SEXTA PARTE Tariqat

El Gran Hombre procedía de un gran planeta. Era un viajero, como Paul Bunyan, que divisó Marte y se detuvo para visitarlo, y todavía estaba allí cuando Paul Bunyan llegó, y por esa razón se pelearon. El Gran Hombre ganó, como ya saben. Pero luego de la muerte de Paul Bunyan y de Babe, su gran buey azul, ya no tuvo a nadie con quien hablar, y vivir en Marte fue para el Gran Hombre como intentar vivir sobre una pelota de baloncesto. Vagó un tiempo por el planeta, destrozándolo todo, tratando de adecuarlo a su medida, y al fin desistió y se marchó.

Después de eso, las bacterias de Paul Bunyan y su buey Babe abandonaron sus cuerpos y circularon por las aguas cálidas que cubrían la roca madre en las profundidades de la tierra. Se alimentaron de metano y de sulfuro de hidrógeno y soportaron el peso de millones de toneladas de roca, como si habitaran en un planeta de neutrones. Sus cromosomas se alteraron, mutación tras mutación, y a un ritmo de reproducción de diez generaciones por día no se necesitó mucho tiempo para que la vieja criba de la supervivencia del más apto hiciese su selección natural. Pasaron millones de años. Y muy pronto hubo toda una historia evolutiva submarciana, arrastrándose a través de las grietas del regolito y los intersticios entre los granos de arena, subiendo hacia el frío sol desértico. Criaturas de todas las clases, sólo que diminutas. Eso era todo lo que cabía en el reducido espacio subterráneo, y cuando alcanzaron la superficie ciertos patrones ya eran fijos. Lo cierto es que arriba tampoco había nada que estimulase el crecimiento. Así pues, se desarrolló una biosfera chasmoendolítica en la que todo era pequeño. Las ballenas tenían el tamaño de renacuajos de un día, las secoyas eran como el liquen astado, y así todo. Era como si la proporción que duplicaba en Marte el tamaño de las cosas con respecto a sus análogas terranas se hubiese invertido al fin, y con exageración.

Y así su evolución produjo al pequeño pueblo rojo. Ellos son como nosotros, o así nos lo parece cuando los vemos, porque sólo los vemos por el rabillo del ojo. Si se pudiese tener una visión clara de uno de ellos, se descubriría que tiene el aspecto de una salamandra diminuta erguida sobre las patas, de color rojo oscuro, aunque la piel parece tener algo de camaleónica, y por lo general adopta el color de las rocas entre las que se halla. Si uno distinguiese una de estas criaturas con claridad, advertiría que su piel parece liquen coriáceo mezclado con granos de arena, y que los ojos son rubíes. Es fascinante, pero no sé entusiasmen demasiado, porque lo cierto es que nunca tendrán la oportunidad. Es en extremo difícil. Cuando se quedan quietos es imposible verlos. Y no los veríamos nunca si no fuese porque cuando están de buen humor algunos confían tanto en su habilidad para quedarse quietos y desaparecer que saltan en nuestro campo de visión periférica sólo para confundirnos. Pero cuando uno vuelve los ojos para mirar dejan de moverse, y ya nunca vuelves a verlos.

Viven en todas partes, incluyendo nuestras habitaciones. Por lo común hay unos pocos en el polvo de los rincones. ¿Y cuántos pueden presumir de no tener polvo en los rincones? No muchos, creo. Se organiza una buena cuando barremos. Sí, en esos días el pequeño pueblo rojo tiene que correr como alma que lleva el diablo. Es una catástrofe para ellos. Imaginan que somos unos grandullones idiotas que de vez en cuando tenemos arrebatos destructivos.

Sí, es cierto que el primer humano que vio al pequeño pueblo rojo fue John Boone. ¿Qué otra cosa esperaban? Sucedió a las pocas horas de aterrizar. Más adelante aprendió a verlos incluso cuando estaban inmóviles, y empezó a hablar con los que vivían en su habitación, hasta que al fin ellos cedieron y contestaron. Se enseñaron sus respectivas lenguas, y todavía hoy se puede oír al pueblo rojo emplear numerosos booneísmos en el inglés que hablan. Con el tiempo, toda una multitud de ellos viajaba con Boone adonde quiera que fuese. Les gustaba, y John no era una persona demasiado pulcra, así que tenían sus rincones. Sí, había unos centenares en Nicosia la noche que lo asesinaron. Ellos fueron quienes atraparon a los árabes que murieron más tarde esa misma noche: una banda de la gente pequeña fue tras ellos. Espantoso.

Eran amigos de John Boone y su muerte los entristeció tanto como a los demás. Desde entonces, no ha habido ningún humano que aprendiese su idioma o los llegase a conocer tanto como Boone. Sí, John fue también el primero en contar historias sobre ellos. Mucho de lo que nosotros sabemos proviene de él, a causa de esa relación especial. Sí, se dice que el abuso de omegendorfo provoca la aparición de puntos móviles, borrosos y rojos en la visión periférica del abusador.

De cualquier modo, desde la muerte de John, el pequeño pueblo rojo ha estado viviendo con nosotros sin revelarse, observándonos con sus ojos de rubí y tratando de averiguar cómo somos y por qué actuamos como lo hacemos. Y cómo pueden tratar con nosotros y conseguir lo que quieren, con quiénes pueden hablar y mantener una amistad, seguros de que no los barrerá cada pocos meses ni tampoco arruinará el planeta. Por eso nos observan. Ciudades-caravana enteras llevan al pueblo rojo de un lado a otro con nosotros. Y ellos están preparándose para hablarnos otra vez. Están averiguando con quién podrán hablar. Se preguntan a sí mismos: ¿quiénes entre estos gigantes idiotas saben algo de Ka?

Ése es el nombre que ellos dan a Marte, sí. Lo llaman Ka. A los árabes les encanta, porque el nombre arábigo de Marte es Qahira, y a los japoneses también les gusta, porque ellos lo llaman Kasei. Pero en realidad muchos nombres terranos de Marte contienen el sonido ka; y algunos dialectos de los pequeños rojos lo tienen como m'kah, lo que añade un sonido presente en muchos otros nombres terranos del planeta. Es posible que el pequeño pueblo rojo tuviese un programa espacial en tiempos pasados y viajaran a la Tierra y fuesen nuestros duendes, hadas y gente pequeña en general, y que entonces explicasen a algunos humanos de dónde procedían, y que ellos mismos nos proporcionaran el nombre. Por otra parte, puede ser también que el planeta mismo sugiera el sonido de alguna manera hipnótica que afecta a todos los observadores conscientes, los que están sobre el planeta o los que la contemplan como una estrella roja en el cielo. No sé, quizá sea el color. Ka.

Así pues, los ka nos observan y preguntan: ¿Quién conoce a Ka?

¿Quién dedica tiempo a Ka, y aprende de Ka, y a quién le gusta tocar a Ka y caminar sobre Ka, y quién deja que Ka penetre en él, y deja el polvo de las habitaciones en paz? Ésos son los humanos con los que hablaremos. Muy pronto nos presentaremos, dicen ellos, a aquellos a los que parezca gustarles Ka. Y cuando lo hagamos, será mejor que estén preparados. Porque tenemos un plan. Será tiempo de abandonarlo todo y salir a las calles, a un mundo nuevo. Había llegado la hora de liberar a Ka.


Condujeron hacia el sur en silencio. El coche se sacudía bajo los embates del viento. Pasaban las horas y no tenían noticias de Michel y Maya. Habían acordado emitir unas señales de radio que sonaban como la estática provocada por los rayos, una para éxito y otra para fracaso. Pero la radio sólo siseaba, apenas audible sobre el fragor del viento. Cuanto más tiempo pasaba, más crecía la intranquilidad de Nirgal: parecía como si algún desastre se hubiese abatido sobre los compañeros en el muro exterior, y en vista de la situación extrema que habían vivido ellos mismos esa noche —el avance desesperado, arrastrándose a través de la negrura que bramaba, la lluvia de escombros, los disparos frenéticos de los ocupantes de las tiendas rojas—, las expectativas eran sombrías. El plan parecía ahora insensato, y Nirgal dudó del juicio de Coyote, que estudiaba su IA murmurando para sí y frotándose las espinillas doloridas. Claro que los demás habían aprobado el plan, incluido Nirgal, y Maya y Spencer habían ayudado a formularlo junto con los rojos de Mareotis. Y nadie esperaba que el huracán katabático fuese tan severo. Sin embargo, Coyote había sido el líder, sin duda. Y ahora parecía muy angustiado, y también furioso y asustado.

Entonces la radio crepitó como si un par de rayos hubiesen caído cerca, y la descodificación del mensaje llegó de inmediato. Éxito. Habían encontrado a Sax y lo habían sacado de allí.

El estado de ánimo en el coche cambió del pesimismo al júbilo. Gritaron, rieron, se abrazaron; Nirgal y Kasei lloraron de felicidad y alivio, y Art, que había permanecido en el coche durante el ataque, y luego había decidido por cuenta propia salir a recojerlos con el rover en medio del oscuro vendaval, fue palmeando espaldas y gritando: —¡Buen trabajo!

¡Buen trabajo!

Coyote, completamente colocado con calmantes, soltó su risa de loco. La gravedad que pesaba en el pecho de Nirgal desapareció y se sintió liviano. Comprendió que esos contrastes de esfuerzo agotador, miedo, ansiedad y alegría, esos momentos excepcionales en que la sorprendente realidad de la realidad lo golpeaba a uno, se grababan en la memoria para siempre, y ahora lo encendían como una chispa. Y advirtió la misma luz iluminando los rostros de todos sus compañeros, animales salvajes resplandeciendo de exaltación.


Los rojos partieron hacia el norte, a su refugio en Mareotis. Coyote condujo deprisa en dirección sur, para acudir a la cita con Michel y Maya. Se encontraron en un mortecino amanecer chocolate, en lo profundo de Echus Chasma. El grupo de Coyote entró presuroso en el coche de Maya y Michel, dispuesto a seguir con la celebración. Nirgal atravesó a trompicones la antecámara y estrechó la mano de Spencer, un hombre de corta estatura, cara redonda y aspecto cansado, y de manos temblorosas, que estudió a Nirgal con detenimiento.

—Me alegro de conocerte —dijo—. He oído hablar de ti.

—Todo fue como una seda —decía Coyote en esos momentos, levantando un coro de protestas de Kasei, Nirgal y Art. En realidad, habían salvado la vida a duras penas, arrastrándose por la pendiente interior, tratando de sobrevivir al tifón y eludir a la policía presa del pánico dentro de la tienda, buscando el coche mientras Art los buscaba a ellos.

La mirada furiosa de Maya cortó en seco la celebración. En verdad, tan pronto como la alegría inicial pasó fue evidente que las cosas no iban bien en el coche. Habían rescatado a Sax, pero demasiado tarde. Lo habían torturado, les explicó Maya lacónica. Aún no sabían hasta qué punto lo habían dañado, puesto que seguía inconsciente.

Nirgal fue al fondo del compartimiento para ver a Sax. El hombre yacía inconsciente, y su cara destrozada era una imagen terrible. Michel regresó allí también y se sentó, aún mareado por el golpe en la cabeza. Y Maya y Spencer parecían estar peleados por alguna razón; no se hablaban ni se miraban. Era evidente que Maya estaba de un humor pésimo, Nirgal reconocía esa mirada porque la había visto de niño, aunque ésta era mucho peor: la expresión tensa y la boca como una hoz curvada hacia abajo.

—Maté a Phyllis —le dijo a Coyote.

Hubo un silencio. Las manos de Nirgal se pusieron frías. Miró alrededor y advirtió que todos se sentían incómodos. La única mujer entre ellos había matado. Nada de esto era racional, ni siquiera consciente, sino primitivo, instintivo, biológico. Y Maya siguió mirándolos fijamente, desdeñosa por el horror de ellos, por su cobardía, con la extraña hostilidad de un águila.

Coyote se acercó a ella y se puso de puntillas para besarla en la mejilla, y le sostuvo la mirada feroz con firmeza.

—Hiciste bien —dijo él, apoyándole una mano en el brazo—. Salvaste a Sax.

Maya se encogió de hombros con desdén y dijo:

—Volamos la máquina a la que estaba conectado Sax. No sé si con eso logramos destruir todos los archivos. Probablemente no. Ellos tenían a Sax y alguien se lo ha llevado, así que no hay razón para celebrar nada: saldrán detrás de nosotros con todos los medios de que dispongan.

—No creo que estén tan bien organizados —opinó Art.

—Cállese —le dijo Maya.

—Bien, de acuerdo, pero miren, ahora que saben de ustedes ya no tendrán que ocultarse tanto, ¿no es cierto?

—De vuelta al trabajo —murmuró Coyote.


Todo ese día avanzaron juntos hacia el sur, ya que el polvo levantado por la tormenta katabática bastaba para ocultarlos de las cámaras satélite. La tensión era alta: Maya seguía dominada por la furia y era imposible hablar con ella. Michel la manejaba como si fuera una bomba que en cualquier momento podía explotar, tratando continuamente de que se concentrase en las cuestiones prácticas y olvidase esa terrible noche. Pero con Sax tendido en un sofá en la sala de estar, inconsciente y con todos aquellos hematomas que le daban aspecto de mapache, no sería fácil olvidar. Nirgal pasó horas sentado junto a Sax, con una mano apoyada en las costillas o la frente del hombre. Aparte de eso, no podía hacer nada. Aun sin los ojos amoratados no se habría parecido al Sax Russell que Nirgal había conocido de niño. Ver las señales evidentes del abuso físico le provocaba un sobresalto visceral, era la prueba de que tenían enemigos mortales en el mundo. Nirgal había meditado mucho en ese tema en los últimos años, y el aspecto de Sax le desagradaba y deprimía: no era sólo el hecho de que tuviesen enemigos, sino que hubiese personas capaces de hacer cosas como aquélla, que las habían hecho a lo largo de toda la historia, tal como se narraba en lo que hasta ahora le habían parecido cuentos increíbles. Eran reales después de todo. Y Sax era uno más entre los millones de víctimas.

La cabeza de Sax se bamboleaba.

—Voy a ponerle una inyección de pandorfo —dijo Michel—. A él y luego a mí.

—Le pasa algo en los pulmones —dijo Nirgal.

—¿Tú crees? —Michel aplicó la oreja contra el pecho de Sax, escuchó un rato, siseó—. Están llenos de líquido, tienes razón.

—¿Qué le estaban haciendo? —le preguntó Nirgal a Spencer.

—Hablaban con él después de dormirlo. Verás, han localizado varios centros de la memoria en el hipocampo, y con drogas y estimulación con ultrasonidos cada minuto, y resonancias magnéticas aceleradas para controlar lo que hacen… Bien, la gente sencillamente contesta cualquier pregunta que le hagan, a menudo con gran lujo de detalles. Le estaban haciendo eso a Sax cuando se levantó el viento y se quedaron sin electricidad. El generador de emergencia saltó de inmediato, pero… — Señaló con un ademán a Sax.— Fue entonces, o cuando lo desconectamos del aparato…

Por eso Maya había matado a Phyllis. El fin de un colaboracionista. Asesinato entre los Primeros Cien.

Bueno, se dijo Kasei en el otro coche, no sería la primera vez. Había quienes pensaban que Maya había preparado el asesinato de John Boone, y según había oído Nirgal otros sospechaban que la desaparición cíe Frank Chalmers también había sido obra suya. La Viuda Negra la llamaban. Nirgal había rechazado esas historias como rumores maliciosos propagados por gente que obviamente odiaba a Maya, como Jackie. Pero en verdad, en ese momento Maya parecía venenosamente peligrosa, mirando con furia la radio, como considerando la idea de romper el silencio y enviar un mensaje al sur: el pelo blanco, la nariz de halcón, la boca como una herida… A Nirgal lo ponía nervioso estar en el mismo coche que ella, aunque luchaba contra esa sensación. Al fin y al cabo, ella había sido una de las profesoras más importantes para Nirgal: había pasado horas y horas absorbiendo su impaciente instrucción en matemáticas, historia y ruso, y había acabado por comprender mejor a Maya que a las asignaturas. Sabía muy bien que Maya no quería ser una asesina, que bajo sus estados de ánimo, a la vez intrépidos y desolados (a la vez maníacos y depresivos), se debatía un alma solitaria, orgullosa y ávida. Por tanto, y a pesar del aparente éxito, todo el asunto había sido desastroso en otro sentido.

Maya se mostraba inflexible: tenían que bajar inmediatamente a la región polar meridional para explicar a la resistencia lo que había ocurrido.

—No es tan fácil —dijo Coyote—. Saben que estuvimos en Kasei Vallis, y puesto que tuvieron tiempo de hacer hablar a Sax, probablemente saben que trataremos de regresar al sur. Ellos pueden mirar un mapa igual que nosotros, y ver que el ecuador está bloqueado en su mayor parte, desde el oeste de Tharsis hasta la zona al este del caos.

—Hay un paso entre Pavonis y Noctis —dijo Maya.

—Sí, pero lo atraviesan varias pistas y tuberías, y dos vueltas del cable del ascensor. He construido túneles por debajo de todo eso, pero si buscan es posible que encuentren algunos o que vean nuestros coches.

—¿Entonces qué propones?

—Creo que lo mejor será que rodeemos Tharsis y el Monte Olimpo por el norte, y luego Amazonis, y que crucemos el ecuador allí.

Maya negó con la cabeza.

—Tenemos que llegar al sur deprisa, para ponerlos al corriente de todo lo que esos villanos han descubierto.

Coyote reflexionó.

—Podemos dividirnos —dijo—. Tengo un pequeño ultraligero en un escondrijo al pie del Mirador de Echus. Kasei puede llevarlos allá y volar hasta el sur con ustedes. Nosotros seguiremos por Amazonis.

—¿Qué hay de Sax?

—Lo llevaremos directamente al hospital bogdanovista de Tharsis Tholus. Sólo está a dos noches de marcha.

Maya discutió el asunto con Michel y Kasei, sin mirar ni una sola vez a Spencer. Los dos estaban de acuerdo, y al fin ella cedió.

—De acuerdo. Salimos para el sur. Vengan tan pronto como puedan.


Viajaron de noche y durmieron de día, a la vieja usanza, y en dos noches cubrieron la distancia entre Echus Chasma y Tharsis Tholus, un cono volcánico en el borde septentrional de la protuberancia de Tharsis.

Había allí una ciudad tienda tipo Nicosia llamada Tharsis Tholus, situada en el flanco oscuro de su homónimo. La ciudad formaba parte del demimonde: la mayoría de sus ciudadanos llevaban una vida corriente en la red de superficie, pero muchos eran bogdanovistas y ayudaban a mantener los refugios bogdanovistas de la zona, así como los refugios rojos en Mareotis y el Gran Acantilado. Y también ayudaban a los que habían abandonado la red o habían nacido fuera de ella. El hospital más importante de la ciudad era bogdanovista, y atendía a buena parte de la resistencia.

Condujeron directamente hacia la tienda, se enchufaron al garaje y salieron. Y muy pronto llegó una pequeña ambulancia que trasladó a toda prisa a Sax al hospital, cerca del centro de la ciudad. Los demás echaron a andar por la herbosa calle principal, disfrutando del espacio luego de tantos días en los rovers. Art los miraba desconcertado, porque no se escondían ni disimulaban, y Nirgal le explicó brevemente qué era el demimonde mientras se dirigían a un café frente al hospital sobre el que había unas habitaciones francas.

En el hospital se ocupaban de Sax. Unas horas después de su llegada Nirgal fue a verlo, y después de lavarse y ponerse ropas estériles le permitieron sentarse junto a él.

Tenían a Sax en un ventilador, que hacía circular un líquido a través de sus pulmones. El líquido podía verse en los cubos transparentes y en la mascarilla que le cubría la cara: parecía un agua turbia. Era un espectáculo terrible, como sí lo estuviesen ahogando. Pero el líquido era una solución de perfluorocarbono, y aportaba a Sax tres veces más oxígeno que el aire y además arrastraba la mucosidad que se había acumulado en los pulmones y reinflaba las vías aéreas aplastadas. También le administraban diversas drogas. La enfermera que se ocupaba de él le explicó todo esto a Nirgal mientras trabajaba.

—Tenía un poco de edema, así que parece un tratamiento paradójico, pero funciona.

Nirgal se sentó, con la mano sobre el brazo de Sax, mirando el fluido dentro de la máscara que cubría la parte inferior de su cara, saliendo y entrando en remolinos.

—Es como si estuviera otra vez en el tanque ectógeno —dijo Nirgal.

—O en el útero —dijo ella, echándole una mirada curiosa.

—Sí. Renaciendo. Ni siquiera parece el mismo.

—No apartes la mano de él —le aconsejó la mujer, y salió.

Allí sentado, Nirgal trató de sentir cómo respondía Sax, trató de sentir la vitalidad luchando en favor de sus propios procesos, nadando de vuelta al mundo. La temperatura de Sax fluctuaba en alarmantes subidas y bajadas. Llegaron algunos médicos y aplicaron instrumentos sobre la cabeza de Sax, hablando entre ellos en voz baja.

—Hay daños. Anterior, mitad izquierda. Veremos.

La enfermera entró unas noches después, cuando Nirgal estaba allí, y le dijo:

—Sostenle la cabeza, Nirgal. El lado izquierdo, justo encima de la oreja, sí. Ponle la mano ahí, así. Y ahora haz lo que tú haces.

—¿Qué?

—Ya sabes. Envíale calor. —Y salió precipitadamente, como avergonzada o asustada por esa sugerencia.

Nirgal se sentó y se recogió en sí mismo. Localizó su fuego interior y trató de impulsar una parte de él hasta su mano, y a través de ella hasta Sax. Calor, calor, una vacilante corriente de blancura hacia el verde herido… Entonces intentó medir el calor de la cabeza de Sax.

Los días volaban y Nirgal pasaba casi todo el tiempo en el hospital. Una noche regresaba de las cocinas cuando la joven enfermera se acercó corriendo, lo agarró del brazo y le dijo: «Vamos, vamos», y Nirgal se encontró en la habitación, sujetando la cabeza de Sax, respirando agitadamente y con los músculos como alambres. Había tres médicos y varios técnicos. Uno de los médicos intentó apartar a Nirgal, pero la joven lo impidió.

Nirgal sintió que algo se agitaba en el interior de Sax, como si se alejase o regresase, una especie de pasaje. Derramó en Sax toda la viriditas que pudo reunir, aterrado de pronto, invadido por los recuerdos de la clínica de Zigoto, cuando se sentaba junto a Simón. Esa expresión en el rostro de Simón la noche que murió. El líquido de perfluorocarbono entraba y salía como una marea veloz y poco profunda. Nirgal observaba, pensando en Simón. La mano del hombre había perdido su calor, y él no pudo devolvérselo. Sax lo reconocería por sus manos calientes, si es que importaba. Pero era todo lo que él podía hacer. Nirgal se esforzó al límite, empujó como si el mundo entero estuviese congelándose, como si pudiese atraer no sólo a Sax sino también a Simón si empujaba con suficiente fuerza.

—¿Por qué, Sax? —le dijo suavemente al oído—. ¿Pero por qué? ¿Por qué, Sax? ¿Por qué? ¿Por qué, Sax? ¿Pero por qué? ¿Por qué, Sax? ¿Por qué?

El perfluorocarbono remolineaba, y la habitación excesivamente iluminada zumbó. Los médicos se afanaron sobre las máquinas y el cuerpo de Sax, mirándose unos a otros, mirando a Nirgal. La palabra por qué se transformó en una plegaria. Pasó una hora, y luego pasaron otras, lentas y ansiosas, y Nirgal no hubiese podido decir si era de noche o de día. El precio por nuestro cuerpo, pensó. El precio que pagamos.


Una semana después de su llegada, al caer la noche, bombearon fuera el líquido de los pulmones de Sax y le retiraron el ventilador. Sax jadeó ruidosamente, y luego respiró. Volvía a ser un mamífero que respiraba aire. Le habían arreglado la nariz, aunque ahora tenía una forma distinta, casi tan chata como antes de que le hiciesen la cirugía estética. Los hematomas aún eran espectaculares.

Más o menos una hora después de que le retirasen el ventilador, recobró la conciencia. Parpadeó y parpadeó. Recorrió la habitación con la mirada, y luego clavó los ojos en Nirgal y aferró su mano con fuerza. Pero no habló, y pronto volvió a dormirse.

Nirgal salió a las calles verdes de la pequeña ciudad, dominada por el cono de Tharsis Tholus, que se alzaba en su majestad roja y negra al norte, como un Fuji achaparrado. Echó a correr con el ritmo regular que le era propio, y recorrió el perímetro de la ciudad varias veces para quemar parte de la energía acumulada. Sax y su gran incógnita…

Se alojaban en las habitaciones sobre el café al otro lado de la calle, y allí encontró a Coyote, cojeando incansablemente de una ventana a otra, musitando y tarareando melodías de calipso.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nirgal. Coyote agitó las manos.

—Ahora que Sax está estabilizado, tenemos que irnos de aquí. Spencer y tú podéis atender a Sax en el rover mientras viajamos hacia el oeste rodeando el Monte Olimpo.

—De acuerdo —dijo Nirgal—. En cuanto nos digan que Sax puede salir.

Coyote lo miró.

—Dicen que tú lo salvaste. Que lo trajiste de vuelta de la muerte. Nirgal negó con la cabeza, asustado sólo de pensarlo.

—Él nunca estuvo muerto.

—Ya lo imaginaba. Pero eso es lo que andan diciendo. —Coyote lo miró con aire pensativo.— Tendrás que ir con cuidado.


Viajaron de noche, bordeando la pendiente norte de Tharsis. Sax iba tendido en un sofá detrás de los conductores. Unas horas después Coyote dijo:

—Quiero atacar uno de los campamentos mineros de Subarashii en Ceraunius. —Miró a Sax.— ¿Te parece bien?

Sax asintió con un movimiento de cabeza. Sus moretones de mapache eran ahora verdes y púrpuras.

—¿Por qué no puedes hablar? —le preguntó Art.

Sax se encogió de hombros y emitió unos graznidos. Continuaron rodando.

Desde la base de la cara norte de la protuberancia de Tharsis se extienden unos cañones paralelos llamados Ceraunius Fossae. Hay unas cuarenta de estas fracturas, dependiendo de cómo se las cuente: algunas son cañones, mientras que otras son sólo crestas aisladas o grietas profundas, o simples ondulaciones en la llanura. Todas con orientación norte-sur, atraviesan una rica provincia metalogénica, una masa basáltica con intrusiones de diferentes metales. Por esa razón había numerosos campamentos mineros y plataformas móviles de perforación en esos cañones, y ahora, al contemplarlos en los mapas, Coyote se frotó las manos.

—Tu captura me ha hecho un hombre libre, Sax. Ahora ya saben que estamos aquí fuera, y por tanto nada nos impide poner alguna de esas explotaciones fuera de combate, y de paso hacernos con un poco de uranio.

Así, una noche se detuvieron en el extremo sur de Tractus Catena, el cañón más largo y más profundo del grupo. La cabecera ofrecía un aspecto curioso: la planicie relativamente regular era interrumpida por una rampa que nacía del suelo, de unos tres kilómetros de ancho y unos trescientos metros de fondo, que corría hacia el norte en una línea recta perfecta y se perdía en el horizonte.

Durmieron toda la mañana y por la tarde aguardaron inquietos en el compartimiento de estar, estudiando fotografías de satélite y atendiendo a las instrucciones de Coyote.

—¿Es posible que algún minero resulte muerto? —preguntó Art, manoseándose la prominente y rasposa mandíbula.

Coyote se encogió de hombros.

—Puede ocurrir.

Sax meneó la cabeza con vehemencia.

—Ten cuidado con la cabeza —le dijo Nirgal.

—Estoy de acuerdo con Sax —dijo Art—. Quiero decir que aun dejando de lado las consideraciones morales, que no lo hago, sigue siendo una estupidez en la práctica, porque das por supuesto que tus enemigos son más débiles que tú y harán lo que tú quieras si matas a unos cuantos. Pero las personas no funcionan así. Caramba, piensa en el resultado. Bajas a ese cañón y matas a un puñado de gente que sólo está haciendo su trabajo, y más tarde llegan otros y encuentran los cadáveres. Te odiarán eternamente. Incluso sí algún día controlases Marte, ellos seguirán odiándote y harán lo que sea para estropear las cosas. Y eso será lo único que habrás conseguido, porque la transnac reemplazará a esos mineros en un abrir y cerrar de ojos.

Art miró a Sax, sentado en el sofá y con la vista clavada en él.

—Por otra parte, pongamos que bajas allí y haces algo que obliga a los mineros a correr al refugio de emergencia, y entonces los encierras y destruyes la maquinaria. Llamarán pidiendo ayuda, esperarán, y en uno o dos días vendrán a rescatarlos. Estarán furiosos, pero también pensarán que podrían estar muertos: esos rojos vinieron, destrozaron el equipo y desaparecieron con la velocidad del rayo, ni siquiera pudimos verlos. Podrían habernos matado, pero no lo hicieron. Y la gente que venga en su ayuda pensará lo mismo. Y luego, cuando tengas el control de Marte, o cuando estés tratando de conseguirlo, ellos recordarán y sufrirán el síndrome de Estocolmo y te apoyarán. O trabajarán contigo.

Sax afirmaba con la cabeza. Spencer miraba a Nirgal. Y después todos lo miraron, todos excepto Coyote, que se examinaba las palmas de las manos como si las estuviese leyendo. Entonces levantó la vista y la clavó en Nirgal.

Para Nirgal la cuestión era sencilla, y miró a Coyote con cierta inquietud.

—Art tiene razón. Hiroko nunca nos perdonaría sí empezásemos a matar gente sin razón.

La cara de Coyote se contrajo, como disgustado por la blandura del grupo.

—Acabamos de matar a un puñado de gente en Kasei Vallis —dijo.

—¡Pero eso era diferente! —protestó Nirgal.

—¿En qué?

Nirgal vaciló, inseguro, y Art intervino:

—Ésos eran un puñado de policías torturadores que retenían a vuestro camarada y le estaban friendo el cerebro. Tuvieron lo que merecían. Pero esos tipos del cañón sólo están sacando rocas.

Sax asintió. Los miraba a todos con intensidad y parecía entenderlo todo y sentirse profundamente implicado. Pero, puesto que seguía mudo, era difícil asegurarlo.

Coyote le echó una mirada penetrante a Art.

—¿Es una mina de Praxis?

—No lo sé. Ni me importa.

—Humm. Bien… —Coyote miró a Sax, luego a Spencer y por último a Nirgal, que sentía las mejillas ardiendo.— De acuerdo. Lo haremos a vuestra manera.


Y así, al final de ese día Nirgal salió del rover en compañía de Coyote y Art. El cielo era oscuro y estrellado, y el cuadrante occidental proyectaba una luz rojiza que lo perfilaba todo con nitidez, pero al mismo tiempo le daba un aire extraño. Coyote abría la marcha, y Art y Nirgal lo seguían de cerca. A través del visor Nirgal advirtió que los ojos de Art parecían querer salirse del cristal.

Un sistema de fallas transversales llamado Tractus Traction interrumpía la planicie de Tractus Catena, y ese enrejado de grietas era intransitable para los vehículos. Los mineros de Tractus accedían al campamento bajando en ascensor desde la pared del cañón. Pero Coyote dijo que era posible cruzar Tractus Traction a pie, siguiendo un sendero de grietas conectadas que él mismo había trazado. Muchas de sus acciones incluían atravesar terreno «infranqueable» como ése, lo que había hecho posible algunas de sus visitas más legendarias y le había permitido recorrer tierras desoladas a las que nadie se había acercado siquiera. Y en compañía de Nirgal había realizado algunas incursiones en apariencia milagrosas simplemente dejando el coche y andando.

Avanzaron por el suelo del cañón con el paso marciano, largo y regular, que Nirgal había perfeccionado y enseñado a Coyote con un éxito parcial. Art no era grácil precisamente: su zancada era demasiado corta y tropezaba a menudo, pero no se quedaba atrás. Nirgal, feliz y relajado, disfrutó de la sensación de ser una piedra que rodaba, del cruce rápido de grandes extensiones de terreno gracias a su fuerza, de la respiración acompasada, del tanque rebotándole en la espalda, del estado semejante al trance, en fin, que había aprendido con los años con la ayuda del issei Nanao. Nanao había estudiado lung-gom con un maestro tibetano en la Tierra, y aseguraba que algunos lung-gom-pas tenían que cargar pesos para no salir volando. En Marte aquello parecía posible. Sin embargo, tuvo que refrenarse. Ni Coyote ni Art dominaban el lung-gom, y no podían mantener ese paso, aunque ambos eran buenos corredores, Coyote para la edad que tenía, Art para llevar tan poco tiempo en Marte. Coyote conocía el terreno y corría con pasos de bailarín, cortos y delicados, eficientes y precisos. Art traqueteaba sobre el paisaje como un robot mal programado, tambaleándose y avanzando a trompicones a la luz de las estrellas, pero sin aflojar el paso. Nirgal corría delante de ellos, como un sabueso. Dos veces cayó Art y desapareció en una nube de polvo, y Nirgal retrocedió para ayudarlo, pero en ambas ocasiones Art se levantó de un salto, y a causa del silencio de radio que guardaban, se limitó a hacer una señal a Nirgal con la mano y a reanudar la carrera.

Después de correr durante media hora por el cañón, tan recto que parecía cortado según un patrón, unas grietas se abrieron en el suelo, y rápidamente se hicieron más profundas, conectándose una con otra, hasta imposibilitar el avance. El suelo del cañón se había transformado en un conjunto de cimas de islas meseta. Las profundas rendijas que separaban esas islas sólo tenían dos o tres metros de ancho en algunos lugares, pero treinta o cuarenta de profundidad.

Caminar por el fondo de esas grietas, más o menos llano, era asunto delicado, pero Coyote los guió a través del laberinto sin titubear en ninguna de las muchas bifurcaciones, siguiendo un itinerario que sólo él conocía, doblando a derecha e izquierda una docena de veces. Uno de los callejones era tan estrecho que avanzaron rozando las dos paredes a un tiempo, y tuvieron que escurrirse de costado para pasar una curva.

Cuando salieron por la cara norte del laberinto, emergiendo de una especie de chimenea en el escarpe agrietado que marcaba el fin de las islas meseta, una pequeña tienda apareció delante de ellos recortándose contra el muro occidental del cañón; tenía el brillo incandescente de una bombilla polvorienta. En el interior había remolques, rovers, perforadoras, excavadoras y demás equipo de minería. Era una mina de uranio llamada Callejón Pechblenda debido a que esa sección del cañón tenía un suelo de pegmatita extremadamente rica en uraninita. La mina era muy productiva, y Coyote había oído que el uranio procesado que se había ido almacenando allí durante los años que mediaron entre ambos ascensores aún no había sido embarcado.

Coyote echó a correr hacia la tienda, y Nirgal y Art lo siguieron. No se veía a nadie dentro y la escasa iluminación procedía de unas pocas luces nocturnas y de las ventanas iluminadas de una gran caravana central.

Coyote se detuvo frente a la puerta de la antecámara más cercana, enchufó su consola de muñeca en la cerradura junto a la puerta y empezó a teclear. La puerta se abrió. No sonó ninguna alarma, ni tampoco salió nadie de la caravana. Entraron en la antecámara, cerraron la puerta, esperaron a que el espacio se presurizara y luego abrieron la puerta interior. Coyote se encaminó a la pequeña planta física del campamento, detrás de la caravana; Nirgal fue hasta los alojamientos y subió de un salto los escalones que llevaban a la puerta. Sostuvo una de las «barras de cierre» de Coyote bajo el picaporte, giró el dial que liberaba el fijador y apretó la barra contra la puerta y la pared de la caravana. La caravana estaba hecha de una aleación de magnesio, y el polímero fijador establecía un enlace cerámico entre la barra de cierre y la caravana, de modo que la puerta quedaría atascada. Rodeó el remolque y repitió la operación en la otra puerta, y luego corrió de vuelta a la antecámara, sintiendo la sangre fluyéndole como si fuese adrenalina pura. La acción se parecía tanto a una travesura que tuvo que obligarse a recordar las cargas explosivas que Coyote y Art estaban colocando en el campamento, los almacenes, la tienda y el aparcamiento de los mastodontes de la mina. Nirgal se reunió con ellos y corrió de vehículo en vehículo, trepando por escalerillas laterales, abriendo puertas manual o electrónicamente y arrojando pequeñas cargas explosivas al interior de las cabinas.

Coyote quería llevarse las toneladas de uranio procesado. Por fortuna eso era imposible. De todos modos, corrieron hasta un almacén, donde cargaron varios de los camiones robóticos de la mina con uranio y los programaron para que viajaran hacia los cañones del norte y enterrasen la carga en regiones donde las concentraciones de apatita serían suficientemente altas para enmascarar la radioactividad del uranio y dificultar su localización. Spencer dudaba de la efectividad de esa estrategia, pero Coyote dijo que era mejor que dejarlo en la mina, y todos estuvieron dispuestos a ayudarlo de buena gana en cualquier plan que no implicara llenar el coche con toneladas de uranio, fuesen o no fuesen contenedores a prueba de radioactividad.

Cuando terminaron, corrieron de vuelta a la antecámara y salieron, y luego corrieron como el viento. A medio camino del escarpe oyeron una serie de explosiones que venían de la tienda, y Nirgal miró por encima del hombro pero no vio nada diferente: la tienda seguía a oscuras y las ventanas del remolque, iluminadas.

Se volvió y siguió corriendo, como si volara, y le sorprendió descubrir que Art corría muy por delante de él, avanzando con zancadas salvajes y poderosas, como un oso-guepardo, hasta que llegaron al escarpe, donde tuvo que esperar a Coyote para que los guiase por el laberinto de grietas. Tan pronto como salieron de él, echó a correr de nuevo, tan deprisa que Nirgal decidió alcanzarlo sólo para averiguar a qué velocidad iba. Apretó el paso y cuando llegó a la altura de Art advirtió que sus zancadas de gacela eran casi el doble de largas que las de Art corriendo al límite de sus fuerzas.

Llegaron al rover mucho antes que Coyote y lo esperaron en la antecámara, recobrando el aliento y sonriéndose a través de los visores. Unos minutos después llegó Coyote, y Spencer puso el coche en marcha, justo después del lapso de tiempo marciano y con seis horas de conducción por delante.

Se rieron de la loca carrera de Art, pero él se limitó a sonreír y dijo:

—No estaba asustado; es esta gravedad marciana. ¡Yo corría como siempre, pero mis piernas saltaban como las de un tigre! Increíble.


Descansaron todo el día, y cuando cayó la noche partieron de nuevo. Dejaron atrás la cabecera de un largo cañón que corría de Ceraunius a Jovis Tholus, un cañón insólito, ni recto ni sinuoso, que llamaban Cañón Torcido. Cuando salió el sol, los encontró ocultos al abrigo de las faldas del Cráter Qr, un poco al norte de Jovis Tholus, un volcán más grande que Tharsis Tholus, mayor en verdad que cualquier volcán terrano, pero situado en el paso alto entre el Monte Ascraeus y el Monte Olimpo. Ambos se recortaban en el horizonte, alzándose como vastas plataformas continentales frente a las que Jovis parecía compacto, acogedor, comprensible: una pequeña colina a la que se podía subir si se quería. Ese día Sax se sentó delante de su pantalla en silencio y tecleó al azar: aparecían textos, mapas, diagramas, dibujos, ecuaciones. Sax los miraba con la cabeza ladeada, sin dar muestras de reconocimiento. Nirgal se sentó junto a él.

—Sax, ¿puedes oír lo que te digo? Sax lo miró.

—¿Entiendes las palabras? Di que sí con la cabeza si entiendes.

Sax ladeó la cabeza y Nirgal suspiró, retenido por esa mirada inquisitiva. Entonces Sax asintió, vacilante.

Esa noche Coyote condujo en dirección oeste otra vez, hacia Olimpo, y cerca del alba enfiló directamente hacia una pared de basalto negro, carcomido y fracturado. Ese era el límite de un altiplano cortado por innumerables gargantas, estrechas y sinuosas, igual que Tractus Traction sólo que a una escala mucho mayor, una zona desolada que parecía una extensión gigantesca del laberinto de Traction.

El altiplano era un manto de lava quebrada en forma de abanico, lo que quedaba de una de las primeras erupciones del Monte Olimpo, que cubrió las tobas y cenizas más blandas de erupciones aún más tempranas. Allí donde la erosión había ahondado lo suficiente las barrancas talladas por el viento, había alcanzado la capa de toba, más blanda, originando hendeduras estrechas cuya parte inferior acababa en unos túneles redondeados por eones de viento.

—Como cerraduras al revés —dijo Coyote, aunque Nirgal nunca había visto una cerradura ni remotamente parecida a esas formas.

Coyote metió el rover por uno de esos túneles grises. Después de recorrer unos cuantos kilómetros detuvo el coche junto a una pared, construida con el material de las tiendas, que cerraba el túnel en una amplia curva.

Ése era el primer refugio oculto que Art veía, y se mostró convenientemente asombrado. La tienda quizá tenía unos veinte metros de altura y abarcaba una sección de curva de unos cien de longitud. Art no dejaba de lanzar exclamaciones de asombro a causa del tamaño del lugar, y Nirgal se echó a reír.

—Alguien más está utilizando el refugio —dijo Coyote—, así que calla un momento.

Art cerró la boca y se inclinó sobre el hombro de Coyote para escuchar lo que éste decía por el intercom. Había otro coche aparcado delante de la antecámara de la tienda, tan destartalado y rocoso como el de ellos.

—Ah —dijo Coyote, apartando a Art—. Es Vijjika. Tienen naranjas, y tal vez un poco de kava. Habrá fiesta esta mañana, estoy seguro.

Acercaron el rover hasta la antecámara, y un tubo de enganche salió de ella y se fijó alrededor de la puerta exterior del coche. Cuando las puertas se abrieron, entraron encorvados, pues cargaban a Sax.

Fueron recibidos por ocho personas altas y de piel oscura, cinco mujeres y tres hombres, un grupo ruidoso contento de tener compañía. Nirgal conocía a Vijjika de la Universidad de Sabishii. Ella se alegraba de verlo de nuevo y se dieron un gran abrazo. Después Vijjika los llevó al acantilado curvo y salieron a una plaza rodeada de remolques, bajo una fisura vertical en la lava antiquísima, que añadía una difusa luz diurna a la aún más difusa que procedía de la profunda barranca al otro lado de la tienda. Los visitantes se sentaron sobre unos cojines anchos y planos dispuestos alrededor de unas mesas bajas, mientras varios de sus anfitriones trajinaban alrededor de unos panzudos samovares. Coyote hablaba con sus conocidos, poniéndose al corriente de las noticias. Sax miraba alrededor, parpadeando, y Spencer, a su lado, no parecía menos confuso; había vivido en el mundo de la superficie desde el sesenta y uno, y todo lo que sabía sobre los refugios era de oídas. Cuarenta años de una doble vida; no era extraño, pues, que pareciese aturdido.

Coyote se acercó a los samovares y empezó a sacar unas tazas diminutas de una vitrina. Nirgal estaba sentado junto a Vijjika, rodeándole la cintura con un brazo, empapándose de su calor, disfrutando del roce de la pierna de la muchacha contra la suya. Art estaba sentado al otro lado, y seguía la conversación con avidez, como un perro de caza. Vijjika se presentó y le estrechó la mano. Art agarró los dedos largos y delicados con sus manazas como si quisiera besarlos.

—Éstos son bogdanovistas —le explicó Nirgal, riéndose de su expresión y alcanzándole una de las pequeñas tazas de cerámica que estaba repartiendo Coyote—. Sus padres fueron prisioneros en Koroliov antes de la guerra.

—Ah —dijo Art—. Eso queda muy lejos de aquí, ¿no es cierto?

—Desde luego —dijo Vijjika—. Nuestros padres tomaron el tramo norte de la Autopista Transmarineris justo antes de que se inundara, y llegaron aquí. Anda, quítale esa bandeja a Coyote y reparte las tazas y de paso te presentas a los demás.

Art se fue a hacer la ronda y Nirgal intercambió noticias con Vijjika.

—No creerás lo que hemos encontrado en uno de esos túneles de toba —le dijo ella—. Somos fantásticamente ricos.

Todos tenían ya tazas, y se hizo un silencio mientras tomaban el primer sorbo juntos. Después de algunas toses y del generalizado chascar de las lenguas, se reanudaron las conversaciones. Art regresó junto a Nirgal.

—Ten, bebe —dijo Nirgal—. Todos tienen que participar del brindis, es la costumbre.

Art tomó un sorbo de la taza, mirando con desconfianza el líquido, más oscuro que el café y con un olor repulsivo. Se estremeció.

—Sabe a café mezclado con regaliz. Regaliz venenoso. Vijjika rió.

—Es kavajava —dijo—, una mezcla de kava y café. Es muy fuerte y sabe a rayos. Y es muy difícil de conseguir. Pero no te rindas aún. Si eres capaz de beberte la taza entera, verás que vale la pena.

—Si tú lo dices. —Gallardamente tomó otro trago, y se estremeció de nuevo.— ¡Espantoso!

—Sí, pero a nosotros nos gusta. Algunos extraen la kavaina de la kava, pero no creo que eso sea bueno. Los rituales tienen que tener algo desagradable, o uno no los aprecia como es debido.

Nirgal y Vijjika lo observaban.

—Estoy en un refugio de la resistencia marciana —dijo Art al rato—. Emborrachándome con una droga extraña y horrorosa, en compañía de algunos de los miembros perdidos más famosos de los Primeros Cien. Además de unos jóvenes nativos desconocidos en la Tierra.

—Le está haciendo efecto —observó Vijjika.

Coyote estaba de pie hablando con una mujer que, a pesar de estar sentada en la posición del loto sobre un cojín le llegaba al nivel de los ojos.

—Pues claro que me gustaría tener semillas de lechuga —decía la mujer—. Pero tienes que obtener una compensación equitativa por algo tan valioso.

—No son tan valiosas —dijo Coyote, a su manera convincente pero poco de fiar—. Ustedes ya nos están dando más nitrógeno del que podemos quemar.

—Seguro, pero has de tener nitrógeno para poder darlo.

—Por supuesto.

—Y dar antes de quemar. Aquí hemos encontrado esa enorme veta de nitrato de sodio, caliche blanco puro, y hay a montones en estas tierras desoladas. Parece ser que hay una franja entre la toba y la lava, de unos tres metros de grosor y muy extensa; bueno, aún no sabemos hasta dónde llega. Es una cantidad enorme de nitrógeno, y tenemos que librarnos de ella.

—Bien, bien —dijo Coyote—, pero ésa no es razón para despilfarrarlo con nosotros.

—No estamos despilfarrando. Ustedes quemarán el ochenta por ciento de lo que les demos…

—El setenta.

—Bueno, el setenta, y nosotros tendremos esas semillas, y al fin podremos comer ensaladas decentes.

—Si consiguen hacerlas germinar. La lechuga es delicada.

—Tenemos todo el fertilizante que necesitamos. Coyote se echó a reír.

—Sí, pero todavía está fuera de servicio. Ya sé lo que haremos: les daré las coordenadas de uno de los camiones de uranio que enviamos a Ceraunius.

—¡Y tú hablas de despilfarro!

—No, no, porque no hay ninguna garantía de que puedan recuperarlo. Pero les diré dónde está, y si lo recuperan nos pasan otro picobar de nitrógeno y estaremos en paz. ¿De acuerdo?

—Sigue pareciéndome excesivo.

—Les ocurrirá lo mismo todo el tiempo con ese montón de caliche blanco que han encontrado. ¿Seguro que hay tanto?

—Hay toneladas. Millones de toneladas. Hay capas y más capas en estas tierras desoladas.

—De acuerdo, tal vez también aceptemos un poco de peróxido de hidrógeno. Necesitaremos el combustible para el viaje al sur.

Art se inclinó hacia ellos como atraído por un imán.

—¿Qué es el caliche blanco?

—Es nitrato de sodio casi puro —dijo la mujer. Describió la areología de la región. La toba riolítica, la roca de color claro que los rodeaba, había sido recubierta por la oscura lava de andesita del altiplano. La erosión había tallado la toba allí donde las grietas en la andesita la habían dejado al descubierto, formando las barrancas con túneles en la base, y descubriendo además grandes filones de caliche, atrapados entre las dos capas—. El caliche es roca suelta y polvo, cimentados con sales y nitratos de sodio.

—Tienen que haber sido los microorganismos los que han formado esa capa ahí abajo —dijo un hombre a poca distancia de la mujer, pero ella no estaba de acuerdo.

—Puede ser de origen areotermal, o puede que el cuarzo de la toba atrajese los rayos.

Discutieron como cuando se está repitiendo un debate por milésima vez. Art los interrumpió para preguntar otra vez sobre el caliche blanco. La mujer explicó que el blanco era un caliche muy puro, casi un ochenta por ciento de nitrato de sodio puro, y por tanto, en ese mundo pobre en nitrógeno, extremadamente valioso. Había un bloque de él sobre la mesa, y la mujer se lo pasó a Art y siguió discutiendo con su amigo. Coyote regateaba expertamente con otro hombre: hablaban de básculas y primas, kilogramos y calorías, equivalencias y sobrecargas, metros cúbicos por segundo y picobares, arrancando muchas carcajadas de la gente que los escuchaba.

En cierto momento, una mujer interrumpió a Coyote con un grito:

—¡Oye, no podemos tomar un montón desconocido de uranio que ni siquiera sabemos si encontraremos! ¡Eso es despilfarro a gran escala o un timo, dependiendo de si encontramos el camión o no! ¿Qué clase de trato es éste? ¡Quiero decir que es un mal trato lo mires como lo mires!

Coyote sacudió la cabeza con aire travieso.

—He tenido que ofrecerlo o me habrían enterrado en ese caliche blanco. Vamos viajando por ahí, y sí, tenemos unas cuantas semillas, pero no mucho más… ¡y desde luego no millones de toneladas de caliche!. Y la verdad es que necesitamos el peróxido de hidrógeno y la pasta, no es sólo un capricho, como las semillas de lechuga. Les diré una cosa, si encuentran el camión, pueden quemar su equivalente, y aun así nos habrán correspondido con equidad. Sí no lo encuentran, entonces nosotros les deberemos una, lo admito, pero en ese caso pueden quemar un regalo, ¡y entonces nosotros les habremos correspondido con equidad!

—Nos llevará una semana de trabajo y un montón de combustible recuperar el camión.

—Muy bien, tomaremos otros diez picobares, y quemaremos seis.

—Hecho. —La mujer meneó la cabeza, frustrada.— Eres un hueso duro de roer.

Coyote asintió y se levantó para volver a llenar las tazas. Art volvió la cabeza y miró a Nirgal, con la boca abierta.

—Explícame qué es lo que acaba de ocurrir.

—Bien —dijo Nirgal, sintiendo la benevolencia del kava fluyéndole por el cuerpo—, estaban comerciando. Nosotros necesitamos comida y combustible, y por eso estábamos en desventaja, pero Coyote salió bien parado.

Art sostuvo el bloque blanco.

—¿Pero qué es todo eso de conseguir nitrógeno y dar nitrógeno, y quemar nitrógeno? Caramba, ¿es que le prenden fuego al dinero cuando lo consiguen?

—Bueno, sólo a una parte, sí.

—¿Así que los dos estaban tratando de perder?

—¿Perder?

—Salir perjudicados del trato.

—¿Perjudicados?

—Dar más de lo que toman.

—Ah, sí. Naturalmente.

—¡Naturalmente! —Art abrió mucho los ojos.— Pero ustedes… ustedes no pueden dar mucho más de lo que reciben, ¿entendí eso bien?

—Correcto. Eso sería despilfarrar.

Nirgal observó a su amigo mientras éste digería la información.

—Pero, si siempre dan más de lo que reciben, ¿cómo consiguen algo para dar?, ¿ves por dónde voy?

Nirgal se encogió de hombros, miró a Vijjika y le apretó la cintura voluptuosamente.

—Tienes que encontrarlo, supongo. O hacerlo tú mismo.

—Ah.

—Es la economía del regalo —añadió Vijjika.

—¿La economía del regalo?

—Forma parte de nuestra manera de llevar los asuntos. Hay una economía monetaria para el viejo sistema de compra y paga que utiliza unidades de peróxido de hidrógeno como dinero. Pero la mayoría de la gente trata de regirse por el patrón del nitrógeno, que es la economía del regalo. Los sufíes lo iniciaron, y la gente del hogar de Nirgal.

—Y Coyote —añadió Nirgal.

Aunque, al mirar a su padre, pensó que a Art le resultaría difícil imaginar a Coyote como un economista teórico. En ese momento Coyote tecleaba como un loco junto a un hombre, y cuando perdió el juego empujó al otro fuera del cojín y declaró que le había resbalado la mano.

—Te desafío a un pulso a doble o nada —dijo, y clavaron los codos en la mesa, tensaron los brazos y empezaron la lid.

—¡Un pulso! —exclamó Art—. ¡Al fin algo que entiendo!

Coyote perdió en segundos, y Art se sentó y desafió al ganador. Ganó sin dificultades, y muy pronto fue evidente que nadie podía vencerle; los bogdanovistas incluso se enfrentaron a él en grupo, pero él aplastó todas las combinaciones contra la mesa.

—Muy bien, he ganado —dijo al cabo, y se dejó caer pesadamente en el cojín—. ¿Cuánto les debo?


Para evitar las aureolas de terreno fracturado arracimadas al norte del Monte Olimpo tuvieron que dar un gran rodeo. Viajaban de noche, descansaban durante el día.

Art y Nirgal pasaban muchas de esas noches conduciendo y charlando. Art hacía cientos de preguntas y Nirgal contestaba con otras tantas, tan fascinado por la Tierra como Art lo estaba por Marte. Eran una pareja muy bien avenida, cada uno sentía un profundo interés por el otro, y eso creó un terreno propicio para la amistad.

A Nirgal le asustó la idea de contactar con los terranos cuando se le pasó por la cabeza la primera vez, una noche en Sabishii, en sus años de estudiante. Era una idea peligrosa, sin duda, que ya nunca lo abandonó. Pasó meses dándole vueltas e investigando, para ver con quién se pondría en contacto si se decidía a llevarla a la práctica. Cuanto más sabía, más crecía en él el convencimiento de que sería un paso acertado, de que la alianza con una fuerza terrana era crucial para el futuro de la resistencia. Y sin embargo estaba seguro de que ni uno solo de los Primeros Cien que conocía querría arriesgarse a establecer el contacto. Tendría que hacerlo por su cuenta. El riesgo, las apuestas…

Después de mucho leer se decidió por Praxis. Era un disparo a ciegas, como muchos actos cruciales. Una acción instintiva: el viaje a Burroughs, la visita a las oficinas de Praxis en Hunt Mesa, las repetidas peticiones de comunicar con William Fort.

Consiguió hablar con él, aunque eso en sí no significaba nada. Pero más tarde, en ese primer contacto con Art en una calle de Sheffield, supo que había elegido bien. En la mirada de aquel hombre grande Nirgal había advertido una cualidad que le tranquilizó al instante: franqueza, una inteligencia amable y relajada. Empleando la terminología de su infancia, un equilibrio entre los dos mundos. Un hombre en el que confiaba.

Un signo de que una acción es acertada es que mirándola retrospectivamente parece inevitable. Ahora, mientras las largas jornadas de viaje nocturno pasaban a la luz de las pantallas de IR, los dos hombres conversaban como si también ellos se vieran uno a otro en el infrarrojo. El diálogo era continuo, y llegaron a conocerse y a hacerse amigos. La impulsiva llamada a la Tierra de Nirgal funcionaría, podía verlo en la expresión de Art, en su curiosidad, su interés.

Hablaban de cualquier cosa, de sus pasados, sus opiniones, sus esperanzas. Nirgal pasó buena parte del tiempo intentando explicarle a Art la singularidad de Zigoto y Sabishii.

—Pasé algunos años en Sabishii. Los issei de allí dirigen una universidad abierta. No hay registros. Uno asiste a las clases que quiere y sólo tiene que dar cuentas a su profesor y a nadie más. La mayor parte de Sabishii funciona de manera no oficial. Es la capital del demimonde, como Tharsis Tholus, sólo que más grande. Una gran ciudad. Allí conocí a gente de todo Marte.

El idilio con Sabishii se derramó de los archivos de la memoria y los recuerdos inundaron la conversación con toda su profusión de incidentes y emociones, todas las emociones de entonces, contradictorias e incompatibles, aunque ahora, experimentadas de nuevo y simultáneamente, formaban un denso acorde polifónico.

—Tiene que haber sido toda una experiencia —observó Art—, después de crecer en un lugar como Zigoto.

—Oh, sí. Fue extraordinario.

—Háblame de ello.

Nirgal se inclinó hacia adelante, un poco tembloroso, y trató de transmitir algo de lo que había sido aquello.


Al principio había sido extraño. Los issei habían hecho cosas increíbles: mientras los Primeros Cien discutían, se peleaban, se diseminaban por todo el planeta, empezaban una guerra y morían o se ocultaban, el primer grupo de colonos japoneses, los doscientos cuarenta que habían fundado Sabishii sólo siete años después de la llegada de los Primeros Cien, permanecieron en el lugar donde habían aterrizado y fundaron una ciudad. Absorbieron todos los cambios que siguieron, incluyendo un agujero de transición justo al lado de su ciudad: simplemente se hicieron cargo de la excavación y utilizaron los residuos como material de construcción. Cuando la atmósfera cada vez más densa lo permitió, cultivaron las tierras circundantes, rocosas y elevadas, tierras difíciles, hasta que al fin vivieron en medio de un extenso bosque enano, un krummhols bonsai, con cuencas alpinas en las tierras altas que lo dominaban. Durante las catástrofes de 2061 no abandonaron la ciudad, y considerada neutral, las transnac la dejaron en paz. En esa soledad, con la roca extraída del agujero de transición construyeron una sinuosa serie de montículos recorridos por túneles y con habitaciones, listos para esconder a la gente del sur.

Así habían inventado el demimonde, la sociedad más sofisticada y compleja de Marte, llena de personas que se cruzaban en la calle como extraños, pero que por la noche se encontraban en las habitaciones y hablaban, tocaban música y hacían el amor. E incluso los que no formaban parte del mundo clandestino eran interesantes, porque los issei habían fundado la Universidad de Marte, y muchos estudiantes, quizás un tercio del total, eran jóvenes nacidos en Marte, y tanto si eran del mundo de superficie como de la resistencia, se reconocían unos a otros sin dificultad, como gente en su hogar, por un millón de códigos sutiles que nadie nacido en la Tierra podría detectar. Y hablaban, tocaban música y hacían el amor. Y de esta forma muchos de los nativos de la superficie eran iniciados en el conocimiento de la resistencia, hasta que al fin pareció que todos los nativos lo sabían todo y eran los aliados naturales.

El profesorado incluía a muchos de los issei y nisei sabishianos, además de distinguidos visitantes de todo Marte, e incluso de Terra. Los estudiantes procedían de todas partes también. Allí, en aquella hermosa ciudad, vivían, estudiaban y tocaban en calles, jardines y pabellones abiertos, junto a los estanques y en los cafés, y sobre la hierba de los anchos bulevares, en una especie de Kyoto marciano.

Nirgal había visto la ciudad por primera vez durante una breve visita con Coyote. Entonces le había parecido demasiado grande y populosa, con demasiados extraños. Pero meses más tarde, cansado de vagabundear por el sur con Coyote, cansado de la soledad, recordó aquel lugar como si fuese el único destino posible. ¡Sabishii!

Fue a la ciudad y se instaló en una buhardilla, más pequeña que su habitación de bambú en Zigoto, apenas cabía la cama.

Participó en cursos, carreras, bandas de calipso y tertulias de café. Descubrió cuánta información almacenaba su atril, y lo ignorante y provinciano que era. Coyote le había dado unos bloques de peróxido de hidrógeno que él vendió a los issei a cambio del dinero que necesitaba. Cada día era una aventura, siempre sin programas, un torbellino de encuentros, y continuaba hasta que se dejaba caer rendido allá donde estuviera. Estudió areología e ingeniería ecológica, dándole a esas disciplinas que había empezado a estudiar en Zigoto un soporte matemático, y descubrió en las clases de Etsu y en la práctica que había heredado parte del don de su madre para ver la interrelación de todos los componentes de un sistema.

Así pasaba los días, dedicado a la adquisición de ese cuerpo de conocimiento, a ese trabajo fascinante que tantas posibilidades les abría en el mundo.

Luego, por las noches, podía derrumbarse exhausto en casa de un amigo después de hablar con un beduino de ciento cuarenta años sobre la Guerra del Transcaucaso, o quizás tocaría la percusión o las marimbas hasta el alba con veinte polinesios y latinoamericanos intoxicados de kavajava; o podía estar en la cama con una de las bellezas oscuras de la banda, mujeres tan alegres como Jackie en sus buenos momentos, y mucho menos complicadas, o asistir con unos amigos a una representación de El rey Juan, de Shakespeare, donde descubriría la gran X de la estructura de la obra, el cambio de fortuna de Juan y del bastardo, y temblaría durante la escena central de esa X, cuando Juan ordena la muerte del joven Arturo. Después caminaría con sus amigos por la noche de la ciudad, hablando sobre la obra y la fortuna de algunos de los issei, o sobre las distintas fuerzas en Marte, o sobre la situación Tierra-Marte. Y la noche siguiente a ésa, después de pasar el día recorriendo el páramo, explorando las cuencas altas, impulsados por su deseo de ver tanta tierra como pudiesen, pasarían la noche en una pequeña tienda de supervivencia, acampados en uno de los circos altos al este de la ciudad, comiendo en la oscuridad mientras las estrellas llenaban el cielo púrpura y las flores alpinas se desvanecían en la depresión rocosa que los contenía a todos, como si estuviesen en la palma de la mano de un gigante.

Día tras día, esta incesante interacción con extraños le enseñaba al menos tanto como lo que aprendía en las clases. Esto no quería decir que Zigoto había hecho de él un ignorante: sus habitantes incluían una variedad tan grande de comportamientos humanos como para dejar pocas sorpresas para Nirgal en ese aspecto. En verdad empezó a comprender que había crecido en una especie de asilo de excéntricos, personas muy encorvadas por esos primeros años de presión excesiva en Marte.

Pero a pesar de eso había algunas sorpresas. Los nativos de las ciudades del norte, por ejemplo —y no sólo ellos, sino casi todos los que no procedían de Zigoto— tenían mucho menos contacto físico entre ellos de lo que Nirgal consideraba corriente. No se tocaban, ni se abrazaban, ni se acariciaban tanto, ni tampoco se empujaban o luchaban, ni se bañaban juntos, aunque algunos aprendieron a hacerlo en los baños públicos de Sabishii. Por eso Nirgal siempre sorprendía a la gente con su contacto. Decía cosas extrañas y le gustaba correr todo el día; fuesen cuales fuesen las razones, con el paso de los meses se encontró metido en numerosos grupos interconectados, bandas, células y pandillas. Era consciente de que destacaba, de que era el punto focal de algunos grupos, de que una partida de jóvenes lo seguía de café en café, día tras día, de que existía, en fin, algo como la «pandilla de Nirgal». Pronto aprendió a desviar esa atención si no la quería. Pero descubrió que a veces sí la deseaba.

Sobre todo cuando Jackie estaba allí.

—¡Jackie otra vez! —observó Art. No era la primera vez que aparecía en la conversación, ni tampoco la décima.

Nirgal asintió y el pulso se le aceleró.

Jackie también se había instalado en Sabishii, no mucho después que Nirgal. Había tomado una habitación cerca de la suya y asistía a las mismas clases. Y en el variable grupo de sus semejantes, a veces actuaban para el otro, sobre todo en la situación muy común en la que uno de ellos estaba seduciendo a otra persona o estaba siendo seducido.

Pronto comprendieron que no podían hacer esto a menudo, si no querían alejar a sus compañeros, cosa que ninguno deseaba. Por eso se dejaban en libertad, excepto cuando a uno de los dos le desagradaba profundamente el compañero elegido por el otro. Así pues, juzgaban las parejas del otro y aceptaban la influencia recíproca. Y todo esto sin una palabra, siendo ese extraño comportamiento la única señal visible del influjo mutuo. Ambos tonteaban con muchas personas, entablaban nuevas amistades, relaciones amorosas. A veces pasaban semanas sin verse. Y sin embargo, en un nivel muy profundo (Nirgal meneó la cabeza con tristeza mientras trataba de expresar esto a Art), «se pertenecían el uno al otro».

Si cualquiera de los dos necesitaba confirmar ese vínculo, el otro respondía a la seducción con pasión. Sólo había ocurrido tres veces en los tres años que estuvieron en Sabishii, y sin embargo Nirgal sabía por esos encuentros que los dos estaban unidos, por la infancia común y todo lo que había ocurrido en ella, sí, pero también por algo más. Todo lo que hacían juntos era diferente de lo que hacían con otras personas, más intenso.

Con el resto de sus conocidos no había nada tan cargado de significado o de peligro. Nirgal tenía muchos amigos: una docena, un centenar, quinientos. Él siempre decía sí. Preguntaba y escuchaba, y apenas dormía. Asistía a las reuniones de cincuenta organizaciones políticas distintas, y estaba de acuerdo con las ideas de todas ellas, y pasó más de una noche hablando, decidiendo el destino de Marte y el de la raza humana. Algunos le caían mejor que otros. Nirgal podía hablar con un nativo del norte y sentir una empatia inmediata, iniciando una amistad que duraría para siempre. Muchas veces ocurría así. Pero de cuando en cuando alguna acción completamente ajena a su comprensión lo tomaba por sorpresa y le recordaba una vez más la infancia enclaustrada, casi claustrofóbica, que había tenido en Zigoto, que en algunos aspectos lo había hecho tan inocente como un duende criado bajo una seta.

—No, no me he formado en Zigoto —le dijo a Art, mirando detrás para asegurarse de que Coyote dormía—. Uno no puede escoger su infancia, simplemente ocurre. Pero después sí se escoge. Y yo elegí Sabishii. Eso fue lo que me formó.

—Quizá —dijo Art, frotándose el mentón—. Pero la infancia no son solamente esos años. La integran también las opiniones que uno tiene sobre esos años después. Por eso nuestra infancia dura tanto.


Un día, al alba, el intenso color ciruela del cielo iluminó la espectacular aleta de Acheron, recortándose al norte como un Manhattan de roca sólida aún virgen de rascacielos. El paisaje de cañones bajo la aleta era abigarrado y le daba a la tierra fracturada el aspecto de un cuadro.

—Eso es un montón de liquen —dijo Coyote.

Sax se sentó en el asiento contiguo y se inclinó hasta pegar la nariz al parabrisas, con una animación que no había mostrado desde el rescate. Bajo la cumbre de la aleta de Acheron había una hilera de ventanas espejadas que parecían un collar de diamante, y una apretada masa de verde ribeteaba la cima bajo el centelleo de una tienda.

—¡Parece que está ocupada de nuevo! —exclamó Coyote. Sax asintió.

Mirando por encima de sus hombros, Spencer dijo:

—Me pregunto quién habrá allí.

—No hay nadie —dijo Art. Todos lo miraron—. Me dijeron algo sobre esto durante mi formación en Sheffield. Es un proyecto de Praxis. Reconstruyeron el laboratorio y lo dejaron todo preparado. Y ahora esperan.

—¿Qué esperan?

—Esperan a Sax Russell, sobre todo. A Taneev, Kohl, Tokareva, Russell… —Miró a Sax y se encogió de hombros, como disculpándose.

Sax emitió un sonido inarticulado.

—¡Eh! —exclamó Coyote.

Sax carraspeó y volvió a intentarlo. Sus labios se cerraron y formaron una pequeña o, y un sonido horrible salió desde el fondo de su garganta:

—P-p-p-p-p. —Miró a Nirgal, gesticulando como si él pudiera comprenderlo.

—¿Por qué? —propuso Nirgal. Sax asintió.

Las mejillas le ardieron a Nirgal, como recorridas por una corriente eléctrica de profundo alivio, y se levantó de un salto y abrazó a Sax.

—¡Entiendes!

—Bien —dijo Art—, es un gesto. Fue idea de Fort, el tipo que fundó Praxis. «Quizá regresen», se supone que dijo a la gente de Praxis en Sheffield. No sé si se ocupó de los detalles.

—Ese Fort es extraño —dijo Coyote, y Sax asintió otra vez.

—Muy cierto —confirmó Art—. Pero me gustaría que lo conociesen. Me recuerda las historias que ustedes cuentan sobre Hiroko.

—¿Sabe él que estamos aquí? —preguntó Spencer.

El corazón de Nirgal dio un vuelco, pero Art no mostró ningún sobresalto.

—No lo sé. Lo sospecha. Él desea que ustedes estén aquí fuera.

—¿Dónde vive? —preguntó Nirgal.

—No lo sé. —Art describió su visita a Fort.— Así que no sé exactamente dónde está. En algún lugar del Pacífico. Pero si pudiese ponerme en contacto con él…

Nadie respondió.

—Bueno, quizá más adelante —dijo Art.

A través del parabrisas bajo, Sax contemplaba la lejana aleta rocosa, la diminuta hilera de ventanas iluminadas de los laboratorios vacíos y silenciosos. Coyote le pellizcó el cuello cariñosamente.

—Te gustaría regresar allí, ¿verdad? Sax graznó alguna cosa.


En la llanura desértica de Amazonis había pocos asentamientos. Eran las tierras marginales, y los viajeros las cruzaron rápidamente, hacía el sur, noche tras noche, durmiendo en la cabina a oscuras durante el día. El problema más grave era encontrar lugares adecuados donde esconderse. En las planicies expuestas y desnudas como Amazonis el coche-roca destacaba como un bloque errático. Por lo general se pegaban a los montículos de deyecciones que rodeaban los pocos cráteres que encontraban. Después de la comida matutina Sax ejercitaba la voz, graznaba palabras incomprensibles, tratando de comunicarse, y fracasaba. Esto alteraba a Nirgal más que a Sax, quien, aunque visiblemente frustrado, no desesperaba. Pero él no había intentado hablar con Simón aquellas últimas semanas.

Coyote y Spencer se daban por satisfechos con estos progresos, y pasaban horas haciendo preguntas a Sax y pasándole tests que sacaban del atril de la IA, tratando de averiguar cuál era el problema.

—Afasia, evidentemente —dijo Spencer—. Me temo que los interrogatorios le hayan provocado una embolia. Y algunas embolias causan la llamada afasia no fluida.

—¿Es que existe alguna afasia fluida? —preguntó Coyote.

—Parece que sí. Se habla de afasia no fluida cuando el sujeto no puede leer ni escribir, y tiene dificultades para hablar o para encontrar las palabras adecuadas, y es muy consciente del problema.

Sax asintió, como confirmando la descripción.

—En la afasia fluida el sujeto habla mucho, pero no es consciente de que lo que está diciendo no tiene ningún sentido.

—Conozco a mucha gente con ese problema —comentó Art. Spencer lo ignoró.

—Tenemos que llevar a Sax con Vlad, Ursula y Michel.

—Eso es lo que estamos haciendo —dijo Coyote, que le apretó el brazo a Sax antes de retirarse a su catre.


La quinta noche después de dejar a los bogdanovistas, se aproximaron al ecuador y a la doble barrera del cable del ascensor caído.

Coyote había franqueado la barrera en esa región otras veces, utilizando un glaciar formado por uno de los acuíferos reventados en 2061, en Mángala Vallis. Durante la revolución, el agua y el hielo habían corrido por el viejo cauce seco unos ciento cincuenta kilómetros, y el glaciar que quedó cuando la avenida de agua se congeló había enterrado las dos vueltas del cable en la longitud 152°. Coyote había encontrado una ruta sobre un tramo inusualmente liso de ese glaciar, que le permitía cruzar las dos vueltas de cable.

Desgraciadamente, cuando se acercaron al Glaciar Mángala —una extensa masa de hielo marrón cubierto de grava que llenaba el fondo de un valle angosto— descubrieron que había cambiado desde la última vez que Coyote había estado allí.

—¿Dónde está la rampa? —repetía Coyote sin cesar—. Pero si estaba ahí mismo.

Sax graznó algo, y luego empezó a mover las manos como si amasara un pastel, sin dejar de mirar el glaciar a través del parabrisas.

Nirgal tuvo dificultades para asimilar la superficie del glaciar: era como estática visual, un montón de manchas de blanco sucio, gris, negro y ocre, revueltas hasta hacer imposible discernir medidas, formas o distancias.

—Quizá no es el mismo sitio —sugirió.

—Pues claro que lo es —dijo Coyote.

—¿Estás seguro?

—Dejé indicadores. Mira, allí hay uno. Esa pista en la morrena lateral. Pero más allá tendría que haber una rampa hasta el hielo liso, y no hay nada más que una muralla de icebergs. Mierda. He usado este camino durante diez años.

—Pues tienes suerte de que te haya durado tanto —dijo Spencer—. Los glaciares marcianos son más lentos que los terranos, pero aun así continúan deslizándose pendiente abajo.

Coyote soltó un gruñido. Sax graznó algo, y luego dio unos golpecitos a la puerta interior de la antecámara. Quería salir al exterior.

—¿Y por qué no? —murmuró Coyote, mirando el mapa en pantalla—. De todas maneras tendremos que pasar el día aquí.

Así que con las primeras luces del alba, Sax vagó entre los detritos arrancados por el paso del glaciar: una pequeña criatura erguida cuyo casco irradiaba luz, como un pez abisal en busca de comida. Sin saber por qué a Nirgal se le encogió el corazón al verlo, y se vistió y salió a acompañarlo.

Avanzó envuelto en el agradable frío de la mañana gris, de roca en roca, siguiendo el curso errático de Sax a través de la morrena. El cono de la linterna de Sax iluminaba uno a uno pequeños mundos misteriosos, las dunas y las erizadas plantas de poca altura que llenaban las grietas y los huecos de las rocas. Todo era gris, pero los grises de las plantas tenían tonos oliva, caqui o marrón, salpicados de puntos claros: flores, sin duda de atractivos colores a la luz del sol, pero ahora de un gris claro luminoso, resplandeciendo entre gruesas hojas carnosas. Por el intercom Nirgal oyó carraspear a Sax, y la pequeña figura señaló una roca. Nirgal se puso en cuclillas para inspeccionarla. En las grietas había algo parecido a unas setas secas, con los sombrerillos apergaminados salpicados de puntos negros y jaspeados por una capa de sal. Sax graznó cuando Nirgal tocó una, pero no pudo decir lo que quería.

Se miraron.

—No pasa nada —dijo Nirgal, atormentado de nuevo por el recuerdo de Simón.

Pasaron a otra isla de vegetación. Las áreas en las que sobrevivían las plantas parecían pequeños porches separados por zonas de roca seca y arena. Sax se detenía unos quince minutos en cada fellfield escarchado, moviéndose con torpeza. Había muchas clases de plantas, y sólo después de visitar varias cañadas empezó Nirgal a advertir que algunas se repetían una y otra vez. Ninguna se parecía a las plantas que él había cultivado en Zigoto, ni tampoco a nada de lo que había en el arborelo de Sabishii. Sólo la plantas de primera generación, líquenes, musgos y hierbas, le eran familiares, como las que cubrían el suelo en las cuencas altas que dominaban Sabishii.

Sax no volvió a intentar hablar, pero la lámpara del casco era como un dedo acusador, y Nirgal a menudo dirigía su lámpara a la misma zona, doblando la iluminación. El cielo se volvió rosado, y pareció que estaban en una zona de sombra, con la luz del sol encima de sus cabezas.

Entonces Sax dijo:

—¡Dr-! —y apuntó la linterna hacia una pendiente de grava sobre la cual crecía un entramado de ramas leñosas, como una malla colocada allí para contener los escombros—. ¡Dr-!

—Dríada —dijo Nirgal, reconociéndola.

Sax asintió enfáticamente. Las rocas que pisaban estaban manchadas de liquen verde pálido. Sax señaló una mancha y dijo:

—Man-za-na. Roja. Mapa. Musgo.

—¡Eh! —exclamó Nirgal—. Lo has dicho muy bien.

El sol salió y proyectó las sombras de los dos hombres sobre la pendiente de grava. De pronto, la luz reveló las diminutas flores de la dríada, los pétalos de marfil protegiendo los estambres de oro.

—Drí-ada —graznó Sax.

El haz de luz de las linternas era ahora invisible, y los colores de las flores resplandecían. Nirgal oyó un ruido por el intercom y miró a través del visor de Sax. El hombre lloraba, las lágrimas le corrían por las mejillas.


Nirgal estudió detenidamente los mapas y fotografías de la región.

—Tengo una idea —le dijo a Coyote.

Y esa noche partieron hacia el Cráter Nicholson, situado unos cuatrocientos kilómetros al oeste. El cable tenía que haber caído sobre ese gran cráter, al menos en la primera vuelta, y a Nirgal le parecía probable que hubiese alguna abertura o desfiladero en el borde.

Bastante probable, pues cuando subieron a la colina de cima chata que formaba la falda norte del cráter y alcanzaron el borde erosionado vieron el extraño espectáculo de una línea negra que cruzaba el cráter por su centro a unos cuarenta kilómetros de donde ellos estaban; parecía un objeto dejado por alguna raza de gigantes ya olvidada.

—¿Del Gran Hombre? —preguntó Coyote.

—El mechón de pelo —propuso Spencer.

—O la seda dental negra —dijo Art.

La pared interior del cráter era mucho más escarpada que la exterior, pero había numerosos desfiladeros en el borde y bajaron sin problema por la pendiente estable de un antiguo alud de tierra, y luego cruzaron el suelo del cráter siguiendo la curva del muro interior septentrional. Al aproximarse al cable advirtieron que emergía de una depresión que había abierto en el borde y caía graciosamente hacia el suelo del cráter, como el cable de suspensión de un puente enterrado.

Pasaron despacio por debajo del cable. Cuando dejaba el borde estaba casi a setenta metros del suelo del cráter, y no lo alcanzaba hasta un kilómetro más allá. Enfocaron las cámaras del rover hacia arriba y contemplaron la imagen de la pantalla con curiosidad: pero el cilindro negro aparecía informe contra las estrellas, y sólo pudieron especular sobre la temperatura que habría alcanzado el carbono durante el descenso.

—Esto es estupendo —declaró Coyote mientras subían por una suave pendiente de depósitos cólicos, seguían un desfiladero en el borde y salían del cráter—. Esperemos que haya un camino para cruzar la segunda vuelta.

Desde el flanco meridional de Nicholson se alcanzaba a ver a muchos kilómetros en dirección sur, y a medio camino del horizonte estaba la línea negra de la segunda vuelta del cable. Esa sección había golpeado con mucha más violencia que la primera vuelta, y dos ringleras de deyecciones corrían paralelas al cable, que apenas sobresalía de la zanja que había abierto en la llanura.

Al acercarse, zigzagueando entre las deyecciones, pudieron ver que el cable era una masa de escombros ennegrecidos, una cordillera de carbono entre tres y cinco metros más alta que la llanura, y de flancos escarpados; no parecía posible que el rover-roca pudiese circular sobre ella.

Sin embargo, más hacia el este había un declive en los escombros, y cuando se acercaron para investigar descubrieron el impacto de un meteorito posterior a la caída del cable; había aplastado el cable y las deyecciones laterales y abierto un cráter, tachonado con fragmentos de cable y trozos de la matriz de diamante que recorriera el interior del cable. Era un cráter irregular, sin un borde definido que les obstaculizara el paso. Parecía posible atravesarlo.

—Increíble —dijo Coyote.

Sax meneó la cabeza vigorosamente.

—Dei…, Dei…

—Fobos —dijo Nirgal, y Sax asintió.

—¿Tú crees? —dijo Spencer.

Sax se encogió de hombros, pero Coyote y Spencer discutieron la posibilidad con entusiasmo. El cráter era oval, lo que llamaban un cráter— bañera, y eso apoyaba la teoría de un impacto de ángulo bajo. La posibilidad de que un meteorito diera contra el cable era muy rara, pero los fragmentos de Fobos habían caído sobre todo en la zona ecuatorial y por tanto no era tan extraño que uno de ellos hubiese golpeado el cable.

—Muy oportuno —dijo Coyote luego de franquear el pequeño cráter y de echar hacia el sur de la zona de deyecciones.

Aparcaron cerca de una de las últimas grandes rocas despedidas por el impacto, se pusieron los trajes y regresaron para echar un vistazo al lugar.

Había rocas brechadas por todas partes, y no era fácil determinar cuáles eran pedazos del meteorito y cuáles deyecciones originadas por la caída del cable. Pero Spencer era especialista en la identificación de rocas y tomó varias muestras de lo que según él era condrito carbonoso exótico, probablemente del meteorito. Haría falta un análisis químico para estar seguro; pero cuando regresaron al coche las examinó con lupa y declaró que en efecto eran pedazos de Fobos.

—Arkadi me mostró un trozo igual a éste la primera vez que bajó. — Fueron pasándose la pesada roca ennegrecida.— El impacto la ha convertido en metamórfica —dijo Spencer cuando la piedra volvió a sus manos—. Supongo que habría que llamarla fobosita.

—No es la roca más escasa en Marte, por cierto —dijo Coyote.


Al sudoeste del Cráter Nicholson, los dos grandes cañones paralelos que formaban las Medusae Fossae se extendían por más de trescientos kilómetros, adentrándose en el corazón de las tierras altas meridionales. Coyote se decidió por Medusa Este, la mayor de las dos fracturas.

—Me gusta conducir por los cañones siempre que puedo, para ver si hay algún saliente o caverna en las paredes. Así es como encontré la mayoría de mis escondrijos.

—¿Y si tropiezas con un escarpe transversal que cruza todo el cañón?

—preguntó Nirgal.

—Pues doy marcha atrás. Lo he hecho infinidad de veces, no creas. Así que marcharon por el cañón, que resultó ser bastante llano, el resto de la noche. La noche siguiente, a medida que avanzaban hacia el sur, el suelo empezó a subir en escalones que siempre podían salvar. Acababan de coronar un escalón cuando Nirgal, que iba al volante, frenó el coche.

—¡Hay edificios allí!

Todos se amontonaron para mirar por el parabrisas. En el horizonte, bajo el muro oriental del cañón, se alzaba un grupo de pequeñas construcciones de piedra.

Luego de estudiarlas durante media hora por los diferentes monitores, Coyote se encogió de hombros.

—No hay señales de calor o electricidad. Parece deshabitado. Vayamos a echar un vistazo.

Condujeron hacia los edificios y se detuvieron junto a un gigantesco trozo de la pared del acantilado que se había desprendido y había rodado lejos. Desde allí pudieron ver que las construcciones estaban al aire libre, sin tienda que las albergase, y eran bloques macizos de una roca blanquecina semejante al caliche blanco de las tierras desoladas al norte de Olimpo. Unas pequeñas figuras blancas se erguían inmóviles entre los edificios y en las plazas bordeadas de árboles blancos. Todo era de piedra.

—Estatuas —dijo Spencer—. ¡Una ciudad de piedra!

—Muh —graznó Sax, y golpeó el salpicadero con furia, dando cuatro golpes secos que los sobresaltaron—. ¡Muh!-¡du!-¡sa!

Spencer, Art y Coyote rieron. Palmearon a Sax en los hombros como si fueran a derribarlo. Entonces se pusieron los trajes y salieron para ver la ciudad más de cerca.

Las paredes blancas de los edificios tenían un resplandor sobrenatural a la luz de las estrellas, como tallas de jabón gigantescas. Había unas veinte construcciones, y muchos árboles, unas doscientas figuras humanas y algunos leones entre ellas. Todo tallado en una piedra blanca que Spencer identificó como alabastro. La plaza central parecía haberse petrificado durante una activa mañana: había un bullicioso mercado agrícola y un grupo reunido en torno a dos hombres que jugaban al ajedrez con unas piezas que les llegaban a la cintura sobre un enorme tablero. Las piezas y los cuadrados negros del tablero destacaban violentamente en el paisaje: ónice en un mundo de alabastro.

Otro grupo de estatuas era el público de un malabarista, que levantaba la vista hacia unas pelotas invisibles. Varios leones observaban atentamente esta exhibición, como preparados para saltar si el malabarista se acercaba demasiado. Las caras de las estatuas, felinas o humanas, eran redondas y casi sin facciones, pero de algún modo expresaban una actitud.

—Miren la disposición circular de los edificios —dijo Spencer por el intercom—. Es arquitectura bogdanovista, o algo parecido.

—Ningún bogdanovista me habló nunca de esto —dijo Coyote—. Ni siquiera creo que hayan estado en la región. Al menos no conozco a ninguno que lo haya hecho. Es una región remota. —Miró alrededor con una sonrisa en los labios.— ¡Alguien se entretuvo un rato con esto!

—Es extraño lo que la gente llega a hacer —dijo Spencer.

Nirgal vagó por los límites del conjunto, ignorando la charla del intercom, mirando una cara tras otra, asomándose a umbrales y ventanas de piedra blanca, el pulso agitado. Era como si el escultor hubiese creado aquel lugar para comunicarse con él. El mundo blanco de su infancia, clavado en el corazón del verde… o, allí fuera, en el rojo…

Reinaba una extraña sensación de paz en el lugar. No era sólo silencio, sino la maravillosa relajación de las figuras, la calma fluida de sus posturas. Marte podía ser así. No más ocultamiento, o más contiendas, los niños correteando por el mercado, los leones paseando entre ellos como gatos…

Después de una extensa visita a la ciudad de alabastro regresaron al coche y reemprendieron la marcha. Unos quince minutos más tarde, Nirgal avistó otra estatua, el bajorrelieve blanco de una cara que emergía de la pared del acantilado opuesta a la ciudad.

—Medusa en persona —dijo Spencer, mientras apartaba de su boca el vaso de bebida de cada noche.

La mirada de basilisco de la gorgona se dirigía a la ciudad, y las serpientes de piedra de su pelo se retorcían hacia el acantilado, como si la roca hubiese asido su cabellera para impedirle emerger por completo del planeta.

—Hermosa —dijo Coyote—. Recuerden esa cara; si no me equivoco, es el autorretrato del escultor.

Siguió conduciendo y Nirgal estudió la cara de piedra con curiosidad. Parecía asiática, aunque quizá sólo se debiera al tirante pelo serpentino. Trató de memorizar las facciones, sintiendo que era alguien a quien ya conocía.


Salieron del cañón de la Medusa antes del alba, y se detuvieron para el descanso del día y el trazado de la nueva ruta. Más allá del Cráter Burlón, que tenían delante, las Memnonia Fossae atravesaban el terreno de este a oeste durante centenares de kilómetros, bloqueándoles el paso hacia el sur. Tenían que ir hacia el oeste, hacia los cráteres Williams y Ejriksson, y luego al sur otra vez, hacia el Cráter Columbus, y después zigzaguear a través de un estrecho desfiladero en las Sirenum Fossae, más hacia el sur. Una danza continua alrededor de cráteres, grietas, escarpes y hondonadas. Las tierras altas del sur eran extremadamente accidentadas comparadas con los extensos paisajes llanos del norte. Art hizo un comentario a propósito de las diferencias y Coyote dijo con irritación:

—Estamos en un planeta, hombre. Hay paisajes de todo tipo.

El despertador sonaba cada día una hora antes de la puesta de sol y con las últimas luces del día desayunaban frugalmente mientras contemplaban los colores incandescentes y las sombras que se extendían sobre el paisaje desigual. Luego emprendían la marcha, sin poder recurrir al piloto automático, franqueando el terreno fracturado. Nirgal y Art se hacían cargo de ese turno sepulcral casi todas las noches, y continuaban sus largas conversaciones. Cuando las estrellas palidecían y la intensa luz violeta del alba teñía el cielo oriental, buscaban un lugar donde el rover— roca pasara desapercibido —en esas latitudes era un trabajo sencillo: bastaba con detener el coche, como decía Art—, y cenaban sin prisas, contemplando el brusco resplandor del amanecer y los repentinos campos de sombras que creaba. Un par de horas más tarde, luego de una sesión de planificación y de algún ocasional paseo por el exterior, oscurecían las ventanas y pasaban el día durmiendo.

Al final de otra larga noche de conversación sobre sus respectivas infancias, Nirgal dijo:

—Supongo que sólo cuando fui a Sabishii me di cuenta de que Zigoto era…

—¿Insólito? —dijo Coyote desde el catre, detrás de ellos—. ¿Único?

¿Extraño? ¿Como Hiroko?

A Nirgal no le sorprendió, pues Coyote dormía muy mal y a menudo musitaba con voz soñolienta un comentario a la narración de Art y Nirgal, que ellos ignoraban, porque en realidad estaba dormido. Pero esta vez Nirgal dijo:

—Creo que Zigoto es un reflejo de Hiroko. Ella es muy introvertida.

—Ja —dijo Coyote—. No solía serlo.

—¿Y eso cuándo? —saltó Art, girando en la silla para incluir a Coyote en la tertulia.

—Oh, hace mucho tiempo, antes del principio —dijo Coyote—. En la prehistoria, allá en la Tierra.

—¿Fue entonces cuando la conociste? Coyote gruñó afirmativamente.

Cuando hablaba con Nirgal siempre se detenía en ese punto. Pero ahora, con Art allí, las únicas tres personas despiertas en el mundo, en un pequeño círculo iluminado por la pantalla de infrarrojos, el rostro enjuto y torvo de Coyote mostró una expresión distinta de la terca desaprobación de siempre, y Art se inclinó hacia él y preguntó con avidez:

—¿Y como fue que llegaste a Marte?

—Ay, Dios —exclamó Coyote y se tendió de costado, con la cabeza apoyada en una mano—. Es difícil recordar algo tan lejano. Es como si recitase un poema épico que aprendí hace mucho tiempo, y que apenas recuerdo.

Levantó la vista y los miró, y luego cerró los ojos, como si intentase recordar los primeros versos. Los dos hombres más jóvenes lo observaban esperando.

—Todo fue obra de Hiroko, por supuesto, ella y yo éramos amigos. Nos conocimos muy jóvenes, cuando estudiábamos en Cambridge. Los dos teníamos frío en Inglaterra y nos calentábamos mutuamente. Eso fue antes de que ella conociese a Iwao, y mucho antes de que se convirtiera en la gran diosa madre del mundo. Y en aquel entonces compartimos muchas cosas. Éramos forasteros en Cambridge y teníamos talento. Vivimos juntos dos años, y todo fue muy parecido a lo que Nirgal ha dicho a propósito de Sabishii, incluso lo de Jackie. Aunque Hiroko…

Volvió a cerrar los ojos, como tratando de evocarlo.

—¿Siguieron juntos? —preguntó Art.

—No. Ella regresó al Japón y yo la acompañé un tiempo, pero tuve que regresar a Tobago cuando mi padre murió. Las cosas cambiaron. Pero seguimos en contacto, y nos encontrábamos en las convenciones científicas, y cuando nos encontrábamos nos peleábamos, o nos prometíamos amor eterno. O las dos cosas. En realidad, no sabíamos lo que queríamos, o cómo conseguirlo si admitíamos lo que queríamos. Entonces empezó la selección de los Primeros Cien. Yo estaba en la cárcel, en Trinidad, por oponerme a la legislación sobre banderas acomodaticias. Pero si hubiese estado en libertad tampoco habría tenido ninguna posibilidad de que me seleccionasen. Ni siquiera estaba seguro de querer venir. Pero o bien Hiroko recordó nuestras promesas o bien pensó que podía serle útil, nunca lo supe. Así que se puso en contacto conmigo y me dijo que si yo quería ella me escondería en la granja del Ares y después en la colonia de Marte. Ella siempre ha pensado con audacia, eso se lo concedo.

—¿No te pareció un plan disparatado? —preguntó Art con los ojos muy abiertos.

—¡Pues claro! —Coyote rió.— Pero todos los planes buenos son disparatados. Y en aquellos momentos mis expectativas no eran muy brillantes. Y si no me hubiese decidido, no habría vuelto a ver a Hiroko nunca más. —Miró a Nirgal con una sonrisa torva.— Así que decidí intentarlo. Todavía estaba en la cárcel, pero Hiroko tenía unos amigos curiosos en Japón, y una noche me encontré con un trío de hombres enmascarados que me sacaron de la celda; todos los guardias de la prisión estaban narcotizados. Me llevaron en helicóptero hasta un buque cisterna, y en él viajé hasta Japón. Los japoneses construían la estación espacial que rusos y americanos estaban utilizando para montar el Ares; me metieron en uno de los nuevos aviones espaciales, que me llevó al Ares poco antes de que se completase la construcción. Me colaron dentro con parte del equipo de granja que Hiroko había encargado, y después fue cosa mía. ¡Tuve que apañármelas solo para sobrevivir, desde ese momento hasta ahora! Lo que significa que pasé bastante hambre hasta que el Ares inició el viaje. Después de eso, Hiroko se ocupó de mí. Dormía en un almacén detrás de los cerdos, y andaba por ahí furtivamente, lo cual fue mucho más fácil de lo que piensan, porque la nave era muy grande. Y cuando Hiroko tomó confianza con el equipo de la granja, me presentó a ellos y todo fue aún más fácil. Pero las cosas se pusieron feas durante las primeras semanas después del aterrizaje. Yo bajé en un desembarcador en el que sólo iban miembros del equipo de la granja, y ellos me instalaron en un armario dentro de uno de los remolques. Hiroko construyó los invernaderos tan deprisa sobre todo para sacarme de ese armario, o eso me dijo.

—¿Viviste en un armario?

—Durante un par de meses. Fue peor que la cárcel. Pero después me trasladé al invernadero, y empecé a reunir el material que necesitaríamos llevar cuando nos fuésemos de allí. Iwao había ocultado el contenido de dos naves de carga desde el principio. Y después de que construyésemos un rover con piezas de recambio, pasé mucho tiempo lejos de la Colina Subterránea, explorando el terreno caótico, buscando un buen lugar para nuestro refugio secreto, y luego trasladando material allí. Pasé más tiempo que nadie en la superficie, más que Ann incluso. Cuando el equipo de la granja finalmente se trasladó al refugio, yo ya me había acostumbrado a pasar mucho tiempo solo. Sólo yo y el Gran Hombre, recorriendo el planeta. Os diré una cosa, era como estar en el cielo. Bueno, no era el cielo, era Marte, puro Marte. Supongo que en cierto modo perdí la razón. Pero me gustaba tanto… No puedo explicar cómo me sentía.

—Debiste recibir un montón de radiación. Coyote rió.

—¡Oh, sí! Entre esos viajes y la tormenta solar en el Ares recibí más rems que nadie de los Primeros Cien, excepto quizá John. Tal vez por eso estoy chalado. Pero en fin —se encogió de hombros y miró a Art y Nirgal—, aquí estoy. El polizón.

—Asombroso —dijo Art.

Nirgal asintió; nunca había conseguido que su padre le revelase ni una décima parte de toda esa información acerca de su pasado. Miró a Art y luego a Coyote, y otra vez a Art, preguntándose cómo lo había conseguido. Y cómo lo había conseguido con él mismo también, porque Nirgal no sólo había intentado explicarle sus vivencias, sino también lo que éstas habían significado para el, lo que era mucho más complicado. Al parecer, Art tenía ese talento, aunque era difícil precisar en qué consistía: quizá sólo era la expresión de su cara, esa mirada intensa y concentrada, esas preguntas francas y atrevidas, que dejaban a un lado las minucias e iban al corazón de las cosas, dando por supuesto que toda persona desea hablar, definir el sentido de su vida, incluso ermitaños reservados y extraños como Coyote.

—Bien, no fue tan duro —decía Coyote en ese momento—. Ocultarse no es tan difícil como la gente cree, tienen que tener eso claro. Lo complicado es actuar mientras te escondes.

Al decir eso, frunció el ceño, y luego señaló con un dedo a Nirgal.

—Por eso al fin tendremos que revelar nuestra presencia y luchar abiertamente. Por eso te mandé a Sabishii.

—¿Qué…? ¡Pero si tú me dijiste que no debería ir! ¡Dijiste que sería mi ruina!

—Así es como conseguí que fueras.


Mantuvieron esa vida de conversación nocturna durante casi una semana, y al final de la semana se acercaron a una pequeña región habitada en torno al agujero de transición que habían abierto en medio de los cráteres Hiparco, Eudoxo, Tolomeo y Li Fan. Había varias minas de uranio en las faldas de esos cráteres, pero Coyote no propuso ninguna acción de sabotaje y condujeron sin pausa para dejar atrás el agujero tolemaico y salir de la región lo antes posible. Pronto llegaron a las Thaumasia Fossae, el quinto o sexto gran sistema de fallas que encontraban en el viaje. A Art le pareció curioso, pero Spencer le explicó que la protuberancia de Tharsis estaba rodeada de sistemas de fallas causadas por su levantamiento, y puesto que estaban circunnavegando la protuberancia, tropezaban con todas. Thaumasia era uno de los sistemas más grandes, y allí se encontraba la gran ciudad de Senzeni Na, fundada junto a uno de los agujeros de transición de la latitud cuarenta, uno de los primeros que se excavaron y uno de los más profundos. Ya llevaban más de dos semanas viajando, y necesitaban aprovisionarse en uno de los escondrijos de Coyote.

Pasaron al sur de Senzeni Na, y cerca del alba estaban zigzagueando entre antiguos montes rocosos. Pero cuando tropezaron con una avalancha de tierra que caía desde un escarpe accidentado de poca altura, Coyote empezó a maldecir. En el suelo había marcas de rovers, cilindros de gas aplastados, cajas de comida y contenedores de combustible desparramados por todas partes.

Todos contemplaron el panorama.

—¿Tu escondite? —preguntó Art, lo que provocó una nueva salva de exabruptos.

—¿Quién ha sido? —preguntó Art—. ¿La policía?

Nadie respondió. Sax se sentó en uno de los asientos delanteros y comprobó el estado de los suministros. Coyote siguió despotricando furiosamente, y se dejó caer en el otro asiento.

—No fue la policía —le dijo finalmente a Art—. No a menos que hayan empezado a usar los rovers de Vishniac. No, estos ladrones son de la resistencia, malditos sean. Probablemente una unidad que tiene la base en Argyre. No se me ocurre que haya podido ser nadie más. Ese grupo sabe dónde están algunos de mis viejos escondites y están furiosos conmigo desde que saboteé un asentamiento minero en los Charitum, porque a raíz de eso lo clausuraron y ellos perdieron su principal fuente de suministros.

—Deberían tratar de mantenerse todos del mismo lado —dijo Art.

—Cierra el pico —le aconsejó Coyote—. Es siempre la misma historia —dijo después con amargura mientras se alejaban—. La resistencia comienza a luchar contra sí misma, porque es lo único que puede vencer. Es imposible crear un movimiento con más de cinco personas sin que haya al menos un idiota.

Continuó en esa misma línea un buen rato. Al fin, Sax dio unos golpecitos en los indicadores y Coyote dijo con rudeza:

—¡Ya lo sé!

Ya era pleno día y detuvo el rover en una hendidura entre dos de las antiquísimas colinas; oscurecieron las ventanas y se tendieron en los estrechos camastros.

—¿Cuántos grupos de la resistencia hay? —preguntó Art.

—Nadie lo sabe —contestó Coyote.

—Bromeas.

Nirgal habló antes de que Coyote replicara.

—Hay unos cuarenta en el hemisferio sur. Y algunas disensiones entre ellos que vienen de antiguo se están volviendo agrias. Hay grupos de la línea dura ahí fuera. Rojos radicales, grupos de seguidores de Schnelling escindidos, distintos grupos fundamentalistas… Están causando problemas.

—¿Pero acaso no trabajan todos por una causa común?

—No lo sé. —Nirgal recordó discusiones en Sabishii, algunas violentas, que se prolongaban toda la noche, entre estudiantes que en realidad eran amigos.— Quizá no.

—¿Pero es que todavía no lo han hablado?

—Formalmente no.

Art parecía sorprendido.

—Pues deberían hacerlo —dijo.

—¿Hacer qué? —preguntó Nirgal.

—Deberían convocar una reunión de todos los grupos de la resistencia y ver si pueden ponerse de acuerdo en lo que tratan de hacer. Intentar limar las diferencias.

Aparte de un bufido escéptico de Coyote, no hubo respuesta. Después de un largo silencio, Nirgal dijo:

—Tengo la impresión de que algunos de esos grupos desconfían de Gameto por los Primeros Cien que viven allí. Nadie quiere renunciar a su autonomía frente al que ya perciben como el refugio más poderoso.

—Pero eso podría discutirse en la reunión —dijo Art—. Entre otras cosas. Necesitan trabajar unidos, sobre todo si la policía transnac empieza a actuar después de lo que han averiguado por Sax.

Sax asintió. Los demás lo consideraron en silencio. Más tarde Art empezó a roncar, pero Nirgal estuvo despierto durante horas, pensando.


Llegaron a las cercanías de Senzeni Na algo apurados. Los alimentos serían suficientes si los racionaban, y el agua y los gases se reciclaban con tanta eficacia que apenas se perdía nada. Pero se les estaba acabando el combustible para el coche.

—Necesitamos unos cincuenta kilos de peróxido de hidrógeno —dijo Coyote.

Condujo hasta el borde del cañón más grande de Thaumasia; y allí, en la pared opuesta, estaba Senzeni Na, tras unas grandes láminas de cristal, las arcadas pobladas de altos árboles. El suelo del cañón frente a la ciudad estaba cubierto de tubos peatonales, pequeñas tiendas, la gran fábrica del agujero de transición, el propio agujero, que era un gigantesco hoyo negro en el extremo sur del complejo, y el cordón de residuos, que corría por el cañón y se perdía en el norte. Ese agujero era el más profundo de Marte, tan profundo que la roca empezaba a ser un poco plástica en el fondo; «se está reblandeciendo», decía Coyote. Dieciocho kilómetros de profundidad, y la litosfera en esa zona tenía veinticinco.

La explotación del agujero estaba automatizada casi por competo, y la gran mayoría de la población de la ciudad nunca se acercaba a él. Muchos de los camiones robóticos que transportaban la roca extraída utilizaban peróxido de hidrógeno como combustible, de modo que en los almacenes cercanos al agujero encontrarían lo que necesitaban. Y la seguridad allí databa de antes de la revolución, había sido concebida en parte por John Boone, así que era lamentablemente inadecuada para enfrentarse a los métodos de Coyote, sobre todo porque tenía todos los viejos programas de John en su IA.

El cañón era excepcionalmente largo, y el mejor itinerario de Coyote para llegar al suelo desde el borde era un sendero de escalada unos diez kilómetros cañón abajo del agujero.

—No hay problema —dijo Nirgal—. Lo traeré a pie.

—¿Cincuenta kilos? —objetó Coyote.

—Yo lo acompañaré —dijo Art—. Quizá no pueda hacer levitación mística, pero puedo correr.

Coyote reflexionó, y luego asintió.

—Yo los guiaré por el acantilado.

Y en el lapso marciano Nirgal y Art se pusieron en camino con unas mochilas vacías sobre los tanques de aire, y corrieron con facilidad por el liso suelo del cañón, por la zona norte de Senzeni Na. A Nirgal le parecía cosa fácil. Llegaron al complejo del agujero de transición sin contratiempos; a la luz de las estrellas se añadía ahora la difusa luz de la ciudad, que brillaba a través del cristal y se reflejaba en el muro opuesto. El programa de Coyote les permitió franquear la antecámara de un garaje y entrar en un almacén tan deprisa como si tuviesen derecho a estar allí, sin señales de que hubiesen tropezado con ninguna alarma. Pero mientras cargaban los pequeños contenedores de peróxido de hidrógeno en las mochilas todas las luces se apagaron y las puertas de emergencia se cerraron.

Art corrió hacia la pared opuesta a la puerta, colocó una carga y se apartó. La carga explotó con un sonoro estampido y abrió un respetable boquete en la fina pared del almacén. Los dos hombres saltaron fuera y echaron a correr entre las dragas gigantescas del muro perimétrico. Unas figuras con traje se precipitaron por el tubo peatonal que venía de la ciudad, y los dos intrusos tuvieron que esconderse detrás de una de las dragas, una estructura tan descomunal que ellos podían estar de pie en las rendijas de las cintas de tracción. Nirgal sintió los latidos de su corazón contra el metal. Las figuras entraron en el almacén y Art corrió y colocó otra carga; el fogonazo deslumbró a Nirgal, que se escurrió por la abertura en el muro y corrió sin sentir los treinta kilos de combustible rebotándole sobre la espalda y aplastando los tanques de aire tras la columna. Art corría delante, desmayado por la gravedad marciana, pero con sus sorprendentes zancadas. Nirgal casi rió mientras se esforzaba por alcanzarlo; regularizó el ritmo y cuando llegó a la altura de Art trató de enseñarle con su ejemplo a usar los brazos apropiadamente, como si nadara en el espacio, en vez de moverlos frenéticamente y desequilibrarse con tanta frecuencia. A pesar de la oscuridad y de la velocidad, a Nirgal le pareció que Art movía los brazos con más suavidad.

Nirgal tomó la delantera y trató de seguir la ruta más despejada por el suelo del cañón, la que tuviese menos rocas. La luz de las estrellas bastaba para iluminarles el camino. Art seguía rebotando a su derecha, apremiándole. Se convirtió casi en una carrera, y Nirgal avanzó mucho más deprisa que en otras circunstancias. El secreto estaba en el ritmo, la respiración y la distribución del calor. Era sorprendente ver lo bien que se las arreglaba Art para sostener su paso sin la ventaja de ninguna disciplina. Era un animal poderoso.

De pronto apareció Coyote y el susto casi los derribó. Subieron gateando por el sendero rocoso del acantilado y llegaron al borde, otra vez bajo la bóveda de estrellas y con Senzeni Na como una nave espacial reluciente sumergida en el acantilado opuesto.

En el rover-roca, Art, aún jadeando, dijo:

—Vas a tener que… enseñarme ese lunggom. Por Dios que corres rápido.

—Vaya, tú también. No sé cómo lo haces.

—Miedo. —Meneó la cabeza, aspiró aire.— Estas cosas son peligrosas —se quejó a Coyote.

—No tengo la culpa —saltó Coyote—. Si esos desgraciados no hubiesen robado mis suministros, no nos habríamos visto obligados a hacerlo.

—Sí, pero tú haces cosas como ésta todo el tiempo, ¿no es así? Y es peligroso. Quiero decir que necesitan hacer algo más que sabotaje en estas tierras desoladas. Algo sistémico.


Descubrieron que cincuenta kilos era el mínimo imprescindible para llegar a casa, de manera que marcharon hacia el sur con todos los sistemas no críticos apagados, el interior del rover a oscuras y bastante frío. También hacía frío fuera; en las noches cada vez más largas de los inicios del invierno meridional empezaron a encontrar escarcha y montículos de nieve. Los cristales de la cima de los montículos servían de núcleo de láminas de hielo que crecían hasta formar flores de hielo. Rodaron por esos campos cristalinos, que resplandecían débilmente a la luz de las estrellas, hasta que todo se fundió en un gran manto blanco de nieve, hielo, escarcha y flores de hielo. Condujeron despacio y una noche se les acabó el peróxido de hidrógeno.

—Teníamos que haber conseguido más —dijo Art.

—Cállate —replicó Coyote.

Siguieron con las balerías, que no durarían mucho. En la oscuridad absoluta del coche, la luz proyectada por el mundo blanco del exterior era fantasmal. Ninguno hablaba, excepto para discutir los aspectos esenciales de la marcha. Coyote confiaba en que la distancia que recorrerían con las baterías bastaría para dejarlos a la vista del hogar, pero si algo fallaba, si una rueda encallaba… Tendrían que intentarlo a pie, pensó Nirgal. Correrían. Pero Spencer y Sax no llegarían muy lejos corriendo.

En la sexta noche después de la incursión en Senzeni Na, casi al final del lapso marciano, vieron delante de ellos una línea de blanco inmaculado que al principio engrosaba el horizonte y luego se separó de él: los acantilados blancos del casquete polar sur.

—Parece un pastel de bodas —dijo Art, sonriendo.

La batería estaba casi agotada y el coche avanzaba cada vez más despacio. Pero Gameto estaba a unos pocos kilómetros rodeando el casquete polar en el sentido de las agujas del reloj. Y así, justo después del alba, Coyote guió el coche a paso de tortuga hasta el garaje exterior del complejo del borde de Nadia. Recorrieron a pie el último tramo, a la cruda luz de la mañana, la escarcha nueva crujiendo bajo sus pies, entre sombras alargadas y bajo el gran saliente blanco de hielo seco.


Gameto le provocó la misma sensación de siempre, como si intentara ponerse unas ropas viejas que le quedaban demasiado pequeñas. Pero esta vez lo acompañaba Art, y la visita tenía el interés de mostrarle a un nuevo amigo el viejo hogar. Cada día Nirgal lo llevaba a dar una vuelta, le explicaba peculiaridades del lugar y le presentaba a la gente. Al observar la gama de expresiones de la cara de Art, desde la sorpresa a la incredulidad, Gameto empezó a perfilarse ante sus ojos como una empresa verdaderamente insólita. La blanca cúpula de hielo, los vientos, brumas y pájaros, el lago, la aldea, siempre helada y extrañamente sin sombras, los edificios blancos y azules dominados por la medialuna de casas de bambú. Era un lugar extraño. Y los issei le parecían asombrosos a Art. Les estrechaba la mano y decía:

—Le he visto en los vídeos, encantado de conocerle.

Después de que le presentaran a Vlad, Ursula, Marina e Iwao, le confesó a Nirgal en un murmullo:

—Esto parece un museo de cera.

Nirgal lo llevó a conocer a Hiroko, y ella se mostró benigna y distante como siempre, tratando a Art casi con la misma amabilidad reservada que dispensaba a Nirgal. La diosa madre del mundo… Estaban en los laboratorios de Hiroko, y oscuramente molesto con ella Nirgal llevó a Art hasta los tanques ectógenos, y le explicó lo que eran. Los ojos de Art se abrían mucho cuando algo lo sorprendía, y en ese momento eran relucientes globos de azul y blanco.

—Parecen frigoríficos —comentó, y miró detenidamente a Nirgal—.

¿Te sentiste solo?

Nirgal se encogió de hombros y miró las pequeñas portillas transparentes. Una vez él había flotado ahí dentro, soñando y dando patadas… Era difícil imaginar el pasado, creer en él. Durante millones de años él no había existido, y entonces, un día, dentro de esa pequeña caja negra, una aparición súbita, verde en el blanco, blanco en el verde.

—Hace mucho frío aquí —observó Art cuando salieron. Llevaba un abultado abrigo de fibra que le habían prestado, con la capucha echada sobre la cabeza.

—Tenemos que mantener una capa de hielo de agua recubriendo el hielo seco para que el aire sea respirable. Por eso estamos siempre un poco por debajo del punto de congelación. A mí me gusta. Me parece la temperatura ideal.

—Infancia.

—Sí.


Visitaban a Sax cada día, y el graznaba un «hola» o un «adiós» como saludo y hacía lo que podía para conversar. Michel pasaba varias horas al día trabajando con él.

—Definitivamente, es afasia —les dijo—. Vlad y Ursula le hicieron un scanner y localizaron la lesión en el centro del habla anterior izquierdo. Afasia no fluida, a veces llamada afasia de Broca. Tiene dificultades para encontrar la palabra, y a veces cree que la tiene, pero lo que dice es un sinónimo, o un antónimo, o una palabra soez. Es frustrante para él, pero la recuperación en este tipo de lesión es generalmente buena, aunque lenta. En esencia, otras zonas del cerebro tienen que aprender a realizar las funciones de la zona dañada. En fin, estamos en ello. Es muy gratificante cuando hay progresos. Y podría ser peor.

Sax, que los había estado mirando mientras Michel hablaba, asintió con una expresión curiosa.

—Quiero enseñar. No, hablar —dijo.


De toda la gente de Gameto que Nirgal le presentó a Art, quien mejor le cayó fue Nadia. Se sintieron atraídos mutuamente en seguida, para sorpresa de Nirgal. Pero le alegró, y observó a la antigua profesora con afecto mientras hacía su confesión particular en respuesta a la andanada de preguntas de Art; el rostro de Nadia parecía muy viejo, salvo por los ojos marrón claro moteados de verde alrededor de la pupila, asombrosamente vivos; irradiaban interés, bondad e inteligencia, y que miraban aturdidos mientras Art la interrogaba.

Los tres acabaron pasando muchas horas juntos en la habitación de Nirgal, charlando, contemplando la aldea, o por la otra ventana el lago. Art se paseaba por el pequeño cilindro de bambú de la ventana a la puerta y de la puerta a la ventana, palpando las muescas en la lustrosa madera verde.

—¿Llaman a esto madera? —preguntó, mirando el bambú. Nadia rió.

—Yo lo llamo madera —dijo—. Estas viviendas fueron idea de Hiroko y una buena idea, por cierto, excelente aislamiento increíblemente fuerte, no necesita carpintería más que en las puertas y las ventanas.

—Supongo que te habría gustado tener este bambú en la Colina Subterránea, ¿no?

—El espacio del que disponíamos era muy reducido. Quizás en las arcadas. De todas maneras, esta especie es muy reciente.

Ella volvió el interrogatorio hacia él y le hizo cientos de preguntas sobre la Tierra. ¿Qué materiales de construcción empleaban ahora? ¿Iban a comercializar la energía de fusión? ¿Estaban las Naciones Unidas irremediablemente acabadas después de la guerra del 61? ¿Estaban intentando construir un ascensor espacial para la Tierra? ¿Que porcentaje de la población había recibido el tratamiento gerontológico? ¿Cuáles eran las transnac más poderosas? ¿Luchaban entre ellas para conseguir la supremacía?

Art contestaba con tanto detalle como podía, y aunque sacudía la cabeza por la imprecisión de las respuestas, Nirgal y Nadia se enteraron de muchas cosas. Y además se rieron mucho.

Cuando Art le preguntaba a Nadia, las contestaciones de ella eran amables, pero variaban mucho en extensión. Si hablaba de proyectos actuales, contestaba con profusión de detalles, contenta de describir las docenas de obras en las que estaba trabajando en el hemisferio sur. Pero cuando él preguntaba sobre los primeros años en la Colina Subterránea, Nadia se encogía de hombros, incluso si se trataba de algo sobre la construcción.

—La verdad es que no lo recuerdo demasiado bien —decía.

—Oh, vamos.

—No, de veras. Es un problema serio. ¿Qué edad tienes?

—Cincuenta. O cincuenta y uno, supongo. Le he perdido la pista a la fecha.

—Pues yo tengo ciento veinte. ¡No sé por qué te sorprendes! Con el tratamiento no son tantos, ¡ya lo verás! Hace un par de años repetí el tratamiento, y aunque no soy una adolescente precisamente, me siento bastante bien. Muy bien, en verdad. Pero creo que la memoria es el punto débil. Tal vez sea que el cerebro no puede almacenar tantas cosas. O quizá yo no me esfuerzo. Pero no soy la única con este problema. Maya está aún peor. Y todos los de mi edad se quejan de lo mismo. Vlad y Ursula empiezan a preocuparse. Me sorprende que no pensaran en esto cuando desarrollaron el tratamiento.

—Tal vez lo hicieron y luego lo olvidaron.

Su propia risa pareció tomar a Nadia por sorpresa.

Durante la cena, después de hablar sobre sus proyectos de construcción otra vez, Art le dijo:

—Deberían tratar de convocar una reunión de todos los grupos de la resistencia.

Maya estaba sentada a la mesa con ellos, y miró a Art con tanta sospecha como en Echus Chasma.

—No es posible —declaró. Tenía mejor aspecto que cuando se separaron, pensó Nirgal: relajada, alta y esbelta, hermosa, encantadora. Parecía haberse desprendido de la culpa por el asesinato como si fuese un abrigo que no le gustaba.

—¿Por qué no? —le preguntó Art—. Les iría mucho mejor si pudiesen vivir en la superficie.

—Eso es evidente. Y podríamos trasladarnos al demimonde, si fuese tan sencillo. Pero hay una amplia fuerza policial desplegada en la superficie y en órbita, y la última vez que nos echaron la vista encima trataron de liquidarnos tan deprisa como podían. Y por la manera en que han tratado a Sax no me parece que las cosas hayan cambiado.

—Yo no digo que hayan cambiado. Pero pienso que hay cosas que ustedes podrían hacer para oponerse a ellos de manera más efectiva. Por ejemplo unirse y trazar un plan. Contactar con organizaciones de la superficie que los ayudarían. Ese tipo de cosas.

—Ya tenemos esos contactos —dijo Maya con frialdad.

Pero Nadia asentía. Y en la mente de Nirgal bullían las imágenes de sus años en Sabishii. Una reunión de la resistencia.

—Los sabishianos vendrían —dijo—. Ellos siempre han propuesto iniciativas como ésa. En verdad, eso es el demimonde.

—Deberían pensar en contactar con Praxis también —dijo Art—. Mi ex jefe, William Fort, estaría interesado en asistir a una reunión así. Y todo el equipo de Praxis está embarcado en innovaciones que a ustedes les interesarían.

—¿Tu ex jefe? —dijo Maya.

—Claro —dijo Art con una sonrisa tranquila—. Ahora soy mi propio jefe.

—Querrás decir que eres nuestro prisionero —precisó Maya—. Cuando uno es prisionero de unos anarquistas es lo mismo.

Nadia y Nirgal rieron, pero Maya frunció el ceño y se alejó.

—Creo que una reunión sería una buena idea —dijo Nadia—. Hemos permitido que Coyote dirija la red durante demasiado tiempo.

—¡Lo he oído! —gritó Coyote desde la mesa contigua.

—¿No te gusta la idea? —le preguntó Nadia. Coyote se encogió de hombros.

—Tenemos que hacer algo, de eso no hay duda. Ahora ya saben que estamos aquí.

Esta observación provocó un silencio meditabundo.

—Salgo para el norte la semana que viene —le dijo Nadia a Art—, puedes acompañarme si quieres, y tú también Nirgal. Voy a visitar muchos refugios y podemos plantearles el tema de la reunión.

—Claro —dijo Art, complacido.

Y la mente de Nirgal seguía bullendo, pensando en las posibilidades. Estar de nuevo en Gameto había despertado algunas partes de su mente hasta entonces aletargadas, y vio con claridad los dos mundos en uno, el blanco y el verde, en dimensiones diferentes, replegados uno sobre otro, como la resistencia y el mundo de la superficie, unidos torpemente en el demimonde, un mundo desenfocado…


La semana siguiente, Art y Nirgal se unieron a Nadia y partieron hacia el norte. Debido a la captura de Sax, Nadia no quería arriesgarse a permanecer en ninguna de las ciudades al descubierto a lo largo del camino, y hasta parecía desconfiar de los refugios ocultos. Ella era una de las más conservadoras en materia de clandestinidad. Durante los años de ocultación, Nadia, igual que Coyote, había organizado un sistema de pequeños escondrijos, y ahora viajaban de uno a otro y pasaban los cortos días durmiendo con relativa comodidad. Incluso en invierno no podían viajar durante el día, porque de unos años a esa parte el manto de niebla había estado adelgazándose, y ese año en particular a menudo no era sino una bruma ligera o unas nubes bajas hechas jirones que remolinaban sobre el suelo accidentado y pedregoso. Cierta mañana, después del amanecer, a las 10 am, bajaban por una pendiente pronunciada, cubierta de niebla, y Nadia explicaba que Ann había identificado ese escarpe como un vestigio de un Chasma Australe anterior («Ella afirma que hay literalmente docenas de Chasma Australes fósiles por esta zona, cortados en diferentes ángulos durante estadios anteriores del ciclo de precesión»), cuando la niebla se levantó y de pronto pudieron ver a muchos kilómetros de distancia, todo el camino hasta las inmensas murallas de hielo en la cabecera del Chasma Australe, que resplandecían en lontananza. Habían quedado al descubierto. Y entonces las nubes se cerraron sobre ellos otra vez, velozmente, envolviéndolos en un blanco grisáceo fluido, como si estuvieran viajando en medio de una tormenta de nieve en la que los copos eran tan menudos que desafiaban la gravedad y revoloteaban.

Nadia odiaba esa clase de exposición, por breve que fuese, y por eso insistió en que pasaran las horas de claridad a cubierto. A través de las pequeñas ventanas de los refugios contemplaban las nubes que se arremolinaban fuera, que a veces capturaban la luz en arcos centelleantes, tan brillantes que les dolían los ojos al mirarlos. Los rayos de sol se abrían paso a través de los claros entre las nubes y golpeaban las largas crestas y escarpes enceguecedoramente blancos. Una vez hasta experimentaron una blancura total en la que todo desapareció, incluso las sombras: un mundo blanco inmaculado en el que ni siquiera se podía distinguir el horizonte.

Otros días los arco iris de hielo proyectaban curvas de pálidos colores pastel sobre los blancos intensos. Cierta vez, el sol al levantarse apareció orlado por un halo tan brillante como él mismo, y el paisaje blanco mostró charcos luminosos en constante movimiento. Art reía al ver estas cosas, y nunca dejaban de sorprenderlo las flores de hielo, ahora tan grandes como arbustos y tachonadas de espinas y encajes; crecían con los bordes superpuestos, de tal forma que en muchos lugares el suelo desaparecía por completo y ellos avanzaban sobre una crepitante superficie de capullos de hielo. Las largas noches oscuras eran casi un alivio.

Pasaban los días y Nirgal descubrió que era muy agradable viajar con Art y Nadia; ambos tenían un temperamento estable, tranquilo, divertido. Art tenía cincuenta y un años, Nadia ciento veinte y Nirgal sólo doce, que equivalían a unos veinticinco años terranos; pero a pesar de la diferencia de edad se relacionaban como iguales. Nirgal podía exponer sus ideas y ellos nunca se reían o las menospreciaban, ni siquiera cuando descubrían errores y los señalaban. Y en verdad las ideas de ellos solían concordar con las suyas. En términos marcianos, eran verdes asimilacionistas moderados. Booneanos, decía Nadia. Y esa similitud de temperamentos era algo que no se había producido nunca en la vida de Nirgal, ni siquiera con su familia en Gameto o sus amigos.

Entre charla y charla, noche tras noche, visitaban brevemente algunos de los grandes refugios del sur, presentando a Art a sus habitantes y sacando a colación la propuesta de una reunión o congreso. Lo llevaron a Bogdanov Vishniac, y lo sorprendieron con el gigantesco complejo construido en lo profundo del agujero de transición, mucho más grande que cualquier otro refugio. La expresión de Art era tan elocuente como si hablara, y le devolvió a Nirgal con extraordinaria intensidad la sensación experimentada la primera vez que había estado allí, con Coyote.Los bogdanovistas se mostraron muy interesados en la reunión, pero Mijail Yangel, el único asociado de Arkadi que había sobrevivido al 61, le preguntó a Art cuál sería el propósito a largo plazo que justificara esa reunión.

—Reconquistar la superficie.

—¡Ya veo! —Mijail parecía sorprendido.— ¡Bien, estoy seguro de que tendrías nuestro apoyo! Durante mucho tiempo la gente ha temido incluso plantear el tema.

—Muy bien —le dijo Nadia a Art mientras continuaban viajando hacia el norte—. Si los bogdanovistas apoyan la reunión, es muy probable que se celebre. Muchos de los refugios ocultos son bogdanovistas o están muy influidos por ellos.

Después de Vishniac visitaron los refugios que rodeaban el Cráter Holmes, conocido como el «corazón industrial» de la resistencia. Esas colonias también eran bogdanovistas en su mayoría, con pequeñas variaciones sociales entre ellas, y estaban fuertemente influenciadas por los primeros filósofos sociales marcianos, como Schnelling, Hiroko, Marina o John Boone. Los utópicos francófonos de Prometheus, por otra parte, habían estructurado sus asentamientos según ideas tomadas de fuentes que incluían de Rousseau y Fourier hasta Foucault y Nemy, sutilezas que le habían pasado inadvertidas a Nirgal en la primera visita. Actualmente estaban muy influidos por los polinesios, que habían llegado a Marte hacía poco, y las grandes salas lucían palmeras y estanques poco profundos. Art declaró que aquel lugar se parecía mas a Tahití que a París.


En Prometheus encontraron a Jackie Boone; unos amigos la habían dejado allí. Ella quería regresar directamente a Gameto, pero prefería viajar con Nadia a esperar más tiempo, y Nadia estaba deseosa de llevarla. Así que cuando partieron de nuevo, Jackie los acompañaba.

La tranquila camaradería de la primera parte del viaje se desvaneció. Jackie y Nirgal se habían separado en Sabishii con la relación en el estado indefinido e incierto de costumbre, y Nirgal se sentía molesto por aquella interrupción en el desarrollo de su nueva amistad. Art parecía muy consciente de la presencia física de la muchacha: Jackie era más alta que él y más corpulenta que Nirgal, y Art la miraba de una manera que él creía disimulada, pero que todos advertían, incluida Jackie. Esto molestaba a Nadia, y ella y Jackie reñían por tonterías, como hermanas. Cierta vez, después de una de estas peleas en uno de los pequeños refugios de Nadia, aprovechando que Jackie y Nadia estaban en otra habitación, Art le susurró a Nirgal:

—¡Es igualita a Maya! ¿No te la recuerda? La voz, las maneras… Nirgal rió.

—Dile eso y serás hombre muerto.

—Ah —dijo Art. Miró a Nirgal de reojo—. ¿Vosotros dos todavía sois…?

Nirgal se encogió de hombros. Era una situación interesante: Nirgal le había contado a Art lo suficiente para que el hombre supiese que había algo fundamental entre Jackie y él. Ahora Jackie estaba casi segura de tener a Art en el saco, de que pronto lo añadiría a su lista de siervos como hacía rutinariamente con los hombres que le gustaban o le parecían importantes. Por el momento aún no había averiguado lo importante que era Art, pero cuando lo supiese actuaría como de costumbre, y entonces ¿qué haría Art?

Por eso el viaje ya no fue lo mismo: Jackie imponía su ritmo a todo. Discutía con Nadia y Nirgal; rozaba a Art como al desgaire, hechizándolo al mismo tiempo que lo evaluaba. Se quitaba la camisa delante de él para lavarse con una esponja en los refugios de Nadia, o le ponía una mano sobre el brazo cuando le preguntaba sobre la Tierra. Pero en otras ocasiones lo ignoraba por completo, perdida en sus mundos propios. Era como vivir con un gran felino en el rover, una pantera que lo mismo ronroneaba en el regazo de uno que lo derribaba al suelo, pero en cualquiera de los casos se movía con una gracia nerviosa y exquisita.

Ah, pero ésa era Jackie. Y estaba su risa, resonando en el coche por cosas que Art o Nadia habían dicho; y su belleza; y su intenso entusiasmo por discutir la situación marciana; cuando descubrió cuál era el propósito del viaje, se adhirió de inmediato. La vida era más intensa con ella cerca. Y aunque la observase embobado mientras se bañaba, Nirgal sospechaba que había algo malicioso en la sonrisa de Art mientras disfrutaba de las atenciones hipnóticas de ella. En cierta ocasión Nirgal lo sorprendió intercambiando una mirada divertida con Nadia. Por tanto, aunque le gustaba mucho y le gustaba mirarla, no estaba perdidamente subyugado. Tal vez se debiera a su amistad con Nirgal; Nirgal no estaba seguro, pero le gustó pensar que así era, porque nunca antes había sentido nada parecido, ni en Zigoto ni en Sabishii.

Por su parte, Jackie no consideraba a Art como un factor a tener en cuenta en la organización de una reunión general, como si ella misma pensara hacerse cargo de la tarea. Entonces visitaron un pequeño refugio neomarxista en las Montañas de Mitchel (que no eran más montañosas que el resto de las tierras altas del sur; el nombre era una reliquia de la era de los telescopios), y esos neo-marxistas resultaron estar en comunicación con la ciudad italiana de Bolonia y con la provincia india de Kerala. Y con las oficinas de Praxis en ambos lugares. Tuvieron mucho de qué hablar con Art, y evidentemente disfrutaron de la charla. Al final de la visita, uno de ellos le dijo:

—Es extraordinario lo que está haciendo, es usted como John Boone. Jackie dio un respingo y se volvió para mirar a Art, que rechazaba con timidez tal honor.

—No, no lo es —dijo ella.

Sin embargo, a partir de entonces lo trató con más seriedad. Nirgal no podía hacer otra cosa que reír. El nombre de John Boone era como un conjuro mágico para Jackie. Cuando ella y Nadia discutían las teorías de John, él podía entender un poco por qué Jackie se sentía así: mucho de lo que Boone había querido para Marte era sensato, y a Nirgal le parecía que Sabishii en particular era una suerte de espacio booneano. Pero para Jackie era algo más que una respuesta racional: tenía relación con Kasei y Esther, con Hiroko e incluso con Peter, con un complejo de emociones que la afectaban a un nivel más profundo que cualquier otra cosa.


Continuaron en dirección norte, internándose en unas tierras aún accidentadas, una región volcánica donde el rudo esplendor de las tierras altas meridionales se veía realzado por los escarpados picos de Australis Tholus y Amphitrites Patera. Los dos volcanes limitaban una región de coladas de lava en la que la roca negruzca del suelo aparecía inmovilizada en extraños montículos, olas y ríos. Una vez esas coladas habían fluido sobre la superficie en corrientes de blanco vivo, e incluso ahora, endurecidas, negras y fracturadas por las edades, y cubiertas de polvo y flores de hielo, sus orígenes líquidos seguían siendo evidentes.

Los vestigios de lava más notorios eran unas largas aristas bajas que parecían colas de dragones fosilizadas en piedra negra y sólida. Esas crestas serpenteaban a través del paisaje por muchos kilómetros, a menudo desapareciendo en el horizonte en ambas direcciones y obligando a los viajeros a dar largos rodeos. Esas dorsa eran antiquísimos canales de lava, y su roca había resultado más dura que el terreno que sepultaron, y en los eones que siguieron el paisaje fue erosionado, dejando esos cordones negros sobre la superficie, casi como el cable caído del ascensor, pero mucho más grandes.

Una de las dorsa, en la región de Dorsa Brevia, se había convertido en tiempos recientes en un refugio secreto. Nadia guió el rover por un sendero tortuoso entre las crestas de lava, y luego entró en un garaje espacioso en el flanco del montículo negro más grande de cuantos habían visto. Salieron del rover y fueron recibidos por un grupo de amables extraños, a varios de los cuales Jackie ya conocía. Nada en el garaje hacía esperar que la cámara contigua fuese diferente de las que habían visitado antes. Por eso, cuando cruzaron una gran antecámara cilíndrica y salieron al otro lado, se sorprendieron al encontrar ante ellos un espacio abierto que ocupaba el interior de la cresta. Era más o menos cilíndrico, un túnel de tal vez doscientos metros de altura y trescientos metros de pared a pared que se extendía hasta donde alcanzaba la vista en ambas direcciones. La boca de Art parecía una sección transversal del túnel.

—¡Uau! —repetía sin cesar—. ¡Uau, miren eso! ¡Uau!

Sus anfitriones les explicaron que había un gran número de dorsa huecas. Túneles de lava. En Terra había muchas, pero aquí se mantenía la proporción habitual, y ese túnel era en verdad cien veces más grande que el mayor de los terranos. Los cordones de lava se habían enfriado y endurecido en los bordes y luego en la superficie, le explicó a Art una joven llamada Ariadna. Después la lava había seguido fluyendo por el interior de la manga hasta que la erupción terminó, y se había derramado en el exterior formando lagos de fuego y dejando detrás unas cavernas cilíndricas que algunas veces alcanzaban los cincuenta kilómetros.

El suelo de ese túnel era bastante liso y estaba sembrado de parques, estanques y bosquecillos mixtos de bambúes y pinos. Unas largas grietas en el techo del túnel servían de soporte para claraboyas de cristal filtrante, hechas con un material que ofrecía el mismo aspecto y las mismas señales térmicas que el resto de la cresta, y además derramaban en el túnel largas cortinas de luz del color de la miel; en las secciones más oscuras reinaba una claridad de día nublado.

Mientras bajaban por una escalera. Ariadne les explico que el túnel de Dorsa Brevia tenía cuarenta kilómetros de largo, aunque había lugares en los que el techo se había derrumbado o unos tapones de lava lo obstruían.

—No lo hemos cerrado todo, por supuesto. Es más de lo que necesitamos, y más de lo que podemos calentar y presurizar. Pero hemos cerrado unos veinte kilómetros hasta el momento, en segmentos de un kilómetro separados por mamparos de material de tienda.

—¡Uau! —volvió a exclamar Art. Nirgal estaba igualmente impresionado, y Nadia, encantada. Ni siquiera Vishniac podía compararse con aquello.

Jackie casi había llegado al pie de la larga escalera que llevaba de la antecámara del garaje al parque que se hallaba debajo. Mientras la seguían, Art dijo:

—Cada colonia que visito resulta ser la más grande. Pónganme sobre aviso si la próxima va a ser como toda la Cuenca de Hellas.

Nadia rió.

—Ésta es la más grande de la que tengo noticia.

—Entonces, ¿por qué se quedan en Gameto, si allí hace tanto frío, y es tan pequeña y oscura? ¿Acaso no cabría aquí la población de todos los refugios?

—No queremos estar todos en el mismo lugar —contestó ella—. En cuanto a éste, existe desde hace pocos años.

Cuando llegaron al suelo del túnel se encontraron en un bosque, bajo un cielo de piedra negra desgarrado por unas largas grietas melladas y brillantes. Los cuatro viajeros siguieron a sus anfitriones hasta un complejo de edificios con delgadas paredes y afilados tejados con los extremos vueltos hacia arriba. Allí les presentaron a un grupo de hombres y mujeres mayores, vestidos con ropas holgadas de vivos colores, que los invita a compartir una comida.

Mientras comían aprendieron más sobre el refugio, sobre todo de Ariadna, que se sentó junto a ellos. Había sido construido y ocupado por los descendientes de gente que había venido a Marte y se había unido a los desaparecidos en la década de 2050, abandonando las ciudades y ocupando pequeños refugios en esa región, ayudados en sus esfuerzos por las gentes de Sabishii. Estaban muy influidos por la areofanía de Hiroko, y algunos definían su sociedad como un matriarcado. Habían estudiado antiguas culturas matriarcales, y algunas de sus costumbres tomaban como modelo la civilización minoica y la de los hopi de Norteamérica. Así, veneraban a una diosa que representaba la vida en Marte, una especie de personificación de la viriditas de Hiroko, o una deificación de la propia Hiroko. Y las mujeres eran las dueñas de las heredades y las transmitían a la hija más joven: ultimo-genitura, la llamaba Ariadna, una costumbre de los hopi. Y como los hopi, los hombres se instalaban en la casa de la esposa después del matrimonio.

—¿Están de acuerdo los hombres? —preguntó Art intrigado. Ariadna rió al ver su expresión.

—No hay nada como una mujer feliz para hacer feliz a un hombre, solemos decir. —Y le echó una mirada a Art que pareció arrastrarlo sobre el banco hasta ella.

—Me parece sensato —dijo Art.

—Todos compartimos el trabajo: en la extensión de los segmentos de túnel, en las labores de granja, en la crianza de los hijos, en lo que sea necesario. Todos intentan ser buenos en más de una especialidad, una costumbre que viene de los Primeros Cien, creo, y de los sabishianos.

Art asintió.

—¿Y cuántos son?

—Unos cuatro mil ahora.

Art soltó un silbido de sorpresa.

Esa tarde recorrieron varios kilómetros de segmentos transformados, muchos de ellos poblados de bosques, y todos recorridos por una corriente de agua que en algunos segmentos se ensanchaba y formaba grandes estanques. Cuando Ariadna los llevó de vuelta a la primera sala, llamada Zakros, encontraron a casi un millar de personas reunidas para una comida en el parque más grande. Nirgal y Art vagabundearon por entre la concurrencia, conversando y disfrutando de una comida sencilla: pan, ensalada y pescado asado. La gente acogía de buen grado la idea de celebrar un congreso de la resistencia. Unos años antes habían organizado algo parecido, pero con poca asistencia. Tenían listas de la población de los refugios de la región, y una de las mujeres mayores dijo que se sentirían honrados de ser los anfitriones, puesto que disponían de espacio para albergar a un gran número de asistentes.

—Oh, eso suena maravilloso —dijo Art, echándole una mirada a Ariadne.

A Nadia también le pareció acertado.

—Será de gran ayuda. Mucha gente se mostrará reacia a la propuesta del congreso, porque sospechan que los Primeros Cien quieren controlar toda la resistencia. Pero si se celebra aquí, y los bogdanovistas están detrás de ella…

Cuando Jackie se reunió con ellos y supo del ofrecimiento, abrazo a Art.

—¡Oh, va a celebrarse! Es lo que habría hecho John Boone. Será como la reunión que él convocó en el Monte Olimpo.


Abandonaron Dorsa Brevia y enfilaron hacia el norte de nuevo, por la vertiente oriental de la Cuenca de Hellas. Durante las noches Jackie solía sacar la IA de John Boone, Pauline, que ella había estudiado y catalogado. Repetía selecciones de las ideas de Boone sobre un estado independiente; ideas incoherentes y desorganizadas, las reflexiones de un hombre con más entusiasmo (y omegendorfo) que capacidad analítica. Pero de cuando en cuando seguía una línea de pensamiento e improvisaba con el estilo de sus discursos más famosos, y entonces era fascinante. Boone tenía facilidad para la asociación libre, lo que hacía que sus ideas sonasen como una progresión lógica aun cuando no lo eran.

—Oigan con cuánta frecuencia habla de los suizos —dijo Jackie. De pronto Nirgal advirtió que ella sonaba como John Boone. Había trabajado con Pauline durante mucho tiempo y eso había afectado su manera de expresarse. La voz de John, el carácter de Maya; así llevaban el pasado ellos—. Hay que asegurarse de que haya algunos suizos en el congreso.

—Tenemos a Jurgen y el grupo de Salientes —dijo Nadia.

—Pero ellos no son suizos en realidad, ¿o sí?

—Tendrás que preguntárselo a ellos —dijo Nadia—. Pero si te refieres a funcionarios suizos, hay muchos en Burroughs, y nos han estado ayudando sin hacer preguntas. Unos cincuenta de nosotros tenemos pasaporte suizo, de modo que en realidad son una parte importante del demimonde.

—Igual que Praxis —añadió Art.

—En fin, hablaremos con el grupo de Salientes. Estoy segura de que están en contacto con los suizos de la superficie.

Al nordeste del volcán Hadriaca Patera visitaron una ciudad había sido fundada por los sufíes. La estructura original estaba escavada en el flanco de la pared del cañón, en una suerte de Mesa Verde de alta tecnología: una delgada línea de edificios unidos en el punto donde el formidable saliente del acantilado empezaba a inclinarse hacia el suelo del cañón. Unas empinadas escaleras en el interior de unos tubos peatonales descendían por la pendiente más baja hasta un pequeño garaje de hormigón, alrededor del cual habían brotado varias tiendas transparentes e invernaderos. Esas tiendas estaban ocupadas por gentes que deseaban estudiar con los sufíes. Algunos venían de los refugios, otros de las ciudades del norte; muchos eran nativos, pero también había un número importante de recién llegados de la Tierra. Juntos esperaban techar todo el cañón empleando los materiales desarrollados para el nuevo cable para soportar una extensión inmensa de material de tienda. Nadia intervino de inmediato en la discusión de los problemas de construcción a los que se enfrentaría un proyecto de esa envergadura, que, como les explicó alegremente, serían muchos y complicados. Irónicamente, la atmósfera cada vez más densa hacía más difíciles los proyectos de cúpulas, porque la presión interior del aire ya no podía sostener las cúpulas como antes; y aunque la fuerza tensora y la resistencia de las nuevas estructuras de carbono eran más que suficientes, parecía imposible hallar los puntos de anclaje para semejantes pesos. Pero los ingenieros locales confiaban en que un material de tienda más ligero y nuevas técnicas de anclaje bastarían, y los muros del cañón, dijeron, eran sólidos. Se encontraban en la cuenca alta de Reull Vallis, y la erosión diferencial había dejado al descubierto un material extremadamente duro. Encontrarían buenos puntos de anclaje en todas partes.

No se había intentado ocultar ninguna de estas actividades de la vigilancia de los satélites. La morada de los sufíes en la mesa circular de Margaritifer, y su principal colonia en el sur, Rumi, estaban igualmente al descubierto. Y sin embargo, nadie los había hostigado y la Autoridad Transitoria no se había comunicado con ellos. Uno de sus líderes, un hombre negro y menudo llamado Dhu el-Nun, deducía de esto que los temores de la resistencia eran exagerados. Nadia discrepó con educación, y cuando Nirgal insistió, intrigado por la cuestión, ella lo miró fijamente.

—Buscan a los Primeros Cien.

El miro pensativamente a los sufíes, que abrían la marcha por las escaleras del tubo peatonal que llevaba hasta lo alto del acantilado. Los viajeros habían llegado mucho antes del alba, y Dhu había convocado a todo el mundo arriba para un desayuno tardío de bienvenida. Siguieron a los sufíes hasta la cima y se sentaron a una larga mesa, en una habitación alargada, una de cuyas paredes era un gran ventanal que miraba al cañón. Los sufíes vestían de blanco, mientras que las gentes de las tiendas del cañón llevaban monos corrientes, muchos de color orín. Todos sirvieron el agua a quien tenían al lado, y charlaron mientras comían.

—Tú estás en tu tariqat —le dijo Dhu el-Nun a Nirgal. El tariqat era el sendero espiritual de cada uno, el camino propio hacia la realidad. Nirgal asintió, sobrecogido por la exactitud de la definición: así era como él sentía su vida—. Tienes que sentirte afortunado —dijo Dhu—. Tienes que prestar atención.

Después del desayuno, compuesto de pan, fresas y yogur, y por último un café espeso, apartaron las mesas y sillas y los sufíes bailaron una sema, o danza giróvaga, girando al compás de la música de un arpista y varios tambores y de los cantos de los habitantes del cañón. Cuando los bailarines pasaban junto a los visitantes, les tocaban brevemente las mejillas con las palmas de las manos, toques tan leves como el roce de un ala. Nirgal miró a Art, esperando verlo tan asombrado como siempre ante los distintos aspectos de la vida marciana, pero en verdad el hombre tenía una sonrisa cómplice, y unía el índice y el pulgar al ritmo de la música y cantaba con los demás. Y cuando la danza concluyó, se adelantó y recitó algo en un idioma extranjero, y los sufíes sonrieron, y cuando terminó aplaudieron ruidosamente.

—Algunos de mis profesores de Teherán eran sufíes —le explicó a Nirgal, Nadia y Jackie—. Formaban parte de lo que se llamó el Renacimiento Persa.

—¿Qué es lo que has recitado? —preguntó Nirgal.

—Un poema en parsi de Jalaluddin Rumi, el maestro de los derviches giróvagos. Nunca aprendí la versión inglesa completa:

Morí como mineral y me convertí en planta,

morí como planta y tomé forma sensible;

morí como animal y vestí un hábito humano…

¿Cuándo fui menos al morir…?

»Ah, no recuerdo el resto. Pero algunos de aquellos sufíes eran unos ingenieros geniales.

—Será mejor que los de aquí también lo sean —dijo Nadia, echando una mirada a la gente con la que había estado hablando de techar el cañón.

En cualquier caso, los sufíes se mostraron entusiasmados con la idea de celebrar un congreso de la resistencia. Como señalaron, la suya era una religión sincrética, que había tomado alguno de sus elementos no solo de los varios tipos y nacionalidades de Islam, sino también de las religiones mas viejas de Asia, y también nuevas como la Baha'i. Algo similarmente flexible iba a ser necesario en Marte, dijeron. Mientras tanto su concepto del regalo ya había influido poderosamente en la resistencia, y algunos de sus teóricos trabajaban con Vlad y Marina en los detalles de la eco-economía. Mientras transcurría la mañana y esperaban la tardía salida del sol de invierno, de pie ante el gran ventanal y mirando al este sobre el cañón en sombras, hicieron sugerencias prácticas sobre la reunión.

—Tienen que hablar con los beduinos y los otros árabes lo antes posible —les dijo Dhu—. Ellos no querrán ser los últimos en la lista de los consultados.

Entonces, el cielo oriental se aclaró lentamente, desde el ciruela oscuro al lavanda. El acantilado opuesto era más bajo que el que ocupaban, y tenían una extensa vista hacia el este sobre el altiplano oscuro, limitado por una cadena baja de colinas. Los sufíes señalaron el desfiladero por el que saldría el sol, y algunos empezaron a cantar.

—Hay un grupo de sufíes en Elysium —les explicó Dhu— que están rastreando nuestras raíces en el mitraísmo y el zoroasirismo. Algunos dicen que ahora hay mitraístas en Marte, que veneran al sol, Ahura Mazda. Ellos consideran la soletta arte religioso, como la vidriera de una catedral.

Cuando el cielo fue de un intenso rosa claro, los sufíes se reunieron en torno a los cuatro huéspedes y los empujaron gentilmente hacia el ventanal: Nirgal junto a Jackie, Nadia y Art detrás de ellos.

—Hoy vosotros seréis nuestra vidriera —les dijo Dhu con voz queda. Unas manos levantaron el brazo de Nirgal hasta que su mano tocó la de Jackie, y él la tomó. Intercambiaron una mirada fugaz y entonces ambos volvieron la mirada a las colinas en el horizonte. Art y Nadia, también tomados de la mano, apoyaban la mano en los hombros de Nirgal y Jackie. La intensidad del cántico descendió y las vocales líquidas del parsí se alargaban interminablemente. Y entonces el sol quebró el horizonte y el manantial de luz exploto sobre la tierra, derramándose sobre ellos, cegándolos y calándoles los ojos de lágrimas. Debido a la soletta y la atmósfera más densa el sol era mucho más grande que en el pasado, un intervalo de bronce resplandeciendo a través de las distantes capas de inversión horizontales. Jackie oprimió la mano de Nirgal, y siguiendo un impulso él miró atrás. Allí, sobre la pared blanca sus sombras formaban una especie de encaje, negro sobre blanco, y a causa de la intensidad de la luz, el blanco que rodeaba sus sombras era el más brillante, teñido apenas por los colores del arcoiris que los envolvía a todos.


Siguieron el consejo de los sufíes, y cuando partieron se encaminaron hacia el agujero de transición de Lyell, uno de los cuatro situados a 70° de latitud sur. En esa región los beduinos de Egipto occidental tenían varios caravasares y Nadia conocía a uno de sus líderes. Así que decidieron encontrarse con él.

Durante el viaje Nirgal pensó mucho en los sufíes y en lo que su influencia revelaba sobre la resistencia y el demimonde. La gente había abandonado la superficie por diferentes razones, era importante recordarlo. Lo habían abandonado todo y habían arriesgado la vida, pero lo habían hecho con objetivos diferentes. Algunos esperaban fundar culturas radicalmente nuevas, como en Zigoto o Dorsa Brevia, o en los refugios bogdanovístas. Otros, como los sufíes, deseaban conservar culturas antiquísimas que sentían amenazadas por el orden terrano global. Todas esas facciones de la resistencia estaban diseminadas en las tierras altas del sur, mezcladas pero al mismo tiempo separadas. No había ninguna razón por la que quisieran convertirse en un solo movimiento. Muchos de ellos intentaban librarse de cualquier poder dominante — transnacionales, el Oeste, Norteamérica, el capitalismo—, de cualquier sistema de poder totalitario. Un sistema centralizado era precisamente aquello de lo que huían como de la peste. Eso no presagiaba nada bueno para los planes de Art, y cuando Nirgal compartió con los demás sus temores, Nadia coincidió con él.

—Tú eres estadounidense, y eso será un problema. —Art puso los ojos en blanco, y Nadia añadió:— Pero los Estados Unidos siempre han abogado por el crisol, por la idea del crisol. Era un país al que la gente podía ir desde cualquier lugar y del que podía formar parte. En teoría al menos. Podemos aprender mucho de ese modelo.

—La conclusión a la que Boone llegó finalmente es que no era posible inventar una cultura marciana partiendo de la nada —dijo Jackie—. Decía que debía ser una mezcla de lo mejor de todos los que viniesen aquí. Ésa es la diferencia entre los booneanos y los bogdanovistas.

—Si —dijo Nadia frunciendo el ceño—. Pero creo que ambos se equivocan. No creo que podamos inventar a partir de la nada, ni conseguir una mezcla. Al menos no durante mucho tiempo. Mientras tanto, todo se reducirá a la coexistencia de un montón de culturas distintas. Pero que tal cosa sea posible… —Se encogió de hombros.


Los problemas a los que se enfrentarían en cualquier congreso tomaron cuerpo durante la visita al caravasar. Esos beduinos explotaban los depósitos minerales de la región del lejano sur entre los cráteres Dana y Lyell, las Sisyphi Cavi y Dorsa Argentea, con la técnica empleada por primera vez en el Gran Acantilado y que ahora se había convertido en tradición: con las plataformas de perforación móviles recogían los depósitos de la superficie y luego seguían adelante. El caravasar era sólo una pequeña tienda, que quedaba fija en un lugar, como un oasis, para casos de emergencia o para cuando querían reposar un poco.

Ningún otro grupo podría haber contrastado más con los etéreos sufíes que los beduinos. Estos árabes reservados y poco sentimentales vestían monos modernos y eran en su mayoría hombres. Los viajeros llegaron cuando una caravana minera estaba a punto de partir, y una vez que los miembros de ésta se enteraron del propósito de la visita fruncieron el ceño y partieron igualmente.

—Más booneismo. No queremos tener nada que ver con eso.

Los viajeros comieron con un grupo de hombres en el rover más grande que poseían; las mujeres venían de un coche contiguo a través de un tubo para servir los platos. Jackie se mostró indignada por esto, luciendo una expresión hostil sacada directamente del rostro de Maya. Cuando el joven árabe que se sentaba a su lado trató de entablar conversación con ella, le fue difícil hacerlo. Nirgal reprimió una sonrisa, y escuchó a Nadia y a un viejo beduino llamado Zeyk, el líder del grupo, que Nadia conocía desde hacía tiempo.

—Ah, los sufíes —dijo Zeyk con cordialidad—. Nadie los molesta porque son inofensivos. Como pájaros.

Avanzada la comida, Jackie se mostró más amable con el joven árabe, un hombre extraordinariamente atractivo, con largas cejas negras que enmarcaban unos ojos marrones líquidos, de mirada aquilina, labios rojos y carnosos, mentón marcado y modales gráciles y seguros, que no parecía intimidado por la belleza de Jackie, en algunos aspectos semejante a la suya. Se llamaba Antar y pertenecía a una importante familia beduina. Art, sentado frente a ellos a la mesa baja, parecía sorprendido por esta súbita amistad, pero después de los años en Sabishii, Nirgal había adivinado lo que ocurriría. En cierto modo era un placer ver a Jackie en acción. Era todo un espectáculo, en verdad: ella, la orgullosa hija del matriarcado más importante desde la Atlántida, y Antar, el orgulloso heredero del patriarcado más feroz de Marte, un joven con una gracia y desenvoltura propias de un rey.

Después de la comida los dos desaparecieron. Nirgal lo encajó con apenas una punzada, y habló con Nadia y Art, y con Zeyk y la esposa de éste, Nazik, que se les había unido. Zeyk y Nazik eran veteranos en Marte: habían conocido a John Boone y habían sido amigos de Frank Chalmers. Contrariamente a la predicción de los sufíes, acogieron de buen grado la propuesta del congreso, y estuvieron de acuerdo en que Dorsa Brevia sería un buen lugar para celebrarlo.

—Lo que necesitamos es igualdad sin conformidad —dijo Zeyk en cierto momento, escogiendo cuidadosamente las palabras. Esto se acercaba mucho a lo que Nadia había dicho durante el camino, y atrajo poderosamente la atención de Nirgal—. No es una relación que se pueda establecer fácilmente, pero tenemos que intentarlo, tenemos que evitar las peleas. Haré correr la voz entre la comunidad árabe, o al menos entre los beduinos. Debo decir que hay árabes en el norte que están muy relacionados con las transnacionales, sobre todo con la Amexx. Las naciones árabes africanas se están uniendo a Amexx, una tras otra. Una extraña alianza. Pero el dinero… —Se frotó los dedos.— Ya saben. En fin, contactaremos con nuestros amigos. Y los sufíes nos ayudarán. Se están convirtiendo en los mullah marcianos, y a los mullah no les gusta, pero a mí sí.

Otros sucesos le preocupaban más.

—Armscor ha absorbido al Grupo del Mar Negro, y ésa es una combinación peligrosa: la dirección es afrikáner y la seguridad corre a cargo de los estados miembros, la mayoría de ellos estados policiales: Ucrania, Georgia, Moldavia, Azerbaiján, Armenia, Bulgaria, Turquía, Rumania. —Fue contándolos con los dedos, y frunció los labios.— ¡Piensen en la historia de esos países! Han construido bases en el Gran Acantilado, una banda alrededor de Marte, en verdad. Y son uña y carne con la Autoridad Transitoria. —Meneó la cabeza.— Nos aplastarán en cuanto se presente la ocasión.

Nadia asintió con un movimiento de cabeza, y Art, sorprendido con esta declaración, bombardeó a Zeyk con preguntas.

—Pero ya no se esconden —señaló en cierto momento.

—Disponemos de refugios en caso de necesidad —dijo Zeyk—. Y estamos preparados para luchar.

—¿Cree que se llegará a eso? —pregunto Art.

—Estoy seguro.


Más tarde, después de otras tacitas de café espeso, Zeyk, Nazik y Nadia hablaron sobre Frank Chalmers, los tres con una sonrisa de afecto en los labios. Nirgal y Art escucharon, pero era difícil hacerse una idea de aquel hombre, muerto mucho antes de que Nirgal naciese. En verdad era un brusco recordatorio de lo viejos que eran los issei, que habían conocido a una figura que aparecía en las videograbaciones. Al fin, Art exclamó:

—¿Pero cómo era él?

Los tres ancianos reflexionaron.

—Frank era un hombre airado —dijo Zeyk despacio—. Escuchaba a los árabes, sin embargo, y nos respetaba. Vivió un tiempo con nosotros y aprendió nuestra lengua, y verdaderamente hay pocos norteamericanos que lo hayan hecho. Por eso lo amábamos. Pero no era un hombre fácil de conocer. Y estaba enfadado, no sé por qué. Alguna cosa ocurrida en sus años en la Tierra, supongo. Nunca hablaba de ellos. En realidad, nunca hablaba de sí mismo. Pero tenía un giroscopio en su interior, que giraba como un pulsar. Y tenía humores sombríos. Muy sombríos. Nosotros lo enviábamos en los rovers de exploración, para ver si eso lo ayudaba. No siempre funcionaba. De cuando en cuando nos agredía, a pesar de que era nuestro huésped. —Zeyk sonrió, recordando.— Una vez, nos llamó esclavistas en nuestra propia cara, mientras tomábamos el café.

—¿Esclavistas?

Zeyk agitó una mano, como quitándole importancia.

—Estaba enfadado.

—Él nos salvó allí, al final —le dijo Nadia a Zeyk, saliendo de los pensamientos profundos en los que había estado perdida—. En el sesenta y uno. —Les habló del largo viaje en rover por Valles Marineris, cuando el agua del acuífero de Compton inundó el gran cañón; ya casi habían salido de él cuando la corriente atrapó a Frank y se lo llevó.— Se había apeado para liberar el coche de roca, y si él no hubiese actuado tan deprisa, también habría arrastrado el coche.

—Ah —dijo Zeyk—. Una muerte venturosa.

—No creo que él opinase lo mismo.

Los issei rieron brevemente, y luego alzaron las tazas vacías e hicieron un pequeño brindis por el amigo perdido.

—Lo echo de menos —dijo Nadia al bajar la taza—. Nunca pensé que lo diría.

Calló, y mientras la observaba Nirgal sintió que la noche los protegía, los ocultaba. Nunca la había oído hablar de Frank Chalmers. Muchos de los amigos de Nadia habían muerto en la revolución. Y su compañero también, Bogdanov, a quien tantos seguían aún.

—Airado hasta el final —dijo Zeyk—. Para Frank, una muerte venturosa.


Desde Lyell viajaron en sentido contrario a las agujas del reloj alrededor del Polo Sur, deteniéndose en todos los refugios o ciudades tienda e intercambiando noticias y productos. Christianopolis era la ciudad tienda más grande de la región, centro de intercambio para todas las colonias menores al sur de Argyre. Los refugios de la zona estaban ocupados principalmente por rojos. Nadia pedía a cuantos rojos encontraban que enviasen noticias del congreso a Ann Clayborne.

—Se supone que tenemos un enlace telefónico, pero nunca responde a mis llamadas.

Muchos rojos no ocultaban que el congreso les parecía una mala idea, o al menos una pérdida de tiempo. Al sur del Cráter Schmidt se detuvieron en una colonia de comunistas de Bolonia que vivían en una colina vaciada, perdida en una de las zonas más agrestes de las tierras altas del sur, por la que era muy difícil viajar a causa de los numerosos escarpes y diques sinuosos que detenían a los rovers. Los boloñeses les proporcionaron un mapa con algunos de los túneles y ascensores que ellos habían instalado en la zona para salvar esas dificultades.

—Si no los hubiésemos tenido, nuestros viajes no serían otra cosa que rodeos.

Cerca de uno de los diques había una pequeña colonia polinesia. Vivían en un corto túnel de lava, que habían transformado en un lago con tres islas. El flanco meridional del dique estaba cubierto de nieve y hielo, pero los polinesios, la mayoría originarios de Vanuatu, mantenían el interior del refugio a la temperatura del hogar terrano; el aire estaba demasiado caliente y húmedo para Nirgal, casi irrespirable, aun sentado en una playa de arena, entre una laguna oscura y una hilera de palmeras inclinadas. Evidentemente, pensó mientras recorría el lugar con la vista, los polinesios se encontraban entre aquellos que trataban de crear una cultura incorporando aspectos ancestrales. Se revelaron además muy versados en las primitivas formas de gobierno de todo el mundo, y les entusiasmó la idea de compartir lo que habían aprendido en el congreso; no fue difícil convencerlos de que debían asistir. Para celebrar el proyecto se reunieron en la playa. Art, sentado entre Jackie y una bella polinesia llamada Tanna, sonreía con beatitud mientras sorbía de la cáscara de medio coco llena de kava. Nirgal estaba tendido en la arena delante de ellos, escuchando la charla animada de Tanna y Jackie a propósito del movimiento indígena, como lo llamaba Tanna. No era simplemente un nostálgico retorno al pasado, dijo, sino más bien un intento de crear una cultura que incorporase algunos aspectos de civilizaciones antiguas en la alta tecnología de las formas marcianas.

—La propia resistencia es una especie de Polinesia —dijo Tanna—. Pequeñas islas en un gran océano de piedra, algunas en los mapas, otras, no. Y algún día habrá un verdadero océano, y estaremos en las islas, floreciendo bajo el cielo.

—Beberé por eso —dijo Art, y lo hizo.

Era evidente que uno de los aspectos de la cultura arcaica polinesia que Art esperaba ver incorporado era su célebre cordialidad sexual. Pero Jackie sentía un placer perverso en complicar las cosas, y se apoyaba en el brazo de Art, bien para provocarlo, bien para competir con Tanna. Art tenía un aire feliz y preocupado a un tiempo; había bebido el pernicioso kava bastante deprisa, y entre el kava y las mujeres parecía confundido y dichoso. Nirgal casi se echó a reír. Por lo visto, a algunas de las mujeres jóvenes no les importaría compartir con Art la sabiduría arcaica, a juzgar por las miradas que le echaban. Quizá Jackie dejaría de provocarlo. En fin, no importaba, sería una noche muy larga, y el pequeño océano del túnel de Nueva Vanuatu se mantenía tan caliente como los baños de Zigoto. Nadia ya estaba allí, nadando en las aguas poco profundas con algunos hombres que tenían la cuarta parte de sus años. Nirgal se puso de pie, se despojó de las ropas y entro en el agua.


El invierno estaba tan avanzado que incluso en la latitud 80° el sol brillaba un par de horas alrededor de mediodía. Durante esos cortos intervalos, las nieblas variables resplandecían con tonos pastel o metálicos: unos días violetas, rosados y rojos, otros, cobre, bronce y oro. Y siempre los delicados tonos se reflejaban en la escarcha, de modo que a veces tenían la sensación de estar moviéndose sobre una superficie de amatistas, rubíes y zafiros.

Otros días el viento rugía y arrojaba su carga de escarcha que cubría el rover y daba al mundo un aspecto acuático. Aprovechaban las breves horas de sol para limpiar las ruedas, y en medio de la niebla el sol parecía una mancha de liquen amarillo. Cierto día, después de una de estas ventiscas, el manto de niebla desapareció descubriendo un espectacular y complejo paisaje de flores de hielo. Y en el extremo septentrional de ese rugoso campo de diamantes se alzaba una alta nube oscura, surgiendo de alguna fuente bajo el horizonte.

Se detuvieron y despejaron de hielo la entrada de uno de los pequeños refugios de Nadia. Nirgal observó la nube oscura y luego examinó el mapa.

—Creo que es el agujero de transición de Rayleigh —dijo—. Coyote puso en marcha las excavadoras robóticas allí durante el primer viaje que hice con él. Me pregunto si ha ocurrido algo.

—Tengo un pequeño robot de exploración en el garaje —dijo Nadia—. Puedes ir a echar un vistazo, si quieres. A mí también me gustaría ir, pero tengo que regresar a Gameto. Se supone que me encontraré allí con Ann pasado mañana. Parece que se ha enterado de lo del congreso y quiere hacerme algunas preguntas.

Art expresó un vivo interés por conocer a Ann Clayborne; le había impresionado mucho un vídeo sobre ella que había visto durante el viaje a Marte.

—Será como conocer a Jeremías. Jackie le dijo a Nirgal:

—Iré contigo.


Acordaron encontrarse en Gameto, y Art y Nadia partieron hacia allí en el rover grande. Nirgal y Jackie emprendieron la marcha en el rover de exploración. La nube alta flotaba aún sobre el paisaje de hielo que se extendía delante, un denso pilar de oscuros lóbulos grises que se aplastaban en la estratosfera. A medida que se acercaban fue cada vez más evidente que la nube brotaba del silencioso planeta. Y cuando llegaron al borde de un escarpe bajo, vieron en la distancia que la tierra estaba libre de hielo, el suelo tan desnudo como en pleno verano, sólo que más negro, una roca negra que humeaba por unas largas fisuras anaranjadas cuya superficie hervía. Y justo bajo el horizonte, a seis o siete kilómetros de distancia, la nube oscura se encrespaba, como la nube termal de transición convertida en nova, y luego se disipaba velozmente.

Jackie condujo el rover hasta la cima de la colina más alta de la región, allí podían ver la fuente de la nube, que no era sino la zona que Nirgal había sospechado: el agujero de transición de Rayleigh era ahora una colina baja, negra excepto por la red de fisuras anaranjadas que la recorría. La nube brotaba de un agujero en esa zona, un humo denso, oscuro y agitado. Una lengua de roca irregular corría colina abajo hacia el sur, en dirección a donde ellos estaban, y luego se desviaba a la derecha.

Mientras estaban allí, sentados en el rover, mirando en silencio un gran pedazo de la colina negra que cubría el agujero de transición, se inclinó y se desgajó, y la roca líquida fluyó velozmente, chisporroteando y lamiendo los peñascos ennegrecidos en oleadas amarillas. El intenso amarillo pronto se volvió naranja, y luego se oscureció aún más.

Después de eso nada se movió salvo la columna de humo. Por encima del zumbido de la ventilación y los motores podían oír un rumor sordo y prolongado, puntuado por unos estampidos que coincidían con súbitos borbotones de humo en el agujero. El coche temblaba ligeramente sobre los amortiguadores.

Siguieron allí mirando, Nirgal, extasiado, Jackie, excitada y hablando sin cesar, y luego callando cuando trozos de roca se desgajaban de la colina, liberando más ríos de roca derretida. Cuando miraron la imagen que reflejaba la pantalla de infrarrojos, la colina tenía un color esmeralda intenso con incandescentes grietas blancas, y la lengua de lava que lamía la llanura era de un verde brillante. Transcurrió casi una hora antes de que la roca naranja se volviera negra a la luz del día, pero en el infrarrojo el esmeralda se convirtió en un verde oscuro en diez minutos. El verde se derramaba sobre el mundo, y el blanco se agitaba en su interior.

Comieron algo, y después, mientras lavaban los platos, Jackie apartaba a Nirgal en sus idas y venidas por la exigua cocina, tan afectuosa como se había mostrado en Nueva Vanuatu, los ojos brillantes, una pequeña sonrisa en los labios. Nirgal conocía esos signos, y la acarició cuando ella pasó por el reducido espacio de los asientos delanteros, feliz por la renovada intimidad, tan rara y preciosa.

—Apuesto a que hace calor fuera —dijo Nirgal.

Y ella volvió la cabeza deprisa y lo miró con los ojos muy abiertos.

Sin más palabras, se pusieron los trajes y entraron en la antecámara, y tomados de la mano esperaron que se despresurizara y se abriera. Salieron del coche y caminaron entre los escombros secos y rojos, rodeando montículos, hondonadas y bloques que les llegaban al pecho. Se dirigían hacia el río de lava. Llevaban una almohadilla aislante cada uno. Podían haber hablado, pero no lo hicieron. El aire los empujaba a rachas, y aun a través de las capas del traje Nirgal lo sentía caliente. La ligera vibración del suelo se transmitía a sus estómagos. Cada pocos segundos se escuchaba un estampido sordo, o un crujido seco. Sin duda era peligroso estar allí. Había una pequeña colina redondeada, muy parecida a aquella sobre la que habían aparcado el rover, desde la que se dominaba la lengua de lava caliente, a corta pero prudente distancia, y sin consultarlo ambos echaron a andar hacia ella, y subieron la pendiente final a grandes trancos, siempre tomados de la mano con fuerza.

Desde la cima de la pequeña colina tenían una excelente vista del río negro y su proteica red de fisuras anaranjadas y llameantes. El ruido era considerable. Parecía claro que cualquier nueva oleada de lava correría por el otro lado de la masa negra, colina abajo. Estaban en un punto elevado en la ribera del curso que corría de izquierda a derecha. Una gran oleada súbita podía sepultarlos, pero parecía improbable, y en cualquier caso no corrían más peligro allí que en el coche.

Todas esas elucubraciones se desvanecieron cuando Jackie le soltó la mano y empezó a quitarse el guante. Nirgal la imitó, y enrolló el tejido elástico hasta dejar la muñeca al descubierto y liberar el pulgar, luego el guante dejó escapar sus dedos. Estaban a 278°, calculó, una temperatura fresca pero no particularmente fría. Y entonces una oleada de aire cálido lo embistió, seguida por una tórrida, quizás a 315° kelvin, que pasó rápidamente, y volvió el estimulante frío al que había expuesto la mano al principio. Mientras se quitaba el otro guante, advirtió que la temperatura cambiaba con cada ráfaga de viento. Jackie ya había abierto la cremallera que unía la chaqueta al casco y la frontal, y cuando Nirgal la miró ella desnudó la parte superior de su cuerpo. El aire le puso la piel de gallina, como las garras de un gato rozando el agua. Se inclinó para quitarse las botas, y el tanque de aire se acomodó en el hueco de su espalda, las costillas marcándosele bajo la piel. Nirgal se acercó a ella y le bajó los pantalones. Jackie se incorporó y lo atrajo hacia sí y lo arrastró hasta el suelo. Se retorcieron entrelazados para colocarse sobre las almohadillas aislantes; el suelo estaba muy frío. Se despojaron del resto de las ropas, y ella se echó de espaldas con el tanque de aire sobre el hombro derecho de el. Nirgal se tendió sobre ella: en el aire gélido el cuerpo de Jackie estaba increíblemente caliente, irradiaba calor como la lava. Ráfagas de calor empujaban a Nirgal desde abajo y desde los lados, el viento caliente y seco y el cuerpo rosado y musculoso de la muchacha, que lo envolvía con fuerza con sus piernas y brazos, sorprendentemente tangible a la luz del sol. Los visores entrechocaron. Los cascos bombeaban aire a un ritmo frenético para compensar el que se perdía por los hombros. Se miraron largamente a los ojos, separados por la doble capa de cristal, lo único que les impedía fundirse en un solo ser. La sensación era tan intensa que parecía peligrosa: chocaron una y otra vez, expresando el deseo de fundirse, pero sabiéndose a salvo. Las pupilas de Jackie tenían un extraño ribete vibrante. Las diminutas ventanas negras eran más profundas que cualquier agujero de transición, una caída hacia el centro del universo. Nirgal tuvo que apartar los ojos. Se incorporó sobre ella y contempló el cuerpo largo y turbador, aunque menos que las profundidades de esos ojos. Los hombros esbeltos, el ombligo ovalado, la femenina longitud de los muslos… Nirgal tuvo que cerrar los ojos. El suelo temblaba debajo, moviéndose con Jackie, y Nirgal creyó hundirse en el planeta, femenino y salvaje. Ambos yacían completamente inmóviles, y sin embargo el mundo los hacía vibrar con un gentil pero intenso rapto sísmico. Roca viva. Los nervios y la piel de Nirgal vibraron y cantaron y él volvió la mirada al magma que fluía y entonces todo se fundió.


Dejaron el volcán Rayleigh y volvieron a viajar bajo la oscuridad del manto de niebla. Dos noches después se aproximaron a Gameto. En el gris oscuro de un mediodía crepuscular especialmente opaco, llegaron hasta el gigantesco saliente de hielo y se metieron debajo de él. De repente, Jackie se inclinó hacia adelante con un grito, desactivó el piloto automático de un manotazo y pisó el freno hasta el fondo.

Nirgal había estado cabeceando, y se aferró al volante, mirando afuera para ver que ocurría.

El acantilado estaba destrozado: una gran avalancha de hielo cubría el lugar que el garaje había ocupado.

—¡Oh! —gritó Jackie—. ¡La han volado! ¡Los han matado a todos! Nirgal se sentía como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago; le sorprendió descubrir qué golpe físico podía asestar el miedo. Estaba embotado, y parecía no sentir nada, ni angustia ni desesperación, nada. Alargó la mano y apretó el hombro de Jackie —ella estaba temblando— y miró afuera con ansiedad a través de la densa niebla voladora.

—Tenían el túnel de emergencia —dijo entonces—. Es imposible que los hayan sorprendido.

A través de un brazo del casquete polar, ese túnel llevaba hasta Chasma Australe, donde había un refugio en la pared de hielo.

—Pero… —empezó a decir Jackie, y tragó con dificultad—. Pero ¿y si no recibieron ninguna advertencia?

—Vayamos hasta el refugio de Australe —dijo Nirgal, haciéndose con los controles.

Condujo a trompicones sobre las flores de hielo a la velocidad máxima, concentrándose en el terreno y tratando de no pensar. No quería llegar al otro refugio y encontrarlo vacío, truncando su última esperanza, la única manera que tenía de rechazar ese desastre. No quería llegar nunca, quería seguir conduciendo alrededor del casquete polar para siempre, sin importarle el nudo de aprensión que hacía respirar a Jackie con un siseo y gemir de cuando en cuando. Nirgal estaba aturdido: no podía pensar ni sentir. Pero la figura de Hiroko aparecía en fogonazos delante de él, como si la proyectasen en el parabrisas o fuera un fantasma de las densas nieblas. Era posible que el asalto hubiese venido del espacio, o con misiles desde el norte, en cuyo caso no habría habido ningún aviso. Habrían borrado el mundo verde de la faz del universo y dejado sólo el mundo blanco de la muerte. Las cosas perderían el color, como en ese mundo invernal.

Apretó los labios y se concentró en el paisaje helado, con una violencia que desconocía poseer. Transcurrieron las horas y se esforzó por no pensar en Hiroko, Nadia, Art, Sax, Maya o Harmakhis, en nadie; su familia, vecindario, pueblo y nación, todo bajo esa pequeña cúpula. Se dobló sobre el estómago encogido y puso todos sus sentidos en la conducción, en cada pequeño montículo y hondonada que había que sortear en el vano intento de que la marcha fuera menos brutal.

Tenían que viajar unos trescientos kilómetros en el sentido de las agujas del reloj, y luego recorrer buena parte de Chasma Australe. El invierno se estrechaba y estaba tan obstruido por bloques de hielo que solo había una ruta practicable, marcada por unos débiles radiofaros de dirección. Allí Nirgal se vio forzado a reducir la velocidad, pero bajo la bruma oscura podía conducir sin descanso, hasta que alcanzaron el muro que marcaba el refugio. Sólo habían pasado catorce horas desde que partieran de la entrada de Gameto —toda una hazaña sobre ese terreno roto y helado—, pero Nirgal ni siquiera lo advirtió. Si el refugio estaba vacío…

El aturdimiento se desvanecía rápidamente conforme se acercaban a la pared baja en la cabecera del abismo. No vieron ninguna señal, y el miedo afloraba como el magma naranja por las grietas en la lava negra, salía a borbotones y se hinchaba, se convertía en una insoportable y desgarradora tensión en todas las células de su cuerpo…

Entonces una luz parpadeó en la parte baja de la pared y Jackie gritó como si le hubiesen clavado una aguja. Nirgal aceleró y avanzó a trompicones, y casi estampó el coche contra el muro de hielo. Con el brusco frenazo las grandes ruedas de tela metálica patinaron un corto trecho y luego se detuvieron. Jackie se puso el casco y se precipitó a la antecámara. Nirgal la siguió. Después de la agónica espera de la despresurización, saltaron al exterior y corrieron hacia la puerta oculta en un hueco de la pared de hielo. La puerta se abrió y cuatro figuras con trajes salieron de ella esgrimiendo pistolas. Jackie gritó por la frecuencia común, y un segundo después las cuatro figuras los abrazaban. De momento todo iba bien, aunque era posible que sólo estuviesen consolándolos, y Nirgal se sentía atenazado aún por la incertidumbre cuando vio la cara de Nadia detrás de uno de los visores. Ella levantó el pulgar y él creyó haber estado conteniendo el aliento durante las quince horas anteriores, aunque sin duda sólo era desde que había saltado del coche. Jackie lloraba de alivio y Nirgal también quería llorar, pero la súbita desintegración del aturdimiento y el miedo lo habían dejado destrozado, exhausto, más allá de las lagrimas. Nadia lo llevó hasta la puerta del refugio tomado de la mano, como si comprendiese todo esto, y sólo cuando la antecámara empezó a presurizarse Nirgal entendió al fin las voces en la frecuencia común: «Tenía tanto miedo, pensé que estaban muertos». «Salimos por el túnel de emergencia, los vimos llegar…»

Dentro del refugio se quitaron los cascos y dieron cientos de abrazos. Art le palmeó la espalda, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

—¡Estoy tan contento de verlos a los dos!

Atrajo a Jackie hacia sí y le dio un abrazo de oso; luego se apartó y miró la cara llorosa e infantil con admiración, como si en ese momento aceptase que ella también era humana, y no una diosa felina.

Mientras avanzaban tambaleándose por el estrecho túnel que llevaba a las habitaciones del refugio, Nadia les explicó lo sucedido, frunciendo el ceño al recordar.

—Los vimos llegar y escapamos por el túnel de emergencia y volamos las dos cúpulas y todos los túneles. Así que hemos debido de matar a buena parte de los atacantes. No sé cuántos enviaron ni hasta dónde penetraron. Coyote está fuera, siguiéndoles la pista para averiguarlo. En fin, ya ha terminado.

Al final del túnel había un atestado refugio con pequeñas cámaras cuyos techos, paredes y suelos eran paneles aislantes colocados directamente en las cavidades del hielo. Todas las habitaciones partían de una gran sala central que servía como cocina y comedor. Jackie abrazó a todo el mundo excepto a Maya, y acabó por Nirgal. Nirgal advirtió que ambos temblaban, en una suerte de vibración sincrónica. La silenciosa y angustiada marcha parecía haber fortalecido el vínculo entre ellos, incluso más que el amor junto al volcán; aunque Nirgal estaba demasiado cansado para identificar las emociones que lo embargaban. Se separó de Jackie y se sentó, exhausto y al borde de las lágrimas. Hiroko se sentó junto a él y le narró con más detalle lo sucedido. El ataque había empezado con la súbita aparición de varios aviones espaciales, que aterrizaron en la explanada frente al hangar. De manera que en el interior casi no se habían enterado de nada y los que estaban en el hangar reaccionaron con desconcierto: telefonearon para advertir a los demás pero no acertaron a activar los sistemas defensivos de Coyote. Coyote se enfadó mucho, dijo Hiroko, y Nirgal lo creyó.

—Tenían que haber detenido el ataque de los paracaidistas en cuanto aterrizaron —dijo. En vez de eso, la gente del hangar había retrocedido hacia la cúpula. Después de algunas vacilaciones, todos se habían metido en el túnel de emergencia, y cuando pasaron el punto de explosión Hiroko ordenó emplear la defensa suiza y volar la cúpula. Kasei y Harmakhis se encargaron de ello, y así la cúpula había volado, enterrando bajo toneladas de hielo seco a los atacantes que había dentro. Las lecturas de radiación indicaban que el Rickover no se había fundido, aunque había sido aplastado con todo lo demás. Coyote había aparecido por un túnel lateral con Peter, e Hiroko no sabía donde habían ido.

—Pero creo que esos aviones espaciales van a tener problemas —dijo.


Gameto había desaparecido, y la cáscara de Zigoto también. En edades futuras el casquete polar se sublimaría y dejaría al descubierto los restos aplastados, pensó Nirgal, ausente; pero ahora estaban enterrados, inalcanzables.

Y ellos estaban allí. Habían escapado sólo con algunas IA y con los trajes. Y ahora (presumiblemente) estaban en guerra con la Autoridad Transitoria y una parte de la fuerza que los había asaltado los esperaba fuera.

—¿Quiénes eran? —preguntó Nirgal. Hiroko sacudió la cabeza.

—No lo sabemos. Coyote dice que la Autoridad Transitoria. Pero hay muchas unidades distintas en la seguridad de la UNTA, y tenemos que averiguar sí se trata de la política general de la Autoridad Transitoria o si han sido algunas unidades fuera de control.

—¿Qué haremos? —preguntó Art. Al principio nadie respondió. Finalmente Hiroko dijo:

—Tendremos que pedir refugio. Creo que en Dorsa Brevia tienen espacio para nosotros.

—¿Que hay del congreso? —preguntó Art, recordándolo por la mención de Dorsa Brevia.

—Creo que ahora lo necesitamos más que nunca —dijo Hiroko. Maya fruncía el ceño.

—Podría ser peligroso que nos reuniésemos —señaló—. Ustedes le han hablado de esto a mucha gente.

—Tenemos que hacerlo —dijo Hiroko—. Ésa es la cuestión. —Los miró a todos, y ni siquiera Maya se atrevió a contradecirla—. Ahora tenemos que correr el riesgo.

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