Ann Clayborne descendía por el Espolón de Ginebra. La carretera bajaba en zigzag y ella se detenía a menudo para tomar muestras de roca. La Autopista Transmarineris había sido abandonada después del 61, y ahora desaparecía bajo el sucio río de hielo y rocas que cubría el suelo de Coprates Chasma. La carretera era una reliquia arqueológica, un callejón sin salida.
Pero Ann estudiaba el Espolón de Ginebra, la porción final de un dique de lava mucho más largo, la mayor parte del cual estaba enterrada bajo la meseta que se extendía hacia el sur, uno de los varios diques —el cercano Melas Dorsa; el Felis Dorsa, más hacia el sur; el Solis Dorsa, hacía el oeste— perpendiculares a los cañones de Marineris y de un origen misterioso. Sin embargo, la pared sur de Melas Chasma había retrocedido, por colapso o por erosión, y la roca dura de uno de los diques había quedado al descubierto. Éste era el Espolón de Ginebra, que había proporcionado a los suizos una rampa perfecta para hacer bajar la carretera por la pared del cañón y que ahora le mostraba a Ann su hermosa base al descubierto. Era posible que el Espolón y sus diques hermanos se hubiesen formado por el agrietamiento concéntrico provocado por el levantamiento de Tharsis. Pero era igualmente posible que fuesen mucho más viejos, vestigios del sistema cuenca y cadena montañosa que predominaba en la antigüedad temprana, cuando el planeta estaba aún expandiéndose a causa de su fuerza. Si databa el basalto de la base del dique ayudaría a resolver la cuestión.
Conducía despacio el pequeño rover-roca por la carretera cubierta de hielo. Los movimientos del coche debían ser perfectamente visibles desde el espacio, pero no le importaba. Había recorrido el hemisferio meridional durante el año anterior sin tomar ninguna precaución, excepto cuando se acercaba a uno de los refugios para avituallarse, y nunca había ocurrido nada.
Alcanzó la base del Espolón, a corta distancia del río de hielo y roca que ahogaba el suelo del cañón. Salió del coche y arrancó unas muestras de la base de la última zanja con su martillo de geólogo. Estaba de espaldas al inmenso glaciar, sin prestarle la menor atención, concentrada en el basalto. El dique se elevaba ante ella hacia el sol, una rampa perfecta hasta la cima del acantilado, de tres mil metros de altura y que se prolongaba cincuenta kilómetros hacia el sur. A ambos lados del Espolón el inmenso acantilado sur de Melas Chasma se curvaba formando gigantescas ensenadas de extremos prominentes, a la izquierda, sobre el horizonte lejano, un punto insignificante, y a sesenta kilómetros a la derecha, un promontorio inmenso que Ann llamaba Cabo Solis.
Mucho tiempo atrás Ann había dicho que la hidratación de la atmósfera aceleraría mucho la erosión, y en el acantilado que rodeaba el Espolón había signos que confirmaban esa predicción. La ensenada entre el Espolón de Ginebra y Cabo Solis siempre había sido profunda, pero unos aludes recientes revelaban que su profundidad crecía deprisa. Sin embargo, incluso las cicatrices más frescas, igual que el resto de los barrancos y estratos del acantilado, estaban cubiertas de escarcha. La gran pared tenía la coloración de Sión o Bryce después de una nevada: montículos rojos rayados de blanco.
En el suelo del cañón, a uno o dos kilómetros al oeste del Espolón de Ginebra y paralela a él, había una cresta negra muy baja. Intrigada, Ann caminó hasta ella. Al examinar de cerca la cresta, que no le llegaba más allá del pecho, descubrió que parecía estar constituida del mismo basalto que el Espolón. Sacó el martillo y arrancó una muestra.
Advirtió un movimiento por el rabillo del ojo y se incorporó para mirar. El Cabo Solis estaba perdiendo la nariz. Una nube roja se hinchaba en la base de la pared.
¡Un corrimiento de tierras! Activó el cronómetro, bajó los binoculares sobre el visor y graduó el objetivo hasta que tuvo el promontorio distante bien enfocado. La nueva roca dejada al descubierto por la ruptura era negruzca y parecía casi vertical: una falla de enfriamiento en el dique, quizá… si es que se trataba de un dique. La roca parecía basalto. Y parecía también que la fisura se había extendido por los cuatro mil metros de altura del acantilado.
El frente del acantilado desapareció en la nube de polvo, que se hinchaba como si hubiese estallado una gigantesca bomba. Una explosión, casi subsónica, fue seguida por un débil bramido, como el de trueno lejano. Miró su muñeca: poco menos de cuatro minutos. La velocidad del sonido en Marte era de 252 metros por segundo: la distancia de sesenta kilómetros quedó pues confirmada. Había presenciado el desprendimiento casi desde el principio.
En el interior de la ensenada, una porción más pequeña del acantilado se desplomó también, sin duda a causa de las ondas de choque. Pero parecía una piedrecita que caía en comparación con el promontorio colapsado, que tenía que estar compuesto de millones de metros cúbicos de roca. Era fantástico contemplar uno de los grandes desprendimientos de tierra: la mayoría de areólogos y geólogos tenían que conformarse con simulaciones por ordenador. Unas pocas semanas en Valles Marineris les solucionaría el problema.
Y allí venía, deslizándose sobre el suelo por el borde del glaciar, una masa negra de poca altura coronada por una nube de polvo encrespada, como en un film ralentizado de un cumulonimbo aproximándose con efectos de sonido incluidos. La masa estaba a bastante distancia del cabo, y con un sobresalto Ann se dio cuenta de que estaba presenciando un desprendimiento de tierra con deslizamiento largo. Se trataba de un fenómeno extraño, uno de los enigmas no resueltos de la geología. La gran mayoría de los deslizamientos avanzaban horizontalmente menos del doble de la altura de caída. Pero algunos de los más grandes parecían desafiar las leyes de la fricción, y recorrían horizontalmente diez veces su caída vertical, y a veces incluso veinte o treinta veces. Recibían el nombre de deslizamientos largos, y nadie había descubierto por qué ocurrían. El Cabo Solis había caído cuatro kilómetros, y por tanto tendría que haber recorrido no más de ocho. Pero ahí estaba, avanzando cañón abajo por el suelo de Melas, directamente hacia Ann. Si recorría sólo quince veces su caída vertical, pasaría por encima de ella y se estrellaría contra el Espolón de Ginebra.
Ajustó el objetivo de los binoculares para enfocar el frente del desprendimiento, visible sólo como una masa agitada bajo la nube de polvo ondulante. Advirtió que su mano temblaba contra el visor, pero no sentía miedo, ni pesar… sólo una sensación de liberación. Todo terminaba ya, y no era culpa de ella. Nadie podría culparla por eso. Ella siempre había dicho que la terraformación la mataría. Rió brevemente y luego entrecerró los ojos, tratando de enfocar mejor el frente de roca. Las primeras hipótesis para explicar los deslizamientos largos confirmaban que la roca se deslizaba sobre una capa de aire atrapada bajo el muro; pero antiguos deslizamientos largos descubiertos en Marte y la Luna habían puesto en duda esa explicación, y Ann coincidía con quienes argumentaban que el aire atrapado bajo la roca se difundía rápidamente hacia la superficie. No obstante, tenía que haber alguna clase de lubricante, y otras teorías proponían una capa de roca fundida originada por la fricción del deslizamiento, ondas acústicas causadas por la caída, o la fricción altamente energética de las partículas atrapadas en la base del deslizamiento. Ninguna de estas hipótesis era del todo satisfactoria, y no había certezas. Lo que se estaba acercando a ella era un misterio fenomenológico.
No había indicios en la masa que se aproximaba bajo la nube de polvo que favoreciera una de esas teorías. Desde luego, no tenía el brillo incandescente de la lava fundida, no había manera de juzgar si era lo suficientemente intenso como para cabalgar sobre su propio estampido sónico. Avanzaba, en cualquier caso, y al parecer Ann iba a tener la ocasión de investigar el fenómeno in situ: su última contribución a la geología, perdida en el momento de realizarla.
Comprobó el cronómetro, y le sorprendió descubrir que ya habían transcurrido veinte minutos. Los deslizamientos largos eran conocidos por su velocidad; el deslizamiento de Blackhawk en el Mojave había avanzado a una velocidad estimada de 120 kilómetros por hora, y eso que bajaba por una pendiente de sólo dos grados. Melas era un poco más empinada. Y el frente del deslizamiento se acercaba deprisa. El sonido estaba subiendo, como el de un trueno cercano. La nube de polvo se elevó y ocultó el sol del atardecer.
Ann se volvió y contempló el gran glaciar de Marineris. Había estado a punto de morir allí en más de una ocasión, cuando era un acuífero reventado fluyendo por las grandes cañones. Y Frank Chalmers había muerto allí, y yacía sepultado en algún lugar bajo el hielo, muy lejos corriente abajo. Muerto a causa de un error de ella, y el remordimiento nunca la había abandonado. Sólo había sido un momento de distracción, pero un error al fin y al cabo. Y algunos errores son irreparables.
Y luego también había muerto Simón, sepultado por una avalancha de sus propios glóbulos blancos. Ahora le tocaba a ella. La sensación de alivio era tan aguda que le dolía.
Se encaró con la avalancha. La roca visible en la base parecía rebotar, parecía, pero no se deslizaba sobre sí misma como una ola desigual. Entonces era cierto que lo hacía sobre algún tipo de lubricante. Los geólogos habían descubierto praderas casi intactas en la superficie de desprendimientos de tierra que se habían desplazado muchos kilómetros, así que esto confirmaba lo que ya se sabía; pero seguía pareciendo muy extraño, incluso irreal: una muralla baja que avanzaba sobre el suelo sin rodamientos, como por arte de magia. El suelo temblaba bajo sus pies, y descubrió que apretaba los puños. Pensó en Simón, luchando con la muerte y siseó. Le parecía injustificable pararse allí esperando el fin; Ann sabía que él no lo aprobaría. Y como homenaje a su espíritu, Ann bajó de la cresta de lava y se apoyó en la rodilla detrás de ella. El grano grueso del basalto se veía mate. Sintió las vibraciones y levantó la vista al cielo. Había hecho lo que había podido, nadie podía culparla. De todas maneras era estúpido que pensara en esas cosas: nadie sabría nunca lo que ella hacía allí, ni siquiera Simón. Él se había ido. Y el Simón que habitaba en su interior nunca dejaría de atormentarla, sin importar la que hiciese. Era hora de descansar y dar las gracias. La nube de polvo rodó sobre la cresta, se levantó un viento súbito…
¡Boom! El impacto acústico la derribó, y luego la levantó y la arrastró por el suelo, y las rocas la aporrearon. La envolvió la oscuridad, estaba a cuatro patas, rodeada de polvo, el fragor de las rocas que lo llenaba todo, el suelo se sacudía bajo sus pies como un animal salvaje…
Las sacudidas disminuyeron. Aún estaba a cuatro patas, y sentía la roca fría a través de los guantes y las rodilleras. Ráfagas de viento despejaron poco a poco el aire. Ann estaba cubierta de polvo y pequeños fragmentos de roca.
Temblorosa, se puso de pie. Le dolían las palmas de las manos y las rodillas, y una de las rótulas estaba entumecida por el frío. Se había torcido la muñeca izquierda, y sintió una punzada de dolor. Se encaramó a la cresta y miró alrededor. El deslizamiento se había detenido a unos treinta metros. El terreno que había en medio estaba cubierto de cascotes, pero el borde del desprendimiento era una pared negra de basalto pulverizado, inclinada hacia atrás en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y de veinte o veinticinco metros de altura. Si se hubiese quedado de pie sobre la cresta, el impacto del aire la habría matado.
—Maldito seas —le dijo a Simón.
El borde norte había corrido hasta el glaciar de Melas derritiendo el hielo y mezclándose con él en una humeante artesa de rocas y barro. La nube de polvo impedía ver con claridad. Ann se acercó al pie del desprendimiento. La roca de la base todavía estaba caliente y no parecía más fracturada que la de arriba. Ann contempló el nuevo muro negro; le zumbaban los oídos. No es justo, pensó. No es justo.
Regresó al Espolón de Ginebra, mareada y aturdida. El rover seguía en la carretera sin salida, cubierto de polvo pero intacto. Durante unos minutos se negó a tocarlo. Volvió la vista hacia la larga masa humeante del desprendimiento: un glaciar negro junto a uno blanco. Al fin, abrió la puerta de la antecámara y se metió dentro. No tenía elección.
Ann conducía un poco cada día, salía y paseaba por el planeta, y continuaba con su trabajo obstinadamente, como un autómata.
A ambos lados de la protuberancia de Tharsis se abría una depresión. Al oeste, Amazonis Planitia, una llanura baja que se internaba profundamente en las zonas altas del sur. Al este, la Artesa de Chryse, una depresión que nacía en la Cuenca de Argyre y atravesaba Margaritifer Sinus y Chryse Planitia, su punto más bajo. La media de altura de la artesa era dos mil metros más baja que sus alrededores, y el terreno caótico marciano y buena parte de los antiguos canales de inundación se encontraban en ella.
Ann condujo en dirección este siguiendo el borde meridional de Marineris hasta que se encontró entre Nirgal Vallis y el Aureum Chaos. Se detuvo para reabastecerse en el refugio Dolmen Tor, el lugar a donde Michel y Kasei los habían llevado en la parte final de su escapada por Marineris, en 2061. Ver de nuevo el pequeño refugio no la afectó; apenas lo recordaba. Todos los recuerdos estaban desvaneciéndose, y eso la confortaba. En verdad, ella lo fomentaba concentrándose en el presente con tal intensidad que incluso los instantes se desvanecían, fogonazos que rasgaban la niebla, como los recuerdos en su mente.
Con toda seguridad, la artesa era anterior al caos y los canales de inundación. La protuberancia de Tharsis había sido una tremenda fuente de desgasificación: las fracturas radiales y concéntricas que la rodeaban habían arrojado a la atmósfera los elementos volátiles emanados por el núcleo caliente del planeta. El agua del regolito se había escurrido por las pendientes hacia las depresiones a ambos lados de la protuberancia. Era posible que las drepesiones fueran el resultado directo del levantamiento de la protuberancia, que la litosfera se hubiese curvado hacia abajo en las cercanías de los puntos donde había sido empujada hacia arriba. O podía ser que el manto se hubiese hundido bajo las depresiones, del mismo modo que se había levantado bajo la protuberancia. Los modelos de convección estándar avalaban esa hipótesis, el flujo ascendente tenía que retroceder en algún punto, después de todo, plegándose a los lados y arrastrando la litosfera hacia abajo en el retroceso.
Mientras tanto, en el regolito el agua se había escurrido por las pendientes según su costumbre, y se había acumulado en las artesas, hasta que los acuíferos reventaron y la corteza que los cubría se colapso: de ahí los canales de inundación y el caos. Era un buen modelo de trabajo, plausible y sólido, y explicaba muchos accidentes areológicos.
Ann pasaba los días conduciendo y caminando, buscando una confirmación de la hipótesis de la convección del manto para la artesa de Chryse, vagando por la superficie del planeta, comprobando viejos sismógrafos y recogiendo muestras de roca. Era difícil abrirse camino en la parte norte de la artesa; los acuíferos reventados en 2061 casi bloquearon el camino, y dejaron sólo una estrecha franja entre el extremo oriental del gran glaciar de Marineris y la vertiente occidental de un glaciar menor que ocupaba todo el Ares Vallis. Esa franja era la única manera de cruzar el ecuador al este de Noctis Labyrinthus sin meterse en el hielo, y Noctis estaba a seis mil kilómetros de distancia. Por eso habían construido una pista y una carretera sobre la franja, y se había levantado una ciudad tienda bastante grande en el borde del cráter Galileo. Al sur de Galileo la porción más estrecha de la franja sólo tenía cuarenta kilómetros de ancho, una zona de llanura navegable localizada entre la estribación oriental de Hydaspis Chaos y la parte occidental de Aram Chaos. Conducir por esa zona era complicado, y Ann avanzaba por el borde de Aram Chaos mirando el terreno destrozado.
Al norte de Galilei el camino mejoró. Y casi sin darse cuenta ya había dejado atrás la franja, y estaba en Chryse Planitia. Ése era el corazón de la artesa: tenía un potencial gravitatorio de —0.65; el punto más ligero del planeta, más aún que Hellas o Isidis.
Pero un día condujo hasta lo alto de una colina solitaria y descubrió que había un mar de hielo en medio de Chryse. Un glaciar había bajado desde Simud Vallis acumulándose en el punto bajo de Chryse, y se había extendido hasta convertirse en un mar de hielo que se perdía en los horizontes al norte, nordeste y noroeste. Ann rodeó lentamente la orilla occidental y luego la orilla norte. El mar tenía unos doscientos kilómetros de ancho.
Cierto día, al caer la tarde, detuvo el rover en el borde de un cráter fantasmal y contempló la extensión de hielo quebrado: había habido tantos reventones en 2061… Buenos areólogos estaban trabajando con los rebeldes en aquellos días: localizaban los acuíferos y preparaban explosiones o fusiones de reactor en el punto preciso donde las presiones hidrostáticas eran mayores. Era evidente que habían utilizado muchos de los descubrimientos de Ann.
Pero eso pertenecía al pasado, ahora desterrado. Todo eso se había ido. En aquel momento, sólo existía ese mar de hielo. Los viejos sismógrafos que había recuperado registraban sismos recientes en el norte, donde tendría que haber una actividad escasa. Quizá la fusión del casquete polar norte estaba empujando la litosfera hacia arriba, provocando así una multitud de pequeños aremotos. Pero los temblores registrados eran de período corto, más parecidos a explosiones que a aremotos. Había pasado más de una tarde estudiando la pantalla de la IA del rover, intrigada.
Conducía y caminaba. Dejó atrás el mar de hielo y siguió viajando en dirección norte, hacia Acidalia.
Las grandes llanuras del hemisferio norte se definían por lo general como regulares, y ciertamente lo eran comparadas con el caos o con las tierras altas del sur. Pero eso no significaba que fuesen llanas como un campo de deportes o la superficie de una mesa. Había ondulaciones por todas partes, montecillos y hondonadas, crestas de roca madre cuarteada, cuencas de acarreo, grandes campos rugosos de piedra, peñascos aislados y pequeños sumideros… Era un paisaje sobrenatural. En la Tierra, la tierra habría llenado las hondonadas, y el viento, el agua y la vida vegetal habrían erosionado las colinas desnudas, y todo el conjunto habría quedado sumergido o sería arrastrado o erosionado hasta la raíz por los hielos, o levantado por los movimientos tectónicos, todo arrasado y reconstruido docenas de veces durante eones, y siempre erosionado por los fenómenos meteorológicos y la biota. Pero esas antiquísimas llanuras onduladas, cuyas hondonadas habían sido excavadas por los impactos de los meteoritos, se habían mantenido intactas durante mil millones de años. Y se contaba entre las superficies más jóvenes de Marte.
Era difícil conducir por un terreno tan irregular, y bastante fácil perderse dando un paseo, sobre todo sí el coche de uno estaba tras una de las rocas esparcidas por doquier. Sobre todo si uno estaba distraído. Más de una vez Ann tuvo que encontrar el rover por la señal de radio, y una vez casi tropezó con él antes de reconocerlo. En esas ocasiones se despertaba, o recobraba la conciencia; con las manos temblorosas, sobresaltada por algún ensueño olvidado.
Las mejores rutas de conducción eran las crestas bajas y los diques de roca madre expuesta. Si esas elevadas carreteras basálticas hubiesen estado conectadas entre sí, todo habría sido fácil. Pero por lo común estaban hendidas por fallas transversales, que al principio no eran más que resquebrajaduras y luego se iban haciendo cada vez más profundas y más anchas a medida que uno avanzaba, en secuencias que recordaban una barra de pan cortada a rodajas, hasta que las fallas menguaban y se rellenaban de cascotes y arena menuda, y el dique volvía a ser parte de un campo de piedras.
Continuó hacia el norte, hacia Vastitas Borealis. Acidalia, Borealis: los nombres antiguos eran tan extraños. Hacía lo posible por no pensar, pero durante las largas horas en el rover a veces era difícil evitarlo. En esas ocasiones era menos peligroso leer que tratar de mantener la mente en blanco. Así que escogía lecturas al azar de la biblioteca de su IA. A menudo acababa mirando mapas areológicos, y una tarde, a la puesta del sol, después de una de esas sesiones, estudió el origen de los nombres de Marte.
Resultó que la mayoría de los nombres procedían de Giovanni Schiaparelli. En sus mapas de telescopio había dado nombre a mas de un centenar de rasgos del albedo, muchos de ellos tan ilusorios como sus canedi. Pero cuando los astrónomos de 1950 habían regularizado un mapa de los rasgos del albedo con el que todos pudieran estar de acuerdo — accidentes que pudiesen fotografiarse—, muchos de los nombres de Schiaparelli se conservaron. Fue en cierto modo un tributo a su poder evocador. Schiaparelli era un burnanista y estudiante de astronomía bíblica, y en la nomenclatura que propuso había un batiburrillo de nombres latinos y griegos, y referencias bíblicas y homéricas. Pero tenía oído, había que reconocérselo. Una prueba de su talento era el contraste entre sus mapas y los de sus rivales del siglo XIX. El mapa de un ingles llamado Proctor, por ejemplo, se había basado en las descripciones de un tal reverendo William Dawes; y así, en el mapa de Proctor, en el que no había ninguna relación reconocible ni siquiera con los accidentes del albedo más conspicuos, existía un Continente Dawes, un Océano Dawes, un Estrecho Dawes, un Mar Dawes y una Bahía Bifurcada Dawes. Y también un Mar Etéreo, un Océano DeLaRue y un Mar de Beer. Había que reconocer que este último era un homenaje a un alemán, que había dibujado un mapa de Marte aún peor que el de Proctor. Comparado con ellos, Schiaparelli era un genio.
Pero no consistente. Y había algo erróneo en esa mezcla de referencias, algo peligroso. Los rasgos de Mercurio llevaban los nombres de grandes artistas, los de Venus, los de mujeres famosas. Podían conducir o volar sobre esos paisajes todo un día y sentir que vivían en un mundo coherente. Pero en Marte ellos paseaban sobre un horrendo revoltijo de sueños del pasado cuyos nombres no guardaban relación con el terreno real: el Lago del Sol, la Llanura del Oro, el Mar Rojo, la Montaña del Pavo Real, el Lago del Fénix, Cimmeria, Arcadia, el Golfo de las Perlas, el Nudo Gordiano, la Laguna Estigia, Hades, Utopía…
En las oscuras dunas de Vastitas Borealis las provisiones empezaron a escasear. Los sismógrafos registraban temblores diarios hacia el este, y Ann se encaminó hacia ellos. En sus paseos por el exterior estudiaba las dunas de arena granate y sus estratos, que revelaban los antiguos climas como los anillos de los árboles. Pero la nieve y los vientos estaban arrancando las crestas de las dunas. Los vientos del oeste podían ser muy fuertes, lo suficiente para levantar cortinas de arena de grano grueso y arrojarlas contra el vehículo. La arena siempre se depositaría formando dunas, era una cuestión de física, pero las dunas irían acelerando el paso en su lenta marcha alrededor del mundo, y el registro que ellas habían guardado de edades primitivas sería destruido.
Ann apartó ese pensamiento y estudió el fenómeno como si no hubiese nuevas fuerzas externas alterándolo. Se concentró en su tarea con la fuerza con que asía su martillo de geóloga para partir las rocas. El pasado iba siendo astillado pieza a pieza. Olvidado. Se negaba a pensar en él. Pero más de una vez salió bruscamente del sueño con la imagen de un deslizamiento largo avanzando hacia ella. Y entonces despertaba del todo, sudando y temblando, enfrentada al amanecer incandescente, el sol refulgiendo como trozo de azufre ardiente.
Coyote le había proporcionado un mapa con la situación de sus refugios ocultos, y Ann llegó a uno de ellos, enterrado en un grupo de bloques de piedra del tamaño de una casa. Se abasteció y dejó una breve nota de agradecimiento. El último itinerario que le había dado Coyote indicaba que se proponía pasar por esa zona muy pronto, pero no había señales de él, y esperar sería inútil. Continuó el viaje.
Conducía, caminaba. Pero no podía evitarlo: el recuerdo del deslizamiento la perseguía. Lo que la molestaba no era haber tenido una escaramuza con la muerte; eso le había ocurrido muchas veces, y seguramente sin que ella se diera cuenta. Lo que la molestaba era lo arbitrario del suceso. No tenía nada que ver con el valor o la aptitud; era puramente aleatorio. Un equilibrio discontinuo, pero sin equilibrio. Los efectos no eran consecuencia de las causas. Fue ella quien pasó demasiado tiempo en el exterior, exponiéndose a la radiación, pero fue Simón quien murió, y ella la que se había dormido al volante, pero fue Frank el que murió. Era pura casualidad, una supervivencia o desaparición accidental.
Costaba creer que la selección natural había intervenido de alguna forma en tal universo. Allí, bajo sus pies, en las depresiones entre las dunas, las arqueobacterias estaban desarrollándose en los granos de arena; pero la atmósfera estaba ganando oxígeno muy deprisa, y todas esas arqueobacterias morirían, excepto aquellas que se encontrasen bajo tierra por accidente, fuera del alcance del oxígeno que ellas mismas habían respirado, un oxígeno que era venenoso para ellas. ¿Selección natural o accidente? Te quedabas quieta, respirando gases, mientras la muerte corría a tu encuentro, y acababas cubierta de rocas y morías, o cubierta de polvo y vivías. Y nada de lo que hicieras decidía en esa disyuntiva. Nada de lo que hicieras importaba. Una tarde después de su paseo, mientras leía esperando la hora de la cena, se enteró de que la policía zarista se había llevado a Dostoievski para ejecutarlo. Pero lo habían devuelto a la prisión después de hacerlo esperar durante horas que le llegara el turno. Ann terminó de leer sobre el incidente y se sentó en el asiento del conductor, con los pies en el salpicadero, mirando la pantalla sin verla. Otro crepúsculo chillón se derramaba a través del parabrisas sobre ella, el sol extremadamente grande y brillante en la atmósfera que se espesaba. Dostoievski había cambiado para toda la vida, declaraba el escritor con la fácil omnisciencia de la biografía. Un epiléptico con propensión a la violencia y a la desesperanza. Ese hombre había sido incapaz de integrar la experiencia. Perpetuamente airado. Tímido. Poseído.
Ann meneó la cabeza y rió, furiosa con el idiota que no entendía nada. Claro que no integró la experiencia, porque no tenia sentido. La experiencia no podía ser integrada.
Al día siguiente, una torre asomó en el horizonte. Ann detuvo el coche y la observó a través del telescopio del rover. Detrás de la torre se extendía una densa niebla baja. Los temblores registrados por los sismógrafos eran muy intensos ahora, y parecían proceder de algún punto un poco más al norte. Incluso sintió uno, lo cual teniendo en cuenta los amortiguadores del coche, significaba que eran sismos muy fuertes. Era muy probable que estuviesen relacionados con la torre.
Salió del coche. Faltaba poco para el crepúsculo: el cielo era un gran arco de colores violentos y el sol se hundía en el oeste brumoso. Tendría el sol detrás y eso haría difícil que la vieran. Avanzó serpenteando entre las dunas, y se arrastró los últimos metros del camino. Trepó a una cresta y se asomó: divisó la torre a un kilómetro al este. Cuando vio lo cerca que estaba de la base del edificio, pegó la barbilla al suelo, entre deyecciones del tamaño de su casco.
Se trataba de una operación de perforación móvil importante. La enorme base estaba flanqueada por orugas gigantescas, como las que se usaban para mover los cohetes grandes en los puertos espaciales. La torre de perforación se elevaba sobre ese mastodonte más de sesenta metros, y en la base y la parte baja se alojaban los técnicos y se guardaba el equipo y los suministros.
Más allá, a corta distancia bajando por una suave pendiente, había un mar de hielo. Inmediatamente al norte de la perforadora, las crestas de los grandes barjanes todavía asomaban entre el hielo, al principio como una playa llena de baches, luego como centenares de islas en forma de medialuna. Pero un par de kilómetros más allá las crestas desaparecían, y sólo había hielo.
El hielo era puro, limpio, de un púrpura translúcido bajo el sol poniente, más transparente que cualquier hielo que ella hubiese visto en la superficie marciana, y liso, no fracturado como en los glaciares. Humeaba débilmente, y el viento arrastraba el vapor escarchado hacia el este. Y allí, como hormigas, unas figuras con traje y casco patinaban sobre el hielo.
Comprendió todo en cuanto vio el hielo. Hacía mucho tiempo, ella misma había confirmado la teoría del gran impacto, que explicaba la dicotomía entre los hemisferios: el hemisferio norte, basto y liso, era una cuenca de impacto gigantesca, el resultado de una apenas imaginable colisión en la era antigua entre Marte y un planetesimal casi tan grande como él. La roca del cuerpo de impacto que no se había vaporizado se había integrado en Marte, y se debatía en las publicaciones especializadas si los movimientos irregulares del manto que habían originado la protuberancia de Tharsis eran desarrollos posteriores de las perturbaciones originadas por el impacto. Para Ann eso no era plausible, pero sí era evidente que el gran choque se había producido, destruyendo la superficie de todo el hemisferio norte hasta reducir su altura una medía de cuatro mil metros con relación al sur. Un impacto impresionante, pero así era la edad antigua. Era casi seguro que un impacto de magnitud similar hubiese provocado el nacimiento de la Luna a partir de la Tierra. De hecho, había algunos antiimpactistas que se resistían a aceptarlo argumentando que si Marte hubiese sido golpeado con esa dureza, habría tenido una luna del mismo tamaño.
Pero ahora, tendida en el suelo, mirando la plataforma de perforación, recordó que el hemisferio norte era aún más bajo de lo que había parecido en un primer momento: el suelo de roca madre estaba a una profundidad de cinco mil metros bajo las dunas. El impacto había alcanzado esa profundidad, y luego la depresión se había vuelto a llenar en su mayor parte con una mezcla de deyecciones procedentes del mismo impacto, gravas y arenas transportadas por el viento, materiales de impactos posteriores, materiales de erosión que caían de la pendiente del Gran Acantilado. Y agua. Sí, agua, que buscaba el punto más bajo, como siempre. El agua del manto anual de escarcha y de los antiguos acuíferos reventados y de la desgasificación de las burbujas en el lecho de roca, y de la sublimación del hielo del casquete polar, con el tiempo había migrado a esa zona profunda, y se había combinado para formar una enorme reserva subterránea, un embalse de hielo y agua líquida que formaba una banda subyacente alrededor del planeta al norte de los sesenta grados de latitud norte, interrumpido irónicamente, por una isla de roca madre en la que se asentaba el casquete polar.
La misma Ann había descubierto ese mar subterráneo muchos años antes, y según sus estimaciones entre el sesenta y setenta por ciento del agua de Marte se encontraba allí. Era en realidad el Oceanus Borealis del que algunos terraformadores hablaban, pero enterrado profundamente y congelado, y mezclado con regolito y gravas densas: un océano de permafrost, con algo de líquido en las profundidades del lecho de roca. Encerrado allí abajo para siempre, o eso había creído ella, porque por más calor que aplicaran los terraformadores a la superficie del planeta el océano de permafrost nunca se derretiría a más de un metro por milenio. Y aún así permanecería bajo tierra por una simple cuestión de gravedad.
De ahí la plataforma de perforación delante de sus narices. Estaban sacando el agua. Bombeaban los acuíferos líquidos directamente, y derretían el permafrost con explosivos, probablemente nucleares, y luego canalizaban lo derretido y lo bombeaban a la superficie. El peso de las capas superiores de regolito ayudaría a empujar el agua hacia arriba por las tuberías, y el peso del agua en la superficie ayudaría a bombear más. Sí había muchas plataformas como aquélla, podrían bombear mucha agua a la superficie. Con el tiempo crearían un mar poco profundo, que se congelaría y sería un mar de hielo otra vez durante un tiempo. Pero con el calentamiento de la atmósfera, la luz solar, la acción bacteriana, los vientos en aumento… se derretiría de nuevo. Y entonces habría un Oceanus Borealis. Y la antigua Vastitas Borealis con sus dunas granate oscuro que envolvían el mundo sería el fondo de ese mar. Inundada.
Regresó al vehículo en la luz crepuscular, moviéndose con torpeza. Le costó abrir la antecámara y luego quitarse el casco. Permaneció más de una hora sentada inmóvil delante del microondas, con imágenes fugitivas revoloteándole por la cabeza. Hormigas achicharrándose bajo una lupa, un hormiguero inundado detrás de un dique de barro… Había pensado que nada podía alcanzarla ya en esa existencia prepóstuma que vivía. Pero las manos le temblaban y no podía enfrentarse al salmón con arroz que se enfriaba en el microondas. Marte Rojo se había ido. Sentía el estómago como una pequeña piedra en su interior. En el devenir aleatorio de la contingencia universal nada importaba; y sin embargo, sin embargo…
Se alejó del lugar. No se le ocurría qué otra cosa hacer. Regreso al sur, conduciendo por las pendientes bajas, dejando atrás Chryse y su pequeño mar de hielo. Con el tiempo se convertiría en una bahía del océano mayor. Se concentró en su tarea, o lo intento. Se esforzó por no ver más que rocas, por pensar como una piedra.
Cierto día atravesó una llanura de pequeñas rocas negras. La llanura era más regular que de costumbre, el horizonte a los cinco kilómetros de distancia habituales, familiar desde la Colina Subterránea y el resto de las tierras bajas. Un mundo reducido y atestado de pequeñas rocas negras, como pelotas fósiles de diferentes deportes, sólo que negras y facetadas. Eran los ventifacts.
Salió del rover para echar un vistazo. Las rocas la atraían. Se alejó un buen trecho hacia el norte.
Un frente de nubes bajas se aproximaba, y sintió el embate del viento. En la oscuridad prematura de la tarde súbitamente tormentosa, el campo de rocas adquirió una extraña belleza. Ann estaba en una zona mortecina entre dos planos de agitada oscuridad.
Las rocas eran basálticas, y los vientos habían erosionado las caras expuestas hasta alisarlas por completo. Quizás habían pasado un millón de años desde esa primera raspadura. Y después las arcillas subyacentes habían sido arrastradas, o un raro aremoto había sacudido la región, y la roca se había desplazado a una nueva posición, exponiendo una superficie diferente. Y el proceso se había iniciado otra vez. Una nueva faceta había sido trabajada poco a poco por el incesante roce de partículas abrasivas micronizadas, hasta que de nuevo cambió el equilibrio de la roca, o bien otra roca la golpeó, o algo alteró su posición. Y el proceso se repitió con cada roca de esa pedriza: cambiando de posición cada millón de años, y luego expuestas al viento dia tras dia, año tras año. Había einkanters, de una sola faceta, y dreikanters, de tres facetas —fierkanters, funfkanters…—, toda la gama, hasta llegar a casi perfectos hexaedros, octaedros, dodecaedros. Ventifacts. Ann los levantaba preguntándose cuántos años representaban cada una de sus facetas, preguntándose si tal vez su mente no revelaría una erosión similar, grandes secciones pulidas por el tiempo.
Empezó a nevar: primero cristalitos que remolineaban, luego grandes copos blandos traídos por el viento. La temperatura era relativamente cálida en el exterior. Luego el fuerte viento vomitó una mezcla de granizo y nieve mojada. A medida que avanzaba la tormenta, la nieve se tornó muy sucia: debía llevar mucho tiempo circulando por la atmósfera y había acumulado gravas, polvo y partículas de humo, y había cristalizado más agua, y hielo, luego había subido, atrapada por otra corriente ascendente en el cúmulo-nimbo, y había bajado, y así una y otra vez, hasta que al fin lo que caía era casi negro. Nieve negra. Luego cayó una especie de barro helado, que se acumulaba en los hoyos y las rendijas de los ventifacts, cubriendo las cimas, y desbordándose por los costados, pues el viento intenso provocaba un millón de pequeñas avalanchas. Ann se tambaleó sin rumbo, sin propósito, hasta que se torció un tobillo y se detuvo, respirando entrecortadamente, con una roca apretada en la mano enguantada y fría. Comprendió que el deslizamiento largo seguía avanzando. Y la nieve fangosa cayó a mares del aire negro, enterrando la llanura.
Pero nada dura, ni siquiera la piedra, ni siquiera la desesperación.
Ann regresó al rover, sin saber cómo ni por qué. Viajó un poco cada día, y sin proponérselo de manera consciente regresó al escondite de Coyote. Se quedó allí una semana, paseando por las dunas y comiendo a regañadientes.
Entonces, un día:
—Ann, ¿di da do?
Sólo entendió la palabra Ann. Turbada por la reaparición de su glosolalía, agarró el micrófono de la radio y trató de hablar. No salió más que un sonido ahogado.
—Ann, ¿di da do? Era una pregunta.
—Ann —dijo ella como si vomitara.
Diez minutos más tarde el hombre entraba en el rover y la abrazaba.
—¿Cuánto hace que estás aquí? —preguntó Coyote.
—No… no mucho.
Se sentaron. Ann recobró el dominio de sí. Era como pensar, pensar en voz alta. Sin duda, ella todavía pensaba con palabras.
Coyote siguió hablando, quizás un poco más despacio que de costumbre, mirándola con atención.
Ella le preguntó sobre la plataforma de perforación en el hielo que había visto días antes.
—Ah. Me preguntaba si tropezarías con una de ellas.
—¿Cuántas hay?
—Cincuenta.
Coyote notó la expresión de Ann e hizo un pequeño gesto de asentimiento. Estaba comiendo vorazmente, y Ann pensó que él tal vez había llegado al refugio con los víveres agotados.
—Están invirtiendo un montón de dinero en esos grandes proyectos. El nuevo ascensor, esas perforadoras de agua, nitrógeno de Titán… un gran espejo entre nosotros y el sol, para arrojar más luz sobre el planeta.
¿Has oído hablar de eso?
Ella trató de dominarse. Cincuenta. Ah, Dios…
Eso la enfurecía. Había estado enfadada con el planeta por no concederle la liberación. Por amenazarla sin respaldar las amenazas con hechos. Pero esto era diferente, una clase diferente de cólera. Y ahora, allí sentada mirando a Coyote comer, pensando en la inundación de Vastitas Borealis, sintió la furia contrayéndose en su interior, como una nube de materia interestelar contrayéndose hasta que se colapsaba y se encendía. Era una furia ardiente y dolorosa. Y no obstante era lo mismo de siempre:
furia ante la terraformación. Una vieja emoción ardiente que se había convertido en nova en los primeros años, y que ahora se fundía y estallaba otra vez. Ella no quería, no quería. Pero, maldita sea, el planeta se estaba derritiendo bajo sus pies. Desintegrándose. Reducido a gachas por una empresa minera terrana.
Había que hacer algo.
Y en verdad ella tenía que hacer algo, aunque no fuese más que para llenar las horas que le quedaban antes de que algún accidente se apiadase de ella. Algo para ocupar las horas prepóstumas. La venganza de un zombi… ¿Y por qué no? Inclinada a la violencia, inclinada a la desesperanza…
—¿Quién está a cargo de la construcción? —preguntó.
—Principalmente, Consolidados. Hay fábricas construyéndolas en Mareotis y Punto Bradbury. —Coyote siguió engullendo en silencio, y luego la miró.— No te gusta eso, parece.
—No.
—¿Te gustaría detenerlo? Ella no contestó.
Coyote pareció entender.
—No me refiero a detener todo el esfuerzo de terraformación. Pero hay cosas que pueden hacerse. Volar las fábricas.
—Las reconstruirían en seguida.
—Nunca se sabe. Al menos los retrasaría. Eso podría darnos tiempo suficiente para preparar algo a escala global.
—¿Te refieres a los rojos?
—Sí. Creo que la gente los llamaba rojos. Ann sacudió la cabeza.
—Ellos no me necesitan.
—No. Pero tal vez tú sí los necesitas, ¿no? Y eres una heroína para ellos, ya lo sabes. Para ellos significaría mucho tenerte de su lado.
Ann volvía a tener la mente en blanco. Rojos… Nunca había creído en ellos, no creía que esa forma de resistencia sirviese para algo. Pero ahora… Bien, incluso si no funcionaba, sería mejor que quedarse sin hacer nada. ¡Darles con un palo en el ojo!
Y sí funcionaba…
—Deja que lo piense.
Hablaron sobre otras cosas. De pronto, un muro de fatiga se abatió sobre Ann, lo que era extraño porque había pasado mucho tiempo sin hacer nada. Pero allí estaba. Hablar era un trabajo extenuante, y ella no estaba habituada. Y era difícil hablar con Coyote.
—Deberías irte a la cama —dijo él, interrumpiendo su monólogo—. Pareces cansada. Dame la mano… —La ayudó a levantarse. Ella se tendió en la cama, vestida, y Coyote la arropó con una manta.— Estás cansada. Me pregunto si no habrá llegado la hora de que recibas otro tratamiento de longevidad, muchachita.
—No me haré tratar nunca más.
—¡No! Me sorprendes, Ann. Pero duerme ahora. Duerme.
Viajó con Coyote hacia el sur. Por la noche, mientras cenaban, él le hablaba sobre los rojos. Eran un grupo abierto más que un movimiento con una organización rígida. Como toda la resistencia. Ella conocía a varios de sus fundadores: Ivana, Gene y Raúl, del equipo de la granja, que habían acabado por discrepar con la areofanía de Hiroko y su insistencia en la viriditas; Kasei y Harmakhis y varios de los ectógenos de Zigoto; muchos seguidores de Arkadi, que habían bajado de Fobos y habían tenido diferencias con Arkadi sobre el valor de la terraformación para la revolución. Un buen número de bogdanovistas, incluyendo a Steve y Marian, se habían pasado a los rojos en los años posteriores a 2061, y lo mismo habían hecho seguidores del biólogo Schnelling, y algunos nisei y sansei, japoneses radicales de Sabishii, y árabes que querían que Marte continuara siendo árabe para siempre, y prisioneros fugados de Koroliov… Un puñado de radicales, en suma. No precisamente su tipo, pensó Ann, con la sensación residual de que su objeción a la terraformación era científica y racional. O al menos una posición ética o estética defendible. Pero entonces un relámpago de furia volvió a abrasarla, y sacudió la cabeza, disgustada consigo misma. ¿Quién era ella para juzgar la ética de los rojos? Al menos ellos habían expresado la ira que sentían, la habían descargado a diestro y siniestro. Aunque no hubiesen conseguido nada, probablemente se sentían mejor. Y quizá habían conseguido algo, al menos antes de que la terraformación hubiese entrado en esa nueva fase de gigantismo transnacional.
Coyote sostenía que los rojos habían retrasado considerablemente la terraformación. Algunos incluso llevaban un registro para tratar de cuantificar el efecto de sus estrategias. Existía también, dijo, una tendencia creciente entre algunos rojos a admitir que la terraformación era inevitable, y a buscar estrategias de terraformación de menor impacto.
—Se han hecho algunas propuestas muy detalladas sobre una atmósfera con una gran proporción de dióxido de carbono, caliente pero pobre en agua, que mantendría la vida vegetal; los humanos tendríamos que llevar máscaras, pero no destrozaríamos el mundo para construirlo a imagen y semejanza de la Tierra. Es muy interesante. También hay diferentes propuestas para lo que llaman ecopoyesis, o areobiosferas. Mundos en los que las zonas bajas tienen un clima ártico, en el límite de lo habitable, mientras que las zonas más altas permanecen por encima del grueso de la atmósfera, y por tanto en su estado natural, o cerca de él. Dicen que las calderas de los cuatro grandes volcanes se mantendrían invioladas en ese mundo.
Ann dudaba de que esas propuestas fuesen factibles o tuviesen los efectos esperados. Pero los informes de Coyote la intrigaban de todos modos. Al parecer, él era un gran defensor de los esfuerzos de los rojos, y les había prestado mucha ayuda desde el principio, apoyándolos desde los refugios de la resistencia, poniendo en contacto a los diferentes grupos y ayudándolos a construir sus propios refugios, ubicados en su mayoría en las mesas y barrancos del Gran Acantilado, cerca de las actividades de terraformación, y en las que por tanto podían interferir con más facilidad.
Sí, Coyote era un rojo, o al menos un simpatizante.
—En realidad no soy nada de eso. Soy un viejo anarquista. Supongo que podrías llamarme booneano ahora, porque estoy en favor de la incorporación de cualquier cosa que ayude a conseguir un Marte libre. A veces creo que el argumento de que una superficie viable para los humanos favorece a la revolución es muy acertado. Otras veces, no. De todas formas, los rojos son una gran fuente de guerrilleros. ¡Y hago mía su opinión de que no estamos aquí para reproducir Canadá, por el amor de Dios! Por eso los ayudo. Soy bueno para encubrir y me gusta.
Ann asintió.
—¿Te unirás a ellos entonces? ¿O hablarás con ellos al menos?
—Lo pensaré.
Su concentración en las rocas se había hecho añicos. Ahora ya no podía permanecer ajena a los signos de vida de la superficie. En los diez y los veinte meridionales, el hielo de los glaciares de los acuíferos reventados se derretía en las tardes estivales, y el agua fría corría pendiente abajo, tallando en la tierra nuevas cuencas fluviales y transformando los taludes en lo que los ecologistas llamaban fellfield, islotes rocosos que albergaban las primeras comunidades de organismos vivos después de que los hielos se retirasen, con algas, líquenes y musgos. El regolito arenoso, infectado por el agua y por las microbacterias que flotaban en ella, se transformaba en fellfield a una velocidad pasmosa, descubrió Ann, y como resultado los frágiles accidentes geológicos se modificaban con rapidez. La mayor parte del regolito de Marte era tan árido que cuando el agua lo tocaba se producían poderosas reacciones químicas —se liberaban enormes cantidades de peróxido de hidrógeno, y las sales cristalizaban—; en esencia, el suelo se desintegraba y se transformaba en un barro arenoso que sólo sedimentaba corriente abajo, en terrazas colgadas llamadas cercos de solifluxión, y en nuevos proto-fellfields escarchados. Los accidentes geológicos estaban desapareciendo. La tierra se derretía. Luego de un largo día de marcha a través de terreno alterado de esa manera, Ann le dijo a Coyote:
—Tal vez hable con ellos.
Pero antes regresaron a Zigoto, o Gameto, donde Coyote tenía algunos asuntos pendientes. Ann se alojó en la habitación de Peter, porque él estaba ausente y la habitación que ella había compartido con Simón se destinaba a otros usos. No se habría alojado en ella de todas maneras. La habitación de Peter estaba debajo de la de Harmakhis, y era un segmento cilíndrico de bambú que contenía un escritorio, una silla, un colchón en forma de medialuna tendido en el suelo y una ventana que miraba al lago. Todo era igual y a la vez diferente en Gameto, y a pesar de los años que había pasado visitando Zigoto con regularidad, no se sentía conectada con nada de todo aquello. De hecho, apenas recordaba cómo había sido Zigoto. Ann no quería recordar, practicaba el olvido con aplicación; cada vez que una imagen del pasado la asaltaba, ella se ponía en movimiento y se enfrascaba en algo que requiriese concentración: estudiaba muestras de roca o las lecturas de los sismógrafos, o preparaba comidas complicadas, o salía a jugar con los niños, hasta que la imagen se desvanecía, y el pasado era desterrado. Con práctica uno podía eludir el pasado casi por completo.
Una noche Coyote asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Peter.
—¿Sabías que Peter también es un rojo?
—¿Qué?
—Es un rojo. Pero trabaja por su cuenta, en el espacio sobre todo. Creo que después del viajecito en el ascensor le tomó el gusto.
—Por Dios —dijo ella con reprobación.
Aquello era otro accidente fortuito; Peter tenía que haber muerto cuando el ascensor cayó. ¿Qué posibilidades había de que una nave espacial pasara por allí y lo avistara, solo, en órbita areosincrónica? No, era ridículo. Nada existía salvo la casualidad.
Pero aun así seguía enfadada.
Se fue a la cama alterada por esos pensamientos, y en su duermevela intranquilo soñó que ella y Simón caminaban por la parte más espectacular de Candor Chasma, en aquel primer viaje juntos, cuando todo estaba inmaculado y nada había cambiado en mil millones de años; eran los primeros humanos que hollaban aquella vasta garganta de suelo estratificado y paredes inmensas. A Simón le había gustado tanto como a ella, y había permanecido silencioso y absorto en la realidad de la roca y el hielo; no había mejor compañero para un espectáculo tan glorioso. Pero en el sueño, una de las paredes gigantescas del cañón empezaba a derrumbarse, y Simón decía «Deslizamiento largo», y ella se despertó al instante, sudando.
Se vistió y salió de la habitación a dar un paseo por el pequeño mesocosmos bajo la cúpula, con su lago blanco y el krummholz que cubría las dunas bajas. Hiroko era un genio extraño: había concebido aquel lugar y luego había convencido a otros para unirse a ella y vivir allí. Había concebido tantos niños sin el permiso de los padres, sin control sobre la manipulación genética… Era una forma de locura, en verdad, fuese o no divina.
Por la playa helada del pequeño lago se acercaban algunos miembros de la prole de Hiroko. Ya no se podía llamarlos niños; los más jóvenes tenían quince o dieciséis años terrarios, y los mayores… Bien, los mayores estaban fuera, desparramados por el mundo. Kasei debía de tener ya cerca de cincuenta, y su hija Jackie casi veinticinco, una graduada por la nueva universidad de Sabishii, activa en la política del demimonde. Ese grupo de ectógenos estaba en Gameto de visita, como Ann. Paseaban por la playa, y Jackie encabezaba el grupo, una joven alta y esbelta de cabellos negros, bella e imperiosa, líder de su generación, sin duda. O quizá lo era el alegre Nirgal, o el reflexivo Harmakhis. Pero Jackie los conducía: Harmakhis la seguía con una lealtad perruna, e incluso Nirgal no le quitaba el ojo de encima. Simón quería mucho a Nirgal, y Peter también, y Ann comprendía por qué: era el único en toda la banda de ectógenos de Hiroko que no la asqueaba. Los demás disfrutaban con su egocentrismo, reyes y reinas de su pequeño mundo, pero Nirgal había abandonado Zigoto poco después de la muerte de Simón, y regresaba en raras ocasiones. Había estudiado en Sabishii, iniciativa que había imitado Jackie. Y ahora pasaba la mayor parte del tiempo en Sabishii, o de viaje con Coyote o Peter, o visitando las ciudades del norte. ¿Era también un rojo? Pero le interesaban todas las cosas, era consciente de todo, corría por todas partes; era una especie de versión joven y masculina de Hiroko, si tal criatura era posible, pero menos extraño que Hiroko, más accesible, más humano. Ann nunca había sido capaz de mantener una conversación normal con Hiroko, que parecía una conciencia alienígena que daba significados enteramente diferentes a todas las palabras del lenguaje, y que a pesar de ser genial diseñando ecosistemas, no era un científico, sino más bien una especie de profeta. Por otro lado, Nirgal parecía descubrir intuitivamente lo que era de veras importante para su interlocutor, y se concentraba en eso, y preguntaba sin descanso, curioso, comprensivo, compasivo. Mientras lo veía seguir a Jackie por la playa, correteando de aquí para allá, Ann recordó la lentitud y el cuidado que ponía al caminar junto a Simón. Recordó lo asustado que había parecido aquella última noche, cuando Hiroko, de acuerdo con sus ideas tan peculiares, lo había llevado a despedirse de Simón. Había sido muy cruel hacer pasar a un niño por todo aquello, pero Ann no había hecho objeciones entonces; estaba desesperada y dispuesta a probar lo que fuera. Otro error que nunca podría reparar.
Clavó la vista en la arena dorada hasta que los ectógenos hubieron pasado. Era una vergüenza que Nirgal estuviera tan colgado de Jackie, pues era evidente que a ella él le traía sin cuidado. Jackie era una mujer notable a su manera, pero demasiado parecida a Maya: caprichosa y manipuladora, no se sentía vinculada a ningún hombre, excepto a Peter, quizás. Pero, afortunadamente (aunque no lo había parecido entonces), él había tenido un romance con la madre de Jackie, y no tenía el menor interés en ella. Un asunto turbio: Peter y Kasei seguían enemistados, y Esther se había ido para no volver. No era la mejor hora de Peter. Y sus efectos en Jackie… Oh, sí, habría efectos (allí, cuidado, una laguna negra en su propio pasado remoto), sí, durante toda la duración de sus mezquinas y sórdidas vidas, repitiendo sus círculos sin sentido…
Trató de concentrarse en la composición de los granos de la arena. El dorado no era un color habitual en la arena de Marte. Se trataba de un material granítico muy raro. Se preguntó si Hiroko lo había buscado o simplemente había tenido suerte.
Los ectógenos se habían alejado rumbo a la orilla opuesta del lago. Estaba sola en la playa, Simón en algún lugar bajo sus pies. Era difícil no conectar con nada de todo aquello.
Un hombre bajo venía caminando por las dunas hacia ella. Al principio pensó que era Sax, y luego Coyote; pero no era ninguno de los dos. El hombre pareció vacilar al verla, y en ese movimiento ella reconoció a Sax, pero un Sax con un físico muy cambiado. Vlad y Ursula le habían hecho algo de cirugía estética en la cara, suficiente para que no se pareciese al Sax de antes. Iba a trasladarse a Burroughs y a infiltrarse en una compañía biotécnica utilizando un pasaporte suizo y una de las identidades virales de Coyote. Se reincorporaba a la terraformación. Ann apartó la vista y miró el agua. Él se detuvo junto a ella y trató de hablarle: una conducta muy impropia de Sax, más guapo ahora, un viejo memo atractivo. Pero seguía siendo el mismo, y ella estaba tan furiosa que apenas podía pensar, apenas podía recordar de qué hablaban un segundo antes.
—Tienes un aspecto muy diferente —fue todo lo que ella pudo recordar.
Necedades. Mirándolo, pensó «No cambiará nunca». Pero había algo que asustaba en aquella mirada afligida de su nueva cara, algo mortal que ella se negaba a evocar; y por eso Ann discutió hasta que él hizo una última mueca y se marchó.
Ella permaneció allí sentada largo tiempo, cada vez más aterida y turbada. Al fin apoyó la cabeza en las rodillas y cayó en una especie de sueño.
Los Primeros Cien la rodeaban, los vivos y los muertos, Sax en el centro, con la cara de antes y la peligrosa nueva mirada de desolación.
Sax dijo: —La red gana en complejidad.
Vlad y Ursula dijeron: —La red gana en salud. Hiroko dijo: —La red gana en belleza.
Nadia dijo: —La red gana en bondad.
Maya dijo: —La red gana en intensidad emocional —y detrás de ella John y Frank pusieron los ojos en blanco. Arkadi dijo: —La red gana en libertad.
Michel dijo: —La red gana en comprensión.
Detrás, Frank dijo: —La red gana en poder —y John le dio un codazo y gritó—: ¡La red gana en felicidad!
Y entonces todos miraron a Ann. Y ella se levantó, temblando de rabia y miedo, comprendiendo que sólo ella no creía en la posibilidad de que la red ganase nada en absoluto, comprendiendo que era una especie de loca reaccionaria. Y sólo pudo señalarlos con un dedo trémulo y decir:
—Marte. Marte. Marte.
Esa noche, después de la cena y la velada en la gran sala de reuniones, Ann llevó a Coyote aparte y le dijo:
—¿Cuándo sales otra vez?
—Dentro de unos días.
—¿Sigues queriendo presentarme a esa gente de la que me has hablado?
—Claro, naturalmente. —La miró con la cabeza ladeada.— Es el lugar que te corresponde.
Ella se limitó a asentir. Recorrió la sala de descanso con la mirada, pensando: Adiós, adiós. Mudamos de aires.
Una semana después volaba con Coyote en un ultraligero. Viajaban de noche hacia el norte, adentrándose en la región ecuatorial. Luego siguieron hacia el Gran Acantilado y las Deuteronilus Mensae al norte de Xanthe: un terreno erosionado y salvaje, las mensae como un archipiélago de numerosas islas salpicando un mar de arena. Se convertirían en un archipiélago de verdad, pensó Ann mientras Coyote descendía entre dos de las islas, si el bombeo del norte continuaba.
Coyote aterrizó en una estrecha franja de arena polvorienta y rodó hasta un hangar excavado en el flanco de una mesa. Al salir del avión fueron recibidos por Steve e Ivana y unos pocos más. Un ascensor los llevó hasta la cima de la mesa. El extremo norte de aquella mesa acababa en una punta rocosa afilada, y allí habían excavado una gran sala de reuniones triangular. Cuando entró, Ann se detuvo sorprendida: estaba atestada de gente, varios centenares por lo menos, todos sentados ante largas mesas, a punto de empezar una comida, sirviéndose el agua unos a otros. Los ocupantes de una mesa advirtieron la presencia de Ann e interrumpieron sus movimientos, y luego ocurrió lo mismo en la mesa contigua. El efecto se propagó por la sala, hasta que todos quedaron inmóviles. Entonces uno se puso de pie, y luego otro, y en un movimiento desordenado todos se levantaron. Durante un momento todo pareció congelado. Luego empezaron a aplaudir con calor, las caras resplandecientes, y después a aclamarla.