La biogénesis es en primer lugar psicogénesis. Esta verdad nunca fue tan manifiesta como en Marte, donde la noosfera precedió a la biosfera: los pensamientos envolvieron primero el planeta silencioso desde lejos, poblándolo de piedras, plantas y sueños, hasta el momento en que John pisó la superficie y dijo: «Aquí estamos». Desde ese punto de ignición la fuerza verde se propagó como un reguero de pólvora, hasta que todo el planeta latió de viriditas. Era como si el planeta hubiese echado algo en falta, y al golpe de la mente contra la roca, de noosfera contra litosfera, la ausencia de biosfera hubiere surgido con la asombrosa rapidez de la flor de papel de un mago.
Así percibía las cosas Michel Duval, que observaba con atención apasionada cualquier señal de vida en aquel yermo rojizo. Él se había aferrado a la areofanía de Hiroko con el fervor del hombre que se está ahogando y le echan un cabo. La areofanía le había dado una nueva forma de mirar, y para practicarla había adquirido el hábito de Ann de pasear por el exterior en la hora que precede al crepúsculo. En los parajes cubiertos de sombras largas descubría en las superficies herbosas una belleza conmovedora. En las pequeñas marañas de carrizo o liquen veía una Provenza en miniatura.
Ésa era su tarea, tal como ahora la concebía: el difícil trabajo de reconciliar la antinomia irreconciliable de Provenza y Marte. Sentía que en ese empeño él formaba parte de una larga tradición: en sus estudios había advertido que la historia del pensamiento francés se caracterizaba por los intentos de resolver antinomias extremas. Para Descartes había sido mente y cuerpo, para Sartre, freudismo y marxismo, para Teilhard de Chardin, cristianismo y evolución… La lista era larga, y a Michel le parecía que la particular cualidad de la filosofía francesa, su heroica tensión y su tendencia a ser una larga sucesión de magníficos fracasos, venía de ese repetido intento de unir bajo el mismo yugo términos contrarios. Quizá por eso el pensamiento francés había acogido de buen grado tan a menudo complejos aparatos retóricos tales como el rectángulo semántico, estructuras que tal vez pudieran atrapar esas fuerzas centrífugas en redes suficientemente fuertes como para retenerlas.
El trabajo de Michel era, pues, unir el espíritu verde y la materia roja, descubrir la Provenza en Marte. El liquen crustáceo, por ejemplo, hacia que algunas zonas de la planicie roja pareciesen recubiertas de jade. Y ahora, en las claras tardes color índigo, los antiguos cielos rosados daban un matiz pardo a la hierba, el color del cielo permitía que cada brizna de hierba radiase unos verdes tan puros que las pequeñas praderas parecían reverberar. La intensa presión de los colores en la retina… ¡qué delicia!
Y era sobrecogedor además ver lo deprisa que esta biosfera primitiva había arraigado, floreciendo y extendiéndose. Existía una tendencia inherente hacia la vida, una chispa eléctrica verde entre los polos de roca y mente. Una energía increíble que allí había penetrado hasta el corazón mismo de las cadenas genéticas, había insertado secuencias, creado micros híbridos, los había ayudado a propagarse, había cambiado los entornos para favorecer su crecimiento. El entusiasmo natural de la vida por la vida se manifestaba por doquier: luchaba y a menudo prevalecía. Pero ahora había unas manos que la guiaban, una noosfera que lo bañaba todo desde el principio. La fuerza verde, que saltaba como una chispa en el paisaje con cada roce de las puntas de sus dedos.
En verdad los seres humanos eran milagrosos: creadores conscientes que caminaban sobre ese mundo nuevo como jóvenes dioses en posesión del poder de los químicos. Michel observaba con curiosidad a cuantos encontraba en Marte, preguntándose mientras miraba sus por lo general anodinos exteriores qué clase de nuevo Paracelso o Isaac de Holanda tenia delante, y si acaso convertirían el plomo en oro, harían florecer las rocas…
El americano rescatado por Coyote y Maya no parecía, a primera vista, ni más ni menos notable que cualquiera de las personas que Michel había conocido en Marte; más inquisitivo quizá, más ingenuo: un hombre corpulento que arrastraba los pies y tenía una cara morena y una expresión curiosa. Pero Michel estaba acostumbrado a mirar más allá de la superficie, y a ver el espíritu transformador que se ocultaba en el interior, y en seguida concluyó que tenían a un hombre misterioso en las manos.
Se llamaba Art Randolph, les dijo, y había estado recuperando materiales útiles del cable del ascensor caído.
—¿Carbono? —preguntó Maya.
Pero él no captó o decidió ignorar el tono sarcástico de ella y contestó:
—Sí, pero también… —y entonces soltó toda una lista de minerales brechados exóticos. Maya le echó una mirada feroz, pero el hombre no se dio por enterado. Sólo tenía preguntas. ¿Quiénes eran? ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Adónde lo llevaban? ¿Qué clase de coches eran aquellos?
¿Eran visibles desde el espacio? ¿Cómo evitaban dejar rastros termales?
¿Por qué necesitaban ser invisibles desde el espacio? ¿Formaban parte, tal vez, de la legendaria colonia oculta? ¿Pertenecían a la resistencia marciana? ¿Quiénes eran?
Nadie se apresuró a responder estas preguntas, y fue Michel quien al fin dijo:
—Somos marcianos. Vivimos en el exterior por nuestra cuenta.
—La resistencia. Increíble. Para serles sincero, yo hubiese jurado que eran ustedes un mito. Esto es estupendo.
Maya puso los ojos en blanco, y cuando el invitado les pidió que lo dejasen en el Mirador de Echus, ella soltó una risa grosera y dijo:
—Pongámonos serios.
—¿Qué quiere decir?
Michel le explicó que puesto que no podían liberarlo sin revelar su presencia, no les quedaba más remedio que retenerlo.
—Oh, yo no le diría nada a nadie. Maya volvió a reír.
—No podemos confiar en un extraño en un asunto tan serio para nosotros —dijo Michel—. Y tal vez usted no pudiese guardar el secreto. Tendría que explicar por qué se alejó tanto del vehículo.
—Podrían llevarme de vuelta a él.
—No podemos demorarnos tanto. No nos hubiésemos acercado de no ser porque vimos que estaba en dificultades.
—Bien, lo agradezco de veras, pero debo decir que esto no se parece mucho a un rescate.
—Es mejor que la alternativa —dijo Maya con acritud.
—Muy cierto. Y lo aprecio de veras. Pero les prometo que no diré una palabra. Por otra parte no es un secreto que ustedes están aquí afuera. La televisión no hace más que hablar de ustedes.
Esta declaración silenció incluso a Maya. Siguieron viaje. Maya mantuvo una breve conversación en un ruso lleno de estática con Coyote, que viajaba en el rover de cabeza con Kasei, Nirgal y Harmakhis. Coyote se mostró inflexible: puesto que le habían salvado la vida, ciertamente podían arreglar la liberación de manera que ellos no corriesen ningún riesgo. Michel le comunicó lo esencial de la conversación al prisionero.
Randolph frunció apenas el ceño, y luego se encogió de hombros. Michel nunca había visto un ajuste tan rápido a un cambio de rumbo: la sangre fría del hombre era impresionante. Michel lo observó con atención, al tiempo que no quitaba ojo a la pantalla de la cámara frontal. Randolph ya estaba preguntando de nuevo, sobre los controles del rover. Sólo hizo una referencia más a su situación después de mirar los controles de la radio y el intercomunicador.
—Espero que me dejarán enviar un mensaje a mi compañía para que sepan que estoy sano y salvo. Trabajaba para Dumpmines, una filial de Praxis. Ustedes y Praxis tienen mucho en común, en serio. Ellos también pueden llegar a actuar muy secretamente. Deberían contactar con ellos por el bien de ustedes, créanme. Seguro que utilizan algunas frecuencias codificadas, ¿no es cierto?
Ni Maya ni Michel respondieron. Y más tarde, cuando Randolph pasó al pequeño retrete del rover, Maya siseó:
—Es obvio que es un espía. Estaba ahí con la intención de que lo recogiésemos.
Ésa era Maya. Michel no trató de discutir con ella; se limitó a encogerse de hombros.
—Desde luego, lo estamos tratando como si lo fuese.
Y entonces el hombre salió y siguió haciéndoles preguntas. ¿Dónde vivían? ¿Qué sentían viviendo todo el tiempo ocultos? Michel empezó a encontrar divertida lo que parecía cada vez más una actuación, o incluso un examen. Randolph se mostraba perfectamente abierto, ingenuo, sociable, su rostro moreno casi parecía el de un simplón. Pero sus ojos los estudiaban con atención, y a cada pregunta no contestada parecía más interesado y más complacido, como si las respuestas de ellos le llegaran por telepatía. Todo humano tenía un gran poder, todo humano en Marte era un alquimista. Y aunque Michel había abandonado la psiquiatría hacía mucho tiempo, aún reconocía el estilo de un maestro. Casi se rió de la urgencia que sentía de confesárselo todo a aquel hombre grande, pesado y enigmático, todavía torpe en la gravedad marciana.
Entonces la radio emitió un pitido, y un mensaje comprimido que no duró más de dos segundos zumbó por los altavoces.
—¿Ven? —dijo Randolph, solícito—, podrían recibir un mensaje de Praxis de esa manera.
Pero cuando la IA terminó de pasar la secuencia descodificadora, ya no hubo más bromas. Habían detenido a Sax en Burroughs.
Al alba todos se reunieron en el rover de Coyote y pasaron el día conferenciando sobre lo que debían hacer. Se sentaron en un apiñado círculo en el compartimiento de estar, con la preocupación marcada en los rostros. Todos excepto el prisionero, sentado entre Nirgal y Maya. Nirgal le había estrechado la mano y lo había recibido como si fuesen viejos amigos, aunque ninguno dijo una palabra. Pero el lenguaje de la amistad no las necesitaba.
Las noticias sobre Sax procedían de Spencer a través de Nadia. Spencer trabajaba en Kasei Vallis, una especie de nueva Koroliov, un complejo de seguridad, muy sofisticado y al mismo tiempo discreto. Habían trasladado a Sax allí, y Spencer se había enterado y se lo había comunicado a Nadia.
—Tenemos que sacarlo de allí —dijo Maya—, y deprisa. Sólo hace dos días que lo tienen.
—¿Sax Russell? —decía Randolph—. Caramba. No puedo creerlo.
¿Quiénes son ustedes? Eh, ¿usted es Maya Toitovna?
Maya lo maldijo en un ruso furibundo. Coyote los ignoraba a todos; no había dicho una palabra desde que llegara el mensaje, absorto en la pantalla de su IA, mirando lo que parecían ser fotografías de un satélite meteorológico.
—Podrían dejarme marchar —dijo Randolph en medio del silencio—. Yo no podría decirles nada que ellos no puedan sacarle a Russell.
—¡Él no les dirá nada! —dijo Kasei fieramente. Randolph agitó una mano.
—Lo asustarán, quizá lo maltraten un poco, lo enchufarán, lo drogarán y estimularán su cerebro en los lugares apropiados… Conseguirán respuesta a todo lo que pregunten. Según tengo entendido, lo han convertido en todo un arte. —Se quedó mirando a Kasei.— Usted también me resulta familiar. En fin, si no pueden sacárselo así, emplearán sin duda métodos más brutales.
—¿Cómo es que sabe todo eso? —preguntó Maya.
—Es de dominio público —dijo Randolph—, y por tanto quizá nada sea cierto, aunque…
—Quiero sacarlo de allí —dijo Coyote.
—Pero entonces sabrán que estamos aquí —dijo Kasei.
—Eso ya lo saben. Lo que no saben es dónde estamos.
—Además —añadió Michel—, es nuestro Sax.
—Hiroko no se opondrá —dijo Coyote.
—¡Si lo hace, dile que se vaya al infierno! —exclamó Maya—. ¡Dile que shikata ga nai!
—Será un placer —dijo Coyote.
Las vertientes occidental y septentrional de la protuberancia de Tharsis estaban muy poco pobladas en comparación con la pendiente oriental, sobre Noctis Labyrinthus. Había unas pocas estaciones areotermales y algunos acuíferos, pero la mayor parte de la región estaba cubierta todo el año por un manto de nieve, neveros y glaciares jóvenes. Los vientos que venían del sur chocaban con los fuertes vientos del noroeste que viraban en el Monte Olimpo, y las ventiscas podían ser violentas. La zona protoglacial se extendía desde los seis o siete mil metros hasta casi la base de los grandes volcanes. No era un buen lugar para construir, tampoco para esconder los rovers furtivos. Cruzaron deprisa las sastrugi y las cordadas de lava que les servían como carretera al norte de la mole de Tharsis Tholus, un volcán que tenía el tamaño del Mauna Loa, aunque bajo la pendiente de Ascraeus parecía un cono de cenizas. La noche siguiente dejaron atrás la nieve y se dirigieron al nordeste a través de Echus Chasma. Pasaron el día ocultos bajo la formidable pared oriental de Echus, sólo unos cuantos kilómetros al norte del viejo cuartel general de Sax en lo alto del acantilado.
El muro este de Echus Chasma era el Gran Acantilado con su absoluta magnificencia: un risco de tres mil metros de altura que se extendía casi mil kilómetros en línea recta en el eje norte-sur. Los areólogos aún discutían sobre su origen, pues ninguna fuerza parecía adecuada para crearlo. Era una rotura en el tejido de las cosas, que separaba el suelo de Echus Chasma de la llanura elevada de Lunae Planum. Michel había visitado el valle Yosemite en su juventud, y todavía recordaba aquellos imponentes acantilados de granito. Pero el muro que tenían delante era tan largo como el estado de California y tenía tres mil metros de altura en la mayor parte de su extensión, un mundo vertical cuyos inmensos planos de roca roja miraban al oeste sin ver y resplandecían en el atardecer vacío como el costado de un continente.
En su extremo norte, este increíble acantilado era más bajo y menos escarpado, y justo sobre los 20° norte lo atravesaba un canal ancho y profundo que corría hacia el este a través de la meseta de Lunae y bajaba hasta la cuenca de Chryse. Este gran cañón era Kasei Vallis, una de las manifestaciones más claras de antiguas inundaciones que podían encontrarse en Marte. Una simple mirada a las fotografías de satélite bastaba para darse cuenta de que hacía mucho tiempo una crecida enorme había bajado por Echus Chasma hasta alcanzar una abertura en el gran muro oriental, quizás un grahen. El agua se había desviado a la derecha por ese valle y erosionado la entrada con su fuerza formidable hasta convertirla en una curva lisa, y derramándose sobre la orilla exterior de la vuelta había desgarrado las grietas en la roca transformándolas en una cuadrícula de estrechos cañones. Una cresta central en el valle principal había sido modelada como una larga isla lemniscata, en forma de lágrima, una figura tan hidrodinámica como el lomo de un pez. La orilla interior del curso de agua fósil aparecía cortada por dos cañones apenas tocados por el agua, fossae corrientes que revelaban la configuración del canal principal antes de la inundación. Posteriormente, dos impactos tardíos de meteoritos en la parte más alta de la orilla interior habían completado la fisonomía del terreno, dejando unos cráteres abruptos.
Subiendo despacio por la pendiente exterior uno encontraba el valle curvo, con la cresta lemniscata y las murallas circulares de los cráteres de la pendiente interior como rasgos más destacados. Un paisaje cuya majestad espacial recordaba la región de Burroughs. La gran extensión del canal principal pedía agua a gritos, agua que sin duda formaría una corriente trenzada poco profunda que discurriría sobre guijarros y tallaría nuevos lechos e islas…
Allí se emplazaba ahora el cuartel de seguridad de las transnacionales. Los dos cráteres interiores así como grandes secciones del terreno cuadriculado de la orilla exterior y parte del canal principal a ambos lados de la isla lemniscata habían sido cubiertos con tiendas. Pero nada de esto apareció nunca en los reportajes de vídeo, ni en las noticias. Ni siquiera estaba en los mapas.
Sin embargo, Spencer había estado allí desde el comienzo de la construcción, y en sus raros mensajes al exterior les había explicado cuál sería la actividad de la nueva ciudad. En esos tiempos, casi todos los condenados por un crimen en Marte eran enviados al cinturón de asteroides para trabajar en naves mineras. Pero algunos integrantes de la Autoridad Transitoria querían una cárcel en Marte, y Kasei Vallis lo era.
Escondieron los rovers en un grupo de rocas a la entrada del valle, y Coyote estudió los informes meteorológicos. Maya estaba furiosa por la demora, pero él la ignoró.
—Esto no va a ser fácil —le dijo con severidad—, y no es viable si no se dan ciertas circunstancias. Tenemos que esperar hasta que lleguen algunos refuerzos y las condiciones meteorológicas sean favorables. Es un plan que Sax y Spencer me ayudaron a diseñar, y es muy ingenioso, pero tienen que darse las condiciones adecuadas.
Volvió a los monitores, ajeno a todos, hablando consigo mismo o con el alquimista de las pantallas, la luz parpadeando en su rostro enjuto y oscuro. Un alquimista, en verdad, pensó Michel, murmurando como si se inclinase sobre un alambique o un crisol, preparando las transmutaciones del planeta… Un gran poder, concentrado ahora en la meteorología. Al parecer, Coyote había descubierto unas pautas en el comportamiento de la corriente de chorro, ligadas a ciertos puntos de anclaje en el terreno.
—Es por la escala vertical —le explicó con irritación a Maya, que empezaba a sonar como Art Randolph con tanta pregunta—. Este planeta tiene treinta mil metros de altura desde el fondo hasta la cumbre. ¡Treinta mil metros! Eso origina vientos fuertes.
—Como el mistral —propuso Michel.
—Exacto. Vientos katabáticos. Y uno de los más fuertes baja del Gran Acantilado justo aquí.
Los vientos dominantes de la región, sin embargo, eran los del oeste. Cuando chocaban contra el acantilado de Echus originaban poderosas corrientes ascendentes, y los aficionados al vuelo que vivían en el Mirador de Echus las aprovechaban y se pasaban el día volando en planeador o en traje de pájaro. Sin embargo, los sistemas ciclónicos pasaban con frecuencia, trayendo vientos del este. Cuando esto ocurría, el aire frío barría la meseta nevada de Lunae y se cargaba de nieve, haciéndose más denso y más frío, y toda esa masa acababa encauzándose a través de los desfiladeros en el borde del gran acantilado, y los vientos se desplomaban como una avalancha.
Coyote había estudiado esos vientos katabáticos durante algún tiempo, y sus cálculos le habían hecho llegar a la conclusión de que cuando las condiciones eran las adecuadas —contrastes violentos de temperatura, una tormenta activa avanzando de este a oeste por la meseta—, una ligera intervención en ciertos lugares convertiría las corrientes descendentes en tifones verticales, que se abatirían sobre Echus Chasma y correrían por el eje norte-sur con una fuerza tremenda. Cuando Stephen les informó de la naturaleza y propósito del nuevo asentamiento en Kasei Vallis, Coyote decidió de inmediato preparar los medios para hacer posibles esas intervenciones.
—Los muy idiotas construyeron su prisión en un túnel de viento — musitó, respondiendo a una pregunta de Maya—. Y nosotros hemos construido un ventilador. O mejor dicho, un interruptor para poner en marcha el ventilador. Enterramos algunos distribuidores automáticos de nitrato de plata en la cima del acantilado, que actúan como enormes mangas de reacción, y también unos láseres para calentar el aire por encima de la zona de corrientes. Eso crea un gradiente de presión desfavorable que represa la corriente normal, y cuando ésta rompe el bloqueo baja con mucha más fuerza. Además, instalamos explosivos a lo largo de toda la cara del acantilado para cargar el viento de polvo y hacerlo más pesado. Verán, el viento se calienta a medida que cae, y eso lo frena si no está cargado de nieve y polvo. Escalé esa pared cinco veces para prepararlo todo, tendrían que haberme visto. Y hay algunos ventiladores también. Desde luego, el poder de todo el dispositivo es insignificante comparado con la fuerza total del viento, pero la dependencia de factores inestables es la clave de la meteorología, ya saben, y nuestras simulaciones por ordenador localizaron los puntos donde podemos forzar las condiciones iniciales que nos convienen. O eso esperamos.
—¿Es que no lo han probado? —preguntó Maya. Coyote la miró.
—Lo probamos en el ordenador y funcionó. Si conseguimos vientos ciclónicos de ciento cincuenta kilómetros por hora sobre Lunae, ya lo verás.
—Pero en Kasei seguro que conocen la existencia de esos vientos —señaló Randolph.
—Es cierto. Pero lo que ellos calculan que sucede cada milenio nosotros podemos crearlo siempre que se den las condiciones iniciales en la cima.
—Guerrilla climatológica —dijo Randolph con los ojos desorbitados—.
¿Cómo lo llaman ustedes, climataje? ¿Ataque meteorológico?
Coyote fingió ignorarlo, aunque Michel vislumbró una sonrisa fugaz a través de las trenzas.
Pero el sistema sólo funcionaría si se daban las condiciones adecuadas. No podían hacer otra cosa que sentarse y rezar para que ocurrieran.
Durante esas largas horas Michel tuvo la sensación de que Coyote trataba de proyectarse al cielo a través de la pantalla de su monitor.
—Vamos —apremiaba el hombre menudo y enjuto en voz baja, con la nariz pegada al cristal—. Sopla, sopla, sopla. Salta desde esa colina, maldito viento. Retuércete, gira, crece. ¡Vamos!
Rondó por el coche a oscuras mientras los demás intentaban dormir un poco, murmurando: «Mira, sí, mira», señalando detalles en las fotografías de satélite que nadie más veía. Luego se sentó y estudió caviloso los datos meteorológicos, mascando pan y maldiciendo, silbando como el viento. Michel yacía en el estrecho catre con la cabeza apoyada en la mano, y observaba con fascinación la ronda incesante de Coyote en la oscuridad: una figura pequeña, sombría, secreta, chamanesca. Y la figura de oso del prisionero estaba igualmente despierta y atenta a la escena nocturna: se le oía frotarse el mentón sin afeitar y Michel distinguía el brillo de sus ojos, que lo miraban como preguntándole cuánto duraría aquello.
—Vamos, maldito seas, vamos. Shuuuu… Sopla como un huracán de octubre…
Al fin, al atardecer del segundo día de espera, Coyote se puso de pie y se desperezó como un gato.
—Han llegado los vientos.
Durante la larga espera algunos rojos habían venido desde Mareotis pura ayudarlos en el rescate, y Coyote había diseñado un plan de ataque con ellos, basado en la información que les había proporcionado Spencer. Se dividirían y atacarían la ciudad desde diversos ángulos. Michel y Maya tenían que conducir un rover hasta el terreno fracturado de la pendiente exterior, donde podrían esconderse al pie de una pequeña mesa desde la que se veían las tiendas exteriores. Una de esas tiendas albergaba la clínica en la que Sax era ingresado periódicamente, un lugar poco vigilado según Spencer, al menos en comparación con el centro de detención de la pendiente interior donde permanecía Sax entre sesión y sesión de la clínica. El programa variaba, y Spencer no podía saber con seguridad dónde estaría Sax en un momento dado. Por eso, cuando el viento empezara a soplar, Michel y Maya entrarían en la tienda de la pendiente exterior y se encontrarían con Spencer, que los guiaría hasta la clínica. El rover más grande, con Coyote, Kasei, Nirgal y Art Randolph, se reuniría con los rojos de Mareotis en la pendiente interior. Otros rovers rojos tratarían de que la incursión pareciese un ataque a gran escala desde todas las direcciones, sobre todo desde el este.
—Nosotros llevaremos a cabo el rescate —dijo Coyote, mirando con expresión torva la pantalla—. El viento lanzará el ataque.
A la mañana siguiente Maya y Michel esperaban en el rover la llegada de los vientos. Desde donde estaban dominaban la pendiente de la orilla exterior hasta la gran isla lemniscata. Durante todo el día observaron los verdes mundos burbuja bajo las tiendas de la orilla exterior y la cresta: pequeños terrarios que dominaban la roja curvatura arenosa del valle, conectados por tubos peatonales transparentes y uno o dos tubos puente arqueados. Se parecían a la Burroughs de hacía cuarenta años, pedazos de una ciudad que crecía para llenar un gran cauce desértico.
Michel y Maya durmieron, comieron, vigilaron. Maya paseaba intranquila por el coche. Su nerviosismo había ido en aumento en los últimos días, y ahora caminaba con pasos silenciosos, como una tigresa enjaulada que ha olido la sangre. La electricidad estática saltaba de las puntas de sus dedos cuando acariciaba el cuello de Michel, haciendo doloroso el contacto. No había manera de tranquilizarla. Cuando Maya se dejó caer en el asiento del conductor, Michel se quedo de pie detrás de ella y le masajeo el cuello y los hombros como Maya le había hecho a el, pero era como intentar amasar bloques de madera y Michel sintió que los brazos se le ponían tensos.
Mantenían una conversación deshilvanada, inconexa, que se parecía a una asociación libre de ideas. Esa tarde acabaron hablando de los días en la Colina Subterránea: sobre Sax e Hiroko, e incluso sobre John y Frank.
—¿Recuerdas cuando una de las cámaras abovedadas se vino abajo?
—No —respondió ella con irritación—. No lo recuerdo. ¿Te acuerdas de la vez que Ann y Sax tuvieron aquella discusión tan sonada sobre la terraformación?
—No —contesto Michel con un suspiro—. No puedo decir que lo recuerdo.
Pasaron largo rato avanzando y retrocediendo en el tiempo de esa manera, y al fin tuvieron la sensación de haber vivido en Colinas Subterráneas distintas. Cuando ambos recordaban el mismo suceso se reían. Michel había advertido que los recuerdos de los Primeros Cien eran cada vez más escaso; y parecía que la mayoría de ellos recordaban mejor su infancia en la Tierra que sus primeros años en Marte. Todos guardaban memoria, desde luego, de los sucesos importantes y del curso general de la historia, pero los pequeños incidentes no eran recuerdos compartidos. La retención y recuperación de los recuerdos se convertiría en un gran problema clínico y teórico de la psicología, exarcebado por las longevidades sin precedentes. Michel se había mantenido informado sobre el tema, y aunque había abandonado la practica clínica hacia mucho aun preguntaba a sus viejos camaradas, como en una suerte de experimento informal, como lo hacia ahora con Maya. ¿Recuerdas esto, recuerdas aquello? No, no, no. ¿Qué recuerdas?
Lo mandona que era Nadia, dijo Maya, lo que hizo sonreír a Michel. El tacto de los suelos de bambú en los pies. ¿Y te acuerdas de la vez que les grito a los alquimistas? ¡Pues no!, contesto el. Continuaron, pero era como si las Colinas privadas en las que una vez habitaran hubieran sido universos separados, espacios de Riemann que se entrecruzaban únicamente en el plano del infinito, y ellos vagaran en el largo tramo de sus propios idiocosmos.
—Apenas recuerdo nada de todo aquello —declaro Maya al fin, sombría—. Todavía no puedo soportar pensar en John, ni tampoco en Frank. Trato de no hacerlo. Pero de repente algo desencadena el recuerdo y estoy perdida. ¡Son tan intensos como si hubiesen sucedido una hora antes! O como si estuviesen sucediendo de nuevo. —Tembló bajo las manos de Michel.— Los odio. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Desde luego. Mémoire involuntaire. Eso mismo me sucedió a mí cuando vivíamos en la Colina Subterránea. Así que no es cosa de la edad solamente.
—No. Es la vida. Es lo que no podemos olvidar. Casi no me atrevo a mirar a Kasei…
—Lo sé. Esos niños son extraños. Hiroko es extraña.
—Sí que lo es. ¿Pero fuiste feliz entonces, cuando te marchaste con ella?
—Sí. —Michel se esforzó por rememorar, que sin duda era el eslabón débil de la cadena…— Lo fui, desde luego. Tenía que admitir cosas que había tratado de suprimir en la Colina, que somos animales, que somos criaturas sexuales —dijo masajeándole los hombros con más fuerza.
—Yo no necesitaba recordar eso —dijo ella con una risa breve—. ¿E Hiroko te lo devolvió?
—Sí. Pero no sólo Hiroko. Evgenia, Rya… todas ellas. No directamente, vaya. Bueno, algunas veces directamente. Pero sólo para admitir que teníamos cuerpos, que éramos cuerpos. Trabajando juntos, viéndonos y tocándonos. Yo necesitaba aquello. Tenía verdaderas dificultades. Y ellas se las arreglaron para conectarlo con Marte además. Tú nunca pareciste tener problemas con eso tampoco, pero yo sí. Estaba enfermo. Hiroko me salvó. Para ella era una cuestión sensual extraer nuestro hogar y nuestro alimento de Marte. Algo así como hacer el amor con el planeta, o fecundarlo, o hacer las veces de partera. Un acto sensual, en cualquier caso. Fue eso lo que me salvó.
—Eso y sus cuerpos, el de Hiroko, el de Evgenia y el de Rya. —Lo miró por encima del hombro con una sonrisa picara y se echó a reír.— Apuesto a que eso lo recuerdas muy bien.
—Bastante bien.
Era mediodía, pero hacía el sur, sobre la larga garganta de Echus Chasma, el cielo estaba oscureciéndose.
—Quizás el viento esté llegando por fin —dijo Michel.
Las nubes coronaron el Gran Acantilado, una masa turbulenta de altos cumulonimbos, en cuyos vientres oscuros relumbraban los rayos, que caían sobre la cima del acantilado. El aire en el abismo era brumoso, y las tiendas de Kasei Vallis se definían con una nitidez sorprendente en esa bruma, como burbujas de aire transparente sobre los edificios y los árboles curiosamente inmóviles, como pisapapeles de cristal abandonados en el desierto ventoso. Eran poco más de las doce. Tendrían que esperar hasta que cayera la noche aunque llegasen los vientos. Maya se puso de pie y volvió a pasear de un lado a otro, irradiando energía, murmurando para sí en ruso, agachándose para mirar por las ventanas bajas. Las ráfagas embestían el rover, silbando y aullando sobre la roca quebrada al pie de la pequeña mesa a su espalda.
La impaciencia de Maya puso nervioso a Michel: era como estar encerrado con un animal salvaje. Se dejó caer pesadamente en uno de los asientos delanteros y contempló las nubes que se desplomaban desde el borde del Acantilado. La gravedad marciana permitía que los cúmulos se elevaran a gran altura en el cielo, y esas inmensas masas blancas en forma de yunque con la formidable pared del acantilado bajo ellas conferían una grandeza surrealista al mundo. Ellos eran como hormigas en ese paisaje, eran el pequeño pueblo rojo.
Sin duda intentarían el rescate esa noche; ya habían tenido que esperar demasiado. En una de sus incesantes vueltas, Maya volvió a detenerse detrás de Michel y empezó a masajearle los músculos entre el cuello y los hombros. Cada apretón envió intensas descargas sensitivas que bajaron por la espalda, los flancos y la cara interna de los muslos de Michel, que se dobló entre las manos de ella y se volvió en el asiento giratorio. La abrazó por la cintura y apoyó el oído contra su esternón. Maya siguió masajeándole los hombros, y él sintió que se le aceleraban el pulso y la respiración. Entonces Maya se inclinó y le besó la coronilla. Se abrazaron más estrechamente, Maya aún masajeándole los hombros. Permanecieron así mucho tiempo.
Después pasaron a la sala de estar e hicieron el amor. Llenos de aprensión como estaban, se entregaron con vehemencia. Sin duda la conversación sobre la Colina Subterránea lo había provocado: Michel recordó sus deseos ilícitos de Maya en esos años y enterró la cara en su cabello de plata, intentando fundirse con ella, alcanzar su interior. Como el animal felino que era, también ella empujó en un vigoroso intento de alcanzar el interior de Michel, y ese esfuerzo los arrebató por completo. Era bueno que estuviesen solos, libres para sumergirse sorprendidos en aquel rapto, para dejarse llevar por aquellas oleadas eléctricas.
Más tarde, Michel estaba tendido sobre Maya, aún dentro de ella, y Maya le tomó el rostro entre las manos y lo miró.
—En la Colina Subterránea yo te amaba —susurró él.
—En la Colina Subterránea —dijo ella despacio—, yo también te amaba. De veras. Nunca hice nada al respecto porque me habría sentido estúpida, ya sabes, después de lo de John y Frank. Pero te amaba. Por eso me sentí tan herida cuando te fuiste. Tú eras mi único amigo. Tú eras el único con el que yo podía hablar con franqueza. El único que me escuchaba de verdad.
Michel negó con la cabeza, recordando.
—No hice un buen trabajo, me parece.
—Quizá no. Pero te preocupabas por mí, ¿no? ¿O era sólo tu trabajo?
—¡Oh no! Yo te amaba, sí. Nunca era sólo trabajo contigo, Maya.
—Adulador —dijo ella, empujándolo—. Tú siempre hacías eso. Tratabas de dar la mejor interpretación a las cosas horribles que yo hacía.
—Soltó una risa breve.
—Sí. Pero no eran tan horribles.
—Lo eran. ¡Y entonces desapareciste!
—Lo abofeteó con suavidad.
—¡Me abandonaste!
—Me marché, nada puede cambiar eso. Tuve que hacerlo.
Maya apretó los labios con amargura, y miró más allá de él, al abismo profundo de los años, deslizándose de nuevo hacia abajo en la curva sinusoide de sus estados de ánimo, hacia algo más profundo y oscuro, Michel la observó con una dulce resignación. Había sido feliz durante mucho tiempo, y esa expresión en la cara de ella le hizo comprender que si se quedaba con Maya cambiaría su felicidad —al menos esa felicidad particular— por ella. Su «optimismo por sistema» se convertiría en un esfuerzo, y tendría una nueva antinomia que reconciliar en su vida, tan irreconciliable como Provenza y Marte, que sería simplemente Maya y Maya.
Yacieron perdidos en sus pensamientos, mirando afuera y sintiendo el balanceo del rover. El viento seguía aumentando y el polvo se derramaba sobre Echus Chasma y luego por Kasei Vallis en un remedo fantasmal de la gran marea que había excavado el canal. Michel se obligó a observar las pantallas.
—Más de doscientos kilómetros por hora.
Maya gruñó. Los vientos eran más rápidos en el pasado, pero con la atmósfera mucho más densa esas velocidades eran engañosas; los vendavales del presente eran mucho más poderosos que los viejos, escandalosos pero inconsistentes.
Era evidente que entrarían esa noche, sólo tenían que esperar la señal de radio de Coyote. Volvieron a tumbarse juntos y esperaron, tensos y relajados a un tiempo, dándose masajes el uno al otro para pasar el tiempo y aliviar la tensión, Michel maravillándose de la gracia felina del cuerpo largo y musculoso de Maya, viejo por la edad, pero en muchos aspectos el mismo de siempre. Tan hermoso como siempre.
Al fin el crepúsculo manchó el aire brumoso y las nubes monumentales en el este, que ahora cubrían la pared del acantilado. Se levantaron y se lavaron con esponjas. Comieron algo, se vistieron y se sentaron en los asientos delanteros, y la tensión creció de nuevo cuando el sol de cuarzo desapareció y el crepúsculo tormentoso se apagó.
En la oscuridad el viento sólo era ruido y un temblor irregular del rover sobre sus rígidos amortiguadores. Durante unos segundos las ráfagas aplastaban el coche, que luchaba por elevarse en los muelles y fracasaba, como un animal tratando de liberarse del fondo de una corriente. Entonces las ráfagas cedían y el rover saltaba hacia arriba.
—¿Crees que podremos caminar con este viento? —preguntó Maya. Michel no contestó. Él había salido con ventiscas fuertes en otras ocasiones, pero en la oscuridad nadie podía afirmar que ésta no fuera peor que aquéllas. El anemómetro del rover registraba ráfagas de doscientos treinta kilómetros por hora, pero estaban al abrigo de una pequeña mesa, y no se podía asegurar que reflejase las velocidades máximas verdaderas.
Comprobaron el medidor de arena y no se sorprendieron al descubrir que se trataba además de una tormenta de arena con todas las de la ley.
—Acerquemos más el rover —propuso Maya—. Llegaremos allí antes, y nos será más fácil encontrar el coche después.
—Buena idea.
Se sentaron al volante y emprendieron la marcha. Fuera del abrigo de la mesa, el viento era feroz. En cierto momento el zarandeo se hizo tan severo que temieron volcar; y si hubiesen tenido el viento de través seguramente habrían volcado. Con el viento detrás, avanzaban a quince kilómetros por hora cuando deberían ir a diez, y el motor zumbaba infeliz mientras frenaba el coche para evitar que fuese aún más rápido.
—Este viento es excesivo, ¿no? —preguntó Maya.
—No creo que Coyote pueda controlarlo, la verdad.
—Guerrilla climatológica —dijo Maya con un bufido—. Ese hombre es un espía, estoy segura.
—Yo no lo creo.
Las cámaras no mostraban más que un torrente de oscuridad sin estrellas. La IA del rover los estaba guiando a estima, y en el mapa de la pantalla aparecían situados a dos kilómetros de la tienda más meridional de la orilla exterior.
—Será mejor que caminemos desde aquí —dijo Michel.
—¿Cómo encontraremos el coche después?
—Tendremos que utilizar el hilo de Ariadna.
Se pusieron los trajes y entraron en la antecámara. Cuando la puerta exterior se abrió, el aire los succionó de inmediato.
En cuanto estuvieron fuera unas violentas ráfagas los embistieron por la espalda. Una derribó a Michel, que acabó a gatas en el suelo. Buscó a Maya entre el polvo y la vio en la misma posición detrás de él. Se acercó a la puerta, tomó el carrete de hilo y se lo sujetó al antebrazo; luego asió la mano de Maya.
Tras repetidos ensayos, descubrieron que podían levantarse si se encorvaban hacia adelante, el casco y la cintura al mismo nivel. Avanzaron a trompicones, despacio, aplastándose contra el suelo cuando las ráfagas eran demasiado potentes. Apenas veían el suelo que pisaban, y no era difícil golpearse una rodilla con una roca. El viento de Coyote había bajado con demasiada fuerza. Pero no se podía hacer nada. Y desde luego los habitantes de las tiendas de Kasei no estarían fuera dando un paseo.
Una ráfaga volvió a arrojarlos al suelo y Michel dejó que el viento pasara sobre él. A duras penas evitó que lo arrastrase. Su consola de muñeca estaba conectada a la de Maya por un hilo telefónico.
—Maya, ¿estás bien? —preguntó.
—Sí. ¿Y tú?
—Perfectamente —contestó, aunque descubrió una pequeña rasgadura en el guante, sobre el nudillo del pulgar.
Apretó el puño, sintiendo el frío filtrarse y subir por la muñeca. Bueno, no se le congelaría instantáneamente como en el pasado, ni tampoco se le haría un moretón por la presión. Sacó un parche del compartimiento de muñeca y cubrió el rasgón.
—Creo que será mejor que avancemos así.
—¡No podemos arrastrarnos dos kilómetros!
—Podemos sí no queda más remedio.
—Pues no creo que lo consigamos. Podemos seguir como hasta ahora y estar preparados para tirarnos al suelo si es necesario.
—De acuerdo.
Se pusieron de pie, encorvados, y avanzaron arrastrando los pies con cautela. El polvo negro pasaba junto a ellos con una velocidad inaudita. Las indicaciones del mapa de navegación iluminaban el visor de Michel, a la altura de la boca: la primera tienda aún estaba a un kilómetro, y para su sorpresa, los números verdes del reloj marcaban las 11:15:16; llevaban fuera una hora. El aullido del viento le impedía oír a Maya, aun con el intercom pegado a la oreja. En esos momentos Coyote y los otros, además de los rojos, debían de estar atacando los alojamientos de la orilla interior, pero no podían estar seguros. Tendrían que confiar en que la fuerza del viento no hubiese impedido esa fase de la acción, o no la hubiese retrasado demasiado.
Era un asunto complicado avanzar encorvados, unidos por el hilo telefónico. Continuaron con obstinación, hasta que los muslos y la parte baja de la espalda les ardieron. Al fin, el indicador de navegación les reveló que estaban muy cerca de la tienda más meridional. No podían verla. El viento arreció aún más, y tuvieron que arrastrarse en los últimos cientos de metros, sobre una roca dolorosamente dura. Los dígitos del reloj se detuvieron en las 12:00:00. No mucho después tropezaron con el remate de hormigón de la tienda.
—Puntuales como los suizos —susurró Michel.
Spencer los esperaba en el lapso marciano, y habían pensado que tendrían que esperar en el muro hasta que se hiciera la hora. Michel alargó una mano y empujó con suavidad la capa exterior de la tienda. Estaba muy tirante, y latía a cada embestida del aire.
—¿Lista?
—Sí —dijo Maya, la voz tensa.
Michel sacó una pequeña pistola de aire comprimido, y Maya hizo lo mismo. Las pistolas tenían múltiples accesorios que permitían hacer cualquier cosa, desde enroscar un tornillo a poner una inyección. Ahora iban a usarlas para rasgar el duro y elástico material de la tienda.
Desconectaron el hilo telefónico que los unía y apretaron las pistolas contra el tenso y vibrante muro invisible. Dispararon a la vez.
No ocurrió nada. Maya volvió a conectar el hilo telefónico a su muñeca.
—Quizá tengamos que acuchillarla.
—Quizá. Pongamos las dos pistolas juntas y probemos de nuevo. Este material es fuerte, pero con el viento…
Desconectaron, se prepararon, probaron: sus brazos fueron proyectados sobre el remate y ellos se desplomaron contra el muro de hormigón. Una fuerte explosión fue seguida por otra menor; luego se oyó un fragor lejano y una serie de explosiones. Las cuatro capas de la tienda se estaban desgarrando entre dos de los contrafuertes y quizá en toda la cara sur, lo que provocaría el estallido de toda la tienda. El polvo volaba entre los poco iluminados edificios que tenían delante. Las ventanas se apagaban a medida que los edificios se quedaban sin electricidad; algunos perdieron las ventanas a causa de la súbita despresurizaron, aunque esta no era ni mucho menos tan grave como lo habría sido en el pasado.
—¿Estás bien? —preguntó Michel por el intercom.
—Me he hecho daño en el brazo —contestó ella, aspirando el aire entre los dientes. Por encima del rugido del viento se escuchaban las alarmas—. Busquemos a Spencer —añadió con aspereza. Se puso de pie y el viento la empujó con violencia sobre el remate; Michel la siguió y cayó sobre ella.
—Vamos —dijo Maya.
Se adentraron tambaleando en la ciudad prisión de Marte.
Dentro de la tienda reinaba el caos. El polvo convertía el aire en una especie de gel negro que se derramaba por las calles con fantástica velocidad y con un chillido tan agudo que Michel y Maya apenas se oían cuando reconectaron la línea telefónica. La descompresión había volado muchas ventanas e incluso derribado muros, y las calles estaban sembradas de fragmentos de cristal y cafeoles de hormigón. Avanzaron lado a lado, tanteando con los pies, confirmando con las manos.
—Inténtalo con el mapa de infrarrojos —recomendó Maya.
Michel lo activó. La imagen infrarroja era dantesca: los edificios dañados resplandecían como fuegos verdes.
Llegaron al gran edificio central donde Spencer había dicho que tendrían a Sax, y descubrieron que también allí brillaba el verde en una pared. Por suerte, unos mamparos protegían la clínica subterránea. De no ser por eso, el intento de rescate habría acabado con Sax, aunque no podía descartarse que hubiese ocurrido lo peor, juzgó Michel, porque los suelos de la planta baja del edificio estaban resquebrajados.
Llegar a la clínica sería un problema. Se suponía que había un hueco de escalera que funcionaba como antecámara de emergencia, pero no sería fácil localizarlo. Michel sintonizó la frecuencia común, y a través de ella le llegó un galimatías frenético de confusión general; las tiendas que cubrían los dos cráteres menores de la pendiente interior habían estallado, y se oían llamadas de socorro. Maya propuso esconderse y esperar a que saliese alguien.
Se agacharon detrás de una pared y esperaron, algo resguardados del viento. Entonces, delante de ellos una puerta se abrió de par en par y unas figuras con traje corrieron a la calle y desaparecieron. Maya y Michel fueron hasta la puerta y entraron.
Se encontraron en un vestíbulo, todavía despresurizado; pero las luces funcionaban, y en un panel parpadeaban unas luces rojas. Era una antecámara de emergencia. Cerraron la puerta exterior y el reducido espacio volvió a presurizarse. Se plantaron ante la puerta interior y se miraron a través de los visores polvorientos. Michel se pasó el guante por el suyo para limpiarlo un poco y se encogió de hombros. En el rover habían discutido sobre ese momento, el momento crucial de la operación, pero no habían podido planear nada; y ahora el momento había llegado, y la sangre le volaba en las venas como impelida por el viento.
Desconectaron el hilo y sacaron las pistolas láser que Coyote les había dado. Michel disparó al panel de la puerta y esta se abrió con un siseo. Encontraron a tres hombres con traje pero sin casco; parecían asustados. Michel y Maya dispararon y los hombres cayeron al suelo retorciéndose. Rayos de las puntas de los dedos.
Arrastraron a los tres hombres hasta una habitación lateral y los encerraron allí. Michel se preguntó si no les habrían disparado demasiadas veces; las arritmias cardíacas eran frecuentes cuando esto ocurría. Sentía que el cuerpo se le había expandido tanto que el traje lo oprimía, y tenía mucho calor, jadeaba y sentía una exaltación feroz. Maya parecía sentirse igual: echó a andar por un pasillo, casi corriendo. De repente, el pasillo quedó a oscuras. Maya encendió la linterna del casco y siguieron el polvoriento cono de luz hasta la tercera puerta a la derecha, donde Spencer les había dicho que estaría Sax. Estaba cerrada.
Maya sacó una pequeña carga explosiva y la colocó sobre la manija y la cerradura; retrocedieron algunos metros por el pasillo. Cuando detonó la carga la puerta se abrió violentamente, impulsada por el aire del interior. Corrieron adentro y encontraron a dos hombres intentando sellar los cascos; cuando vieron a Michel y Maya uno se llevó la mano a la pistolera y el otro corrió hacia una consola de mesa. Pero la necesidad de asegurar los cascos se impuso y no consiguieron hacer ninguna de las dos cosas antes de que los intrusos les disparasen. Cayeron al suelo.
Maya retrocedió y cerró la puerta por la que habían entrado. Recorrieron otro pasillo, el último. Llegaron a una puerta y Michel la señaló. Maya sostuvo la pistola con las dos manos y con una inclinación de cabeza indicó que estaba lista. Michel abrió la puerta de una patada y Maya se precipitó dentro seguida por Michel. Una persona con traje y casco estaba inclinada sobre lo que parecía una mesa de operaciones, trabajando en la cabeza de un cuerpo yacente. Maya disparó varias veces y la figura se desplomó como si le hubiesen dado un puñetazo, y luego rodó por el suelo sacudida por espasmos musculares.
Corrieron hacia el hombre de la mesa de operaciones. Era Sax, aunque Michel lo reconoció más por el cuerpo que por el rostro, que era una máscara mortuoria con los ojos morados y la nariz aplastada. Parecía estar con vida. Empezaron a soltarle las correas. Tenía electrodos pegados en varios puntos de la cabeza rapada, y Michel hizo una mueca de dolor cuando vio que Maya los arrancaba sin miramientos. Michel sacó un traje de emergencia y enfundó las piernas y el torso inertes de Sax, maltratándolo en su prisa; pero Sax ni siquiera gimió. Maya sacó un casco de tela de emergencia y un pequeño tanque de la mochila de Michel; los conectaron al traje de Sax y activaron el dispositivo.
Maya se aferraba a la muñeca de Michel con tanta fuerza que éste temió que le rompiera los huesos. Ella volvió a conectar el hilo telefónico.
—¿Está vivo?
—Creo que sí. Saquémoslo de aquí.
—¡Mira lo que le han hecho en la cara esos fascistas asesinos!
La persona caída en el suelo se movía, y Maya se acercó a ella y le pateó el vientre. Entonces se inclinó y miró a través del visor, y sorprendida soltó un juramento.
—¡Es Phyllis!
Michel arrastró a Sax fuera de la habitación y por el pasillo. Maya lo alcanzó. Alguien apareció delante de ellos y Maya levantó la pistola, pero Michel le apartó la mano: era Spencer Jackson, lo reconoció por los ojos. Spencer habló, pero con los cascos no podían oírle. Al darse cuenta, el hombre gritó:
—¡Gracias a Dios que llegaron! ¡Ya habían acabado con él! ¡Iban a matarlo!
Maya dijo algo en ruso y corrió de vuelta a la habitación; arrojó algo dentro y regresó deprisa. Una explosión proyectó fuera de la habitación humo y escombros, que acribillaron la pared opuesta.
—¡No! —gritó Spencer—. ¡Era Phyllis!
—Ya lo se —gritó Maya con rabia, pero Spencer no pudo oírla.
—Vamos —insistió Michel, tomando en brazos a Sax. Le indicó a Spencer que se pusiera un casco—. Salgamos de aquí.
Nadie parecía oírlo, pero Spencer se puso un casco y ayudó a Michel a cargar a Sax por el pasillo y escaleras arriba hasta la planta baja.
Fuera la intensidad del ruido había crecido, y estaba muy oscuro. Rodaban objetos por el suelo, y algunos incluso volaban. Michel recibió un impacto en el visor que lo derribó.
Después de eso le pareció estar distanciado de todo lo que ocurría. Maya conectó una línea a la muñeca de Spencer y les siseó órdenes a los dos, la voz dura y precisa. Cargaron el cuerpo de Sax hasta el muro de la tienda y lo pasaron por encima, y luego se arrastraron de un lado a otro hasta que dieron con el carrete de hierro de su hilo de Ariadna.
De inmediato fue evidente que no podrían caminar con ese viento. Tendrían que arrastrarse sobre rodillas y manos: uno cargaría a Sax a la espalda y los otros lo ayudarían a los lados. Se arrastraron siguiendo el hilo; sin él no habrían tenido ninguna posibilidad de encontrar el rover. Gatearon hacia su objetivo con las manos y las rodillas entumecidas por el frío. Michel advirtió un chorro oscuro de polvo y arena bajo su visor. En algún momento comprendió que el visor se había resquebrajado.
Descansaban cada vez que cambiaban a Sax de porteador. Cuando Michel terminó su turno, se arrodilló, jadeando y apoyó el visor contra el suelo, de modo que el polvo volara sobre él. Sentía la arena roja en la lengua, amarga, salada y sulfurosa: el sabor del miedo marciano, de la muerte marciana; o quizás sólo era el sabor de su sangre, no podía decirlo. Había demasiado ruido para pensar, le dolía el cuello, le zumbaban los oídos y veía gusanos rojos, el pequeño pueblo rojo saliendo al fin de su visión periférica para bailar delante de él. Sintió que estaba a punto de desvanecerse. En cierto momento pensó que iba a vomitar, lo que era peligroso con un casco, y todo su cuerpo, cada músculo, cada célula, se encogió en un esfuerzo doloroso y sudoroso por contener el vómito. Luego de una larga lucha, la arcada pasó.
Siguieron arrastrándose. Una hora de esfuerzo mudo y violento pasó, y luego otra. Las rodillas de Michel estaban perdiendo el entumecimiento para dejar paso a un dolor lacerante: las tenía desolladas. A veces se tendían en el suelo esperando a que una ráfaga particularmente maníaca pasara. Era sorprendente cómo incluso a velocidades huracanadas, el viento llegaba en rachas, no era una presión continua, sino una sucesión de golpes violentos. A veces tenían que esperar tanto que dejaban vagar la mente o dormitaban. Ya pensaban que el alba los sorprendería. Pero entonces Michel vio los números fracturados del reloj del visor: sólo eran las tres y media de la madrugada. Siguieron arrastrándose.
Y entonces el hilo subió, y se encontraron con la puerta de la antecámara del rover ante las narices. Metieron a Sax a ciegas en la antecámara y luego entraron cansadamente tras él. Cerraron la puerta exterior y presurizaron la cámara. Una espesa capa de arena cubría el suelo, y el polvo remolineaba frente a la bomba del ventilador, manchando el aire demasiado luminoso. Parpadeando, Michel estudió el pequeño visor de emergencia de Sax; era como mirar en unas gafas de buceo, y no advirtió ninguna señal de vida.
Cuando la puerta interior se abrió, se libraron de cascos, botas y trajes, y entraron cojeando en el rover, cerrando deprisa la puerta para dejar atrás el polvo. Michel tenía la cara mojada, y cuando se la secó descubrió que era sangre, de color rojo vivo en el compartimiento sobreiluminado. Le había sangrado la nariz. Aunque las luces brillaban todo aparecía apagado en su visión periférica, y la sala estaba extrañamente quieta y silenciosa. Maya tenia un corte feo en el muslo, y la piel que lo rodeaba estaba blanca de escarcha. Spencer parecía exhausto, ileso pero muy agitado. Le quitó el casco de tela a Sax, hablándoles atropelladamente mientras lo hacía.
—¡No pueden arrancarle las sondas a la gente de esa manera, pueden causarles daños! ¡Tenían que haberme esperado, ustedes no tenían ni idea de lo que estaban haciendo!
—Ni siquiera sabíamos si vendrías —dijo Maya—. Te retrasaste.
—¡No mucho! ¡No tenían que dejarse dominar por el pánico!
—¡No nos dominó el pánico!
—¿Entonces por qué lo sacaron de allí con esas prisas? ¿Y por qué mataste a Phyllis?
—¡Ella era una torturadora, una asesina! Spencer meneó la cabeza con violencia.
—Ella era tan prisionera como Sax.
—¡No es cierto!
—Tú no lo sabes. ¡Tú la mataste sólo por lo que parecía! Tú no eres mejor que ellos.
—¡Maldita sea! ¡Ellos son los que nos torturan! ¡Tú no los detuviste y tuvimos que hacerlo nosotros!
Maldiciendo en ruso, Maya fue hasta uno de los asientos delanteros y puso en marcha el rover.
—Envía el mensaje a Coyote —le escupió a Michel.
Michel trató de recordar cómo funcionaba la radio. Su dedo por fin pulsó la tecla que liberaba el mensaje: tenían a Sax. Entonces volvió al sofá donde estaba tendido Sax, respirando superficialmente, en estado de shock. Le habían afeitado algunas zonas del cráneo. También a él le había sangrado la nariz. Spencer se la limpió delicadamente, sacudiendo la cabeza.
—Utilizaron resonancias magnéticas y ultrasonidos localizados —dijo sombrío—. Arrancarle los electrodos de esa manera podría haberlo… —Se interrumpió y volvió a sacudir la cabeza.
Sax tenía el pulso débil e irregular. Michel empezó a quitarle el traje, viendo sus propias manos moverse como estrellas de mar, flotando; actuaban con independencia de su voluntad, era como si trabajase con un teleoperador averiado. Estoy aturdido, pensó. Tengo una conmoción. Sintió náuseas. Spencer y Maya se gritaban furiosamente, y él no podía captar el sentido.
—¡Ella era una bruja!
—¡Si matasen a la gente por ser una bruja, tú nunca habrías salido viva del Ares!
—Basta ya —dijo Michel débilmente—. Los dos.
No comprendía del todo lo que decían, pero sin duda era una pelea, y él sabía que tenía que mediar. Maya estaba incandescente de ira y dolor, llorando y gritando, y Spencer gritaba temblando de pies a cabeza. Y Sax estaba en coma. Tendré que empezar con la psicoterapia otra vez, pensó Michel, y rió. Avanzó como flotando hasta un asiento delantero e intentó comprender los controles, que latían como manchas borrosas bajo el oscuro polvo que volaba al otro lado del parabrisas.
—Conduce —le dijo a Maya con desesperación.
Ella estaba en el asiento contiguo, llorando con rabia, aferrada al volante. Michel le apoyó una mano en el hombro y ella la apartó con violencia; la mano voló como si fuera la de una marioneta, y él estuvo a punto de caerse de la silla.
—Hablaremos más tarde —dijo Michel—. Lo hecho, hecho está. Ahora tenemos que regresar a casa.
—No tenemos casa —gruñó Maya.