o esto será una jaula de grillos. Los suizos son forma sin contenido, si entiendes lo que quiero decir.

Art asintió. Era un hombre muy agudo, a veces difícil de entender, porque subía seis o siete escalones de una vez, dando por supuesto que ella lo había seguido.

—Haz que beban kava con los anarquistas y lo resolverás —murmuró Art, y se levantó para dar una vuelta entre la concurrencia.

Y esa noche, cuando cruzaba Gournia en compañía de Maya en dirección a una hilera de cocinas a la orilla del canal, Nadia pasó junto a Art y vio que estaba haciendo precisamente eso, arrastrando a Mijail y unos cuantos bogdanovistas de la línea dura a la mesa de los suizos, donde Jurgen, Max, Sibila y Priska charlaban animadamente con un grupo de pie alrededor de ellos, cambiando de idioma como si fueran programas de traducción, pero siempre con el mismo acento suizo gutural.

—Art es un optimista —le comentó Nadia a Maya cuando los dejaron atrás.

—Art es un idiota —replicó Maya.

Para entonces ya había unos quinientos visitantes en el refugio, que representaban a unos cincuenta grupos. El congreso empezaría la mañana siguiente, y por eso la fiesta era muy animada, desde Zakros a Falasarna, el lapso marciano poblado de gritos alocados y cantos, los alaridos árabes en armonía con los cantos tiroleses, los compases de Waltzing Manida dando el conjunto a La marsellesa.


Nadia se levanto temprano la mañana siguiente. Encontró a Art en el pabellón del parque de Zakros, redistribuyendo las sillas en una formación semicircular, al estilo bogdanovista clásico. Nadia sintió una punzada de dolor y remordimiento, como si el fantasma de Arkadi hubiese pasado a través de ella: a él le habría gustado esa reunión, era lo que siempre había pedido. Fue a ayudar a Art.

—Te levantas temprano.

—Es que me desperté y ya no pude volver a dormirme. —Necesitaba un buen afeitado.— ¡Estoy nervioso!

Ella rió.

—Esto durará semanas, Art, ya lo sabes.

—Sí, pero los comienzos son importantes.

A las diez todos los asientos estaban ocupados, y detrás de las sillas se apretaba una muchedumbre de pie. Nadia estaba detrás, en la sección triangular destinada a Zigoto, mirando con curiosidad. Había un número ligeramente superior de mujeres y también de nativos. Muchos vestían los monos de una pieza corrientes —los de los rojos eran de color herrumbre—, pero un número significativo de asistentes vestían una colorida variedad de trajes ceremoniales: túnicas, vestidos, pantalones, trajes, camisas bordadas, y torsos desnudos, collares y pendientes. Todos los bogdanovistas llevaban joyas con oscuros y brillantes trozos de fobosita.

Los suizos se pusieron de pie en el centro, con los trajes grises de banquero que les daban un aire severo, Sibilla y Priska con vestidos de color verde oscuro. Sibilla llamó al orden y declaro abierta la sesión. Ella y el resto de los suizos se alternaron para explicar con insoportable minuciosidad el programa que habían preparado, haciendo pausas para responder a las preguntas y pidiendo comentarios en cada cambio de orador. En las pausas, un grupo de sufíes vestidos con camisas y pantalones de un blanco inmaculado se abrían paso repartiendo jarras de agua y tazas de bambú, moviéndose con su habitual gracia de bailarines. Cuando todos tuvieron tazas, los delegados de cada grupo sirvieron el agua al grupo que estaba a su izquierda, y luego todos bebieron. Los vanuatanos estaban delante de una mesa llenando pequeñas tazas con kava, café o té, y Art las repartía. Nadia sonrió al verlo, arrastrando los pies entre la multitud como un sufí a cámara lenta, tomando sorbitos de las tazas de kava que llevaba.

El programa de los suizos empezaría con una serie de seminarios que tratarían temas y problemas específicos; se celebrarían en salas abiertas repartidas por Zakros, Gournia, Lato y Malla. Todos los seminarios se grabarían, y las conclusiones, recomendaciones y preguntas que surgieran servirían de base para la discusión siguiente en una de las dos sesiones generales. El problema de la consecución de la independencia vendría después: los medios y los fines.

Cuando los suizos terminaron de presentar el programa ya estaba todo listo para que el congreso empezara. No se les había ocurrido organizar ninguna apertura ceremoniosa. Werner, que era el último, recordó a la concurrencia que los primeros seminarios empezarían una hora después, y eso fue todo.

Pero antes de que la muchedumbre se dispersara, Hiroko se puso de pie, entre la gente de Zigoto, y avanzó despacio hasta el centro del semicírculo. Vestía un mono de color verde bambú y no llevaba joyas: una figura alta y esbelta, de cabello cano, poco llamativa, que sin embargo atrajo todas las miradas. Y cuando alzó las manos, todos los que aún estaban sentados se pusieron de pie. En el silencio que siguió, Nadia contuvo el aliento. Deberíamos detenernos justo en este momento, pensó. Sin reuniones. Ésta es la clave, nuestra presencia aquí, nuestra reverencia compartida por esta persona.

—Somos hijos de la Tierra —dijo Hiroko, lo suficientemente alto como para que todos la oyeran—. Y sin embargo, aquí estamos, en un túnel de lava en el planeta Marte. No deberíamos olvidar nunca qué extraño es el destino. La vida en cualquier parte es un enigma y un milagro precioso, pero aquí vemos con más claridad aún que es también un poder sagrado. Recordemos eso ahora y hagamos de nuestro trabajo nuestro culto.

Extendió las manos en un gesto amplio y sus asociados más cercanos avanzaron rumorosos hacia ella. Otros los siguieron, y al fin el espacio en torno a los suizos estuvo lleno de una horda de amigos, conocidos y extranjeros.


Los seminarios se celebraban en belvederes diseminados por los parques, o en las salas rodeadas de árboles de los edificios públicos que flanqueaban esos parques. Los suizos habían designado unos pequeños grupos para dirigir los seminarios, y el público podía elegir libremente aquellas reuniones que más les interesaran, algunas con cinco asistentes y otras con cincuenta.

Nadia paso ese primer día de reunión en reunión, recorriendo los cuatro segmentos más meridionales del túnel. Descubrió que algunos hacían lo mismo, y ninguno tanto como Art, de modo que solo atrapaba una o dos frases al vuelo de cada reunión.

Nadia entró en una sala donde se discutían los acontecimientos de 2061. Le interesó, aunque no le sorprendió, encontrar entre los asistentes a Maya, Ann, Sax, Spencer e incluso Coyote además de Jackie Boone y Nirgal. La sala estaba atestada. Lo primero es lo primero, se dijo, pues había preguntas cardinales sobre el 61 que esperaban respuesta: ¿qué había ocurrido?, ¿qué había fallado, y por qué?

Sin embargo, después de escuchar diez minutos, se le cayó el alma a los pies. La gente estaba enfadada, las recriminaciones eran profundas y amargas. El estómago se le encogió mientras los recuerdos de la revolución fallida la invadían.

Recorrió la sala con la mirada, tratando de concentrarse en los rostros, de olvidar los fantasmas interiores. Sax, sentado junto a Spencer, lo miraba todo como un pájaro; asintió cuando Spencer declaró que 2061 les había enseñado que necesitaban una estimación completa de la fuerza militar en el sistema marciano.

—Ésta es una necesaria condición previa para cualquier acción con éxito —dijo Spencer.

Pero esa pizca de sentido común fue rechazada a gritos por alguien que parecía considerarlo una excusa para evitar la acción: un miembro de Marteprimero que abogaba por el ecosabotaje masivo y el asalto armado de las ciudades.

Nadia recordó vividamente una discusión con Arkadi sobre ese mismo tema, y de pronto ya no pudo soportarlo. Se adelantó hasta el centro de la sala.

Después de un rato todos callaron, silenciados por su presencia.

—Estoy cansada de que este tema se discuta siempre en términos puramente militares —dijo—. Hay que rediseñar el modelo de la revolución. Eso es lo que Arkadi no consiguió en el sesenta y uno, y por eso el sesenta y uno fue un caos sangriento. Escúchenme: no puede haber una revolución armada con éxito en Marte. Los sistemas de soporte vital son demasiado vulnerables.

Sax graznó:

—Pero si la superficie es vivible… es viable… entonces los sistemas de soporte no tan… tan…

Nadia sacudió la cabeza.

—La superficie no es viable, y no lo será durante muchos años. Y aun si lo fuera, hay que replantear la revolución. Miren, incluso cuando tuvieron éxito las revoluciones causaron tanta destrucción y odio que siempre hubo alguna revancha horrible. Es inherente al método. Si uno escoge la violencia, se crea enemigos que se opondrán a uno eternamente. Y los hombres despiadados se convierten en los líderes revolucionarios. De modo que cuando la guerra termina están en el poder, y es muy probable que sean tan malos como aquellos a quienes han desplazado.

—No en… América —dijo Sax, bizqueando por el esfuerzo para encontrar las palabras adecuadas.

—Eso yo no lo sé. Pero suele ocurrir lo que he dicho. La violencia engendra odio, y con el tiempo alguien se toma la revancha. Es inevitable.

—Si —dijo Nirgal con la mirada intensa de siempre, no muy distinta de la mueca de Sax—. Pero sí atacan los refugios y los destruyen, no nos queda mucha elección.

—La cuestión es: ¿quién envía esas fuerzas? ¿Y quiénes son las personas que integran esas fuerzas? —contestó Nadia—. Dudo que ninguna de esas personas, individualmente, nos tenga mala voluntad. A estas alturas tienen tantos motivos para estar con nosotros como en contra de nosotros. Es en los jefes y propietarios en quienes tenemos que concentrar la atención.

—De-ca-pi-ta-ción —dijo Sax.

—No me gusta como suena eso. Necesitamos otro término.

—¿Retiro obligatorio? —sugirió Maya ácidamente. Todos rieron y Nadia le echó una mirada furibunda a su vieja amiga.

—Desempleo forzoso —dijo Art en voz alta desde el fondo, donde acababa de aparecer.

—Querrás decir un golpe de estado —dijo Maya—. Pelear no contra la población, sino contra los dirigentes y sus matones.

—Y quizá contra los ejércitos —insistió Nirgal—. Nada indica que estén descontentos, o incluso que les sea indiferente.

—No. Pero ¿seguirían luchando sin órdenes de sus superiores?

—Algunos sí. Es su trabajo después de todo.

—Sí, pero no hay grandes intereses detrás de eso —dijo Nadia—. Sin motivaciones nacionalistas o étnicas, o algún otro sentimiento en juego, no creo que esa gente peleara hasta la muerte. Les han ordenado proteger a los poderosos. Entonces aparece un sistema mas igualitario, y tal vez se les plantee un conflicto de lealtades.

—Beneficios del retiro —dijo Maya en tono burlón, y la concurrencia volvió a reír.

Desde el fondo Art dijo:

—¿Y por qué no plantearlo en esos términos? Si no quieren que la revolución sea definida como una guerra, necesitarán una definición alternativa, así que ¿por qué no la economía? Llámenlo un cambio de práctica. Eso es lo que la gente de Praxis hace cuando habla de capital humano, o bioinfraestructura: definirlo todo en términos económicos. En cierto modo es absurdo, pero muy significativo para quienes la economía es el paradigma más importante. Y eso ciertamente incluye a las transnacionales.

—Entonces —dijo Nirgal con una sonrisa—, despedimos a los jefes locales y le damos a su policía un aumento de sueldo mientras los reciclamos para otro trabajo.

—Sí, algo así.

Sax negaba con la cabeza.

—No podemos alcanzarlos —dijo—. Necesitamos la fuerza.

—¡Algo tiene que cambiar para evitar otro sesenta y uno! —insistió Nadia—. Hay que replantearlo. Quizás haya modelos históricos, pero no los que ustedes han mencionado. Algo más en el estilo de las revoluciones de terciopelo que pusieron fin a la era de los soviets, por ejemplo.

—Pero eso fue posible porque existían poblaciones insatisfechas — dijo Coyote desde el fondo—, y tuvieron lugar en un sistema que se estaba cayendo a pedazos. Aquí no se dan esas condiciones. La gente está bastante bien situada. Se sienten afortunados de estar aquí.

—Pero Tierra… en dificultades —observó Sax—. Se está cayendo a pedazos.

Coyote no contestó y se sentó junto a Sax para discutir con él. Como resultado de todo lo que Sax había trabajado con Michel ya era posible hablar con él, a pesar de sus angustiosos tropiezos. Nadia se sintió feliz al verlos.

Los debates continuaron. La gente discutía teorías de la revolución, pero cuando intentaban hablar sobre el sesenta y uno se veían lastrados por los viejos rencores y las discrepancias acerca de lo que había ocurrido en esos meses de pesadilla. Esto se evidenció sobre todo cuando Mijail y algunos ex presos de Koroliov empezaron a discutir sobre quién había matado a los guardias.

Sax se levantó y agitó la IA por encima de su cabeza.

—Necesitamos hechos… primero —graznó—. Después diálisis…

análisis.

—Buena idea —señaló Art—. Si el grupo puede redactar una breve historia de la guerra para conocimiento de todo el congreso, sería muy útil. Podemos reservar la discusión de la metodología revolucionaria para las reuniones generales, ¿de acuerdo?

Sax asintió y se sentó. Un nutrido grupo abandonó la reunión, y los restantes se serenaron y se reunieron en torno a Sax y Spencer. Ahora eran sobre todo veteranos de la guerra, advirtió Nadia pero también estaban Jackie, Nirgal y otros nativos. Nadia había visto parte del trabajo que Sax había hecho en Burroughs sobre la cuestión del sesenta y uno, y tenía la esperanza de que unido al testimonio de otros testigos oculares podrían alcanzar una comprensión básica de las causas últimas de la guerra. Casi había transcurrido medio siglo, pero como Art dijo cuando ella se lo mencionó, eso no era atípico. Caminaba con la mano sobre el hombro de ella, sin que pareciera preocuparle lo que había apreciado durante esa mañana, esa primera revelación de la naturaleza indócil de la resistencia.

—No coinciden en muchas cosas —admitió—. Pero todos los comienzos son iguales.


Avanzada la segunda tarde Nadia fue al seminario dedicado a la terraformación. Ése probablemente era el tema que más los enfrentaba, juzgó Nadia, y la concurrencia lo reflejaba; la sala en la linde del parque de Lato estaba atestada, y antes de que diera comienzo la sesión el moderador la trasladó al parque, a la extensión de césped que dominaba el canal.

Los rojos insistían en que la terraformación en sí misma constituía un obstáculo para sus esperanzas. Si la superficie marciana se transformaba en viable para los humanos, argumentaban, representaría una fortuna en terrenos para la Tierra, y si a esto se le sumaban los graves problemas demográficos y medioambientales de la Tierra y el ascensor espacial que eliminaría los pozos de gravedad, con toda seguridad se produciría una avalancha inmigratoria, y con ella se esfumaría cualquier posibilidad de independencia marciana.

Quienes estaban a favor de la terraformación, los verdes, firmaban que con una superficie viable para los humanos sería posible vivir en cualquier parte, y entonces la resistencia estaría en la superficie y sería infinitamente menos vulnerable al control o el ataque, y por tanto estaría en mejor posición para triunfar.

Estas dos posiciones fueron discutidas en todas sus posibles combinaciones y variantes. Y Ann Clayborne y Sax Russell estaban en el centro del debate, llamando la atención sobre ciertos puntos con cada vez más frecuencia. Hasta que al fin todos los otros callaron, silenciados por la autoridad de aquellos dos viejos antagonistas, viéndolos enfrentarse de nuevo.

Nadia observo esa colisión con desaliento, ansiosa por sus dos amigos. Y ella no era la única que encontraba la situación inquietante. La mayoría de la gente había visto la famosa grabación de la discusión de Ann y Sax en la Colina Subterránea, y la historia de ambos era bien conocida, uno de los grandes mitos de los Primeros Cien, de unos tiempos en que las cosas eran más sencillas y las distintas personalidades podían defender puntos bien definidos. Ahora ya nada era sencillo, y mientras los viejos enemigos se enfrentaban de nuevo en medio de aquel grupo variopinto, se percibía una electricidad extraña en el aire, una mezcla de tensión y nostalgia, un deja vu colectivo, y el deseo (quizá sólo de ella, pensó Nadia con amargura) de que los dos se reconciliasen, por el bien de ellos y de todos.

Pero ahí estaban, de pie en el centro de la muchedumbre. Ann ya había perdido esa batalla, y su actitud parecía reflejarlo: se mostraba dócil, casi indiferente; la ardorosa Ann de las famosas cintas ya no existía.

—Cuando la superficie sea viable —dijo ella, (no «si la superficie fuera viable», observó Nadia)—, vendrán aquí a millones, pero mientras tengamos que vivir en refugios la población no podrá aumentar demasiado. Y eso es lo que se necesita si se quiere una revolución con éxito. —Se encogió de hombros.— Podrías hacerlo hoy si quisieras. Nuestros refugios están ocultos, pero los de ellos no. Revienta sus refugios y no podrán devolver los disparos a nadie. Morirán y tú tomarás el control. La terraformación elimina esa ventaja.

—Yo no participaré en eso —exclamó Nadia, incapaz de contenerse—. Ya sabes cómo fueron las cosas en las ciudades en el sesenta y uno.

Hiroko también estaba allí, sentada al fondo y observando, y entonces intervino por primera vez.

—Una nación fundada sobre el genocidio no es lo que queremos. Ann se encogió de hombros.

—Ustedes quieren una revolución incruenta, pero eso no es posible.

—Lo es —dijo Hiroko—. Una revolución de seda. Una revolución de aerogel. Una parte integral de la areofanía. Eso es lo que quiero.

—Muy bien —dijo Ann. Nadie podía discutir con Hiroko—. Pero aun eso sería más fácil si no hubiese una superficie viable. Piénsalo. Si te apoderas de las centrales eléctricas de las ciudades importantes y dices «Ahora nosotros tenemos el control», es muy probable que la población esté de acuerdo por simple necesidad. Si en vez de eso hay muchos millones de personas aquí, sobre una superficie viable, y tú apartas a algunos y declaras que tienes el control, es muy probable que digan «¿El control de qué?», y te ignoren.

—Eso… —dijo Sax hablando despacio—, eso sugiere… tomar el control mientras la superficie no vivible. Luego continuar proceso… como independiente…

—Ellos querrán atraparte —dijo Ann—. Cuando vean la superficie abierta, vendrán a buscarte.

—No si se vienen abajo —replicó Sax.

—Las transnacionales lo tienen todo muy bien agarrado —dijo Ann—. No pienses que no es así.

Sax miraba fijamente a Ann, y en lugar de despreciar sus puntos de vista, como había hecho en otro tiempo, parecía por el contrario muy atento a ellos; observaba cada movimiento de Ann, parpadeaba mientras consideraba lo que ella decía, y entonces replicaba con más vacilación de la que su dificultad para hablar justificaba. Al mirar esa cara alterada, Nadia tenía la sensación de que era otra persona quien discutía con Ann esta vez, no Sax, sino un hermano suyo, un profesor de baile, o un ex boxeador con la nariz rota y un impedimento del habla, que escogía con paciencia las palabras adecuadas, y a menudo fracasaba en el empeño.

Y sin embargo, el efecto era el mismo.

—Terraformación… irreversible —graznó él—. Sería tácticamente difícil… técnicamente difícil… empezar… detenerse. El esfuerzo igual al ya… hecho. Y el medioambiente puede ser un… arma en nuestro caso… en nuestra causa. En cualquier estadio.

—¿De qué manera? —preguntaron varias personas, pero Sax no lo explicó. Estaba concentrado en Ann, que lo miraba con una curiosa exasperación.

—Si estamos en el camino de la viabilidad —le dijo ella—, entonces Marte representa un premio fabuloso para las transnacionales. Quizás incluso su salvación, si las cosas se ponen verdaderamente feas allá abajo. Pueden venir aquí, reducirnos y conseguir un mundo flamante, y dejar que la Tierra se vaya al infierno. Si ése fuera el caso, estaríamos perdidos. Ya viste lo que ocurrió en el sesenta y uno. Ellos disponen de ejércitos gigantescos, y es así como mantendrán su poder aquí.

Luego se encogió de hombros y calló. Sax parpadeó, meditando en lo que ella había dicho; casi asintió. Mirándolos, Nadia una granjera curtida por la intemperie y Sax incongruentemente encantador. Ambos aparentaban unos setenta años, y viéndolos, y sintiendo su propio pulso acelerado, a Nadia le costaba creer que tenían más de ciento veinte años. Inhumanamente viejos, y por tanto de algún modo desgastados, sobrecargados de experiencia, agotados, consumidos; o al menos muy lejos de dejarse arrastrar por la pasión en un mero intercambio de palabras. Ahora ya sabían lo poco que importaban las palabras en el mundo. Y por eso callaron, mirándose aún a los ojos, atrapados en una dialéctica vacía de cólera.

Pero otros compensaron de sobras la actitud contemplativa de ellos dos: los exaltados echaron el resto. Los rojos más jóvenes consideraban la terraformación como parte del proceso imperialista; Ann era una moderada comparada con ellos, que incluso atacaban a Hiroko.

—No lo llame areoformación —le gritó alguien a Hiroko, y ella miró perpleja a aquella joven alta, una valkiria rubia a la que la simple pronunciación de la palabra parecía ponerla furiosa—, es terraformación lo que está haciendo. Llamarlo areoformación no es más que una sucia mentira.

—Nosotros terraformamos el planeta —le dijo Jackie a la mujer—, pero el planeta nos areoforma.

—¡Y eso también es una mentira! Ann miró con aire sombrío a Jackie.

—Tu abuelo me dijo eso mismo hace mucho tiempo —dijo—, como quizá sepas. Pero aún estoy esperando ver qué se supone que significa esa areoformación.

—Es lo que le ha ocurrido a todos los nacidos aquí —dijo Jackie convencida.

—¿Y en qué consiste eso? Tú has nacido en Marte. ¿En qué eres diferente?

Jackie le echó una mirada furiosa.

—Igual que el resto de los nativos, Marte es lo único que conozco y lo único que me importa. Me crié en una cultura que tomaba diferentes aspectos de muchos predecesores terranos, mezclados para formar algo nuevo y marciano.

Ann se encogió de hombros.

—Sigo sin ver en qué eres diferente. Me recuerdas a Maya.

—¡Vete al diablo!

—Como habría dicho Maya. Y ésa es tu areoformación. Somos humanos y humanos seguiremos siendo, no importa lo que dijera John Boone. Dijo muchas cosas, pero ninguna de ellas se hizo realidad.

—Todavía no —dijo Jackie—. Pero el proceso se retrasa cuando cae en manos de personas que no han tenido ni un solo pensamiento nuevo en cincuenta años. —Muchos jóvenes rieron al oír eso—. Y que tienen la costumbre de incluir insultos personales en una discusión política.

Y se quedó allí de pie, mirando a Ann, tranquila y serena, excepto por el fulgor de los ojos, que le recordó a Nadia el poder que Jackie tenía. Casi todos los nativos estaban con ella, sin duda.

—Si es verdad que no hemos cambiado aquí —le dijo Hiroko a Ann—, ¿cómo explicas tus rojos? ¿Cómo explicas la areofanía? Ann se encogió de hombros.

—Hay excepciones. Hiroko meneó la cabeza.

—Hay un espíritu de lugar en nosotros. El paisaje ejerce una profunda influencia en la psique humana. Tú eres una estudiante de los paisajes y una roja. Tienes que reconocer que esto es cierto.

—Cierto para algunos —replicó Ann—, pero no para todos. Es evidente que muchos no sienten ese espíritu de lugar. Las ciudades son todas iguales, en realidad son intercambiables en todos los aspectos importantes. Así que la gente viene a una ciudad en Marte y ¿cuál es la diferencia? Ninguna. No piensan en la destrucción de la tierra fuera de la ciudad más de lo que lo hacían en la Tierra.

—Se les puede enseñar a pensar de otro modo.

—No, no creo que se pueda. Es demasiado tarde para ellos. Como mucho puedes ordenarles que actúen de manera distinta. Pero eso no es ser areoformado por el planeta, eso es adoctrinamiento, campos de reeducación. Areofanía fascista.

—Persuasión —contestó Hiroko—. Defensa de una causa, discusión razonada, idea por idea. No tiene por qué ser coercitivo.

—La revolución de aerogel —dijo Ann con sarcasmo—. Pero el aerogel tiene poco efecto sobre los misiles.

Varias personas hablaron al mismo tiempo, y durante un momento el hilo del discurso se perdió; la discusión se escindió en un centenar de debates menores, pues muchos tenían algo que decir que habían estado reprimiendo. Era obvio que podrían continuar así durante horas, durante días.

Ann y Sax se sentaron. Nadia se abrió paso entre la multitud meneando la cabeza. En la salida se encontró con Art, que sacudió la cabeza con aire grave.

—Increíble —dijo.

—Créelo.


Las siguientes jornadas del congreso se desarrollaron de manera muy similar a la primera: seminarios que se prolongaban, mejor o peor, hasta la comida, y luego largas tardes de fiesta o charla. Los veteranos inmigrantes solían retomar el trabajo después de la comida, pero los jóvenes nativos tendían a considerar las conferencias como trabajo diurno solamente, y dedicaban la noche a la diversión, a menudo alrededor del gran estanque caliente de Phaistos. Una cuestión de tendencias, con muchas excepciones cada grupo, que a Nadia le pareció interesante.

Nadia pasaba casi todas las tardes en los patios de Zakros donde comían, tomando notas sobre las reuniones del día, hablando con la gente, meditando. Nirgal trabajaba con ella con frecuencia, y también Art, cuando no se dedicaba a llevar a gente que había estado discutiendo todo el día a beber kava juntos, y luego a la fiesta en Phaistos.

En la segunda semana Nadia tomó el hábito de dar un paseo por el tubo, a menudo hasta Falasarna, después del cual se reunía con Nirgal y Art para la disección final del día, que realizaban en un patio situado sobre un pequeño montículo de lava en Lato. Los dos hombres se habían hecho buenos amigos durante el largo viaje de regreso desde Kasei Vallis, y la presión del congreso los estaba convirtiendo casi en hermanos: hablaban de todo, comparaban impresiones, comprobaban teorías, presentaban planes para que Nadia los valorase, y decidieron ocuparse de redactar un documento que resumiera el congreso. Ella formaba parte de eso —la hermana mayor quizá, o tal vez la babushka—, y una vez, después de dar por terminada la reunión y tambaleándose camino de la cama, Art habló del «triunvirato». Ella era Pompeyo, sin duda. Pero hacía lo posible por influir en ellos con sus análisis del panorama.

Había numerosas diferencias entre los grupos, les explicó ella, algunas eran fundamentales. Estaban aquellos a favor o en contra de la terraformación, aquellos a favor o en contra de la violencia revolucionaria, aquellos que se habían unido a la resistencia para salvaguardar culturas amenazadas y aquellos que habían desaparecido para crear órdenes sociales radicalmente nuevos. Y para Nadia era cada vez más evidente que existían diferencias significativas entre los inmigrantes de la Tierra y los nacidos en Marte.

Había muchas diferencias y muy pocos puntos en común. Una noche Michel Duval se les unió para tomar una copa, y cuando Nadia le describió el problema, él sacó su IA y empezó a hacer diagramas basados en lo que llamó el «rectángulo semántico». Con él crearon un centenar de esquemas distintos de las diferentes dicotomías, tratando de encontrar una cartografía que les ayudase a comprender qué puntos de acuerdo y qué oposiciones existían entre ellos. Hicieron algunos esquemas interesantes, pero no podía decirse que ninguna idea brillante hubiese saltado de la pantalla. Sin embargo, hubo un rectángulo semántico particularmente complicado que parecía muy sugerente, al menos para Michel: violencia y no violencia, terraformación y anti-terraformación formaban los cuatro vértices iniciales, y en la combinación secundaria alrededor del primer rectángulo colocó a los bogdanovistas, los rojos, la areofanía de Hiroko y a los musulmanes y otras culturas conservadoras. Pero qué indicaba aquella combinatoire en términos de acción no estaba nada claro.


Nadia empezó a asistir a las sesiones diarias dedicadas a las cuestiones generales concernientes a un posible gobierno marciano, tan desorganizadas como las discusiones sobre los métodos revolucionarios, pero menos emocionales, y a menudo más provechosas. Se celebraban en un pequeño anfiteatro que los minoistas habían excavado en una de las paredes del túnel en Malta. Desde un arco ascendente de gradas, los participantes disfrutaban de una vista de bambúes y pinos y tejados de terracota a uno y otro lado del túnel, desde Zakros hasta Falasarna.

La concurrencia era algo distinta de la de los debates revolucionarios. Cuando llegaba un resumen de alguno de los seminarios menores para someterlo a debate, la gente que había participado en el seminario asistía a la reunión general para ver que comentarios se hacían sobre él. Los suizos habían organizado seminarios sobre casi todos los aspectos imaginables en política, economía y cultura, de modo que las discusiones generales eran en verdad muy amplias.

Vlad y Marina enviaban informes frecuentes de sus seminarios sobre finanzas, cada uno de ellos enriqueciendo y extendiendo el concepto de eco-economía.

—Es muy interesante —informó Nadia a Nirgal y Art en su reunión nocturna en el patio—. Mucha gente cuestiona el sistema original de Vlad y Marina, incluyendo los suizos y los boloñeses. En esencia, están llegando a la conclusión de que el sistema del regalo que utilizamos al principio en la resistencia no basta por sí solo, porque es demasiado difícil mantener el equilibrio. Hay problemas de escasez y exceso, y cuando se imponen estándares es como si obligaras a la gente a hacer un regalo, lo que es una contradicción. Eso es lo que Coyote dijo siempre, y la razón por la que organizó su red de trueque. Así que ahora intentan elaborar un sistema racional en el que las necesidades se consideran en una economía cuya unidad básica es el peróxido de hidrógeno, y en la que el precio de las cosas depende de su valor calórico. Una vez cubiertas esas necesidades, la economía del regalo entra en acción, empleando el patrón del nitrógeno. De modo que hay dos planos, la necesidad y el regalo, o lo que los sufíes del seminario llaman el animal y el humano, expresados por los distintos estándares.

—El verde y el blanco —dijo Nirgal para sí mismo.

—¿Y están de acuerdo los sufíes con ese sistema dual? —preguntó Art.

Nadia asintió.

—Hoy, después de que Marina describiese la relación entre los dos planos, Dhu el-Nun le dijo: «El Mevlana no lo habría expresado mejor».

—Una buena señal —dijo Art con entusiasmo.

Otros seminarios eran menos específicos, y por tanto menos fructíferos. En uno de ellos, en el que se trabajaba en una futura declaración de derechos, reinaba una inesperada acritud. Pero Nadia advirtió en seguida que ese tema hundía sus raíces en un profundo pozo de preocupaciones culturales. Era obvio que muchos consideraban el seminario como una oportunidad para que una cultura dominase a las demás.

—Lo vengo diciendo desde Boone —exclamó Zeyk—. El intento de imponer unos valores determinados sobre todos nosotros no es mas que ataturkismo. Debe permitirse a todo el mundo conservar los valores que le son propios.

—Pero eso sólo puede ser así hasta cierto punto —señaló Ariadne—.

¿Qué ocurre si un grupo afirma que tiene derecho a poseer esclavos? Sheik se encogió de hombros.

—Eso estaría al margen de lo permitido.

—¿Entonces está de acuerdo en que tiene que haber una declaración básica de derechos humanos?

—Naturalmente —contestó Zeyk con frialdad. Mijail habló por los bogdanovistas.

—Toda jerarquía social es una forma de esclavitud —dijo—. Toda persona tiene que ser igual ante la ley.

—La jerarquía es un hecho natural —dijo Zeyk—. Es inevitable.

—Habló el hombre árabe —dijo Ariadna—. Pero aquí no somos naturales, somos marcianos. Y cuando la jerarquía conduce a la opresión, debe abolirse.

—La jerarquía de los justos —dijo Zeyk.

—O la supremacía de la igualdad y la libertad.

—Impuesta, si es necesario.

—¡Sí!

—Libertad forzada, entonces. —Zeyk hizo un ademán despectivo. Art subió un carrito con bebidas a la tarima.

—Quizá deberíamos centrarnos en los derechos ya existentes — sugirió—. Podríamos estudiar las diferentes declaraciones de los derechos humanos de la Tierra, y ver si podemos adaptarlas a Marte.

Nadia continuó con su ronda de observación de las reuniones. Explotación de la tierra, legislación sobre bienes, derecho criminal, herencia… Los suizos habían desmenuzado la cuestión del gobierno en un número increíble de subcategorías. Los anarquistas estaban irritados, sobre todo Mijail:

—¿De verdad tenemos que pasar por todos estos puntos? —preguntaba una y otra vez—. ¡Nada de esto existirá, nada!

Nadia había esperado ver a Coyote entre quienes protestaban, pero el dijo:

—¡Tenemos que discutirlo absolutamente todo! Aun en el caso de que no quisieran ningún estado, o un estado mínimo, tendrían que discutir punto por punto. Sobre todo porque algunas minorías quieren mantener el sistema económico y político que salvaguarda su situación privilegiada. Eso son los libertarios, anarquistas que desean que la policía los proteja de sus esclavos. ¡No! Si se quiere conseguir un estado mínimo, hay que discutirlo todo.

—Pero, caramba —dijo Mijail—, ¿también el derecho hereditario?

—Claro, ¿por qué no? ¡Ése es el punto crítico! No tienen que existir herencias de ningún tipo, excepto quizás algunos objetos personales; todo lo demás debe volver a Marte. Forma parte del regalo, ¿no?

—¿Todo lo demás? —preguntó Vlad con interés—. ¿Pero que sería eso exactamente? Nadie poseería la tierra, ni el agua, ni el aire, ni la infraestructura, ni el depósito genético, ni el banco de información. ¿Qué quedaría para transmitir?

Coyote se encogió de hombros.

—¿Tu casa? ¿Tus ahorros? ¿Acaso no tendremos dinero? ¿Acaso la gente no acumulará los excedentes siempre que pueda?

—Tienes que venir a las sesiones económicas —le dijo Marina a Coyote—. Esperamos poder convertir el dinero en unidades de peróxido de hidrógeno y poner precio a las cosas según su valor energético.

—Pero el dinero seguirá existiendo, ¿no es así?

—Sí, pero estamos considerando imponer un interés negativo en las cuentas de ahorro, por ejemplo, de modo que sí no pones a trabajar lo que has ganado sea liberado en la atmósfera como nitrógeno. Te sorprendería lo difícil que es mantener un balance personal positivo en este sistema.

—Pero ¿y si lo consigues?

—Bien, entonces coincido contigo. Al morir volvería de nuevo a Marte, serviría a algún propósito público.

Sax objetó vacilante que eso contradecía la teoría bioética de que los seres humanos, igual que los animales, se sentían poderosamente impulsados a proveer para su descendencia. Ese impulso podía observarse tanto en la naturaleza como en todas las culturas humanas, explicando un comportamiento a la vez altruista y egoísta.

—Tratar de cambiar la lógica bebé… la base biológica… de la cultura… por decreto… es buscarse problemas.

—Quizá debiera permitirse una herencia mínima —concedió Coyote—. Suficiente para satisfacer ese instinto animal, pero no para perpetuar una élite de ricos.


Todo esto les pareció muy interesante a Marina y Vlad, y teclearon nuevas fórmulas en las IA. Pero Mijail, sentado al lado de Nadia y leyendo deprisa el programa del día, aún parecía frustrado.

—¿De verdad que esto es parte de un proceso constitucional? —dijo hojeando la lista—. ¿Códigos de zona, producción energética, tratamiento y eliminación de residuos, medios de transporte, derecho de propiedad, presentación de quejas, arbitraje criminal, códigos de salud?

Nadia suspiró.

—Me parece que sí. Acuérdate de lo mucho que trabajó Arkadi en la cuestión de la arquitectura.

—¡Caramba, había oído hablar de micro-política, pero esto es ridículo!

—Nanopolítica —dijo Art.

—¡No, picopolítica! ¡Femtapolítica!

Nadia se levantó y ayudó a Art a empujar el carrito de las bebidas hacia los lugares donde se desarrollaban otros seminarios, más allá del anfiteatro. Art distribuía comida y bebida y escuchaba los debates unos minutos antes de seguir con la ronda. Había de ocho a diez reuniones diarias, y Art las visitaba todas. Por la tarde, mientras un número cada vez mayor de delegados participaba en las fiestas o daba paseos por el túnel, Art seguía reuniéndose con Nirgal. Pasaban las grabaciones en avance rápido moderado, de modo que todo el mundo hablaba como un pájaro, y sólo reducían la velocidad para tomar notas o comentar puntos concretos. Al levantarse en mitad de la noche para ir al lavabo, Nadia pasaba ante la sala de estar a oscuras donde los dos hombres elaboraban sus crónicas, y los veía dormidos en las sillas, los rostros cansados, las bocas abiertas, iluminados por la luz de la pantalla.


Sin embargo, por la mañana Art se levantaba con los suizos y ponía en marcha las cosas. Nadia trató de mantener el ritmo de Art durante unos días, y descubrió que los seminarios de la mañana solían ser desagradables. A veces la gente se sentaba en torno a las mesas sorbiendo café y comiendo frutas y bollos, mirándose unos a otros como zombis. ¿Quién eres tú?, decían las miradas nebulosas. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde estamos? ¿Por qué no estoy en la cama?

Pero podía ocurrir lo contrario: algunas mañanas mucha gente entraba duchada y fresca, alerta después de beber café o kavajava, llenos de ideas y preparados para trabajar duro, para hacer progresos, y todo iba como una seda. Una de las sesiones sobre la propiedad fue así, y durante una hora pareció que habían resuelto todos los problemas que planteaba la reconciliación del individuo y la sociedad, la iniciativa privada con el bien común, el egoísmo y el altruismo. Al final de la sesión, sin embargo, las notas tomadas parecían tan vagas y contradictorias como las de cualquiera de las sesiones caóticas.

—Es la grabación de la sesión completa lo que dará una idea general —comentó Art, después de intentar en vano redactar un informe.

No obstante, la mayoría de las sesiones no eran tan positivas. Muchas no eran más que discusiones interminables. Una mañana Nadia encontró a Antar, el joven árabe que habían conocido en el caravasar de los beduinos, diciéndole a Vlad:

—¡Ustedes no harán más que repetir la catástrofe socialista!

—No juzgues tan a la ligera ese período —replicó Vlad—. Los países socialistas estaban amenazados por el capitalismo exterior y la corrupción interior, y no hay sistema capaz de sobrevivir a eso. No hay que tirar al bebé socialista con el agua de baño estalinista, o perderemos muchos conceptos que necesitamos. La Tierra está en manos del poder que derrotó al socialismo, y ese poder es una jerarquía irracional y destructiva. ¿Cómo podemos tratar con él sin que nos aplaste? Tenemos que buscar la solución donde sea, incluso en los sistemas que el presente orden de cosas derrotó.

Art iba a llevar un carrito de comida a la sala contigua y Nadia salió con él.

—¡Ojalá Fort estuviera aquí! —musitó Art—. Debería estar presenté.


En la otra sala se discutían los límites de la tolerancia, las cosas que no se permitirían, sin importar el significado religioso que se les quisiera dar, y alguien gritó:

—¡Díganselo a los musulmanes!

Jurgen abandonó la sala con aire disgustado. Tomó un rollito del carro y caminó con ellos, hablando mientras comía.

—La democracia liberal afirma que la tolerancia cultural es esencial, pero no hace falta llevar la democracia liberal muy lejos para que los demócratas liberales se vuelvan bastante intolerantes.

—¿Cómo resuelven los suizos ese problema? —preguntó Art. Jurgen se encogió de hombros.

—No creo que lo resolvamos.

—¡Ojalá Fort estuviera aquí! —dijo Art—. Intenté ponerme en contacto con él hace tiempo para hablarle de esta reunión, incluso utilicé los canales oficiales suizos, pero no recibí respuesta.


El congreso llevaba casi un mes en marcha. La falta de sueño y quizás un exceso de confianza en el kava estaban haciendo que Art y Nirgal tuviesen un aspecto cada vez más macilento y aturdido. Nadia se levantaba todas las noches para obligarlos a dormir, empujándolos hacia los sofás y prometiéndoles escribir resúmenes de las cintas que ellos no habían revisado. Dormían allí en el cuarto, murmurando mientras se removían en los sofás de espuma y bambú. Una noche Art se incorporo de repente en el sofá:

—Estoy perdiendo el contenido de las cosas. —le dijo a Nadia muy serio, medio dormido—. Ahora sólo veo formas.

—Te estás volviendo suizo, ¿eh? Duérmete. Art se dejó caer en el sofá.

—Debía de estar loco cuando se me ocurrió que ustedes podían hacer algo juntos —musitó.

—Duerme ahora.

Probablemente era una locura, pensó Nadia mientras él resoplaba y roncaba. Se puso de pie y fue hasta la puerta. Su agitación mental le decía que aquella noche no dormiría, y salió a pasear por el parque.

El aire aún era cálido y las estrellas llenaban las negras claraboyas. La longitud del túnel le recordó de pronto una de las enormes salas del Ares, la misma estética: los pabellones débilmente iluminados, las densas masas oscuras de las pequeñas arboledas… Jugaban a construir el mundo. Pero lo que ahora estaba en juego era un mundo real. Al principio los asistentes al congreso habían visto con entusiasmo su enorme potencial, y algunos, entre ellos Jackie y otros nativos, jóvenes e irreflexivos, aún lo veían así. Pero para muchos de los delegados más viejos los problemas insolubles empezaban a revelarse, como huesos nudosos bajo la carne consumida. Los que quedaban de los Primeros Cien se sentaban, observaban y meditaban, con actitudes que iban desde el cinismo de Maya a la ansiosa irritación de Marina.

Vio a Coyote, abajo en el parque, saliendo con paso vacilante de los bosques con una mujer joven que lo agarraba por la cintura.

—«Ah, amor —gritaba él abriendo los brazos mientras se alejaba por el túnel—, si tú y yo pudiésemos conspirar con el destino / para asir el triste esquema de las cosas / ¿acaso no lo haríamos pedacitos, para después / modelarlo de nuevo / según lo que el corazón desea?»

Desde luego, pensó Nadia, sonriendo, y volvió a su habitación.


Había algunos motivos para la esperanza. En primer lugar, Hiroko perseveró; asistía a reuniones todo el día y aportaba sus ideas y con su presencia daba a la gente la sensación de que habían escogido la reunión más importante de cuantas se celebraban en ese momento. Y Ann trabajaba —si bien miraba con ojo crítico cuanto se hacía, pensó Nadia, más sombría que nunca—, y Spencer, Maya, Sax, Michel, y Vlad, Ursula y Marina. Los Primeros Cien le parecían más unidos en este empeño que en cualquier otro desde que organizaran la Colina Subterránea, como sí fuese la última oportunidad que tenían de enderezar las cosas, de compensar los daños causados, la última oportunidad de hacer algo en memoria de los amigos muertos.

Y no eran los únicos que trabajaban. Conforme pasaban los días, quienes querían que el congreso consiguiera algo tangible fueron identificándose y empezaron a asistir a las mismas reuniones, donde se esforzaban por alcanzar compromisos y obtener resultados. Aunque tenían que tolerar las visitas de quienes estaban más interesados en el prestigio que en los resultados, seguían trabajando con ahínco.

Nadia siguió atentamente estas señales de progreso y trató de mantener informados, además de alimentados y descansados, a Art y Nirgal. La gente pasaba por la habitación de ellos: «Nos han dicho que trajésemos esto a los tres grandes». Muchos de los trabajadores serios eran interesantes; Charlotte, una de las mujeres de Dorsa Brevia, era una reconocida erudita en derecho constitucional, y estaba creando una estructura de trabajo para ellos, algo al estilo suizo, para tener los temas a tratar en orden.

—Anímense —les dijo a los tres una mañana, al verlos sentados y taciturnos—. Un conflicto de doctrinas es una oportunidad. El congreso constitucional estadounidense fue uno de los más exitosos a pesar de los antagonismos recalcitrantes. La estructura del gobierno que formaron refleja la desconfianza entre los diferentes grupos. Los estados pequeños temían ser absorbidos por los más grandes, y por eso hay un Senado en el que todos los estados son iguales, y una Cámara de Representantes con representación proporcional. La estructura es una respuesta a un problema específico, ¿ven? Ocurre lo mismo con el control y el equilibrio entre los tres poderes. Es la desconfianza de la autoridad institucionalizada. La constitución suiza también es así. Y aquí podemos hacer lo mismo.

De modo que se levantaron, dispuestos a trabajar, dos hombres jóvenes y perspicaces y una vieja mujer obstinada. Era extraño, pensó Nadia, ver quiénes emergían como líderes en una situación como aquélla. No tenían por qué ser necesariamente los más brillantes o mejor informados como Marina o Coyote, aunque esas cualidades ayudaban y eran dos personas importantes. Los lideres eran aquellos a quienes la gente escuchaba, los que poseían cierto magnetismo. Y en un grupo con tantos intelectos y tonalidades destacados ese magnetismo tan poderoso era muy raro y fugaz. Muy poderoso…


Nadia asistió a una sesión en la que se discutían las relaciones Marte— Tierra en el período posterior a la independencia. Coyote estaba allí, exclamando:

—¡Que se vayan al infierno! ¡Se lo han ganado a pulso! Dejemos que se serenen, si pueden, y si lo hacen podemos visitarlos como buenos vecinos. Pero de no ser así, si tratamos de ayudarlos sólo conseguiremos que nos destruyan.

Muchos rojos y militantes de Marteprimero asintieron enfáticamente, Kasei entre ellos, que se había convertido en el líder de Marteprimero, un ala escindida de los rojos cuyos miembros, que no querían tener nada que ver con la Tierra, defendían el sabotaje, el ecosabotaje, el terrorismo, la revolución armada, cualquier medio para conseguir lo que querían. Era uno de los grupos menos tratables del congreso; a Nadia le entristeció ver a Kasei abrazando esa causa y, peor aún, liderándola.

Maya se levantó para contestar a Coyote.

—Una bonita teoría —dijo—, pero impracticable. Es como la utopía roja de Ann. Tendremos que tratar con la Tierra por fuerza, así que mejor averiguamos cómo hacerlo en vez de esconder la cabeza debajo del ala.

—Mientras ellos estén hundidos en el caos, nosotros estaremos en peligro —dijo Nadia—. Tenemos que hacer lo posible para ayudarlos. Para llevarlos en la dirección que nos conviene.

—Los dos planetas forman un sistema —dijo alguien.

—¿Qué quieres decir con eso? —explotó Coyote—. ¡Son mundos distintos, de modo que son dos sistemas!

—Intercambio de información. En la Tierra sólo existimos como un modelo o experimento. —dijo Maya—. Un experimento concebido para que la humanidad aprenda de él.

—Un experimento real. —puntualizó Nadia—. Ya no es un juego, no podemos permitirnos adoptar atractivas posturas puramente teóricas.

Después de decir esto miró a Kasei, Harmakhis y sus camaradas, pero sus palabras no parecieron causar ningún efecto.

Mas reuniones, mas charla, una comida apresurada y otra reunión con los issei de Sabishii para discutir el papel del demimonde como trampolín de sus esfuerzos. Luego la conferencia de cada noche con Art y Nirgal; pero los hombres estaban exhaustos, y los envió a la cama.

—Hablaremos en el desayuno.

También ella estaba cansada, pero muy lejos de sentirse soñolienta. Salió a dar su paseo nocturno por el túnel, en dirección norte desde Zakros. Hacia poco había descubierto un sendero alto que Coria por el muro occidental del túnel, excavado en el basalto en el punto donde la curva del cilindro formaba una pendiente de cuarenta y cinco grados. Desde ese sendero podía contemplar las copas de los árboles, y allí donde bordeaba una pequeña estribación en Knossos tenia una magnifica vista del túnel en ambas direcciones, una panorámica de aquel mundo alargado y estrecho, débilmente iluminado por unas farolas, rodeadas de irregulares masas de hojas, por la luz que arrojaban algunas ventanas y por una hilera de farolillos colgados de los pinos del parque de Gournia. Era una obra tan elegante que le dolió recordar los largos años pasados en Zigoto, bajo el hielo, en un aire glaciar y bajo una luz artificial. Si hubiesen sabido de esos túneles de lava…

El suelo del siguiente segmento, Phaistos, estaba cubierto casi por completo por un estanque alargado y poco profundo, donde el canal que discurría despacio desde Zakros se ensanchaba. Las luces submarinas en un extremo del estanque transformaban sus aguas en un extraño cristal oscuro. Nadia vio a un grupo de bañistas, cuerpos que brillaban un instante y luego desaparecían en la oscuridad. Como criaturas anfibias, salamandras… Una vez, hacia mucho tiempo, en la Tierra, unos animales acuáticos se habían arrastrado hasta la orilla y habían respirado. Debían de haber mantenido discusiones muy serias sobre la política a seguir, allá abajo, en ese océano, pensó Nadia soñolienta. Emerger o no emerger, como emerger, cuando… Llego el sonido de risas distantes; las estrellas llenaban las claraboyas dentadas…

Se volvió, bajo por una escalera y luego hecho a andar hacia Zakros, por los senderos y el césped, siguiendo el canal, invadida por imágenes fugaces y confusas. En cuanto llego a su habitación se tendió en la cama y se quedo dormida al instante, y al alba soñó con unos delfines que nadaban en el aire.


Maya la sacó bruscamente de ese sueño, diciéndole en ruso:

—Tenemos a unos terranos aquí. Norteamericanos.

—Terranos —repitió Nadia. Y tuvo miedo.

Se vistió y salió. Art acompañaba a un reducido grupo de terranos, hombres y mujeres de su misma altura y al parecer de la edad de ella, en precario equilibrio sobre sus pies mientras, con las cabezas echadas hacia atrás, contemplaban con asombro la gran cámara cilíndrica. Art intentaba presentarlos y explicar su presencia al mismo tiempo, lo que planteaba algunas dificultades incluso para su boca motorizada.

—Yo los invité, sí, bien, yo no sabía… Hola, Nadia, te presento a mi antiguo jefe, William Fort.

—Hablando del diablo… —dijo Nadia, y estrechó la mano del hombre. Fort tenía un apretón firme: un hombre calvo de nariz chata, muy bronceado y arrugado, con una vaga expresión de beatitud.

—…Acaban de llegar, los bogdanovistas los trajeron hasta aquí. Yo invité al señor Fort hace algún tiempo, pero no tuve noticias de él y no sabía que vendría. Estoy muy sorprendido, y complacido, por supuesto.

—¿Tú le invitaste? —dijo Maya.

—Caramba, pues sí, porque, verán, el caso es que a él le interesa mucho ayudarnos.

Maya le echó una mirada furiosa a Nadia.

—Te dije que era un espía —masculló en ruso.

—Claro que lo dijiste —repuso Nadia, y entonces se dirigió a Fort en ingles—. Bienvenido a Marte.

—Me alegra estar aquí —dijo Fort.

Y parecía que lo decía de veras; tenía una sonrisa de bobalicón, como si estuviese demasiado complacido para mantener su expresión impenetrable. Sus compañeros, alrededor de una docena, jóvenes y viejos, parecían desorientados y recelosos, pero algunos sonreían.

Después de unos minutos incómodos Nadia llevó a Fort y su pequeño grupo a los alojamientos de invitados de Zakros, y cuando Ariadna llegó les asignaron las habitaciones. ¿Qué otra cosa podían hacer? La noticia había corrido por toda Dorsa Brevia, y cuando la gente empezó a llegar a Zakros, los rostros reflejaban tanto desagrado como curiosidad. Pero allí estaban los visitantes, después de todo, dirigentes de una de las transnacionales más importantes, y al parecer solos y sin dispositivos de seguimiento, o eso habían dicho los sabishianos. Tenían que hacer algo con ellos.

Nadia sugirió a los suizos que convocaran una reunión general a la hora del almuerzo, e invitó a los nuevos huéspedes a descansar en sus habitaciones y luego participar en la reunión. Los terranos aceptaron la invitación con gratitud, que tranquilizó a los más desconfiados. El mismo Fort parecía entregado ya a la elaboración mental de un discurso.

A la puerta de los alojamientos, Art enfrentaba una multitud de caras enfadadas.

—¿Qué te hace creer que puedes tomar decisiones como ésta por nosotros? —preguntó Maya, expresando el parecer de la mayoría—. ¡Tú, que ni siquiera eres uno de los nuestros! ¡Tú, un espía entre nosotros!

¡Haciéndote pasar por amigo y traicionándonos!

Art abrió las manos, rojo de bochorno, moviendo los hombros como si quisiera esquivar los insultos o intentara deslizarse entre ellos para apelar a los que estaban detrás, aquellos que quizá sólo sentían curiosidad.

—Necesitamos ayuda —dijo—. No podemos conseguir lo que queremos sólo con nuestro esfuerzo. Praxis es diferente, se parecen mucho a ustedes, se lo aseguro.

—¡No tienes derecho a asegurarnos nada! —dijo Maya—. ¡Eres nuestro prisionero!

Art entrecerró los ojos.

—No puedes ser prisionero y espía a la vez, ¿verdad?

—¡Puedes ser un gusano falso y traicionero a la vez! —exclamo Maya. Jackie se acercó a Art y lo miró con severidad.

—Ya sabes que la gente de Praxis tendrán que convertirse en residentes permanentes, lo quieran o no. Igual que tú.

Art sainted.

—Les advertí que podía ocurrir. Evidentemente no les importa. Quieren ayudar, de verdad. Ellos representan a la transnacional que está haciendo las cosas de manera diferente, tienen unos objetivos similares a los vuestros. Han venido para ver si pueden ayudar. Les interesa. ¿Por qué tienen que sentirse tan alterados por eso? Es una oportunidad.

—Escuchemos lo que Fort tiene que decir —dijo Nadia.


Los suizos habían convocado la reunión especial en el anfiteatro de Malla, y mientras los delegados iban llegando, Nadia acompañó a los terranos, apabullados aún por el tamaño del túnel de Dorsa Brevia, hasta el lugar. Art corría de un lado a otro, con los ojos desorbitados, secándose el sudor de la frente con la manga, muy nervioso. Nadia rió. Por algún motivo, la llegada de Fort la había puesto de buen humor; ella no veía qué podían perder.

Se sentó en primera fila con el grupo de Praxis. Art guió a Fort hasta la tribuna y lo presentó. Fort hizo un ademán de agradecimiento y tomó la palabra. Entonces calló y ladeó la cabeza, mirando a los de la última fila, al advertir que no había amplificación. Respiró hondo y volvió a empezar, y su voz, normalmente queda, flotó por todo el recinto, segura como la de un actor veterano, llegando sin problemas a toda la concurrencia.

—En primer lugar, me gustaría agradecer a la gente de Subarashii que me hayan traído hasta el sur para asistir a esta conferencia.

Art, que se dirigía a su asiento, se encogió al oírlo; volvió y le susurró a Fort:

—Sabishii.

—¿Cómo dice?

—Sabishii. Usted dijo Subarashii, que es la transnacional. La colonia que usted visitó antes de llegar aquí se llama Sabishii. Sabishii significa «solitario». Subarashii significa «maravilloso».

—Maravilloso —dijo Fort mirando con curiosidad a Art.

Entonces se encogió de hombros y empezó a hablar: un viejo terrano con una voz queda pero penetrante, y un estilo algo inestable. Describió los comienzos de Praxis y cómo funcionaba ahora. Cuando explico la relación de Praxis con las otras transnacionales, Nadia advirtió que tenía muchos puntos en común con Marte, entre la resistencia y los mundos de la superficie, sin duda hábilmente destacados por la descripción de Fort. Y por el silencio que reinaba detrás de ella, supo que Fort había conseguido captar el interés del auditorio. Pero entonces el hombre mencionó el ecocapitalismo y algo sobre considerar a la Tierra como un mundo lleno, mientras que Marte seguía siendo un mundo vacío. Tres o cuatro rojos se levantaron de un salto.

—¿Qué quiere decir con eso? —gritó uno de ellos.

Nadia advirtió que Art apretaba los puños, y pronto comprendió la razón: la respuesta de Fort fue larga y extraña. Definió lo que él llamaba ecocapitalismo, refiriéndose a la naturaleza como la bioinfraestructura y a las personas como capital humano. Nadia miró hacia atrás y observó que muchos fruncían el ceño; Vlad y Marina tenían las cabezas juntas, y Marina tecleaba en su muñeca. De pronto, Art se levantó e interrumpió a Fort para preguntarle qué era lo que estaba haciendo Praxis en aquellos momentos y cuál pensaba que debía ser el papel de Praxis en Marte.

Fort miró a Art como si no lo reconociese.

—Hemos estado colaborando con el Tribunal Mundial. Las Naciones Unidas nunca se recuperaron del desastre de dos mil sesenta y uno, y en general se la considera como una reliquia de la Segunda Guerra Mundial, así como la Liga de Naciones fue una reliquia de la Primera. Así pues, hemos perdido a nuestro mejor arbitro en los conflictos internacionales, y entre tanto los conflictos persisten, y algunos son graves. Un número cada vez mayor de estos conflictos han sido llevados ante el Tribunal Mundial por una u otra parte, y Praxis ha fundado una especie de organización de amigos del Tribunal que trata de apoyarlo en la medida de lo posible. Acatamos sus decisiones, lo financiamos, le proporcionamos personal, tratamos de elaborar técnicas de arbitraje, y así por el estilo. Una de esas nuevas técnicas consiste en que si dos organismos internacionales del tipo que sea tienen alguna diferencia y deciden someterla a arbitraje, entran en un programa de un año de duración con el Tribunal Mundial, y los árbitros del Tribunal tratan de encontrar un curso de acción que satisfaga a ambas partes. Al final de ese año el Tribunal Mundial falla sobre cualquier problema pendiente, y si la cosa funciona se firma un acuerdo; nosotros apoyamos esos acuerdos con los medios que sean necesarios. La India se interesó en el programa y planteó el problema de los sikhs del Punjab, y hasta el presente las cosas han marchado bien. Otros casos han resultado más complicados, pero han sido instructivos. El concepto de semiautonomia está recibiendo mucha atención. En Praxis creemos que las naciones nunca fueron verdaderamente soberanas, sino semiautónomas en relación con el resto del mundo. Las metanacionales son semiautonomas, los individuos son semiautónomos, la cultura es semiautónoma en relaccion con la economía, los valores son semiautónomos en relación con los precios… Incluso ha nacido una nueva rama de la matemática que intenta describir la semiautonomia en términos formales lógicos.

Vlad, Marina y Coyote trataban de escuchar a Fort, conferenciar entre ellos y tomar notas, todo a la vez. Nadia se levantó y le hizo señas a Fort.

—¿Apoyan las demás transnacionales al Tribunal Mundial?

—No. Las metanacionales evitan al Tribunal Mundial y utilizan a las Naciones Unidas como testaferro. Me temo que siguen creyendo en el mito de la soberanía.

—Pero usted habla de un sistema que sólo funciona cuando ambas partes están de acuerdo.

—Exactamente. Todo lo que puedo decir es que Praxis está muy interesada, y que estamos intentando tender puentes entre el Tribunal Mundial y todos los poderes en la Tierra.

—¿Por qué? —preguntó Nadia.

Fort levantó las manos en un gesto que recordaba a Art.

—El capitalismo sólo funciona si hay crecimiento. Pero el crecimiento ya no es lo que era antes, ¿comprenden? Es necesario crecer hacia el interior, tender hacia la complejidad.

Jackie se puso de pie.

—Pero ustedes podrían prosperar en Marte al estilo capitalista clásico, ¿no es así?

—Supongo que sí.

—Por tanto, es muy probable que eso sea todo lo que usted quiere de nosotros, ¿no es cierto? Un nuevo mercado. Ese mundo vacío del que antes hablaba.

—Bien, en Praxis hemos llegado a la conclusión de que el mercado es sólo una parte ínfima de la comunidad. Y a nosotros nos interesa la comunidad entera.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere de nosotros? —gritó alguien desde el fondo.

Fort sonrió.

—Quiero observar.


La reunión terminó poco después, y luego se celebraron las sesiones regulares de la tarde. Naturalmente, en todas ellas la llegada del grupo de Praxis dominó al menos parte de la discusión. Por desgracia para Art, cuando esa noche se sentaron para estudiar las grabaciones, descubrieron que Fort y su equipo afectaban al congreso como agentes de división más que de unión. Muchos se negaban a aceptar una Transnacional terrana como miembro legitimo del congreso. Coyote pasó por la sala y le dijo a Art:

—No me vengas con el cuento de que Praxis es diferente. Es un truco demasiado viejo. «Si los ricos se comportasen de manera decente, el sistema iría bien.» Eso es basura. El sistema lo sobredetermina todo, y es el sistema lo que debe cambiar.

—Fort habla de cambiar el sistema —objetó Art.

Pero en este punto Fort era su peor enemigo por su costumbre de emplear términos de la economía clásica para exponer sus nuevas ideas. Los únicos interesados en ese enfoque eran Vlad y Marina. Para los bogdanovistas, los rojos y los Marteprimeros y para la mayoría de los nativos y gran parte de los inmigrantes representaba los intereses terranos, y ellos no querían tomar parte. «No queremos tratos con una transnac», exclamó Kasei en una de las grabaciones, recibiendo una salva de aplausos. «¡No queremos tratos con Terra, sin importar cómo los presenten!» El único punto a discutir para ese grupo era si los dejarían marchar o no; algunos pensaban que, como Art, se habían convertido en prisioneros de la resistencia.

Sin embargo, Jackie intervino en esa misma reunión para defender la posición booneana de que había que ponerlo todo al servicio de la causa. Se mostró desdeñosa con aquellos que rechazaban a Fort por principio.

—Ya que vas a tomar a los visitantes como rehenes —le dijo con ironía a su padre—, ¿por qué no utilizarlos? ¿Por qué no hablar con ellos?

Y así tuvieron una nueva división que añadir a las otras: aislacionistas y defensores de los dos mundos.

En los días que siguieron, Fort se enfrentó a la controversia que levantaba sencillamente ignorándola, hasta el punto de que Nadia llegó a dudar de que fuese consciente de ella. Los suizos pidieron que dirigiese un seminario sobre la actual situación terrana. La sala se llenó y Fort y sus asociados contestaron las preguntas con gran lujo de detalles en todas las sesiones. Fort parecía aceptar de buen grado cualquier cosa que le dijeran sobre Marte sin tomar partido. Se ceñía a la Tierra y se limitaba a describir.

—Todas las transnacionales se han fusionado con las aproximadamente dos docenas de transnac más grandes —dijo en respuesta a una pregunta—, las cuales han firmado contratos de desarrollo con más de un gobierno nacional. Nosotros las llamamos metanacionales. Las más importantes son Subarashii, Mitsubishi, Consolidados, Amexx, Armscor, Mahjari y Praxis. Después de eso ya sólo quedan diez o veinte de tamaño transnacional, aunque están siendo rápidamente incorporadas por las metanac. Las grandes metanac son ahora los poderes más importantes en la Tierra, puesto que controlan el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Grupo de los Siete y sus naciones clientes.

Sax le pidió que definiese una metanacional con más detalle.

—Hace alrededor de una década, Sri Lanka pidió a Praxis que se introdujera en el país y se hiciese cargo de la economía, y que actuase como arbitro entre tamiles y cingaleses. Lo hicimos y los resultados fueron positivos, pero durante el tiempo que duró el acuerdo fue evidente que la relación que manteníamos con ese gobierno nacional era de una naturaleza nueva. Y eso no pasó desapercibido en ciertos círculos. Unos años después, Amexx tuvo algunas diferencias con el Grupo de los Siete, y retiró todo su capital de los Siete y lo reinvirtió en Filipinas. La disparidad entre la Amexx y Filipinas, estimada en una proporción del producto anual bruto de cien a uno, tuvo como resultado que Amexx se apoderara del país. Ésa fue la primera metanacional verdadera. Subarashii la imitó al transferir muchas de sus operaciones a Brasil, y entonces quedó claro que se trataba de algo nuevo, y no de la vieja relación de banderas acomodaticias. Una metanacional se hace cargo de la deuda exterior y de la economía interna de sus estados clientes, más o menos como hicieron las Naciones Unidas en Camboya, o como Praxis en Sri Lanka, pero con una intervención mucho más amplia. En esa relación, el gobierno cliente se convierte en la agencia que impone la política económica de la metanacional. En general, adoptan lo que se llama medidas de austeridad, pero todos los empleados del gobierno están mucho mejor pagados que antes, incluyendo la policía y los servicios de inteligencia. En este punto, pues, la nación está comprada. Y todas las metanacionales tienen recursos para comprar varias naciones. Amexx mantiene ese tipo de relación con Filipinas, los países del norte de África, Portugal, Venezuela y seis o siete países mas pequeños.

—¿Ha hecho Praxis lo mismo? —preguntó Marina.

—En cierto modo sí —contestó Fort—, pero hemos intentado dar a las relacciones una naturaleza distinta. Hemos tratado con países suficientemente grandes como para hacer la sociedad más equilibrada. Hemos tenido relaccion con China, India e Indonesia. Naciones que el tratado de dos mil cincuenta y siete no les dio todo lo que les correspondía en Marte, y que por eso nos han alentado a venir aquí para hacer estudios como éste. Hemos iniciado contactos con otras naciones aún independientes. Pero no nos hemos apoderado de esas naciones, ni hemos intentado imponerles una política económica. Hemos tratado de seguir fieles a nuestra versión del formato transnacional, pero a escala metanacional. Esperamos ser un alternativa al metanacionalismo para esas naciones. Un recurso más, junto con el Tribunal Mundial, Suiza y algunos otros organismos ajenos al emergente orden metanacional.

—Praxis es diferente —declaró Art.

—Pero el sistema es el sistema —insistió Coyote desde el fondo de la sala.

Fort se encogió de hombros.

—Nosotros hacemos el sistema creo. Coyote no contestó.

—Tenemos que trotar… tratar con él —dijo Sax.


Y empezó a hacerle preguntas a Fort, preguntas vacilantes, desordenadas, guturales, pero Fort ignoró las dificultades de Sax y respondió minuciosamente. Tres seminarios consecutivos consistieron en el interrogatorio de Fort por parte de Sax, de ese modo se enteraron de muchas cosas concernientes a las metanacionales: dirigentes, estructuras internas, países clientes, actitud respecto a las otras e historia, particularmente el papel jugado en el caos de 2061 por las organizaciones que las precedieron.

—¿Por qué responder… por qué romper los huevos… no, quiero decir las cúpulas?

Fort andaba algo flojo en los detalles históricos, y suspiró con tristeza por los fallos de su memoria personal de ese período. Pero su descripción de la situación terrana del momento fue mucho más completa que ninguna de las que habían oído o leído con anterioridad, y ayudó a esclarecer cuestiones concernientes a la actividad metanacional en Marte sobre las que todos habían especulado. Las metanac utilizaban a la Autoridad Transitoria para que mediara en sus disputas, principalmente a propósito de territorios. No se metían con el demimonde porque la parte de la resistencia que éste representaba les parecía insignificante y fácilmente controlable. Nadia hubiera besado a Sax. En realidad lo besó, y también besó a Spencer y Michel por el apoyo que dieran a Sax durante las sesiones, porque aunque Sax seguía adelante a pesar de sus problemas de comunicación, a menudo la frustración lo dominaba y daba puñetazos en la mesa. Cerca del final, pregunto a Fort:

—Entonces, ¿qué es lo quiere Praxis de Mor… de Marte? Fort contestó:

—Estamos seguros de que cuanto suceda aquí tendrá efectos en casa. Por el momento hemos identificado una coalición con elementos progresistas en la Tierra, cuyos miembros son China, Praxis y Suiza. Detrás de éstos hay docenas de elementos menores, menos influyentes. La posición que adopte la India en esta situación será crucial. La gran mayoría de las metanac la consideran como un pozo sin fondo, es decir, por mucho que echen en ella, nada cambiará. Nosotros no estamos de acuerdo. Y pensamos que Marte es crucial también, de otro modo, como un poder en ascenso. Por eso queremos encontrar los elementos progresistas de aquí para mostrarles lo que estamos haciendo. Y ver qué opinan de ello.

—Interesante —dijo Sax.

Y en verdad lo era. Pero muchos continuaban inflexibles en su negativa a tratar con una metanacional terrana. Y mientras tanto, todas las discusiones sobre los otros temas continuaban, reverdecidas, con frecuencia más polarizadas cuanto más se prolongaban.

Esa noche, en la diaria reunión en el patio, Nadia meneó la cabeza, maravillada por la capacidad de la gente para ignorar lo que tenían en común y discutir agriamente por cualquier menudencia sobre la que discrepasen.

—Quizás el mundo es demasiado complejo para que ningún plan funcione —les dijo a Nirgal y Art—. Tal vez no deberíamos buscar un plan global, sino algo que nos venga bien a nosotros. Y luego esperar que Marte pueda salir adelante empleando varios sistemas diferentes.

—No creo que eso funcionase tampoco —dijo Art.

—¿Qué puede funcionar? El se encogió de hombros.

—Aún no lo sé.

Y él y Nirgal siguieron examinando grabaciones, persiguiendo lo que de pronto le pareció a Nadia un espejismo cada vez más lejano.


Nadia se fue a la cama. Si fuese un Proyecto de construcción, pensó mientras la vencía el sueño, lo echaría todo abajo y empezaría de nuevo.

La imagen hipnagógica de un edificio desplomándose la despertó bruscamente. Después de un rato, suspiró; supo que esa noche no dormiría y salió a dar otro de sus paseos nocturnos. Art y Nirgal se habían quedado dormidos en la sala de vídeo, con las caras contra la mesa, iluminadas por la luz de la pantalla en avance rápido. Fuera, el aire soplaba hacia el norte, hacia Gournia a través de las puertas, y Nadia lo siguió tomando el sendero elevado. El repiqueteo de las hojas de bambú, las estrellas en las claraboyas del techo… Y luego el sonido de unas risas lejanas, quizás en el estanque de Phaistos.

Las luces del fondo del estanque estaban encendidas, y un grupo numeroso se estaba bañando. En la pared de enfrente había una plataforma iluminada sobre la que se apretujaban unas ocho personas. Una de ellas, un hombre desnudo, se subió a una especie de plancha y se lanzó desde la plataforma, agachándose y aferrando la parte delantera de la plancha, que parecía avanzar sin encontrar resistencia. Se deslizó por el flanco curvo y oscuro del túnel, acelerando hasta que salió disparado por un reborde de roca y planeó sobre el estanque, dio una vuelta de campana y cayó estrepitosamente al agua; emergió con un grito, recibido por una salva de vítores.

Nadia bajó para echar un vistazo. Alguien subía ya la plancha por una escalera que llevaba a la plataforma, y el hombre que se había lanzado en ella estaba en el agua. Nadia no lo reconoció hasta que llegó a la orilla del estanque. Era William Fort.

Nadia se despojó de las ropas y se metió en el agua; estaba muy caliente, a la temperatura del cuerpo o un poco más. Con un grito, una mujer salió disparada por la pendiente, como un surfista sobre una inmensa ola de roca.

—La caída parece brutal —le estaba diciendo Fort a uno de sus compañeros—, pero con esta gravedad tan ligera no hay ningún problema.

La mujer salió proyectada por encima del agua, describió un salto de ángel perfecto y con una última vuelta cayó ruidosamente al agua y fue aclamada al emerger. Otra mujer había recuperado la plancha y salía del estanque cerca del pie de las escaleras talladas en la pendiente.

Fort saludó a Nadia con una inclinación de cabeza desde el agua, que le llegaba a la cintura, el cuerpo enjuto y fuerte bajo la piel vieja y arrugada. Su rostro mostraba la misma mirada a beatitud que en los seminarios.

—¿Quiere probarlo? —le preguntó.

—Quizá más tarde —dijo ella, observando a la gente que había en el agua, tratando de averiguar quiénes estaban allí y a que bando pertenecían. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo se sintió disgustada consigo misma y con la política, que se infectaba todo si uno lo permitía.

Pero entonces, ella noto que eran en su mayoría jóvenes nativos, de Zigoto, Sabishii, Nueva Vanuatu, Dorsa Brevia, el agujero de transición Vishniac, Christianopolis. Casi ninguno participaba en los debates, y el poder que tenían era algo que Nadia no podía calibrar. Probablemente no significaba nada que se reunieran allí por la noche desnudos en el agua caliente, con ánimo festivo; muchos venían de lugares donde los baños públicos eran corrientes, así que estaban acostumbrados a alternar con gente con la que pelearían en cualquier otro lugar.

Otra amazona bajó gritando por la pendiente y luego voló y se hundió en el estanque. La gente nadó hacia la mujer como tiburones atraídos por la sangre. Nadia se sumergió en el agua ligeramente salada. Al abrir los ojos vio burbujas cristalinas explotando por todas partes, y después cuerpos que nadaban retorciéndose como delfines sobre la negra superficie del fondo. Una visión sobrenatural.

Salió a la superficie y se escurrió el pelo. Fort estaba entre los jóvenes como un Neptuno decrépito, mirándolos con su curiosa impasibilidad. Tal vez, pensó Nadia, esos nativos eran en verdad la nueva cultura marciana de la que John Boone había hablado, que brotaba entre ellos inadvertidamente. La transmisión generacional de la información siempre contenía un alto margen de error; así era como se producía la evolución. Y aunque la gente se había unido a la resistencia marciana por diferentes razones, todos parecían converger allí, en un género de vida que remitía al paleolítico en algunos aspectos, que volvía atrás, a alguna cultura antigua que anulaba todas las diferencias, o avanzaba para crear una nueva síntesis. En realidad no importaba cuál. Quizás ése fuese un posible nexo de unión.

O eso parecía decirle a Nadia la expresión beatífica de Fort, mientras Jackie Boone bajaba disparada por la pared y volaba fuera como si fuese una valkiria en todo su esplendor.


El programa concebido por los suizos llego a su fin. Los organizadores decretaron tres jornadas de descanso a las que seguiría una reunión general. Art y Nirgal pasaron esos días en su pequeña sala de conferencias, viendo grabaciones las veinticuatro horas del día, hablando incansablemente y tecleando en sus IA con un martilleo desperado. Nadia los mantenía activos, arbitraba cuando ellos estaban en desacuerdo y redactaba las secciones que consideraba problemáticas. A menudo entraba y encontraba a uno de ellos dormido en la silla, mientras el otro miraba fijamente la pantalla.

—Mira —graznaba el insomne—, ¿qué opinas de esto?

Nadia leía la pantalla y hacía comentarios mientras les metía la comida bajo las narices, lo que solía despertar al que dormía.

—Parece prometedor. Volvamos al trabajo.


En la mañana de la reunión general Art, Nirgal y Nadia subieron al escenario del anfiteatro juntos. Art se adelantó llevando su IA. Miró a la muchedumbre congregada, como aturdido de ver tanta gente, y tras un largo silencio dijo:

—En realidad coincidimos en muchas cosas.

Ese comentario provocó la risa general. Pero Art levantó la IA como si esgrimiese las Tablas de la Ley y leyó en voz alta el texto de la pantalla:

—¡Puntos de trabajo para un gobierno marciano!

Miró a la multitud por encima de la pantalla, y ellos guardaron un silencio atento.

—Uno. La sociedad marciana se compondrá de muchas culturas diferentes. Es mejor considerarla un mundo en vez de una nación. La libertad religiosa y cultural tiene que ser garantizada. Ninguna cultura o grupo de culturas podrá dominar a las demás.

»Dos. Dentro de este marco de diversidad se seguirá garantizando que el individuo tiene ciertos derechos inalienables, incluyendo los materiales básicos para la subsistencia, atención médica, educación e igualdad ante la ley.

»Tres. La tierra, el aire y el agua de Marte están bajo la administración compartida de la familia humana, y no pueden ser poseídos por un individuo o grupo.

»Cuatro. Los frutos del trabajo individual pertenecen al individuo, y ningún otro individuo o grupo puede apropiarse de ellos. Al mismo tiempo, el trabajo humano en Marte forma parte de una empresa comunitaria que se debe al bien común. El sistema económico marciano debe reflejar ambos factores, y contemplar tanto el interés individual como los intereses del conjunto o la sociedad.

»Cinco. El orden metanacional que rige la Tierra en la actualidad es incapaz de asimilar los dos principios anteriores, y por eso no es aplicable aquí. En su lugar debemos utilizar una economía basada en la ecología. La meta de la economía marciana no debe ser el desarrollo sostenible, sino una prosperidad sostenible para la biosfera entera.

»Seis. El paisaje marciano tiene ciertos «derechos de existencia» que deben ser respetados. Nuestros cambios medioambientales han de ser por tanto mínimos y ecopoyéticos, y reflejar los valores de la areofanía. Se sugiere que las alteraciones medioambientales se practiquen por debajo de los cuatro mil metros de altitud, la zona viable para los humanos. Las zonas por encima de esa altitud, que constituyen un treinta por ciento del planeta, permanecerán en unas condiciones semejantes a su estado primitivo, con el estatus de zonas salvajes naturales.

»Siete. La colonización de Marte es un proceso histórico único, puesto que es la primera colonización de otro planeta llevada a cabo por la humanidad. Como tal, debe ser emprendida con un espíritu de reverencia hacia este planeta y hacia la rareza de la vida en el universo. Lo que hagamos aquí sentará los precedentes para la futura habitación humana del sistema solar, y sugerirá asimismo modelos de relación del hombre con el medioambiente de la Tierra. Por tanto, Marte ocupa un lugar especial en la historia, y esto deberá ser recordado cuando tomemos las decisiones necesarias concernientes a la vida en él.


Art dejó la IA a un lado y miró a la multitud. Ellos lo miraron en silencio.

—Bien —dijo, y carraspeó. Hizo un gesto a Nirgal, que se levantó y se colocó a su lado.

—Esto es todo lo que hemos reunido a partir de los seminarios en lo cual, creemos, todos pueden estar de acuerdo —dijo Nirgal—. Hay muchos otros puntos que, en nuestra opinión, podrían ser aceptados por la mayoría de los grupos aquí presentes, pero no por todos. Hemos elaborado unas listas de esos puntos de consenso parcial, y las expondremos para que las estudien. Estamos firmemente convencidos de que si lograrnos salir de aquí con algún tipo de acuerdo general, habremos conseguido algo significativo. En un congreso como este se tiende a ser demasiado consciente de nuestras diferencias, y creo que esa tendencia es aún más exagerada en nuestra situación, porque en estos momentos la cuestión de un gobierno marciano sigue siendo un ejercicio teórico. Pero cuando estemos listos para actuar, necesitaremos un terreno común, y un documento como éste nos ayudará a encontrarlo.

»Hemos añadido muchas notas específicas a cada uno de los puntos principales del documento. Los hemos discutido con Priska y Jurgen, y ellos sugieren una semana de reuniones con un dia dedicado a cada uno de esos siete puntos, de manera que todos puedan hacer sus objeciones. Entonces, al final, veremos si queda algo.

Hubo una carcajada general. Muchos asentían.

—Para empezar, ¿qué hay de conseguir la independencia? —gritó Coyote desde el fondo.

—No pudimos descubrir ni un solo punto de acuerdo en esto. Quizá podríamos dedicarle un seminario —dijo Art.

¡Quizá tendríamos que hacerlo! —exclamó Coyote—. Es muy fácil estar de acuerdo en que las cosas tienen que ser equitativas y el mundo justo. La manera de llegar a eso es siembre el verdadero problema.

—Bien, sí y no —dijo Art—. Lo que hemos redactado es algo más que un deseo de que las cosas sean justas. En cuanto a los métodos, tal vez si los discutimos de nuevo con estos objetivos en mente las soluciones vengan solas. O lo que es lo mismo, ¿cómo se pueden perseguir esos objetivos con grandes probabilidades de alcanzarlos? ¿Qué clase de medios implican esos fines?

Miró a la concurrencia y se encogió de hombros.

—Miren, hemos tratado de compilar la esencia de todo lo que ustedes han estado diciendo, cada uno a su manera, y si faltan sugerencias específicas sobre los medios para conseguir la independencia quizá se deba a que se han quedado atascados en las filosofías generales de acción, donde la mayoría discrepa. Lo único que se me ocurre es sugerirles que traten de identificar las distintas fuerzas en el planeta y valorar sus grados de resistencia a la independencia, y entonces modelar las estrategias. Nadia habló de reconceptualizar la metodología de la revolución, y algunos han sugerido modelos económicos, la idea de una compra ventajosa o algo por el estilo, pero mientras meditaba en la idea de una respuesta proporcionada a la resistencia, recordé la gestión integral de plagas, ya saben, el sistema empleado en agricultura para combatir las plagas, que utiliza métodos de diversa severidad.

El auditorio rió, pero Art no pareció advertirlo. Estaba sorprendido por el escaso entusiasmo que suscitaba el documento general. Decepcionado. Y Nirgal parecía enfadado.

Nadia se giro y dijo en voz alta:

—¿Qué me dicen de un aplauso para estos amigos, que se las han arreglado para sintetizar algo de todo este galimatías?

La gente aplaudió y algunos vitorearon. Por un momento parecieron entusiasmados. Pero los aplausos se apagaron deprisa y todos abandonaron el anfiteatro, otra vez discutiendo acaloradamente.


Los debates continuaron, ahora estructurados en torno al documento de Art y Nirgal. Revisando las grabaciones, Nadia advirtió un consenso bastante general sobre la esencia de todos los puntos, excepto el número seis, concerniente al nivel de terraformación. Los rojos no aceptaban el concepto de viabilidad en las zonas bajas, y señalaban que la mayor parte del planeta quedaba bajo la curva de los cuatro mil metros y que las zonas por encima de ese nivel sufrirían grave contaminación si las zonas bajas eran viables. Hablaron de desmantelar los procesos industriales de terraformación en curso, de volver a los métodos biológicos más lentos exigidos por el modelo radical de ecopoyesis. Algunos defendían la creación de una tenue atmósfera de CO2, que sostendría la vida vegetal pero no la animal, como una situación más acorde con los gases existentes en Marte y su historia pasada. Otros querían que la superficie de Marte se asemejara tanto como fuera posible a la que habían encontrado, y que se mantuviera una población reducida en valles cubiertos con tiendas. Censuraban la rápida destrucción de la superficie por la terraformación industrial, y condenaban particularmente la inundación de Vastitas Borealis y la brutal agresión al paisaje de la soletta y la lupa orbital.

A medida que transcurrían los días, fue cada vez más evidente que ése era el único punto del borrador de la declaración que se estaba debatiendo, mientras que los demás apenas si necesitaban algunos retoques. Muchos se sintieron gratamente sorprendidos al descubrir esto, y más de una vez Nirgal dijo con irritación:

—¿Por qué se sorprenden tanto? Nosotros no inventamos esos puntos, nos limitamos a poner por escrito lo que la gente decía.

Y entonces la gente asentía, interesada, y regresaba a las reuniones, y trabajaba sobre los puntos. Nadia tuvo la sensación de que la firma del acuerdo brotaba por todas partes, surgía del caos gracias a la afirmación de Art y Nirgal de que existía. Varias de las sesiones terminaron en una especie de éxtasis a causa del kavajava y el consenso político; los diferentes aspectos de un estado tomaban al fin una forma que la mayoría de los partidos aceptaban.

Pero la discusión sobre los métodos se acaloró. Avanzaban y retrocedían, Nadia contra Coyote, Kasei, los rojos, los militantes de Marteprimero y muchos de los bogdanovistas.

—¡No pueden conseguir lo que quieren mediante el asesinato!

—¡Ellos no renunciarán al planeta!

—¡El poder político empieza al final de una pistola!

Una noche, después de una de estas refriegas, un numeroso grupo de combatientes flotaba en las aguas poco profundas del estanque de Phaistos, tratando de relajarse. Sax se sentó en un banco dentro del agua y meneó la cabeza.

—El clásico problema del castigo… no, de la violencia —dijo—. Radicales, liberales. Grupos que nunca consiguieron ponerse de acuerdo en nada. Antes.

Art hundió la cabeza en el agua y la sacó resoplando. Cansado, frustrado, espetó:

—¿Qué me dicen de la gestión integral de plagas? ¿Y de la idea del retiro obligatorio?

—Desempleo forzoso —corrigió Nadia.

—Decapitación —dijo Maya.

—¡Lo que sea! —exclamó Art salpicándolas—. Revolución de terciopelo. Revolución de seda.

—Aerogel —dijo Sax—. Ligero, fuerte. Invisible.

—¡Vale la pena intentarlo! —dijo Art. Ann meneó la cabeza.

—No funcionará.

—Es mejor que otro sesenta y uno —dijo Nadia.

—Mejor si coincidimos en una obra. En un plan.

—Pero no podemos —dijo Nadia.

—El frente es amplio —insistió Art—. Salgamos afuera y hagamos aquello con lo que nos sintamos cómodos.

Sax, Nadia y Maya asintieron a la vez con un movimiento de cabeza. Ann soltó una inesperada carcajada. Y allí se quedaron, sentados en el estanque, riéndose tontamente, sin saber de qué.


La reunión de clausura se celebró a última hora de la tarde en el parque de Zakros, donde se había iniciado. Reinaba en el ambiente un extraño desasosiego; muchos aceptaban sólo a regañadientes la Declaración de Dorsa Brevia, que ahora era bastante más larga que el borrador original redactado por Art y Nirgal. Priska la leyó en voz alta; los diversos grupos aclamaban unos puntos más que otros, y cuando terminó la lectura, el aplauso fue breve y mecánico. Aquello no podía satisfacer a nadie. Art y Nirgal parecían exhaustos.

Cuando los aplausos se apagaron todos se quedaron sentados, sin saber que hacer. La falta de acuerdo en los métodos parecía pesar sobre ellos. ¿Y ahora que? ¿Tenían que regresar a sus hogares? ¿Tenían un hogar al que regresar? El silencio y la inmovilidad se prolongaron, incómodos y vagamente dolorosos (¡como necesitaban a John!), y Nadia se sintió aliviada cuando se oyeron unas exclamaciones que parecieron romper un sortilegio maléfico. Se volvió hacia donde muchos miraban.

Allí en lo alto de una escalera, en la parte alta de la negra pared del túnel, había una mujer. Resplandecía bajo el sol de la tarde que bajaba por una de las claraboyas: el pelo cano, descalza, sin joyas, completamente desnuda bajo la capa de pintura verde que le cubría el cuerpo. Y lo que era corriente por la noche en el estanque, a la luz brillante del día fue provocativo y peligroso, una conmoción para los sentidos, un desafío a lo que se suponía que tenía que ser un congreso político.

Era Hiroko. Empezó a bajar con paso mesurado y majestuoso. Ariadna, Charlotte y varias mujeres minoicas la esperaban al pie de la escalera con los seguidores más próximos a Hiroko de la colonia oculta, entre los que estaban Iwao, Rya, Evgenia y Michel. Mientras Hiroko descendía, empezaron a cantar. Cuando llegó abajo, la cubrieron con collares de flores rojas. Un rito de fertilidad, pensó Nadia, que venía directamente de algún rincón paleolítico de sus mentes a entremezclarse con la areofanía de Hiroko.

Cuando Hiroko se alejó del pie de la escalera, se le unió una pequeña hilera de seguidores cantando los nombres de Marte: «Al-Qahira, Ares, Auqakuh, Bahram…». Una mezcla de sílabas arcaicas en la que algunos intercalaban: «Ka… ka… ka…».

Hiroko avanzó por el sendero entre los árboles y luego sobre el césped hasta la muchedumbre congregada en el parque. Se paseó entre ellos con una expresión solemne, distante en el rostro verde. Muchos se levantaron a su paso. Jackie Boone salió de la multitud, y su abuela verde la tomó de la mano. Las dos abrieron la marcha, la vieja matriarca alta, orgullosa, anciana, nudosa como un árbol y tan verde como sus hojas; y Jackie aún más alta, joven y grácil como una bailarina, y el pelo negro hasta la mitad de la espalda. Un murmullo se extendió por la multitud, un suspiro. Llegaron las dos mujeres y el grupo que las acompañaba al sendero central que corría junto al canal, todos se pusieron de pie y la siguieron. Los sufíes, trenzándose con los demás. «Ana el-Haqq, ana Al— Qahira, ana el Haqq, ana Al-Qahira…» Y un millar de personas avanzaron por el sendero del canal detrás de las dos mujeres y su séquito, los sufíes cantando, otros recitando fragmentos de la aerófana, el resto en silencio.

Nadia avanzó de la mano de Art y Nirgal, sintiéndose dichosa. Eran animales, después de todo, sin importar el lugar que escogiesen para vivir. Sentía una especie de reverencia, una emoción raras veces experimentada: reverencia por el carácter divino de la vida, que adoptaba formas tan hermosas.

En el estanque Jackie se despojo del mono color orín, y ella e Hiroko se metieron en el agua hasta los tobillos, una frente a otra y con las manos entrelazadas por encima de las cabezas. Las mujeres minoicas se unieron a ese arco, viejas y jóvenes, verdes y rosadas.

Los miembros de la colonia oculta fueron los primeros en pasar bajo él, entre ellos Maya, de la mano de Michel. Y luego todos desfilaron bajo el arco de la madre; la enésima repetición de un ritual de un millón de años de antigüedad, algo que llevaban codificado en los genes y habían practicado toda la vida. Los sufíes bailaron bajo las manos entrelazadas llevando aún sus blancas ropas ondulantes, y otros se lanzaron vestidos al agua pasando bajo las mujeres desnudas. Sheik y Nazik delante, cantando: «Ana Al-Qahira, ana el-Haqq, ana Al-Qahira, ana el-Haqq», como los hidúes en el Ganges o los baptistas en el Jordán. Al final muchos se quitaron las ropas, pero todos entraron en el agua. Y todos miraron alrededor tras ese instintivo y sin embargo consciente renacimiento. Nadia advirtió una vez más qué hermosos eran los humanos. La desnudez era peligrosa para el orden social, pensó, porque revelaba la realidad. Allí estaban, expuestos a la mirada del otro con todas sus imperfecciones y características sexuales, y con las señales de la mortalidad, pero sobre todo, a la luz rojiza del crepúsculo, con esa asombrosa belleza que apenas podía comprenderse o explicarse. La piel en el crepúsculo era muy roja, pero no los suficiente para algunos rojos, al parecer, pues con una esponja teñían de rojo a una mujer se su grupo, a modo de contrafigura de Hiroko. ¡Un baño político!, gruño Nadia. La suma de colores empezaba a enturbiar el agua.

Maya nadó hasta donde estaba Nadia y la derribó con un abrazo impetuoso.

—Hiroko es un genio —dijo en ruso—. Quizás esté loca, pero es un genio.

—La diosa madre del mundo —dijo Nadia, y cambió al inglés mientras nadaba en el agua tibia hasta un pequeño grupo de los Primeros Cien y los issei de Sabishii. Allí estaban Ann y Sax, lado a lado, Ann alta y delgada, Sax, bajo y rechoncho, igual que en los baños de la Colina Subterránea, debatiendo esto o lo otro, Sax hablando con el rostro contraído por la concentración. Nadia rió de felicidad, y los salpicó.

Fort la alcanzó a nado.

—Toda la conferencia tenía que haber sido asi —observó—. Oh, va a estrellarse. —Y en verdad un jinete que bajaba deslizándose por la pared curva resbaló y cayó ignominiosamente en el estanque—. Miren, necesito regresar a la Tierra para poder ayudar. Además, una tataratataratataranieta se casa dentro de cuatro meses.

—¿Puede regresar tan deprisa? —preguntó Spencer.

—Sí, mi nave es rápida. —Explicó que una división espacial de Praxis construía unos cohetes que empleaban una propulsión Dyson modificada para acelerar y decelerar continuamente durante el vuelo, lo que permitía tomar una trayectoria muy corta entre los dos planetas.

—Estilo ejecutivo —observó Spencer.

—Todos pueden usarlos en Praxis, si tienen necesidad. Quizás ustedes quieran visitar la Tierra para ver con sus propios ojos en qué condiciones está.

El comentario enarcó algunas cejas, pero nadie dijo nada al respecto, ni tampoco se habló de retener a Fort.

La gente flotaba en el estanque como medusas en un lento remolino, relajados por el agua y por el vino y el kava que circulaban en unas tazas de bambú, y por haber llevado a cabo el congreso. No era perfecto, decía la gente, pero era algo, especialmente la extraordinaria naturaleza del cuarto punto, o el tercero, toda una declaración, en verdad, un principio, aunque imperfecto, sobre el sexto punto, pero se recordaría.

—Caramba, esto es pura religión —decía alguien sentado en el suelo—, y me gustan los cuerpos bonitos, pero mezclar estado y religión es un asunto peligroso.

Nadia y Maya se metieron en aguas mas profundas, tomadas del brazo, hablando con todo el mundo. Un grupo de jóvenes de Zigoto, Rachel, Tiu, Franz, Steve… les grito:

—¡Eh, las dos brujas!

Se acercaron y las abrazaron y besaron. Realidad cinética, pensó Nadia, realidad somática, realidad háptica… el poder de tocar, el dedo del fantasma latía, lo que no le sucedía desde hacía muchos años.

Siguieron a los ectógenos de Zigoto, y encontraron a Art, que estaba con Nirgal y otros hombres, todos atraídos como por un imán por Jackie, que aún acompañaba a Hiroko, a esas alturas medio verde, el pelo mojado pegado sobre sus hombros desnudos, la cabeza echada hacia atrás mientras reía, el sol crepuscular resplandeciendo alrededor de ella y dándole un cierto poder hirperreal, heráldico. Art parecía feliz, y cuando Nadia lo abrazó él le pasó un brazo por los hombros y ya no lo quitó. Su buen amigo una realidad somática muy sólida.

—Bien hecho —le dijo Maya a Art—. Es lo que John Boone habría hecho.

—No señor —replicó Jackie al instante.

—Yo lo conocí —dijo Maya, echándole una mirada feroz—, y tú no. Y digo que es lo que John habría hecho.

Se quedaron de pie, mirándose fijamente, la anciana belleza de cabello blanco, la joven belleza de cabello negro; y Nadia tuvo la sensación de que había algo primitivo en la escena, primordial, primate… Ésas son las dos brujas, deseó decirles a los hermanos de Jackie. Pero sin duda ellos ya lo sabían.

—Nadie es como John —dijo, tratando de romper el hechizo. Apretó la cintura de Art—. Pero está bien hecho.

Kasei llegó salpicándolos a todos; había permanecido apartado, en silencio, y Nadia lo miro pensativa: el hombre con el padre famoso, la madre famosa, la hija famosa… El hombre que lentamente adquiría poder, entre los rojos y los radicales de Marteprimero, a la cabeza de un movimiento disidente, como el congreso había dejado claro. No, era difícil saber qué pensaba Kasei de su vida. Le echó una mirada indescifrable a Jackie —orgullo, celos, algo de reproche— y dijo:

—John Boone nos sería útil ahora.

Su padre, el primer hombre que había pisado Marte, el John alegre que Nadia recordaba, que había disfrutado nadando al estilo mariposa en la Colina Subterránea, en tardes como aquélla, sólo que entonces fueron la realidad cotidiana durante un año o así…

—Y Arkadi —dijo Nadia, tratando de quitar hierro a la discusión—. Y Frank.

—Podemos pasar sin Frank Chalmers —dijo Kasei con amargura.

—¿Por qué dices eso? —exclamó Maya—. ¡Sería una suerte para nosotros contar con él en este momento! Sabríamos cómo manejar a Fort y Praxis, y a los suizos, los rojos, los verdes, a todos. Frank, Arkadi, John… los tres nos serían útiles ahora.

Tenia un gesto duro en la boca. Les echó una mirada de fuego desafiándolos a hablar. Entonces hizo una mueca con el labio y apartó la mirada.

—Tenemos que evitar otro sesenta y uno —dijo Nadia.

—Lo haremos —dijo Art, y le dio otro achuchón.

Nadia meneó la cabeza con tristeza. Los buenos momentos pasan tan deprisa…

—No está en nuestra mano —le dijo—. No es algo que podamos controlar del todo.

—Ya veremos. Será diferente esta vez —insistió Kasei.

—Veremos.

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