Los asteroides con órbita elíptica que cruzan la órbita marciana reciben el nombre de asteroides Amor. (Si cruzan la órbita terrestre se los denomina Troyanos.) En 2088, el asteroide Amor conocido como 2034 B intersectó el curso de Marte unos dieciocho millones de kilómetros detrás del planeta, y un grupo de vehículos de descenso robóticos partieron de la Luna y atracaron en él poco después. El 2034 B era una bola irregular de unos cinco kilómetros de diámetro, con una masa aproximada de quince mil millones de toneladas. Cuando los cohetes aterrizaron, el asteroide se convirtió en Nuevo Clarke.
Los cambios pronto fueron evidentes. Algunas naves se posaron en la superficie polvorienta del asteroide y empezaron a perforar, excavar, triturar, clasificar, transportar. Un reactor nuclear entró en funcionamiento y las varillas de combustible ocuparon su lugar. Se encendieron hornos y las cargadoras robóticas se prepararon para palear. Otras naves abrieron sus bodegas y diversos ingenios robóticos se descolgaron como arañas sobre la superficie y anclaron en las regulares superficies de roca. Las taladradoras actuaron. El polvo se levantó y envolvió el asteroide y volvió a posarse o escapó para siempre. Las naves extendieron tuberías y cables y se ensamblaron unas con otras.
El asteroide estaba formado por condrita carbonoso, y tenia un alto porcentaje de hielo de agua enferma de venas y burbujas en el interior de la roca. No mucho después el complejo de fábricas empezó a producir diferentes materiales con base de carbono y algunos compuestos.
El agua pesada, una parte en cada seis mil del hielo de agua del asteroide, fue separada, y a partir de ella se elaboró deuterio. Se fabricaron las piezas a partir de los compuestos de carbono y se ensamblaron. Aparecieron nuevos robots, hechos en su mayoría empleando la roca del propio Clarke. Y así, a medida que los ordenadores de las naves dirigían la creación del complejo industrial, el número de máquinas fue creciendo.
Después el proceso se simplificó, por algunos años. La fábrica principal de Nuevo Clarke hizo un cable de filamentos de nanotubo de carbono. Los nanotubos estaban formados por cadenas de átomos de carbono, y los enlaces que los mantenían unidos eran los más fuertes que podían elaborar los humanos. Los filamentos sólo tenían unas pocas docenas de metros de longitud, pero estaban agrupados en haces superpuestos que se unían a otros haces hasta que el cable alcanzo nueve metros de diámetro. Las fábricas producían los filamentos y componían los haces con tal facilidad que extraían cable a un ritmo de cuatrocientos metros a la hora, diez kilómetros al día, hora tras hora, día tras día, año tras año.
Mientras la delgada hebra de luces de carbono salía al espacio, en otra faceta del asteroide otros robots construyeron un conductor de masa, un ingenio que utilizaba el deuterio del agua para proyectar la roca triturada al espacio, a doscientos kilómetros por segundo. Se construyeron también ingenios mas convencionales alrededor del asteroide, y se los abasteció de combustible, a la espera del momento en que actuarían como cohetes de posición. Se construyeron vehículos con grandes ruedas que podían desplazarse a lo largo del cable, cada día más extenso. A medida que el cable salía se le añadían unos pequeños cohetes y maquinaria diversa.
Se activó el conductor de masa. El asteroide empezó a variar su órbita.
Pasaron los años. La nueva órbita del asteroide lo acercó a diez mil kilómetros de Marte y se encendieron los cohetes para permitir que el campo gravitatorio del planeta lo atrapara en una órbita al principio marcadamente elíptica. Los cohetes siguieron encendiéndose y apagándose para regularizar la órbita. Siguió extrayéndose cable. Pasaron los años.
Poco mas de una década después de que las naves robot aterrizaran, el cable tenía unos treinta mil kilómetros de largo. La masa del asteroide era de ocho mil millones de toneladas aproximadamente, la masa del cable, de unos siete mil millones. La órbita elíptica del asteroide tenía una periapsis de cincuenta mil kilómetros. Todos los cohetes y conductores de masa de Nuevo Clarke y del cable se pusieron en funcionamiento, algunos de forma continua y la mayoría intermitentemente. Uno de los ordenadores más poderosos jamás creados empezó a funcionar en una de las naves para coordinar los datos de los sensores y determinar qué cohetes tenían que encenderse. El cable, que apuntaba hacia el espacio, empezó a girar hacia Marte con la precisión y delicadeza de un reloj. La órbita del asteroide se hizo más regular.
Otras naves aterrizaron en Nuevo Clarke, y los robots que transportaban iniciaron la construcción de un puerto espacial. El extremo del cable descendió hacia Marte y los cálculos del ordenador alcanzaron una complejidad casi metafísica. La danza gravitatoria del asteroide y el cable con el planeta se hizo aún más precisa, al compás de una música de ritmo cada vez más pausado; a medida que el cable se aproximaba a su posición definitiva, sus movimientos eran más lentos. Si alguien hubiese podido contemplar este espectáculo en toda su extensión, le habría parecido una espectacular demostración física de la paradoja de Zenón, según la cual el corredor se acerca a la meta dividiendo infinitamente la distancia que le queda por cubrir… Pero nadie presenció el espectáculo completo, porque no existía un testigo dotado de los sentidos necesarios para ello. A distancia, el cable podía parecer mucho más fino que un cabello humano, y por tanto sólo eran visibles algunas porciones. Tal vez el ordenador que lo guiaba tenía una visión global de la extensión del cable. Pero para los observadores en la superficie de Marte, en la ciudad de Sheffield, en el volcán Pavonis Mons (la Montaña del Pavo Real), el cable hizo su primera aparición como un pequeño cohete que descendía con un delgado cable guía sujeto a él; como si algún dios allá en el universo hubiese arrojado un delgado sedal de pesca con un anzuelo en su extremo. Desde esta perspectiva de fondo oceánico, el cable en sí siguió al cabo guía hacia el inmenso bunker de hormigón situado al este de Sheffield con una lentitud casi dolorosa, y muchos simplemente dejaron de prestar atención a ese negro trazo vertical en la atmósfera superior.
Sin embargo, llegó el día en que el extremo inferior del cable, con los cohetes encendidos para mantener la posición en medio del viento racheado, entró en el agujero del techo del bunker de hormigón y quedó anclado en el anillo. Ahora la porción de cable por debajo del punto geosincrónico, estaba atrapada por la gravedad marciana; la porción por encima del punto areosincrónico trataba de seguir a Nuevo Clarke en un vuelo centrífugo que lo alejaría del planeta, y los filamentos de carbono del cable soportaban esa tensión; todo el dispositivo rotaba a la misma velocidad que el planeta, anclado sobre el Monte Pavonis y con una ligera oscilación que le permitía esquivar a Deimos. Y todo estaba controlado por el gran ordenador de Nuevo Clarke y la inmensa batería de cohetes desplegada sobre la hebra de carbono.
El ascensor había regresado. Las cabinas subían desde Pavonis y bajaban desde Nuevo Clarke, proporcionando un contrapeso que reducía enormemente la energía necesaria para ambas operaciones. Las naves espaciales se aproximaban al puerto espacial de Nuevo Clarke, y cuando partían aprovechaban el efecto honda del asteroide. El pozo de gravedad de Marte se mitigó así de forma sustancial, y el intercambio con la Tierra y el resto del sistema solar se abarató. Era como si se hubiera vuelto a conectar un cordón umbilical.
Estaba inmerso en una vida perfectamente ordinaria cuando lo reclutaron y lo enviaron a Marte.
La citación llegó en un fax al apartamento que había alquilado un mes antes, cuando él y su mujer habían decidido separarse provisionalmente. El fax era breve: Estimado Arthur Randolph: William Fort le invita a asistir a un seminario privado. El avión saldrá del aeropuerto de San Francisco el día 22 de febrero de 2101, a las 9 A.M.
Art miró el papel sorprendido. William Fort era el fundador de Praxis, la transnacional que había adquirido la compañía de Art unos años antes. Fort era muy anciano, y se decía que ahora su cargo en la transnacional era honorario. Sin embargo seguía organizando seminarios privados que eran toda una leyenda, aunque se sabía muy poco de ellos. Los rumores decían que Fort invitaba a personal de las compañías subsidiarias, los reunía en San Francisco y, una vez allí, un avión privado los llevaba a un lugar secreto. Nadie sabía lo que ocurría en esos seminarios. Por lo general, los asistentes eran transferidos a otros lugares, y de no ser así mantenían la boca tan cerrada que daba que pensar. Un asunto muy misterioso.
La invitación lo dejó perplejo, y a pesar de la aprensión, se sintió muy complacido. Dumpmines, la empresa de la que Art era cofundador y director técnico, y que se dedicaba a escarbar en antiguos vertederos para recuperar y procesar materiales útiles fechados en épocas más prósperas, había sido adquirida por Fort inesperadamente. Una sorpresa agradable, sin embargo, los empleados de la firma pequeña que era Dumpmines pasaron a ser miembros de una de las organizaciones más ricas del mundo; recibieron acciones, el derecho a voto en la empresa, la libertad para utilizar todos sus recursos. Era como si los hubiesen armado caballeros.
Art ciertamente se alegró, y su mujer también, pero ella mostró un talante elegiaco desde el primer momento. Mitsubishi la había contratado para su departamento de dirección, y las grandes transnacionales, dijo ella, eran como mundos separados. Trabajando los dos para diferentes transnac, era inevitable que se distanciaran aún más. Ya no se necesitaban para conseguir el tratamiento de longevidad, porque las transnac lo proporcionaban con más garantías que el gobierno. Así que era como si viajaran en barcos distintos, dijo ella, que zarpaban de San Francisco con diferentes destinos. Como barcos que se cruzaban en la noche, en realidad.
Art pensaba que habrían podido mantener el contacto entre los dos barcos sí no fuera porque su mujer estaba demasiado interesada en uno de sus compañeros de viaje, uno de los vicepresidentes de Mitsubishi, encargado de la expansión en el Pacífico este. Pero Art fue incluido en el programa de arbitraje de Praxis casi en seguida, y empezó a viajar con frecuencia para tomar clases o arbitrar en las disputas entre pequeñas subsidiarias de Praxis que se dedicaban a la recuperación de recursos, y cuando estaba en San Francisco raras veces coincidía con Sharon. Los barcos de ambos estaban cada vez más distanciados y ya no podían oír sus voces, había dicho ella, y él se encontraba demasiado desmoralizado para rebatir sus afirmaciones. Siguiendo la sugerencia de Sharon, poco después se mudó. Podía decirse que le había dado la patada.
Mientras releía el fax por cuarta vez, se restregó el mentón moreno y sin afeitar. Art era un hombre de constitución robusta y andar desgarbado. Su mujer sostenía que era «patoso», pero él prefería la definición de su secretaria en Dumpmines: «andares de oso». En verdad tenía algo del aire torpe y pesado de un oso, y también la sorprendente rapidez y fuerza de ese animal. Había jugado como defensa en la Universidad de Washington, y aunque era de carrera lenta, sus intervenciones eran decisivas y no había forma de derribarlo. Lo apodaban el Hombre Oso, y pocos se atrevían a intentar un placaje con él.
Se licenció en ingeniería y fue a trabajar a los campos petrolíferos de Irán y Georgia. Durante el tiempo que pasó allí perfeccionó varios procedimientos que permitían extraer el petróleo de esquistos bituminosos extremadamente marginales. Se doctoro en la Universidad de Teherán y luego se trasladó a California, donde se asoció con un amigo en una empresa que fabricaba el oxigeno de inmersión empleado en las plataformas petrolíferas de alta mar. Ese tipo de prospección se realizaba cada vez a mayor profundidad a medida que los depósitos más accesibles se agotaban. Durante esa etapa Art realizó una serie de mejoras tanto en sus equipos de inmersión como en las perforadoras submarinas. Pero un par de años pasados en las cámaras de descompresión sobre la plataforma continental fueron suficientes para él. Vendió las acciones a su socio y volvió a su incesante peregrinar. En rápida sucesión fundó una compañía de construcción de habitáts para climas fríos, trabajó para una firma de paneles solares y construyó torres de lanzamiento de cohetes. Disfrutaba de todos los trabajos, pero con el tiempo descubrió que le interesaban mucho más los problemas humanos que los técnicos. Se metió de lleno en la dirección de proyectos y luego se pasó al arbitraje. Le gustaba intervenir en las disputas y resolverlas a gusto de todos. Era otro tipo de ingeniería, más absorbente y gratificante que la mecánica, y mucho más complicada. Varias de las compañías para las que trabajó durante esos años pertenecían a alguna transnacional, y acabó envuelto no sólo en el arbitraje de disputas entre sus compañías sino también en otras más lejanas que requerían el arbitraje de un tercero. Ingeniería social, lo llamaba él, y le fascinaba.
Cuando fundó Dumpmines asumió la dirección técnica e introdujo importantes mejoras en el SuperRathje, el vehículo robot gigante que realizaba la extracción y selección de los materiales en los vertederos. Pero al mismo tiempo intervino más que nunca en disputas y conflictos laborales. Esa tendencia de su carrera se acentuó después de la adquisición de la compañía por Praxis. Y los días que el trabajo acababa bien, regresaba a casa sabiendo que debería haber sido juez, o diplomático. Sí, en el fondo era un diplomático.
Lo cual hacía más embarazoso aún que hubiese sido incapaz de negociar una solución satisfactoria para su matrimonio. Y no había duda de que Fort, o quienquiera que lo hubiese invitado a ese seminario, estaba al corriente de la ruptura. Era incluso posible que hubiesen puesto micrófonos ocultos en su viejo apartamento y escuchado el patético desorden de sus últimos meses de vida en común con Sharon, lo que no habría dicho mucho a favor de ninguno de los dos. Se encogió sólo de pensarlo, todavía frotándose el mentón áspero, y fue al baño y conectó el calentador agua de portátil. La cara en el espejo mostraba una expresión de ligera incredulidad. Sin afeitar, cincuentón, separado, con el empleo equivocado la mayor parte de su vida, apenas empezando a seguir su auténtica vocación… no era la clase de persona que uno imaginaba recibiendo un fax de William Fort.
Su mujer, o su ex mujer, llamó por teléfono y se mostró igualmente incrédula.
—Tiene que ser un error —afirmó cuando Art le dio la noticia.
Ella llamaba a propósito de uno de los objetivos de su cámara que no encontraba. Sospechaba que Art se lo había llevado al mudarse.
—Voy a ver si lo encuentro —dijo Art.
Fue hasta el armario para mirar en las dos maletas, aún por deshacer. Sabía que el objetivo no estaba allí, pero de todas maneras las revolvió ruidosamente. Si trataba de simular, Sharon lo descubriría. Mientras él buscaba ella continuó hablando y la voz metálica resonó en el apartamento vacío.
—Eso demuestra lo extravagante que es ese Fort. Te encontrarás en una especie de Shangri-La y él llevará cajas de kleenex en vez de zapatos y hablará en japonés, y tú le clasificarás la basura y aprenderás a levitar y no volveré a verte nunca más. ¿Lo has encontrado?
—No. No está aquí.
Cuando se separaron, habían repartido las posesiones comunes: Sharon se había quedado con el apartamento, la colección de figurillas de la mesa de despacho, el atril, las cámaras, las plantas, la cama y el resto del mobiliario. Art se había llevado la sartén de teflón. No había sido, desde luego, el mejor de sus arbitrajes. Pero eso significaba que tenía muy pocos sitios donde buscar el objetivo.
Sharon podía convertir un simple suspiro en una acusación.
—Te enseñarán japonés y nadie volverá a verte jamás. ¿Qué puede querer William Fort de ti?
—¿Asesoramiento matrimonial? —propuso él.
Para sorpresa de Art, muchos de los rumores que corrían sobre los seminarios de Fort resultaron ser ciertos. En el aeropuerto internacional de San Francisco, subió a un gran jet privado con otras seis personas. Tras el despegue, las ventanillas, al parecer con doble polarización, se oscurecieron, y la puerta que llevaba a la cabina del piloto quedó cerrada. Dos de los compañeros de Art jugaron a las adivinanzas, y después de varios virajes suaves a derecha e izquierda, afirmaron que el avión se dirigía a algún sitio entre el sudoeste y el norte. Los siete intercambiaron información; todos pertenecían a la vasta red de compañías de Praxis. Habían volado a San Francisco desde todas partes del mundo. Algunos se sentían excitados al ser invitados a conocer al ermitaño fundador de la transnacional; otros sentían una cierta aprensión.
El vuelo duró seis horas, y durante las maniobras de descenso los dos orientadores se entretuvieron en delimitar el área de su posible localización, un círculo que incluía Juneau, Hawai, Ciudad de México y Detroit, aunque podía ser aún más extenso, señaló Art, si viajaban a bordo de uno de los nuevos aviones aire-espacio, tal vez medio planeta o más. Del avión pasaron a una furgoneta con los cristales tintados y una barrera sin ventanas entre ellos y el conductor. Cerraron las puertas desde fuera.
Después de media hora de viaje, el chófer, un hombre mayor que vestía pantalones cortos y una camiseta con un anuncio de Bali, les abrió la puerta.
La luz del sol los deslumbró. Desde luego aquello no era Bali. Estaban en un pequeño aparcamiento asfaltado rodeado de eucaliptos, al pie de un estrecho valle costero. Hacia el oeste se extendía, por espacio de kilómetro y medio, el océano o un gran lago del que sólo era visible una pequeña porción triangular. Un riachuelo discurría por el valle y desaguaba en una laguna situada detrás de una playa. Los flancos del valle estaban cubiertos de vegetación seca en el sur y de cactus en el norte, y las crestas eran de roca parda y desnuda.
—¿Baja? —propuso uno de los orientadores—. ¿Ecuador, Australia?
—¿San Luis Obispo? —aventuró Art.
El chófer abrió la marcha. Caminaron por una carretera estrecha que llevaba a un pequeño recinto. Allí, acurrucados en el fondo del valle, entre pinos costeros, se levantaban siete edificios de madera de dos pisos. Se alojarían en un par de casitas junto al riachuelo. Dejaron el equipaje en las habitaciones y el chófer los guió hasta el comedor en otro edificio. Media docena de empleados, bastante mayores, les sirvieron una comida sencilla: ensalada y estofado. De vuelta a las habitaciones, los dejaron a su aire.
Se reunieron en la sala central alrededor de una estufa de leña. Hacia calor fuera y la estufa estaba apagada.
—Fort tiene ciento doce años —dijo el orientador de nombre Sam—. Y parece que los tratamientos no le han hecho efecto en el cerebro.
—Nunca lo consiguen —dijo Max, otro orientador.
Hablaron sobre Fort. Todos habían oído rumores, ya que William Fort era una leyenda de la medicina, el Pasteur de su siglo, el hombre que había vencido al cáncer, proclamaban falazmente los tabloides. El hombre que había vencido al resfriado común. Había fundado Praxis a los veinticuatro años para comercializar algunas innovaciones en antivirales, y a los veintisiete ya era multimillonario. Luego había convertido a Praxis en una de las transnacionales más poderosas del mundo. Ochenta años de metástasis continua, según Sam. Y entre tanto había ido mutando hasta convertirse en una especie de súper Howard Hughes, decían, haciéndose cada vez más poderoso. Al fin, como un agujero negro, había desaparecido por completo en el horizonte de sus logros y su poder.
—Sólo espero que esto no sea demasiado extravagante —dijo Max. Los demás —Sally, Amy, Elisabeth y George— se mostraban más optimistas. Pero todos se sentían inquietos por el peculiar recibimiento, o mejor dicho por la falta de recibimiento, y cuando nadie fue a visitarlos esa noche, se retiraron a sus habitaciones con expresión preocupada.
Art durmió bien, como de costumbre, y despertó al alba con el grito opaco de una lechuza. El riachuelo borbotaba bajo la ventana. El amanecer fue gris y la bruma envolvía los pinos. De algún lugar del edificio llegaba un martilleo suave.
Se vistió deprisa y salió. Todo rezumaba humedad. Abajo, más allá de las casas, sobre unas terrazas estrechas, había hileras de lechugas y unos manzanos que habían podado hasta reducirlos a meros arbustos.
Cuando Art llegó al pie de la pequeña granja sobre el lago, los colores empezaban a insinuarse. Una alfombra de césped se extendía bajo un viejo roble. Se sintió atraído por el árbol y se acercó a él; tocó la corteza áspera y agrietada. Entonces oyó voces. Subiendo por un sendero que bordeaba el lago se acercaba un hilera de personas: vestían trajes de goma negros y cargaban planchas de surf o alas delta plegadas. Al cruzarse con él, Art reconoció las caras del personal de cocina de la noche anterior y también al chófer. Éste lo saludó con la mano y continuó su camino. Art bajo hasta el lago. El murmullo de las olas poblaba el aire salado y los pájaros nadaban entre los juncos.
Después de un momento, Art desanduvo el sendero y fue al comedor. Las personas con las que se había cruzado estaban en la cocina preparando tortas. Cuando Art y los otros huéspedes hubieron comido, el chófer los llevó a una gran sala de reuniones en el piso de arriba. Se acomodaron en unos sofás dispuestos en cuadrado. Los grandes ventanales dejaban entrar la luz mortecina de la mañana. El chófer se sentó en una silla entre dos sofás.
—Soy William Fort —dijo—. Me alegra que hayan venido.
Si se lo examinaba con detenimiento, Fort era un anciano singular. Cien años de ansiedad le habían dejado una cara devastada, pero la expresión era serena y despreocupada. Un chimpancé, pensó Art, con un pasado en los laboratorios de experimentación y que ahora estudiaba zen. O sencillamente un viejo surfista o practicante de ala delta curtido, calvo, de cara redonda y nariz chata, que los examinaba uno a uno. Sam y Max, que habían ignorado a Fort cuando era chófer o cocinero, parecían incómodos, pero él no pareció advertirlo.
—Un indicador para medir el impacto de los humanos y sus actividades en el mundo —dijo— es la distribución del producto neto de la fotosíntesis del suelo.
Sam y Max asintieron, como si aquélla fuese la manera habitual de iniciar una reunión.
—¿Puedo tomar notas? —preguntó Art.
—Por favor —dijo Fort. Señaló la mesita de café que había en el centro del cuadrado de sofás, cubierta de cuadernos y atriles—. Más tarde propondré algunos juegos, así que pueden usar los atriles y los blocs de notas, lo que necesiten.
La mayoría de los asistentes habían traído sus propios atriles y hubo un pequeño revuelo mientras los sacaban y los activaban. Cuando se hizo el silencio, Fort se levantó y empezó a caminar alrededor de los sofás, completando una revolución cada pocas frases.
—Actualmente utilizamos cerca del ochenta por ciento del producto neto de la fotosíntesis del suelo —dijo—. El cien por cien es prácticamente inalcanzable, y nuestra capacidad de transporte se ha estimado en un treinta por ciento. Por tanto, puede afirmarse que nos encontramos ampliamente desbordados.
»Hemos estado liquidando nuestro capital natural como si fuera sustituible, y esto nos ha llevado al borde del agotamiento de ciertos productos vitales, como el petróleo, la madera, el suelo, los metales, el agua potable, los peces y los animales. Esto hace difícil la expansión económica continua.
¡Difícil!, anotó Art. ¿Continua?
—Tenemos que continuar —dijo Fort, echándole una mirada penetrante a Art, que ocultó con disimulo el atril con el brazo—. La expansión continua es uno de los principios fundamentales de la economía, y por tanto uno de los fundamentos del universo. Porque todo es economía. La física es economía cósmica, la biología es economía celular, las ciencias humanas son economía social, la psicología es economía mental, y así todo.
Su auditorio asintió con poco entusiasmo.
—Todas las cosas tienden a expandirse. Pero eso no puede producirse ignorando la ley de conservación de la materia-energía. Por muy eficiente que sea el procesamiento, no se puede conseguir una producción mayor que la entrada de materia prima.
Art escribió en su anotador: Producción mayor que entrada de materia prima — todo es economía — capital natural — masivamente desbordados.
—En respuesta a esta situación, una división de Praxis ha estado trabajando en lo que nosotros llamamos economía de mundo lleno.
—¿No sería mejor decir «de mundo saturado»? —preguntó Art.
Fort ignoró el comentario.
—Bien, como afirma Daly, el capital humano y el capital natural no son sustituibles. Quizá sea obvio, pero en vista de que muchos economistas se empeñan en que sí son sustituibles, hay que insistir. Por poner un ejemplo sencillo, uno no puede sustituir bosques con aserraderos. Si se está construyendo una casa, se puede jugar con el número de sierras eléctricas y carpinteros, lo que significa que son sustituibles, pero no puede construirse la casa con la mitad de la madera, no importa cuántas sierras o carpinteros se tengan. Pruébenlo y tendrán una casa de aire, que es donde estamos viviendo ahora.
Art meneó la cabeza y miró la página del atril, llena otra vez. Recursos y capital no sustituibles — sierras eléctricas y carpinteros — casa de aire.
—Perdone un momento —dijo Sam—. ¿Ha dicho usted capital natural? Fort se sobresaltó y se volvió para mirar a Sam.
—Creía que el capital era por definición lo que el hombre crea. Los medios de producción producidos, o así me enseñaron a definirlo.
—Tiene razón. Pero en un mundo capitalista, la palabra capital tiene cada vez más acepciones. Se habla por ejemplo de capital humano, que es lo que la clase obrera acumula a través de la educación y la experiencia laboral. El capital humano difiere del capital clásico en que no puede heredarse, y sólo puede ser contratado, no vendido ni comprado.
—A menos que tengamos en cuenta la esclavitud —apuntó Art. Fort frunció el ceño.
—El concepto de capital natural se parece más a la definición tradicional que el de capital humano, porque puede ser poseído y legado, y se lo puede dividir en renovable y no renovable, comercializable y no comercializable.
—Pero, si todo es capital de una clase u otra —observó Amy—, no es extraño que haya quien crea que son intercambiables. Si se racionaliza el capital producido por el hombre de manera que se utilice menos capital natural, ¿no es eso en efecto una sustitución?
Fort meneó la cabeza.
—Eso es eficiencia. El capital es la cantidad de materia prima y la eficiencia es la relación entre la materia prima y la producción. Por eficiente que sea el capital, no puede crear a partir de la nada.
—Nuevas fuentes energéticas… —sugirió Max.
—Pero no podemos fabricar tierra a partir de la electricidad. La energía nuclear y la maquinaría autorreplicante nos han proporcionado un potencial enorme, pero tenemos que poseer unos bienes básicos a los que aplicar esa energía. Y es ahí donde topamos con un límite.
Fort los observó con esa calma de primate que Art había advertido al principio. Art leyó la pantalla de su atril. Capital natural — capital humano — capital tradicional — energía versus materia — suelo eléctrico — no hay sustitutos satisfactorios. Hizo una mueca y cambió de página.
—Desgraciadamente —continuó Fort—, muchos economistas aun trabajan con el modelo económico de mundo vacío.
—La validez del modelo de mundo lleno es evidente —dijo Sally—, de sentido común. ¿Por qué habría de ignorarlo un economista?
Fort se encogió de hombros y completó otra circunnavegación silenciosa de la habitación. Art tenía el cuello dolorido.
—Nosotros entendemos el mundo mediante paradigmas. El cambio de la economía de mundo vacío a la de mundo lleno es un paradigma muy importante. Max Planck dijo una vez que un nuevo paradigma se impone, no cuando convence a sus oponentes, sino cuando los oponentes mueren.
—Y ahora ya no mueren —observó Art. Fort asintió.
—El tratamiento mantiene a la gente en circulación, a la gente y a sus ideas.
Sally parecía enfadada.
—Pues tendrán que aprender a pensar de otra manera. Fort la miró.
—Es lo que haremos ahora, al menos en teoría. Quiero que inventen estrategias económicas de mundo lleno. Es un juego que suelo practicar. Si conectan sus atriles a la mesa, les daré los datos de partida.
Todos se inclinaron hacia adelante y se conectaron a la mesa.
El primer juego que les propuso Fort consistía en estimar la población máxima que la Tierra podía sustentar.
—¿No depende eso del estilo de vida? —preguntó Sam.
—Abarcaremos una amplia gama de supuestos —dijo Fort.
Y no bromeaba. Fueron de escenarios donde cada hectárea arable de tierra era explotada con la máxima eficiencia a escenarios en los que se había vuelto al régimen de caza y recolección; del consumo excesivo universal a las dietas de subsistencia universales. Sus atriles les marcaron las condiciones iniciales y ellos empezaron a teclear, algunos con expresión de aburrimiento o nerviosismo, otros impacientes o absortos, utilizando las fórmulas de la tabla o añadiendo las propias.
La tarea los tuvo ocupados hasta la hora de comer, y luego toda la tarde. A Art le gustaban los juegos, y él y Amy terminaron mucho antes que los demás. Los resultados de población iban desde los cien millones (el modelo «tigre inmortal», como lo llamaba Fort) a los treinta mil millones (el modelo «hormiguero»).
—Ésa es una escala muy amplia —señaló Sam.
Fort asintió con un movimiento de cabeza y los miró con paciencia.
—Pero si consideras sólo los modelos con las condiciones más realistas —dijo Art—, por lo general te quedas entre los tres mil y los ocho mil millones.
—Y la población actual es de cerca de doce mil millones —dijo Fort—. Así pues, estamos desbordados. Y bien, ¿qué podemos hacer respecto a esto? Al fin y al cabo, tenemos empresas que mantener. Los negocios no van a detenerse sólo porque haya demasiada gente. La economía de mundo lleno no es el fin de la economía. Sólo significa el fin de los negocios como se habían venido haciendo hasta ahora. Es mi deseo que Praxis vaya a la cabeza en la nueva etapa. Bien. La marea está baja y voy a salir otra vez. Los invito a acompañarme si les parece. Mañana jugaremos al «Mundo saturado».
Y con esto abandonó la sala y los dejó solos. Regresaron a las habitaciones, y luego, como se acercaba la hora de la cena, fueron al comedor. Fort no estaba allí, pero sí varios de sus asociados, a los que se había sumado un grupo de hombres y mujeres jóvenes, todos ellos delgados, de rostros brillantes y aspecto saludable. Más de la mitad eran mujeres. Recordaban a un equipo de atletismo o de natación. Las cejas de Sam y Max subían y bajaban en una especie de Morse fácilmente traducible: «¡Vaya, vaya! ¡Vaya, vaya!». Los jóvenes los ignoraron, les sirvieron la cena y volvieron a la cocina. Art comió deprisa, preguntándose si Sam y Max estarían acertados en sus suposiciones. Cuando terminó de cenar, llevó el plato a la cocina y ayudó con el lavaplatos. Mientras lo hacía, habló con una de las mujeres.
—¿Qué te ha traído aquí?
—Una especie de programa de becas —contestó ella. Se llamaba Joyce—. Todos somos aprendices y entramos en Praxis el año pasado; nos han seleccionado para seguir un curso aquí.
—¿Habéis estado trabajando hoy en la economía de mundo lleno?
—No. Hemos jugado al voleibol.
Art salió de la cocina deseando que lo hubiesen escogido para ese programa. Se preguntaba si habría allí alguna sauna desde la que se dominase el océano. No parecía tan descabellado: el océano allí era frío, y si era cierto que todo era economía, podría considerarse como una inversión. Para mantener la infraestructura humana, por así decirlo.
De vuelta en la residencia encontró a sus compañeros comentando la jornada.
—Odio estas situaciones —decía Sam.
—Pues estamos atrapados —dijo Max con aire melancólico—. O te unes al culto o pierdes el empleo.
Los otros no eran tan pesimistas.
—Quizá se siente solo —sugirió Amy.
Sam y Max pusieron los ojos en blanco y miraron en dirección de la cocina.
—Tal vez siempre quiso ser maestro —propuso Sally.
—Tal vez quiere que Praxis siga creciendo un diez por ciento por año —dijo George—, con el mundo lleno o vacío.
Sam y Max asintieron y Elisabeth pareció molestarse y exclamó:
—¡Tal vez quiere salvar el mundo!
—Seguramente —dijo Sam, y Max y George soltaron una risita burlona.
—Tal vez ha puesto micrófonos en la habitación —dijo Art, lo que cortó la conversación en seco, como una guillotina.
Las jornadas siguientes no difirieron mucho de la primera. Se sentaban en la sala de conferencias y Fort daba vueltas alrededor de ellos y se pasaba la mañana hablando, algunas veces coherentemente, otras, no. Cierta mañana habló del feudalismo durante tres horas. Dijo que era la expresión política más clara de la dinámica de dominación del primate, y que en realidad nunca había desaparecido; el capitalismo transnacional era feudalismo a gran escala, y la aristocracia del mundo tenía que encontrar el medio de integrar el crecimiento capitalista en la estabilidad inamovible del modelo feudal. Otra mañana enunció la eco-economía, una teoría económica que tenía como unidad básica la caloría. Al parecer había sido elaborada por los primeros colonos en Marte; Sam y Max pusieron los ojos en blanco ante la noticia, y Fort siguió explicando con un murmullo las ecuaciones de Taneev y Tokareva y cubrió la pizarra de la esquina de garabatos ilegibles.
Pero este programa no duró: pocos días después llegó desde el sur una buena marejada. Fort suspendió las reuniones y pasó el día haciendo surf o planeando sobre las olas en traje de pájaro: un armazón ligero y flexible de alas anchas, parecido a un planeador, que mediante un juego de alambres transformaba el movimiento muscular de quien lo llevaba en la fuerza semirígida necesaria para levantar el vuelo. Muchos de los jóvenes becarios se le unieron en el aire; subían hacia el cielo como Icaro y luego se dejaban caer y planeaban velozmente sobre los cojines de aire que levantaban las olas, deslizándose como los pelícanos que habían inventado el deporte.
Art salió y jugueteó con una tabla de surf, y disfrutó del agua fría, aunque no tanto como para necesitar un traje de goma. No se alejó de Joyce, que hacía surf, y entre juego y juego charló con ella. Se enteró así de que los viejos de la cocina eran buenos amigos de Fort, veteranos de los años de crecimiento de Praxis. Los jóvenes becarios se referían a ellos como los Dieciocho Inmortales. Algunos tenían su residencia habitual en el campamento, mientras que otros sólo estaban de paso para asistir a una especie de reunión donde discutían los problemas y aconsejaban a los actuales directivos de Praxis sobre la política a seguir, impartían seminarios y cursos, y luego jugaban con las olas. Los que no tenían debilidad por el agua trabajaban en los jardines.
Art estudió a los jardineros con atención en el camino de vuelta a la residencia. Trabajaban con movimientos muy lentos y hablaban todo el tiempo. La tarea que los ocupaba en esos momentos era recoger el fruto de los torturados manzanos.
El viento del sur amainó y Fort convocó de nuevo al grupo. En una de las sesiones el tema propuesto fue «Oportunidades empresariales en un mundo lleno», y Art empezó a comprender la razón por la que podían haberlos seleccionado a él y a sus seis compañeros: Amy y George trabajaban en contracepción, Sam y Max en diseño industrial, Sally y Elisabeth en agrotecnología, y Art en la recuperación de recursos. Ellos ya estaban trabajando en empresas que funcionaban en una economía de mundo lleno, y en los juegos de la tarde demostraban además que eran muy creativos en el diseño de nuevas actividades apropiadas para ese modelo económico.
En otra sesión Fort propuso un juego en el que se resolvía el problema del mundo lleno volviendo a un mundo vacío. Tenían que liberar un vector de plaga que mataría a todo el que no hubiese recibido el tratamiento gerontológico. ¿Cuáles serían los pros y los contras de una acción semejante?
Todos miraron los atriles, perplejos. Elisabeth declaró que ella no intervendría en un juego que partía de una premisa tan monstruosa.
—Es monstruosa, es cierto —reconoció Fort—. Pero eso no la convierte en imposible. Yo oigo muchas cosas, ¿saben? Conversaciones a ciertos niveles. Por ejemplo, entre los directivos de las grandes transnacionales se discuten y descartan con total seriedad estrategias de todo tipo, incluyendo algunas como la que acabo de Proponer. Todos las deploran y se cambia de tema. Pero nadie dice que son técnicamente impracticables. Y algunos parecen pensar que aplicándolas se resolverían ciertos problemas de otro modo insolubles.
El grupo consideró la cuestión con cierto malestar. Art sugirió que esa solución provocaría una escasez de agricultores. Contemplaba el océano.
—Ése es el inconveniente principal cuando se produce un colapso demográfico —dijo pensativo—. Una vez que se inicia, es difícil señalar el punto concreto donde detendrá. Continuemos.
Y continuaron con aire abatido. Jugaron a la «Reducción de la población mundial», y en vista de las alternativas, acometieron el problema con cierta intensidad. A todos les tocó ser Emperadores del Mundo, como dijo Fort, y exponer sus proyectos en detalle.
—Yo concedería a todo el mundo un título de paternidad que le daría derecho a ser padre de tres cuartos de niño —dijo Art cuando le llegó el turno.
Todos se echaron a reír, incluso Fort. Pero Art no se inmutó. Explicó que cada pareja tendría, por tanto, derecho a engendrar un hijo y medio. Después de tener uno, podían decidirse por vender el derecho al medio niño restante o bien comprar el medio niño de otra pareja y tener un segundo hijo. El precio de los medios niños fluctuaría según la ley clásica de la oferta y la demanda. Las consecuencias sociales serían positivas: aquellos que desearan otro hijo tendrían que sacrificarse por él, y quienes no lo desearan tendrían una fuente de ingresos que los ayudaría a mantener al hijo único. Cuando la población mermase lo suficiente, el Emperador del Mundo podría considerar la concesión del derecho a un niño por persona, lo cual estaría cerca de un estado demográficamente estable. Pero, a causa del tratamiento de longevidad, el límite de tres cuartos de niño estaría en vigencia durante mucho tiempo.
Cuando Art terminó de bosquejar su propuesta, alzó la vista de las notas del atril y descubrió que todos lo miraban.
—Tres cuartos de niño —repitió Fort con una sonrisa, y todos rieron de nuevo—. Me gusta. —Las risas se detuvieron en seco.— Ese modelo acabaría fijando valor monetario a una vida humana en el mercado. Hasta el momento, el trabajo hecho en este campo ha sido una chapuza. Balance de ingresos y gastos durante la vida y cosas por el estilo. — Suspiró y meneó la cabeza.— Lo cierto es que los economistas cocinan sus números en la trastienda. El valor en realidad no es un cálculo económico. No, me gusta eso. Veamos si podemos estimar cuál sería el precio de medio niño. Estoy seguro de que habría especulación, intermediarios, todo un aparato de mercado.
Pasaron el resto de la tarde jugando a los «Tres Cuartos» metidos de lleno en el mercado de productos y los argumentos de las telenovelas. Cuando terminaron, Fort los invitó a una barbacoa en la playa.
Fueron a sus habitaciones, se pusieron las cazadoras y bajaron por el sendero en medio del resplandor del sol. En la playa, al abrigo de una duna, ardía una gran hoguera atendida por los jóvenes estudiantes. Mientras se sentaban en unas mantas alrededor de la hoguera, vieron a doce de los Inmortales descender del aire y correr por la arena abatiendo las alas. Se bajaron las cremalleras de los trajes y se apartaron los bellos mojados de la cara, charlando animadamente sobre el viento. Se ayudaron a despojarse de las largas alas y se quedaron en bañador, temblando, con la piel de gallina: pájaros centenarios que extendían unos brazos enjutos hacía el fuego, las mujeres tan musculosas como los hombres, los rostros surcados por las arrugas de millones de años de mirar el sol con los ojos entrecerrados y de reír alrededor del fuego. Art observó a Fort bromeando con sus viejos camaradas mientras se secaban con las toallas. ¡La vida secreta de los ricos y famosos! Comieron perritos calientes y bebieron cerveza. Luego aquellos aviadores se ocultaron detrás de una duna y poco después regresaron vestidos con pantalones y chándals, contentos de estar junto al fuego otra vez, peinándose el cabello mojado. El crepúsculo avanzaba con rapidez y la brisa marina era salobre y fría. Las llamas anaranjadas danzaban al viento y luces y sombras jugueteaban en el rostro simiesco de Fort. Como había dicho Sam, no parecía ni un día mayor de ochenta años.
Fort se sentó entre sus siete huéspedes, que no se separaban nunca, y mirando las brasas empezó a hablar. Al otro lado de la hoguera, los demás continuaron con sus conversaciones, pero sus invitados se acercaron más a él para oírlo por encima del viento, las olas y el chisporroteo de la madera, sintiéndose desnudos sin los atriles en los regazos.
—No se puede obligar a nadie a hacer las cosas —dijo Fort—. Uno mismo tiene que cambiar. Entonces la gente puede ver, y escoger. En ecología tienen lo que llaman principio fundador. La población de una isla empieza con un reducido número de pobladores, de modo que sólo tienen una pequeña fracción de los genes de la población parental. Ése es el primer paso hacia la especialización. Creo que ahora necesitamos una nueva especie, económicamente hablando, por supuesto. Y Praxis es la isla. La manera en que la estructuramos es una especie de manipulación de los genes hasta que llegamos a ella. No tenemos ninguna obligación de acatar las leyes en vigencia. Nosotros podemos formar una nueva especie. Que no sea feudal. La propiedad y la toma de decisiones son colectivas, y luego tenemos una política de acción constructiva. Nuestro objetivo es un estado corporativo similar al estado cívico que funciona en Bolonia. Una especie de isla de comunismo democrático que pone en evidencia al capitalismo que la rodea y que propone una forma de vida mejor. ¿Creen ustedes que puede existir esa clase de democracia? Éste será el juego una de estas tardes.
—Lo que usted diga —dijo Sam, comentario que le valió una mirada de reprobación de Fort.
La mañana siguiente fue soleada y cálida, y Fort decidió que el tiempo era demasiado bueno para quedarse dentro. Así pues, bajaron a la playa y se acomodaron bajo un gran toldo cerca del foso de la hoguera, entre refrigeradores y hamacas. El océano tenía un azul intenso, y aunque había poco oleaje se veían algunos surfistas en la distancia. Fort se sentó en una de las hamacas y les soltó una conferencia sobre egoísmo y altruismo, tomando ejemplos de la economía, la sociología y la bioética. Llegó a la conclusión de que, estrictamente hablando, el altruismo no existía. Sólo era una forma de egoísmo previsor, un egoísmo que reconocía los costes reales del comportamiento y los pagaba para no acumular deudas. Una práctica económica muy acertada si se la dirigía y aplicaba de la manera apropiada. Para demostrar su teoría, Fort les propuso varios juegos, como «El dilema del prisionero» o «La tragedia de los comunes».
Al día siguiente volvieron a reunirse en el campamento de surf, y después de una errática charla sobre la simplicidad voluntaria, jugaron a lo que Fort llamaba «Marco Aurelio». Art disfrutó del juego tanto como los demás, y jugó bien. Pero las notas que tomaba eran cada día más escuetas. Las de ese día se redujeron a: Consumo — apetito — necesidades artificiales — necesidades reales — costes reales — ¡jergones de paja! Impacto medioambiental = población x apetito x eficiencia — en los trópicos los refrigeradores no son un lujo — refrigeradores comunitarios — casas frías — Sir Thomas Moore.
Esa noche comieron solos, y estaban tan cansados que apenas hubo conversación.
—Supongo que este lugar es un ejemplo de simplicidad voluntaria —observó Art.
—¿Incluye eso a los jóvenes becarios? —preguntó Max—. No he visto que los Inmortales se relacionen mucho con ellos.
—Se conforman sólo con mirar —declaró Sam—. Cuando uno llega a esa edad…
—Me pregunto cuanto tiempo piensan tenernos aquí —dijo Max—. Sólo llevamos una semana y ya estoy aburrido.
—Pues a mí me gusta —dijo Elisabeth—. Es muy relajante.
Art coincidía con ella. Había empezado a levantarse temprano todas las mañanas; uno de los estudiantes anunciaba el amanecer golpeando un bloque de madera con un gran mazo también de madera, en un intervalo decreciente que sacaba a Art del sueño: tock… tock… tock… tock… tock… tock. tock tock toc toc toc-toc-to-to-to-t-t-ttttttt. Después de eso, Art salía a la mañana húmeda y gris, poblada con el canto de los pájaros. Lo recibía invariablemente el rumor de las olas, como si tuviese unas conchas marinas contra las orejas. Cuando bajaba por el sendero siempre se encontraba con algunos Inmortales, charlando mientras trabajaban con azadones o podaderas, o sentados bajo el gran roble contemplando el océano. Fort era a menudo uno de ellos. Art paseaba durante la hora previa al desayuno sabiendo que pasaría el resto del día en una habitación cálida o en una playa cálida, hablando y jugando. ¿Era eso simplicidad? No estaba seguro. Pero desde luego era relajante; nunca había disfrutado así del tiempo.
Naturalmente, no se reducía sólo a eso. Como Sam y Max les recordaban de continuo, aquello era una especie de examen. Estaban siendo evaluados. Aquel anciano los observaba con atención, y quizá también lo hacían los Dieciocho Inmortales y los jóvenes estudiantes, los «aprendices», que empezaban a perfilarse ante los ojos de Art como verdaderos poderes, jóvenes brillantes que se ocupaban de muchas de las actividades cotidianas de la urbanización, y quizá de Praxis también, incluso en el máximo nivel, siguiendo probablemente las directrices de los Dieciocho. Después de escuchar las divagaciones de Fort, se daba cuenta de que era fácil caer en la tentación de dejarlo de lado cuando se llegaba a las cuestiones prácticas. Y las conversaciones alrededor del fregaplatos a veces tenían el tono de las discusiones entre hermanos sobre cómo tratar con unos padres incapacitados…
De todas formas, un examen: una noche Art fue a la cocina a por un pequeño vaso de leche antes de acostarse y pasó ante una habitación anexa al comedor. Un grupo de personas, jóvenes y viejas, estaban allí reunidas estudiando la grabación de una de las sesiones matinales con Fort. Art regresó a la habitación, cavilando.
Al día siguiente, Fort daba vueltas por la sala de conferencias como de costumbre.
—Las nuevas oportunidades de crecimiento ya no se encuentran en el crecimiento.
Sam y Max intercambiaron una mirada fugaz.
—Esto resume todas nuestras discusiones sobre la economía de mundo lleno. Por tanto, tenemos que identificar los nuevos mercados de no crecimiento e introducirnos en ellos. Recordemos que el capital natural puede dividirse en comercializable y no comercializable. El capital natural no comercializable es el sustrato del que se extrae todo capital comercializable. Dada su escasez y los beneficios que reporta, y de acuerdo con la teoría de la oferta y la demanda, sería lógico fijar su precio como infinito. Me interesa todo lo que tenga un precio teóricamente infinito. Es una inversión evidente. En esencia, se trata de invertir en infraestructuras, pero en el nivel biofísico más elemental. Infra— infraestructuras, por así decirlo, o bioinfraestructuras. Y eso es lo que quiero que empiece a hacer Praxis. Adquirimos en las liquidaciones bioinfraestructuras que se han agotado y las reconstruimos. Se trata de inversiones a largo plazo, pero los beneficios serán extraordinarios.
—¿Las bioinfraestructuras no son de propiedad pública por regla general? —preguntó Art.
—Por supuesto. Lo que significa una estrecha colaboración con los gobiernos implicados. El producto anual bruto de Praxis es mucho mayor que el de la mayoría de las naciones. Tenemos que encontrar países con PNB bajos y pésimos ICF.
—¿ICF? —preguntó Art.
—Índice de Crecimiento Futuro. Es una alternativa a la valoración según el PNB que tiene en cuenta la deuda externa, la estabilidad política, la salud medioambiental y así por el estilo. Una comprobación útil del PNB, que ayuda a los países retrasados que pueden utilizar nuestra ayuda. Los identificamos y entonces ofrecemos una inversión masiva de capital, además de asesoramiento político, seguridad y cualquier cosa que necesiten. A cambio, nos hacemos con la custodia de sus bioinfraestructuras y tenemos acceso a los obreros. Evidentemente, es una asociación, creo que ahí está el futuro.
—¿Cuál es nuestro papel en eso? —preguntó Sam, abarcando con ademán al grupo.
Fort los miró uno a uno.
—Voy a asignar a cada uno de ustedes una tarea distinta. Son confidenciales, y por tanto no deben hablar de ellas. Partirán por separado con destinos diferentes. Realizarán un trabajo diplomático como enlaces de Praxis, y bien trabajos específicos relacionados con la inversión en infraestructuras. Les daré los detalles en privado. Ahora tomemos un almuerzo temprano. Luego los entrevistaré uno a uno.
¡Trabajo diplomático!, anotó Art en su atril.
Art pasó la tarde vagabundeando por los jardines, mirando los pequeños manzanos crucificados. Al parecer no figuraba entre los primeros en la lista de citas personales de Fort. Se encogió de hombros. Hacía un día nublado, y las flores, cargadas de humedad, temblaban. Sería duro regresar a su estudio bajo la autopista en San José. Se preguntaba qué estaría haciendo Sharon, si alguna vez pensaba en él. Estaría navegando con el vicepresidente, sin duda.
El crepúsculo avanzaba y él se disponía a regresar a la habitación y prepararse para la cena cuando Fort apareció en el sendero central.
—Ah, está aquí —dijo—. Bajemos hasta el roble.
Se sentaron junto al grueso tronco del árbol. El sol descendía entre nubes bajas, y teñía el mundo con el color de las rosas.
—Vive usted en un lugar precioso —dijo Art.
Fort no pareció oírlo. Tenía la vista alzada al cielo y contemplaba la masa de nubes iluminadas por el sol.
Después de unos minutos de silenciosa contemplación, dijo:
—Quiero que usted adquiera Marte.
—¿Que adquiera Marte?
—Sí. En el sentido en que he hablado esta mañana. Estas asociaciones nación-transnacional son el futuro. Las viejas relaciones de banderas acomodaticias eran sugerentes, pero hay que llevarlas más lejos si queremos tener mayor control sobre nuestras inversiones. Lo hicimos en Sri Lanka, y tuvimos tanto éxito que las transnacionales nos han imitado y están reclutando países en dificultades.
—Pero Marte no es un país.
—No, pero está en dificultades. Cuando el primer ascensor fue destruido, su economía se vino abajo. Ahora el nuevo ascensor ya está en posición y van a empezar a suceder cosas. Quiero que Praxis vaya por delante en la carrera. Ya sé que otros grandes inversores continúan allí, compitiendo por una posición ventajosa, y ahora que el ascensor funciona la competencia será más reñida.
—¿Quién explota el ascensor?
—Un consorcio encabezado por Subarashii.
—¿No es eso un problema?
—Bueno, les da una cierta ventaja. Pero ellos no entienden a Marte. Sólo lo ven como una nueva fuente de metales. No ven las posibilidades.
—Las posibilidades de…
—¡De desarrollo! Marte no es solamente un mundo vacío en términos económicos, Randolph, es casi un mundo inexistente. Hay que construir su bioinfraestructura, ¿comprende? Quiero decir que sí uno se limita a extraer los metales y luego a irse a otra parte, que es lo que parecen tener en mente Subarashii y los otros, está tratando a ese planeta como sí no fuera más que un asteroide grande. Y es una estupidez, porque su valor como base de operaciones, como planeta, sobrepasa en mucho el valor de los metales que contiene. Todos los metales juntos tienen un valor total aproximado de veinte billones de dólares, pero el valor de un Marte terraformado está alrededor de los doscientos billones. Un tercio del Valor Mundial Bruto, y eso ni siquiera da una idea aproximada de su valor singular. No, Marte es una inversión en bioinfraestructura como las que he definido. Exactamente lo que Praxis está buscando.
—Pero adquisición… —dijo Art—. ¿A qué se refiere concretamente?
—No a qué, sino a quién.
—¿A quién?
—A la resistencia.
—¡La resistencia!
Fort le dio tiempo para digerirlo. La televisión, los tabloides y las redes estaban llenas de cuentos sobre los sobrevivientes de 2061: se decía que vivían en refugios subterráneos en las tierras salvajes del hemisferio sur, liderados por John Boone e Hiroko Ai, que abrían túneles por todas partes, que mantenían contacto con alienígenas, celebridades muertas y dirigentes del mundo. Art miró a Fort, un auténtico dirigente mundial sorprendido por la súbita certeza de que quizás había algo de cierto en todas esas fantasías pelucidarias.
—¿Existe de verdad? —preguntó. Fort asintió.
—Existe. No estoy en contacto directo con ellos, como usted comprenderá, y no sé cuál es su alcance real. Pero estoy seguro de que algunos de los Primeros Cien viven aún. ¿Recuerda las teorías de Taneev y Tokareva de las que les hablé el primer dia? pues bien, ellos dos, Ursula Kohl y el equipo biomédico que habían formado vivían en la aleta de Acheron, al norte del Monte Olimpo. Durante la guerra, el laboratorio fue destruirlo pero no se encontraron cadáveres. Hace seis años, un equipo de Praxis se trasladó allí y reconstruyó el complejo. Cuando las obras concluyeron, lo bautizaron Instituto Acheron y lo dejaron vacío. Todo está dispuesto pero no hay ninguna actividad, excepto una discreta conferencia anual sobre la teoría eco-económica que ellos propusieron. Sin embargo, el año pasado, cuando se clausuró la conferencia, uno de los equipos de limpieza encontró unas páginas en una bandeja de fax. Comentarios sobre una de las ponencias. Sin firma, sin origen. Pero estoy seguro de que su autor es Taneev o Tokareva, o alguien muy familiarizado con el trabajo de ellos. Y creo que no me equivoco al interpretarlo como un pequeño saludo. Un saludo muy pequeño, pensó Art. Fort pareció leerle el pensamiento.
—Acabo de recibir un saludo más claro. No sé de quién es. Se muestran muy cautos. Pero están allí.
Art tragó con dificultad. Si eso era cierto, se trataba de una noticia importante.
—Y usted quiere que yo…
—Quiero que vaya a Marte. Tenemos un proyecto allí que le servirá de tapadera: recuperar una sección del cable del ascensor caído. Y mientras usted se dedica a eso, yo haré las gestiones para ponerle en contacto con la persona que se comunicó conmigo. Usted no tendrá que tomar la iniciativa. Ellos darán el primer paso. Sólo una cosa: de momento no les dirá qué es exactamente lo que usted intenta hacer. Quiero que trabaje con ellos, que averigüe quiénes son y qué pretenden, y la extensión del movimiento. Y cómo podemos tratar con ellos.
—Es decir, que seré una especie de…
—Una especie de diplomático.
—Yo iba a decir espía.
Fort se encogió de hombros.
—Depende de con quién esté. Mi proyecto ha de permanecer en secreto. Me relaciono con directivos de las otras transnacionales y tienen miedo. Las posibles amenazas al orden establecido a menudo son reprimidas brutalmente. Y algunos ya ven a Praxis como una amenaza. Por eso existe un brazo oculto de Praxis, y la investigación en Marte será una parte de él. Si usted acepta, se unirá a la Praxis oculta. ¿Cree que podrá hacerlo?
—No lo sé. Fort rió.
—Por eso lo escogí para esta misión, Randolph. Usted parece sencillo. Soy sencillo, estuvo a punto de decir Art, pero se mordió la lengua, y luego preguntó:
—¿Por qué yo? Fort lo miró.
—Cuando adquirimos una compañía, examinamos a su personal. Leí su historial y pensé que usted tenía madera de diplomático.
—O de espía.
—A menudo son diferentes aspectos del mismo trabajo. Art frunció el ceño.
—¿Colocaron micrófonos en mi apartamento, en mi antiguo apartamento?
—No. —Fort volvió a reír.— Nosotros no hacemos esas cosas. Nos basta con el historial.
Art recordó el visionado nocturno de una de las sesiones.
—Eso y una de las sesiones de aquí —añadió Fort—. Para conocerlo mejor.
Art consideró la propuesta. Ninguno de los Dieciocho quería ese trabajo. Ni los estudiantes tampoco, seguramente. Había que ir a Marte y luego introducirse en un mundo invisible del que nadie sabía nada, y quizá para siempre. Mucha gente no consideraría la misión demasiado atractiva. Pero para alguien sin ataduras, quizás en busca de un nuevo empleo, con aptitudes para la diplomacia…
De modo que al final todo aquello sí había resultado ser un proceso de entrevistas. Jefe de Adquisición de Marte. Topo en Marte. Un espía en la casa de Ares. Embajador ante la Resistencia Marciana. Embajador en Marte. Madre mía, exclamó para sus adentros.
—Bien, ¿qué contesta?
—Iré —dijo Art.
William Fort no perdía el tiempo. En cuanto Art accedió a hacerse cargo de la misión en Marte, su vida se aceleró como un vídeo en avance rápido. Esa misma noche volvió a subir a la furgoneta sellada, y luego al avión sellado, esta vez solo, y cuando salió tambaleándose por la cinta mecánica amanecía en San Francisco.
Pasó por las oficinas de Dumpmines y se despidió de amigos y conocidos. Sí, repitió una y otra vez, he aceptado un trabajo en Marte. Recuperar una porción del cable del viejo ascensor. Es temporal. La paga es buena. Regresaré.
Esa tarde fue a su casa y empacó. Sólo tardó diez minutos. Luego se quedó de pie en medio del apartamento vacío, vacilante. Sobre el hornillo de la cocina estaba la sartén, el único vestigio de su vida anterior. Pensó en llevársela. Se detuvo frente a las maletas, atestadas y ya cerradas, y luego retrocedió y se sentó en la única silla con la sartén colgando de su mano.
Al rato llamó a Sharon, esperando encontrarse con el contestador automático; pero estaba en casa.
—Me voy a Marte —graznó.
Al principio ella no podía creérselo, pero cuando al fin lo admitió, se enfadó. Era una deserción pura y simple, huía de ella, pero si tú ya me has dado la patada, trató de decirle Art, pero Sharon ya había colgado. Dejó la sartén sobre la mesa y bajó las maletas a la acera. Al otro lado de la calle, un hospital público que administraba el tratamiento de longevidad estaba rodeado por el gentío habitual, cuyo turno de tratamiento se acercaba, y que acampaba en el aparcamiento del hospital para asegurarse de que las cosas no se torcían. La ley garantizaba el tratamiento a todos los ciudadanos de los EUA, pero las listas de espera en los centros públicos eran tan largas que la gente se preguntaba si viviría hasta que le llegase el turno. Art meneó la cabeza y detuvo a un peditaxi.
Pasó su última semana en la Tierra en un motel en Cabo Cañaveral. Fue un adiós lúgubre, pues Cabo Cañaveral era zona restringida. El lugar estaba ocupado principalmente por policía militar y personal de servicio, que mostraban una actitud bastante grosera hacia «los que se lamentaron demasiado tarde», como ellos llamaban a aquellos que esperaban para la partida. La extravagancia diaria del despegue lo dejaba a uno aprensivo o resentido, y en ambos casos bastante sordo. Por las tardes la gente andaba por ahí con los oídos zumbándoles y repitiendo ¿Qué?, ¿Qué?, ¿Qué? Para contrarrestar el problema la mayoría de los que vivían allí utilizaban tapones para los oídos: estaban sirviendo las mesas en el restaurante o hablando con los cocineros y de repente miraban el reloj, sacaban unos tapones de los bolsillos y se los colocaban, y entonces, bum, ahí iba otro cohete Novy Energía con dos transbordadores pegaditos a él, haciendo que el mundo entero temblase como gelatina. «Los que se lamentaron demasiado tarde» corrían a la calle tapándose las orejas para tener otra vista de lo que el futuro les deparaba, y contemplaban afligidos el bíblico pilar de humo y la cabeza de alfiler que describía un arco sobre el Atlántico. Los que vivían allí se quedaban donde estaban mascando chicle, esperando a que el estrépito se apagase. La única vez que demostraron algún interés fue una mañana en que la marea estaba alta y se supo que los asistentes a una fiesta habían nadado hasta la valla que rodeaba el pueblo y se habían colado dentro. Los de seguridad los habían perseguido hasta la zona de lanzamiento y se rumoreaba que varios habían muerto achicharrados por el despegue. Eso bastó para que unos cuantos lugareños saliesen a mirar, como si el pilar de humo y fuego fuese a tener un aspecto diferente.
Y un domingo por la mañana le llegó el turno a Art. Se levantó y se puso el mono provisto para la ocasión, que por cierto le sentaba fatal, moviéndose como en sueños. Se metió en una furgoneta con otro hombre que parecía tan aturdido como él, y le llevaron hasta la zona de lanzamiento. Le comprobaron la identidad por la retina, las huellas dactilares, la voz y la apariencia, luego, sin que hubiera logrado aún comprender el significado del proceso, lo metieron en un ascensor; bajó por un corto túnel, y fue a parar a una diminuta habitación en la que había ocho sillones que recordaban los de un dentista, todos ellos ocupados por personas con los ojos muy abiertos. Lo sentaron y lo ataron, y la puerta se cerró. Debajo de él se oyó un rugido vibrante, y se sintió primero aplastado y después ingrávido. Estaba en orbita.
Tras unos minutos, el piloto se desabrochó el cinturón y los pasajeros lo imitaron y se acercaron a las dos pequeñas ventanas para mirar afuera. Espacio negro, mundo azul, igual que en las películas, pero con la asombrosa alta definición de la realidad. Art vio debajo África Occidental y una gran oleada de náuseas inundó todas las células de su cuerpo.
Empezaba a recuperar ligeramente el apetito, después de una eternidad de mareo espacial, que en el mundo real parecía haber durado sólo tres días, cuando uno de los transbordadores continuos llegó tronando después de girar alrededor de Venus y aerofrenar hasta conseguir una órbita Tierra-Luna lo suficientemente lenta para permitir que los pequeños ferries lo alcanzaran. En algún momento de su mareo espacial, Art y los otros pasajeros habían sido transferidos a uno de esos ferries, que en el momento adecuado despegó y salió en persecución del transbordador. La aceleración del ferry era aún más pronunciada que la del despegue en Cabo Cañaveral, y cuando terminó Art volvía a ser víctima del vértigo y la náusea. Más ingravidez lo hubiese matado, y gimió sólo de pensarlo. Pero, felizmente, en el transbordador había un anillo rotando a una velocidad que generaba en algunas salas lo que ellos llamaban gravedad marciana. A Art le asignaron una cama en el centro de salud que ocupaba una de esas salas, y allí permaneció. Era incapaz de caminar en la peculiar ligereza de la g marciana: saltaba y se tambaleaba, y todavía se sentía magullado interiormente y mareado. Pero se mantenía bastante alejado de la náusea, y estaba agradecido, aunque no fuese un sentimiento apetecible.
El transbordador continuo era extraño. Debido a sus frecuentes aerofrenados en las atmósferas de la Tierra, Venus y Marte, en la forma que recordaba a un tiburón martillo. El anillo de habitaciones rotatorias estaba situado en la parte trasera de la nave, justo delante de los motores de propulsión y las plataformas de atraque. El anillo giraba, y uno caminaba con la cabeza hacia la línea central de la nave y los pies apuntando hacia las estrellas bajo el suelo.
A la semana de viaje, Art decidió darle otra oportunidad a la ingravidez, porque el anillo no tenía ventanas. Fue hasta una de las cámaras de tránsito a las zonas no rotatorias de la nave. Estaban en un estrecho anillo que se movía con la g del anillo, pero podía reducir la velocidad hasta igualarla con la del resto de la nave.
Las cámaras parecían las cabinas de un ascensor y tenían dos puertas. Cuando uno entraba y pulsaba el botón apropiado, iba reduciendo el número de rotaciones hasta detenerse por completo, y la puerta del otro extremo se abría y daba acceso al resto de la nave.
Art lo intentó. A medida que la cabina reducía la velocidad, él perdía peso y crecía la convulsión de su estómago. Cuando la puerta del otro extremo se abrió, sudaba copiosamente y sin saber cómo acababa de salir disparado hacia el techo. Se lastimó la muñeca al intentar protegerse la cabeza. El dolor se batía con la náusea, y ésta empezaba a prevalecer. Tuvo que hacer un par de carambolas para llegar al panel de control y apretar el botón. La sala volvió a ponerse en movimiento. Cuando la puerta se cerró, él descendió suavemente hasta el suelo, y un minuto después había regresado a la gravedad marciana y la puerta por la que había entrado se abría. Salió rebotando con gratitud, sin otra secuela que el dolor de la muñeca. La náusea era infinitamente más desagradable que el dolor, reflexionó. Más que ciertos niveles de dolor al menos. Tendría que conformarse con ver el paisaje exterior a través de los monitores.
Pero no estaba solo. La mayoría de los pasajeros y toda la tripulación pasaban casi todo el tiempo en el anillo de gravedad, que por consiguiente estaba bastante concurrido, como si en un hotel completo los huéspedes estuvieran siempre en el restaurante y el bar. Art había leído informes sobre los transbordadores continuos que los pintaban como Montecarlos volantes, con residentes permanentes ricos y aburridos. Una popular serie de cable estaba ambientada en un transbordador. La nave de Art, el Ganesh, no era así, desde luego. Era evidente que llevaba bastantes años dando vueltas por el sistema solar interior, y siempre al máximo de su capacidad: los interiores estaban algo destartalados, y si uno salía del anillo de gravedad el espacio parecía muy reducido, mucho más de lo que se esperaba después de ver los vídeos históricos sobre el Ares. Pero los Primeros Cien habían vivido en un espacio cinco veces mayor que el del anillo de g del Ganesh, y éste transitaba quinientos pasajeros.
Por fortuna, el vuelo sólo duraba tres meses. Así que Art se acomodó lo mejor que pudo y vio mucha televisión, sobre todo documentales sobre Marte. Comía en un comedor que pretendía parecerse al de los grandes transatlánticos de los años veinte del siglo anterior, y jugaba alguna vez en el casino, a imitación de los Casinos de Las Vegas de los años setenta. Pero sobre todo dormía y miraba la televisión, y las dos actividades se fundían de tal modo que soñaba muy lúcidamente con Marte y los documentales adquirían una lógica surreal. Vio la famosa grabación del debate Russell-Clayborne, y esa noche soñó que discutía infructuosamente con Ann Clayborne, quien, como en los vídeos, se parecía a la mujer del granjero de American Gothic, solo que más demacrada y severa. Hubo otra película, grabada desde un avión teledirigido, que lo impresionó: el avión se había lanzado en picado desde el borde de uno de los gigantescos acantilados de Marineris y había descendido durante casi un minuto antes de enderezarse en un vuelo rasante sobre la roca y el hielo revueltos del suelo del cañón. Durante las semanas que siguieron, Art tuvo el mismo sueño recurrente: él era quien caía, y se despertaba justo antes del impacto. Al parecer algunas partes de su inconsciente consideraban la decisión de ir a Marte como un error. Ignoró estos pensamientos, comió con regularidad y practicó la marcha. Estaba en un compás de espera. Equivocado o no, se había comprometido.
Fort le había dado un código de transmisión e instrucciones de informarle regularmente, pero en tránsito no había gran cosa de la que informar. Obediente, enviaba un informe mensual, siempre el mismo: En camino. Sin novedad. Nunca hubo respuesta.
Y entonces Marte creció como una naranja arrojada contra las pantallas de televisión, y poco después volvieron a aplastarse contra los sillones de gravedad a causa de un aerofrenado extremadamente violento. Luego se aplastaron contra los sillones del ferry. Art pasó por estas abrumadoras deceleraciones como un veterano, y después de una semana en órbita, todavía rotando, atracaron en Nuevo Clarke. Nuevo Clarke tenía una gravedad muy reducida, que apenas mantenía a la gente con los pies en el suelo. El mareo espacial de Art regresó. Y todavía tenía que esperar dos días antes de tomar el ascensor.
Las cabinas del ascensor parecían hoteles altos y estilizados, y trasportaban su apretujada carga humana hacia el planeta durante cinco días, sin una gravedad de la que pudiera hablar hasta las dos últimas jornadas, cuando se hizo cada vez más fuerte. La cabina redujo su velocidad y entró suavemente en la instalación conocida como el Enchufe, al oeste de Sheffield, sobre el Monte Pavonis, y la gravedad se convirtió en algo parecido a la del anillo del Ganesh. Pero una semana de mareo espacial había dejado a Art destrozado, y cuando la puerta de la cabina se abrió y los guiaron hasta algo muy parecido a una terminal de aeropuerto, descubrió que apenas se tenía en pie. Le sorprendía lo mucho que la náusea le quitaba a uno el deseo de vivir. Habían pasado cuatro meses desde que recibiera el fax de William Fort.
El viaje desde el Enchufe a la ciudad de Sheffield propiamente dicha se hacía en metro, pero Art se encontraba en un estado tan deplorable que habría sido incapaz de disfrutar del paisaje si lo hubiese habido. Agotado y vacilante, caminó detrás de alguien de Praxis por el vestíbulo, dando saltitos sobre las puntas de los pies, y luego se derrumbó agradecido en la cama de una pequeña habitación. La gravedad marciana parecía benditamente sólida cuando uno estaba acostado, y pronto se quedó dormido.
Cuando despertó no recordaba dónde estaba. Miró alrededor, desorientado, preguntándose adonde habría ido Sharon y por qué su habitación había encogido tanto. Entonces le vino todo a la memoria. Estaba en Marte.
Gimió y se incorporó. Se sentía afiebrado y sin embargo despegado de su cuerpo, y todo latía ligeramente, aunque las luces de la habitación parecían funcionar con normalidad. Unas cortinas cubrían la pared frente a la puerta, y él se levantó, fue hacia ellas y las descorrió de un tirón.
—¡Ey! —gritó, retrocediendo de un salto, como si despertase por segunda vez.
Era como la vista que se tiene desde la ventanilla de un avión. Un espacio abierto interminable, un cielo de color amoratado, el sol como una burbuja de lava. Y muy lejos abajo se extendía una llanura rocosa, circular, como si estuviese en el fondo de un enorme acantilado, demasiado circular, de hecho, para ser un accidente natural. Era difícil estimar a qué distancia se encontraba la pared opuesta del acantilado. Los accidentes de la pared eran perfectamente visibles, pero las estructuras del borde opuesto eran diminutas: lo que parecía ser un observatorio habría cabido en la cabeza de un alfiler.
Puesto que habían aterrizado en Sheffield, ésa era, concluyó, la caldera de Monte Pavonis. Por tanto, unos sesenta kilómetros le separaban de ese observatorio, según recordaba Art de los documentales, y había una caída de cinco mil metros hasta el suelo. Y todo ello completamente vacío, rocoso, inviolado, primordial: de roca volcánica desnuda, como si se hubiese enfriado la semana antes, sin señales humanas, sin señales de terraformación. Debía haberle causado la misma impresión a John Boone medio siglo antes. Y tan… alienígena. Y tan grande. Art había echado un vistazo a las calderas del Etna y del Vesubio en la Tierra durante unas vacaciones, cuando trabajaba en Teherán, dos cráteres grandes según los estándares terranos. Pero podía caber un millar de ellos en ése de ahí abajo, en esa cosa, en ese agujero…
Corrió las cortinas y se vistió despacio, su boca imitando la forma de la sobrenatural caldera.
Una amable guía de Praxis llamada Adrienne, con la altura suficiente para ser una nativa marciana, pero con un marcado acento australiano, lo recogió y los llevó a él y a media docena de otros recién llegados a recorrer la ciudad. Resultó que se alojaban en la parte más baja de ésta. Pero Sheffield estaba extendiéndose para tener el máximo número de alojamientos con vistas sobre la caldera que tanto había desconcertado a Art.
Un ascensor los subió unos cincuenta pisos y los dejó en el vestíbulo de un nuevo y reluciente edificio de oficinas. Salieron por las grandes puertas giratorias y emergieron a un bulevar amplio y herboso. Pasaron ante edificios achaparrados con fachadas de piedra pulida y grandes ventanales, separados por calles estrechas y verdes, y ante muchos otros en diferentes estadios de construcción. Sería una hermosa ciudad: predominaban los edificios de tres o cuatro pisos, que se hacían cada vez más altos a medida que se avanzaba hacía el sur, lejos del borde de la caldera. Las calles verdes hervían de gente y pequeños tranvías circulaban por estrechos raíles tendidos sobre la hierba. Reinaba el bullicio y la excitación, sin duda a causa de la llegada del nuevo ascensor. Una ciudad en auge.
El primer sitio que visitaron fue un estrecho parque curvo atravesado por un bulevar que daba sobre la caldera. Se acercaron a una casi invisible tienda que envolvía la ciudad, sostenida por transparentes arcos geodésicos anclados en un muro perimétrico de un metro de altura.
—La tienda tiene que ser más fuerte aquí en Pavonis —les explicó Adrienne— porque la atmósfera exterior es aún muy tenue. Por más que hagamos siempre será un diez por ciento más tenue que en las tierras bajas.
Después los llevó a una burbuja de observación que sobresalía en el muro de la tienda. El suelo de la burbuja era transparente, si miraban hacia abajo entre sus píes tenían una vista directa del fondo de la caldera, unos cinco mil metros más abajo. Todos lanzaron exclamaciones, alborozados, y Art se balanceó sobre el suelo transparente, un poco incómodo. Tenía una perspectiva de todo el ancho de la caldera: el borde norte se encontraba a la misma distancia que el Monte Tamalpais y las colinas Napa cuando uno descendía sobre el aeropuerto de San José. Ésa no era una distancia extraordinaria. Pero la profundidad, la profundidad más de cinco mil metros…
—¡Menudo agujero, eh! —exclamó Adrienne.
Unos telescopios fijos y unas placas con mapas les permitieron localizar el primitivo Sheffield, en el fondo de la caldera. Art se había equivocado al creer inviolada la naturaleza de la caldera: los insignificantes taludes al pie de la pared del acantilado, en los que se advertían algunos centelleos, eran en realidad las ruinas de la ciudad original.
Adrienne describió con sumo placer la destrucción de la ciudad en 2061. La caída del cable del ascensor había aplastado los barrios al este del Enchufe en los primeros momentos. Pero después el cable había rodeado todo el planeta y descargado un segundo golpe brutal en la zona sur, que había hecho ceder una falla en el borde de basalto cuya existencia se desconocía. Casi un tercio de la ciudad estaba en el lado indebido de la falla y se precipitó hacia el fondo de la caldera. Los dos tercios restantes fueron aplastados por el cable. Los habitantes habían sido evacuados en las cuatro horas que mediaron entre el desprendimiento de Clarke y la segunda vuelta del cable, por lo que la pérdida de vidas fue mínima. Pero Sheffield había quedado arrasada por completo.
Durante muchos años, les siguió explicando Adrienne, el lugar había permanecido abandonado, una ciudad en ruinas como tantas otras después de la sublevación del sesenta y uno. La mayoría nunca fueron reconstruidas, pero Sheffield seguía siendo el lugar ideal para anclar un ascensor espacial. Subarashii empezó a organizar la construcción en el espacio de un nuevo ascensor a finales de la década de 2080, y muy pronto se acometió la reconstrucción en la superficie. Un detallado estudio areológico descubrió la existencia de otras fallas en el borde sur, lo que justificó la construcción en el mismo lugar que antes. Los vehículos de demolición arrojaron las ruinas de la antigua ciudad por el borde, habilitaron la sección más oriental de la ciudad, la zona del viejo Enchufe, como una suerte de monumento conmemorativo del desastre, que justificó el desarrollo de una pequeña industria turística, la principal fuente de ingresos en los años improductivos que precedieron a la reinstalación del ascensor.
La siguiente etapa de la visita los llevó al exterior para ver esa pizca de historia en conserva. Tomaron un tranvía hasta una puerta en el muro este, y luego, a través de un tubo transparente, pasaron a una tienda más pequeña que cubría las ruinas calcinadas, la mole de hormigón del viejo Enchufe y el cabo inferior del cable caído. Caminaron por un sendero acordonado del que se habían quitado las ruinas, mirando con curiosidad los fundamentos y las tuberías retorcidas. Parecía el resultado de un bombardeo masivo.
Se detuvieron un momento bajo el extremo del cable, y Art lo observó con interés profesional. El gran cilindro de filamentos de carbono ennegrecidos parecía haber sufrido pocos daños en la caída, aunque lo cierto era que esa parte había golpeado Marte con menos fuerza. El extremo se había desplomado en el interior del gran bunker de hormigón del Enchufe, explicó Adrienne, y luego fue arrastrado un par de kilómetros cuando el cable se precipitó por la pendiente oriental de Pavonis. Eso no era demasiado para un material diseñado para soportar la tracción de un asteroide que giraba más allá del punto areosincrónico.
Y ahí estaba, como esperando que volviesen a colocarlo en su lugar: cilíndrico, dos pisos de altura, la masa ennegrecida incrustada de acero y anillos. La tienda sólo cubría unos cien metros de cable; después se extendía al descubierto sobre la ancha meseta, hacia el este, hasta desaparecer por el borde, el horizonte que veían. Desde fuera de la ciudad se apreciaba mejor el inmenso Monte Pavonis: el borde tenía una extensión pasmosa, una rosquilla de tierra llana de unos treinta kilómetros de ancho, desde el abrupto borde interior de la caldera hasta la caída más gradual de las laderas del volcán. Desde el lugar en que estaban no alcanzaba a verse nada del resto de Marte, y tenían la sensación de estar de pie en un encumbrado mundo circular, bajo un cielo azul.
Al sur, el nuevo Enchufe parecía un titánico bunker de hormigón: el nuevo cable del ascensor se levantaba hacia el cielo como una versión del truco indio de la soga, delgado, negro y recto como una plomada. La porción visible parecía un rascacielos muy alto, y dada la desolación que lo rodeaba y la inmensidad del desnudo pico rocoso del volcán, parecía muy frágil, como si fuese un único filamento de nanotubo de carbono y no un manojo de millones de ellos, la estructura más resistente jamás creada.
—Qué extraño —dijo Art, sintiéndose hueco e inestable.
Después de la visita a las ruinas, Adrienne los llevó a un café restaurante en el centro de la nueva ciudad, donde comieron. Podían haber estado en el corazón de un barrio de moda en cualquier ciudad: Houston, Tbilisi u Otawa, en un lugar donde el bullicio de la construcción revelaba una prosperidad reciente. Cuando emprendieron el regreso a sus alojamientos, el metro les pareció igualmente familiar, y cuando salieron, el vestíbulo del edificio de Praxis era el de un hotel de lujo. Todo familiar, tanto que volvió a impresionarle entrar en su habitación y ver, al asomarse a la ventana, el sobrecogedor espectáculo de la caldera: la realidad de Marte, inmenso y rocoso, que parecía atraerlo con una fuerza irresistible a través de la ventana. Y de hecho, si el cristal se rompiese, con la diferencia de presión ese espacio lo absorbería de inmediato. Una eventualidad improbable, pero aun así la imagen le provocó un escalofrío. Corrió las cortinas.
Y después de eso las mantuvo siempre corridas, y procuró mantenerse lejos de la ventana. Por la mañana se vestía, dejaba la habitación deprisa y asistía a las sesiones de orientación que dirigía Adrienne, junto a una docena de recién llegados. Después de comer con algún compañero, durante la tarde paseaba por la ciudad, trabajando con aplicación en la mejora de su técnica de marcha. Una noche se decidió a enviar un informe codificado a Fort: En Marte, recibiendo orientación. Sheffield es una ciudad hermosa. Mi habitación tiene una vista magnifica. No hubo respuesta.
La orientación de Adrienne incluía visitar muchos de los edificios de Praxis, tanto en Sheffield como en el borde este, para conocer a la gente que dirigía las operaciones marcianas de la transnacional. Praxis tenía una presencia más importante en Marte que en Norteamérica. Durante sus paseos de la tarde Art trataba de determinar la fuerza relativa de las transnacionales observando las pequeñas placas de los edificios. Todas estaban allí: Armscor, Subarashii, Oroco, Mitsubishi, Shellalco, Gentine, todas. Y todas ocupaban un complejo de edificios o incluso barrios enteros de la ciudad. Era evidente que su presencia se debía al ascensor, que había convertido a Sheffield nuevamente en la ciudad más importante del planeta. Estaban invirtiendo el dinero a manos llenas en la ciudad, construyendo subdivisiones submarcianas, e incluso suburbios enteros con tienda independiente. La verdadera riqueza de las transnacionales se manifestaba en todas las construcciones. Y también, pensó Art, en la manera de moverse de la gente: había muchos que andaban a saltos por las calles, tan torpes como él mismo, ejecutivos o ingenieros de minas o profesionales diversos recién llegados, con el ceño fruncido, concentrados en el simple acto de caminar. No era ninguna hazaña distinguir a los nativos, altos y jóvenes, y con una coordinación felina; pero estaban en franca minoría en Sheffield, y Art se preguntó si ocurriría lo mismo en el resto de Marte.
En cuanto a la arquitectura, el espacio bajo la tienda estaba muy solicitado, y por eso los edificios eran voluminosos, a menudo cúbicos, ocupaban las parcelas hasta la calle y se alzaban hasta casi tocar la tienda. Cuando se hubiesen concluido todas las obras, sólo la red de diez plazas triangulares, los anchos bulevares y el parque curvo a lo largo del borde evitarían que la ciudad fuese una masa continua de rascacielos revestidos de piedra pulida de todas las tonalidades del rojo. Era una ciudad concebida para los negocios.
Y Art tenía la impresión de que Praxis iba a obtener una buena tajada en esos negocios. Subarashii era el contratista general del ascensor, pero Praxis suministraba el software, como había hecho con el primer ascensor, y también algunas cabinas y parte del sistema de seguridad. Se enteró de que todas esas asignaciones las había hecho un comité, la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas, supuestamente parte de las Naciones Unidas, pero controlado en realidad por las transnac. Y Praxis se había mostrado tan agresiva como las demás en ese comité. William Fort podía estar interesado en la bioinfraestructura, pero obviamente las infraestructuras corrientes no estaban excluidas del campo de operaciones de Praxis. Había divisiones de Praxis construyendo sistemas de suministro de agua, pistas de trenes, ciudades en los cañones, generadores de energía eólica y plantas areotermales. Sin embargo, las fuentes de energía locales eran la especialidad de la subsidiaria de Praxis Energía Interior, y eso hacía, trabajar duro en la retaguardia.
La subsidiaria local de recuperación, el equivalente marciano de Dumpmines, se llamaba Oroboro, y al igual que Energía Interior era bastante pequeña. A decir verdad, como los empleados de Oroboro se apresuraron a informarle a Art la mañana que los visitó, no había una gran producción de basura en Marte, casi todo se reciclaba o se utilizaba para crear suelo agrícola, de modo que el vertedero de los asentamientos era más bien un depósito para guardar materiales variados en espera de ser reutilizados. Oroboro, por tanto, se ocupaba de encontrar y recoger la basura y las aguas residuales digamos recalcitrantes —tóxicas, aisladas o simplemente molestas—, y luego buscaba formas de remilgarlas.
El equipo de Oroboro en Sheffield ocupaba una planta en el edificio de Praxis en la parte baja de la ciudad. La compañía había iniciado sus actividades excavando en la vieja ciudad antes de que las ruinas fuesen arrojadas por el borde de la caldera con tan poca ceremonia. Un hombre llamado Zafir dirigía el proyecto de recuperación del cable caído. Él, Adrienne y Art fueron a la estación de trenes y tomaron un suburbano. Un corto trayecto a lo largo del borde oriental los llevó a una línea de tiendas en las afueras. Una de las tiendas era el almacén de Oroboro, y junto a ella, entre otros muchos vehículos, había una gigantesca fábrica móvil, a la que llamaban la Bestia. La Bestia dejaba el SuperRathje a la altura de un utilitario: era un edificio más que un vehículo, y casi enteramente robótico. Otra Bestia ya estaba en el exterior procesando el cable en Tharsis oeste, y le asignaron a Art una inspección sobre el terreno. Zafir y un par de técnicos le enseñaron las entrañas del vehículo de entrenamiento. Terminaron la visita en un amplio compartimiento en el piso de arriba, donde se alojaban los visitantes.
Zafir estaba entusiasmado por lo que la Bestia había encontrado en Tharsis.
—La verdad es que con sólo la recuperación del filamento de carbono y las hélices de gel de diamante ya tenemos una fuente de ingresos básica —dijo—. Y hemos encontrado algunas exóticas rocas metamórficas brechadas en el hemisferio final de la caída. Pero lo que le interesará de veras serán los buckybalh. —Zafir era un experto en esas diminutas esferas geodesicas de carbono llamadas buckminsterfullerenes, y hablaba de ellas con entusiasmo—. Las temperaturas y las presiones en la zona de caída al oeste de Tharsis resultaron ser similares a las que se emplean en los reactores de arco para la síntesis de los fullerenes. Así que tenemos cien kilómetros de cable en los que el carbono de la parte inferior está constituido casi enteramente por buckyballs. Casi todos de sesenta, pero hay algunos de treinta, y distintos superbuckies.
Algunos de los superbuckies contenían átomos de otros elementos atrapados en las redes de carbono. Esos «fullerenes rellenos» eran útiles en la fabricación de compuestos, pero muy costósos de obtener en laboratorio debido a la gran cantidad de energía requerida. Por tanto, era un hallazgo extraordinario.
—Ahora estamos clasificando los superbuckies para cuando llegue su cromatógrafo de iones.
—Comprendo —dijo Art.
Art había trabajado con cromatógrafos de iones en los análisis en Georgia, y ésa era la razón aparente para que lo enviaran allí, al fin del mundo. En los días que siguieron, Zafir y algunos técnicos instruyeron a Art en el manejo de la Bestia. Acabada la clase solían comer juntos en un pequeño restaurante en la tienda de las afueras en el borde este. Después de la puesta de sol tenían una vista magnífica de Sheffield, a unos treinta kilómetros sobre el borde curvo, resplandeciendo en el atardecer como una lámpara suspendida sobre el abismo negro.
Mientras comían y bebían, las conversaciones rara vez derivaban hacia el proyecto de Art, y considerando la cuestión Art concluyó que tal vez se trataba de una cortesía deliberada por parte de sus colegas. La Bestia funcionaba de manera autónoma y a pleno rendimiento, y aunque la clasificación de los recién descubiertos fullerenes rellenos planteaba algunos problemas, seguro que allí había técnicos en cromatógrafos de iones que podían solucionarlos sin necesidad de ayuda. Por tanto, no había razón para que Praxis mandase a Art desde la Tierra. Tenía que haber gato encerrado. Y por eso el grupo evitaba el tema, para que Art no se viera obligado a mentir, encogerse de hombros o apelar de manera explícita a la confidencialidad.
Art se habría sentido incómodo en cualquiera de esas actitudes, y apreció el tacto que demostraban. Pero eso imponía también una cierta distancia en las conversaciones. Fuera de las clases de orientación raras veces coincidía con los otros recién llegados de Praxis, y no conocía a nadie mas en la ciudad o en el planeta. Se sentía un poco solo y veía transcurrir los días con una creciente sensación de inquietud, de opresión incluso. Seguía ocultando el panorama de la caldera con las cortinas y comía en restaurantes alejados del borde. La situación empezó a parecerse a la vivida en el Ganesh, que ahora recordaba como terrible. Algunas veces tenía que rechazar la sensación de que había sido un error dejar la Tierra.
Por eso, después de la última charla de orientación, en un almuerzo informal en el edificio de Praxis, Art bebió más de lo acostumbrado e inhaló de una alta bombona un poco de óxido nitroso. Le habían dicho que la inhalación de drogas recreativas era una costumbre bastante extendida entre los obreros de la construcción marcianos, e incluso había pequeñas bombonas de diversos gases en los expendedores de algunos lavabos públicos. En verdad, el óxido nitroso incrementaba la cualidad burbujeante del champán; era una buena combinación, como los cacahuetes y la cerveza, o el helado y la tarta de manzana.
Luego paseó por las calles de Sheffield saltando erráticamente, sintiendo que el champán nitroso combinado con la gravedad marciana lo hacía sentirse demasiado ligero. Técnicamente pesaba alrededor de cuarenta kilos en Marte, pero mientras caminaba se sentía como si sólo fueran cinco. Una sensación extraña y desagradable. Como si caminase sobre vidrio encerado.
Estuvo a punto de chocar con un hombre joven, un poco más alto que él, de cabellos negros, esbelto y grácil como un pájaro, que lo esquivó y luego lo ayudó a mantener el equilibrio, todo con el mismo movimiento suave y fluido.
El joven lo miró a los ojos.
—¿Es usted Arthur Randolph?
—Sí —contestó Art sorprendido—. Yo soy. ¿Y quién es usted?
—Soy la persona que contactó con William Fort —dijo el joven.
Art se detuvo bruscamente, y se balanceó. El joven lo mantuvo derecho con una suave presión, y Art sintió el calor de la mano en su brazo. El joven sonreía amigablemente y su mirada era franca. Debía de tener unos veinticinco años, juzgó Art, o tal vez menos; un joven apuesto de piel cobriza, gruesas cejas negras y ojos ligeramente asiáticos sobre unos pómulos prominentes. Una mirada inteligente y curiosa, y un magnetismo indefinible.
A Art le cayó bien sin que pudiera decir por qué. Era sólo una sensación.
—Llámame Art —dijo.
—Yo soy Nirgal —dijo el joven—. Bajemos al Parque del Mirador.
Art lo siguió por el herboso bulevar que llevaba al parque del borde. Allí pasearon por el sendero que corría junto al muro exterior, y Nirgal lo ayudó a controlar sus movimientos de borracho.
—¿Para qué ha venido? —preguntó Nirgal, y su voz y su expresión indicaban que no se trataba de una pregunta superficial.
Art fue cauto.
—Para ayudar.
—Así pues, ¿se unirá a nosotros?
De nuevo la actitud del joven reveló que se refería a algo diferente, fundamental.
Y Art contestó:
—Sí. Cuando ustedes quieran.
Nirgal sonrió, una rápida sonrisa de deleite que dominó sólo en parte antes de decir:
—Bien. Estupendo. Pero mire, debe saber que estoy haciendo esto por mi cuenta. ¿Comprende? Hay gente que no lo aprobaría. Por eso quiero que usted se introduzca entre nosotros como si fuese por accidente. ¿Le parece bien?
—Me parece bien. —Art sacudió la cabeza, confuso.— Es como pensaba hacerlo de todas maneras.
Nirgal se detuvo junto a la burbuja de observación, tomó la mano de Art y la retuvo. Su mirada, franca e impávida, era otro tipo de contacto.
—Bien. Gracias. De momento siga con lo que ha estado haciendo. Continúe con su proyecto de recuperación; nosotros lo recogeremos. Después volveremos a encontrarnos.
Y se marchó, cruzando el parque en dirección a la estación de trenes, moviéndose con los pasos delicados y largos propios de los jóvenes nativos. Art lo observó, tratando de recordar todos los detalles del encuentro y determinar por qué había sido tan denso. La mirada del joven, decidió; no la intensidad inconsciente que uno ve a veces en los jóvenes, sino otra cosa, una especie de energía humorística. Recordó la risa súbita del muchacho cuando Art había dicho (prometido) que se uniría a ellos. Art sonrió.
Cuando regresó a la habitación fue derecho a la ventana y descorrió las cortinas. Se sentó a la mesa que había junto a la ventana, activó el atril y buscó Nirgal. No había ninguna persona con ese nombre en los registros. Había un Nirgal Vallis, entre la Cuenca de Argyre y Valles Marineris, uno de los mejores ejemplos de canales excavados por el agua del planeta, decía el atril, largo y sinuoso. La palabra era el nombre babilonio de Marte.
Art volvió a la ventana y pegó la nariz al cristal. Miró abajo, hacia la garganta de la cosa, al corazón rocoso del monstruo. Las curvas surcadas de bandas horizontales, la ancha llanura circular tan lejos y tan abajo, la línea brusca donde se encontraba con el muro, los infinitos matices de castaño, orín, negro, tostado, anaranjado, amarillo, rojo… rojo allá donde mirase, todas las variaciones del rojo… Bebió el paisaje, por primera vez sin miedo. Y mientras contemplaba el enorme corazón del planeta, un nuevo sentimiento saltó y reemplazó al miedo, y él se estremeció y saltó también, en una pequeña danza. Podía afrontar esa vista. Podía afrontar la gravedad. Había conocido a un marciano, un miembro de la resistencia, un joven con un extraño carisma, y lo volvería a ver, y conocería a otros… Estaba en Marte.
Unos días más tarde, en la pendiente occidental del Monte Pavonis, Art conducía un pequeño rover por una estrecha carretera paralela a una franja de escombros volcánicos con lo que parecía la vía de un tren cremallera encima. Había enviado un último mensaje codificado a Fort en el que le decía que partía, y había recibido la única respuesta hasta el momento: Buen viaje.
La primera hora de marcha le deparó un paisaje que todos le habían anunciado como el más espectacular. Pasó por encima del borde occidental de la caldera y empezó el descenso de la pendiente externa del vasto volcán. Esto ocurría sesenta kilómetros al este de Sheffield. Dejó atrás el borde sudoeste de la vasta meseta y muy abajo y muy lejos apareció un horizonte: una franja blanca y brumosa, ligeramente curva, como la vista que se tenía de la Tierra desde la ventanilla de un avión espacial. Y en cierto modo era lo mismo, porque la cumbre de Pavonis se levantaba unos veintiocho mil metros sobre Amazonis Planitia. Era un panorama soberbio, el recordatorio más contundente de la formidable altura de los volcanes de Tharsis. Y de hecho, en esos momentos tenía una magnífica vista del Monte Arsia, el volcán más meridional de los tres que jalonaban Tharsis, que se levantaba en el horizonte a su izquierda como un planeta vecino. ¡Y lo que parecía una nube negra al noroeste, en la línea del horizonte podía muy bien ser el Monte Olimpo!
Así que aunque aquel primer día de viaje fue todo cuesta atajo, Art mantuvo alto el ánimo. «¡Toto, es imposible que esto sea Kansas todavía!
¡Hemos salido… a visitar al mago! ¡El maravilloso mago de Marte!»
La carretera corría paralela a la línea de caída del cable, había golpeado la cara oeste de Tharsis con una fuerza tremenda, no tanta como durante la vuelta final, desde luego, pero si para crear los interesantes superbuckies que Art tenía que estudiar. Pero la Bestia con la que iba a reunirse ya había recuperado el material del cable en esa zona. Lo único que quedaba era una vía férrea de aspecto anticuado y otra de tren cremallera. La Bestia había fabricado esas vías a partir del carbono del cable, y había utilizado otras partes del cable y magnesio del suelo para construir vagonetas con alimentación autónoma que subían el material recuperado por la pendiente de Pavonis hasta las instalaciones de Oroboro en Sheffield. Un buen trabajo, pensó Art mientras observaba el avance de una pequeña vagoneta robot por la vía que llevaba a la ciudad. La vagoneta, negra y achaparrada, y movida por un sencillo motor que se agarraba a la vía cremallera, sin duda llevaba filamentos de nanotubo de carbono bajo aquel gran bloque rectangular de diamante. Art había oído hablar de eso en Sheffield, y no se sorprendió al verlo. El diamante se había recuperado de la doble hélice que reforzaba el cable, pero los bloques en realidad eran mucho menos valiosos que el filamento de carbono. Eran como una escotilla llamativa y nada más. Pero eran bonitos. En el segundo día de viaje, Art dejó atrás el inmenso cono de Pavonis y entró en la protuberancia de Tharsis propiamente dicha. Allí el terreno estaba sembrado de rocas y cráteres de meteoritos en mayor proporción que en la ladera del volcán. Y en las zonas bajas todo estaba cubierto por un manto de nieve y arena, a partes iguales. Ésa era la pendiente de los neveros de Tharsis oeste, una zona donde las tormentas que venían del oeste descargaban montañas de nieve que nunca se derretía; se acumulaba año tras año y compactaba la nieve del fondo. De momento se trataba sólo de nieve aplastada, neveros, pero con los años la compactación convertiría las capas inferiores en hielo, y las vertientes serían glaciares.
Las pendientes estaban puntuadas por grandes rocas y pequeños anillos de cráteres, la mayoría de menos de un kilómetro de diámetro, y si no hubiese sido por la nieve arenosa que los llenaba se habría dicho que se habían abierto el día antes.
Art divisó a la Bestia a muchos kilómetros de distancia, recuperando el cable. La parte superior asomó en el horizonte occidental y durante la hora siguiente el resto fue haciéndose visible. La vasta pendiente desnuda parecía más pequeña que su gemela en el este. Pero cuando Art se acercó la Bestia se reveló tan grande como una manzana de bloques. Incluso tenía un agudo cuadrado en la base de un costado que parecía la entrada de un parking. Art condujo hacia ese agujero —la Bestia avanzaba tres kilómetros al día, de modo que no era ninguna hazaña alcanzarla—, y una vez dentro subió por una rampa curva que llevaba un túnel corto con una antecámara. Allí habló por radio con la de la Bestia, y unas puertas se cerraron detrás del rover; un minuto después pudo salir del coche y entrar en un ascensor, que le subió hasta la cubierta de observación.
No le llevó mucho tiempo darse cuenta de que la vida dentro de la Bestia no era precisamente excitante, y después de consultarlo con Sheffield y de echarle una ojeada al cromatógrafo de iones del laboratorio, Art volvió al coche y salió a explorar los alrededores. Así funcionaban las cosas cuando se trabajaba en la Bestia, le había asegurado Zafir. Los rovers eran como los peces piloto que nadan alrededor de una gran ballena, y aunque la vista desde la cubierta de observación era hermosa, la mayoría de la gente acababa pasando buena parte del tiempo conduciendo por el exterior.
Y lo mismo hizo Art. El cable caído que se extendía delante de la Bestia mostraba claramente que allí el impacto había sido mucho más duro que en el tramo inicial. Un tercio del diámetro había quedado enterrado, y el cilindro estaba aplastado y mostraba profundas grietas alargadas en los costados que dejaban al descubierto su estructura, formada por manojos de filamentos de nanotubo de carbono, una de las sustancias más resistentes conocidas por la ciencia de los materiales, aunque, según decían, el material del cable del ascensor actual era más fuerte aún.
La Bestia, cuatro veces más alta que el cable, trabajaba a horcajadas sobre esos escombros. El semicilindro carbonizado desaparecía en el interior de una abertura en la parte frontal; de las entrañas de la Bestia salía un estruendo sordo, lejano, casi subsónico. Y cada día, a eso de las dos de la tarde, una puerta en la parte trasera se abría sobre los raíles que excretaba la Bestia, y surgía una vagoneta coronada de diamante, centelleando a la luz del sol, y se deslizaba rumbo a Pavonis. Luego desaparecía por el alto horizonte oriental, en la aparente «depresión» que se abría ahora entre Art y Pavonis, unos diez minutos después de haber emergido de su creadora.
Después de presenciar la partida diaria, Art solía salir en uno de los peces piloto para estudiar cráteres y grandes bloques aislados, aunque en realidad buscaba a Nirgal, o lo esperaba. Después de varios días de esta rutina, añadió el hábito de ponerse un traje y dar un paseo por el exterior durante unas horas cada tarde, y caminando junto al cable o al pez piloto, o adentrándose en el terreno circundante.
Era un terreno de aspecto extraño, no sólo a causa de la distribución regular de millones de rocas negras, sino porque los vientos cargados de arena habían esculpido fantásticas figuras en la nieve endurecida: aristas, troncos, hondonadas, colas en forma de lágrima detrás de las piedras… Esas figuras recibían el nombre de sastrugi. Era divertido caminar entre aquellas extravagantes y aerodinámicas extrusiones de nieve rojiza.
Hizo lo mismo día tras día. La Bestia avanzaba lentamente hacia el oeste. Art descubrió que la cara superior de las rocas desnudas castigadas por el viento a menudo estaban coloreadas por copos diminutos, escamas de liquen rápido, una especie que crecía deprisa, al menos para un liquen. Art recogió un par de piedras, y se las llevó a la Bestia, y leyó sobre esos líquenes con curiosidad. Eran al parecer fruto de la ingeniería genética, líquenes criptoendoliticos, es decir, que vivían en la roca, y a esa altitud su vida era precaria. El artículo decía que empleaban casi el noventa y ocho por ciento de su energía para sobrevivir, y menos del dos por ciento para reproducirse, lo cual representaba un gran avance con respecto a los especímenes terranos de los que procedían.
Pasaron los días, y luego las semanas. ¿Qué podía hacer? Siguió recogiendo liquen. Una de las variedades criptoendolíticas que encontró fue la primera especie capaz de sobrevivir en la superficie marciana, decía el atril, y había sido diseñada por miembros de los míticos Primeros Cien. Partió algunas rocas para poder observarlos más de cerca, y descubrió franjas de liquen que crecían en el centímetro más periférico de la roca: primero una banda amarilla, debajo una banda azul y luego una verde. Después de ese descubrimiento se detenía a menudo durante sus paseos, se arrodillaba y pegaba el visor a las rocas coloreadas que asomaban entre la nieve, asombrado por las crujientes escamas y sus hermosos colores: amarillo, oliva, verde caqui, verde bosque, negro, gris.
Una tarde detuvo el pez piloto muy lejos al norte de la Bestia, y salió a dar un paseo y recoger muestras. Cuando regresó, la puerta de la antecámara lateral del pez piloto no se abría.
—¿Qué demonios sucede? —dijo en voz alta.
Había pasado mucho tiempo y ya había olvidado que tarde o temprano tenia que ocurrir algo. Y por lo visto el suceso se presentaba como un fallo electrónico, suponiendo que ése fuera el suceso… Llamó por el intercomunicador y probó todos los códigos que conocía en el teclado de la puerta de la antecámara, pero sin resultado. Y como no podía entrar, tampoco podía activar los sistemas de emergencia. El intercomunicador del casco tenía un alcance muy limitado —el horizonte, para ser exactos—, lo que en Pavonis se reducía a la medida marciana, es decir, sólo unos pocos kilómetros en todas las direcciones. La Bestia había desaparecido bajo el horizonte, y aunque probablemente podía llegar caminando hasta ella, habría un momento en que tanto la Bestia como el pez piloto estarían fuera de su vista, y él se encontraría solo, con un suministro de aire limitado…
De súbito el paisaje de sastrugi sucio asumió un matiz alienígena, tenebroso aun a la luz brillante del sol.
—Bueno, demonios —exclamó Art, tratando de pensar.
Después de todo estaba allí fuera para que la resistencia lo recogiese. Nirgal había dicho que parecería un accidente. Pero lo que estaba enfrentando podía no ser, desde luego, el accidente previsto; en cualquier caso, el pánico no le ayudaría. Sería mejor trabajar con la hipótesis de que se trataba de un problema real y tratar de resolverlo. Podía intentar llegar hasta la Bestia a pie o tratar de entrar en el pez piloto.
Todavía estaba pensando qué hacer y tecleando en el panel de la puerta como si fuera una estrella de la digitación cuando sintió unos golpecitos enérgicos en el hombro.
—¡Aaaah! —gritó, volviéndose de un salto.
Se encontró frente a dos personas con trajes y cascos viejos y arañados. A través de los visores podía verles la cara: una mujer con rostro de halcón, que parecía a punto de morderle, y un hombre bajo de rostro enjuto y negro, con gruesas trenzas canosas apretujadas contra los bordes del visor, como los marcos de cuerda que uno ve a veces en los restaurantes marineros.
Era el hombre quien le había tocado en el hombro. Levantó tres dedos, señalando la consola de muñeca de Art. Debía referirse a la frecuencia que utilizaban en el intercom. Art la sintonizó.
—¡Eh! —gritó, sintiéndose más aliviado de lo que debiera, considerando que probablemente aquello era un montaje de Nirgal y que en realidad nunca había estado en peligro—. ¡Eh! Me parece que el coche me ha dejado fuera. ¿Podrían llevarme?
Ellos lo miraron.
El hombre soltó una risotada espantosa.
—Bienvenido a Marte —dijo.