Tómala entre el pulgar y el dedo corazón. Palpa el borde redondeado, observa las curvas suaves del cristal. Una lupa, con la simplicidad, la elegancia y el peso de una herramienta paleolítica. Siéntate con ella en un día soleado, sostenla sobre una pila de ramitas secas. Muévela arriba y abajo, hasta que veas que aparece un punto brillante entre las ramitas.
¿Recuerdas esa luz? Era como si las ramitas hubiesen atrapado un sol diminuto.
El asteroide Amor que giraba suspendido del extremo del cable estaba compuesto principalmente de condrilas carbonosos y agua, y los dos Amor interceptados por grupos de desembarcadores robot en el año 2091, de silicatos y agua.
El material de Nuevo Clarke fue hilado en una única y larga hebra de carbono. El material de los dos asteroides de silicatos fue transformado en láminas de vela solar por los robots. Solidificaron el vapor de sílice entre rodillos de diez kilómetros de longitud, y lo estiraron para formar láminas revestidas con una delgada capa de aluminio, y unas naves espaciales tripuladas desplegaron estas vastas láminas de espejo en círculos concéntricos que mantenían la forma gracias a la gravedad y la luz solar.
Desde uno de los asteroides, bautizado Abedul, estiraron las láminas de espejo y formaron un anillo de diez mil kilómetros de diámetro. Este espejo anular giraba en torno a Marte en órbita polar, la cara espejada orientada hacia el sol en un ángulo que permitía a la luz reflejada confluir en un punto en el interior de la órbita marciana, cerca del punto Lagrange Uno.
El segundo asteroide de silicatos, llamado Solettaville, había sido estacionado cerca del punto Lagrange. Allí, las fábricas de vela solar hilaron las laminas de espejo en una compleja red de tablillas superpuestas, conectadas entre sí y dispuestas en ángulo, de modo que parecía una lente hecha de persianas venecianas circulares que giraban alrededor de un cono plateado cuya boca ancha daba a Marte. Llamaron soletta a este objeto inmenso y delicado, de diez mil kilómetros de diámetro, que giraba brillante y majestuoso entre Marte y el sol.
La luz solar que incidía directamente en la soletta rebotaba a través de las persianas, golpeando la cara solar de una, luego la cara marciana de la siguiente hacia el exterior y luego hacia Marte en un juego de reflexiones. La luz que incidía en el espejo anular en órbita polar era reflejada hacia el exterior, hacia el cono interior de la soletta, y luego reflejada de nuevo, sobre Marte. De ese modo, la luz incidía en las dos caras de la soletta, y esas presiones contrapuestas la mantenían en movimiento y en posición, a unos cien mil kilómetros de Marte, más cercana en el perihelio, más alejada del afelio. Los ángulos de los espejos eran constantemente ajustados por la IA de la soletta, para que mantuviesen la órbita y el enfoque.
Durante toda esa década, mientras proseguía la construcción de las dos girándulas a partir de los asteroides, como telas silíceas tejidas por arañas de roca, los observadores en Marte casi no vieron nada. De cuando en cuando alguien veía en el cielo una línea blanca arqueada, o fugaces centelleos de día o de noche, como si el fulgor de un universo mucho más vasto brillase a través de alguna costura abierta en el tejido de nuestra esfera.
Cuando los dos espejos se hubieron completado, la luz reflejada por el espejo anular fue dirigida al cono de la soletta. Las tablillas circulares se ajustaron y la soletta se trasladó a una órbita ligeramente distinta.
Y un día, aquellos que vivían en el lado de Tharsis levantaron la vista, porque el cielo se había oscurecido, y contemplaron un eclipse solar nunca visto en Marte: el sol fue engullido, como si allá arriba hubiese un satélite del tamaño de la Luna que bloqueaba sus rayos. El eclipse se desarrolló como en la Tierra: la medialuna de oscuridad fue devorando el resplandor circular a medida que la soletta se interponía entre Marte y el sol, aunque los espejos aún no estaban en la posición adecuada para recibir la luz. El sol se tornó violeta oscuro, la oscuridad se adueñó de la mayor parte del disco y dejó sólo una medialuna creciente que al fin desapareció también, y el sol fue un círculo negro en el cielo, orlado por el fantasma de una corona… Y entonces desapareció por completo. Eclipse total de sol.
Un tenue encaje de muaré luminoso apareció en el disco oscuro, algo insólito en un eclipse natural de sol. Todos los que estaban en la cara iluminada de Marte se quedaron sin aliento y miraron al cielo con ojos entrecerrados. Y de repente, como cuando uno abre de golpe unas ventanas venecianas, el sol reapareció.
¡Una luz cegadora!
Y más cegadora que nunca, pues el sol era mucho más brillante que antes de aquel extraño eclipse. Ahora caminaban bajo un sol aumentado: el disco tenía casi el mismo tamaño que visto desde la Tierra, la luz había aumentado en un veinte por ciento —y era más intensa, se notaba el calor en la nuca— y la roja extensión de las llanuras resplandecía. Como si hubiesen encendido unos focos de repente y todos anduvieran sobre un escenario inmenso.
Pocos meses más tarde, un tercer espejo, mucho más pequeño que la soletta, se estacionó y empezó a rotar en las capas altas de la atmósfera marciana. Era otra lupa compuesta de tablillas miradores, y parecía un ovni de plata. Atrapaba parte de la luz que la soletta reflejaba hacia el planeta y la concentraba aún más, sobre puntos de la superficie que no alcanzaban el kilómetro de ancho. Y se deslizaba como un planeador sobre el mundo, manteniendo ese rayo de luz concentrado, hasta que unos diminutos soles parecían brotar de la tierra, y la roca se fundía, convirtiéndose en líquido. Y después, en fuego.
El movimiento clandestino era demasiado pequeño para Sax Russell. Quería reincorporarse al trabajo. Podía haberse introducido en el demimonde, tal vez como profesor en la nueva universidad de Sabishii, que funcionaba fuera de la red y encubría a muchos de sus viejos colegas, y proporcionaba educación a los niños de la resistencia. Pero después de reflexionar, decidió que no quería enseñar ni quedarse en la periferia: quería regresar a la terraformación, al corazón mismo del proyecto, o tan cerca como fuese posible. Y eso significaba el mundo de la superficie. Hacía poco que la Autoridad Transitoria había formado un comité para coordinar todo el trabajo de terraformación, y un equipo encabezado por Subarashii se había hecho cargo de la vieja labor de síntesis que una vez había dirigido Sax. Esto era un contratiempo, porque Sax no hablaba japonés. Pero la parte biológica del programa había sido concedida a los suizos, y era dirigida por un colectivo de compañías biotécnicas llamado Biotique, con oficinas centrales en Ginebra y Burroughs, y muy vinculada a la transnacional Praxis. Lo primero que tenía que hacer era introducirse en Biotique bajo un nombre falso y conseguir que lo asignaran a Burroughs. Desmond se hizo cargo de esa operación, y creó una persona informática para Sax similar a la que años antes creara para Spencer cuando éste se trasladó al Mirador de Echus. La identidad de Spencer y mucha cirugía estética le habían permitido trabajar con éxito en los laboratorios de materiales de Echus, y más tarde en Kasei Vallis, el corazón de la seguridad transnacional. Por eso Sax confiaba en el sistema de Desmond. En la nueva identidad de Sax figuraban sus datos de identificación física —genoma, retina, voz y huellas dactilares— con ligeras alteraciones, para que pudieran encajar con Sax al tiempo que escapaban a cualquier búsqueda comparativa en las redes. Esos datos iban con un nuevo nombre con un pasado terrano completo, referencias, registro de inmigración y un subtexto viral que confundiría cualquier intento de identificación comparativa de los datos físicos. El paquete entero fue remitido a la oficina suiza de pasaportes, que había estado expidiendo pasaportes a estos visitantes sin hacer preguntas. Y en el mundo balcanizado de las redes transnacs parecía que la cosa funcionaba.
—Oh, sí, esa parte no presenta ningún problema —dijo Desmond—. Pero ustedes, los Primeros Cien, son como estrellas de cine. Necesitarás una cara nueva también.
Sax accedió. Comprendía que era necesario y su cara nunca había significado nada para él. Y esos días la cara que veía en el espejo no se parecía mucho a lo que él creía recordar. Así que puso a Vlad a trabajar, enfatizando la utilidad potencial de su presencia en Burroughs. Vlad se había convertido en uno de los teóricos principales de la resistencia contra la Autoridad Transitoria, y captó en seguida la idea de Sax.
—A muchos no nos quedará más remedio que vivir en el demimonde —dijo—, pero es una buena idea que haya algunos infiltrados en Burroughs. Así que bien puedo practicar la cirugía estética en un caso como el tuyo, en el que no hay nada que perder.
—¡En el que no hay nada que perder! —exclamó Sax—. Pero los contratos verbales son vinculantes, así que espero salir de todo el asunto más guapo.
Y para su sorpresa así ocurrió, aunque fue imposible decirlo hasta que desaparecieron los espectaculares moretones. Le pusieron funda a los dientes, le inflaron el delgado labio inferior y le dieron a su nariz chata un airoso puente y un poco de curvatura. Redujeron los pómulos y acentuaron la barbilla. Incluso le cortaron algunos músculos para que no parpadeara tanto. Cuando bajó la inflamación, parecía de verdad una estrella de cine, como dijo Desmond. Un ex jockey, dijo Nadia. Un ex profesor de baile, dijo Maya, que llevaba muchos años asistiendo religiosamente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Sax, que nunca había gustado de los efectos del alcohol, la despidió con un ademán.
Desmond le hizo unas fotografías y las añadió a la nueva identidad, y luego insertó esta invención en los archivos de Biotique, junto a una orden de traslado de San Francisco a Burroughs. La persona apareció en las listas de pasaportes suizos una semana más tarde, y Desmond rió entre dientes al verla.
—¡Mira eso! —dijo, señalando el nuevo nombre de Sax—. ¡Stephen Lindholm, ciudadano suizo! Esos muchachos nos están encubriendo, no hay duda. Te apuesto lo que quieras a que realizaron un control de persona y confrontaron tu genoma con archivos viejos, y a pesar de las alteraciones que he hecho dedujeron quién eres en realidad.
—¿Estás seguro?
—Hombre, ellos no lo van a decir así de claro. Pero estoy convencido de que lo saben.
—¿Y eso es bueno?
—En teoría, no. Pero en la práctica, si te han descubierto, es agradable ver que se comportan como amigos. Y es bueno tener a los suizos por amigos. Ésta es la quinta vez que expiden un pasaporte para una de mis personas. Incluso tengo uno para mí, y dudo de que fueran capaces de averiguar quién soy yo de verdad, porque a diferencia de ustedes, los Primeros Cien, yo nunca tuve identidad. Interesante, ¿no crees?
—Desde luego.
—Los suizos son gente interesante. Tienen sus propios planes, y aunque no sé cuáles son me gusta el aspecto que tienen. Creo que han tomado la decisión de encubrirnos. Quizá sólo quieren averiguar quiénes somos. Nunca lo sabremos con certeza, porque adoran los secretos. Pero no importa el por qué cuando sabes el cómo.
Sax hizo una mueca ante ese parecer, pero se sintió tranquilo al pensar que estaría a salvo bajo la protección suiza. Eran gente como el, racionales, cautos, metódicos.
Unos días antes de volar con Peter hacia el norte, a Burroughs, dio un paseo por el lago de Gameto, algo que raras veces había hecho en todos los años que llevaba allí. El lago era en verdad un buen trabajo. Hiroko era una diseñadora de sistemas elegante. Cuando ella y su equipo desaparecieron de la Colina Subterránea, hacía tanto tiempo, Sax se había sentido muy perplejo; no comprendía la razón de la huida, y había temido que se opusieran a la terraformación. Cuando consiguió persuadir a Hiroko de que contestase a sus mensajes, se sintió tranquilizado en parte: ella comprendía el objetivo principal de la terraformación, y en verdad su concepto de la viriditas era una versión distinta de la misma idea. Pero Hiroko disfrutaba siendo críptica, lo que era muy poco científico por su parte. Y durante los años que pasó escondida había llegado al extremo de retener información. Incluso en persona no era nada fácil comprenderla, y sólo después de años de colaboración Sax estaba seguro de que también ella deseaba una biosfera marciana que sustentara a los humanos. Ése era todo el acuerdo que él pedía. Y no podía pensar en un aliado mejor para ese proyecto, como no fuera el presidente de ese nuevo comité de la Autoridad Transitoria. Y probablemente el presidente era también un aliado. En verdad, no había muchos que se opusieran.
Pero allí en la playa estaba sentado un opositor, tan feroz como una garza. Ann Clayborne. Sax vaciló, pero ella ya lo había visto. Siguió caminando y se detuvo junto a ella. Ann levantó la vista hacia él, y luego volvió a mirar el lago blanco.
—Tienes un aspecto muy diferente —dijo.
—Sí. —Aún le tiraban un poco los pómulos y la boca, aunque los moretones habían desaparecido. Era como si llevara una máscara, y de pronto se sintió incómodo.— Pero soy el mismo —añadió.
—Pues claro. —Ella no lo miraba.— Así que te vas al mundo exterior, ¿no?
—Sí.
—¿Para reincorporarte a tu trabajo?
—Sí.
Ella lo miró.
—¿Para qué crees que sirve la ciencia?
Sax se encogió de hombros. Era la vieja discusión de siempre, sin importar cómo empezara. Terraformar o no terraformar, ésa era la cuestión… Él había contestado esa pregunta hacía mucho tiempo, igual que ella, y deseó que pudiesen sencillamente concordar o disentir, y dejarlo estar. Pero Ann era infatigable.
—Para comprender las cosas —contestó Sax.
—Pero terraformar no es comprender.
—La terraformación no es una ciencia. Nunca dije que lo fuera. Es lo que la gente hace con la ciencia. Ciencia aplicada, o tecnología. Lo que eliges hacer con lo que aprendes a través de la ciencia. Llámalo como quieras.
—Entonces es una cuestión de valores.
—Supongo que sí. —Sax trató de poner en orden sus pensamientos concernientes a ese esquivo tema.— Supongo que nuestro… nuestro desacuerdo es otra faceta de lo que la gente llama dicotomía hechos— valores. La ciencia se ocupa de los hechos y trabaja con teorías que convierten los hechos en paradigmas. Los valores forman parte de otro sistema, son una construcción humana.
—La ciencia también es una construcción humana.
—Es cierto. Pero la conexión entre los dos sistemas no está clara. Partiendo de los mismos hechos, podemos llegar a diferentes valores.
—Sin embargo, la misma ciencia está llena de valores —insistió Ann—. Hablamos de teorías poderosas y elegantes, hablamos de resultados limpios, o de un experimento hermoso. Y la sed de saber es en sí misma una especie de valor, ya que afirma que el conocimiento es mejor que la ignorancia o el misterio. ¿No es así?
—Supongo que sí —dijo Sax, reflexionando.
—Tu ciencia es un conjunto de valores —continuó Ann—. El objetivo de la ciencia que tú practicas es establecer leyes, regularidades, exactitud y certeza. Quieres explicar las cosas. Quieres contestar los porqués, remontándote hasta el Big Bang. Eres un reduccionista. La austeridad, la elegancia y la economía son valores para ti, y simplificar te parece todo un logro, ¿no es así?
—Pero es que en eso consiste el método científico —objeto Sax—. No soy sólo yo, así es como trabaja la propia naturaleza. Es pura física. Tú también lo haces.
—La física también incluye valores humanos.
—No estoy tan seguro. —Extendió una mano para detenerla un momento.— No digo que la ciencia no tiene valores. Pero materia y energía se comportan de una manera determinada. Si quieres hablar de valores, será mejor que te limites sólo a ellos. Es cierto que de algún modo se derivan de los hechos. Pero eso es otra cuestión, una especie de sociobiología, o bioética. Sería mejor hablar de los valores en concreto. El mayor bien para el mayor número, algo así.
—Hay ecologistas que dirían que acabas de hacer la descripción científica de un ecosistema saludable. Otra manera de decir ecosistema culminante.
—Eso es un juicio de valor, pienso. Una especie de bioética. Interesante pero… —Sax le echó una mirada curiosa y decidió cambiar de táctica.— ¿Por qué no intentar conseguir un ecosistema culminante aquí, Ann? No puedes hablar de ecosistema sin seres vivos. Lo que había en Marte antes de que llegásemos no era ecología. Era geología solamente. Incluso podría decirse que hubo el comienzo de una ecología hace mucho tiempo, que por algún motivo se arruinó y se detuvo, y ahora nosotros lo estamos intentando de nuevo.
Ann gruñó, y Sax se interrumpió. Sabía que ella creía en una especie de valor intrínseco de la realidad mineral de Marte. Era una versión de lo que la gente llamaba ética de la tierra, pero sin la biota de la tierra. La ética de la roca. Ecología sin vida. ¡Un valor intrínseco, en verdad!
Suspiró.
—Quizás eso no es más que un valor que se impone, que favorece a los sistemas vivos sobre los sistemas no vivos. Supongo que es imposible escapar a los valores, como tú dices. Es extraño… Siento que sólo deseo comprender las cosas, por qué funcionan como lo hacen. Pero si me preguntas por qué quiero saberlo, o qué me habría gustado que sucediera, cuál es mi objetivo de trabajo… —Se encogió de hombros, esforzándose por comprenderse a sí mismo.— Es difícil expresarlo. Sería algo así como que una red gana en información. Una red gana en orden.
Para Sax ésa era una buena descripción funcional de la vida, de su defensa contra la entropía. Le tendió la mano a Ann, esperando que ella lo entendiese, que concordase al menos con el paradigma del debate, con la definición del objetivo último de la ciencia. Ambos eran científicos después de todo, era una empresa compartida por los dos…
Pero ella sólo dijo:
—Por eso devastas el rostro de un planeta entero. Un planeta que guarda un registro impoluto de casi cuatro mil millones de años de antigüedad. Eso no es ciencia. Es construir un parque temático.
—Eso es usar la ciencia en pro de un valor en particular. Un valor en el que creo.
—Como las transnacionales.
—Imagino que sí.
—Desde luego las favorece.
—Ayuda a todo lo que está vivo.
—A menos que lo mate. El suelo se ha desestabilizado; se producen derrumbes a diario.
—Es cierto.
—Y provocan muertes. Plantas, gente. Ya ha ocurrido.
Sax agitó una mano, y Ann levantó la cabeza bruscamente y le echó una mirada furibunda.
—¿Qué es eso, el asesinato necesario? ¿Qué clase de valor es ése?
—No, no. Son accidentes, Ann. La gente tiene que quedarse en el lecho de roca, lejos de las zonas de derrumbe. Por un tiempo al menos.
—Pero vastas extensiones se convertirán en barro, o serán anegadas por completo. Estamos hablando de la mitad del planeta.
—El agua se escurrirá por las pendientes y creará cuencas fluviales.
—Tierra inundada, querrás decir. Y un planeta completamente distinto. ¡Oh, eso es un valor, desde luego! Y aquellos que defienden el valor de Marte tal como está… Lucharemos contra ustedes, a cada paso.
Él volvió a suspirar.
—Desearía que no lo hicieras. A estas alturas, una biosfera nos ayudaría más a nosotros que a las transnacionales. Las transnac pueden operar desde las ciudades tienda y explotar los minerales de la superficie con robots, mientras que nosotros concentramos casi todos nuestros esfuerzos en ocultarnos y sobrevivir. Si pudiésemos vivir libremente en la superficie, sería mucho más fácil cualquier tipo de resistencia.
—Cualquiera menos la resistencia de los rojos.
—Sí, ¿pero qué sentido tiene eso ahora?
—Marte. Sólo Marte. Un lugar que tú no has conocido nunca.
Sax levantó la vista a la cúpula blanca, sintiendo un dolor súbito, como si sufriese un ataque agudo de artritis. Era inútil discutir con ella.
Sin embargo, algo en su interior lo impulsó a seguir intentándolo.
—Mira, Ann, yo abogo por el llamado modelo mínimo viable. Es un modelo que pretende crear una atmósfera respirable sólo hasta una cota de dos o tres mil metros. Más arriba el aire continuaría siendo demasiado tenue para los humanos, y no habría demasiada vida de ningún tipo: algunas plantas de alta montaña, y más arriba aún, nada, o nada visible. El relieve vertical de Marte es tan extremo que habría vastas regiones que quedarían por encima del grueso de la atmósfera. Es un plan que me parece razonable, y que expresa un conjunto coherente de valores.
Ella no respondió. Era irritante. Una vez, intentando comprender a Ann, ser capaz de hablar con ella, había estudiado la filosofía de la ciencia. Había leído una buena cantidad de material, concentrándose sobre todo en la ética del suelo y la relación hechos-valores. Pero no parecía haber servido de mucho: en sus conversaciones con Ann, él nunca había podido aplicar lo aprendido. Ahora, mirándola allí sentada, sintiendo las articulaciones doloridas, recordó algo que Kuhn había escrito a propósito de Priestley: un científico que seguía resistiéndose después de que el resto de su profesión se convirtiera a un nuevo paradigma podía muy bien ser lógico y razonable, pero había dejado ipsofacto de ser un científico. Algo por el estilo le había ocurrido a Ann. Pero ¿qué era ella ahora? ¿Una contrarrevolucionaria? ¿Un profeta?
En verdad tenía el aspecto de un profeta: áspera, feroz, encolerizada, inflexible. No cambiaría nunca, ni lo perdonaría nunca. Él hubiera querido hablarle, sobre Marte, sobre Gameto, sobre Peter, sobre la muerte de Simón, que parecía haber afectado a Ursula más que a ella… pero era imposible. Ésa era la razón por la que había decidido más de una vez renunciar a hablar con Ann: era tan frustrante no llegar nunca a ninguna parte, chocar siempre con la aversión de alguien que conocía desde hacía más de sesenta años. Él ganaba todas las discusiones, pero nunca llegaba a ninguna parte. Algunas personas eran así, pero eso no lo hacía menos angustioso. En realidad, era notable cuánto del malestar psicológico era generado por una respuesta meramente emocional.
Ann partió con Desmond al día siguiente. Poco después, Sax voló al norte con Peter en uno de los pequeños aviones camuflados con los que volaba por todo Marte.
La ruta de Peter hacia Burroughs los llevó sobre Hellespontus Montes, y Sax estudió la gran cuenca de Hellas con curiosidad. Vislumbraron el borde del campo de hielo que había cubierto Punto Bajo, una masa blanca contra la negra superficie de la noche, pero el propio Punto Bajo quedaba bajo la línea del horizonte. Era una lástima, porque Sax sentía curiosidad por saber qué había ocurrido sobre el agujero de transición de Punto Bajo. Tenía trece mil metros de profundidad cuando la inundación lo llenó, y a esa profundidad era muy probable que el agua del fondo se hubiese mantenido en estado líquido y lo suficiente caliente como para subir bastante; tal vez el campo de hielo fuese en esa región un mar cubierto de hielo, con diferencias tangibles en la superficie.
Pero Peter no pensaba alterar la ruta para que él tuviese una vista mejor.
—Podrás verlo de cerca cuando seas Stephen Lindholm —le dijo con una sonrisa—. Puedes proponerlo como parte de tu trabajo para Biotique.
Así pues no se detuvieron. Y la noche siguiente aterrizaron en las accidentadas colinas al sur de Isidis, todavía en el flanco elevado del Gran Acantilado. Sax caminó hasta un túnel de entrada, bajó por él y lo siguió hasta el fondo de un armario en la zona de Personal del sótano de la Estación Libia, que era un pequeño complejo ferroviario en la intersección de la pista Burroughs-Hellas y la pista Burroughs-Elysium, que había variado su itinerario hacía poco. Cuando llegó el tren para Burroughs, Sax salió por una puerta de servicio y se unió a la multitud que subió a él. En la estación central de Burroughs fue recibido por un hombre de Biotique. Y entonces se convirtió en Stephen Lindholm, recién llegado a Burroughs y a Marte.
El hombre de Biotique, un secretario de personal, lo felicitó por su destreza al caminar, y lo llevó a un apartamento estudio en lo alto de Hunt Mesa, cerca del centro de la vieja ciudad. Los laboratorios y oficinas de Biotique también estaban en Hunt, justo bajo la cima de la mesa, y tenían grandes ventanales que daban sobre el Parque del Canal. Un distrito caro, como correspondía a una compañía que tenía a su cargo los esfuerzos de bioingeniería del proyecto de terraformación.
Desde las ventanas de la oficina de Biotique alcanzaba a ver la mayor parte de la vieja ciudad, que tenía más o menos el aspecto que él recordaba, excepto una parte extensa de las paredes de la mesa ocupada ahora por ventanas de cristal y bandas horizontales de cobre, oro, azul o verde metálicos, como si las mesas estuviesen estratificadas por capas de minerales singulares. También habían desaparecido las tiendas en lo alto de las mesas, y los edificios estaban bajo una tienda mucho mayor que ahora cubría las nueve mesas y todo lo que había alrededor de ellas. La tecnología de construcción de tiendas podía ya abarcar vastos mesocosmos, y Sax había oído que una transnac iba a cubrir Hebes Chasma, un proyecto que Ann había sugerido como alternativa a la terraformación, y del que Sax se había burlado. Y ahora iban a hacerlo. Uno nunca debía subestimar el potencial de la ciencia de los materiales, eso estaba claro.
El viejo Parque del Canal y los anchos bulevares herbosos que partían de allí y discurrían entre las mesas eran ahora bandas de verde que cortaban los techos de tejas anaranjadas. La vieja hilera doble de columnas de sal todavía se alzaba junto al canal azul. Se habían construido muchas cosas, por supuesto; pero la configuración de la ciudad era la misma. Sólo en las afueras era patente cuánto había cambiado todo, y cuánto había crecido la ciudad: el muro quedaba muy separado de las nueve mesas, de modo que una buena porción de la tierra circundante estaba a cubierto, y ya urbanizada.
El secretario de personal le ofreció una rápida visita de Biotique, y le presentó a más gente de la que Sax podía recordar.
Luego le dijeron que se incorporase al laboratorio la mañana siguiente y le dieron el resto del día para instalarse.
En su papel de Stephen Lindholm, Sax planeaba mostrar energía intelectual, sociabilidad, curiosidad y entusiasmo; y para hacerlo convincente pasó la tarde explorando Burroughs, vagando de un barrio a otro. Paseó arriba y abajo por los bulevares de astrocésped, considerando mientras lo hacía el misterioso fenómeno del crecimiento de las ciudades. Era un proceso cultural para el que no se podían encontrar buenas analogías físicas o biológicas. Él no se explicaba por qué ese extremo bajo de Isidis Planitia albergaba la ciudad más grande de Marte, y las razones originales para ubicar la ciudad allí tampoco lo hacían. Por lo que él sabía, al principio no era más que un apeadero corriente en la ruta de la pista de Elysium a Tharsis. Tal vez esa falta de localización estratégica explicaba su prosperidad, porque había sido la única ciudad importante que no había sido dañada o destruida en 2061, y quizá por eso había encabezado el crecimiento en los años de la posguerra. Por analogía con el modelo evolutivo de equilibrio interrumpido, podía decirse que esta especie en particular había sobrevivido por accidente a un impacto que había devastado a la mayoría de las otras especies, proporcionándole así una amplia ecosfera para expandirse.
Y sin duda la forma arqueada de la región, con su archipiélago de pequeñas mesas, le daba un aspecto impresionante. Paseando por los anchos bulevares verdes, las nueve mesas aparecían distribuidas con regularidad, y todas eran ligeramente distintas: las paredes de roca se distinguían por lomas, estribaciones, salientes y grietas característicos. Y ahora además por los ventanales de cristales coloreados y los edificios y parques sobre las mesetas que coronaban cada mesa. Desde cualquier punto de las calles uno siempre veía varias mesas, desparramadas como majestuosas catedrales, un placer para la vista. Y si uno tomaba un ascensor hasta la cima de una de ellas, todas a más de cien metros de altura, disfrutaba de una vista magnífica de los tejados de diferentes distritos y de una perspectiva diferente de las otras mesas, y más allá, del terreno que circundaba la ciudad. Se alcanzaba a ver a distancias mucho mayores que las habituales en Marte, debido a que estaban en el fondo de una depresión en forma de cuenco: la llanura de Isidis al norte, al oeste la oscura pendiente de Syrtis y hacia el sur la mole lejana del Gran Acantilado, perfilándose en el horizonte como un Himalaya.
Un bonito panorama como requisito para la ubicación de una ciudad era desde luego una idea discutible, pero había historiadores que afirmaban que la localización de muchas de las ciudades griegas antiguas se había elegido sobre todo por las vistas, a pesar de los inconvenientes, así que debía de ser uno de los factores a tener en cuenta. En cualquier caso, Burroughs era ahora una pequeña metrópolis bulliciosa de unos 150.000 habitantes, la ciudad más grande de Marte. Y todavía estaba en expansión. Hacia el final de su recorrido Sax tomó uno de los grandes ascensores exteriores que subían por el flanco de Branch Mesa, en la parte central al norte del Parque del Canal, y desde la meseta pudo ver que los barrios de las afueras, al norte de la ciudad, estaban sembrados de edificios en construcción hasta el mismo muro de la tienda. Incluso se estaba edificando alrededor de algunas mesas distantes fuera de la tienda. Era evidente que la masa crítica se había alcanzado en alguna clase de psicología de grupo, una especie de instinto gregario que había hecho de ese lugar la capital, el magneto social, el corazón de la acción. La dinámica de grupo era compleja en el mejor de los casos, incluso (hizo una mueca) una incógnita.
Lo que era desafortunado, como siempre, porque Biotique Burroughs era un grupo muy dinámico, y en los días que siguieron Sax se dio cuenta de que no era tarea fácil determinar el lugar que ocupaba en la legión de científicos que trabajaban en el proyecto. Había perdido la habilidad para encajar en un nuevo grupo, suponiendo que alguna vez la hubiese tenido. La fórmula que determinaba el número de relaciones posibles en un grupo era n(n-1)/2, donde n es el número de individuos que integran el grupo. Asi pues, para las mil personas de Biotique Burroughs había 499.500 posibles relaciones. Eso le parecía a Sax fuera del alcance de la comprensión de nadie: incluso las 4.950 relaciones posibles en un grupo de cien, el hipotético «límite funcional» del tamaño de un grupo humano, parecía difícil de manejar. Desde luego, así había ocurrido en la Colina Subterránea, donde habían tenido oportunidad de comprobarlo.
Por tanto, era importante encontrar un grupo pequeño en Biotique, y Sax se puso a la tarea. Era lógico concentrarse primero en su laboratorio. Sax se había unido a ellos en calidad de biofísico; era arriesgado, pero lo situaba donde él quería estar en la compañía. Y esperaba defenderse bien. Si no era así, podía justificarse diciendo que había llegado a la biofísica desde la física, lo que era cierto. Su jefe era una mujer japonesa llamada Claire, que parecía de mediana edad, una mujer muy agradable que sabía dirigir el laboratorio. Cuando Sax llegó, ella lo puso a trabajar con el equipo que estaba diseñando plantas de segunda y tercera generación para las regiones glaciares del hemisferio boreal. Esos entornos recientemente hidratados abrían enormes posibilidades para el diseño botánico, pues los diseñadores ya no tenían que basar todas las especies en xerófitos desérticos. Sax lo había previsto desde el momento en que vio la inundación rugiendo por Lus Chasma camino de Melas, en 2061. Y ahora, cuarenta años después, él iba a intervenir.
Se entregó con entusiasmo al trabajo. Primero tenía que ponerse al día sobre lo que ya habían hecho en las regiones glaciares. Leyó vorazmente, como era habitual en él, y vio cintas de vídeo, y se enteró de que con la atmósfera aún tan fría y tenue, todo el hielo nuevo que se formaba iba sublimándose, y al final las capas más superficiales se convertían en un encaje. Eso significaba que había millones de cavidades, grandes y pequeñas, en las que podía crecer la vida directamente sobre el hielo. Y por eso las primeras formas que habían sido distribuidas en abundancia eran variedades de algas de nieve y hielo. A esas algas les habían añadido rasgos freatofíticos, porque aunque el hielo era puro al principio, la ubicua arena arrastrada por el viento pronto lo transformaba en un hielo encostrado de sal. Las algas halófilas manufacturadas por ingeniería genética se habían adaptado muy bien y crecían en las superficies picadas de los glaciares, y a veces sobre el mismo hielo. Y porque eran más oscuras que el hielo, rosadas, rojas, negras o verdes, el hielo subyacente tendía a derretirse, sobre todo en los días de verano, cuando las temperaturas subían muy por encima del punto de congelación. Así pues, unas pequeñas corrientes diurnas habían empezado a discurrir por los glaciares y las pendientes. Esas regiones húmedas semejantes a morrenas recordaban algunos parajes polares y de alta montaña de la Tierra. Por eso, varios años marcianos antes los equipos de Biotique habían dispersado bacterias y plantas superiores procedentes de esos medios terranos, genéticamente alteradas para ayudarlas a sobrevivir en suelos muy salinos. Y en su mayoría esas plantas prosperaban como lo habían hecho las algas.
Ahora los ingenieros intentaban ampliar esos primeros éxitos e introducir una mayor variedad de plantas superiores y algunos insectos alterados para tolerar los altos niveles de CO2 del aire. Biotique tenía una nutrida colección de plantas de climas templados de las que tomar secuencias cromosómicas, y diecisiete años marcianos de experimentación de campo, así que Sax tenía mucho que recuperar.
Las primeras semanas en el laboratorio, y en el arboreto de la compañía en Hunt Mesa, se concentró en las nuevas especies vegetales excluyendo todo lo demás, disfrutando del lento proceso de hacerse una idea general.
Cuando no leía o miraba a través de los microscopios o en las tinajas de Marte de los laboratorios, o en el arboreto, estaba el trabajo diario de ser Stephen Lindholm para mantenerlo ocupado. En el laboratorio no era diferente de ser Sax Russell. Pero al final de la jornada laboral a menudo hacía un esfuerzo y se unía al grupo que subía las escaleras hacia uno de los cafés en lo alto de las mesas para tomar una copa y hablar del trabajo del día, y después de cualquier otra cosa.
Aun entonces encontraba Sax sorprendentemente fácil «ser» Stephen Lindholm. Descubrió que era un hombre que hacía muchas preguntas y proclive a la risa. Las preguntas de los otros —por lo común de Claire, y de Jessica, una inmigrante inglesa, y de un keniata llamado Berkina— raras veces tenían relación con el pasado terrano de Lindholm, y cuando esto acontecía Sax podía salir del paso con una respuesta mínima — Desmond le había dado a Lindholm un pasado en la ciudad natal de Sax, Boulder, Colorado, una jugada sensata— y luego volver la pregunta hacia el autor, utilizando una técnica muy empleada por Michel. Y a la gente le gustaba mucho hablar. A diferencia de Simón, Sax nunca había sido particularmente callado. Siempre aportaba su parte en la conversación, y si luego no seguía interviniendo era sólo porque la conversación tenía que tener un cierto nivel mínimo. La charla insustancial le parecía por lo general una pérdida de tiempo. Pero de hecho ayudaba a pasar ese tiempo que de otro modo habría estado irritantemente vacío. Y mitigaba también la sensación de soledad. Sus nuevos colegas se enzarzaban en unas conversaciones profesionales bastante interesantes, de todos modos, y él aportaba su granito de arena, les hablaba de sus paseos por Burroughs, y les hacía muchas preguntas sobre lo que había visto y sobre sus pasados, y también sobre Biotique y la situación marciana. Era un comportamiento tan propio de Lindholm como de Sax.
En esas conversaciones sus colegas, especialmente Claire y Berkina, confirmaron lo que él ya había advertido en sus paseos: Burroughs se estaba convirtiendo de alguna manera en la capital de facto de Marte, y los cuarteles generales de las transnac más importantes estaban allí. Las transnac eran a esas alturas los gobernantes reales de Marte. Ellas habían hecho posible que el Grupo de los Once y las demás naciones industriales poderosas ganaran la guerra de 2061 o al menos sobrevivieran, y ahora todos formaban una única estructura de poder. Ya no estaba nada claro quién llevaba la voz cantante en la Tierra, si las naciones o las supracorporaciones. En Marte, sin embargo, era obvio. La UNOMA se había hecho pedazos en 2061, igual que una ciudad cúpula, y la agencia que había ocupado su lugar, la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas, la UNTA, era un grupo administrativo formado por ejecutivos de las transnac, y sus decretos eran impuestos por las fuerzas de seguridad de las transnac.
—La UN no pinta nada en realidad —dijo Berkina—. Está tan muerta en la Tierra como la UNOMA aquí. El nombre es sólo una tapadera.
—Todo el mundo la llama Autoridad Transitoria de todos modos —dijo Claire.
—Y todos saben quién es quién —añadió Berkina.
Y en verdad la policía de seguridad transnacional se hacía ver en las calles de Burroughs. Vestían los monos de color orín de los trabajadores de la construcción, con brazales de identificación de distintos colores. Nada realmente ominoso, pero ahí estaban.
—Pero ¿por qué? —preguntó Sax—. ¿De quién tienen miedo?
—Les preocupa que los bogdanovistas ataquen desde las colinas —dijo Claire, y se echó a reír—. Es ridículo.
Sax arqueó las cejas, pero no dijo nada. Tenía curiosidad; pero el tema era peligroso. Sería mejor dejar que surgiese por sí solo. No obstante, después de eso en sus paseos por la ciudad observó a la gente con más atención: las fuerzas de seguridad que merodeaban por todas partes se distinguían por el brazal de identificación. Consolidados, Amexx, Oroco… Le parecía curioso que no hubiesen formado una fuerza. Pero probablemente las transnacionales seguían siendo rivales además de socias. Esto explicaba tal vez la proliferación de los sistemas de identificación, lo cual creaba huecos que permitían a Desmond insertar sus personas en un sistema y luego colarlas a todos los demás. Suiza evidentemente encubría a algunas personas que entraban en su sistema salidas de la nada, como demostraba la experiencia del mismo Sax. Y sin duda otras naciones y transnacionales estaban haciendo lo mismo.
Así pues, en la situación política del momento, la tecnología de la información estaba provocando la balcanización y no la totalización. Arkadi lo había predicho, pero Sax lo había considerado demasiado irracional para ser posible. Ahora tenía que admitir que había ocurrido. Las redes informáticas no podían seguir la pista de nada porque competían unas con otras; y otro tanto ocurría con la policía en las calles, que buscaba a gente como Sax.
Pero él era Stephen Lindholm. Ocupaba las habitaciones de Lindholm en Hunt Mesa, realizaba su trabajo y tenía sus rutinas, sus hábitos y su pasado. El pequeño apartamento estudio no se parecía en nada al que Sax habría elegido: la ropa estaba en el armario, no había experimentos en el refrigerador o encima de la cama, y había algunas láminas en las paredes, de Escher y Hundertwasser, y algunos esbozos de Spencer sin firmar, una indiscreción indetectable. Estaba seguro en su nueva identidad. Y aun si lo descubrían dudaba de que los resultados llegaran a ser demasiado traumáticos. Tal vez hasta podría recuperar algo de su antiguo poder. Siempre había sido apolítico, porque sólo le interesaba la terraformación, y había desaparecido durante la locura de 2061 sólo porque todo indicaba que sería fatal no hacerlo. Sin duda muchas de las actuales transnacionales lo comprenderían y tratarían de contratarlo.
Pero todo eso eran hipótesis. En la realidad, podía instalarse en la vida de Lindholm.
A medida que lo hacía, descubrió que su nuevo trabajo le apasionaba. En el pasado, como jefe del proyecto global de terraformación, resultaba imposible no quedarse atascado en la burocracia, o dispersarse en exceso en toda la gama de materias, tratando de saber lo suficiente de cada cosa como para tomar decisiones bien fundadas sobre la política a seguir. Como era de esperar, esto lo había llevado a no profundizar en ninguna disciplina. Ahora, sin embargo, toda su atención se concentraba en la creación de nuevas plantas para ampliar el sencillo ecosistema que se había propagado en las regiones glaciares. Pasó semanas trabajando en un nuevo liquen diseñado para extender los límites de las nuevas biorregiones, basado en un chasmoendolítico de los Valles Wright de la Antártida. El liquen de base vivía en las grietas de la roca antártica y Sax quería que hiciese lo mismo allí. Intentaba reemplazar las algas del liquen por otras más rápidas, de manera que el nuevo simbionte creciese más deprisa que su pariente templado, notablemente lento. Al mismo tiempo trataba de introducir en los hongos del liquen genes freatofíticos de plantas halófilas como el tamarisco. Éstas toleraban niveles salinos tres veces superiores al del agua de mar, y los mecanismos, que tenían relación con la permeabilidad de la pared celular, eran transferibles. Si tenía éxito, conseguiría unos líquenes halófilos muy resistentes y de crecimiento rápido. Era muy estimulante observar los progresos que se habían hecho en esta área desde sus toscos primeros ensayos para crear un organismo que pudiese sobrevivir en la superficie, allá en la Colina Subterránea. Cierto que las condiciones en superficie eran más hostiles en aquellos tiempos, pero el dominio que ahora tenían de la genética y la variedad de métodos también habían avanzado enormemente.
Un problema que estaba resultando insoluble era el de adaptar las plantas a la escasez de nitrógeno de Marte. La mayor parte de las grandes concentraciones de nitritos que se descubrían se extraían y se liberaban en la atmósfera en forma de nitrógeno, un proceso que Sax había iniciado en la década de 2040 y que todos consideraban adecuado, ya que la atmósfera necesitaba el nitrógeno con urgencia. Pero también lo necesitaba el suelo, y debido a que se estaba liberando tanto en el aire, la vida vegetal empezaba a reducirse. Éste era un problema con el que ninguna planta terrana había tenido que enfrentarse, al menos no de esta magnitud, de modo que no había rasgos de adaptación que pudiesen añadir a los genes de su areoflora.
El problema del nitrógeno era un tema recurrente en sus charlas, después del trabajo, en el Café Lowen, en el borde de la meseta.
—El nitrógeno es tan valioso que se ha convertido en la unidad de intercambio entre los miembros de la resistencia —le dijo Berkina a Sax, que asintió incómodo ante esa información errónea.
El grupo del café rendía su homenaje a la importancia del nitrógeno inhalando N2O de pequeñas bombonas que iban circulando alrededor de la mesa. Se afirmaba, con poca precisión pero mucho buen humor, que la inhalación de ese gas ayudaba en el esfuerzo terraformador. Cuando la bombona llegó a Sax por primera vez, la miró con desconfianza. Había visto que las bombonas podían comprarse en los lavabos de hombres, donde había toda una farmacia en expendedores murales: latas de óxido nitroso, omegendorfo, pandorfo y otras mezclas gaseosas. Al parecer la inhalación era el método corriente para consumir drogas. No era algo que le interesara, pero tomó la botella que le tendía Jessica, que se había apoyado contra su hombro. Aquélla era un área en la que el comportamiento de Sax y el de Lindholm divergían. Así que exhaló y luego se aplicó la pequeña mascarilla sobre la boca y la nariz, notando la delgadez de su cara.
Inhaló una bocanada de gas frío, la retuvo un instante y luego exhaló y sintió que el peso lo abandonaba: ésa era la impresión subjetiva. Era bastante cómico ver cómo respondía el estado de ánimo a la manipulación química, a pesar de lo que esto revelaba sobre el pretendido equilibrio emocional de uno, incluso sobre la propia cordura. No era agradable pensarlo, pero en ese momento no le resultó nada traumático. En realidad, le dio risa. Miró por encima de la balaustrada los tejados de Burroughs y por primera vez advirtió que en los nuevos barrios, al oeste y al norte, se habían impuesto los techos de tejas azules y las paredes blancas, dándoles un aire griego, mientras que el de los barrios antiguos era más bien español. Jessica parecía decidida a que los brazos de ambos estuvieran en contacto. O tal vez su sentido del equilibrio se veía perjudicado por la hilaridad.
—¡Ya es tiempo de que vayamos más allá de la zona alpina! —decía Claire—. Estoy harta de líquenes, de musgos y de pastos. Nuestros fellfields ecuatoriales se están convirtiendo en praderas, incluso hemos conseguido krummhoh, y ahora tienen un montón de sol todo el año, y la presión atmosférica al pie del acantilado es tan alta como en el Himalaya.
—Como en la cima del Himalaya —puntualizó Sax, y luego se examinó mentalmente: ésa había sido una declaración muy propia de Sax. Lindholm dijo—: Pero existen bosques en las alturas del Himalaya.
—Exactamente. Stephen, has hecho maravillas con ese liquen desde que llegaste. ¿Por qué no empezáis Berkina, Jessica, C. J. y tú a trabajar en plantas subalpinas? Seguro que podemos crear algunos bosquecillos.
Brindaron por la idea con otro trago de óxido nitroso, y el hecho de que los salobres bordes helados de los acuíferos reventados se convirtieran en praderas y bosques de repente les pareció muy divertido.
—Necesitamos topos —dijo Sax, tratando de borrarse la sonrisa de la cara—. Los topos y los campañoles son cruciales en la transformación de los fettfields en praderas. Me pregunto si podremos crear alguna especie de topo ártico que tolere el CO2.
Sus compañeros rieron aún más, pero él estaba absorto en sus pensamientos y no se dio cuenta.
—Escucha, Claire, ¿crees que podríamos salir y echar un vistazo a uno de los glaciares, y hacer un poco de trabajo de campo?
Claire dejó de reír y asintió.
—Pues claro que sí. De hecho, esto me recuerda una cosa. Tenemos una estación experimental permanente en el Glaciar Arena, con un buen laboratorio. Y hemos contactado con un grupo biotécnico de Armscor que está en muy buenas relaciones con la Autoridad Transitoria. Ellos quieren que los llevemos a ver la estación y el hielo. Supongo que quieren construir una estación similar en Marineris. Pues bien, podemos ir con ese grupo, enseñarles la estación y hacer trabajo de campo, y así matamos dos pájaros de un tiro.
Los planes trazados en el Lowen pasaron al laboratorio y de allí a la oficina principal. La aprobación no se hizo esperar, como era habitual en Biotique. Sax trabajó duro durante un par de semanas, preparándose para la salida, y al final de ese período intensivo llenó la bolsa de viaje y una mañana tomó el subterráneo para la Puerta Oeste. Cuando llegó, encontró a gente de la oficina acompañada de extraños. Aún estaban haciendo las presentaciones. Claire lo vio y lo llamó excitada.
—Ven, Stephen, quiero presentarte a nuestra invitada en el viaje. — Una mujer que parecía envuelta en un tejido prismático se volvió, y Claire dijo:— Stephen, te presento a Phyllis Boyle. Phyllis, éste es Stephen Lindholm.
—¿Qué tal? —dijo Phyllis tendiéndole la mano.
—Encantado —dijo Sax, y le estrechó la mano.
Vlad le había retocado las cuerdas vocales para darle una huella distinta por si alguna vez se la comprobaban, pero todos en Gameto coincidían en que sonaba igual que siempre. Phyllis ladeó la cabeza con curiosidad, alertada por algo.
—Estoy deseando empezar el viaje —dijo Sax, y miró a Claire—, Espero no haberlos retrasado.
—No, no. Aún no han llegado los chóferes.
—Ah. —Sax se apartó y le dijo educadamente a Phyllis:— Encantado de conocerla.
Ella inclinó la cabeza, y después de una última mirada de curiosidad se volvió hacia la gente con la que estaba hablando. Sax trató de concentrarse en lo que Claire estaba diciendo a propósito de los chóferes. Por lo visto conducir un rover por terreno abierto se había convertido en un trabajo especializado.
El saludo había sido bastante frío, pensó. Y la frialdad era una característica de Sax. Probablemente tendría que haberle hablado con efusión, haberle dicho que la conocía de los viejos vídeos y que la admiraba desde hacía años, etcétera. Aunque no acertaba a imaginar cómo alguien podía admirar a Phyllis. Ella había salido de la guerra bastante comprometida: en el lado vencedor, y era la única de los Primeros Cien que lo había escogido. Una colaboracionista, ¿no lo llamaban así? Bueno, en realidad no había sido la única: Vasili había estado en Burroughs todo el tiempo, y George y Edvard estaban en Clarke con Phyllis cuando separaron el ascensor del cable y lo catapultaron fuera del plano de la eclíptica. Una verdadera hazaña sobrevivir a eso. Él nunca lo hubiese creído posible, pero ahí estaba ella, charlando con su hueste de admiradores. Menos mal que se había enterado de que había sobrevivido unos años antes, porque si no se habría muerto del susto.
Phyllis seguía aparentando unos sesenta años, aunque había nacido el mismo año que Sax, y por tanto tenía ahora ciento quince. El pelo plateado, los ojos azules, las joyas de oro y rubíes, la blusa confeccionada con un material que brillaba con todos los colores del espectro: en ese momento su espalda era de un azul vibrante, pero al volverse para mirarlo por encima del hombro, se transformó en verde esmeralda. Sax fingió no advertir su mirada.
Al fin llegaron los chóferes, y todos subieron a los rovers, grandes ingenios alimentados con hidrazina. Por suerte Phyllis viajaría en otro coche. Enfilaron hacia el norte siguiendo una carretera de hormigón, por lo que Sax no se explicaba la necesidad de chóferes especializados, a no ser por la velocidad: viajaban a unos ciento sesenta kilómetros por hora, y a Sax, acostumbrado a viajar a una cuarta parte de esa velocidad, le parecía rápido y suave. Los demás pasajeros se quejaron de los baches y de la lentitud de la marcha: ahora los trenes expresos flotaban sobre las pistas a seiscientos kilómetros por hora.
El Glaciar Arena estaba unos ochocientos kilómetros al noroeste de Burroughs. Se derramaba desde las norteñas tierras altas de Syrtis Mayor sobre Utopia Planitia, y corría por el interior de una de las Arena Fossae cerca de trescientos cincuenta kilómetros. Claire, Berkina y los otros ocupantes del coche le contaron a Sax la historia del glaciar, y él intentó demostrar un profundo interés. Pero en verdad era muy interesante, porque ellos sabían que Nadia había desviado el reventón del acuífero Arena. Algunos de los que acompañaban a Nadia habían acabado en Fossa Sur después de la guerra y habían contado la historia, que ahora era de dominio público.
Se creían muy informados sobre Nadia.
—Ella se oponía a la guerra —le explicó Claire con suficiencia—, e hizo cuanto estuvo en su mano para detenerla y reparar los estragos que causaba. La gente que la vio en Elysium dice que no dormía, que se mantenía en pie a base de estimulantes. Dicen que salvó diez mil vidas durante la semana en que actuó en la zona de Fossa Sur.
—¿Qué fue de ella? —preguntó Sax.
—Nadie lo sabe. Desapareció de Fossa Sur.
—Se dirigía a Punto Bajo —dijo Berkina—. Si llegó allí antes de la inundación es probable que haya muerto.
—Ah. —Sax meneó la cabeza con aire solemne.— Fueron malos tiempos.
—Muy malos —dijo Claire con vehemencia—. Tanta destrucción. Eso retrasó la terraformación varias décadas, estoy segura.
—Aunque los reventones de los acuíferos fueron provechosos —musitó Sax.
—Sí, pero eso podía haberse hecho igualmente de manera controlada.
—Cierto.
Sax se encogió de hombros y dejó que la conversación continuara sin él. Luego del encuentro con Phyllis era un tanto arriesgado meterse en una discusión sobre el sesenta y uno.
Todavía no podía creer que ella no lo hubiese reconocido. El compartimiento de pasajeros que ocupaban tenía unos relucientes paneles de magnesio sobre las ventanas, y allí, entre los rostros de sus nuevos colegas, estaba la cara menuda de Stephen Lindholm. Un hombre mayor y calvo, con una nariz un poco ganchuda que le confería un aire de halcón. Labios pronunciados, mentón fuerte, barbilla… No, no se parecía en nada a él. No había razón para que ella lo reconociera.
Pero el aspecto no lo era todo.
Trató de olvidar el asunto mientras avanzaban zumbando hacia el norte por la carretera. Se concentró en el paisaje. El compartimiento tenía una claraboya en forma de cúpula, además de ventanas en los cuatro costados, así que tenía una buena vista. Estaban subiendo la pendiente oeste de Isidis, una sección del Gran Acantilado que parecía una gran berma pulida. Las colinas dentadas y oscuras de Syrtis Mayor se levantaban en el horizonte noroccidental como el filo de una sierra. El aire era más transparente que en tiempos pasados, a pesar de ser quince veces más denso. Pero había menos polvo flotando, pues las tormentas de nieve lo arrastraban hacia abajo y lo fijaban como una costra sobre la superficie. Los vientos fuertes quebraban a menudo esa costra y las partículas atrapadas volvían al aire. Pero esas brechas eran muy localizadas, y las tormentas que limpiaban el cielo iban ganando la partida poco a poco.
Y el cielo estaba cambiando de color. En lo alto era de un violeta subido, y blanquecino sobre las colinas occidentales, pero se degradaba hacia el lavanda y un color entre el lavanda y el violeta para el que Sax no tenía nombre. El ojo podía distinguir diferencias sólo en una estrecha banda de longitudes de onda, así que los pocos nombres para los colores entre el rojo y el azul eran totalmente inadecuados para describir los fenómenos. Pero tuviesen nombre o no, había colores del cielo muy distintos a los tostados y rosados de los primeros años. Aunque era cierto que una tormenta de polvo siempre devolvería el cielo temporalmente a ese tono ocre prístino, cuando la atmósfera se aclarase el color vendría determinado por la densidad y la composición química. Intrigado por lo que podrían ver en el futuro, Sax se sacó el atril del bolsillo para hacer algunos cálculos.
Miró la pequeña caja y advirtió de pronto que aquél era el atril de Sax Russell: si lo inspeccionaban, lo delataría. Era como llevar encima el pasaporte verdadero.
Pero nada podía hacer en ese momento. Se concentró en el color del cielo. Con aire transparente, el color del cielo se debía a la difusión de la luz preferente en las moléculas del aire. Así pues, la densidad de la atmósfera era crucial. La presión atmosférica cuando llegaron al planeta era de 10 milibares, y ahora la media era de unos 160. Pero como la presión atmosférica era producida por el peso del aire, alcanzar 160 milibares en Marte había requerido tres veces más aire sobre un punto del que se habría necesitado en la Tierra para conseguir la misma presión. Por tanto, los 160 milibares de Marte deberían dispersar la luz igual que 480 milibares en la Tierra; eso significaba que el cielo allá en lo alto tendría que mostrar un color parecido al azul oscuro que se veía en las fotografías tomadas en montañas de 4.000 metros de altura.
Pero el color que llenaba las ventanas y la claraboya del rover era mucho más rojizo, e incluso en las mañanas despejadas que seguían a las tormentas fuertes Sax nunca había visto un color azul que se acercase al del cielo terrano. Reflexionó. Otro efecto de la débil gravedad marciana era que la columna de aire subía mucho más arriba que en la Tierra. Era posible que las gravas más finas estuviesen en suspensión y hubiesen sido arrastradas por encima de las capas de nubes más elevadas, donde evitaban ser barridas por las tormentas. Recordó que se habían fotografiado estratos de bruma a alturas de cincuenta kilómetros, muy por encima de las nubes. Otro factor podía ser la composición de la atmósfera. Las moléculas de dióxido de carbono eran mejores difusoras de la luz que el oxígeno y el nitrógeno, y Marte, a pesar de todos los esfuerzos de Sax, seguía teniendo mucho más CO2 en la atmósfera que la Tierra. Los efectos de esta diferencia eran calculables. Tecleó la ecuación de la ley de difusión de la luz de Rayleigh, según la cual la energía luminosa dispersada por unidad de volumen de aire es inversamente proporcional a la cuarta parte de la longitud de onda de la radiación luminosa. Luego garabateó en la pantalla del atril, jugando con las variables, consultando libros o determinando las cantidades por conjetura.
Concluyó que si la atmósfera se espesaba hasta alcanzar un bar, el cielo probablemente se volvería blanco lechoso. Confirmó también que, en teoría el cielo actual de Marte tendría que ser mucho más azul de lo que era, siendo la luz azul dispersada unas dieciséis veces la intensidad de la roja. Esto sugería que la arena de las capas más altas de la atmósfera enrojecía el cielo. Si ésa era la explicación correcta, se podía inferir que el color y la opacidad del cielo marciano experimentarían amplias variaciones durante muchos años, que dependerían de las condiciones climatológicas y otros factores que afectasen la transparencia del aire…
Siguió trabajando, tratando de incorporar a los cálculos las intensidades de radiación de la luz cenital, la ecuación de Chandrasekhar de la transferencia de las radiaciones, escalas de cromadeidad, composición química de los aerosoles, los polinomios de Legendre para evaluar las intensidades de dispersión angular, las funciones de Riccati— Bessel para evaluar las secciones transversales de dispersión, y así sucesivamente. Todo eso le ocupó buena parte del trayecto al Glaciar Arena, con una concentración absoluta, imperturbable, ignorando el mundo que lo rodeaba y la situación en la que se encontraba.
A primera hora de la tarde llegaron a Bradbury, una pequeña ciudad que, bajo su tienda tipo Nicosia, parecía salida de Illinois: calles flanqueadas de árboles de copas negras, porches enrejados adornando el frente de casas de ladrillos de dos pisos con tejados de tablillas, una calle principal con tiendas y parquímetros, un parque central con un belvedere blanco bajo unos arces gigantes…
Avanzaron hacía el oeste por una carretera más pequeña que cruzaba la cima de Syrtis Mayor y era de arena negra procedente de las rocas y rociada con un fijador. Toda la región era muy oscura: Syrtis Mayor había sido el primer rasgo de superficie avistado por un telescopio terrestre, el de Christiaan Huygens, el 28 de noviembre de 1659, y era esa roca negra lo que le permitió distinguirlo. El suelo casi siempre negro a veces tenía el púrpura de la berenjena. Las colinas, fosas y escarpes a través de los cuales serpenteaba la carretera eran negros, así como las mesas fracturadas, las thidleya o pequeñas nervaduras, arista tras arista; en cambio, los gigantescos bloques erráticos eran color orín, y les recordaban inevitablemente el color del que habían escapado.
Entonces alcanzaron el lomo de una arista de roca madre negra y el glaciar se extendió ante ellos, cruzando el mundo de izquierda a derecha como un rayo incrustado en el paisaje. Del otro lado del glaciar una nervadura de roca madre corría paralela a aquella por la que circulaban, y las dos aristas juntas parecían antiguas morrenas laterales, aunque en verdad sólo eran dos cadenas paralelas que habían canalizado la inundación del acuífero reventado.
El glaciar tenía una anchura de dos kilómetros y tal vez no más de cinco o seis metros de grosor, pero había excavado un cañón, de modo que debía tener profundidades ocultas.
Algunas zonas del glaciar parecían regolito corriente, igual de rocosas y polvorientas, cubierto con una capa de grava que no dejaba adivinar el hielo subyacente. Otras tenían el aspecto del terreno caótico, salvo que todo era de hielo: unos grupos de seracs blancos que asomaban entre lo que parecían ser bloques de piedra. Algunos de esos seracs eran placas quebradas, agrupadas como las placas en el lomo de un estegosaurio, de un amarillo translúcido a causa del sol poniente detrás de ellos.
Todo estaba inmóvil, de horizonte a horizonte. Ni un solo movimiento en ninguna parte. Claro que no: el Glaciar Arena llevaba allí cuarenta años. Pero Sax no pudo evitar recordar la última vez que había visto algo parecido, y volvió la mirada involuntariamente hacia el sur, como si una nueva inundación fuese a aparecer en cualquier momento.
La estación de Biotique estaba unos pocos kilómetros corriente arriba, ocupando el borde y la falda de un pequeño cráter, de modo que disfrutaban de una excelente vista sobre el glaciar. Durante la fase final de la puesta de sol, mientras algunos de los residentes activaban la estación, Sax subió a una gran sala de observación en el piso alto en compañía de Claire y los visitantes de Armscor para contemplar la masa de hielo quebrado con la última luz del día.
Aun en una tarde relativamente clara como aquélla, los rayos horizontales del sol conferían al aire un rojo oscuro bruñido, y la superficie del glaciar centelleaba en mil lugares distintos; el hielo recién quebrado reflejaba la luz como un espejo. La mayoría de esos centelleos escarlata formaban una línea irregular, pero había otros allá donde las superficies reflectantes del hielo descansaban en ángulos extraños. Phyllis hizo notar lo grande que se veía el sol ahora que la soletta estaba en posición.
—Es extraordinario, ¿no les parece? Casi se pueden distinguir los espejos.
—Parece sangre.
—Tiene un aspecto decididamente jurásico.
A Sax le parecía una estrella del tipo G a una distancia de una unidad astronómica. Eso era significativo, sin duda, puesto que estaban a 1,5 unidades astronómicas del sol. En cuanto a la cháchara sobre rubíes y ojos de dinosaurio…
El sol se deslizo bajo el horizonte y todos los puntos de luz desaparecieron de golpe. Un gran abanico de rayos crepusculares se extendió por el cielo, haces rosados cortando un cielo púrpura oscuro. Phyllis prorrumpió en exclamaciones porque los colores eran desde luego muy puros.
—Me pregunto cuál es el origen de esos rayos magníficos —dijo ella. Automáticamente Sax abrió la boca para decir que las sombras de las colinas o las nubes sobre el horizonte, pero pensó: a, era muy probable que fuera una pregunta retórica, y b, dar una respuesta técnica sería muy propio de Sax Russell. Así que cerró la boca y consideró lo que Stephen Lindholm hubiera dicho en una situación así. Esa clase de autocontrol era nueva para él, y ciertamente incómoda, pero iba a tener que decir algo, al menos de vez en cuando, porque los silencios prolongados eran también muy característicos de Sax Russell y no del Lindholm que había venido representando hasta entonces. Así que hizo lo que pudo.
—Piensen en lo cerca que estuvieron esos fotones de incidir sobre Marte —dijo—, y ahora, en cambio, recorrerán todo el universo.
Todos lo miraron de reojo. Pero el extraño comentario lo incluyó en el grupo, que era lo que pretendía.
Después de un rato bajaron y comieron pasta con salsa de tomate y pan recién salido del horno. Sax se sentó a la mesa principal y comió y habló tanto como los demás, esforzándose por parecer normal, haciendo lo posible por seguir las esquivas reglas de la conversación y el discurso social. El nunca las había entendido bien, y cuanto más pensaba en ellas más se le escapaban. Sabía que siempre lo habían considerado un excéntrico: había oído la historia de las cien ratas de laboratorio transgénicas que se apoderaban de su cerebro. Un momento muy curioso aquél, de pie en el umbral oscuro del laboratorio, escuchando transmitir el cuento para regocijo de generación tras generación de estudiantes, experimentando el raro malestar de verse como un extraño, alguien increíblemente peculiar.
En cuanto a Lindholm, era un tipo muy sociable. Sabía cómo llevarse bien con todo el mundo. Era alguien que podía compartir una botella de zinfandel de Utopía, alguien que podía aportar lo suyo para convertir una cena en una fiesta, que comprendía intuitivamente los algoritmos ocultos del compañerismo y era capaz de manejar el sistema sin siquiera pensar.
Sax recorrió con el dedo el puente de su nueva nariz y bebió vino, que al deprimir el sistema nervioso parasimpático lo tornaba menos inhibido y más locuaz. Charlaba con bastante éxito, pensó, pero varias veces le alarmó la manera en que Phyllis, sentada frente a él en la mesa, lo arrastraba a la conversación, y cómo lo miraba… ¡y él le devolvía la mirada! Existían protocolos para eso también, pero él nunca los había comprendido. Recordó entonces cómo Jessica se había apoyado contra él en el Lowen, y bebió otro medio vaso y sonrió, e hizo una señal con la cabeza, pensando con cierto malestar en la atracción sexual y sus causas. Alguien le hizo a Phyllis la inevitable pregunta sobre la escapada de Clarke, y ella se embarcó en la narración echando frecuentes miradas a Sax, como si quisiera hacerle saber que estaba contando la historia sobre todo para él. Sax escuchó con educación, resistiendo una cierta tendencia a ponerse bizco, lo cual hubiese revelado su consternación.
—Todo ocurrió sin previo aviso —dijo Phyllis al que preguntaba—. Estábamos orbitando alrededor de Marte en el ascensor, indignados por lo que estaba ocurriendo en la superficie y tratando de encontrar la manera de acabar con los disturbios, y de pronto sentimos una sacudida, como si hubiese un terremoto, y ya estábamos en camino hacia la salida del sistema solar.
Sonrió e hizo una pausa para que las risas siguieron, y Sax comprendió que ya había contado la historia muchas veces de esa misma manera.
—¡Debían de estar aterrados! —dijo alguien.
—Bien —continuó Phyllis—, es extraño, pero en una situación de emergencia en realidad no hay tiempo para nada de eso. En cuanto comprendimos lo que había ocurrido, supimos que cada segundo que pasaba representaba cientos de kilómetros y reducía nuestras posibilidades de supervivencia. Entonces nos reunimos en la sala de mando, contamos las cabezas e hicimos inventario del material del que disponíamos. Todos estábamos frenéticos, pero no cundió el pánico, ¿comprenden? En fin, resultó que en los hangares había el número habitual de cargueros Tierra-Marte, y los cálculos de la IA indicaban que necesitaríamos el impulso de casi todos ellos para volver al plano de la eclíptica a tiempo para interceptar el sistema joviano. Derivábamos hacia Júpiter, lo que fue una bendición. Fue entonces cuando las cosas se desmadraron. Teníamos que sacar los cargueros de los hangares, ponerlos en vuelo junto a Clarke y luego conectarlos unos con otros y cargarlos con todo el aire, combustible y las provisiones que cupieran. Y treinta horas después del lanzamiento partimos en esas cuatro latas juntas. Ahora que miro atrás me parece increíble. Esas treinta horas…
Meneó la cabeza y Sax creyó advertir que un recuerdo real invadía de repente el relato de Phyllis y la hacía estremecerse ligeramente. Treinta horas era una evacuación en verdad rápida, y sin duda el tiempo había pasado como en sueños, en una ráfaga de acción frenética, en un estado mental tan diferente del ordinario que podía confundirse con la trascendencia.
—Después fue sólo cuestión de apretujarse en un par de salas (éramos doscientos ochenta y seis) y salir en EVA para separar las partes no esenciales de los cargueros. Y de rezar para que hubiese suficiente combustible para ponernos en trayectoria hacia Júpiter. Faltaban más de dos meses para que supiésemos con seguridad si interceptaríamos el sistema joviano, y diez semanas para que lo interceptásemos de hecho. Utilizamos a Júpiter como ancla gravitatoria y giramos alrededor de él para ponernos en camino hacia la Tierra, porque en ese momento Júpiter estaba más cerca que Marte. Y giramos con tanta fuerza que necesitamos la atmósfera terrestre y la gravedad de la Luna para frenarnos: estábamos casi sin combustible en el mismo momento en que éramos los humanos más veloces de la historia. Ochenta mil kilómetros por hora, creo, cuando golpeamos la estratosfera. Una velocidad muy conveniente, porque nos estábamos quedando sin aire ni comida. Pasamos bastante hambre en la parte final del viaje. Pero lo conseguimos. Y vimos Júpiter así de cerca, —dijo poniendo el pulgar y el índice a una distancia de dos centímetros.
La gente rió, y el destello de triunfo en los ojos de Phyllis no tenía nada que ver con Júpiter. Pero tenía la boca apretada; sin duda algo al final del cuento había ensombrecido el triunfo.
—Y usted era el líder, ¿no es así? —preguntó alguien.
Phyllis levantó una mano, como queriendo decir que aunque lo deseara, no podía negarlo.
—Fue un esfuerzo colectivo —dijo—. Pero a veces alguien tiene que decidir cuándo se ha llegado a un punto muerto, cuándo es necesario acelerar las cosas. Y yo era la directora de Clarke antes de la catástrofe.
Mostró una sonrisa rápida y abierta, segura de que el público había disfrutado de su relación de los hechos. Sax sonrió con los demás e hizo un gesto con la cabeza cuando ella lo miró. Phyllis era una mujer atractiva, pero no muy brillante, pensó. O quizá sólo era que a él le desagradaba. Porque en algunos aspectos ella era muy inteligente: una buena bióloga, y con toda seguridad tenía un CI alto. Pero había distintas clases de inteligencia, y no todas podían descubrirse con un test analítico. Sax lo había observado en sus años de estudiante: había personas que puntuaban alto en cualquier test de inteligencia y eran brillantes en su trabajo; sin embargo, podían entrar en una habitación y en el espacio de una hora casi todos los ocupantes de la habitación se reían de ellos o incluso los despreciaban. Lo que no revelaba demasiada inteligencia. En cambio, Sax pensaba que la más tonta de las animadoras de la secundaria, pongamos por caso, que se las arreglaba para ser cordial con todo el mundo y era universalmente popular, utilizaba una inteligencia tanto o más poderosa que la de cualquier matemático brillante de maneras torpes. El cálculo de la interacción humana era tan sutil y variable como cualquier física, algo como el naciente campo de la matemática llamado caos recombinante en cascada, sólo que más simple. Por tanto, había al menos dos clases de inteligencia, y seguramente muchas más: espacial, estética, moral o ética, interaccional, analítica, sintética… Y había quienes eran inteligentes de maneras diferentes, y esas personas eran excepcionales, destacaban.
Sin embargo, Phyllis, que saboreaba ahora la atención de su auditorio, la mayoría mucho más jóvenes que ella y, al menos en apariencia, llenos de admiración por su historia, no tenía esa inteligencia polifacética. Por el contrario, parecía bastante torpe en lo concerniente a juzgar lo que la gente pensaba de ella. Sax sabía que él compartía esa deficiencia, y la observaba con su mejor sonrisa de Lindholm, pero en realidad pensaba que actuaba con vanidad y aun con arrogancia. Y la arrogancia siempre era estúpida. O bien enmascaraba algo de inseguridad, aunque era difícil adivinar qué inseguridad podía anidar en una persona tan exitosa y atractiva. Y Phyllis era atractiva.
Después de la cena volvieron a la sala de observación y allí, bajo la bóveda centelleante de estrellas, el grupo de Biotique puso música. Era lo que llamaban nuevo calipso, que hacía furor en Burroughs esos días, y algunos sacaron instrumentos para acompañarla, mientras otros bailaban en el centro de la sala. La música tenía un ritmo de unos cien latidos por minuto, calculó Sax, un compás fisiológico perfecto para estimular el corazón ligeramente; el secreto de toda la música de baile, supuso.
Y entonces descubrió que Phyllis estaba junto a él; lo agarró de la mano y lo arrastró a la pista. Sax apenas consiguió reprimir el impulso de apartar la mano de un tirón, y estaba seguro de que su respuesta a la sonriente invitación de ella parecía forzada en el mejor de los casos. No había bailado nunca en su vida, hasta donde él recordaba. Pero ésa era la vida de Sax Russell. Seguro que Stephen Lindholm había bailado mucho. Así que Sax empezó a saltar suavemente al compás del bombo de acero, meneando los brazos sin pauta fija, sonriéndole a Phyllis en una desesperada simulación de placer.
Bien entrada la noche, los más jóvenes de Biotique todavía bailaban, y Sax bajó en el ascensor para ir a buscar algunos tubos de helado de leche a las cocinas. Cuando volvió a entrar en el ascensor, Phyllis estaba dentro, de regreso del piso de las habitaciones.
—Espera, deja que te ayude con eso —dijo ella, y tomó dos de las cuatro bolsas de plástico que colgaban de los dedos de Sax.
Cuando las tuvo se inclinó hacia adelante (era unos centímetros más alta que él) y lo besó en la boca. Él le devolvió el beso, pero la conmoción fue tal que en realidad no empezó a sentirla hasta que ella se separó; entonces el recuerdo de la lengua de Phyllis entre sus labios fue como otro beso. Intentó parecer menos atónito, pero por la forma en que ella rió comprendió que había fracasado.
—Vaya, veo que no eres tan castigador como pareces —dijo ella, lo que, dada la situación, le hizo sentirse aún más alarmado. Intentó recuperarse, pero entonces el ascensor redujo su velocidad y las puertas se abrieron con un siseo.
Durante los postres y el resto de la fiesta Phyllis no volvió a acercarse a él. Al empezar el lapso marciano, Sax se encaminó a los ascensores para ir a su habitación. Cuando las puertas empezaron a cerrarse, Phyllis entró escurriéndose entre ellas, y al ponerse en movimiento el ascensor ella lo besó de nuevo. Sax la rodeó con los brazos y la besó a su vez, tratando de imaginar qué haría Lindholm en su situación, y si habría alguna forma de salir de aquel brete sin buscarse problemas. El ascensor se detuvo y Phyllis se apartó con una mirada soñadora y desenfocada y dijo:
—Acompáñame hasta la habitación.
Tambaleándose un poco. Sax la tomó por el brazo, como si fuese un delicado equipo de laboratorio, y la siguió hasta una habitación minúscula, como el resto de los dormitorios. En la puerta se besaron otra vez, a pesar de la aguda sensación de Sax de que ésa era su última oportunidad de escapar, airosamente o no. Pero se encontró besándola apasionadamente, y cuando ella se apartó para murmurar, «Será mejor que entres», la siguió sin protestar. Su pene se había quedado atascado en su ciego avance hacia las estrellas, todos los cromosomas zumbando audiblemente, pobres infelices, ante esa oportunidad de inmortalidad. Hacía mucho tiempo que no había hecho el amor con nadie, excepto con Hiroko, y esos encuentros, aunque amigables y placenteros, no eran apasionados, sino más bien una extensión de los baños. Mientras que con Phyllis estaba excitado, los dos tironeándose con torpeza de las ropas mientras caían sobre la cama besándose, y esa excitación estaba pasando a Sax a través de una especie de conducción inmediata. Su erección saltó con impaciencia, libre al fin cuando Phyllis le bajó los pantalones, como ilustrando la teoría del gen egoísta, y él sólo pudo reír y abrir la larga cremallera ventral del mono de ella. Lindholm, libre de preocupaciones, sin duda se habría sentido excitado por el encuentro. Y también él tenía que estarlo. Además, aunque no le gustaba especialmente Phyllis, la conocía: seguía existiendo ese viejo vínculo entre los Primeros Cien, el recuerdo de aquellos años juntos en la Colina Subterránea. Había algo provocativo en la idea de hacer el amor con una mujer a la que conocía desde hacía tanto tiempo. Y todos los demás del grupo habían sido polígamos, parecía, todos menos Phyllis y él mismo. Así que ahora estaban resarciéndose. Y ella era muy atractiva. Y era agradable sentirse deseado.
Fáciles racionalizaciones que naturalmente olvidó a medida que crecía el apremio de su deseo. Pero inmediatamente después de consumar el acto, Sax empezó a preocuparse otra vez. ¿Tenía que volver a su habitación, tenía que quedarse? Phyllis se había quedado dormida con la mano sobre el costado de él, como para asegurarse de que se quedaría. Cuando duerme, todo el mundo parece un niño. Estudió el largo cuerpo de Phyllis, sorprendido una vez más por las diferentes manifestaciones del dimorfismo sexual. Respiraba con tanta paz. Sentirse deseado… Los dedos de ella todavía tensos sobre sus costillas. Y pasó la noche allí; pero no durmió mucho.
Sax se sumergió en el trabajo en el glaciar y el terreno circundante. Phyllis salía al campo de vez en cuando, pero se comportaba siempre de manera discreta con él. Sax se preguntaba si Claire (¡o Jessica!) o algún otro se habría dado cuenta de lo ocurrido, o si habrían advertido que se repetía cada pocos días. Ésa era otra complicación: ¿cómo reaccionaría Lindholm al aparente deseo de Phyllis de mantener la relación en secreto? Pero en realidad no constituía un problema. Lindholm se veía más o menos forzado, por caballerosidad, sumisión o algo por el estilo, a actuar como lo habría hecho el propio Sax. Así, mantuvieron la relación en secreto, como lo habrían hecho en la Colina Subterránea, en el Ares o en la Antártida. Los viejos hábitos nunca mueren.
Y el glaciar les proporcionaba una excelente tapadera. El hielo y el terreno surcado de nervaduras que lo rodeaba eran medios fascinantes, y había mucho que estudiar y comprender allí.
La superficie del glaciar estaba muy fracturada, como se había sugerido a menudo en la literatura especializada: se había mezclado con el regolito durante la inundación, y luego las burbujas de carbonatación atrapadas la habían reventado. Las piedras y los bloques atrapados en la superficie habían derretido el hielo que tenían debajo, y luego éste se había vuelto a congelar alrededor de ellos, en un ciclo diario que había sumergido dos tercios de la roca. Al examinar con atención los seracs, que se levantaban como dólmenes titánicos en el accidentado glaciar, se descubría que estaban hincados profundamente. El hielo era quebradizo a causa del frío extremo, y se desplazaba con lentitud corriente abajo debido a la escasa gravedad, como un río a cámara lenta, y como su fuente estaba agotada toda esa masa acabaría en Vastitas Borealis. Los signos de este movimiento podían descubrirse a diario en el hielo: nuevas grietas, seracs caídos, icebergs agrietados. Esas superficies nuevas eran cubiertas rápidamente por flores de hielo cristalinas, cuya salinidad aceleraba la velocidad de cristalización.
Fascinado por este paisaje, Sax adquirió el hábito de salir cada día al alba, solo y siguiendo los senderos señalizados con banderolas por el equipo de la estación. En las primeras horas del día el hielo refulgía con trémulos tonos rosáceos, reflejo de los matices del cielo. Cuando la luz directa del sol incidía sobre las superficies destrozadas del glaciar, empezaba a levantarse vapor de grietas y pozas cubiertas de hielo, y las flores de hielo centelleaban como joyas de fantasía. En las mañanas sin viento, una pequeña capa de inversión atrapaba la bruma a unos veinte metros de altura y formaba una delgada nube de color naranja. Era evidente que el del glaciar se estaba sublimando deprisa.
En sus paseos veía muchas especies diferentes de algas y líquenes de la nieve. Las pendientes de las dos crestas laterales que daban sobre el glaciar estaban muy pobladas, salpicadas de pequeñas manchas de verde, oro, oliva, negro, rojo, y otros muchos colores, quizá treinta o cuarenta en total. Sax andaba sobre esas pseudomorrenas con cuidado, tan poco deseoso de pisar esa vida vegetal como lo estaría de pisar un experimento de laboratorio. Aunque a decir verdad, daba la sensación de que aquellos líquenes no lo habrían notado. Eran resistentes: roca desnuda y agua era cuanto necesitaban, además de luz —aunque ni siquiera de estas cosas necesitaban mucho—; crecían bajo el hielo, dentro del hielo, e incluso dentro de pedazos porosos de roca translúcida. En un lugar tan hospitalario como una grieta en la morrena, por fuerza tenían que florecer. Cada grieta que Sax examinaba mostraba en su interior colonias de liquen de Islandia, amarillo y bronce, que bajo la lupa revelaban diminutos tallos bifurcados orlados de espinas. Sobre las rocas planas encontró líquenes crustáceos: botón, espiga, escudo, candeltaria, liquen mapa de color verde manzana y el liquen naranja rojizo cuya presencia indicaba una concentración de nitrato de sodio en el regolito. Bajo las flores de hielo había masas de liquen de la nieve de un pálido verde grisáceo, y al mirarlos con lupa se descubría que tenían tallos como los del liquen de Islandia, delicados como el encaje. El liquen vermicular era de color gris oscuro, y la ampliación revelaba astas desgastadas que parecían extremadamente frágiles. Sin embargo, si se rompía algún trozo y se separaba, las células de las algas atrapadas en los filamentos fúngicos seguían creciendo y formando más liquen, y se fijaban allí donde cayesen. Reproducción por fragmentación, muy indicada en un medio como aquél.
Los líquenes prosperaban, y además de las especies que Sax podía identificar con la ayuda de las fotografías de la pequeña pantalla de muñeca, había muchas otras que no se correspondían con ninguna especie catalogada. La curiosidad fue suficiente como para tomar muestras de esos desconocidos para enseñárselos a Claire y Jessica.
Pero el liquen era sólo el principio. En la Tierra, las regiones de roca fracturada dejadas al descubierto por el retroceso de los hielos o por el nacimiento de montañas jóvenes recibían el nombre de campos de cantos rodados o taludes. En Marte, el equivalente era el regolito, esto es, la mayor parte de la superficie del planeta. Un mundo talud. En la Tierra, esas regiones eran colonizadas primero por microbacterias y líquenes que, junto con la erosión química, empezaban a descomponer la roca dando lugar a un delgado suelo inmaduro que iba rellenando con lentitud las grietas entre las rocas. Con el tiempo se acumulaba suficiente material orgánico en esta matriz para mantener otros tipos de flora. A las zonas en ese estadio se las llamaba fellfields (fell significaba «piedra» en gaélico). Era un nombre adecuado, puesto que eran campos de piedra: la superficie aparecía tachonada de piedras y el suelo no alcanzaba los tres centímetros de grosor, pero mantenía una comunidad de pequeñas plantas.Y ahora había fellfields en Marte. Claire y Jessica sugirieron a Sax que cruzase el glaciar y caminase corriente abajo siguiendo la morrena lateral, y una mañana (escapando de Phyllis) así lo hizo. Después de media hora de caminata subió a una roca que le llegaba a la rodilla. Debajo, una pendiente llana y mojada que descendía hacia la artesa rocosa contigua al glaciar centelleaba a la luz de la mañana avanzada. Era evidente que el agua derretida discurría sobre ella casi a diario: en la quietud absoluta de la mañana él ya escuchaba el goteo de pequeñas corrientes bajo el borde del glaciar, que sonaban como un coro de diminutos carillones de madera. Y en esa cuenca en miniatura, entre los hilillos de agua, había puntos de color allá donde uno mirase: flores. Así pues, aquél era un trozo de fellfield, con su característico efecto milléfleur, el yermo gris salpicado de puntos de rojo, azul, amarillo, rosa, blanco…
Las flores estaban montadas en pequeños tapices de musgo o en inflorescencias, o asomaban entre hojas vellosas. Todas las plantas se pegaban al suelo oscuro, que debía de ser mucho más cálido que el aire de capas superiores; nada excepto las briznas de hierba se levantaba más que unos pocos centímetros del suelo. Sax caminó de puntillas de roca en roca, poniendo cuidado para no pisar ni una sola planta, y se arrodilló en la grava para inspeccionar las pequeñas cosechas con la lupa del visor a la máxima potencia. Los organismos clásicos de los fellfields resplandecían a la luz de la mañana: la jabonera, con sus rodetes de minúsculas florecillas rosadas sobre cojines verde oscuro; un tapiz de phlox; ramitos de cinco centímetros de poa, como cristal a la luz, y que utilizaban la raíz del phlox para anclar sus delicadas raíces; una prímula alpina magenta, con su botón amarillo y sus hojas verde oscuro, que formaban estrechas artesas para canalizar el agua hacia la roseta. La mayor parte de estas plantas tenían hojas vellosas. Descubrió unos nomeolvides de un azul muy intenso cuyos pétalos estaban tan saturados de antocianinas para conservar el calor que casi eran púrpura: el color que adquiriría el cielo marciano a 230 milibares, según los cálculos que había hecho Sax durante el viaje a Arena. Le sorprendía que no hubiese nombre para ese color tan característico. Tal vez aquél fuera el azul ciánico.
La mañana voló mientras él iba lentamente de una planta a otra, utilizando la guía de campo de su consola de muñeca para identificar Arenaria, trigo sarraceno, uñas de gato, altramuces, tréboles enanos y su homónimo, la saxífraga. Una planta que quebraba la roca. El nunca las había visto en estado salvaje, y pasó mucho tiempo mirando la primera que encontró: saxífraga ártica, saxifraga hirculus, ramas minúsculas cubiertas de largas hojas que acababan en unas flores diminutas de color azul pálido.
Como le ocurriera con los líquenes, había muchas plantas que no pudo identificar: algunas exhibían características de varias especies, incluso de diferentes géneros; otras no habían sido catalogadas, y mostraban una extraña combinación de rasgos de biosferas exóticas; algunas parecían plantas marinas o nuevos tipos de cactos. Especies creadas por la ingeniería genética, presumiblemente, aunque le sorprendía que no estuviesen incluidas en la guía. Mutantes, quizá. Ah, pero allí, donde una grieta ancha había reunido una capa de humus más gruesa y un diminuto arroyo, había un grupo de kobresia. La kobresia y otros carrizos crecían donde había humedad, y su turba extremadamente absorbente alteraba muy deprisa la química del suelo en el que crecían, desempeñando un papel importante en la lenta transición del fellfield a la pradera alpina. Ahora que los había descubierto podía ver los minúsculos cursos de agua, delimitados por la población de carrizos, escurriéndose entre las rocas. Arrodillado sobre la rodillera aislante, Sax desconectó los cristales de aumento y miró alrededor, y a pesar de estar agachado, de repente distinguió toda una serie de pequeños fellfields, diseminados sobre la pendiente de la morrena como jirones de una alfombra persa despedazada por el paso del hielo.
De vuelta en la estación, Sax pasó mucho tiempo confinado en los laboratorios, mirando los especímenes vegetales con el microscopio, realizando tests y comentando los resultados con Berkina, Claire y Jessica.
—Casi todos son poliploides, ¿verdad? —preguntó Sax.
—Sí —confirmó Berkina.
Los poliploides eran bastante frecuentes en las grandes alturas de la Tierra, así que no era una sorpresa. Se trataba de un fenómeno extraño: el número de cromosomas originales de la planta se doblaba, triplicaba o incluso se cuadruplicaba. Las plantas diploides, con diez cromosomas, eran sucedidas por poliploides con veinte, treinta o cuarenta cromosomas. Los creadores de híbridos habían empleado ese método durante años para conseguir caprichosas plantas de jardín, porque los poliploides eran por lo general más grandes —hojas, flores, frutos, células, todo más grande— y ofrecían una mayor variedad que sus parientes. Esa adaptabilidad era idónea para la colonización de nuevas áreas, como los glaciares. Había islas en el Ártico terrano en las que el ochenta por ciento de las plantas eran poliploides. Sax suponía que se trataba de una estrategia para evitar los efectos destructivos de la mutación excesiva, lo que explicaría que el fenómeno se diera en las zonas con niveles altos de radiación ultravioleta. Las radiaciones ultravioletas intensas rompían un crecido número de genes, pero si se los replicaba en otras series de cromosomas, era muy probable que el genotipo no sufriese daños y no hubiese impedimentos para la reproducción.
—Hemos descubierto que incluso cuando no empezamos con poliploides, como hacemos normalmente, las especies cambian en el espacio de pocas generaciones.
—¿Han identificado el mecanismo desencadenante?
—No.
Otro misterio. Sax miró por el microscopio, vejado por ese sorprendente desgarrón en el tejido extraño de la biología. Pero no se podía hacer nada; él mismo se había ocupado de la cuestión en sus laboratorios del Mirador de Echus en la década de 2050, y al parecer una radiación ultravioleta superior a la que el organismo estaba habituado estimulaba la respuesta poliploide. Pero ¿cómo captaban las células esa diferencia, para responder doblando, triplicando o cuadruplicando el número de cromosomas?
—Tengo que confesar que me sorprende ver lo bien que está prosperando todo.
Claire sonrió, feliz.
—Temía que después de la Tierra pensaras que esto era un yermo desolado.
—Bien, no. —Sax carraspeó.— Supongo que no esperaba nada. O sólo algas y líquenes. Pero esos fellfields parecen llenos de vida. Pensé que llevaría más tiempo.
—En la Tierra, sí. Pero recuerda que no nos limitamos a tirar las semillas y a esperar. Todas las especies han sido manipuladas para incrementar su resistencia y su velocidad de crecimiento.
—Y cada primavera sembramos de nuevo —añadió Berkina—, y fertilizamos con bacterias fijadoras del nitrógeno.
—Pensé que eran las bacterias desnitrificadoras las que estaban en boga.
—Esas las distribuimos específicamente en los depósitos abundantes en nitrato de sodio para transpirar el nitrógeno hacia la atmósfera. Pero en los lugares en los que cultivamos necesitamos más nitrógeno en el suelo, así que utilizamos fijadores de nitrógeno.
—Sigue pareciéndome que van demasiado deprisa. Y todo esto tiene que haber ocurrido después de la soletta.
—La cuestión es que no hay competencia —dijo Jessica desde su mesa al otro lado de la habitación—. Las condiciones son hostiles, pero éstas son plantas muy resistentes, y cuando las dejamos ahí fuera no tienen competidores que entorpezcan su crecimiento.
—Es un nicho vacío —dijo Claire.
—Y las condiciones aquí son mejores que en otros lugares de Marte — añadió Berkina—. En el sur tienen el invierno del afelio y la altura. Las estaciones de allí informan que el efecto del invierno es devastador. Pero aquí, el invierno del perihelio es mucho más benigno, y estamos sólo a mil metros de altitud. Las condiciones son mucho mejores que las de la Antártida en muchos sentidos. Sobre todo el nivel de CO2. Me pregunto si ésa no será la causa de la velocidad que tanto te sorprende. Es como si las plantas estuviesen sobrealimentadas.
—Aja —dijo Sax, asintiendo.
Así pues, los fellfields eran jardines. Crecimiento asistido más que crecimiento natural. En realidad lo había sospechado —era algo común en Marte—, pero los fellfields, rocosos y extensos, tenían un aspecto tan espontáneo y salvaje que por un momento lo habían confundido. Y aun sin olvidar que eran jardines, todavía lo sorprendía que fuesen tan vigorosos.
—¡Y ahora tenemos la soletta derramando luz solar sobre la superficie! —exclamó Jessica. Sacudió la cabeza, como si lo desaprobara—. La insolación natural es una media del cuarenta y cinco por ciento de la terrana, y con la soletta sube al cincuenta y cuatro por ciento.
—Contadme algo más de la soletta —dijo Sax cautelosamente.
Le explicaron el asunto por turnos. Un grupo de transnacionales, encabezadas por Subarashii, había construido una formación circular de láminas de espejo solar, situada entre el sol y Marte, y alineadas para captar y enfocar hacia el interior las ondas de luz solar que pasaban cerca del planeta. Un espejo anular que rotaba en órbita polar reflejaba la luz de vuelta a la soletta para contrarrestar la presión de la luz solar, y esa luz rebotaba de nuevo hacia Marte. Los dos sistemas de espejos eran enormes comparados con las primeras velas solares de los cargueros que Sax había alineado de manera que reflejasen la luz sobre la superficie, y la luz reflejada que estaban añadiendo al sistema era muy significativa.
—Debe de haber costado una fortuna construirlos —murmuró Sax.
—Oh, desde luego. Las grandes transnac están invirtiendo lo que no te imaginas.
—Y eso no es todo —dijo Berkina—. Planean deslizar una lente aérea a sólo unos cientos de kilómetros por encima de la superficie, y esta lente concentrará parte de la luz que incida en la soletta para elevar la temperatura de la superficie a niveles fantásticos, algo así como cinco mil grados…
—¡Cinco mil grados!
—Sí, creo que eso fue lo que oí. Planean derretir la arena y el regolito subterráneo, y así liberar los elementos volátiles en la atmósfera.
—Pero ¿y la superficie?
—Tienen intención de hacerlo en zonas remotas.
—En líneas —dijo Claire—. ¿Acaso pretenden cavar zanjas?
—Canales —dijo Sax.
—¡Pues claro! —Todos rieron.
—Canales de paredes vitrificadas —dijo Sax, preocupado al pensar en todos esos gases. El dióxido de carbono sería el que predominaría.
Pero no quería mostrar un interés excesivo en los proyectos de terraformación más ambiciosos. No insistió en el tema y pronto la conversación volvió al trabajo que ellos hacían.
—Bien —dijo Sax—, imagino que algunos de los fellfields muy pronto se transformarán en praderas alpinas.
—Oh, ya existen praderas alpinas —dijo Claire.
—¡No me digas!
—Sí. Bueno, son pequeñas todavía. Pero si caminas unos tres kilómetros por el borde occidental las verás. ¿No has ido aún? Hay praderas alpinas y también krummholz. No ha sido tan difícil después de todo. Plantamos los árboles sin apenas alterarlos, porque resultó que muchas especies de pinos y piceas resistían temperaturas mucho más bajas que las habituales en sus habitats terranos.
—Qué curioso.
—Un vestigio de las edades de hielo, supongo. Pero ahora les resulta muy útil.
—Interesante —dijo Sax.
Y pasó el resto del día mirando por el microscopio sin ver nada, ensimismado. La vida es sobre todo espíritu, solía decir Hiroko. Era un asunto extraño, el vigor de las cosas vivas, su tendencia a proliferar, lo que Hiroko llamaba la fuerza verde, la viriditas. La lucha de la vida para cobrar forma. Le parecía muy enigmático.
Cuando llegó el alba del siguiente día, se despertó en la cama de Phyllis, con Phyllis junto a él, enredada en las sábanas. Después de la cena todo el grupo había subido a la sala de observación, algo que se estaba haciendo habitual, y Sax había continuado la conversación con Claire, Jessica y Berkina. Jessica se había mostrado muy afectuosa con él, como siempre, y Phyllis, que lo había advertido, lo siguió cuando fue a los aseos junto al ascensor. Allí se había abalanzado sobre él con ese abrazo seductor que tanto lo sorprendía. Habían acabado por subir a la habitación de ella, y aunque Sax se había sentido incómodo por desaparecer sin despedirse de los otros, había hecho el amor con bastante pasión.
Ahora, mirándola, recordó la marcha precipitada con disgusto. La sociobiología más simple explicaba perfectamente ese comportamiento: competencia por el macho, una actividad animal muy básica. Sax nunca había sido objeto de ese tipo de rivalidad, pero no podía atribuirse el mérito de esa súbita persecución. Era evidente que se debía a la cirugía estética de Vlad, que había reorganizado su cara y resultaba atractiva para las mujeres. Pero seguía siendo un misterio para él que una determinada combinación de rasgos faciales fuera más atractiva que otra. Había escuchado explicaciones sociobiológicas de la atracción sexual que tenían cierta validez: un hombre buscaba una compañera con caderas anchas para alumbrar a los hijos sin problemas, con pechos grandes para alimentarlos, etcétera; una mujer buscaba un hombre fuerte que engendrase hijos sanos y los mantuviese… Todo eso tenía cierta lógica, pero ninguna relación con los rasgos faciales. Para éstos, las explicaciones sociobiológicas se volvían bastante imprecisas: ojos separados para ver bien, buenos dientes para ayudar a mantener la salud, una nariz prominente para evitar los resfriados… No, nada de aquello tenia sentido. Sólo eran combinaciones casuales que de algún modo resultaban atractivas a la vista. Un juicio estético en el que rasgos no funcionales casi imperceptibles podían influir, lo cual indicaba que los aspectos prácticos no eran relevantes.
Sobre el particular, Sax recordaba a dos gemelas con las que había ido a la escuela secundaria: tenían casi el mismo aspecto, y sin embargo una era corriente mientras que la otra era hermosa. Eran unos milímetros de carne, hueso y cartílago que determinaban una configuración agradable o desagradable. Vlad le había alterado la cara y ahora las mujeres competían por sus atenciones, aunque era la misma persona de siempre. Una persona por la que Phyllis nunca había demostrado el menor interés cuando tenía el aspecto que la naturaleza le había dado. Era difícil no ser cínico al respecto. Que lo desearan a uno, sí; pero que lo desearan por trivialidades…
Dejó la cama y se puso uno de los trajes ligeros de última generación, mucho más cómodos que los antiguos de tejido elástico. Aún había que llevar aislante para protegerse de las temperaturas por debajo del punto de congelación, y también casco y un tanque de aire, pero ya no era necesario proporcionar presión para evitar los hematomas en la piel. Con 160 milibares había suficiente para evitarlo; así que ahora bastaba con llevar ropa y botas calientes, y el casco. En pocos minutos estuvo vestido y salió al glaciar.
Siguió el sendero principal de banderolas que cruzaba el río de hielo, la escarcha crujiendo bajo sus pies, y luego dobló en la dirección de la corriente por la orilla occidental, y dejó atrás los pequeños millejleur de los fellfields recubiertos de escarcha, que ya empezaba a derretirse al sol. Llegó al lugar donde el glaciar salvaba un pequeño escarpe formando una corta cascada de hielo cuarteado que viraba unos cuantos grados hacia la izquierda, siguiendo las nervaduras que la bordeaban. De pronto un crujido sonoro llenó el aire, seguido por un estampido de baja frecuencia que vibró en el estómago de Sax. El hielo se movía. Sax se detuvo y escuchó. Le llegó el tintineo distante de una corriente bajo el hielo. Echó a andar de nuevo, sintiéndose más liviano y más feliz a cada paso. La luz de la mañana era diáfana y el vapor flotaba sobre el hielo como humo blanco. Y entonces, al amparo de unos bloques enormes, encontró un anfiteatro fellfield moteado de flores que parecían manchas de pintura. Y allí, en el fondo del campo, había una pequeña pradera alpina, orientada hacia el sur y sorprendentemente verde, las alfombras de pastos y carrizos cruzadas de corrientes de agua recubiertas de hielo. Y alrededor de los límites del anfiteatro, cobijados en grietas y bajo las rocas, se encorvaban numerosos árboles enanos.
Era el krummholz, que en la evolución de los paisajes de montaña era el estadio que seguía a las praderas alpinas. Los árboles enanos que había divisado eran miembros de especies corrientes, sobre todo piceas azules, Picea glauca, que en esas condiciones hostiles se miniaturizaban por su cuenta, adaptándose al contorno de los espacios protegidos donde brotaban. O mejor dicho, donde las habían plantado. Sax vio algunos Pinus contorta entre las numerosas piceas. Eran los árboles más resistentes al frío de la Tierra, y al parecer el equipo de Biotique había añadido genes procedentes de árboles halófilos como el tamarisco para incrementar su tolerancia a la sal. Habían sido objeto de manipulaciones genéticas de todo tipo para ayudarlos, pero aun así, las condiciones extremas entorpecían su crecimiento y obligaban a árboles que habrían alcanzado los treinta metros de altura a encogerse en nichos de medio metro en busca de protección, recortados por el viento y las neviscas como por una podadera. De ahí su nombre, krummholz, que en alemán significaba «bosque retorcido», o quizá «bosque enano»: la primera zona en la que los árboles se las arreglaban para aprovechar la labor de formación de suelo de los fellfields y las praderas alpinas. El límite arbolado.
Sax vagó despacio por ese anfiteatro, pisando sobre las rocas, inspeccionando los musgos, los carrizos, las hierbas y todos los árboles. Esas pequeñas cosas nudosas se retorcían como si las cultivaran jardineros de bonsais que habían perdido el juicio.
—Qué hermoso —exclamó Sax en voz alta más de una vez al examinar una rama o un tronco, o el dibujo de una corteza laminar—. Qué hermoso. Ah, si tuviésemos unos cuantos topos. Unos cuantos topos y campañoles, y marmotas, visones y zorros.
Pero el CO2 en la atmósfera todavía representaba el treinta por ciento del aire, quizá unos cincuenta milibares. Los mamíferos morirían deprisa en esa atmósfera. Por eso él siempre se había resistido al modelo de terraformación de dos etapas, que requería una concentración masiva de CO2. ¡Como si calentar el planeta fuese el único objetivo! El objetivo era la existencia de animales en la superficie. Eso no solamente era provechoso en sí mismo, sino que además beneficiaba a las plantas, muchas de las cuales necesitaban a los animales. La mayoría de las plantas de fellfields se reproducían por sí solas, era cierto, y además Biotique había liberado algunos insectos manipulados, que volaban dando tumbos, medio muertos, luchando obstinadamente por sobrevivir, y que a duras penas podían completar la labor de polinización. Pero había muchas otras funciones ecológicas simbióticas para las que se necesitaban animales, como la aireación del suelo, que llevaban a cabo topos y campañoles, o la distribución de las semillas que hacían algunas aves, y sin ellos las plantas en general no prosperarían, y algunas no sobrevivirían. No, tenían que reducir el nivel de CO2 del aire, probablemente hasta los diez milibares que había cuando llegaron al planeta, cuando era el único aire. Todo ello hacía más preocupante aún el plan de fundir el regolito con la lupa aérea que sus colegas habían mencionado. Eso sólo agravaría el problema.
Entretanto, esa belleza inesperada. Las horas pasaron sin que él se diera cuenta mientras examinaba los especímenes uno por uno. Admiró sobre todo el tronco y las ramas espiraladas, la corteza escamosa y la disposición de las agujas de un pequeño Pinus contorta; en verdad parecía una escultura extravagante. Y estaba arrodillado en el suelo, con la cara metida en unos carrizos y el trasero apuntando al ciclo cuando Phyllis, Claire y toda la tropa invadieron la pradera riéndose de él y pisoteando la hierba viva despreocupadamente.
Phyllis se quedó con él esa tarde, como había hecho en dos o tres ocasiones, y regresaron juntos. Al principio Sax trató de representar el papel de guía nativo, señalando plantas cuya existencia había conocido apenas una semana antes. Pero Phyllis no le prestaba ninguna atención. Era evidente que Sax sólo le interesaba como auditorio entregado, como testigo de su vida. Así que él se dejó de plantas y le preguntó, y escuchó, y volvió a preguntar. Sería una buena oportunidad de aprender más sobre la actual estructura de poder de Marte. Aunque ella exagerara su papel en el asunto, seguía siendo instructivo.
—Me dejó atónita lo rápido que Subarashii construyó el ascensor y lo colocó en posición —dijo Phyllis.
—¿Subarashii?
—Era la principal contratista.
—¿Quién adjudicó el contrato, la UNOMA?
—Oh, no. La UNOMA ha sido sustituida por la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas.
—Entonces, cuando eras presidenta de la Autoridad Transitoria, a todos los efectos eras presidenta de Marte.
—Bueno, la presidencia es rotativa entre los miembros, y la verdad es que no confiere mucho más poder del que tienen los demás. Es sólo para el consumo de los medios de comunicación y para dirigir las reuniones. Trabajo de relaciones públicas.
—Aun así…
—Oh, ya lo sé. —Rió.— Es una posición que muchos de mis viejos colegas desearon pero nunca consiguieron. Chalmers, Bogdanov, Boone, Toitovna… Me pregunto qué habrían pensado si lo hubieran visto. Pero ellos apostaron por el caballo perdedor.
Sax apartó la vista de ella.
—Y dime, ¿cómo es que Subarashii consiguió el nuevo ascensor?
—Porque el comité de dirección de la Autoridad Transitoria votó por ellos. Praxis había intentado hacerse con él, pero a nadie le gusta Praxis.
—Ahora que el ascensor ha vuelto, ¿crees que las cosas cambiarán otra vez?
—¡Oh, ciertamente! ¡Ciertamente! Muchas cosas quedaron en suspenso desde los disturbios. Emigración, construcción, terraformación, comercio… Todo se detuvo. Apenas si hemos podido reconstruir algunas de las ciudades destruidas. Ha imperado una especie de ley marcial, necesaria, por supuesto, en vista de lo que ocurrió.
—Por supuesto.
—¡Pero ahora! Todos los metales acumulados durante los últimos cuarenta años están listos para entrar en el sistema terrano, y eso estimulará de manera increíble la economía de los dos mundos. Nos llegará más producción desde la Tierra, y más inversiones y emigración. Al fin ha llegado la hora de que empecemos a hacer cosas.
—¿Como la soletta?
—¡Exactamente! Ése es un ejemplo perfecto de lo que quiero decir. Hay un montón de proyectos de grandes inversiones aquí.
—Canales de paredes vitrificadas —dijo Sax. Eso haría que los agujeros de transición pareciesen triviales.
Phyllis estaba diciendo algo sobre las brillantes perspectivas de la Tierra, y él sacudió la cabeza para despejarla de julios por centímetro cuadrado.
—Pero yo creía que la Tierra atravesaba serias dificultades —dijo Sax.
—Bien, sí, la Tierra siempre está en serias dificultades. Tendremos que acostumbrarnos a eso. Pero soy optimista al respecto. Quiero decir que la recesión los ha perjudicado mucho hasta ahora, especialmente a los tigres pequeños y a los cachorros de tigre, y por descontado a las naciones menos desarrolladas. Pero la entrada de metales industriales marcianos estimulará la economía, incluyendo las industrias de control medioambiental. Y por desgracia, parece que los muertos de hambre van a ver resueltos muchos de sus problemas.
Sax se concentró en la sección de morrena que estaban escalando. Allí la solifluxión, el derretimiento diario del suelo helado de una pendiente, había hecho que el regolito suelto resbalara pendiente abajo y se amontonara formando depresiones y cercos, y aunque parecían grises y sin vida, un dibujo tenue en forma de minúsculas tejas revelaba que en realidad estaban cubiertos de copos azul grisáceos de liquen. En las hondonadas había masas de algo gris ceniciento, y Sax se inclinó para arrancar una pequeña muestra.
—Observa —le dijo con brusquedad a Phyllis—, hepática de la nieve.
—Parece barro.
—Debido a un hongo parásito que crece sobre ella. La planta es de color verde en realidad; ¿ves estas pequeñas hojas? Es un brote nuevo que el hongo no ha cubierto todavía.
Bajo la lupa, las hojas nuevas parecían cristal verde. Pero Phyllis no se molestó en mirar.
—¿Quién la diseñó? —preguntó, y su tono indicaba que el diseñador tenía muy mal gusto.
—No lo sé. Tal vez nadie. Muchas de las especies nuevas que hay aquí no han sido diseñadas.
—¿Es posible que la evolución trabaje tan deprisa?
—Bueno, ya sabes… ¿Son los poliploides evolución?
—No.
Phyllis siguió adelante, sin mostrar el menor interés en el pequeño espécimen gris. Hepática de la nieve. Probablemente apenas manipulada, o incluso no diseñada. Especímenes de ensayo, arrojados entre los otros para ver cómo funcionaban. Y por tanto muy interesantes, en opinión de Sax.
Sin embargo, en algún punto del camino Phyllis había perdido el interés. Había sido una bióloga de primer orden una vez, y Sax no podía imaginar cómo se podía perder la curiosidad, que era la esencia de la actitud científica, esa necesidad de comprender las cosas. Pero se hacían viejos. En el curso de sus ahora antinaturales vidas era probable que experimentasen cambios profundos. Sax detestaba la idea, pero allí estaba. Como el resto de los nuevos centenarios, él tenía cada vez más dificultades para recordar momentos específicos de su pasado, sobre todo de los años intermedios, las cosas que habían ocurrido entre los veinticinco y los noventa. Por tanto, los años anteriores al sesenta y uno y la mayor parte de sus años en la Tierra se estaban desvaneciendo. Y sin una memoria que funcionase bien, era inevitable que cambiaran.
Cuando regresaron a la estación, Sax fue al laboratorio, perturbado. Tal vez, pensó, se habían convertido en poliploides, no como individuos, sino culturalmente: un grupo internacional que había llegado allí y había cuadruplicado las cadenas de mentes, proporcionando la adaptabilidad para sobrevivir en esa tierra alienígena a pesar de las mutaciones provocadas por el estrés.
Pero no. Eso era analogía más que homología. Lo que en humanidades llamarían un símil heroico, si entendía bien el término, o una metáfora o alguna otra analogía literaria. Y las analogías eran por lo general absurdas: una cuestión de fenotipo más que de genotipo (por utilizar otra analogía). La poesía y la literatura, las humanidades en general, por no mencionar las ciencias sociales, eran fenotípicas hasta donde Sax sabía. Se reducían a un enorme compendio de analogías absurdas que no ayudaban a explicar las cosas, sino que distorsionaban la percepción de ellas. Una suerte de borrachera conceptual continua, podría decirse. Sax prefería la exactitud y el poder de la explicación, ¿y por qué no? Si en el exterior estaban a 200 grados kelvin, ¿por qué no reconocerlo, en vez de hablar de tetas de brujas y demás, arrastrando el inmenso bagaje de ignorancia del pasado además de enturbiar cada encuentro con la realidad sensorial? Era absurdo.
Bien, de acuerdo, no existía el poliploidismo cultural. Sólo existía una situación histórica determinada, la consecuencia de todo lo que había ocurrido antes: las decisiones tomadas, los resultados propagándose por todo el planeta en completo desorden, evolucionando (quizá debería decirse desarrollándose), sin ningún plan. A ese respecto, había una cierta similitud entre la historia y la evolución: ambas tenían tanto de casualidad y accidente como de pautas de desarrollo. Pero las diferencias, sobre todo en las escalas temporales, eran tan desmesuradas que reducían esa similitud de nuevo a mera analogía.
No, era mejor concentrarse en las homologías, esas similitudes estructurales que indicaban relaciones físicas reales, que de verdad explicaban algo. Esto, por supuesto, lo llevaba a uno de nuevo a la ciencia. Pero después de un encuentro con Phyllis, eso era todo lo que deseaba.
Volvió a sumergirse en el estudio de las plantas. Muchos de los organismos de fellfield que encontraba tenían hojas carnosas recubiertas de vello, lo que ayudaba a las plantas a protegerse de la violenta acometida de los rayos ultravioleta del sol marciano. Esas adaptaciones podían muy bien tomarse como ejemplos de homología: especies con los mismos ancestros que han conservado los rasgos de familia. O podían ser ejemplos de convergencia: especies de familias distintas que llegan a la misma forma debido a la necesidad funcional. Y en esos momentos simplemente podían ser el resultado de la bioingeniería, que añadía los mismos rasgos a diferentes plantas para facilitarles las mismas ventajas.
Para averiguar de qué caso se trataba había que identificar la planta, y después consultar los archivos para ver si había sido diseñada por uno de los equipos de terraformación. Había un laboratorio de Biotique en Elysium, dirigido por un tal Harry Whitebook, que estaba diseñando las plantas de superficie más eficaces, especialmente los carrizos y las hierbas, y el catálogo de Whitebook a menudo revelaba la mano de él en la planta, en cuyo caso las similitudes no eran más que convergencia artificial, Whitebook insertando características como hojas vellosas en casi toda planta con hojas que él creaba.
Un caso interesante de cómo la historia imitaba a la evolución. Y puesto que se proponían crear una biosfera en Marte en un corto plazo quizá 107 veces más breve que el necesario en la Tierra, tendrían que intervenir continuamente en el acto mismo de la evolución. Así pues, la biosfera marciana no sería un caso de filogenia recapitulando la ontogenia, un concepto desacreditado en cualquier caso, sino la historia recapitulando la evolución. O mejor, imitándola en lo posible dado el entorno marciano. O incluso, dirigiéndola. La historia dirigiendo la evolución. Era una idea apabullante.
Whitebook había emprendido la tarea con talento: había creado arrecifes de líquenes frealofíticos, por ejemplo, que transformaban las sales que incorporaban en algo similar a la estructura coralina del milepora; de ese modo las plantas resultantes eran masas de bloques semicristalinos de color verde oscuro o verde oliva. Caminar a través de una de esas formaciones era como pasear por un jardín laberinto liliputiense aplastado, abandonado y medio cubierto de arena. Los bloques aparecían resquebrajados y tenían un aspecto tan desastroso que parecían enfermos; una enfermedad que petrificaba las plantas mientras estaban vivas, confinándolas en su lucha por existir en el interior de unas vainas agrietadas de malaquita y jade. De apariencia extraña, pero muy exitoso. Sax encontró bastantes de esos arrecifes de líquenes creciendo en la cresta de la morrena occidental y en el regolito árido que se extendía más allá.
Pasó varias mañanas estudiándolo, y una mañana, mientras cruzaba la cresta, miró atrás, hacia el glaciar, y vio un torbellino arenoso girando sobre el hielo, un pequeño tornado de color rojizo que avanzaba centelleando corriente abajo. Inmediatamente después recibió el embate de un viento fuerte, con ráfagas de al menos cien kilómetros por hora, y luego de ciento cincuenta. Acabó agachándose detrás de un arrecife de líquenes, con una mano levantada para estimar la velocidad del viento. Era difícil precisarla, porque la atmósfera cada vez más densa había incrementado la fuerza de los vientos, haciéndolos parecer más veloces de lo que eran. Todas las estimaciones empíricas de los días en la Colina Subterránea estaban desfasadas. Las ráfagas que lo golpeaban ahora podían no ser superiores a los ochenta kilómetros por hora. Pero venían cargadas de arena, que repiqueteaba contra el visor y reducía la visibilidad a unos cien metros. Después de esperar una hora a que la tormenta de arena remitiese, se rindió y regresó a la estación, cruzando el glaciar poco a poco, de banderola en banderola, cuidando de no perder el sendero: era importante si uno quería mantenerse lejos de las peligrosas zonas de grietas.
Una vez que cruzó el hielo, Sax caminó deprisa hacia la estación, pensando en el pequeño tornado que había anunciado la llegada del viento. El tiempo era extraño. En la estación, consultó un canal meteorológico y leyó toda la información sobre las condiciones del día, y luego estudió las fotografías de satélite de la región. Una bolsa ciclónica se abatía sobre ellos desde Tharsis. Con el aire cada vez más denso, los vientos que venían de Tharsis era en verdad muy fuertes. La protuberancia seguiría siendo un punto de anclaje de la meteorología marciana para siempre, sospechaba Sax. La mayor parte del tiempo, la corriente de chorro del hemisferio norte circularía sobre y alrededor de su extremo norte, como lo hacía la corriente de chorro alrededor de las Rocosas. Pero de cuando en cuando las masas de aire serían empujadas hacia la cresta de Tharsis entre los volcanes, y dejarían caer la humedad en Tharsis oeste mientras subían. Luego esas masas de aire deshidratado se desplomarían rugiendo por la pendiente oriental, el mistral, o el siroco, o el foehn del Gran Hombre, con vientos tan veloces y potentes que se convertirían en un problema a medida que la atmósfera ganase densidad. Algunas ciudades tienda en superficies abiertas estarían amenazadas hasta el punto de que se verían obligados a retirarse al interior de cañones y cráteres, o a robustecer el material de las tiendas.
Pensando en estas cosas, la climatología empezó a parecerle tan excitante a Sax que deseó abandonar sus estudios botánicos y dedicarse al nuevo tema a tiempo completo. En el pasado lo hubiera hecho, y se habría sumergido en la climatología durante un mes o un año, hasta que hubiese satisfecho su curiosidad, y se las hubiese arreglado para pensar en alguna contribución frente a los problemas que surgiesen.
Pero ésa había sido una aproximación muy indisciplinada, como bien sabía ahora, que llevaba a una especie de método disperso, incluso a un cierto diletantismo. Ahora, como Stephen Lindholm, trabajando para Claire y Biotique, tenía que abandonar la climatología con una mirada anhelante a las fotos de satélite y a los nuevos sistemas de sugerentes espirales nubosas, y limitarse a mencionarles a los otros el remolino, y a hablar del tiempo de pasada en el laboratorio o durante la cena, mientras volvía a concentrar el grueso de su atención en el pequeño ecosistema y sus plantas, y en cómo ayudarlas a salir adelante. Y a medida que empezaba a conocer las particularidades de Arena, esas restricciones impuestas por su nueva identidad no le parecieron tan malas. Significaban que se veía forzado a concentrarse en una sola disciplina como no lo había hecho desde su trabajo de graduación. Y las recompensas de la concentración empezaban a serle cada vez más evidentes. Lo convertirían en un científico mejor.
Al día siguiente, por ejemplo, con los vientos apenas un poco vivos, volvió a salir y localizó la porción de arrecife de liquen que estaba estudiando cuando la tormenta empezó. Todas las fisuras de la estructura estaban llenas de arena, lo que debía ocurrir habitualmente. Limpió una de las fisuras y examinó el interior con los veinte aumentos de la lupa de su visor. Las paredes estaban recubiertas de unos finos cilios. Era evidente que esas superficies ya protegidas no necesitaban más protección. Por tanto quizás estaban allí para liberar el exceso de oxígeno de los tejidos de la masa cristalina exterior. ¿Espontáneo o planeado? Leyó las descripciones en la consola de muñeca, y añadió una nueva sobre este espécimen que, a juzgar por los cilios, parecía no descrito. Sacó una pequeña cámara del bolsillo y tomó una fotografía, puso una muestra de los cilios en una bolsa, guardó la cámara y siguió adelante.
Bajó para echarle una ojeada al glaciar, caminando sobre una de las muchas junturas donde su costado descendía y se unía suavemente a la pendiente ascendente de la nervadura de la morrena.
El resplandor era intenso a mediodía, como si los pedazos de un espejo roto estuviesen reflejando la luz del sol por todas partes. El hielo crujía bajo sus pies. Las pequeñas cuencas fluviales se unían y formaban corrientes de cauces profundos, que desaparecían abruptamente en los agujeros del hielo. Esos agujeros, como las grietas, tenían varios tonos de azul. Las nervaduras de la morrena resplandecían como el oro y parecían reverberar bajo el calor en aumento. Algo en el paisaje le recordó a Sax el plan de la soletta, y silbó entre dientes.
Se enderezó y estiró la parte baja de la espalda, sintiéndose muy vivo y curioso, en su elemento. El científico en acción. Estaba aprendiendo a disfrutar del siempre fresco esfuerzo primario de la «historia natural», la observación detenida de los fenómenos de la naturaleza: descripción, clasificación, taxonomía, el intento prístino de explicar, o mejor el primer paso, simplemente describir. Qué felices le habían parecido siempre en sus escritos los historiadores naturales, Linneo y su latín salvaje, Lyell y sus rocas, Wallace y Darwin y el gran paso de la categoría a la teoría, de la observación al paradigma. Sax podía sentir esa felicidad allí, en el Glaciar Arena en el año 2101, con todas esas especies, ese proceso floreciente de especiación a medias humano, a medias marciano, un proceso que con el tiempo necesitaría sus propias teorías, algún tipo de evohistoria, o de evolución histórica, o ecopoesis, o simplemente areología. O la viriditas de Hiroko, quizá. Teorías sobre el proyecto de terraformación, no sólo sobre sus intenciones, sino sobre la manera como trabajaba. Una historia natural, justamente. Muy poco de lo que estaba sucediendo podía estudiarse en un laboratorio experimental, de modo que la historia natural volvería a ocupar el lugar que le era propio entre las ciencias. Allí en Marte todas las jerarquías estaban destinadas a caer, y ésa no era una analogía absurda, sino una observación precisa sobre el aspecto que tendría todo.
El aspecto que tendría. ¿Lo entendía él antes de aquella temporada en el exterior? ¿Lo entendía Ann? Mientras examinaba la superficie salvaje y agrietada del glaciar, se descubrió pensando en ella. Cada pequeño iceberg o grieta destacaba como si aún llevase los veinte aumentos sobre el visor, pero con una profundidad de campo infinita: cada matiz de marfil y rosa en las superficies carcomidas, cada centelleo de espejo del agua del deshielo, las colinas perfilándose en el horizonte… todo se veía con una nitidez y precisión quirúrgicas. Y se le ocurrió que esa visión no era accidental (el efecto de lupa de las lágrimas sobre su cornea, por ejemplo), sino el resultado de una nueva y creciente comprensión conceptual del paisaje. Era una suerte de visión cognitiva, y no pudo evitar recordar a Ann diciéndole con furia: Marte es el lugar que nunca has visto.
Sax lo había tomado como una figura retórica. Pero recordó ahora a Kuhn: afirmaba que los científicos que utilizaban paradigmas distintos existían literalmente en mundos distintos, hasta tal punto era la epistemología un componente integral de la realidad. Así, los aristotélicos no veían el péndulo galileano, que para ellos no era más que un cuerpo cayendo con ciertas dificultades. Y en general, los científicos que debatían los méritos relativos de paradigmas contrapuestos en realidad estaban hablando unos a través de los otros, empleando las mismas palabras para definir realidades distintas.
También había considerado esa afirmación una figura retórica. Ahora, absorbiendo la transparencia alucinatoria del hielo, tenía que admitir que describía lo que sentía cuando hablaba con Ann. Sus conversaciones eran frustrantes para ambos, y cuando ella había gritado que él nunca había visto Marte, quizá sólo quería decir que él nunca había visto el Marte que ella veía, el Marte creado por el paradigma de Ann. Y eso era cierto sin lugar a dudas.
Sin embargo Sax veía ahora un Marte nuevo para él. Pero la transformación había ocurrido luego de semanas de concentración en esas partes del paisaje que Ann despreciaba, las nuevas formas de vida. Por eso dudaba de que el Marte que estaba viendo, con sus algas de la nieve y sus líquenes del hielo, y los encantadores y diminutos pedazos de alfombra persa que festoneaban el glaciar, fuese el Marte de Ann. Ni tampoco el de sus colegas de terraformación. Lo que Sax veía era aquello en lo que creía y deseaba, era su Marte, desplegándose ante sus propios ojos, siempre en proceso de transformarse en algo nuevo. Como una punzada en el corazón, sintió el deseo de poder agarrar a Ann del brazo en ese mismo momento y arrastrarla hasta la morrena occidental y gritar:
—¿Ves? ¿Ves?
En vez de eso tenía a Phyllis, quizá la persona menos filosófica que había conocido en su vida. La evitaba siempre que podía hacerlo sin que lo pareciera, y se pasaba los días en el hielo, al viento, bajo el vasto cielo septentrional, o en las morrenas, arrastrándose por el suelo para estudiar las plantas. Cuando regresaba a la estación, charlaba con Claire y Berkina y el resto, mientras cenaban, sobre lo que estaban descubriendo en el exterior y lo que significaba. Luego subían a la sala de observación y hablaban un rato más, o a veces bailaban, especialmente los viernes y sábados. Sonaba siempre el nuevo calipso, guitarras y percusión en rápidas melodías simultáneas, con unos ritmos complejos que Sax analizaba con dificultad. Por lo general eran compases de cinco por cuatro que alternaban o coexistían con los de cuatro por cuatro, una combinación que parecía concebida para hacerle perder el equilibrio. Por fortuna, el estilo que se llevaba era una especie de baile libre que guardaba poca relación con el ritmo, así que cuando no conseguía llevar el ritmo estaba seguro de que él era el único que lo notaba. En realidad era muy entretenido intentar seguir el compás, bailando a su aire, saltando en una pequeña jiga añadida al compás de cinco por cuatro. Cuando volvió a las mesas y Jessica le dijo «Bailas muy bien, Stephen», él se echó a reír, halagado aunque sabía que el comentario revelaba el poco criterio de ella para juzgar el baile, o que intentaba serle simpática. Aunque tal vez los paseos diarios sobre las rocas estuvieran mejorando su equilibrio y su ritmo. Cualquier actividad física, con la práctica y el estudio adecuados, podía ser realizada con un grado razonable de habilidad, sino de talento.
Él y Phyllis hablaban o bailaban juntos tanto como lo hacían con otros; sólo en la intimidad de sus habitaciones se abrazaban y besaban, hacían el amor. Mantenían la antigua tradición del romance secreto, y una mañana, alrededor de las cuatro, cuando volvía de la habitación de ella, un relámpago de miedo lo sacudió: de pronto se le ocurrió que su espontánea complicidad en esa actitud podía señalarlo a los ojos de Phyllis como sospechoso de ser uno de los Primeros Cien. ¿Quién más aceptaría ese extraño comportamiento tan prontamente, como si fuese lo más natural del mundo?
Pero después de considerarlo no le pareció que Phyllis prestase atención a esos detalles. Sax casi había renunciado a intentar comprender los pensamientos y motivaciones de ella, porque los datos eran contradictorios y, a pesar de que pasaban la noche juntos con regularidad, bastante escasos. Parecía interesada sobre todo en las maniobras intertransnacionales que sucedían en Sheffield y en la Tierra: cambios en el personal ejecutivo, en las subsidiarias, en los precios de mercado, cambios que eran efímeros y absurdos, pero que a ella la absorbían por completo. Como Stephen, Sax se mostraba muy interesado en todo esto, y le hacía preguntas para demostrárselo cuando ella sacaba el tema, pero cuando preguntaba qué significado tenían los cambios diarios en cualquier estrategia mayor, ella o no quería o no podía darle buenas respuestas. Por lo visto le interesaban más las fortunas personales de aquellos que conocía que la estrategia implícita en sus actos. Un ex ejecutivo de Consolidados que se había pasado a Subarashii había sido nombrado director del ascensor, un ejecutivo de Praxis había desaparecido en las regiones remotas, Armscor iba a hacer estallar docenas de bombas de hidrógeno en el megarregolito bajo el casquete polar norte, para estimular el crecimiento y el calentamiento del mar septentrional; y este último hecho no era para ella más interesante que los dos anteriores.
Quizá tenía sentido seguir de cerca las carreras individuales de la gente que dirigía las transnacionales más grandes, y la micropolítica de los tejemanejes por el poder entre ellos. Al fin y al cabo eran los actuales dirigentes del mundo. Así que Sax se tendía junto a Phyllis, la escuchaba y hacía comentarios propios de Stephen, tratando de recordar todos los nombres, preguntándose si el fundador de Praxis era de verdad un surfista senil, si Shellalco sería absorbida por Amexx, por qué los equipos directivos de las transnac mantenían una competencia tan feroz si en realidad ya gobernaban el mundo y tenían todo lo que podían desear en sus vidas privadas. Tal vez la sociobiología tenía la respuesta, y todo se reducía a la dinámica de dominación del primate, a aumentar el éxito reproductivo propio en el reino corporativo. Y quizá no fuera una mera analogía, si uno consideraba su compañía como su clan. Y en un mundo donde uno podía vivir indefinidamente, podía ser pura y simple auto protección. «La supervivencia del más apto», que Sax siempre había considerado una tautología inútil. Pero si los darwinistas sociales estaban tomando el poder, quizás entonces el concepto ganaba importancia, como dogma religioso del orden dominante…
Entonces Phyllis rodaba sobre él y lo besaba, y él entraba en los dominios del sexo, donde parecían existir unas reglas diferentes. Por ejemplo, aunque Phyllis le gustaba cada vez menos cuanto mejor la conocía, la atracción que ejercía sobre él no se correlacionaba con esto, sino que fluctuaba según unos misteriosos principios autónomos, sin duda inducidos por las feromonas y regidos por las hormonas. Así, unas veces tenía que forzarse a aceptar las caricias de Phyllis, mientras que en otras ocasiones se sentía vivo, con un deseo que parecía aún más intenso debido a la ausencia de afecto. O aun más absurdo, un deseo acrecentado por la repulsión. Esta última reacción era poco frecuente, sin embargo, y a medida que se prolongaba la estancia en Arena, y la novedad del romance se desvanecía, Sax se encontró cada vez más distante cuando hacían el amor: empezó a fantasear y se adentró en la personalidad de Stephen Lindholm, que solía imaginarse acariciando a mujeres de las que Sax sabía poco o nada, como Ingrid Bergman o Marilyn Monroe.
Un amanecer, luego de una de esas noches turbadoras, Sax se levantó con intención de salir al hielo. Phyllis se agitó en sueños y se despertó, y decidió acompañarlo.
Se pusieron los trajes y salieron al alba púrpura. Caminaron en silencio por la morrena contigua al costado del glaciar, y subieron por un sendero de escalones tallados en el hielo. Sax tomó el sendero de banderolas que cruzaba el glaciar más al sur, con intención de escalar la morrena lateral occidental tan lejos corriente arriba como pudiera llegar en una mañana.
Avanzaron entre almenas de hielo que les llegaban a las rodillas, el hielo agujereado como un queso suizo y manchado de rosa por las algas de la nieve. Phyllis estaba encantada como siempre por la fantástica mezcolanza e hizo comentarios a propósito de los seracs más singulares, comparando los que habían dejado atrás esa mañana con una jirafa, con la Torre Eiffel, la superficie de Europa, etcétera. Sax se detenía a menudo para inspeccionar pedazos de hielo jade invadidos por bacterias del hielo. En algunos sitios las algas volvían rosado el hielo jade expuesto en una solana. El efecto era extraño: una especie de vasto campo de helado de pistacho.
Por tanto progresaban con lentitud, y estaban aún sobre el glaciar cuando una secuencia de pequeños y apretados torbellinos salieron de la nada uno tras otro como del sombrero de un mago: demonios de polvo marrón, en los que centelleaban partículas de hielo, en una línea irregular que se abatía sobre ellos. Entonces los remolinos se colapsaron en alguna fluctuación, y con un estampido estridente una ráfaga los embistió con fuerza, silbando pendiente abajo con un empuje tan poderoso que tuvieron que agacharse para no perder el equilibrio.
—¡Menudo vendaval! —exclamó Phyllis en el oído de Sax.
—Son vientos katabáticos —explicó Sax, viendo cómo un grupo de seracs desaparecían en el polvo—. La visibilidad se está reduciendo. Deberíamos intentar llegar a la estación.
Echaron a andar por el sendero de banderolas, avanzando de un punto esmeralda al siguiente. Pero la visibilidad siguió decreciendo hasta que ya no pudieron ver el siguiente marcador.
—Ven, reguardé monos bajo uno de esos icebergs —le dijo Phyllis.
Se encaminó hacia una borrosa prominencia de hielo, y Sax la siguió presuroso, diciéndole: —Ten cuidado, muchos seracs tienen grietas en la base. —Trataba de tomarla de la mano cuando ella desapareció como si hubiese caído por una trampa. Él asió una muñeca alzada y el fuerte tirón lo derribó de rodillas sobre el hielo. Phyllis aun seguía cayendo, deslizándose por una rampa en el extremo de una grieta superficial. Sax tendría que haberla soltado, pero la mantuvo asida instintivamente y se precipitó de cabeza por la abertura. Ambos resbalaron sobre la nieve compacta del fondo de la grieta y la nieve cedió bajo su peso, y cayeron de nuevo, aterrizando sobre arena escarchada tras una breve pero aterradora caída libre.
Sax, que había aterrizado sobre Phyllis, se incorporó ileso. Por el intercomunicador le llegaron unos jadeos alarmantes de Phyllis, pero sólo se había quedado sin resuello. Cuando consiguió controlar la respiración, ella comprobó el estado de sus miembros con cautela y declaró que estaba bien. Sax se admiró de su dureza.
El traje de Sax tenía un desgarrón justo encima de la rodilla, pero por lo demás estaba perfectamente. Sacó un parche del bolsillo y tapó el desgarrón; la rodilla se doblaba sin dolor, así que se olvidó de ella y se puso de pie.
El agujero que habían abierto en la nieve estaba unos dos metros por encima de su brazo extendido. Se encontraban en una burbuja alargada, la mitad inferior de una grieta que tenía forma de reloj de arena. Hacia abajo el muro de la pequeña burbuja era de hielo, y arriba de roca recubierta de hielo. El tosco círculo de cielo visible tenía un color opaco de melocotón, y el muro de hielo azulado de la grieta centelleaba con los reflejos de la polvorienta luz del sol, lo que confería al escenario un aspecto opalescente y muy pintoresco. Pero estaban atrapados.
—Nuestra señal se interrumpirá y saldrán a buscarnos —le dijo Sax a Phyllis cuando ésta se puso en pie junto a él.
—Sí —dijo Phyllis—. ¿Pero nos encontrarán? Sax se encogió de hombros.
—El transmisor deja un registro de dirección.
—¡Pero el viento! ¡La visibilidad puede reducirse a cero!
—Esperemos que puedan apañárselas.
La grieta se extendía hacia el este como un estrecho corredor bajo. Sax se agachó, encendió la linterna de su casco e iluminó el espacio entre la roca y el hielo: se extendía hasta donde alcanzaba la vista, en dirección al sector oriental del glaciar, probablemente hasta alcanzar una de las muchas cavernas pequeñas del borde lateral, así que después de discutir el plan con Phyllis, salió a explorar la grieta, dejando a Phyllis en una posición que permitiera a quien encontrara el agujero verla en el fondo.
Fuera del deslumbrante cono de luz de su linterna, el hielo tenía un intenso azul cobalto, un efecto causado por la misma dispersión de Rayleigh que convertía en azul el cielo. Había mucha luz aun con la linterna apagada, lo que sugería que la capa de hielo sobre su cabeza no era muy gruesa. Debía de tener el grosor aproximado de la altura de su caída, ahora que lo pensaba.
La voz de Phyllis en su oído preguntó si estaba bien.
—Estoy bien —contestó él—. Me parece que este espacio puede haberse originado porque el glaciar ha salvado un escarpe transversal. Así que quizá recorre toda su extensión.
Pero no era así. Unos cien metros más allá, el hielo a la izquierda se cerraba y se unía al hielo que cubría la pared de roca a la derecha: un callejón sin salida.
De regreso caminó despacio, deteniéndose a inspeccionar fisuras en el hielo y pedazos de roca en el suelo que quizá habían sido arrancados del escarpe. En una fisura el cobalto del hielo se transformaba en azul verdoso, y al meter un dedo enguantado en ella, sacó una larga masa azul verdosa, helada en la superficie pero blanda en el interior. Era una masa dendrítica de algas azul verdosas.
—¡Caramba! —exclamó; arrancó unas pocas hebras congeladas y luego metió el resto en su resquebrajadura natal.
Había leído que las algas estaban penetrando en la roca y el hielo del planeta, y que las bacterias llegaban aún más abajo. Pero encontrar algunas enterradas allí, tan lejos del sol, era suficiente para maravillarse.
Apagó la linterna del casco y el azul cobalto de la luz glacial resplandeció alrededor, brumoso y profundo. Tan oscuro, tan frío, ¿cómo podía sobrevivir allí una criatura?
—¿Stephen?
—Ya voy. Mira —le dijo a Phyllis cuando se reunió con ella—. Son algas azul verdosas, hay un montón allá abajo.
Las levantó para que ella las viera, pero Phyllis apenas si echó un vistazo. Sax se sentó y sacó una bolsa de muestras del bolsillo y metió una pequeña hebra de algas dentro, y luego la miró con los veinte aumentos de la lupa. Eso no era suficiente para permitirle ver todo lo que él quería, pero sí le mostró los largos filamentos de verde dendrítico, que tenían un aspecto viscoso porque empezaban a descongelarse. Su atril tenía catálogos de fotos con ampliaciones similares, pero no encontró ninguna especie que se pareciese a aquélla en todos los detalles.
—Puede que no esté descrita —dijo—. Desde luego estas cosas le hacen preguntarse a uno si el índice de mutación no será más alto que los índices estándar. Tendríamos que preparar experimentos para determinarlo.
Phyllis no respondió.
Sax se guardó sus reflexiones mientras seguía buscando en los catálogos. Todavía estaba en ello cuando oyeron unos chillidos chirriantes y unos siseos por la radio. Phyllis empezó a gritar por la frecuencia común. Muy pronto escucharon voces en el intercom, y no mucho después un casco redondo se inscribió en el agujero.
—¡Estamos aquí! —gritó Phyllis.
—Esperen un segundo —dijo Berkina—, dejaremos caer una escala de cuerda.
Y después de una oscilante y torpe escalada estuvieron de nuevo en la superficie del glaciar, parpadeando en la luz fluctuante y polvorienta y agachándose para resistir el viento racheado, todavía muy fuerte. Phyllis reía y explicaba lo que había ocurrido con su estilo habitual.
—¡Estábamos tomaditos de la mano, para no perdernos, y bum, abajo!
Y los rescatadores estimaban la fuerza bruta de las ráfagas más fuertes. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Pero cuando entraron en la estación y se quitaron los cascos, Phyllis le echó una breve mirada, una mirada muy curiosa en verdad, como si le hubiese revelado algo que la había puesto en guardia, como si él le hubiese recordado algo allí, en el fondo de la grieta. Como si su comportamiento lo hubiera delatado, sin error posible, como su viejo camarada Saxifrage Russell.
Trabajaron en el glaciar durante todo el otoño septentrional. Los días se hicieron más cortos y los vientos más fríos. Unas grandes e intrincadas flores de hielo crecían en el glaciar cada noche, y sólo se derretían un poco en las márgenes a media tarde; después se endurecían de nuevo y servían como base para los pétalos aún más complejos que aparecían a la mañana siguiente, los pequeños y afilados copos cristalinos brotando en todas direcciones a partir de las aletas y dientes más grandes bajo ellos. No podían evitar aplastar mundos fractales enteros a cada paso mientras avanzaban sobre el hielo en busca de las plantas, ahora cubiertas de escarcha, para ver cómo les iba tras la llegada del frío. Contemplando aquel yermo blanco, con el viento cortante calándolo a pesar del traje aislante, Sax pensó que era inevitable que las heladas invernales causaran estragos.
Pero las apariencias engañaban. Claro que habría heladas mortíferas, pero las plantas se estaban endureciendo, como decían los jardineros, se estaban aclimatando a las arremetidas del viento. Se trataba de un proceso en tres estadios, recordó Sax mientras cavaba en la nieve fina y compacta para encontrar las señales. Primero, unos sensores fitocromos en las hojas captaban el acortamiento de los días (y ahora se estaban acortando muy deprisa; más o menos con una frecuencia semanal pasaban unos frentes oscuros que dejaban caer nieve sucia de los vientres negros y bajos de los cumulonimbos). En el segundo estadio, el crecimiento se detenía, los carbohidratos se trasladaban a las raíces y la concentración de ácido abscísico en algunas hojas aumentaba hasta que éstas caían. Sax encontró muchas hojas así, amarillentas o pardas y todavía colgando de los tallos, apretándose contra el suelo y proporcionando un poco más de aislamiento a la planta aún viva. Durante esta etapa el agua salía de las células y formaba cristales de hielo intercelulares, y las membranas celulares se endurecían, mientras que las moléculas de los azúcares reemplazaban a las moléculas de agua en algunas proteínas. En el tercer y más frío estadio, un hielo fino recubría las células sin romperlas, en un proceso llamado vitrificación.
En este punto las plantas podían tolerar temperaturas inferiores a los 220°K, la media en Marte antes de su llegada, pero que ahora era la más baja que se alcanzaba en el planeta. Y la nieve que caía en las cada vez más frecuentes tormentas servía como aislante para las plantas, ya que mantenía las superficies que cubría más calientes que las superficies expuestas al viento. Mientras excavaba en la nieve con dedos entumecidos, los entornos subníveos le parecían a Sax un lugar fascinante, sobre todo las adaptaciones al espectro de luz azul seleccionado que se difundía a través de más de tres metros de nieve, otro ejemplo de la dispersión de Rayleigh. Le hubiera gustado estudiar el mundo invernal in situ durante los seis meses de la estación: descubrió que le gustaba estar bajo las oscuras olas bajas de las nubes, en la superficie blanca del glaciar nevado, encorvándose contra el viento y pisando sobre montones de nieve. Pero Claire quería que regresara a Burroughs para trabajar en un tamarisco de la tundra que estaba sobreviviendo con éxito en las tinajas de Marte. Y Phyllis y el resto de los visitantes de Armscor y la Autoridad Transitoria iban a regresar también. Así que un día dejaron la estación en manos de un pequeño equipo de investigadores-jardineros, y, en una caravana de vehículos, viajaron de vuelta al sur.
Sax había gemido al oír que Phyllis y su grupo regresarían con ellos. Tenía la esperanza de que la separación física pondría fin a su relación con Phyllis y lo libraría de ese ojo inquisitivo. Pero en vista de que iban a regresar juntos, se imponía alguna acción. Tendría que romper la relación si es que quería ponerle fin, y ciertamente lo quería. Todo ese asunto de liarse con ella había sido un error desde el principio, ¡la tontería del impulso de lo inexplicable! Pero el impulso se había acabado, y lo había dejado en compañía de una persona que en el mejor de los casos era irritante, y en el peor, peligrosa. Y desde luego no lo consolaba pensar que él había actuado de mala fe todo el tiempo. Cada pequeño acontecimiento de aquella relación parecía poca cosa, pero el conjunto adquiría una dimensión monstruosa.
Por eso en la primera noche en Burroughs, cuando su consola de muñeca emitió un pitido y Phyllis apareció y le propuso que cenasen juntos, Sax accedió, cortó la llamada y se dijo con cierto malestar que sería una situación incómoda.
Fueron a cenar a un restaurante terraza que Phyllis conocía en el Monte Ellis, al oeste de Hunt Mesa. Ella se empeñó en que se sentaran en una esquina, desde la que se dominaba el distrito alto… entre Ellis y la Montaña Mesa, donde los bosques de Princess Park estaban bordeados por nuevas mansiones. Al otro lado del parque, la Montaña Mesa estaba casi recubierta de cristal y parecía un hotel gigantesco, y las mesas más distantes no eran menos llamativas.
Los camareros y camareras les sirvieron una garrafa de vino y luego la cena, interrumpiendo la cháchara de Phyllis, que versaba principalmente sobre los nuevos proyectos de construcción en Tharsis. Pero parecía deseosa de hablar también con los camareros: les firmaba servilletas y les preguntaba de dónde eran, cuánto llevaban en Marte, y así por el estilo. Sax comió sin descanso; miraba a Phyllis y contemplaba Burroughs, esperando que la cena acabara de una vez. Se le hizo eterna.
Pero terminó al fin, y tomaron el ascensor para bajar al suelo del cañón. El ascensor le trajo recuerdos de la primera noche que pasaron juntos, y Sax sintió una profunda sensación de incomodidad. Quizá Phyllis se sentía igual, porque se instaló en el otro extremo, y el largo descenso transcurrió en silencio.
Y cuando estuvieron en el césped del bulevar, ella lo besó en la mejilla, le dio un breve y brusco abrazo y dijo:
—Ha sido una velada espléndida, Stephen, y hemos pasado unos días fantásticos en Arena. Nunca olvidaré nuestra pequeña aventura bajo el glaciar. Pero ahora tengo que regresar a Sheffield y ocuparme de todo lo que se ha ido amontonando en mi ausencia. Espero que vayas a visitarme si alguna vez pasas por la ciudad.
Sax se esforzó por controlar la expresión de su cara, tratando de imaginar cómo se hubiese sentido Stephen y qué hubiese dicho. Phyllis era una mujer vanidosa, y seguramente olvidaría todo el asunto más deprisa si pensaba que había herido a alguien al abandonarlo que si empezaba a preguntarse por qué ese alguien había parecido tan aliviado. Así que intentó convocar la pequeña vocecita en su interior que se sentía ofendida porque la trataban de esa manera, apretó los labios y bajó la mirada.
—Ah —dijo.
Phyllis rió como una niña, y le dio un abrazo afectuoso.
—Vamos, Stephen —le regañó—. Ha sido divertido, ¿no? Y volveremos a vernos cuando yo visite Burroughs o si alguna vez vas a Sheffield. Entre tanto, ¿qué otra cosa podemos hacer? No estés triste.
Sax se encogió de hombros. Eso era tan razonable que sólo el enamorado más herido pondría alguna objeción, y él nunca había pretendido serlo. Al fin y al cabo, los dos tenían más de cien años.
—Lo sé —dijo, y le dedicó una sonrisa nerviosa y triste—. Sólo siento que haya llegado la hora.
—Ya lo sé. —Ella lo besó de nuevo.— Yo también lo siento. Pero volveremos a encontrarnos, y entonces veremos.
Sax asintió, bajando la mirada otra vez, comprendiendo bien las dificultades a las que se enfrentaba el actor. ¿Qué hacer?
Pero con un brusco adiós, ella se alejó. Sax expresó su adiós con una mirada por encima del hombro y un fugaz movimiento de la mano.
Paseo por el bulevar del Gran Acantilado, en dirección a Hunt Mesa. Ya estaba. Había sido mucho más fácil de lo que imaginaba. En verdad, bastante conveniente. Sin embargo, una parte de él aún estaba irritada. Miró su reflejo en los escaparates de las tiendas en los pisos bajos de Hunt. Un viejo seductor, ¿atractivo, significase lo que significase eso? Atractivo para algunas mujeres, a veces. Escogido por una y utilizado como compañero de cama durante unas cuantas semanas, y luego arrojado a un lado cuando era hora de marcharse. Presumiblemente eso le había sucedido a muchos en el correr de los años, más a menudo a las mujeres que a los hombres, sin duda, dadas las desigualdades impuestas por la cultura y la reproducción. Pero ahora, con la reproducción excluida y la cultura hecha pedazos… En realidad ella era una mujer espantosa. Pero él no tenía derecho a quejarse: había accedido sin condiciones y le había mentido desde el principio, no sólo sobre su identidad, sino también sobre sus sentimientos. Y ahora estaba libre de eso y de todo lo que implicaba. Y de todo lo que amenazaba.
Sintiendo una especie de euforia nitrosa, subió la escalera del gran atrio de Hunt hasta su planta, y recorrió el corredor hasta su pequeño apartamento.
Avanzado el invierno, durante dos semanas a partir del 2 de febrero, se celebró en Burroughs el congreso anual sobre el proyecto de terraformación. Era el décimo, y los organizadores lo habían denominado «M-38: Nuevos resultados y nuevas direcciones». Asistirían científicos de todo Marte, unos tres mil en total. Las reuniones tendrían lugar en el gran salón de congresos de la Montaña Mesa, y los científicos visitantes se repartirían por los hoteles de toda la ciudad.
Todo el equipo de Biotique Burroughs asistiría a las conferencias, y si alguno tenía experimentos en curso, se escaparía de cuando en cuando a Hunt Mesa para vigilarlos. Sax estaba muy interesado en todos los temas del congreso, y en su primer día bajó temprano al Parque del Canal, se hizo con un café y una pasta, y se encaminó al salón. Fue casi el primero en la cola ante la mesa de registro. Tomó el paquete con el programa informativo, se sujetó la tarjeta con el nombre a la americana y vagabundeó por los vestíbulos sorbiendo el café, leyendo el programa de la mañana y echando una ojeada a los pósters.
Por primera vez en muchos años, Sax se sintió en su elemento. Los congresos científicos eran todos iguales, en todos los tiempos y lugares, incluso en la forma de vestir de los asistentes: los hombres con aire de profesores, con conservadoras chaquetas de profesor ligeramente desaliñadas, de colores tostados, marrones y rojos oscuros; las mujeres, quizás el treinta por ciento de los asistentes, con vestidos inusualmente severos y grises. Muchos seguían llevando lentes, a pesar de que era raro el problema visual que no pudiera corregirse con cirugía. La mayoría llevaba los programas en la mano y todos tenían la tarjeta de identificación prendida de la solapa izquierda. Algunas salas estaban a oscuras porque las conferencias ya habían empezado, y en eso todo era también como de costumbre: el orador de pie ante unas pantallas de vídeo que mostraban gráficos y tablas y estructuras moleculares, hablando con afectación al ritmo de las imágenes, utilizando un puntero para indicar las partes importantes de los sobrecargados diagramas. Los auditorios, compuestos por los treinta o cuarenta colegas interesados en el tema tratado, se sentaban con sus amigos en las filas de sillas, escuchaban con atención y preparaban preguntas para el final de la presentación.
Para aquellos que amaban ese mundo, era un visión grata. Sax asomó la cabeza por muchas salas, pero ninguna de las conferencias le interesó lo suficiente como para decidirse a entrar. Pronto se encontró en un vestíbulo plagado de pósters, y siguió fisgando.
«Solubilización de hidrocarbonos aromáticos policíclicos en soluciones surfactantes monoméricas y micelares», «Subsidencia post-bombeo en la zona meridional de Vastitas Borealis», «Resistencia epitelial al tercer estadio del tratamiento gerontológico», «Incidencia de los acuíferos de fractura radial en los bordes de las cuencas de impacto», «Electroporación de bajo voltaje de plásmidos de vector largo», «Vientos katabáticos en Echus Chasma», «Genoma base para un nuevo género de cactos», «Remodelación de las tierras altas marcianas en las regiones de Tyrrhena y Amenthes», «Disposición de los estratos de nitrato de sodio de Nilosyrtis», «Método de evaluación de la exposición profesional a los clorofenatos mediante el análisis de ropa de trabajo contaminada».
Como de costumbre, los carteles eran un delicioso batiburrillo. Eran carteles más que conferencias por muchas razones —a menudo eran trabajos de los graduados de la universidad de Sabishii, o relacionados con temas periféricos del congreso—, pero allí podía encontrarse de todo, y siempre era interesante fisgonear. Y en ese congreso no se había hecho un esfuerzo serio por organizar los carteles por temas. Así, «Distribución del Rhisocarpon geographicum en los Charitum Montes orientales», donde se detallaba la fortuna corrida por un liquen crustáceo que podía vivir más de cuatro mil años, estaba frente a «Orígenes de la nieve granizada en las partículas salinas encontradas en cirros, altoestratos y altocúmulos en vórtices ciclónicos en Tharsis norte», un estudio meteorológico de cierta importancia.
A Sax le interesaba todo, pero los carteles que lo retenían más tiempo eran aquellos que se referían a aspectos de la terraformación que el había iniciado, o en los que había intervenido. Uno de ellos, «Estimaciones del calor acumulado liberado por los molinos de viento calefactores de la Colina Subterránea», lo detuvo en seco. Lo leyó entero dos veces, sintiendo un ligero desaliento mientras lo hacía.
La temperatura media de la superficie marciana antes de su llegada al planeta era de 220°K, y uno de los objetivos de la terraformación universalmente aceptados era elevar la temperatura media un poco por encima del punto de congelación del agua, que era de 273°K. Elevar la temperatura media en superficie de todo un planeta más de 53°K era un reto intimidante, que requeriría la aplicación de no menos de 3,5 x 106 julios a cada centímetro cuadrado de la superficie marciana, según los cálculos de Sax. En su propio modelo, Sax siempre había tenido por objetivo alcanzar una media de 274°K, calculando que con esa media el planeta mantendría el suficiente calor durante la mayor parte del año para crear una hidrosfera activa, y por tanto, una biosfera. Muchos abogaban por un calentamiento superior, pero Sax no lo creía necesario.
En cualquier caso, los métodos para añadir calor al sistema eran juzgados por el grado de crecimiento de la temperatura media global; y el cartel que estudiaba el efecto de los pequeños molinos calefactores de Sax estimaba que en el plazo de siete décadas no habían añadido más de 0,05°K. Y él no pudo encontrar ningún error en ninguno de los supuestos y cálculos del modelo descrito en el cartel. En realidad el calentamiento no había sido la única razón por la que había distribuido los molinos de viento; con ellos pretendía también dar calor y refugio a uno de los primeros criptoendolíticos elaborados genéticamente que quería probar en la superficie. Pero todos aquellos organismos habían muerto inmediatamente después de quedar al descubierto, o muy poco después. Así que no se podía decir que aquélla hubiese sido una de sus mejores ideas.
Continuó la ronda. «Aplicación de procedimientos de nivelación químicos en el modelado hidroquímico: Cuenca de Dao Vallis, Hellas», «Aumento de la tolerancia al CO2 en las abejas», «Recuperación epilimnética de los radionucleidos de la ruptura de Compton en los lagos glaciares de Marineris», «Eliminación de la arena de los raíles de las pistas de reacción», «Calentamiento global como resultado de la liberación de halocarbonos».
Este último hizo que se detuviera de nuevo. El cartel era el trabajo del químico atmosférico S. Simmon y algunos de sus discípulos, y al leerlo se sintió mucho mejor. Cuando Sax había sido nombrado director del proyecto de terraformación en 2042, había iniciado de inmediato la construcción de fábricas para producir y liberar en la atmósfera una mezcla de gases de invernadero, compuesta principalmente de tetrafluoruro de carbono, hexafluoretano y hexafluoruro de azufre, además de metano y óxido nitroso. El póster se refería a esta mezcla como el «Cóctel Russell», que era como la llamaba el equipo del Mirador de Echus en los viejos tiempos. Los halocarbonos del cóctel eran poderosos gases de invernadero, y lo mejor de todo era que absorbían la radiación planetaria que escapaba de una longitud de onda de entre 8 y 12 micras, la llamada «ventana» donde ni el vapor de agua ni el CO2 tenían mucha capacidad de absorción. Cuando estaba abierta, esa ventana permitía que escapasen al espacio cantidades extraordinarias de calor, y Sax se había decidido desde el principio a intentar cerrarla liberando el cóctel hasta que su presencia en la atmósfera llegara a diez o veinte partes por millón, siguiendo el modelo clásico del tema planteado por McKay et al. Así, a partir de 2042 se había hecho un esfuerzo importante para construir esas fábricas automatizadas, repartidas por todo el planeta, para procesar los gases a partir de las fuentes locales de carbono, azufre y flúor, y luego liberarlos. Cada año las cantidades bombeadas habían ido en aumento, incluso después de que se hubiese alcanzado el nivel de veinte partes por millón, porque querían mantener esa proporción en la atmósfera en proceso de espesamiento, y también porque tenían que compensar la continua destrucción de los halocarbonos por la radiación ultravioleta en las capas altas de la atmósfera.
Como las tablas del cartel de Simmon dejaban bien claro, las fábricas habían continuado funcionando durante los sucesos de 2061 y en las décadas posteriores, y habían mantenido los niveles en unas veintiséis partes por millón. La exposición concluía que esos gases habían calentado la superficie unos 12°K.
Sax pasó a otro cartel con una pequeña sonrisa en los labios. ¡Doce grados! ¡Eso sí era significativo! Más de un veinte por ciento del calentamiento que necesitaban, y todo por el temprano y continuo despliegue de un bien diseñado cóctel de gases. Era elegante, vaya si lo era. Había algo tan consolador en la simple física…
Ya eran las diez de la mañana, y a esa hora empezaba una conferencia fundamental a cargo de H. X. Borazjani, uno de los mejores químicos atmosféricos de Marte, precisamente sobre el tema del calentamiento global. Al parecer Borazjani iba a presentar sus cálculos de las contribuciones de todos los intentos de calentamiento desde 2100, el año anterior a la introducción de la soletta. Después de estimar las contribuciones individuales, juzgaría si se estaba produciendo algún tipo de efecto sinérgico. Era, por tanto, una de las conferencias cruciales del congreso, ya que iban a mencionarse y evaluarse los trabajos de muchas personas.
Tuvo lugar en una de las salas de reuniones más grandes, que estaba atestada, un par de miles de personas por lo menos. Sax se deslizó dentro justo cuando empezaba, y se quedó de pie detrás de la última hilera de sillas.
Borazjani era un hombre menudo de piel oscura y cabello cano. Estaba de pie con un puntero en la mano delante de una gran pantalla, que mostraba unas imágenes de vídeo de los diferentes métodos de calentamiento que se habían probado: polvo negro y líquenes sobre los polos, espejos orbitales que habían navegado desde la Luna, agujeros de transición, fábricas de gases de invernadero, asteroides de hielo consumidos en la atmósfera, bacterias desnitrificantes y la biota restante. Sax había puesto en marcha todos esos procesos entre los años 2040 y 2050, y miró la pantalla con más atención que el resto de la concurrencia. La única estrategia de calentamiento que él había evitado era la liberación masiva de CO2. Quienes estaban a favor de esa estrategia querían iniciar un efecto de invernadero incontrolado y crear una atmósfera carbónica de dos bares, argumentando que eso calentaría el planeta enormemente y detendría la radiación ultravioleta, estimulando el crecimiento de una vegetación exuberante. Todo era cierto, sin duda; pero para los humanos y los otros animales la atmósfera sería venenosa, y aunque los partidarios del plan hablaban de una segunda fase que barrería el CO2 y lo reemplazaría por un aire respirable, los métodos que proponían eran vagos, igual que las escalas temporales, que variaban entre 100 y 20.000 años. Y el cielo tendría un blanco lechoso.
Sax no creía que ésa fuera una solución elegante al problema. Prefería su modelo de fase única, que perseguía directamente el objetivo global. Siempre andarían un poco escasos de calor, pero Sax pensaba que valía la pena. Y había hecho lo posible por encontrar sustitutos del calor que el CO2 habría añadido, como por ejemplo los agujeros de transición. Desgraciadamente las estimaciones de Borazjani sobre el calor liberado por los agujeros eran bastante bajas: todos juntos habían añadido quizá 5°K a la temperatura media. Bien, no había vuelta de hoja, pensó Sax mientras tecleaba notas en el atril: la única fuente de calor buena era el sol. De ahí la agresiva introducción de los espejos orbitales, que habían ido creciendo como veleros solares salidos de la Luna, donde un eficiente proceso los había fabricado a partir del aluminio lunar. Esas flotas, dijo Borazjani, habían crecido lo suficiente como para añadir unos 5°K a la temperatura media.
La reducción del albedo, un objetivo que nunca había sido perseguido con demasiado entusiasmo, había añadido otros dos grados. Los aproximadamente doscientos reactores nucleares repartidos por el planeta habían sumado un grado y medio.
Entonces Borazjani llegó al cóctel de gases de invernadero.
Pero en vez de usar los 12°K del cartel de Simmon, él estimó en 14°K el calentamiento, y citó un artículo de J. Watkins de hacía veinte años para apoyar su afirmación. Sax había visto a Berkina sentado en la última fila, cerca de él; se acercó furtivamente, se inclinó y le dijo al oído.
—¿Por qué no utiliza el trabajo de Simmon? Berkina sonrió y susurró:
—Hace algunos años Simmon publicó un artículo en el que copiaba un complejo esquema sobre la interacción rayos ultravioleta-halocarbonos de Borazjani. Simmon lo modificó un poco, y esa primera vez se lo atribuyó a Borazjani, pero después siempre que lo ha usado sólo ha citado su propio artículo. Eso puso furioso a Borazjani; de todas formas piensa que los artículos de Simmon sobre ese tema se derivan de Watkins. Por eso siempre que habla de calentamiento se remite al trabajo de Watkins e ignora los trabajos de Simmon.
—Ah —dijo Sax.
Se irguió, sonriendo por la sutil pero reveladora pequeña venganza de Borazjani. Simmon, al otro lado de la sala, fruncía el ceño.
Pero Borazjani hablaba ahora del efecto del vapor de agua y el CO2 que habían sido liberados en la atmósfera, y estimaba que habían añadido en conjunto otros 10°K de calor.
—Quizás esto podría considerarse como un efecto sinérgico —dijo—, puesto que la desorbción del CO2 es resultado sobre todo de otras estrategias de calentamiento. Pero aparte de eso, no creo que la sinergia haya tenido una repercusión importante. La suma del calor generado por los distintos métodos se corresponde con bastante precisión con las temperaturas de los informes meteorológicos por todo el planeta.
La pantalla de vídeo mostró la tabla final, y Sax hizo una copia simplificada de ella en el atril:
De Borazjani, 14 de febrero 2, 2102:
Halocarbonos: 14
H20 y CO2: 10
Agujeros de transición: 5
Espejos pre-soletta: 5
Reducción del albedo: 2
Reactores nucleares: 1,5
Borazjani ni siquiera había incluido los molinos de viento calefactores, pero Sax los añadió en sus notas. Todo junto sumaba 37,55°K, un paso respetable, pensó Sax, hacía el objetivo de los 53° positivos. Sólo llevaban sesenta años en ello, y ya ahora, en muchos días de verano se alcanzaban temperaturas por encima del punto de congelación, permitiendo que la vida vegetal ártica y alpina floreciese, como él había podido comprobar en el Glaciar Arena. Y todo esto antes de la introducción de la soletta, que incrementaba la insolación en un veinte por ciento.
El período de preguntas había empezado, y alguien preguntó a Borazjani si creía que la soletta era necesaria, en vista de los progresos hechos con los otros métodos.
Borazjani se encogió de hombros como lo habría hecho Sax.
—¿Qué significa necesario? —replicó—. Depende de cuánto calor quiera uno. De acuerdo con el modelo estándar iniciado por Russell en el Mirador de Echus, es importante mantener el nivel de CO2 tan bajo como sea posible. Si lo hacemos así, tendremos que aplicar otros métodos para compensar la pérdida del calor que el CO2 habría aportado. La soletta podría considerarse como una manera de compensar la reducción gradual del CO2 a niveles respirables.
Sax asintió a pesar suyo.
—¿No cree usted que el modelo estándar es inadecuado, en vista de la cantidad de nitrógeno que tenemos? —preguntó otro.
—No si todo ese nitrógeno acaba en la atmósfera.
Pero eso era muy poco probable, como el mismo interrogador se apresuró a señalar. Una buena parte del total permanecería en el suelo, y en verdad era allí donde las plantas lo necesitaban. Así que andaban escasos de nitrógeno, como Sax siempre había sabido. Y si mantenían el CO2 atmosférico en los niveles más bajos posibles, eso dejaba el porcentaje de oxígeno en un nivel peligrosamente alto, debido a su inflamabilidad. Otra persona se levantó para afirmar que era posible que la falta de nitrógeno pudiera compensarse liberando otros gases inertes, como el argón. Sax apretó los labios; él había estado introduciendo argón en la atmósfera desde 2042, pues había previsto el problema y había cantidades importantes de argón en el regolito. Pero no era fácil de liberar, como sus ingenieros habían descubierto, y como otros estaban señalando ahora. No, el equilibrio de gases en la atmósfera se estaba convirtiendo en un arduo problema.
Una mujer apuntó que un consorcio de transnac coordinado por Armscor estaba construyendo una flota de transbordadores continuos para recolectar nitrógeno en la atmósfera de nitrógeno puro de Titán, licuarlo y transportarlo a Marte, y luego bombearlo a la atmósfera superior. Sax bizqueó un poco e hizo algunos cálculos rápidos en su atril. Sus cejas salieron disparadas hacia arriba cuando vio el resultado. Los transbordadores tendrían que hacer muchos viajes para conseguir algo significativo, o bien tendrían que ser enormes. Era muy curioso que alguien hubiera pensado que valía la pena la inversión.
Ahora volvían a hablar de la soletta. Era cierto que tenía la capacidad de compensar los 5 u 8°K que se perderían si eliminaban el CO2 del aire, y era muy probable que añadiese aún más calor. En teoría, Sax calculó que añadiría unos 22°K. La eliminación en sí no sería fácil, señaló alguien.
Un hombre cerca de Sax, de un laboratorio de Subarashii, se levantó para anunciar que más adelante habría una conferencia sobre la soletta y las lupas aéreas en la que se aclararían algunos de esos puntos, y antes de sentarse añadió que las graves deficiencias del modelo de fase única hacían la creación de un modelo de dos fases casi perentoria.
La gente puso los ojos en blanco al oír esto, y Borazjani señaló que la próxima conferencia tenía que empezar ya. Nadie había hecho comentarios sobre su hábil modelo, que había determinado con tanta precisión la contribución de los distintos métodos de calentamiento. Pero en cierto modo era una señal de respeto, pues tampoco nadie había puesto en duda el modelo, y la preeminencia de Borazjani en esa disciplina se daba por supuesta. La concurrencia se puso de pie, y algunos se acercaron para hablar con Borazjani. Mil conversaciones distintas se iniciaron mientras la gente se derramaba por los vestíbulos.
Sax comió con Berkina en un café al pie de Branch Mesa. Alrededor de ellos científicos de todo Marte comían y comentaban los sucesos de la mañana. «Creemos que son partes por millón.» «No, los sulfatos se comportan de un modo conservador.» Los ocupantes de la mesa contigua parecían seguros de que se abandonaría el modelo de fase única en favor del de doble fase. Una mujer dijo algo sobre elevar la temperatura media hasta los 295°K, siete grados por encima de la media terrana.
A Sax le desconcertaban esas prisas, esas ansias de calor. Él no veía la necesidad de sentirse descontento con los progresos hechos hasta el momento. El objetivo último del proyecto no era sólo el calor, sino una superficie viable. Y los resultados hasta el momento no daban motivo para la queja: la atmósfera actual tenía una media de 160 milibares según los datos, y estaba compuesta casi en la misma proporción por CO2, oxígeno, y nitrógeno, con cantidades significativas de argón y otros gases. Ésa no era la mezcla definitiva que Sax quería, pero era lo mejor que habían podido conseguir con los gases disponibles y representaba un paso sustancial en el camino hacia la mezcla final que Sax tenía en mente. Su receta personal, siguiendo la formulación de Fogg, era la siguiente:
300 milibares de nitrógeno
160 milibares de oxígeno
30 milibares de argón, helio, etc.
10 milibares de C02
Presión total: 500 milibares
Todas esas cantidades habían sido fijadas según necesidades y límites físicos de distintos tipos. La presión total tenía que ser lo suficientemente alta para transportar el oxígeno en la sangre, y 500 milibares era lo que existía en la Tierra a una altura de 4.000 metros, cerca del límite superior para la vida humana permanente. Puesto que ése era el límite superior, sería mejor que esa atmósfera tan tenue tuviese más oxígeno que la terrana, pero no mucho más o sería difícil controlar los incendios. Por otra parte, el CO2 tenía que mantenerse por debajo de los 10 milibares, o sería venenoso. En cuanto al nitrógeno, cuanto más mejor; en verdad 780 milibares sería lo ideal, pero las existencias totales de nitrógeno en Marte se estimaban ahora en menos de 400 milibares, así que 300 serían todo lo que razonablemente se podía esperar, quizás un poco más. La escasez de nitrógeno era uno de los problemas más graves con los que se enfrentaba el proyecto de terraformación; necesitaban más del que tenían, tanto en el aire como en el suelo.
Sax no levantó la vista del plato y comió en silencio, concentrado en estos factores. Las discusiones de la mañana le habían hecho preguntarse si había tomado las decisiones adecuadas en 2042, si las existencias de gases justificaban su intento de conseguir directamente una superficie viable para los humanos en un sólo estadio. Ahora no se podía hacer gran cosa al respecto, y considerándolo todo él aún pensaba que eran decisiones acertadas. Shikata ga nai, en verdad, si es que querían caminar libremente por la superficie de Marte en el curso de sus vidas. Aun si sus vidas iban a ser considerablemente prolongadas.
Sin embargo, había quienes parecían más preocupados por las temperaturas altas que por la respirabilidad. Al parecer confiaban en que podían hinchar el nivel de CO2, calentar las cosas enormemente y luego reducir el CO2 sin problemas. Sax dudaba de que fuera posible, y una operación en dos fases sería complicada, tanto que Sax se preguntó si no se quedarían atascados en las escalas temporales de 20.000 años predichas en los primeros modelos de doble fase. Parpadeó, perplejo. No veía la necesidad. ¿Es que la gente quería arriesgarse de verdad con un problema tan a largo plazo? ¿Estaban tan impresionados por las nuevas tecnologías titánicas de las que disponían en esos tiempos como para creer que todo era posible?
—¿Qué tal estaba el pastrami? —le preguntó Berkina.
—¿El qué?
—El pastrami. Eso es lo que acabas de comerte, Stephen.
—¡Ah! Bien, bien. Supongo que estaba bueno.
Las sesiones de la tarde solían dedicarse a los problemas causados por la campaña de calentamiento global. A medida que las temperaturas en superficie subían y la biota subterránea penetraba cada vez más profundamente en el regolito, el permafrost iba derritiéndose, como estaba previsto. Pero eso estaba resultando desastroso en ciertas regiones ricas en permafrost. Una de ellas era, desgraciadamente, la misma Isidis Plañida. Una ponencia con una nutrida asistencia, presentada por una areóloga del laboratorio de Praxis en Burroughs, describió la situación: Isidis era una de las viejas cuencas de impacto, del tamaño aproximado de Argyre, cuyo lado norte estaba arrasado por completo y cuyo borde meridional formaba parte del Gran Acantilado. El hielo subyacente había ido resbalando del Gran Acantilado y se había ido acumulando en la cuenca durante millones de años. Ahora el hielo cercano a la superficie se derretía y volvía a helarse en invierno. Ese ciclo estaba generando dimensiones sin precedente, y karsts y pingos eran enormes agujeros y montículos cien veces mayores que sus análogos terranos. Esos gigantescos agujeros y montes nuevos ampollaban el paisaje por toda Isidis, y después de la ponencia y de unas diapositivas que ponían los pelos de punta, la areóloga guió a un grupo de científicos interesados al extremo sur de Burroughs, más allá de Moeris Lacus Mesa, hasta el muro de la tienda. El barrio parecía haber sido devastado por un terremoto: el suelo se había levantado y había dejado al descubierto una mole de hielo que sobresalía como una redonda colina calva.
—Éste es un magnífico espécimen de pingo —dijo la areóloga con aire de propietaria—. Las masas de hielo son relativamente puras en comparación con la matriz de permafrost, y actúan de la misma manera que las rocas: cuando el permafrost vuelve a congelarse por la noche o en el invierno, se dilata, y cualquier cosa atrapada en ese espacio es empujada hacia arriba, hacia la superficie. Hay numerosos pingos en la tundra terrana, pero ninguno tan grande como éste. —Encabezó la marcha sobre el hormigón destrozado de lo que había sido una calle llana, se asomaron por el borde de un cráter terroso y vieron un montículo de hielo blanco sucio.— Lo hemos reventado como sí fuese un forúnculo, y estamos derritiéndolo y canalizando el agua hacia los canales.
—Si uno de éstos aflorase en el campo sería como un oasis —le comentó Sax a Jessica—. Se derretiría en el verano e hidrataría la tierra circundante. Deberíamos desarrollar una comunidad de semillas, esporas y rizomas que sean capaces de diseminarse en lugares como éste.
—Cierto —dijo Jessica—. Aunque, para ser realista, buena parte del paisaje de permafrost acabará bajo el mar de Vastitas.
—Humm.
Lo cierto era que Sax había olvidado por un momento las perforaciones y explotaciones mineras en Vastitas. Cuando regresaron al salón de conferencias, buscó una ponencia que tratase algún aspecto de ese trabajo. Había una a las cuatro: «Avances recientes en los procedimientos de bombeo del permafrost de la lente de hielo del Polo Norte».
Observó el vídeo del orador con aire impasible. La capa de hielo que se extendía bajo el casquete polar norte era como la parte sumergida de un iceberg, y contenía diez veces más agua que el casquete visible. El permafrost de Vastitas contenía aún más. Pero sacar esa agua a la superficie… Era como recuperar el nitrógeno de la atmósfera de Titán, un proyecto tan imponente que Sax ni siquiera lo había considerado en los primeros años: entonces sencillamente no era posible. Todos esos grandes proyectos —la soletta, el nitrógeno de Titán, el bombeo del océano septentrional, la frecuente llegada de asteroides de hielo— actuaban a una escala a la que Sax se ajustaba con dificultad. Las transnac pensaban a lo grande esos días. Claro que eran las nuevas posibilidades en el diseño, la ciencia de los materiales y la emergencia de fábricas autorreplicantes las que hacían técnicamente factibles esos proyectos. Pero la inversión financiera inicial seguía siendo ingente.
En cuanto a las posibilidades técnicas, Sax descubrió que se estaba haciendo a la idea con sorprendente rapidez. Eran una extensión de lo que habían hecho en el pasado: si uno resolvía los problemas iniciales de material, diseño y control homeostático, los poderes crecían considerablemente. Podía decirse que ya no estiraban más el brazo que la manga, lo cual, en vista de la dirección que el brazo tomaba a veces, resultaba aterrador.
En cualquier caso, unas cincuenta plataformas de perforación estaban enclavadas en los sesenta septentrionales, abriendo pozos e insertando en el fondo ingenios que derretían el permafrost, y que iban desde galerías de canalización calientes a explosivos nucleares. El agua derretida era bombeada hacia la superficie y distribuida sobre las dunas de Vastitas Borealis, donde volvía a congelarse. Con el tiempo, esa capa de hielo se derretiría, en parte por su propio peso, y tendrían un océano en forma de anillo alrededor de los sesenta y setenta, sin duda un buen sumidero termal, como todos los océanos, aunque mientras se mantuviese como un mar de hielo, el aumento del albedo haría que se convirtiese en un punto de importante pérdida de calor en el sistema global. Un nuevo ejemplo de cómo las distintas operaciones se oponían unas a otras. Como la misma ubicación de Burrough con respecto al nuevo mar, la ciudad quedaba por debajo del nivel del mar previsto. Se hablaba de un dique, o de un mar pequeño, pero nadie lo sabía con certeza. Todo era tan interesante…
Por eso Sax asistía a las conferencias a diario, viviendo en silenciosas salas y vestíbulos del centro de convenciones, charlando con colegas, con los autores de los carteles y con sus vecinos de concurrencia. Más de una vez tuvo que fingir que no conocía a viejos asociados, y eso lo puso tan nervioso como para evitarlos siempre que podía. Pero nadie parecía reconocerlo, y el podía concentrarse en la ciencia. Y lo hacía con placer. La gente hablaba, hacía preguntas, debatía detalles, discutía implicaciones, todo bajo el uniforme resplandor fluorescente de las salas de conferencias, en medio del zumbido de los ventiladores y las maquinas de vídeo, como si estuviesen en un mundo fuera del tiempo y el espacio, en el espacio imaginario de la ciencia pura, seguramente uno de los mayores logros del espíritu humano, una especie de comunidad utópica, cómoda, brillante y protegida. Para Sax un congreso científico era la utopía.
Las sesiones de ese congreso, sin embargo, tenían un nuevo tono, una crispación que le era desconocida y le desagradaba profundamente. Las preguntas después de las presentaciones eran más agresivas y las respuestas defensivas. La pureza de la disertación científica de la que tanto disfrutaba Sax (y que para ser sinceros, nunca había sido demasiado pura) se diluía cada vez más en discusiones, en obvias luchas de poder, motivadas por algo más que el egotismo corriente. No era como el préstamo poco escrupuloso que Simmon había tomado de Borazjani, ni la respuesta exquisita de éste. Se trataba más bien de un ataque directo. Como lo que ocurrió hacía el final de una conferencia sobre los agujeros de transición profundos y la posibilidad de alcanzar el manto, cuando un terrano bajito y calvo se levantó y dijo:
—No creo que el modelo básico de la litosfera sea válido aquí —y luego abandonó la sala.
Sax presenció esto con incredulidad.
—¿Qué le pasa? —le susurró a Claire. Ella meneó la cabeza.
—Trabaja para Subarashii en la lupa aérea, y a ellos no les gusta nada que suponga una competencia para su programa de fusión del regolito.
—¡Por Dios!
La sesión de preguntas y respuestas continuó a trompicones, sacudida por esa demostración de grosería, pero Sax se deslizó fuera de la sala y miró con curiosidad al científico de Subarashii, que se alejaba corredor abajo. ¿En qué estaría pensando?
Pero aquel hereje no fue el único en actuar de forma extraña. Todo el mundo andaba estresado, todos tenían los nervios a flor de piel. Las apuestas eran altas; como el pingo bajo Moeris Lacus mostraba en pequeña escala, los procedimientos que se estaban estudiando y defendiendo en ese congreso iban a tener efectos secundarios negativos, que costarían dinero, tiempo, vidas. Y había también motivaciones financieras.
Y ahora que estaban entrando en la recta final del congreso, la programación evitaba las cuestiones específicas en favor de temas más generales y talleres, incluyendo la presentación de algunos de los nuevos proyectos hercúleos en la sala central, que la gente llamaba «proyectos monstruo». Éstos iban a tener un impacto tan grande que afectarían a prácticamente todos los demás proyectos.
Por eso cuando los discutían en realidad discutían de táctica, hablaban más de lo que se haría a continuación que de lo ya ocurrido. Eso siempre había alterado un poco los ánimos, pero nunca tanto como ahora: la gente repetía la información de las ponencias anteriores para abogar por sus propias causas, fuesen cuales fuesen. Estaban entrando en esa desafortunada zona donde la ciencia empezaba a ser arrastrada por la política, donde los artículos se convertían en propuestas de subvención. Y era desalentador ver cómo las zonas de sombra invadían el hasta entonces neutral terreno del congreso.
Parte de esto se debía sin duda a la naturaleza de ciencia a lo grande de los proyectos monstruo, pensó Sax durante el solitario almuerzo. Esos proyectos eran tan caros y complicados que los contratos habían sido repartidos entre varias transnacionales, una estrategia que los hacía factibles, un movimiento estratégico evidente, pero por desgracia significaba que los diferentes ángulos de abordaje del problema de la terraformación tenían ahora partidos interesados que los defendían como los «mejores» métodos, tergiversando los datos para defenderlos.
Por ejemplo, Praxis y Suiza iban a la cabeza del extenso esfuerzo de bioingeniería, y por eso sus teóricos defendían lo que ellos llamaban el modelo de ecopoyesis: que ya no era necesario el aporte externo de más elementos volátiles o calor, y que los procesos biológicos por sí solos, apoyados por una ingeniería ecológica mínima, serían suficientes para terraformar el planeta hasta los niveles previstos en el modelo de Russell. Sax pensaba que seguramente tenían razón en su juicio, a causa de la soletta, aunque consideraba sus escalas temporales demasiado optimistas. Y él trabajaba para Biotique, por lo que tal vez su juicio no era imparcial.
Pero los científicos de Armscor afirmaban con inflexibilidad que los bajos niveles de nitrógeno entorpecerían cualquier esperanza ecopoyética. Insistían en la necesidad de una intervención industrial continuada; y por supuesto era Armscor quien estaba construyendo los transbordadores para transferir el nitrógeno de Titán. La gente de Consolidados, a cargo de las perforaciones en Vastitas, hacían hincapié en la importancia vital de una hidrosfera activa. Y los de Subarashii, encargados de los nuevos espejos, encomiaban el gran poder de la soletta y la lupa aérea para proporcionar calor y gases al sistema, permitiendo que todo lo demás se acelerase. Siempre eran demasiado obvios los motivos que llevaban a probar un programa en detrimento de otro: uno podía leer en las tarjetas el nombre de la persona y el de la institución para la que trabajaba y predecir qué atacaría o qué defendería. Ver cómo la ciencia se vendía de una manera tan descarada le causaba un hondo dolor a Sax, y le parecía qué todos los presentes sentían lo mismo, incluso los implicados, lo que incrementaba la irritabilidad. Todos sabían lo que estaba ocurriendo, y a nadie le gustaba, pero nadie lo admitiría.
En ningún lugar resultó esto más evidente que en la mesa redonda de expertos en el tema del CO2 de la última mañana del congreso. La pretendida charla se convirtió en seguida en una defensa vehemente de la soletta y la lupa aérea por parte de dos científicos de Subarashii. Sax estaba sentado al fondo de la sala y escuchó la entusiasta descripción de los grandes espejos con creciente tensión y tristeza. Lo cierto era que le gustaba la soletta, que no era más que la extensión lógica de los espejos que él había estado poniendo en órbita desde el principio. Pero la lupa aérea volando a baja altura era un instrumento extremadamente poderoso, y si se la utilizaba con toda su potencia volatilizaría cientos de milibares de gases que se incorporarían a la atmósfera, sobre todo CO2, y que en cualquier curso de acción sensato debería permanecer anclado al regolito. Había algunas preguntas incómodas a propósito de los efectos de esta lupa aérea que deberían ser contestadas, y era preciso censurar al equipo de Subarashii por empezar a fundir el regolito sin consultar a nadie, sólo con la aprobación maquinal del comité de la UNTA. Pero Sax no quería llamar la atención, y tuvo que limitarse a quedarse sentado junto a Berkina y Claire con el atril desconectado, revolviéndose en el asiento y esperando que alguien hiciese las preguntas incómodas por él.
Y como eran preguntas obvias además de incómodas, las hicieron: un científico de Mitsubishi, transnac en lucha casi ancestral con Subarashii, se levantó e inquirió con educación sobre el abrumador efecto de invernadero que resultaría de la liberación masiva de CO2. Sax sacudió vigorosamente la cabeza. Pero los científicos de Subarashii replicaron que eso era precisamente lo que ellos estaban esperando, que no sería demasiado calor, y que una eventual presión atmosférica de setecientos u ochocientos milibares era preferible a una de quinientos.
—¡Pero no si es de CO2! —le murmuró Sax a Claire, que asintió.
H. X. Borazjani se levantó para decir eso mismo. Y no fue el único: muchos de los presentes en la sala aún utilizaban el modelo original de Sax como base de acción, e insistieron en las dificultades de eliminar un gran exceso de CO2 del aire. Pero también había numerosos científicos, de Armscor, Consolidados y Subarashii, que afirmaban que no era tan difícil eliminarlo, o bien que una atmósfera cargada de CO2 no sería tan mala. Un ecosistema sobre todo vegetal, con insectos que toleraban el dióxido de carbono y quizás con algunos animales elaborados genéticamente, florecería en ese aire denso y cálido, y la gente podría ir en mangas de camisa y con una simple mascarilla.
Esto le dio dentera a Sax, y no fue el único, así que pudo permanecer en la silla mientras otros saltaban para poner en duda ese cambio fundamental en el objetivo de la terraformación. La discusión pronto fue acalorada, incluso rencorosa.
—¡No buscamos un planeta jungla aquí!
—¡Ustedes trabajan con la presunción de que se puede manipular genéticamente a los humanos para que toleren niveles más altos de CO2, pero eso es ridículo!
Pronto se hizo evidente que no llegarían a ningún sitio. Nadie escuchaba, todos sostenía sus propias tesis, que respondían a los intereses de sus empleadores. Era indecoroso. Una aversión general por el tono del debate hizo que todos, salvo los participantes directos, se desconectaran: alrededor de Sax la gente doblaba programas, apagaba atriles, susurraba a los compañeros, y todo esto con gente de pie y exponiendo. Era de muy mala educación, pero todo el mundo estaba ya convencido de que allí lo político prevalecía sobre lo científico. A nadie le gustaba eso, y la gente empezó a abandonar la sala. La abrumada moderadora del debate, una japonesa demasiado cortés que parecía muy desgraciada, habló por encima de las voces acaloradas y sugirió que dieran por terminada la sesión. La gente salió en tropel a los vestíbulos y formó corrillos, y algunos incluso siguieron defendiendo sus posiciones rodeados sólo de amigos.
Sax siguió a Claire, Jessica y el resto del grupo de Biotique al otro lado del canal y a Hunt Mesa. Tomaron el ascensor hasta la llanura de la mesa y comieron en Antonio's.
—Van a inundarnos de CO2 —dijo Sax, incapaz de callar por más tiempo—. No creo que entiendan que eso sería un golpe terrible para el modelo estándar.
—Éste es un modelo distinto —dijo Jessica—. Un modelo industrial de dos fases.
—Que mantendrá a humanos y animales dentro de las tiendas más o menos indefinidamente —dijo Sax.
—Quizá eso no les importe a los ejecutivos de las transnac —señaló Jessica.
—Quizás hasta les gusta la idea —dijo Berkina. Sax hizo una mueca.
—Puede que sólo sea que ahora tienen la soletta y la lupa aérea y quieren usarlas —intervino Claire—. Como si jugasen con muñecos. Son como las lupas que usábamos para prender fuegos cuando teníamos diez años. Pero ésta es muy poderosa y ellos no quieren ni oír hablar de guardarla. Y encima llamarán a las zonas calcinadas canales, ya sabes…
—Pero es tan estúpido —dijo Sax con acritud, y cuando los demás lo miraron con sorpresa, trató de aligerar el tono—: Bueno, es que es un planteamiento tan idiota. Es romanticismo trasnochado. No serán canales para conectar un cuerpo de agua con otro, e incluso si intentaran usarlos para eso, las riberas serían escoria.
—Ellos afirman que serán cristal —dijo Claire—. Ahí está todo el encanto de la idea de los canales.
—Pero esto no es un juego —dijo Sax.
Le resultaba muy difícil mantener el sentido del humor de Stephen en ese tema. Lo irritaba y angustiaba profundamente. Habían empezado tan bien, sesenta años de avances sólidos. Y ahora otra gente venía golpeando a diestro y siniestro con ideas diferentes y juguetes diferentes, disputando y obstaculizando el trabajo de los demás, sacándose de la manga métodos cada vez más poderosos y caros, pero cada vez más faltos de coordinación. ¡Conseguirían arruinar su plan!
Las sesiones de clausura de la tarde fueron rutinarias y desde luego no restauraron su fe en el congreso como foro de ciencia desinteresada. Al caer la tarde, de vuelta en la habitación, miró las noticias medioambientales con más atención que nunca, buscando respuesta a las preguntas que ni siquiera había formulado. Los acantilados se desmoronaban. El ciclo de congelación-deshielo estaba arrancando rocas de todos los tamaños del permafrost, y las rocas presentaban formas poligonales típicas. Se estaban formando glaciares de roca en los barrancos y los saltos de agua: las rocas eran arrancadas por el hielo y luego se precipitaban por las gargantas en masas que se comportaban como los glaciares de hielo. Los pingos estaban ampollando las tierras bajas del norte, excepto donde las plataformas de perforación vomitaban los mares helados, inundando la tierra.
Era un cambio a escala masiva, que se hacía evidente por todas partes y se aceleraba año tras año a medida que los veranos se hacían más cálidos y la biota submarciana alcanzaba profundidades mayores. Mientras tanto, todo seguía helándose cada invierno, e incluso en verano escarchaba un poco por la noche. Un ciclo tan intenso desgarraría cualquier paisaje, y el marciano era particularmente sensible, puesto que se había mantenido en una estasis de frío árido durante millones de años. La pérdida de masa provocaba desprendimientos de tierra diarios, y las desgracias no eran raras. Los viajes por la superficie eran peligrosos. Los cañones y los cráteres recientes ya no eran lugares seguros para emplazar una ciudad, ni siquiera para resguardarse una noche.
Sax se puso de pie y se acercó a la ventana. Contempló las luces de la ciudad: estaba ocurriendo tal como había predicho Ann hacía mucho tiempo. No dudaba de que ella observaba los informes con disgusto, ella y los demás rojos. Para ellos cada derrumbe era una señal de que las cosas iban mal. En el pasado Sax los habría ignorado: la pérdida de masa exponía el suelo helado a sol, que lo calentaba y descubría potenciales depósitos de nitrato, y… Ahora, con la conferencia aún fresca en la memoria, ya no estaba tan seguro.
En el vídeo nadie parecía preocupado por lo que sucedía. Claro que los rojos no salían en los noticiarios. El colapso del relieve abría nuevas posibilidades, no sólo para la terraformación, que parecía considerarse un asunto exclusivo de las transnac, sino también para la minería. La noticia de una veta de oro que había quedado al descubierto hacía poco le produjo a Sax una sensación de desaliento. Era extraño que tanta gente pareciera sentirse fascinada por la prospección. Eso era Marte en el comienzo del siglo XXII; con la recuperación del ascensor habían vuelto a la vieja mentalidad de la fiebre del oro, como si fuese un destino manifiesto, allí en la frontera exterior, blandiendo grandes herramientas a diestro y siniestro: ingenieros cósmicos excavando y construyendo. Y la terraformación, que había sido su trabajo, el único objeto de su vida durante más de sesenta años, se estaba convirtiendo en algo distinto…
El insomnio empezó a atormentar a Sax. Nunca antes le había ocurrido, y lo desesperaba. Se despertaba, se daba la vuelta, las ruedas empezaban a girar en su cerebro, y todo se ponía a bullir. Cuando era evidente que no volvería a dormirse, se levantaba, encendía la pantalla de la IA y miraba programas de vídeo, incluso las noticias, que antes nunca veía. Le parecía advertir síntomas de alguna disfunción sociológica en la Tierra. Por ejemplo, no parecía que hubiesen intentado siquiera ajustar sus sociedades al impacto del crecimiento demográfico originado por el tratamiento gerontológico. Eso era elemental —control de natalidad, cuotas, esterilización…—, pero casi ninguna nación había hecho nada. En verdad, estaba naciendo una clase baja de no tratados, sobre todo en las naciones pobres densamente pobladas. Era difícil obtener estadísticas fiables ahora que la Organización de las Naciones Unidas agonizaba, pero un estudio de la Comisión Mundial aseguraba que el setenta por ciento de la población de las naciones desarrolladas había recibido el tratamiento, mientras que en las naciones pobres el porcentaje era del veinte por ciento. Si esa tendencia se mantenía mucho tiempo, pensó Sax, llevaría a una suerte de fisicalización de clase, una emergencia tardía o un desvelamiento retroactivo de la visión tenebrosa de Marx, sólo que mas extrema que en Marx, porque ahora las distinciones de clase se manifestarían como una diferencia fisiológica real causada por una distribución bimodal, algo casi semejante a la especiación…
Esta divergencia entre ricos y pobres era obviamente peligrosa, pero en la Tierra parecían aceptarlo como algo inevitable, natural. ¿Cómo era posible que no advirtieran el peligro?
Ya no entendía la Tierra, si es que alguna vez la había entendido. Se quedaba allí sentado, temblando, y apuraba sus noches de insomnio hasta la hez, demasiado cansado para leer o trabajar. Sintonizaba los canales de noticias terranos uno tras otro, intentando comprender lo que estaba ocurriendo allí abajo. Tendría que hacerlo si quería entender Marte; porque el comportamiento de las transnacionales en Marte venía determinado en última instancia por la Tierra. Necesitaba comprender. Pero las noticias eran irracionales e incomprensibles. En la Tierra, incluso más dramáticamente que en Marte, no había ningún plan.
Necesitaba una ciencia de la historia, pero por desgracia eso no existía. La historia es lamarckiana, solía decir Arkadi, una noción ominosamente sugestiva en vista de la pseudoespeciación originada por la desigual distribución del tratamiento gerontológico; pero en realidad no servía de ayuda. Psicología, sociología, antropología, todas eran sospechosas. El método científico no podía aplicarse a los seres humanos para obtener información útil. Era la antinomia hechos-valores planteada de una manera distinta: la realidad humana sólo podía explicarse en términos de valores, y éstos se mostraban muy resistentes al análisis científicicos. Aislamiento de factores para el estudio, hipótesis falsificables, experimentos repetibles… el entero aparato tal como se utilizaba en la física de laboratorio no se podía aplicar. Los valores movían la historia, que era completa, irrepetible y aleatoria. Podía ser admitida como lamarckiana, o como un sistema caótico, pero incluso eso eran suposiciones, porque ¿de qué factores estaban hablando, qué aspectos debían ser adquiridos por aprendizaje y luego permitidos, o circular de una manera no repetitiva pero según patrón?
Nadie podía decirlo.
Empezó a pensar otra vez en la disciplina de la historia natural que tanto lo había cautivado en el Glaciar Arena. Ésta utilizaba métodos científicos para estudiar la historia del mundo natural, en muchos aspectos esa historia era un problema de metodología tan complejo como la historia humana, siendo igualmente irrepetible y resistente a la experimentación. Y con la conciencia humana fuera de encuadre, la historia natural solía tener bastante éxito, incluso cuando se basaba sobre todo en la observación y en hipótesis que sólo podían comprobarse mediante la observación continuada. Se trataba de una ciencia real; allí, entre el desorden y la casualidad, había descubierto algunos principios generales de evolución válidos: desarrollo, adaptación, complejidad, y otros muchos principios específicos confirmados por diferentes subdisciplinas.
Lo que él necesitaba eran unos principios similares que influyeran en la historia humana. Las pocas lecturas sobre historiografía que había hecho no habían sido muy alentadoras: eran una triste imitación del método científico o bien arte puro y simple. Más o menos cada década una nueva explicación histórica revisaba todo lo anterior, pero era evidente que el revisionismo encerraba placeres que no tenían nada que ver con hacerle justicia al caso que se estuviera tratando. La sociobiología y la bioética eran más prometedoras, pero tendían a explicar las cosas mejor cuando trabajaban con escalas temporales evolutivas, y él quería algo que sirviera para los pasados y los siguientes cien años. O incluso para los pasados cincuenta y los siguientes cinco.
Noche tras noche se despertaba y no conseguía volver a conciliar el sueño. Se levantaba, se sentaba ante la pantalla y se devanaba los sesos con estas cuestiones, demasiado cansado para pensar con claridad. Y puesto que esas noches siguieron repitiéndose, se encontró volviendo a los acontecimientos de 2061. Había numerosas compilaciones en vídeo sobre los sucesos de ese año, y algunas de ellas no se mostraban tímidas a la hora de calificarlos: ¡La Tercera Guerra Mundial! era el título de la serie más larga, unas sesenta horas, mal editadas y desordenadas.
Sólo era necesario un rato para darse cuenta de que el título no era tan sensacionalista como parecía. Las guerras habían hecho estragos en la Tierra en ese año aciago, y los analistas reacios a llamarla Tercera Guerra Mundial juzgaban que no había durado lo suficiente para merecer ese calificativo. O que no se había producido el enfrentamiento de dos grandes alianzas globales, sino algo mucho más confuso y complejo: diferentes fuentes afirmaban que había sido norte contra sur, o jóvenes contra viejos, o la UN contra las naciones, o las naciones contra las transnacionales, o las transnacionales contra las banderas acomodaticias, o los ejércitos contra la policía, o la policía contra los ciudadanos. Parecía que habían sido todos los conflictos a la vez. Durante un período de seis u ocho meses el mundo se había hundido en el caos. En sus incursiones en la «ciencia política», Sax había tropezado con un gráfico de Herman Kahn, llamado «Escala de la escalada bélica», que intentaba clasificar los conflictos según su naturaleza y gravedad. En esa escala había cuarenta y cuatro etapas: desde la primera, «Crisis evidente», iba subiendo a través de categorías como «Gestos políticos y diplomáticos», «Declaraciones solemnes y formales» y «Movilizaciones significativas». Subía vertiginosamente: «Demostración de fuerza», «Medidas hostiles», «Enfrentamientos militares dramáticos», «Guerra convencional a gran escala», y luego se perdía en zonas inexploradas, como «Guerra nuclear declarada», «Ataques ejemplares contra la propiedad», «Ataque devastador contra la población civil». El final de la escala, la etapa cuarenta y cuatro, era «Espasmo o Guerra insensata». Era un intento en verdad interesante de taxonomía y secuencia lógica, y Sax pudo ver que las categorías se habían extrapolado de muchas guerras del pasado. Y por las definiciones de la tabla, 2061 había subido disparada hasta el número cuarenta y cuatro.
En ese torbellino, Marte no había sido más que una guerra espectacular entre cincuenta. Muy pocos programas generales sobre el sesenta y uno le dedicaban apenas unos minutos, y esos simples clips ya los había visto Sax entonces: los guardias congelados en Koroliov, las cúpulas destrozadas, la caída del ascensor, y luego la de Fobos. Los intentos de análisis de la situación marciana eran como mucho superficiales; Marte había sido un exótico espectáculo secundario, con algunas buenas tomas, pero nada que lo distinguiera del embrollo general. No. Luego de una de esas noches insomnes, al alba, al fin lo supo: si quería comprender lo ocurrido en 2061, tendría que reconstruirlo por sí mismo, a partir de las fuentes primarias de las videograbaciones, movimiento de multitudes enfurecidas, ciudades en llamas y las ocasionales conferencias de prensa con líderes desesperados y frustrados. Poner todos esos acontecimientos en orden cronológico no era tarea fácil, y se convirtió en su único interés durante semanas (al estilo de Echus): encajar los sucesos en una cronología era el primer paso para recomponer lo que había sucedido, lo cual había de preceder al intento de averiguar el porqué.
Con el paso de las semanas empezó a verle el sentido. Los rumores populares eran ciertos: la emergencia de las transnacionales en la década de 2040 había preparado la escena, y era la causa última de la guerra. En esa década, mientras Sax estaba dedicado en cuerpo y alma a terraformar Marte, un nuevo orden terrano había tomado forma a medida que miles de corporaciones multinacionales empezaban a fusionarse en docenas de transnacionales colosales. Algo semejante a la formación de los planetas, se le ocurrió una noche, cuando los planetesimales se convierten en planetas.
Sin embargo, no un orden del todo nuevo. Las multinacionales habían surgido principalmente en las naciones industrializadas ricas, y por tanto en ciertos aspectos las transnacionales eran la expresión de esas naciones, extensiones de su poder en el resto del mundo, de una manera que le recordó lo poco que sabía él de los sistemas imperialistas y coloniales que las habían precedido. Frank había dicho algo al respecto: el colonialismo no murió nunca, solía declarar, sólo cambia de nombre y contrata a la policía local. Todos somos colonias de las transnac.
Ése era el cinismo de Frank, decidió Sax (deseando poder tener a mano aquella mente ácida y dura para instruirlo), porque las colonias no eran todas iguales. Era cierto que las transnac eran tan poderosas que habían reducido a los gobiernos nacionales a poco más que criados sin dientes. Y ninguna transnac había mostrado una lealtad particular hacia ningún gobierno o hacia la UN. Pero eran hijos de Occidente, hijos que ya no cuidaban de sus padres aunque seguían manteniéndolos. Porque los archivos mostraban que las naciones industrializadas habían prosperado bajo las transnac, mientras que a las naciones en vías de desarrollo no les quedaba otro recurso que pelearse entre ellas para conseguir el estatus de bandera acomodaticia. Y por eso, cuando las transnac habían sido atacadas por las naciones pobres desesperadas, había sido el Grupo de los Siete y su poderío militar quien había salido en su defensa.
Pero ¿y la causa siguiente? Noche tras noche Sax examinó minuciosamente grabaciones sobre las décadas de 2040 y 2050, buscando alguna señal de orden. Al fin decidió que había sido el tratamiento de longevidad lo que había llevado las cosas al límite. Durante la década de 2050 el tratamiento se distribuyó por las naciones ricas, ilustrando la crasa desigualdad económica que imperaba en el mundo como una mancha de color en una muestra bajo el microscopio. Y mientras el tratamiento se esparcía, la tensión había ido creciendo, subiendo sin pausa los escalones de la escala de crisis de Kahn.
Curiosamente, la causa inmediata de la explosión del sesenta y uno parecía ser una disputa originada por el ascensor espacial marciano. El ascensor había sido desarrollado por Praxis, pero después de que entrase en servicio, en febrero de 2061 para ser exactos, había sido adquirido por Subarashii en una absorción claramente hostil. En aquellos momentos Subarashii era un conglomerado de las principales corporaciones japonesas que no se habían unido a Mitsubishi, y era un poder en ascensión, ambicioso y agresivo. Tras la adquisición del ascensor —una absorción aprobada por la UNOMA—, Subarashii había ampliado de inmediato las cuotas de inmigración, provocando una situación crítica en Marte. Al mismo tiempo, en la Tierra los competidores de Subarashii se habían opuesto a lo que a todos los efectos era una conquista económica de Marte, y aunque Praxis se había limitado a la acción legal de la inútil UN, una de las banderas acomodaticias de Subarashii, Malasia, había sido atacada por Singapur, una base de Shellalco. En abril de 2061 la mayor parte del sur asiático estaba en guerra. Muchas de esas guerras tenían su raíz en viejos conflictos, como el de Camboya y Vietnam, o el de Pakistán y la India, pero otros eran ataques directos a las banderas de Subarashii, como en Birmania y Bangladesh. Los acontecimientos en la región habían acelerado la escalada bélica a medida que viejos enemigos se unían a los conflictos de las nuevas transnac, y al llegar junio la guerra se había extendido a toda la Tierra y luego a Marte. En octubre el número de muertos alcanzaba los cincuenta millones, y otros cincuenta morirían a consecuencia de las secuelas, ya que muchos servicios básicos estaban interrumpidos o habían sido destruidos, y el vector de la malaria liberado durante la guerra seguía sin vacuna o cura efectiva.
Eso le parecía suficiente a Sax para calificar la situación de guerra mundial, a pesar de la brevedad. Había sido, concluyó, una mortífera combinación sinérgica de luchas entre transnac y levantamientos de un amplio abanico de desheredados contra el orden transnac. Pero el caos había persuadido a las transnac de la necesidad de resolver sus diferencias, o al menos de darles carpetazo, y todas las revueltas habían fracasado, sobre todo después de que los ejércitos del Grupo de los Siete interviniesen para rescatar a las transnacionales del desmembramiento de sus banderas acomodaticias. Todas las naciones militares-industriales gigantescas habían acabado del mismo lado, lo que había contribuido a hacer que la guerra fuera muy corta comparada con las dos anteriores. Corta pero terrible: en 2061 habían muerto tantas personas como en las dos primeras guerras juntas.
Marte había sido una campaña menor en esa Tercera Guerra Mundial, una campaña en la que ciertas transnac habían reaccionado desproporcionadamente contra una revuelta flamígera pero desorganizada. Cuando terminó, Marte estaba atrapado en el puño de hierro de las principales transnacionales, con la bendición del Grupo de los Siete y de los otros clientes de las transnac. Y la Tierra se levantó tambaleándose con cien millones menos de habitantes.
Aparte de eso, nada había cambiado. Ninguno de sus problemas se había discutido. Así que podía suceder otra vez. Era posible, incluso probable.
Sax seguía durmiendo muy mal. Y aunque de día continuaba con sus rutinas, veía las cosas de manera distinta después del congreso. Otra prueba, supuso con aire sombrío, de la noción de visión como construcción del paradigma. Sólo que ahora era demasiado evidente que las transnac estaban en todas partes. En lo referente a autoridad, apenas existía aparte de ellas. Burroughs era una ciudad transnac, y por lo que había dicho Phyllis, Sheffield también. Ya no existía ninguno de los equipos nacionales que habían proliferado en los años anteriores a la conferencia del tratado. Y con los Primeros Cien muertos o escondidos, la tradición de Marte como estación de investigación había desaparecido. La ciencia que existía estaba volcada en el proyecto de terraformación, y él ya había visto la clase de ciencia que podían esperar. No, la investigación se había reducido a ciencia aplicada.
Y, ahora que lo pensaba, tampoco había señales de vida de las viejas naciones-estado. Las noticias daban la impresión de que la gran mayoría estaba en bancarrota, incluso el Grupo de los Siete; y las transnac se habían hecho cargo de las deudas, si es que alguien lo hacía. Algunos informes hicieron pensar a Sax que en cierto sentido las transnac estaban contratando a naciones pequeñas como capital fijo, en un nuevo acuerdo negocio/gobierno que iba mucho más allá de los viejos contratos de bandera acomodaticia.
Un ejemplo ligeramente distinto de esta nueva relación era Marte, que a todos los efectos era posesión de las grandes transnac. Y ahora, con la restauración del ascensor, la exportación de metales y la importación de gente y bienes se había acelerado. Los mercados de valores terranos se estaban hinchando histéricamente para reflejar la acción, y la cosa no parecía decrecer a pesar de que Marte sólo podía proveer a la Tierra unas cantidades determinadas de ciertos metales. Por tanto, la subida del mercado de valores probablemente era una especie de fenómeno burbuja, y sí reventaba sería suficiente para que todo se viniera abajo otra vez. O quizá no; la economía era un campo misterioso, y en ciertos aspectos el mercado de valores era demasiado irreal para tener impacto fuera de sí mismo. ¿Pero quién podía saberlo hasta que no ocurriese? Sax, vagando por las calles de Burroughs, mirando las cifras del mercado de valores en las ventanas de las oficinas, desde luego no presumiría de poder hacerlo. Las personas no eran sistemas racionales.
Esa verdad profunda se reforzó cuando una noche Desmond apareció en su puerta. El famoso Coyote en persona, el polizón, el hermano pequeño del Gran Hombre, allí delante, menudo y ligero, vestido con un mono de obrero de la construcción de colores vivos, pinceladas diagonales de aguamarina y azul cobalto que atraían la mirada hacia las botas de marcha verde lima. Muchos obreros de la construcción de Burroughs (y había muchos) calzaban todo el tiempo las nuevas botas de marcha, ligeras y flexibles, como una especie de declaración estética, y todos vestían con colores chulones, pero muy pocos exhibían la sorprendente cualidad de los verdes fluorescentes de Desmond.
Desmond esbozó su sonrisa quebrada cuando Sax lo miró boquiabierto.
—Sí, ¿verdad que son bonitas? Y pasan inadvertidas.
En realidad, eso era lo de menos, porque Desmond llevaba las tiesas trenzas embutidas en una voluminosa boina roja, amarilla y verde, un tocado inusual en Marte.
—Vamos, salgamos a tomar una copa.
Desmond llevó a Sax a un pequeño bar junto al canal, excavado en el costado de un enorme pingo vaciado. Los obreros de la construcción se apiñaban en torno a unas largas mesas, y la mayoría tenían acento australiano. A la orilla del canal una pandilla particularmente ruidosa estaba arrojando pedazos de hielo hacia el canal, y de vez en cuando alcanzaban el césped de la otra orilla, lo que elevaba un clamor de vítores y originaba una ronda de óxido nitroso. Los paseantes de la otra orilla evitaban esa parte del canal, ¿eh?
Desmond pidió cuatro tequilas y un inhalador nitroso.
—Así que pronto vamos a tener agave creciendo en la superficie.
—Creo que ya pueden hacerlo ahora.
Se sentaron en el extremo de una mesa, codo con codo, Desmond hablando al oído de Sax mientras bebían. Tenía toda una lista de cosas y quería que Sax las robase de Biotique. Semillas, esporas, rizomas, ciertos medios de cultivo, ciertas sustancias químicas difíciles de sintetizar…
—Hiroko me ha dicho que necesita todas estas cosas, pero sobre todo las semillas.
—¿No las puede producir ella? No me gusta robar.
—La vida es un juego peligroso —dijo Desmond, celebrando esa idea con una gran bocanada de nitroso, seguida de un trago de tequila—.
¡Ahhhh! —suspiró.
—No es por el peligro —dijo Sax—. Es sólo que no me gusta hacerlo. Yo trabajo con esas personas.
Desmond se encogió de hombros y no contestó. Sax pensó que esos escrúpulos tenían que parecerle a Desmond, que había pasado la mayor parte del siglo XXI viviendo del robo, excesivamente melindrosos.
—Tú no le vas a quitar nada a esa gente —dijo Desmond al fin—. Se lo vas a quitar a la transnacional dueña de Biotique.
—Pero se trata de un consorcio suizo, y de Praxis —protestó Sax—. Y Praxis no parece tan mala. Es un sistema igualitario muy abierto; en realidad me recuerda a Hiroko.
—Con la salvedad de que ellos forman parte de un sistema global que ha puesto el control del mundo en manos de una pequeña oligarquía. No hay que olvidar el contexto.
—Oh, créeme, no lo hago —dijo Sax, recordando sus noches de insomnio—. Pero tú también tienes que hacer distinciones.
—Sí, sí. Y una distinción es que Hiroko necesita esos materiales y no puede fabricarlos porque se ve obligada a esconderse de la policía contratada por tu maravillosa transnacional.
Sax parpadeó, contrariado.
—Además, el robo de material es una de las pocas acciones de resistencia que podemos permitirnos en los tiempos que corren. Hiroko está de acuerdo con Maya en que el sabotaje evidente no es más que un anuncio de la existencia de la resistencia y una invitación a las represalias y al cierre del demimonde. Es mejor desaparecer durante un tiempo, dice ella, y hacerles pensar que nunca fuimos muchos.
—Es una buena idea —dijo Sax—. Pero me sorprende que hagas lo que dice Hiroko.
—Muy gracioso —dijo Desmond con una mueca—. La verdad es que yo también pienso que es una buena idea.
—¿De veras?
—No. Pero ella me convenció. Será lo mejor. De todas maneras, nos quedan muchos materiales por conseguir.
—¿No son los robos una manera de informar a la policía de que todavía estamos aquí?
—Que va. Es una actividad tan extendida que es imposible que distingan nuestros robos entre todos los demás. Muchos se perpetran con la complicidad de alguien de dentro.
—Como yo.
—Sí, pero tú no lo harías por dinero.
—Aun así, sigue sin gustarme.
Desmond rió, mostrando su colmillo de piedra y la extraña asimetría de la mandíbula y toda la mitad inferior de la cara.
—Tienes el síndrome de Estocolmo. Trabajas con ellos, los conoces y te caen simpáticos. Tienes que recordar lo que ellos están haciendo aquí. Vamos, termina ese cacto y te enseñaré algunas cosas que no has visto, aquí mismo, en Burroughs.
Se armó un revuelo porque un trozo de hielo había alcanzado la otra orilla y golpeado a un hombre mayor. La gente vitoreaba y había levantado a hombros a la autora del lanzamiento, pero el grupo del viejo se dirigía hecho una furia hacia el puente más cercano.
—Hay demasiado jaleo en este sitio —dijo Desmond—. Vamos, bébete eso y salgamos de aquí.
Sax se bebió de un trago el licor mientras Desmond apuraba el inhalador. Salieron deprisa para evitar la barahúnda que se avecinaba, y subieron por un sendero paralelo al canal. Una caminata de media hora los llevó más allá de la hileras de columnas Bareiss; subieron hasta Princess Park, donde doblaron a la derecha, y siguieron subiendo por la cuesta ancha y empinada del verde Bulevar Thoth. Más allá de la Montaña de la Mesa doblaron a la izquierda y bajaron por una franja de astrocésped que iba estrechándose. Se encontraban en la parte más occidental del muro de la tienda, que se extendía en una gran arco alrededor de la Mesa de Syrtis Negra.
—Mira, están volviendo a los viejos barrios ataúd para los trabajadores —señaló Desmond—. Ésos son los alojamientos corrientes de Subarashii ahora, pero observa como están encajadas esas unidades en la mesa. Syrtis Negra albergó una planta de procesamiento de plutonio en los primeros años de Burroughs, cuando estaba a buena distancia de la ciudad. Pero ahora Subarashii ha construido viviendas para los obreros justo al lado, y el trabajo de éstos consiste en supervisar el procesamiento y traslado de los residuos al norte, a las Nili Fossae, donde unos cuantos reactores integrales rápidos lo utilizarán. Antes la operación de limpieza estaba completamente robotizada, pero cuesta mucho mantener a los robots en marcha. Han descubierto que es mucho más barato utilizar personas para un montón de trabajos.
—Pero la radiación… —dijo Sax, parpadeando.
—Oh, sí —dijo Desmond, y soltó su risa feroz—. Reciben cuarenta rem al año.
—¡Bromeas!
—No bromeo. Ellos se lo dicen a los obreros y les pagan un sueldo abultado, y al cabo de tres años reciben una gratificación, para el tratamiento.
—¿Acaso se lo niegan si rehúsan hacer el trabajo?
—Es caro, Sax. Y hay listas de espera. Ésa es una manera de saltarse la lista y encima recibirlo gratis.
—¡Pero cuarenta rem! ¡No es seguro que el tratamiento pueda reparar el daño que eso causa!
—Nosotros lo sabemos —dijo Desmond frunciendo el ceño. No era necesario mencionar a Simón—. Pero ellos no.
—¿Y Subarashii hace eso sólo para recortar gastos?
—Es importante cuando la inversión es tan grande, Sax. Están recortando costes por doquier. El sistema de albañal de Syrtis Negra impera en todas partes: el centro médico, los barrios ataúd y las fábricas.
—Bromeas.
—No bromeo. Mis chistes son más divertidos. Sax hizo un gesto de incredulidad.
—Mira —dijo Desmond—, ya no hay agencias reguladoras, ya no hay normativas de construcción ni nada que se le parezca. Eso es lo que la victoria de las transnac en 2061 significa en realidad. Ellos dictan sus propias normas ahora. Y tú ya sabes cuál es su única regla.
—Pero eso es estúpido.
—Bueno, ya sabes, esa división de Subarashii en particular la dirigen georgianos, y en la Tierra están en pleno renacimiento del estalinismo. Es un gesto patriótico gobernar el país de la manera más estúpida posible, y eso incluye los negocios. Y los jefes supremos de Subarashii siguen siendo japoneses, y creen que Japón se hará grande siendo duro. Dicen que ganaron en el sesenta y uno lo que perdieron en la Segunda Guerra Mundial. Son las transnacionales más brutales aquí, pero las demás los están imitando para competir con éxito. Praxis es una anomalía, recuérdalo.
—Claro, y por eso los recompensamos robándoles.
—Fuiste tú quien eligió trabajar para Biotique. Quizá deberías cambiar de trabajo.
—No.
—¿Crees que podrías conseguir ese material en alguna de las firmas de Subarashii?
—No.
—Pero podrías conseguirlo en Biotique.
—Probablemente. La seguridad es muy estricta.
—Pero podrías hacerlo.
—Probablemente. —Sax meditó.— Quiero algo a cambio.
—Tú dirás.
—¿Me llevarías en avión a echar un vistazo a la zona quemada por la soletta?
—¡Desde luego! Me gustaría verlo otra vez.
La tarde siguiente dejaron Burroughs y viajaron en tren hacia el sur subiendo por el Gran Acantilado. Se apearon en la Estación Libia, a unos setenta kilómetros de Burroughs. Allí se deslizaron hasta el sótano, hasta la puerta del armario. Recorrieron el túnel y salieron al paisaje rocoso. En el fondo de un graben poco profundo encontraron uno de los rovers de Desmond, y cuando cayó la noche condujeron en dirección este a lo largo del Acantilado hasta un pequeño refugio rojo en el borde del cráter Du Martheray. Allí había una franja de roca madre llana que los rojos utilizaban como pista. Desmond no facilitó la identidad de Sax a sus anfitriones. Los llevaron a un pequeño hangar en la pared del acantilado, y allí subieron a uno de los viejos planeadores furtivos de Spencer. Rodaron hasta la pista y con una ondulante aceleración despegaron. Una vez en el aire, volaron lentamente en dirección este.
Volaron en silencio durante un rato. Sax vio luces sobre la oscura superficie del planeta sólo en tres ocasiones: las de la estación del cráter Escalante, las de la diminuta línea de un tren y un parpadeo no identificado en el accidentado terreno detrás del Gran Acantilado.
—¿Quiénes crees que son? —preguntó Sax.
—No tengo ni idea.
Después de unos minutos de silencio, Sax dijo:
—Me encontré con Phyllis.
—¡No me digas! ¿Te reconoció?
—No. Desmond rió.
—Bien por Phyllis.
—Un montón de viejos conocidos no me han reconocido.
—Sí, pero Phyllis… ¿Sigue siendo la presidenta de la Autoridad Transitoria?
—No. Pero ella no parecía pensar que fuera una posición de poder. Desmond volvió a reír.
—Una mujer estúpida. Pero consiguió llevar a ese grupo de Clarke de vuelta a la civilización, le concedo eso. Creí que estaban perdidos para siempre.
—¿Qué sabes del asunto?
—Hablé con dos de los que estuvieron allí, oh sí. Una noche en Burroughs, en el Bar Pingo. No hubo manera de cerrarles la boca.
—¿Ocurrió algo hacia el final del vuelo?
—¿Hacia el final? Vaya, pues sí. Alguien murió. Me parece que una mujer se aplastó una mano cuando estaban evacuando Clarke, y Phyllis era lo más parecido a un médico que tenían, así que ella se hizo cargo de la mujer durante todo el viaje. Pensaba que conseguiría salvarla, pero parece que se les acabó algo, los dos que contaban la historia no estaban seguros, y la mujer empeoró. Phyllis convocó a una plegaria y rezaron por ella, pero la mujer murió de todas maneras, un par de días antes de que entraran en el sistema terrano.
—Ah —dijo Sax, y luego añadió—: Phyllis no parece tan… religiosa ahora.
Desmond dio un respingo.
—Ella nunca fue religiosa. La suya era la religión de los negocios. Si visitas a cristianos de verdad, como la gente de Christianopolis o Bingen, no te los encuentras hablando de beneficios en el desayuno, ni tratándote despóticamente con esa horrible y melosa hipocresía. La hipocresía, Señor… es la cualidad más desagradable que puede tener una persona.
Uno sabe que todo es una casa construida sobre la arena. Pero los cristianos del demimonde no son así. Son gnósticos, cuáqueros, baptistas rastafarianos Baha'i, de todo, y son la mejor gente de la resistencia, si quieres saberlo, y eso que he tratado con todo el mundo. Tienen tan buena disposición. Y no se las dan de ser los mejores amigos de Jesús. Están muy unidos a Hiroko y los sufíes. Ahí abajo están cociendo alguna cosa mística. —Soltó su risa semejante a un cacareo.— Pero Phyllis y todos sus fundamentalistas mercantiles… utilizando la religión para encubrir la extorsión, odio eso. En realidad nunca escuché a Phyllis hablar con fervor religioso después del aterrizaje.
—¿Tuviste muchas oportunidades de oír hablar a Phyllis después del aterrizaje?
Otra carcajada.
—¡Más de las que supones! ¡Yo vi muchas más cosas que tú durante esos años, señor Laboratorio! Tenía mis pequeños escondrijos por todas partes.
Sax emitió un sonido de escepticismo, y Desmond soltó una carcajada estridente y le palmeó el hombro.
—¿Quién más podría decirte que Hiroko y tú tuvisteis un asuntillo en los años de la Colina Subterránea, eh?
—Humm.
—Oh, sí, yo vi muchas cosas. Claro que podría decir lo mismo de prácticamente todos los hombres de la Colina y tener razón. Esa zorra nos había reunido a todos en un harén.
—¿Poliandria?
—¡Jugaba a dos barajas, maldita sea! O a veinte.
—Humm.
Desmond rió al ver la expresión de Sax.
Justo después del alba avistaron una columna de humo blanco que ocultaba las estrellas de todo un cuadrante de cielo. Durante un tiempo esa nube densa fue la única anomalía que pudieron advertir en el paisaje. Siguieron volando y cuando pasaron el terminador del planeta un ancho surco de terreno incandescente apareció delante, en el horizonte oriental: un gran surco o canal anaranjado que corría de nordeste a sudoeste semioculto por el humo que surgía de un punto del mismo. Este punto se veía blanco y turbulento bajo el humo, como una pequeña erupción volcánica, y desde allí un haz de luz, un haz de humo iluminado más bien, tan denso y sólido como un pilar físico, ascendía en línea recta y se atenuaba a medida que la nube de humo adelgazaba, y desaparecía allí donde el humo alcanzaba su altura máxima, unos diez mil metros.
Al principio no había señales del origen de ese rayo en el cielo: la lupa aérea estaba a unos cuatrocientos kilómetros sobre sus cabezas. Entonces Sax vio algo como el fantasma de una nube, planeando muy lejos arriba. Quizás lo fuera, quizá no. Desmond no estaba seguro.
Al pie del pilar de luz, sin embargo, no había problemas de visibilidad: el pilar tenía una suerte de presencia bíblica, y la roca fundida bajo él había adquirido el blanco vivo de la incandescencia. Ése era el aspecto de 5.000 grados al aire libre.
—Habrá que tener cuidado —dijo Desmond—. Si nos metemos dentro de ese rayo, arderemos como una polilla en una llama.
—Estoy seguro de que hay mucha turbulencia en el humo además.
—Sí. Tengo intención de permanecer a barlovento.
Abajo, donde el pilar iluminado encontraba el canal naranja, el humo se proyectaba hacia arriba en violentas oleadas extrañamente iluminadas desde abajo. Al norte de ese punto blanco, donde la roca se había enfriado un poco, el canal le recordó a Sax las filmaciones de las erupciones de los volcanes hawaianos. Unas olas de color amarillo anaranjado brotaban del canal de roca fluida, encontrando ocasionalmente alguna resistencia y salpicando las riberas oscuras. El canal tenía unos dos kilómetros de ancho y se perdía en el horizonte en ambas direcciones; probablemente alcanzaban a ver unos doscientos kilómetros de él. Lo rectilíneo del canal y del pilar de luz era el único indicio de que no se trataba de un canal de lava natural, pero era más que suficiente. Además, hacía miles de años que no había actividad volcánica en la superficie de Marte.
Desmond se acercó, y luego inclinó el avión y viró bruscamente hacia el norte.
—El rayo de la lupa aérea se desplaza hacia el sur, así que desde el otro lado podremos acercarnos más.
Durante muchos kilómetros el canal de roca fundida corría en dirección nordeste sin cambios. Pero cuando se alejaron de la última zona quemada, la lava naranja se oscureció y empezó a solidificarse en los lados, formando una costra negra, surcada por numerosas fisuras naranjas. Más adelante el canal era negro, como las pendientes que lo bordeaban; un recio surco de negro puro que cruzaba las rojas tierras altas de Hesperia.
Desmond viró hacia el sur y voló más cerca del canal. Era un piloto brusco, y maniobraba el ligero avión sin compasión. Cuando las fisuras anaranjadas reaparecieron, una corriente termal ascendente sacudió el avión con fuerza, y Desmond se desvió un poco hacia el oeste. La luz de la roca fundida iluminaba las pendientes del canal, que parecían una hilera de colinas humeantes y muy negras.
—¿No se suponía que iban a ser vitrificados? —dijo Sax.
—Obsidiana. En realidad he visto varios colores. Espirales de diferentes minerales en el cristal.
—¿Hasta dónde se extiende la zona quemada?
—Están cortando desde Cerberus hasta Hellas, siguiendo una línea al oeste de los volcanes de Tyrrhena y Hadriaca.
Sax silbó.
—Dicen que será un canal que comunicará el Mar de Hellas con el océano boreal.
—Sí, sí. Pero están volatilizando carbonatos demasiado deprisa.
—Eso espesa la atmósfera, ¿no es cierto?
—¡Sí, pero con CO2! ¡Están arruinando todo el plan! ¡Pasarán años antes de que podamos respirar ese aire! Estaremos atrapados en las ciudades.
—Quizás ellos creen que podrán depurar ese CO2 cuando todo se haya calentado. —Desmond le echó una mirada rápida.— ¿Has visto suficiente?
—Más que suficiente.
Desmond soltó su risa inquietante y viró en un ángulo cerrado. Empezaron a perseguir el terminador hacía el oeste, volando bajo sobre las largas sombras crepusculares.
—Piensa un momento, Sax. Durante un tiempo la gente se ve forzada a permanecer en las ciudades, lo que es muy conveniente si uno quiere tenerlo todo bajo control. Abres tajos con esa lupa volante y obtienes rápidamente tu atmósfera de un bar y un planeta caliente y húmedo. Entonces empleas un método para limpiar el aire de dióxido de carbono, seguro que tienen algo, biológico o industrial, o las dos cosas. Algo que puedan vender, naturalmente. Y en un abrir y cerrar de ojos ya tienes otra Tierra. Tal vez sea caro…
—¡Es definitivamente caro! Todos esos grandes proyectos tienen que suponer un gran desembolso económico para las transnacionales, y lo están haciendo a pesar de que ya estamos muy cerca de los doscientos setenta y tres kelvin. No lo comprendo.
—Quizá doscientos setenta y tres les parece demasiado modesto. Una media que se mantenga en el punto de congelación es un poco fría. Podría decirse que es la visión de la terraformación que tiene Sax Russell. Práctica pero… —Soltó una carcajada.— O quizá tienen prisa. La Tierra está en un lío espantoso, Sax.
—Ya lo sé —dijo Sax con brusquedad—. He estado estudiando el tema.
—¡Bien por ti! De veras. Entonces ya sabrás que la gente que no ha conseguido el tratamiento empieza a desesperarse; están envejeciendo y la posibilidad de recibir el tratamiento parece cada vez más reducida. Y quienes lo han recibido, sobre todo los que están arriba, miran alrededor maquinando alguna solución. El sesenta y uno les enseñó lo que puede ocurrir si las cosas se desmandan. Así que están comprando países como si fuesen mangos podridos al final de un día de mercado. Pero eso no parece ayudar mucho. Y aquí al lado tienen un planeta fresco y vacío, no listo para ocuparlo todavía, pero casi. Lleno de posibilidades. Podría ser un mundo nuevo: Fuera del alcance de las multitudes de los no tratados.
Sax meditó.
—Una especie de refugio de emergencia, quieres decir. Para escapar si las cosas se ponen feas.
—Exactamente. Creo que hay gente en esas transnacionales que quiere terraformar Marte lo antes posible, cueste lo que cueste.
—Ah —dijo Sax. Y no habló más en todo el camino de vuelta.
Desmond lo acompañó a Burroughs, y mientras caminaban de la Estación Sur a Hunt Mesa pudieron ver entre las copas de los árboles del Parque del Canal, a través de la rendija entre Branch Mesa y la Montaña de la Mesa, Syrtis Negra.
—¿De verdad están haciendo cosas tan estúpidas como ésa por todo Marte? —preguntó Sax. Desmond asintió.
—La próxima vez te traeré una lista.
—Hazlo. —Sax meneó la cabeza, pensando.— No tiene sentido. No tiene en cuenta los resultados a largo plazo.
—Ellos son pensadores a corto plazo.
—¡Pero van a vivir mucho tiempo! ¡Probablemente aún estarán al mando cuando esas políticas se desplomen sobre ellos!
—Tal vez ellos no lo vean de esa manera. Cambian de trabajo a menudo ahí arriba. Tratan de hacerse una reputación construyendo una compañía muy deprisa, luego alguien los contrata para un puesto superior en otra empresa y allí intentan repetir la gesta. Es como el juego de las sillas.
—¡No importará en qué silla estén sentados, porque toda la habitación se vendrá abajo! ¡Se olvidan de las leyes de la física!
—¡Pues claro! ¿Es que no te habías dado cuenta antes, Sax?
—Supongo que no.
Claro que había advertido que los asuntos humanos eran irracionales e inexplicables, nadie podía ignorarlo. Pero ahora se percataba de que siempre había dado por supuesto que quienes se involucraban en el gobierno se esforzaban por llevar las cosas de una manera racional, persiguiendo el bienestar a largo plazo de la humanidad, y preservando su sistema de soporte biofísico. Desmond se burló de él cuando trató de expresar todo eso, y Sax exclamó con irritación:
—¿Pero por qué asumirían un compromiso de trabajo de esa naturaleza si no fuera con ese fin?
—Poder —dijo Desmond—. Poder y ganancias.
—Ah.
A Sax siempre le habían interesado tan poco esas cosas que le resultaba difícil comprender que le interesaran a alguien. ¿Qué era la ganancia personal sino la libertad de hacer lo que uno quería? ¿Y qué era el poder sino la libertad de hacer lo que uno quería? Y una vez que tenías esa libertad, cualquier riqueza o poder en realidad no hacía más que restringir tus opciones y tu libertad. Uno se convertía en un siervo de la riqueza o el poder, constreñido a pasar todo el tiempo protegiéndolos. Una vez que se comprendía esto, la libertad de un científico con un laboratorio a su mando era la más alta libertad posible. Cualquier otra riqueza o poder recortaba esa libertad.
Desmond meneaba la cabeza mientras Sax exponía esa filosofía.
—A algunas personas les gusta decir a los otros lo que tienen que hacer. Les gusta más eso que la libertad. La jerarquía, ya sabes, y el lugar que ocupan en ella. Siempre que sea lo suficientemente alto. Todos confinados en sus puestos. Es mucho más seguro que la libertad. Y hay muchos cobardes.
Sax negó con la cabeza.
—Creo que es simplemente la incapacidad para comprender el concepto de la disminución de las ganancias. Como si creyesen que lo bueno no se acaba nunca. Es muy poco realista. Es decir, ¡no hay proceso natural que se mantenga constante al margen de la cantidad!
—La velocidad de la luz.
—¡Bah! Es irrelevante. La realidad física evidentemente no es un factor en esos cálculos.
—Bien dicho.
Sax sacudió la cabeza, frustrado.
—La religión otra vez. O la ideología. ¿Qué es lo que solía decir Frank? ¿Una relación imaginaria con una situación real?
—Ahí tienes a un hombre que amaba el poder.
—Cierto.
—Pero tenía mucha imaginación.
Pasaron por el apartamento de Sax y se cambiaron de ropa, y luego subieron a la cima de la mesa para desayunar en Antonio's. Sax seguía pensando en la conversación que habían tenido.
—El problema es que las personas con una autoestima hipertrofiada por la riqueza y el poder consiguen posiciones que proporcionan esos dones en exceso, y descubren entonces que son más esclavos que amos con respecto a ellos. Y se convierten en seres insatisfechos y amargados.
—Como Frank.
—Sí. Por eso los poderosos siempre parecen tener un aspecto disfuncional, que puede ir del cinismo a la destructividad manifiesta. No son felices.
—Pero son poderosos.
—Sí. De ahí nuestro problema. Los asuntos humanos… —Sax hizo una pausa para comerse uno de los bollos que acababan de traer a la mesa; estaba hambriento.— Los asuntos humanos deberían regirse de acuerdo con los principios de los sistemas ecológicos.
Desmond soltó una ruidosa carcajada, y echó mano deprisa de una servilleta para limpiarse la barbilla. Rió tanto que las personas de las mesas contiguas los miraron y Sax se sintió inquieto.
—¡Qué concepto! —gritó Desmond, y se echó a reír otra vez—. ¡Ja, ja, ja! ¡Mi querido Saxifrage! Dirección administrativa científica, ¿eh?
—Bueno, ¿y por qué no? —se obstinó Sax—. Los principios que gobiernan el comportamiento de las especies dominantes en un ecosistema estable son bastante claros, según recuerdo. ¡Apuesto a que un consejo de ecologistas podría elaborar el programa de una sociedad benigna y estable!
—¡Si tú dirigieses el mundo! —gritó Desmond, y se echó a reír otra vez. Apoyó la cara en la mesa y aulló.
—Yo solo no.
—No, estaba bromeando. —Desmond se recompuso.— Ya sabes que Vlad y Marina llevan años trabajando en su eco-economía. Incluso han conseguido que yo la utilice en el intercambio entre las colonias de la resistencia.
—No lo sabía —dijo Sax, sorprendido. Desmond meneó la cabeza.
—Deberías estar más atento, Sax. En el sur llevamos años viviendo según la eco-economía.
—Tengo que estudiar el tema.
—Claro. —Desmond esbozó una amplia sonrisa, casi a punto de echarse a reír.— Tienes mucho que aprender.
Al fin llegaron sus pedidos y Desmond llenó los vasos de zumo de naranja. Hizo tintinear su vaso contra el de Sax y propuso un brindis:
—¡Bienvenido a la revolución!
Desmond partió hacia el sur después de arrancarle a Sax la promesa de que hurtaría lo que pudiese en Biotique para Hiroko.
—Tengo que encontrarme con Nirgal —dijo Desmond. Abrazó a Sax y desapareció.
Pasó un mes, durante el cual Sax meditó en todo lo que había aprendido de Desmond y de los vídeos, revisándolo despacio, cada vez más perturbado. Su sueño era interrumpido por horas de vigilia casi todas las noches.
Entonces, una mañana, después de uno de esos combates agitados e infructuosos de su insomnio, Sax recibió una llamada en su consola de muñeca. Era Phyllis, que estaba en la ciudad por unos asuntos, y quería que se reunieran para cenar.
Sax accedió, sorprendido por el entusiasmo de Stephen. Se encontró con ella esa noche en el Antonio's. Se besaron al estilo europeo, y los instalaron en una de las mesas de la esquina, desde la que se dominaba la ciudad. Cenaron, pero Sax apenas reparó en lo que comía, hablando de cosas intrascendentes, como las últimas noticias de Sheffield y Biotique.
Tras la tarta de queso, se demoraron en el coñac. Sax no tenía prisa por marcharse porque no estaba seguro de los planes de Phyllis; no había dejado traslucir ningún indicio claro, y tampoco parecía tener prisa.
Entonces ella se recostó en la silla y lo miró con aire divertido.
—Eres de verdad tú.
Sax ladeó la cabeza para manifestar que no la comprendía. Phyllis rió.
—En verdad cuesta creerlo. Tú nunca fuiste así en el pasado, Sax Russell. Ni en un millón de años hubiera imaginado que eras un amante tan formidable.
Sax desvió la mirada, incómodo, y miró alrededor.
—Yo habría dicho lo mismo de ti —dijo al fin con la ligereza de Stephen.
Las mesas cercanas estaban vacías, y los camareros los habían dejado solos. El restaurante cerraría dentro de una media hora.
Phyllis volvió a reír, pero su mirada era dura, y de pronto Sax se dio cuenta de que estaba furiosa. Avergonzada, sin duda, por haberse dejado engañar por un hombre que conocía desde hacía ochenta años. Y furiosa por el hecho de que él hubiese decidido engañarla. ¿Y por qué no iba a estarlo? Se trataba de una falta de confianza fundamental, sobre todo de alguien que dormía con uno. La mala fe de su comportamiento en Arena volvía a él como una venganza, y se sentía muy inquieto. ¿Pero qué podía hacer?
Recordó el momento en que ella lo había besado en el ascensor, cuando se había sentido tan perplejo como ahora. Entonces estupefacto porque ella no lo reconocía, y ahora porque lo reconocía. Los hechos mostraban cierta simetría. Y las dos veces había seguido adelante.
—¿No tienes nada más que decir? —preguntó Phyllis. Él extendió las manos.
—¿Qué te hace pensar así?
Ella rió de nuevo, furiosa, y luego lo miró con la boca apretada.
—Es tan fácil verlo ahora —dijo—. Sólo te pusieron una nariz y una barbilla, supongo. Pero los ojos son los mismos, y la forma de la cabeza. Es extraño lo que uno recuerda y lo que uno olvida.
—Eso es cierto.
En realidad, sólo se trataba de los recuerdos. Sax sospechaba que seguían allí, almacenados.
—La verdad es que no me acuerdo de tu vieja cara —dijo Phyllis—. Para mí siempre fuiste un tipo en un laboratorio con la nariz pegada a una pantalla. Seguramente llevabas una bata blanca, así te veo en mis recuerdos. Una especie de rata de laboratorio gigante. —Ahora sus ojos brillaban.— Pero en algún momento te las apañaste para aprender a imitar el comportamiento humano bastante bien, ¿no es así? Lo suficiente como para engañar a una vieja amiga a la que le gustaba el aspecto que tenías.
—Nosotros no somos viejos amigos.
—No —escupió ella—. Supongo que no lo somos. Tú y tus viejos amigos intentasteis matarme. Y ellos mataron a miles de personas, y destruyeron el planeta casi por completo. Y es evidente que aún siguen ahí fuera, de otro modo tú no estarías aquí. De hecho tienen que estar muy extendidos, porque cuando realicé un análisis de ADN de tu esperma, constabas en los registros oficiales de la AT como Stephen Lindholm. Eso me hizo perder la pista durante un tiempo. Pero hubo algo que me hizo sospechar. Fue cuando caímos en aquella grieta. Eso me recordó algo que había ocurrido en la Antártida. Tú, Tatiana Durova y yo estábamos en Nussbaum Riegel cuando Tatiana tropezó y se torció el tobillo. Se levantó un viento fuerte y tuvieron que salir a buscarnos en helicóptero, y mientras esperábamos tú encontraste un liquen de roca…
Sax sacudió la cabeza, realmente sorprendido.
—No lo recuerdo.
Y no lo recordaba. El año de entrenamiento y evaluación en los valles secos de la Antártida había sido intenso, pero ahora todo ese año era una mancha borrosa para él, y aquel incidente no volvería; era difícil creer que hubiese ocurrido. Ni siquiera podía recordar qué aspecto tenía la pobre Tatiana Durova.
Absorto en esos pensamientos y en el esfuerzo para recuperar sus recuerdos de aquel año, se perdió un poco de lo que Phyllis estaba diciendo, pero luego recuperó el hilo:
—…comprobé otra vez con una de las viejas copias de la memoria de mi IA, y ahí estabas.
—Las unidades de memoria de tu IA deben de estar degradándose —dijo él con aire ausente—. Han descubierto que la radiación cósmica perturba los circuitos si no se los refuerza de cuando en cuando.
Ella ignoró esa débil digresión.
—La cuestión es que todavía vale la pena buscar a gente que es capaz de cambiar los archivos de la Autoridad Transitoria de esa manera. Me temo que no puedo ignorarlo, aunque quisiera.
—¿Qué quieres decir?
—No estoy segura. Depende de ti. Puedes decirme dónde te escondías, y con quién, y qué más está pasando. Apareciste en Biotique hace apenas un año. ¿Dónde estabas antes de eso?
—En la Tierra.
Ella esbozó una sonrisa torva.
—Si eso es lo que prefieres, me veré obligada a pedir la ayuda de alguno de mis asociados. Hay agentes de seguridad en Kasei Vallis que sabrán cómo refrescarte la memoria.
—Vamos, Phyllis.
—No hablo metafóricamente. No van a sacarte la información a golpes ni nada por el estilo. Es una extracción. Te duermen, estimulan el hipocampo y la amígdala y hacen preguntas. Y la gente simplemente responde.
Sax lo consideró. Los mecanismos de la memoria aún no se entendían demasiado bien, pero sin duda podía aplicarse algo tosco en las zonas que sin duda estaban implicadas. Resonancias magnéticas rápidas, ultrasonidos en puntos específicos, quién sabía qué más. Seguro que era peligroso, pero…
—¿Y bien? —preguntó Phyllis.
Él observó la sonrisa de ella, tan furiosa y triunfante. Una sonrisa burlona. Unos pensamientos pasaron veloces por su cabeza, imágenes sin palabras: Desmond, Hiroko, los chicos de Zigoto gritando: «¿Por qué, Sax, por qué?». Tenía que mantener una expresión impasible para ocultar la aversión que sentía por ella, que de repente lo recorría como una ola. Quizás esa clase de aversión era lo que la gente llamaba odio.
Se aclaró la garganta.
—Supongo que será mejor que te lo cuente a ti.
Ella asintió con un vigoroso movimiento de cabeza, como si ésa fuera la decisión que ella misma hubiera tomado. Miró alrededor: el restaurante estaba vacío, y los camareros bebían grappa sentados a una mesa.
—Vamos —dijo—, vayamos a mi oficina.
Sax asintió y se levantó con dificultad. Se le había dormido la pierna derecha. Cojeó detrás de Phyllis. Dieron las buenas noches a los camareros, ahora en movimiento, y salieron.
Entraron en el ascensor y Phyllis apretó el botón para el subterráneo. La puerta se cerró y empezaron a bajar. En un ascensor otra vez; Sax respiró hondo, y entonces movió la cabeza bruscamente, como si hubiese visto algo anormal en el panel de mandos. Phyllis siguió su mirada y entonces él la golpeó en la mandíbula. Ella se derrumbó contra la pared y se deslizó hasta el suelo, aturdida y jadeante. A Sax le dolían mucho los nudillos de la mano derecha. Apretó el botón para detenerse en el piso dos encima del subterráneo, donde había un largo corredor que cruzaba Hunt Mesa, bordeado de tiendas que a esa hora estarían cerradas. Agarró a Phyllis por las axilas y la levantó, floja y pesada, más alta que él, y cuando la puerta del ascensor se abrió, Sax se preparó para pedir ayuda. Pero no había nadie esperando. Se pasó un brazo de Phyllis alrededor del cuello y la arrastró hasta uno de los pequeños vehículos estacionados junto al ascensor para quien quisiera cruzar la mesa deprisa o fuese cargado. La depositó en el asiento trasero y ella gimió, como si estuviese volviendo en sí. Él se sentó, pisó el acelerador hasta el fondo y el pequeño vehículo zumbó por el corredor. Sax descubrió que estaba sudando y respiraba con dificultad.
Pasó delante de un par de lavabos y frenó. Phyllis rodó por el asiento y cayó al suelo, gimiendo ruidosamente. Pronto recobraría el sentido, si no lo había hecho ya. Bajó del coche y corrió para ver si el aseo de hombres estaba abierto. Lo estaba. Corrió de vuelta y se cargó a Phyllis a la espalda. Avanzó hasta la puerta del aseo, tambaleándose, y allí la dejó caer pesadamente; la cabeza golpeó contra el suelo de hormigón y ella dejó de gemir. Sax abrió la puerta y la arrastró adentro; luego cerró y echó el pestillo.
Se sentó en el suelo del lavabo junto a ella, sin resuello. Phyllis respiraba todavía, y tenía el pulso débil pero regular. Estaba bien, pero más profundamente inconsciente que cuando la había golpeado. Tenía la piel pálida y húmeda y la boca abierta. Sintió lástima de ella, pero recordó que lo había amenazado con entregarlo a los técnicos de seguridad para que le arrancaran sus secretos. Los métodos que empleaban eran avanzados, pero seguía siendo tortura. Y si tenían éxito, conocerían la localización de los refugios en el sur y todo lo demás. Una vez que tuviesen una idea general de todo lo que él sabía, podrían forzarlo a revelar la información específica. Sería imposible resistirse a la combinación de drogas y modificación del comportamiento.
Incluso Phyllis sabía demasiado ahora. El hecho de que él estuviese en posesión de una identidad falsa tan buena implicaba toda una infraestructura que hasta el momento había permanecido oculta. Una vez que conocieran su existencia, probablemente conseguirían ponerla al descubierto. Hiroko, Desmond, Spencer, infiltrado en el sistema de Kasei Vallis, todos quedarían expuestos. Nirgal y Jackie, Peter, Ann… todos. Y todo porque él no había sido lo suficiente listo para evitar a una estúpida y espantosa mujer como Phyllis.
Estudió el aseo de hombres. Tenía dos compartimientos, uno con un retrete y el otro con un lavabo, un espejo y el habitual expendedor mural: pastillas de esterilidad, gases recreativos. Los miró mientras recobraba el aliento, pensando deprisa. Mientras los planes daban vueltas en su cabeza, susurró instrucciones a la IA en la consola de muñeca. Desmond le había proporcionado unos programas virales muy destructivos; conectó su consola a la de Phyllis y esperó a que se completara la transferencia. Con suerte le destrozaría todo el sistema: las medidas personales de seguridad no eran nada contra sus virus con base militar, decía Desmond. Pero seguía estando Phyllis. Los gases recreativos del expendedor eran sobre todo óxido nitroso en inhaladores individuales que contenían alrededor de dos o tres metros cúbicos de gas. La habitación tenía, juzgó, unos treinta y cinco, o cuarenta metros cúbicos. La rejilla de ventilación estaba cerca del techo, y sería fácil bloquearla con un trozo del rollo de toalla del lavabo.
Introdujo tarjetas en el expendedor y compró todas las existencias de gases: veinte pequeñas bombonas de bolsillo, con mascarilla incorporada. El óxido nitroso sería un poco más pesado que el aire de Burroughs.
Sacó unas pequeñas tijeras de la caja de herramientas de su muñeca y cortó una tira del rollo continuo de toalla. Se subió al lavabo y tapó la rejilla de ventilación, metiendo la toalla entre las ranuras. Quedaban algunos huecos, pero eran pequeños. Bajó y estudió la puerta. El espacio entre la base y el suelo era de casi un centímetro. Cortó unas cuantas tiras de toalla. Phyllis roncaba. Sax abrió la puerta, arrojó las botellas de gas fuera y salió. Le echó una última mirada a Phyllis, tendida en el suelo, y luego cerró la puerta. Remetió las tiras de toalla bajo la puerta, dejando sólo un pequeño agujero en una esquina. Luego, tras recorrer el vestíbulo con la mirada, se sentó, tomó una botella, apremió la mascarilla flexible sobre el agujero y vertió el contenido de la botella en el aseo de hombres. Repitió la operación veinte veces, y fue metiéndose las botellas vacías en los bolsillos hasta que estuvieron llenos; entonces, con el último trozo de toalla improvisó una especie de saco para meter las restantes. Se puso de pie y corrió con estrépito metálico hasta el coche. Se sentó al volante y apretó el acelerador. El vehículo saltó hacia adelante y Sax recordó el súbito frenazo que había derribado del asiento a Phyllis. Tenía que haberle dolido.
Frenó, bajó de un salto y regresó al aseo, haciendo tintinear las botellas. Abrió la puerta de un tirón, entró conteniendo el aliento, agarró a Phyllis por los tobillos y la arrastró afuera. Todavía respiraba, y tenía una sonrisita tonta en la cara. Sax resistió el impulso de darle una patada y corrió de vuelta al coche.
Condujo hasta el otro lado de Hunt Mesa a toda velocidad y una vez allí tomó el ascensor para el nivel subterráneo. Subió al primer tren que pasó y atravesó la ciudad hasta la Estación Sur. Le temblaban las manos, y los nudillos de la mano derecha se le estaban hinchando y amoratando. Le dolían mucho.
En la estación compró un billete para el sur, pero cuando entregó el billete y su identificación al revisor en el acceso a los andenes, el hombre abrió mucho los ojos, le apuntó con su arma y llamó nerviosamente pidiendo refuerzos. Al parecer Phyllis había recuperado el conocimiento antes de lo previsto por sus cálculos.