Estaban haciendo surfing-pelícano cuando los saltos de los aprendices en la playa les indicaron que ocurría algo grave. Volaron hasta la orilla, se posaron en la arena húmeda y se enteraron de las noticias. Una hora después despegaban a bordo del Gollum, un pequeño avión espacial Skunkworks. Pusieron rumbo al sur, y cuando alcanzaron los 50.000 pies estaban sobre Panamá. El piloto enderezó el morro y activó los cohetes, y el impulso aplastó a los viajeros en los sillones de gravedad durante varios minutos. Los tres pasajeros iban sentados en la cabina, detrás del piloto y el copiloto. La plancha exterior del avión, que parecía de peltre, empezó a calcinarse y rápidamente adquirió un intenso resplandor broncíneo que se fue haciendo cada vez más brillante. Los pasajeros se sintieron como Sadrac, Mesac y Abednego, sentados en el horno llameante y sin sufrir daño alguno.
La plancha se enfrió un poco y el piloto cambió de trayectoria horizontal. Se encontraban a unas ochenta millas de la Tierra y debajo veían el Amazonas y la hermosa columna vertebral de los Andes. Mientras seguían avanzando hacia el sur, uno de los pasajeros, geólogo, les explicó a los otros la situación.
—El hielo de la Antártida Occidental descansa sobre una cadena montañosa submarina de tipo alpino, prolongación de la placa continental, que tiene una gran actividad geotérmica.
—¿La Antártida Occidental? —preguntó Fort entrecerrando los ojos.
—Esa es la mitad menor, la parte de la península que apunta hacia América del Sur y la Barrera de Ross. El casquete occidental se encuentra entre las montañas de la península y las Montañas Transantárticas, en el centro del continente. Miren, he traído un globo terráqueo. —Sacó un globo inflable del bolsillo, lo hinchó y lo pasó a sus compañeros de cabina.
»Por tanto el casquete de hielo occidental descansa sobre roca que se encuentra por debajo del nivel del mar. Pero el suelo está caliente porque hay volcanes bajo el hielo, y el hielo del fondo empieza a derretirse. Esta agua se mezcla con los sedimentos de los volcanes y aflora, una sustancia llamada till, que tiene una consistencia semejante a la de la pasta dentrífica. Cuando el hielo se desliza sobre esta sustancia, avanza más deprisa de lo normal. Por eso había corrientes de hielo en la zona occidental, una especie de glaciares rápidos sobre hielo más lento. La Corriente de Hielo B amansaba dos metros por día, por ejemplo, mientras que el hielo que la flanqueaba se desplazaba a dos metros por año. Y B tenía cincuenta kilómetros de ancho y uno de profundidad. En resumen, que del casquete nacían una media docena de lenguas glaciares que desembocaban en el Mar de Ross. —Señaló esas corrientes invisibles en el mapa.— En este punto, las corrientes de hielo y el casquete se separan del lecho de roca y flotan sobre el Mar de Ross. Es la llamada línea de varado.
—¿A causa del calentamiento global? —preguntó uno de los amigos de Fort.
El geólogo meneó la cabeza.
—El calentamiento global ha influido muy poco. Ha elevado ligeramente la temperatura y el nivel de los océanos, pero si hubiera sido sólo eso apenas habríamos notado los efectos. El problema es que todavía estamos en el período de calentamiento que empezó al final de la última glaciación, y ese calentamiento propaga lo que los geólogos llamamos impulso térmico a través del hielo polar. Ese impulso ha estado creciendo durante los últimos ocho mil años. Y la línea de varado ha ido desplazándose durante ese tiempo. Hace tres meses, uno de los volcanes bajo el hielo entró en erupción. El retroceso de la línea de varado se había acelerado en los últimos años y la había situado muy cerca de ese volcán. Y por lo que parece la erupción ha trasladado la línea sobre el mismo volcán. Ahora el agua oceánica circula entre el hielo y el lecho de roca, justo sobre la erupción, y como resultado de eso el casquete se está resquebrajando: se alza, se desliza hacia el Mar de Ross y es arrastrado por las corrientes.
Volaban sobre la Patagonia. El geólogo respondió sus preguntas señalándoles los accidentes del relieve de los que hablaba en el globo inflable. Eso ya había ocurrido varias veces antes, explicó. La Antartida Occidental había sido océano, tierra firme o casquete de hielo muchas veces desde que los movimientos tectónicos la depositaran en esa posición hacía millones de años. Y al parecer existían puntos inestables en el ciclo de los cambios climáticos, los «puntos de inestabilidad», que provocaban cambios brutales en pocos años.
—Esos cambios son instantáneos en términos geológicos. Por ejemplo, en los hielos de Groenlandia hay indicios de que una vez pasamos de una glaciación a un período interglacial en sólo tres años. Imagínense.
—¿Y esa ruptura de los hielos? —preguntó Fort.
—Bien, pensamos que se detendrá en el espacio de doscientos años, bastante deprisa geológicamente hablando. Un suceso desencadenante. Pero esta vez la erupción del volcán ha agravado la situación. Miren, ahí está el Cinturón Banana.
Señaló abajo. Al otro lado del Estrecho de Drake alcanzaron a ver una estrecha península montañosa helada que apuntaba en la misma dirección que el coxis de Tierra del Fuego.
El piloto viró a la derecha y luego a la izquierda, describiendo un amplio círculo. Abajo apareció la imagen familiar de la Antártida como se veía en las fotografías de satélite, pero con colores mas brillantes: el azul cobalto del océano, la guirnalda de margaritas de los sistemas ciclónicos alejándose hacia el norte, la textura barnizada que el sol confería al agua, el centelleo de la gran masa de hielo y las flotas de diminutos icebergs blancos destacando en el azul.
Pero había algo extraño en la familiar Q del continente: detrás de la coma de la Península Antártica se abrían unas grietas oscuras en el blanco inmaculado. Y el Mar de Ross aparecía surcado por largos fiordos de un azul oceánico y una estructura radial de grietas de color turquesa. Y unos icebergs tabulares, trazos del continente en verdad, flotaban frente a las costas del Mar de Ross en dirección al Pacifico Sur. El más grande tenía la extensión de la Isla Sur de Nueva Zelanda.
Comentaron con asombro el tamaño de los icebergs y el relieve del quebrado y ahora reducido hielo occidental (el geólogo les indicó el punto donde creía que estaba el volcán, que no difería del resto de la capa de hielo), y luego callaron y siguieron contemplando el panorama.
—Esa es la Barrera de Ronne —dijo el geólogo unos minutos después—, y el Mar de Weddell. Sí, hay desprendimientos en las profundidades. Allí, en el extremo de la Barrera de Ross, estaba la Estación McMurdo. El hielo cruzó la bahía y arrasó la base.
El piloto inició una segunda pasada sobre el continente.
—¿Qué efectos tendrá esto? —preguntó Fort.
—Bien, los modelos teóricos indican que el nivel de los mares subirá unos seis metros.
—¡Seis metros!
—Bueno, pasarán algunos años antes de que las aguas alcancen ese nivel, pero es definitivo. Esta ruptura catastrófica elevará el nivel del mar dos o tres metros en el plazo de unas semanas. El hielo restante resistirá unos meses, o como mucho unos años, y después añadirá tres metros más.
—¿Cómo es posible que el nivel de todo el océano suba tanto?
—Es mucho hielo.
—¡No puede haber tanto!
—Pues la verdad es que sí. Contiene la mayor parte del agua dulce del planeta. Afortunadamente el este de la Antártida Oriental es estable. Si se derritiera, los mares subirían sesenta metros.
—Seis metros ya es suficiente —murmuró Fort. Completaron la segunda vuelta. El piloto dijo:
—Deberíamos regresar.
—Esto es el fin de todas las playas del mundo —dijo Fort apartándose de la ventana. Luego añadió—: Será mejor que vayamos a rescatar nuestras cosas.
Cuando empezó la segunda revolución marciana, Nadia estaba en el cañón superior de Shalbatana Vallis, al norte de Marineris. De hecho, podría decirse que ella la inició.
Había abandonado Fossa Sur temporalmente para supervisar la instalación de la cubierta de Shalbatana, similar a la de Nirgal Vallis y los valles de la zona este de Hellas: una tienda enorme que albergaba una ecología de clima templado. También allí había un río, alimentado por el agua bombeada desde el acuífero Lewis, 170 kilómetros al norte. Shalbatana era un cañón sinuoso, lo que daba al fondo del valle un aspecto pintoresco, pero había complicado mucho la construcción del techo.
A pesar de eso Nadia había prestado poca atención al proyecto, absorta en lo que acontecía en la Tierra en aquellos momentos. Estaba en contacto con su grupo de Fossa Sur y con Art y Nirgal en Burroughs, que la mantenían al corriente de las novedades. Le interesaban sobre todo las actividades del Tribunal Mundial, que intentaba mediar en el grave conflicto que enfrentaba a las metanacionales de Subarashii y el Grupo de los Once con Praxis, Suiza y la reciente alianza China-India. El intentó parecía condenado al fracaso, porque los fundamentalistas habían empezado su campaña de atentados y las metanacionales se preparaban para defenderse. Nadia llegó a la triste conclusión de que la Tierra había vuelto a entrar en la espiral que llevaba al caos.
Pero todas esas crisis se revelaron insignificantes cuando Sax la llamó y le comunicó que el casquete de hielo de la Antártida Occidental se había desprendido. Nadia había atendido la llamada en uno de los remolques de construcción y miró el pequeño rostro de la pantalla.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Se ha separado del lecho de roca. Un volcán ha entrado en erupción y las corrientes oceánicas están destrozando el hielo.
Las imágenes de vídeo que Sax le transmitió eran de Punta Arena, una ciudad portuaria chilena, con los muelles y calles inundados; luego apareció Puerto Elisabeth, en Azania, donde la situación era la misma.
—¿A qué velocidad avanza? —preguntó Nadia—. ¿Es como un maremoto?
—No, se comporta más bien como una marea alta. Pero ésta no volverá a bajar.
—Entonces hay tiempo suficiente para la evacuación —dijo Nadia—, pero no para construir infraestructuras. ¡Y dices que subirá seis metros!
—Pero eso será a lo largo de… Bueno, nadie sabe cuánto tiempo. Algunos estiman que una cuarta parte de la población terrana se verá afectada.
—Lo creo. Oh, Sax…
Una estampida a escala mundial hacia las tierras altas. Nadia siguió mirando las imágenes, cada vez más aturdida conforme se le revelaba la verdadera magnitud de la catástrofe. Las ciudades costeras serían cubiertas por las aguas. ¡Seis metros! Le costaba imaginar que existiera una masa de hielo capaz de elevar el nivel de todos los océanos de la Tierra sólo un metro, ¡pero seis! Era una prueba alarmante de que el planeta no era tan grande después de todo. O bien de que la capa de hielo de la Antártida Occidental era inmensa. Después de todo cubría casi un tercio de un continente y según los informes tenía tres kilómetros de profundidad. Mucho hielo. Sax dijo que la Antártida Oriental no estaba amenazada. Nadia sacudió la cabeza para librarse de la estupefacción y se concentró en las noticias. Habría que evacuar a toda la población de Bangladesh, trescientos millones de personas, por no hablar de las ciudades costeras de la India, como Calcuta, Madras, Bombay. También Londres, Copenhague, Estambul, Amsterdam, Nueva York, Los Angeles, Nueva Orleans, Miami, Río, Buenos Aires, Sidney, Melbourne, Singapur, Hong Kong, Manila, Yakarta, Tokio… Y ésas eran sólo las más importantes. Mucha gente vivía en la costa en un mundo agobiado por la superpoblación y el agotamiento de los recursos. Y ahora las necesidades básicas iban a ahogarse en agua salada.
—Sax —dijo—, tenemos que ayudarlos. No sólo…
—En realidad no podemos hacer gran cosa. Pero estaremos en mejor posición para hacerlo si somos independientes. Primero una cosa y luego la otra.
—¿Lo prometes?
—Sí —dijo él, sorprendido—. Es decir, haré lo que pueda.
—Eso es todo lo que te pido. —Nadia pensó un momento—. ¿Lo tienes todo listo?
—Sí. Queremos empezar disparando misiles contra los satélites militares y de vigilancia.
—¿Qué hay de Kasei Vallis?
—Estoy en ello.
—¿Cuándo quieres empezar?
—¿Te parece bien mañana?
—¡Mañana!
—Tengo que ocuparme de Kasei pronto. Ahora se dan las condiciones favorables.
—¿Qué piensas?
—Creo que lo mejor sería empezar mañana. No tiene sentido esperar más.
—Dios mío —dijo Nadia pensando deprisa—. Estamos a punto de quedar detrás del sol, ¿no?
—Así es.
La importancia de esa posición respecto a la Tierra era puramente simbólica, porque hacía tiempo que las comunicaciones estaban aseguradas gracias a un gran número de satélites repetidores, pero significaba que incluso los transbordadores más rápidos tardarían meses en cubrir el trayecto entre la Tierra y Marte.
Nadia respiró hondo y dijo:
—Adelante.
—Esperaba que dijeras eso. Llamaré a Burroughs y transmitiré el mensaje.
—¿Nos encontraremos en la Colina Subterránea?
El lugar se había convertido en el punto de reunión en caso de emergencia. Sax estaba en el refugio del Cráter Da Vinci, que albergaba la mayoría de los silos de misiles; por lo tanto ambos se encontraban a un día de viaje de la Colina Subterránea.
—Sí —dijo él—. Mañana. —Y cortó la comunicación. Y de esa manera Nadia inició la revolución.
Nadia encontró un programa que mostraba la fotografía de satélite de la Antártida y la miró sumida en una especie de sopor. Las vocecitas de la pantalla hablaban muy deprisa y afirmaban que el desastre era consecuencia de un ecotaje perpetrado por Praxis, que había enterrado bombas de hidrógeno en el zócalo de la Antártida.
—¡Será posible! —exclamó ella asqueada. Ningún noticiario repitió esa afirmación ni la desmintió, una manifestación más del caos. Pero el metanatricidio continuaba. Y ellos formaban parte de él.
La existencia quedó reducida de inmediato a eso, una desagradable reminiscencia de 2061. Como en los viejos tiempos, su estómago se convirtió en una nuez de hierro, dolorosa y opresiva. Ya hacía tiempo que tomaba medicación para las úlceras, pero desgraciadamente no servía de mucho ante ese tipo de ataque. Tranquilízate. Ha llegado la hora. Lo esperabas, tú has puesto los fundamentos. Ahora es el momento del caos. En el corazón de todo cambio de fase había una zona de caos recombinante en cascada. Pero existían métodos para comprenderlo, para enfrentarse a él.
Nadia cruzó el pequeño hábitat móvil y contempló brevemente la idílica belleza del valle de Shalbatana, su arroyo de guijarros rosados, los árboles jóvenes y los algodoneros en las riberas y las islas. Si las cosas salían mal era probable que Shalbatana Vallis no fuese habitado nunca, que quedara como una burbuja vacía hasta que las tormentas de barro hundieran el techo o algo fallase en la ecología del mesocosmos. En fin…
Se encogió de hombros, despertó a su equipo y les dijo que partían hacia la Colina Subterránea. Cuando les explicó la razón del viaje todos prorrumpieron en vítores.
Acababa de amanecer y el día de primavera se anunciaba cálido, la clase de jornadas en que se podía trabajar con trajes holgados, capuchas y mascarillas, y que sólo por las rígidas botas con aislamiento le recordaban a Nadia la voluminosa indumentaria de los primeros años. Viernes, Ls 101, 2 de julio 2, año marciano 52, fecha terrana (la miró en su ordenador de muñeca): 12 de octubre de 2127. Faltaba poco para el primer centenario de su llegada a Marte, aunque nadie parecía tener intención de celebrado. ¡Cien años! Era un pensamiento extraño.
Otra revolución de julio y otra revolución de octubre. Una década después del bicentenario de la revolución bolchevique. Extraña coincidencia. Pero también ellos lo habían intentado. Todos los revolucionarios de la historia lo habían hecho, la mayoría campesinos desesperados que luchaban por sus hijos. Como en su Rusia natal. Muchos en ese siglo amargo lo habían arriesgado todo para crear una vida mejor, y a pesar de eso se habían visto arrastrados al desastre. Era aterrador, como si la historia de la humanidad se redujese a sucesivos asaltos para suprimir la miseria que siempre fracasaban.
Pero su alma rusa, el cerebelo siberiano, tomó esa fecha como un buen auspicio. O, en todo caso, como un recordatorio de lo que no tenía que repetirse del 61. Les dedicaría ese momento a todos ellos, a las heroicas víctimas de la catástrofe soviética, a los amigos muertos en el 61, a Arkadi, Alex, Sasha, Roald, Janet, Evgenia y Samantha, que aún atormentaban sus sueños y sus nebulosos recuerdos, girando como electrones alrededor de la nuez de hierro en su interior, advirtiéndole que no forzara la situación, que lo hiciera bien esta vez para redimir sus vidas y sus muertes. Recordó que alguien le había dicho en una oportunidad:
«La próxima vez que hagan una revolución, será mejor que prueben otras vías»
Y allí estaban. Pero las unidades de la guerrilla de Marteprimero al mando de Kasei no mantenían el contacto con el cuartel general en Burroughs, y había otros muchos factores fuera del control de Nadia. Caos recombinante en cascada. ¿Sería diferente esta vez?
Nadia y su reducido equipo fueron a la estación, unos kilómetros al norte, y subieron a un tren de mercancías que circulaba por una pista secundaria hacia la pista principal Sheffield-Burroughs. Las dos ciudades se habían convertido en bastiones metanacionales y Nadia temía que no repararan en medios para asegurar la comunicación ferroviaria. La Colina Subterránea era de gran importancia, pues ocupándola se podía cortar la línea. Y por esa misma razón Nadia deseaba alejarse cuanto antes de ella y del sistema de pistas. Quería volar como en el 61: los instintos de entonces intentaban imponerse ahora, como si no hubiesen transcurrido sesenta y seis años, y la conminaban a esconderse.
Se deslizaron sobre el desierto y franquearon rápidamente el desfiladero entre los abismos de Ophir y Juventae. Nadia seguía en contacto con el cuartel general de Sax en Da Vinci. Los técnicos del equipo de Sax intentaban imitar su estilo seco pero, igual que los jóvenes acompañantes de Nadia, no podían disimular la excitación. Cinco de ellos le explicaron que habían lanzado un ataque con misiles tierra-espacio desde los silos ecuatoriales, un gran espectáculo de fuegos artificiales, y habían derribado todas las plataformas de armamento y la mayoría de los satélites de comunicaciones metanacionales en órbita.
—¡Un ochenta por ciento de éxito en el primer barrido!… ¡Pusimos en órbita nuestros satélites de comunicaciones!… Ahora sí será un enfrentamiento de igual a igual…
Nadia los interrumpió.
—¿Funcionan vuestros satélites?
—¡Creemos que sí! Sólo podremos asegurarlo cuando hagamos una verificación completa, pero estamos demasiado ocupados.
—Pues dedíquenle atención prioritaria, ¿me comprenden? Comprueben uno inmediatamente. Necesitamos un sistema redundante, un sistema muy redundante.
Cortó la comunicación y tecleó una de las frecuencias codificadas que Sax le había proporcionado. Unos segundos más tarde hablaba con Zeyk, que estaba en Odessa ayudando a coordinar las actividades en la Cuenca de Hellas. Él le dijo que todo estaba desarrollándose según lo previsto. Sólo hacía unas horas que el plan se había puesto en marcha, pero parecía que la labor de organización de Maya y Michel había valido la pena, porque todas las células de Odessa se habían lanzado a las calles para explicar lo que había ocurrido y la población había reaccionado con una manifestación espontánea y la huelga general; habían ocupado la cornisa y la mayoría de los edificios públicos, y trataban de hacer lo mismo con la estación. El personal de la Autoridad Transitoria retrocedía hacia la estación y la planta física, como habían previsto.
—Cuando todos estén dentro —dijo Zeyk—, anularemos la IA de la planta y se encontrarán en una cárcel. Tenemos controlados todos los sistemas de soporte vital de la ciudad, así que poco podrán hacer, excepto volarla con ellos dentro, pero no creemos que lo hagan. Buena parte de los representantes de la UNTA de la ciudad son sirios de Niazi. Hablaré con Rashid mientras intentamos neutralizar la planta para evitar que alguien quiera convertirse en mártir.
—No creo que haya muchos que quieran llegar al martirio por las metanacionales —dijo Nadia.
—Espero que no, pero nunca se sabe. De momento todo va bien por aquí. Y en Hellas es aún más fácil: las fuerzas de seguridad son allí escasas y en la población hay muchos nativos o inmigrantes radicales, así que se limitan a rodear a la policía y desafiarla. El resultado suele ser el empate o las fuerzas de seguridad desarmadas. Dao y Harmakhis-Reull se han declarado cañones libres y han ofrecido refugio a quien lo necesite.
—¡Bien!
Zeyk notó el sorprendido entusiasmo en la voz de Nadia y le advirtió:
—No creo que sea tan fácil en Burroughs y Sheffield. Y es preciso que nos apoderemos del ascensor para que no empiecen a dispararnos desde Clarke.
—Al menos Clarke está enganchado a Tharsis.
—Es cierto, pero creo que sería preferible apoderarse del ascensor y no que vuelva a caer.
—Lo sé. He oído que los rojos han estado elaborando un plan con Sax para tomarlo.
—¡Que Alá nos proteja! Tengo que irme, Nadia. Dile a Sax que los programas para la planta funcionaron perfectamente. Y escucha, deberíamos reunirnos contigo en el norte. Si aseguramos Hellas y Elysium deprisa, eso favorecerá la ocupación de Burrroughs y Sheffield.
Las cosas se desarrollaban según lo previsto, pues. Y lo que era más importante, todos se mantenían en contacto. Ése era un punto esencial: entre todas las pesadillas del 61 pocas eran peores que la impotencia provocada por la destrucción del sistema de comunicaciones. Después de eso habían sido como insectos a los que habían arrancado las antenas, moviéndose a ciegas. Por eso Nadia le había insistido tanto a Sax sobre la necesidad de reforzar las comunicaciones. Y él había construido una flota de pequeños satélites de comunicaciones, camuflados y reforzados en la medida de lo posible, y ahora estaban en órbita. Así que todo marchaba bien. Y aunque no desapareció, la nuez de hierro al menos no le oprimió tanto las costillas. Calma, se dijo. Éste es el momento. Concéntrate en él.
La pista secundaria alcanzó la gran línea ecuatorial, cuyo trazado había sido alterado el año anterior para evitar el hielo de Chryse; transbordaron a un tren corriente y siguieron hacia el oeste. El tren constaba sólo de tres vagones y Nadia y su grupo, unas treinta personas, ocupaban el primero para ver la pantalla. Lo que llegaba eran noticias oficiales de Mangalavid desde Fossa Sur, confusas e insustanciales, que combinaban los informes meteorológicos corrientes con breves apuntes sobre las muchas ciudades en huelga. Nadia mantenía el contacto con Da Vinci y el piso franco de Marte Libre en Burroughs, y mientras duró el viaje permaneció atenta a las dos pantallas, recibiendo las informaciones simultáneas como si escuchara música polifónica. Descubrió que podía seguirlas sin dificultad y se sintió insaciable. Praxis enviaba informes continuos sobre la situación terrana, confusa pero no incoherente y oscura como la del 61. Gran parte de la actividad en la Tierra consistía en poner a la población de las zonas costeras fuera del alcance de las aguas, la gran marea de la que había hablado Sax. El metanatricidio continuaba, con golpes quirúrgicos de decapitación, ataques y contraataques de los comandos de las diferentes corporaciones, combinados con acciones legales e informes parlamentarios de todo tipo, incluyendo varias demandas y contrademandas que al fin habían sido presentadas ante el Tribunal Mundial, lo que Nadia consideraba alentador. Pero esas maniobras quedaban empequeñecidas ante la inundación global. E incluso los peores atentados (imágenes de explosiones, catástrofes aéreas, carreteras destrozadas por los ataques a las limusinas) eran preferibles a una escalada bélica, que si empleaba armas biológicas podía acabar con la vida de millones de personas. Lo sucedido en Indonesia lo ilustraba: un grupo radical de liberación de Timor Oriental que seguía el modelo del grupo peruano Sendero Luminoso había contaminado la isla de Java con un germen no identificado, y a los problemas originados por la inundación se sumaban ahora centenares de miles de muertos. En un continente esa epidemia habría supuesto una catástrofe dantesca, y en realidad nada garantizaba que no fuese a ocurrir. Pero mientras tanto, aparte de esa espantosa excepción, la guerra en la Tierra, si es que podía calificarse así al caos metanatricida, se circunscribía a la lucha en las altas esferas. Era un consuelo, aunque si las metanacionales le tomaban el gusto al método no era descabellado pensar que lo emplearan en Marte, más tarde, cuando se hubiesen reorganizado. Los informes de Praxis Ginebra parecían indicar que las metanac ya habían reaccionado: un transbordador rápido con un nutrido contingente de «expertos en seguridad» había salido de la órbita terrestre rumbo a Marte hacía tres meses y se esperaba que alcanzara el sistema marciano «dentro de unos días», y la UN utilizaba la noticia en sus comunicados oficiales para alentar a las fuerzas policiales sitiadas por los terroristas, según ellos.
Uno de los grandes trenes que circulaban alrededor del planeta apareció en la vía contigua y Nadia dejó de mirar las pantallas. Un momento antes habían estado deslizándose sobre la vacía y ondulada meseta de Ophir Planum y al siguiente un expreso de cincuenta vagones pasaba resoplando junto a ellos. Pero no aminoró la velocidad, de modo que fue imposible averiguar si había alguien detrás de los cristales reflectantes. El tren los dejó atrás y pronto se perdió en el horizonte.
Las noticias seguían llegando a un ritmo frenético y los reporteros parecían apabullados por los sucesos del día: disturbios en Sheffield, huelgas en Fossa Sur y Hephaestus. Las noticias se superponían en una sucesión tan rápida que Nadia no podía creer que fueran reales.
La sensación de irrealidad persistió en la Colina Subterránea, porque la vieja y soñolienta colonia semiabandonada bullía de actividad, como en el primer año marciano. Los simpatizantes de la resistencia habían estado llegando en gran número durante todo el día, procedentes de las estaciones de Ganges Catena y Hebes Chasma y de la vertiente norte de Ophir Chasma. Los bogdanovistas habían organizado una marcha sobre la reducida unidad de seguridad de la UNTA acantonada en la estación, y la multitud había rodeado el edificio. Bajo la tienda que ahora las cubría la vieja arcada y el cuadrado original de cámaras abovedadas parecían muy pequeños y pintorescos.
Cuando llegaron a la estación un hombre con un megáfono rodeado de unos veinte guardaespaldas mantenía una acalorada discusión con la multitud embravecida. Nadia bajó del tren, se acercó a los sitiadores y se apropió del megáfono de una mujer joven.
—¡Jefe de estación! ¡Jefe de estación! —gritó repetidas veces en ruso y en inglés hasta que todos callaron, sorprendidos, porque no sabían quién era ella. El equipo de construcción de Nadia se distribuyó estratégicamente entre la multitud y ella se abrió paso hasta el puñado de hombres y mujeres con chalecos antibalas. El rostro curtido y arrugado del jefe de estación lo delataba como un veterano. Los jóvenes que lo acompañaban llevaban la insignia de la Autoridad Transitoria y parecían asustados. Nadia bajó el megáfono y dijo—: Soy Nadia Cherneshevski. Yo construí esta ciudad, y ahora la estamos tomando bajo nuestro control.
¿Para quién trabajan ustedes?
—Para la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas —contestó el jefe de estación resueltamente y mirándola como si ella hubiese salido de la tumba.
—¿Pero en qué unidad? ¿Para qué metanacional?
—Somos una unidad de Mahjari.
—Mahjari trabaja con China ahora, y China con Praxis, y Praxis con nosotros. Estamos del mismo lado aunque ustedes no lo sepan. Y opinen lo que opinen del asunto, lo cierto es que los aventajamos en número.
¡Que todos los que estén armados levanten la mano! —gritó dirigiéndose a la muchedumbre.
Todos levantaron la mano, algunos blandiendo pistolas aturdidoras o de clavos, o fusiles soldadores.
—Miren, no deseamos un baño de sangre —dijo Nadia al cada vez más cerrado grupo de guardias delante de ella—. Ni siquiera queremos retenerlos como prisioneros. Aquí está nuestro tren. Pueden ir a Sheffield a reunirse con sus compañeros sí así lo desean. Allí se enterarán del nuevo estado de las cosas. O hacen eso o volaremos la estación. Vamos a tomarla de un modo u otro y sería una estupidez morir cuando la revolución ya es un hecho. Tomen el tren y vayan a Sheffield, háganme caso. Allí podrán subir al ascensor si quieren. O si lo prefieren únanse a nosotros ahora mismo para conseguir un Marte libre.
Nadia se quedó mirando al hombre serenamente, más relajada que en ningún otro momento de ese día. La acción proporcionaba un gran alivio. El hombre cuchicheó con su equipo durante cinco minutos, de espaldas a ella.
Al fin se volvió y miró a Nadia.
—Tomaremos el tren.
Y así la Colina Subterránea se convirtió en la primera ciudad liberada.
Esa noche Nadia fue dando un paseo hasta el parque de remolques. Los dos hábitats que no se habían convertido en laboratorios conservaban aún el mobiliario original. Después visitó las cámaras abovedadas y el Cuartel de los Alquimistas, y al fin regresó al hábitat en que había vivido al principio y se tendió en uno de los colchones del suelo, extenuada.
Era extraño estar allí sola, tendida en aquel lugar poblado de fantasmas, tratando de recuperar las sensaciones de aquellos días. Demasiado extraño; a pesar de su cansancio no consiguió dormir. En aquel duermevela la asaltó una visión borrosa: desembalaba el contenido de las naves de carga, programaba los robots que ponían los ladrillos, recibía una llamada de Arkadi desde Fobos. Dormitó intranquila hasta que poco antes del alba el hormigueo de su dedo fantasma la despertó.
Y entonces, incorporándose con un gemido, le costó imaginar que despertaba a un mundo agitado en el que millones de personas se preguntaban ansiosas qué les depararía el nuevo día. Recorrió con la vista los estrechos confines del que había sido su primer hogar en Marte y tuvo la sensación de que las paredes se movían, latían ligeramente, como si estuviera mirando a través de un visionador estéreo temporal que le revelara las cuatro dimensiones a un tiempo, inmersas en una luz alucinatoria y pulsátil.
Almorzaron en las cámaras abovedadas, en la gran sala donde una vez Ann y Sax habían discutido los méritos de la terraformación. Sax había ganado la disputa, pero Ann seguía en el exterior, combatiendo como si aquello no se hubiera decidido hacía ya mucho tiempo.
Nadia se concentró en el presente, en su IA y en la afluencia de noticias que inundaba la mañana dominical, la parte superior de la pantalla reservada al piso franco de Maya en Burroughs, la inferior a los informes de Praxis desde la Tierra. Maya estaba actuando heroicamente, como siempre, vibrando de aprensión, conminando a todos a actuar según su visión particular de cómo tenían que desarrollarse las cosas, ojerosa y sin embargo llena de energía. Mientras masticaba metódicamente casi sin advertirlo el delicioso pan de la Colina Subterránea, Nadia la escuchó relatar las novedades. En Burroughs ya había caído la tarde y el día había sido ajetreado. Todas las ciudades marcianas eran un torbellino. En la Tierra se habían inundado ya todas las zonas costeras, y el desplazamiento masivo de la población tierra adentro estaba provocando un caos. La nueva UN había condenado a los revolucionarios de Marte como oportunistas despiadados que se aprovechaban de una situación de sufrimiento sin precedentes en beneficio de su causa egoísta.
—Y es cierto —le dijo Nadia a Sax cuando éste entró, recién llegado de Da Vinci—. Estoy segura de que más tarde nos lo echarán en cara.
—No si los ayudamos.
Nadia no dijo nada y le ofreció pan, observándolo con atención. A pesar de sus facciones distintas, cada día se parecía más a Sax: impasible, parpadeando mientras echaba una ojeada a la vieja cámara de ladrillos. Parecía como si la revolución fuese la última de sus preocupaciones.
—¿Estás preparado para volar a Elysium? —preguntó ella.
—Eso mismo iba a preguntarte yo.
—Bien. Dame un minuto para recoger mi bolsa.
Mientras metía la ropa y la IA en su vieja mochila, su ordenador de muñeca emitió un pitido y Kasei apareció en la pantalla. El rostro surcado de profundas arrugas y enmarcado por largos cabellos canosos era una curiosa combinación de John e Hiroko: la boca de John, estirada en una amplia sonrisa, y los ojos orientales de Hiroko, llenos de alegría.
—Hola, Kasei —dijo Nadia sin poder disimular su sorpresa—. Me parece que no te había visto nunca en mi muñeca.
—Circunstancias excepcionales —dijo él, imperturbable. Ella siempre lo había considerado un hombre austero, pero evidentemente la revolución era un gran tónico. Por su expresión Nadia comprendió de pronto que él había estado esperando ese momento toda la vida—. Verás, Coyote, yo y un puñado de rojos estamos aquí en Chasma Boreatis, y nos hemos apoderado del reactor y el dique. La gente de aquí ha cooperado…
—¡Nos han animado a hacerlo! —gritó alguien detrás de él.
—Bien, sí, todos nos han dado su apoyo aquí, menos un grupo de seguridad de más o menos cien personas que se ha atrincherado en el reactor. Amenazan con fundir el reactor si no los dejamos irse a Burroughs.
—¿Y? —dijo Nadia.
—¿Y? —repitió Kasei, y rió—. Pues bien, Coyote dice que te preguntemos qué hay que hacer.
Nadia dio un respingo.
—Caramba, me cuesta mucho creerlo.
—¡Eh, nadie lo cree aquí tampoco! Pero eso es lo que ha dicho Coyote, y nos gusta complacer al viejo bastardo siempre que podemos.
—Bien, pues que se marchen a Burroughs. No es tan grave que la ciudad cuente con un centenar más de policías, y cuantos menos reactores se fundan, mejor. Aún estamos nadando en la radiación de la última vez.
Sax entró en la habitación mientras Kasei meditaba.
—¡De acuerdo! —dijo Kasei—. Si eso es lo que quieres. Hablaré contigo más tarde, tengo que irme, ka.
Nadia miró la pantalla en blanco y frunció el ceño.
—¿De qué se trataba? —preguntó Sax.
—Eso mismo me pregunto yo —dijo Nadia, y le resumió la conversación mientras intentaba comunicarse con Coyote. No hubo respuesta.
Después de un silencio, Sax dijo:
—Bien, tú eres la coordinadora.
—Mierda. —Nadia se echó la bolsa al hombro.— Vamonos.
Despegaron en uno de los nuevos 51B, pequeños y rápidos. Darían un amplio rodeo hacia el noroeste, sobre el mar de hielo de Vastitas, para evitar las fortalezas metanacionales de Ascraeus y el Mirador de Echus. Poco después de despegar avistaron el hielo que llenaba Chryse al norte, los sucios icebergs salpicados de algas rosadas y estanques de agua. La vieja carretera de radiofaros que llevaba a Chasma Borealis había desaparecido hacía mucho tiempo, y aquel sistema de canalización de agua hacia el sur ya sólo era una nota técnica a pie de página para los libros de historia. Al mirar el caos de hielo Nadia recordó el aspecto de la superficie en aquel primer viaje, las ubicuas colinas y depresiones, las dolinas en forma de embudo, los grandes barjanes, el terreno increíblemente estratificado en las últimas arenas antes del casquete polar… Todo eso había desaparecido, sepultado por el hielo. Y el casquete polar se había convertido en un aglomerado de grandes zonas de fusión y corrientes de hielo, ríos fangosos y lagos líquidos cubiertos de escarcha… en todas las variantes de suspensión de sólido en líquido, y todo ello deslizándose por las pendientes de la alta meseta circular sobre la cual descansaba el casquete polar hacia el mar boreal que ceñía el mundo.
Por tanto el aterrizaje quedó descartado durante la mayor parte del viaje. Nadia miraba los instrumentos nerviosamente, consciente de que muchas cosas podían estropearse en una máquina nueva durante una crisis, cuando el mantenimiento era descuidado y el error humano aumentaba.
Unas volutas de humo blanco y negro aparecieron en el horizonte, derivando de sudoeste a este a causa del fuerte viento.
—¿Qué es eso? —preguntó Nadia inclinándose hacia la ventanilla de la izquierda.
—Kasei Vallis —dijo Sax desde el asiento del piloto.
—¿Qué le ha ocurrido?
—Está en llamas. Nadia lo miró.
—¿Qué quieres decir?
—Hay una vegetación abundante en el valle, y también al pie del Gran Acantilado. Árboles y arbustos resinosos en su mayor parte. Y árboles de semillas pirófilas, ya sabes, especies que necesitan el fuego para propagarse. Diseñadas por Biotique. Manzanita espinosa, endrino, secoya gigante y otras.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Porque yo las planté.
—¿Y ahora les prendes fuego? Sax asintió y miró el humo.
—Pero, Sax, ¿no es muy alto el porcentaje de oxígeno de la atmósfera?
—Del cuarenta por ciento.
Nadia lo miró aún más atentamente, sospechando de pronto.
—¡Fuiste tú quien subió los niveles! ¡Jesús, Sax, puedes haber prendido fuego al mundo entero!
Nadia miró la base de la columna de humo. En la gran zona de Kasei Vallis había una línea de llamas, el frente del fuego ardiendo con un resplandor blanco más que amarillo; magnesio fundido.
—¡Nada podrá apagarlo! —gritó—. ¡Has incendiado el mundo!
—El hielo —dijo Sax—. No hay nada en la dirección del viento más que el hielo de Chryse. Sólo quemará unos cuantos miles de kilómetros cuadrados.
Nadia lo miró, sorprendida y horrorizada. Sax miraba de cuando en cuando el fuego, pero siempre atento a los instrumentos del avión, con una curiosa expresión de reptil, pétrea, inhumana.
El complejo de seguridad metanac en la curva de Kasei Vallis apareció en el horizonte. Las tiendas ardían como antorchas, los cráteres de la pendiente interior eran hogueras que lanzaban llamaradas blancas hacia el cielo. Era evidente que un viento intenso bajaba de Echus Chasma y se encauzaba por Kasei Vallis avivando las llamas. Una tormenta de fuego. Y Sax miro abajo sin parpadear, con las mandíbulas tensas.
—Dirígete al norte —le ordenó Nadia—. Salgamos de aquí.
Sax inclinó el avión y viró, y ella meneó la cabeza con disgusto. Miles de kilómetros cuadrados calcinados, toda esa vegetación, introducida con tanto esmero… los niveles de oxígeno globales aumentados significativamente… Miró con desconfianza a la criatura sentada a su lado.
—¿Por qué no me dijiste nada de todo esto?
—No quería que lo impidieras. Así de sencillo.
—¿Eso quiere decir que podía haberlo impedido?
—Sí.
—¿Y qué más me has ocultado?
—Sólo esto —dijo Sax. Tensaba y relajaba los músculos maxilares y a Nadia le recordó de pronto a Frank Chalmers—. Los prisioneros han sido trasladados a las minas de los asteroides. Sólo era el lugar de entrenamiento de la policía secreta, los torturadores, y ellos nunca se rendirán. —Volvió su mirada de lagarto hacia ella.— Estaremos mejor sin ellos. —Y siguió pilotando.
Nadia contemplaba aún la viva línea de fuego cuando la radio emitió su código personal. Esta vez era Art, con una expresión muy preocupada.
—Necesito tu ayuda —dijo—. La gente de Ann ha reconquistado Sabishii y muchos sabishianos han salido del laberinto para ocupar la ciudad, pero los rojos que están al mando les han dicho que se vayan.
—¿Qué…?
—Ya lo sé, no creo que Ann sepa nada de esto aún, y no responde a mis llamadas. Hay rojos por ahí que hacen que ella parezca booneana, te lo juro. Pero he contactado con Ivana y Raúl y han conseguido detenerlos hasta que tú les digas algo. Es todo lo que he podido hacer.
—¿Por qué yo?
—Creo que Ann les dijo que te escucharan.
—Mierda.
—Bien, ¿quién más podría hacerlo? Maya se ha creado demasiados enemigos conteniendo los ánimos de todo el mundo estos últimos años.
—Creía que tú eras el diplomático aquí.
—¡Y lo soy! Pero lo único que conseguí es que todos accedieran a posponer la acción hasta que tú dieras tu veredicto. Lo siento, Nadia. Estoy dispuesto a hacer lo que digas para ayudarte.
—¡Más te vale porque gracias a ti estoy en este lío! El sonrió.
—No es culpa mía que todo el mundo confíe en ti.
Nadia cortó la conexión y probó los diferentes canales de radio rojos. Al principio no consiguió encontrar a Ann. Pero mientras la buscaba oyó mensajes suficientes como para darse cuenta de que había muchos jóvenes radicales que Ann ciertamente desaprobaría, o así quería creerlo ella, gente que con el resultado de la revolución aún incierto estaba volando plataformas en Vastitas, desgarrando tiendas, desumando pistas, amenazando con desmarcarse de los otros rebeldes si éstos no colaboraban con ellos en su campaña de ecotaje y se tenían en cuenta todas sus exigencias, etcétera.
Ann respondió al fin a la llamada de Nadia. Parecía una furia vengadora, insobornable y un tanto loca.
—Mira —dijo Nadia sin preámbulos—, un Marte independiente es la mejor oportunidad que tendrás de conseguir lo que quieres. ¡Si intentas apropiarte de la revolución la gente lo recordará, te lo advierto! Una vez que tengamos la situación bajo control, puedes proponer lo que quieras, pero hasta entonces para mí sólo será un chantaje. Es una puñalada por la espalda. Así que obliga a esos rojos de Sabishii a devolver la ciudad a sus habitantes.
—¿Qué te hace pensar que me escucharán? —dijo Ann furiosa.
—¿A quién si no?
—¿Qué te hace pensar que desapruebo sus acciones?
—¡Mi impresión de que eres una persona cuerda!
—Yo no voy por ahí dando órdenes.
—¡Pues si no puedes ordenarles nada, razona con ellos! Explícales que revoluciones más poderosas que la nuestra fracasaron debido a esos comportamientos estúpidos. Diles que se contengan, que paren los desmanes.
Ann cortó la comunicación sin molestarse en responder.
—Mierda —dijo Nadia.
Su IA continuó inundándola con información. La fuerza expedicionaria de la UNTA regresaba de las tierras altas meridionales y parecía dirigirse a Hellas o Sabishii. Sheffield continuaba en manos de Subarashii. La situación de Burroughs seguía indecisa: las fuerzas de seguridad parecían controlar la ciudad, pero los refugiados seguían llegando desde Syrtis y otros lugares y había una huelga general. A juzgar por las imágenes la población se pasaba el día en los parques y bulevares manifestando su oposición a la Autoridad Transitoria o tratando de averiguar lo que sucedía.
—Tendremos que pensar algo para Burroughs —dijo Sax.
—Lo sé.
Pusieron rumbo al sur otra vez, dejaron atrás la mole de Hecates Tholus, en el extremo septentrional del macizo de Elysium, y aterrizaron en el puerto espacial de Fossa Sur. El vuelo había durado doce horas, pero habían atravesado nueve franjas horarias en dirección oeste y habían cruzado la línea de datación de la latitud 180°, así que era mediodía del domingo cuando el autobús del aeropuerto los llevó hasta el borde de la ciudad y entraron por la antecámara de la cima.
Fossa Sur y las otras ciudades de Elysium, Hephaestus y Elysium Fossa habían manifestado abiertamente su apoyo a Marte Libre. Las tres formaban una especie de unidad geográfica: un brazo meridional del hielo de Vastitas discurría entre el macizo de Elysium y el Gran Acantilado y aunque habían tendido pistas sobre puentes de pontones para franquearlo, Elysium se convertiría en un continente isla. La población de esas ciudades se había lanzado a las calles y había ocupado los edificios públicos y las plantas físicas. Sin la amenaza de ataques orbitales que los respaldasen, los escasos policías de la Autoridad Transitoria se habían vestido de civiles y se habían confundido con la multitud o habían tomado el tren para Burroughs. Elysium formaba parte decididamente de Marte Libre.
En las oficinas de Mangalavid Nadia y Sax se enteraron de que un nutrido grupo armado de rebeldes se había apoderado de la emisora y durante las veinticuatro horas y media del día emitía programas por los cuatro canales abogando por la revolución, con largas entrevistas a gente de las ciudades y estaciones independientes. Durante el lapso marciano emitirían un especial dedicado a los sucesos del día anterior.
Algunas estaciones mineras aisladas en las fisuras radiales de Elysium y los Phlegra Montes eran explotaciones metanacionales, principalmente de Amexx y Subarashii, y los trabajadores, nuevos inmigrantes, permanecían en sus campamentos y mantenían la boca cerrada o amenazaban a cualquiera que tratase de molestarlos; algunos incluso habían manifestado su intención de reconquistar el planeta o resistir hasta que llegasen refuerzos de la Tierra.
—Ignórenlos —aconsejó Nadia—. Traten de inutilizar su sistema de comunicaciones y déjenlos en paz.
Los informes sobre el resto de Marte eran más prometedores. Senzeni Na estaba en manos de gentes que se llamaban a sí mismos booneanos, aunque no tenían relación con Jackie, issei, nisei, sansei y yonsei que de inmediato bautizaron John Boone el agujero de transición y declararon Thaumasia un «asentamiento neutral y pacífico de Dorsa Brevia». Koroliov, ahora sólo una pequeña ciudad minera, se había rebelado con tanta violencia como en el 61, y sus ciudadanos, muchos de ellos descendientes de la vieja población de la prisión, llamaron Sergei Pavlovich Koroliov a la ciudad y la declararon zona libre anarquista. Los antiguos edificios de la prisión se habían transformado en un gigantesco bazar y espacios comunales donde eran especialmente bien recibidos los refugiados de la Tierra. Nicosia era otra ciudad libre. Cairo estaba bajo el control de las fuerzas de seguridad de la Amexx. Odessa y las demás ciudades de la Cuenca de Hellas seguían defendiendo la independencia con tesón, a pesar de que la línea circumHellas había sido interrumpida en varios puntos. Los sistemas magnéticos que permitían la circulación eran demasiado vulnerables. Por esa razón muchos trenes iban vacíos y muchos servicios eran cancelados, pues la gente prefería viajar en rover o avión a acabar varados en cualquier lugar en vehículos que ni siquiera tenían ruedas.
Nadia y Sax pasaron el resto del domingo siguiendo el desarrollo de los acontecimientos y haciendo sugerencias, si les preguntaban, sobre situaciones problemáticas. En general a Nadia le parecía que todo estaba marchando muy bien. Pero el lunes tuvieron malas noticias de Sabishii. La fuerza expedicionaria de la UNTA había llegado desde el sur y había recuperado toda la superficie de la ciudad después de una lucha encarnizada durante toda la noche contra la guerrilla roja. Los rojos y la población original de Sabishii se habían retirado al laberinto del montículo y a los refugios exteriores, y todo auguraba que la lucha se extendería al laberinto. Art predijo que la fuerza de seguridad sería incapaz de penetrar y se vería forzada a abandonar la ciudad, en tren o avión, en dirección a Burroughs para reforzar las fuerzas allí concentradas. Pero la pobre Sabishii había sido cruelmente dañada por el asalto y por el momento estaba en manos de la policía.
Cuando cayó la noche, Nadia y Sax salieron a comer algo. El suelo del cañón de Fossa Sur estaba cubierto por una densa arboleda: las secoyas gigantescas dominaban un sotobosque de pinos y enebros y, en los tramos más bajos del cañón, de álamos y robles. Mientras atravesaba el parque a lo largo del arroyo, la gente de Mangalavid fue presentándolos a cuantos se cruzaban con ellos, la mayoría nativos, contentos de conocerlos. A Nadia le parecía extraño ver a tanta gente feliz. En la vida corriente no había tantas sonrisas ni extraños que conversaban entre sí como conocidos… Las cosas podían seguir derroteros musitados cuando el orden social desaparecía: la anarquía y el caos, pero también la comunión.
Comieron en la terraza de un restaurante junto a la corriente central y luego regresaron a las oficinas de Mangalavid. Nadia se instaló de nuevo delante de la pantalla y siguió hablando con diferentes comités de organización. Se sentía como Frank en el 61, trabajando por teléfono en una frenética sucesión de comunicaciones superdirectas. Sólo que ahora estaban en comunicación con todo Marte y ella tenía la certeza de que aunque no controlaba nada, al menos estaba al corriente de lo que ocurría. Y eso no tenía precio. El hierro de la nuez de su interior empezó a convertirse en algo semejante a la madera.
Después de un par de horas, cabeceaba durante los pocos segundos que mediaban entre una llamada y la siguiente. En la Colina Subterránea y Shalbatana estaban en mitad de la noche, y ella no había dormido desde la llamada de Sax para comunicarle lo de la Antártida. Eso significaba que llevaba cuatro o cinco días sin dormir; no, en realidad eran tres días, aunque le pesaban como dos semanas.
Acababa de tumbarse en un sofá cuando se oyó una barahúnda y todos se precipitaron al vestíbulo y luego a la plaza empedrada donde estaban las oficinas. Nadia se tambaleó torpemente detrás de Sax, que la sostuvo por el brazo.
Había un agujero en la tienda. La gente lo señalaba pero Nadia no podía distinguirlo.
—Éste es nuestro mejor logro —dijo Sax con un leve gesto de satisfacción en los labios—. La presión bajo la tienda es sólo ciento cincuenta milibares superior a la externa.
—Es decir que las tiendas no estallan como globos pinchados —dijo Nadia, recordando con un escalofrío algunas de las cúpulas reventadas del 61.
—Y el aire que está entrando tiene un elevado nivel de oxígeno y nitrógeno. Aunque el nivel de dióxido de carbono sigue siendo muy alto, ya no nos envenenamos al instante.
—El agujero tendría que ser muy grande —dijo Nadia.
—Exacto.
Ella meneó la cabeza.
—Tenemos que modificar la atmósfera de todo el planeta para estar verdaderamente a salvo.
—Cierto.
Nadia volvió bostezando. Se sentó delante de la pantalla y empezó a ver los cuatro canales de Mangalavid, alternándolos rápidamente. Casi todas las ciudades importantes estaban o abiertamente a favor de la independencia o no se pronunciaban, y las fuerzas de seguridad controlaban las plantas físicas aunque no ocurría nada, y la población estaba en las calles esperando los acontecimientos. Había también cierto número de ciudades y campamentos de las compañías que seguían fieles a las metanacionales, pero en el caso de Punto Bradbury y Huo Hsing Vallis, ciudades vecinas en el Gran Acantilado, sus metanacionales, Amexx y Mahjari, estaban enfrentadas en la Tierra. El efecto que esto tendría en esas ciudades norteñas aún no estaba nada claro, pero Nadia estaba segura de que no las ayudaría a resolver su situación.
Varias ciudades importantes continuaban en manos de Subarashii y Amexx, y estaban actuando como un imán para las unidades aisladas de la policía de la UNTA. Burroughs era la principal pero podía decirse lo mismo de Cairo, Lasswitz, Sudbury y Sheffield. En el sur, los refugios que no habían sido abandonados o destruidos por la fuerza expedicionaria se revelaban abiertamente, y Vishniac Bogdanov estaba construyendo una tienda de superficie sobre el antiguo aparcamiento de vehículos robot contiguo al agujero de transición. De modo que el sur recobraría su estatus de bastión de la resistencia, aunque Nadia no creía que fuese a servir de mucho. Y el casquete polar norte se encontraba inmerso en tal caos medioambiental que importaba poco en manos de quién estuviera; el hielo se deslizaba hacia Vastitas, pero la meseta polar estaba cubierta por la nieve invernal y era la región más inhóspita de Marte, por lo que no quedaba allí ningún asentamiento permanente.
Por tanto el litigio azotaba las latitudes templadas y ecuatoriales, la banda planetaria limitada por el hielo de Vastitas al norte y por las dos grandes cuencas al sur. Y el espacio orbital, naturalmente. Pero los ataques de Sax a los satélites metanacionales habían tenido éxito, y apartar a Deimos de las inmediaciones del planeta se consideraba ahora una feliz ocurrencia. Sin embargo, el ascensor seguía en manos metanacionales y los refuerzos de la Tierra llegarían en cualquier momento. Y al parecer el equipo de Sax en Da Vinci había utilizado casi todo el armamento del que disponía en el primer ataque.
En cuanto a la soletta y el espejo anular, eran tan grandes y frágiles que eran indefendibles: si alguien quería destruirlos, no tendría dificultades. Pero Nadia no lo consideraba necesario. Si ocurría, significaría que los rojos habían decidido hacerlo por su cuenta y riesgo. Y si lo hacían… Bien, podían pasar perfectamente sin esa insolación adicional. Tendría que preguntarle a Sax su opinión sobre el asunto. Y hablar con Ann para ver cuál era su posición; o quizá sería mejor no darle ideas. Ya vería cómo marchaban las cosas. Y ahora qué más…
Se quedó dormida sobre la pantalla. Cuando despertó estaba tendida en el sofá y tenía un hambre de lobo. Sax estaba leyendo la pantalla de ella.
—Las cosas pintan mal en Sabishii —dijo cuando la vio incorporarse con dificultad. Ella fue al cuarto de baño y cuando regresó miró por encima del hombro de Sax y leyó mientras él seguía hablando—. Los policías no consiguieron hacerse con el laberinto, así que salieron para Burroughs. Pero mira. —Tenía dos imágenes en pantalla: en la parte superior Sabishii ardiendo con tanta furia como Kasei Vallis, en la inferior una marea de tropas derramándose de los trenes en la estación de Burroughs, con armaduras ligeras y armas automáticas y con el puño alzado. Burroughs rebosaba de fuerzas de seguridad, y habían tomado Branch Mesa y Double Decker Butte como acuartelamientos. Así que ahora además de las tropas de la UNTA había en la ciudad fuerzas de Subarashii y Mahjari, en realidad de todas las metanacionales, y Nadia se preguntó qué era lo que en realidad estaba ocurriendo entre ellas en la Tierra, si no habrían llegado a algún acuerdo o alianza como resultado de la crisis. Llamó a Art en Burroughs y se lo preguntó.
—Quizás estas unidades marcianas están tan desconectadas que han firmado su propia paz —dijo él—. Tal vez estén abandonados a su suerte.
—Pero si nosotros mantenemos el contacto con Praxis…
—Sí, pero los pillamos por sorpresa porque ignoraban que la resistencia contara con tantas simpatías. La estrategia de Maya de mantenernos tranquilos ha dado resultado. No, esos grupos seguramente están aislados, en cuyo caso podríamos decir que Marte es ya independiente y que está inmerso en una guerra civil para decidir quién manda. Por lo tanto, si esos tipos de Burroughs nos llaman y nos dicen:
«Muy bien, Marte es un mundo lo suficientemente grande como para que coexistan diferentes formas de gobierno. Ustedes tienen el suyo, y nosotros tenemos Burroughs, no traten de sacarnos de aquí», ¿qué les diremos?
—No creo que nadie entre ellos aspire a tanto —dijo Nadia—. Sólo hace tres días que perdieron el contacto. —Señaló la pantalla—. Mira, ahí está Derek Hastings, jefe de la Autoridad Transitoria. Era jefe de Control de Misión en Houston cuando emprendimos el viaje y es peligroso: inteligente y muy obstinado. Mantendrá el tipo hasta que lleguen los refuerzos.
—¿Entonces qué crees que deberíamos hacer?
—No tengo ni idea.
—¿No podemos ignorar a Burroughs?
—No creo. Estaremos en una posición mucho más ventajosa si salimos de detrás del sol con el control absoluto. Si quedan tropas terranas resistiendo heroicamente el sitio en Burroughs es seguro que vendrán a salvarlos. Dirán que es una misión de rescate y vendrán a recuperar todo el planeta.
—No será fácil tomar Burroughs con todas esas tropas allí.
—Lo sé.
Sax, que dormía en un sofá en el otro extremo de la habitación, abrió un ojo.
—Los rojos hablan de inundarla —señaló.
—¿Qué…?
—Está por debajo del nivel del hielo de Vastitas. Y hay agua bajo el hielo. Sin el dique…
—No —dijo Nadia—. Hay doscientas mil personas en Burroughs además de las tropas de seguridad. ¿Qué se supone que tiene que hacer la población? Es imposible evacuar a tanta gente. Es una locura. Es como repetir el sesenta y uno. —Cuanto más lo pensaba más furiosa se ponía.
—¿En qué piensa esa gente?
—Tal vez sólo sea una amenaza —dijo Art en la pantalla.
—Las amenazas son inútiles a menos que aquellos a los que estás amenazando crean que las llevarás a cabo.
—Quizá lo crean.
Nadia negó con la cabeza.
—Hastings no es tan estúpido. ¡Demonios, él podría evacuar sus tropas por el puerto espacial y dejar que la población se ahogase! ¡Y entonces nos convertiríamos en monstruos y la Tierra vendría a darnos caza sin tardanza! ¡Ni hablar!
Se levantó y fue a desayunar algo; pero al mirar el grupo de pastas en la cocina descubrió que ya no tenía apetito. Tomó una taza de café y volvió a las oficinas, advirtiendo el temblor de sus manos.
En 2061 Arkadi se había enfrentado a un grupo disidente que había enviado un asteroide en una trayectoria de colisión con la Tierra, sólo como amenaza. Pero habían destruido el asteroide con la mayor explosión provocada por el hombre. Y después de aquello la guerra en Marte había seguido un curso mortífero que antes no había tenido. Y Arkadi había sido incapaz de detenerlo.
Y podía ocurrir otra vez.
—Tenemos que ir a Burroughs —le dijo a Sax.
La revolución suspende los hábitos además de la ley. Pero del mismo modo que la naturaleza aborrece el vacío, el ser humano aborrece la anarquía.
Los hábitos se infiltraron en el nuevo terreno como las bacterias y fueron seguidos de procedimientos, protocolos, fellfields de discurso social, en su evolución hacia los bosques de la ley que culminaban el proceso. Nadia advirtió que algunos acudían a ella para resolver sus conflictos confiando en su juicio quizá porque ella era lo más parecido a una figura estable que veían. Art la llamaba el solvente universal, y cierta vez Maya se refirió a ella como la generala Nadia, porque sabía que ese calificativo la molestaría, como así ocurrió. Personalmente Nadia prefería verse como Sax la había definido ante su fiel tropa de técnicos, jóvenes Sax en potencia: «Nadia es el arbitro designado, hablen con ella». Ah, el poder de los nombres. Arbitro en vez de general. A cargo de la negociación que Art llamaba «cambio de fase». Nadia le había oído emplear el término durante una larga entrevista que concedió a Mangalavid, con esa cara de palo que no permitía adivinar si hablaba en serio o en broma: «Bien, no creo que lo que estamos viviendo sea una revolución, no. Es un paso perfectamente natural aquí, así que puede hablarse más bien de estadio evolutivo o de lo que en el campo de la física llaman un cambio de fase».
Sus comentarios posteriores revelaron a Nadia que en realidad Art ignoraba lo que era un cambio de fase. Pero ella sí lo sabía y el planteamiento del concepto le pareció fascinante. Vaporización de la autoridad terrana, condensación del poder local y la fusión final… podía describirse de muchas maneras. La fusión se producía cuando las partículas acumulaban la suficiente energía térmica para superar las fuerzas intracristalinas que mantenían su estructura. Por tanto, si se consideraba a las metanacionales como estructuras cristalinas… Sin embargo, la energía requerida dependía de la índole de las fuerzas de cohesión, interiónicas o intermoleculares: el cloruro de sodio, interiónico, fundía a 801°C, el metano, intermolecular, a —183°C. ¿Qué fuerzas, entonces? ¿Y cuánto había de subir la temperatura?
En este punto la analogía misma se fundía. Pero los nombres ejercían un gran influjo sobre la mente humana. Cambio de fase, gestión integral de plagas, desempleo selectivo; ella los prefería a la vieja y devastadora noción de revolución y le alegraba que los nuevos términos circularan en Mangalavid y en las calles.
Pero había unos cinco mil policías armados hasta los dientes en Burroughs y Sheffield, recordó, que aún se consideraban servidores de la ley enfrentados a amotinados armados. Y para resolver eso necesitarían algo más que semántica.
En general las cosas marchaban mejor de lo que ella había esperado por una simple cuestión demográfica. Al parecer todos los nacidos en Marte se habían lanzado a las calles y ocupaban edificios oficiales, estaciones ferroviarias, puertos espaciales. Y a juzgar por los programas de Mangalavid, todos ellos se oponían firmemente (y de manera poco realista en opinión de Nadia) a que poderes de otro planeta los controlasen de la manera que fuese. Eso significaba más de la mitad de la población de Marte, y buena parte de los veteranos y los nuevos inmigrantes opinaban lo mismo.
—Llámalos recién llegados —le aconsejó Art por teléfono—. O colonos y colonialistas, según que estén de nuestro lado o no. Eso es lo que Nirgal ha estado haciendo y creo que ayuda a la gente a reflexionar.
En la Tierra la situación era menos clara. El conflicto entre las metanacionales de Subarashii y las metanacionales del sur continuaba, pero en el contexto de la gran inundación se había convertido en una amarga atracción menor. Era difícil saber qué pensaban los terranos en general del conflicto en Marte.
Pero pensaran lo que pensasen, un transbordador rápido estaba a punto de llegar con refuerzos policiales. Por esa razón grupos de la resistencia de todo el planeta se movilizaron para converger en Burroughs y Art encomió y apoyó esa acción desde la ciudad. Él era, pensó Nadia, un diplomático sutil: grande, amable, modesto, comprensivo, «poco diplomático», que inclinaba la cabeza cuando conferenciaba con otros, dándoles la sensación de que eran ellos quienes dirigían el proceso.
Infatigable. Y muy inteligente. Muy pronto consiguió que afluyesen a Burroughs incluso grupos de las guerrillas rojas y de Marteprimero, que parecían considerar su presencia allí como una especie de sitio. Nadia se percataba de que mientras los rojos y marteprimeros que conocía —Ivana, Gene, Raúl, Kasei— se mantenían en contacto con ella y respetaban su papel como arbitro, había radicales de ambos grupos que la veían fuera de lugar o incluso como un estorbo. Esto la enfurecía, porque estaba segura de que si Ann la apoyara sin reservas los elementos más radicales dejarían de actuar por su cuenta. Se quejó amargamente de esto a Art después de ver un comunicado rojo en el que se planificaba la mitad occidental de la «convergencia» en Burroughs. Art consiguió que Ann contestara su llamada y la pasó a Nadia.
Y allí estaba otra vez, como una de las furias de la revolución francesa, tan severa y sombría como siempre. Su último intercambio, a propósito de Sabishii, pesaba aún sobre ellas. El asunto había quedado fuera de discusión cuando la UNTA recuperó e incendió la ciudad, pero Ann seguía furiosa, lo que irritaba profundamente a Nadia.
Tras un saludo frío, la conversación degeneró casi al instante en discusión. Ann veía en la revolución la oportunidad de dar al traste con todos los esfuerzos terraformadores y de aligerar al planeta del mayor número posible de ciudades y ciudadanos, con ataques directos si era necesario. Asustada por esa visión apocalíptica, Nadia discutió amarga y luego furiosamente. Pero Ann estaba completamente enajenada.
—Me haría inmensamente feliz ver Burroughs totalmente destruida —declaró con frialdad.
Nadia apretó los dientes.
—Si destruyes Burroughs lo destruyes todo. ¿Adonde se supone que va a ir la gente que vive allí? No eres mejor que un asesino, un asesino de masas. Simón estaría avergonzado.
Ann frunció el ceño.
—El poder corrompe, ya lo veo. Pásame a Sax, anda. Estoy harta de tanta histeria.
Nadia pasó la llamada a Sax y salió. No era el poder lo que corrompía a la gente, sino los locos quienes corrompían al poder. Bien, tal vez se había enfadado con demasiada facilidad o había sido muy dura. Pero le daba miedo ese rincón oscuro de Ann, capaz de hacer cualquier cosa, y el miedo corrompe mucho más que el poder. Combina los dos y…
Con un poco de suerte habría indignado lo suficiente a Ann como para devolver esa parte oscura a su rincón. Psicología barata, como le señaló Michel con delicadeza cuando ella lo llamó a Burroughs. Una estrategia derivada del miedo. Pero no podía evitarlo, estaba asustada. La revolución significaba destruir una estructura y crear otra, pero destruir era mucho más fácil que crear, y por tanto las dos partes de la obra no necesariamente estaban destinadas a tener el mismo éxito. Construir una revolución era como levantar un arco: hasta que las dos columnas y la clave del arco no ocupaban su posición cualquier insignificancia podía echarla abajo.
Al caer la noche del miércoles, cinco días después de la llamada de Sax a Nadia, unas cien personas partieron hacía Burroughs en avión, porque las pistas se consideraban demasiado vulnerables al sabotaje. Volaron toda la noche y al alba aterrizaron en una pista rocosa cercana a un gran refugio bogdanovista en la pared del cráter Du Martheray, en el Gran Acantilado, al sudeste de Burroughs. El sol subió entre la bruma como una burbuja de mercurio, iluminando unas melladas colinas blancas que se levantaban al norte sobre la llanura de Isidis: un nuevo mar de hielo cuyo progreso hacia el sur había sido detenido por el dique, que se arqueaba sobre el paisaje como la larga represa de tierra de poca altura que era.
Nadia subió a la cima del refugio, donde una ventana, disimulada en una grieta horizontal bajo el borde, permitía ver las tierras que se extendían entre el Gran Acantilado y el dique y el hielo que éste retenía. Estuvo un buen rato contemplando el paisaje, bebiendo café mezclado con kava. Al norte se extendía el mar helado salpicado de seracs, largas crestas de presión y láminas blancas de gigantescos lagos de superficie helada. Justo debajo de donde ella estaba se veían las primeras estribaciones del Gran Acantilado, moteadas de cactos de Acheron, que se extendían sobre la roca como arrecifes de coral. Unas praderas escalonadas seguían el curso de las pequeñas corrientes heladas que bajaban del Gran Acantilado, que en la distancia parecían largas diatomeas embutidas en la roca.
Separando hielo y desierto, el dique era como una cicatriz parda que suturaba dos realidades distintas.
Nadia lo estudió con los binoculares. El extremo meridional era una cresta de regolito que subía por las faldas del Cráter Wg y terminaba en su borde, medio kilómetro por encima del que sería el nivel final del mar. Desde allí el dique se extendía en dirección noroeste, y desde su punto de observación Nadia alcanzaba a ver unos cuarenta kilómetros antes de que se perdiese en el horizonte al oeste del Cráter Xh. Ese cráter estaba rodeado de hielo hasta casi el borde y el interior circular parecía un extraño sumidero rojo. Salvo en ese punto, el hielo se apretaba contra el dique. Del lado del desierto el dique podía tener unos doscientos metros de altura, aunque era difícil precisarlo porque al pie de la pared se abría una amplia zanja. En el otro lado, el hielo subía hasta la mitad de la pared, o quizá más.
El dique tenía trescientos metros de ancho en la cima. Todo ese regolito desplazado —Nadia silbó con admiración— representaba varios años de trabajo de un gran equipo de dragas y excavadoras robóticas. Y a pesar de que el muro era inmenso para cualquier escala humana, Nadia temía que no alcanzara a contener un océano de hielo. Y el hielo era la menor de las amenazas: cuando se fundiera las corrientes arrancarían el regolito como si fuera barro. Y el hielo ya estaba derritiéndose; se decía que bajo la sucia superficie blanca se extendían inmensas bolsas de agua y que algunas ya filtraban el dique.
—¿Quieres decir que no tendrán que reemplazarlo con hormigón? —le preguntó a Sax, que se había reunido con ella y miraba con otros binoculares.
—Imagínate —dijo. Nadia se preparó para lo peor, pero él añadió—: Cubrirán el dique con un revestimiento de diamante. Eso durará bastante. Quizás unos cuantos millones de años.
Probablemente sería así. Tal vez habría algunas filtraciones en la base. Pero en cualquier caso tendrían que mantener el sistema a perpetuidad y sin margen para el error, porque Burroughs se encontraba a solo veinte kilómetros al sur del dique y unos ciento cincuenta metros por debajo de su nivel. Acabaría siendo un lugar extraño. Nadia enfocó los binoculares en la dirección de la ciudad, pero ésta se encontraba unos setenta kilómetros al noroeste, bajo la línea del horizonte. Sin duda los diques serían eficaces; los diques de Holanda habían resistido durante siglos, protegiendo millones de personas y centenares de kilómetros cuadrados de tierra hasta la última inundación. E incluso ahora seguían resistiendo, y las invasiones serían las corrientes laterales que penetrarían por Bélgica y Alemania. Por tanto eran eficaces. Pero seguía siendo un destino extraño.
Nadia examinó la roca mellada del Gran Acantilado. Lo que en la distancia parecían flores eran en realidad enormes masas de cactos coralinos. Una corriente de agua parecía una escalera hecha de nenúfares. La pendiente irregular de roca roja ofrecía un paisaje desolado, surrealista, encantador.
Un repentino espasmo de miedo la atravesó: algo iría mal y ella moriría y ya no podría contemplar aquel mundo y su evolución. Un misil podía aparecer en el cielo violeta en cualquier momento; el refugio era un blanco ideal si algún comandante asustado del puerto espacial de Burroughs descubría su localización y decidía actuar por su cuenta. Estarían muertos en cuestión de minutos.
Pero así era la vida en Marte. Podían morir en cualquier momento como consecuencia de incontables sucesos adversos, como siempre. Apartó esos pensamientos y bajó las escaleras con Sax.
Quería ir a Burroughs para evaluar la situación, caminar entre los ciudadanos y ver que decían y hacían. A última hora del jueves le dijo a Sax:
—Vayamos a echar un vistazo. Pero al parecer era imposible.
—Todas las puertas están controladas —le informó Maya—. Y registran minuciosamente todos los trenes que llegan a la estación. Ocurre lo mismo con el metro que va al puerto espacial. La ciudad está cerrada. En realidad somos rehenes.
—Podemos seguir los acontecimientos a través de las pantallas —observó Sax—. No importa.
Nadia accedió de mala gana. Shikata ga nai. Pero le desagradaba la situación, le parecía que se estaba acercando con rapidez a un punto muerto, al menos allí. Y le intrigaban enormemente las condiciones de Burroughs.
—Dime cómo van las cosas —le pidió a Maya por el enlace telefónico.
—Bien, ellos controlan las infraestructuras —dijo Maya—. La planta física, las puertas, todo. Pero no hay bastantes para obligar a la gente a quedarse en sus casas o ir a trabajar. Así que no saben qué hacer.
Nadia lo comprendía, porque tampoco ella sabía qué hacer. Los trenes llegaban con las tropas de las ciudades tienda que las habían entregado a los rebeldes. Y los recién llegados se unían a sus camaradas y recorrían la ciudad en grupos armados hasta los dientes que nadie se atrevía a molestar. Se alojaban en Branch Mesa, Double Decker Butte y Syrtis Negra, y sus líderes se reunían con cierta frecuencia en el cuartel general de la UNTA en la Montaña Mesa, pero no daban órdenes.
Reinaba la incertidumbre. Las oficinas de Praxis y Biotique en Hunt Mesa funcionaban como centro de información para todos ellos, divulgando las noticias de la Tierra y el resto de Marte mediante tablones de anuncios y pantallas gigantes en las calles. Esos medios, junto con Mangalavíd y otros canales privados, permitían que todos se mantuvieran bien informados sobre el curso de los acontecimientos. De cuando en cuando se producían grandes aglomeraciones de gente en los parques y bulevares, pero lo habitual era ver docenas de grupos pequeños en una especie de parálisis activa, algo a medio camino entre una huelga general y una crisis de rehenes. Todos se preguntaban qué ocurriría después. La población parecía animada, muchas tiendas y restaurantes continuaban abiertos y la gente que entrevistaban en ellos no parecía crispada.
Mirándolos mientras engullía algunos alimentos, Nadia sintió el irresistible deseo de estar allí, de hablar con la gente. Alrededor de las diez, y comprendiendo que no dormiría, volvió a llamar a Maya y le pidió que se pusiese las videogafas y saliese a dar un paseo por la ciudad. Maya, tan ansiosa como ella, si no más, la complació de buen grado.
Muy pronto Maya estaba fuera transmitiéndole lo que veía a Nadia, que aguardaba inquieta ante una pantalla en la sala de descanso de Du Martheray. Sax y otros acabaron mirando por encima de su hombro las imágenes oscilantes que Maya transmitía y escuchando sus comentarios.
Maya bajó a buen paso por el bulevar del Gran Acantilado hacia el valle central. Una vez allí, entre los vendedores ambulantes del extremo superior del Parque del Canal, aminoró el paso y miró lentamente alrededor para darle a Nadia una panorámica. La gente llenaba las calles, conversando, inmersos en una especie de atmósfera festiva. Cerca de Maya dos mujeres iniciaron una animada conversación sobre Sheffield. Unos recién llegados se acercaron a Maya y le preguntaron qué iba a ocurrir ahora, al parecer seguros de que ella lo sabría, «¡Sólo porque soy vieja!», comentó Maya con disgusto cuando se fueron. Nadia casi sonrió. Algunos jóvenes reconocieron a Maya y se acercaron a saludarla alegremente. Nadia observó ese encuentro desde el punto de vista de Maya, advirtiendo el encandilamiento de la gente. ¡De manera que así aparecía el mundo ante Maya! No era extraño entonces que se creyera tan especial, si la gente la miraba de ese modo, como si fuese una temible diosa salida de un mito…
Era turbador en más de un sentido. Nadia pensaba que su vieja compañera se arriesgaba a que la detuvieran y así se lo dijo. Pero la imagen osciló de un lado a otro cuando Maya sacudió la cabeza y dijo:
—¿Ves algún policía? Las fuerzas de seguridad se concentran en las puertas y estaciones y yo me mantengo alejada de ellos. Además, ¿para qué van a molestarse en detenerme si toda la ciudad está arrestada?
Siguió con la mirada un vehículo blindado que en ese momento circulaba por el bulevar y que no redujo la velocidad, como dándole la razón.
—Eso es para que sepamos que están armados —comentó Maya sombría.
Llegó hasta el Parque del Canal y luego tomó el sendero que llevaba a la Montaña Mesa. Hacía frío esa noche; las luces que reflejaba el canal revelaban que la superficie del agua estaba helándose. Pero si las fuerzas policiales habían pensado que eso desanimaría a los ciudadanos, se equivocaban. El parque estaba atestado y la gente seguía llegando. Se reunían en belvederes y cafés, o alrededor de unas grandes bobinas calefactoras anaranjadas. Y allá donde Maya mirara se veía gente dirigiéndose al parque. Había músicos tocando e individuos hablando a través de pequeños altavoces portátiles. Otros miraban las noticias en sus ordenadores de muñeca o en pantallas de atril.
—¡Reunión esta noche! —gritó alguien—. ¡Reunión en el lapso marciano!
—No estaba al corriente de esto —dijo Maya con aprensión—. Tiene que ser obra de Jackie.
Miró alrededor tan deprisa que las imágenes en la pantalla le dieron vértigo a Nadia. Había gente por todas partes. Sax fue a otra pantalla y llamó al piso franco de Burroughs en Hunt Mesa. Contestó Art, el único que quedaba allí. Jackie había convocado una manifestación multitudinaria en el lapso marciano; se había difundido por todos los medios de comunicación de la ciudad. Nirgal estaba con ella.
Nadia le transmitió todo esto a Maya, que maldijo con furia.
—¡La situación es demasiado volátil para una cosa así! Maldita sea esa mocosa.
Pero no podía hacer nada. Miles de personas llenaban los bulevares y afluían al Parque del Canal y a Princess Park, y cuando Maya miró alrededor alcanzaron a ver figuras diminutas en los bordes de las mesas y llenando los tubos peatonales sobre el parque.
—Los oradores hablarán desde Princess Park —dijo Art en la pantalla de Sax.
—Tienes que llegar allí, Maya —le dijo Nadia—, y deprisa. Tal vez puedas ayudar a controlar la situación.
Maya se puso en camino, y mientras se abría paso entre la multitud Nadia siguió hablando con ella, sugiriéndole lo que debía decir si tenía oportunidad de hablar. Las palabras le salían a borbotones, y cuando hizo una pausa para reflexionar Art intervino con sus sugerencias, hasta que Maya dijo:
—Un momento, un momento; ¿todo eso es cierto?
—No te preocupes de si es cierto o no —dijo Nadia.
—¡Que no me preocupe dices! —exclamó Maya en su muñeca—. ¡Que no me preocupe de si lo que digo a cien mil personas, a la población de dos mundos, es cierto!
—Nosotros haremos que sea cierto —dijo Nadia—. ¡Vamos, inténtalo! Maya echó a correr. Otros caminaban en la misma dirección que ella, subiendo por el Parque del Canal hacia la zona entre el Monte Ellis y la Montaña Mesa, y su cámara les transmitía imágenes oscilantes de nucas y algunos rostros encendidos de excitación que se volvían cuando ella gritaba pidiendo paso. Gritos y vítores se alzaban de la multitud, que cada vez era más apretada. Maya empujaba para abrirse paso. Muchos eran jóvenes mucho más altos que ella. Nadia fue a la pantalla de Sax para mirar las imágenes de Mangalavid, que alternaba entre la cámara instalada en el borde de un viejo pingo que dominaba Princess Park y enfocaba la tribuna de oradores y una cámara situada en uno de los puentes tubo. Los dos mostraban una muchedumbre inmensa; quizás unas ochenta mil personas, calculó Sax con la nariz a un centímetro de la pantalla, como si los estuviera contando uno a uno. Art se las arregló para conectar con Nadia y Maya al mismo tiempo, y ambos continuaron hablándole mientras Maya luchaba por avanzar entre la multitud.
Antar había terminado un breve pero incendiario discurso en árabe mientras Maya daba los últimos empujones, y Jackie hablaba en ese momento detrás de la hilera de micrófonos. Su voz, repetida y amplificada por infinidad de altavoces, flotaba en todas partes. Las frases eran recibidas con grandes aclamaciones que impedían a muchos oír lo que decía a continuación.
—… No permitiremos que utilicen Marte como un mundo de recambio… una clase dirigente responsable de la destrucción de la Tierra… ratas que abandonan el barco que se hunde… ¡organizarán el mismo caos en Marte si les dejamos!… ¡no sucederá! ¡Porque ahora estamos en un Marte libre! ¡Marte libre! ¡Marte libre!
Levantó el puño al cielo y la muchedumbre creciente rugió repitiendo las palabras al unísono: ¡Marte libre! ¡Marte libre! ¡Marte libre!
En medio de ese cántico, Nirgal subió a la plataforma y al verlo muchos empezaron a gritar «Nirgal, Nirgal», y se produjo así un formidable contrapunto coral.
Cuando llegó al micrófono Nirgal agitó una mano pidiendo silencio, pero el auditorio siguió repitiendo su nombre y el entusiasmo vibró en esa gran voz colectiva, como si cada uno de los presentes fuese amigo personal de él y se sintiera enormemente complacido de reencontrarlo. Y eso no estaba demasiado lejos de la verdad, pensó Nadia, porque Nirgal había pasado buena parte de su vida viajando.
Los gritos fueron apagándose hasta reducirse a un vasto rumor sobre el cual el saludo de Nirgal se oyó sin dificultad. Mientras él hablaba, Maya siguió acercándose a la plataforma, ya más fácilmente porque la gente se había quedado quieta, aunque a veces también ella se detenía a escuchar y mirar a Nirgal y sólo se acordaba de avanzar cuando los vítores y aplausos coronaban muchas de sus frases.
El joven se expresaba en un tono cordial y tranquilo, lo que permitía escucharlo con facilidad.
—Para todos aquellos que hemos nacido en Marte —dijo— éste es nuestro hogar.
Tuvo que esperar casi un minuto a que se acallara el clamor de la multitud, en su mayoría nativos, observó Nadia.
—Nuestros cuerpos están constituidos por átomos que hasta no hace mucho formaban parte del regolito —prosiguió Nirgal—. Somos marcianos hasta la médula. Somos porciones vivas de Marte. Somos seres humanos que han asumido un compromiso permanente, biológico, con este planeta, que es nuestro hogar. Y nunca podremos regresar. —El bien conocido eslogan levantó otra oleada de ovaciones.
»En cuanto a aquellos que nacieron en la Tierra, bien, hay diferentes clases. Cuando la gente se traslada a un lugar nuevo, algunos intentan quedarse allí y hacer del lugar su hogar; éstos son los colonos. Otros vienen para trabajar un tiempo y luego regresar al lugar del que vinieron, y a éstos los llamamos visitantes o colonialistas.
»Los nativos y colonos somos aliados naturales. Después de todo los nativos no somos más que los hijos de los primeros colonos. Éste es el hogar de todos. En cuanto a los visitantes… también hay lugar para ellos en Marte. Cuando decimos que Marte es libre, no estamos diciendo que los terranos ya no podrán venir aquí. ¡En absoluto! Somos hijos de la Tierra de un modo u otro. Es nuestro mundo natal, y nos alegramos de ayudarlos cuanto podamos.
Este último comentario pareció sorprender a la multitud, que no respondió con el acostumbrado coro de aplausos.
—Pero lo cierto —continuó— es que lo que ocurre en Marte no debe ser decidido por los colonialistas ni por nadie en la Tierra. —Los gritos se elevaron, sofocando en parte lo que decía.
—… una simple afirmación de nuestro deseo de autodeterminación… nuestro derecho natural… la fuerza motriz de la historia de la humanidad. Marte no es una colonia y no será tratado como tal. Ya no existe en Marte ninguna colonia. Marte es libre.
Las aclamaciones alcanzaron su mayor intensidad y brotó de nuevo el cántico: ¡Marte libre! ¡Marte libre!
Nirgal interrumpió el clamor.
—Como marcianos libres, intentamos recibir a todo terrano que quiera venir a nosotros. Ya sea para vivir aquí un tiempo y luego regresar o para instalarse permanentemente. Y tenemos intención además de hacer lo posible para ayudar a la Tierra en esta hora de crisis medioambiental. Tenemos bastante experiencia en inundaciones —risas— y podemos ayudarlos. Pero de ahora en adelante las metanacionales ya no serán las mediadoras en el intercambio del que sacan tajada. Nuestra ayuda será un regalo que beneficiará a los pobladores de la Tierra mucho más que cualquier cosa que hubieran podido arrancarnos como colonia. Y esto es así en el sentido literal de la suma de recursos y trabajo que serán transferidos de Marte a la Tierra. Confiamos en que la población de ambos mundos acogerá de buen grado el nacimiento de un Marte libre.
Retrocedió y agitó una mano, y los vítores y el cántico recomenzaron. Nirgal se quedó en la plataforma, sonriendo y saludando, complacido pero sin saber qué hacer.
Durante su intervención Maya había continuado avanzando poco a poco, y a través de sus videogafas Nadia vio que se encontraba al pie de la plataforma, entre la gente de la primera fila. Maya agitó los brazos repetidas veces, tapando la imagen; Nirgal lo advirtió y la miró.
Cuando descubrió a Maya, sonrió, se acercó a ella y la aupó a la plataforma. La llevó delante de los micrófonos y Nadia vio la imagen fugaz de la expresión de sorpresa y disgusto en la cara de Jackie Boone antes de que Maya se quitara las videogafas. La imagen de la pantalla osciló frenéticamente y terminó mostrando las planchas de la plataforma. Nadia soltó una maldición y corrió a la pantalla de Sax con el corazón en la boca. Sax seguía con las imágenes de Mangalavid, tomadas ahora desde el puente entre el Monte Ellis y la Montaña Mesa. Desde ese ángulo se veía el mar de gente que rodeaba el pingo y llenaba el valle central de la ciudad hasta el Parque del Canal. Debía de estar allí casi toda la población de Burroughs. En el estrado Jackie parecía estar gritándole a Nirgal al oído. Nirgal no le respondió y la dejó con la palabra en la boca. Maya se veía pequeña y vieja al lado de Jackie, pero su porte tenía la majestad de un águila, y cuando Nirgal se acercó a los micrófonos y dijo: «Tenemos con nosotros a Maya Toitovna», la aclamaron ruidosamente.
Maya hizo ademanes para acallar a la muchedumbre mientras se adelantaba.
—¡Silencio! ¡Silencio! Gracias. Quedan algunos anuncios serios por hacer todavía.
—¡Jesús! —exclamó Nadia, y se aferró al respaldo de la silla de Sax.
—Marte es independiente ahora, sí. ¡Silencio, por favor! Pero como acaba de decir Nirgal eso no significa que existamos aislados de la Tierra. Eso es imposible. Hemos reclamado la soberanía de acuerdo con el derecho internacional y hemos recurrido al Tribunal Mundial para que confirme este estatus legal de inmediato. Hemos firmado acuerdos previos que llevan implícito el reconocimiento de esta independencia y hemos establecido relaciones diplomáticas con Suiza, India y China. También hemos iniciado una asociación económica no exclusiva con Praxis, la cual, como todos los arreglos que haremos en el futuro, sólo buscará beneficiar a ambos mundos. Todo esto ha sentado las bases para la creación de nuestra relación formal, legal y semiautónoma con los diferentes organismos legales de la Tierra. Esperamos la completa e inmediata confirmación y ratificación de estos acuerdos por el Tribunal Mundial, las Naciones Unidas y otros organismos relevantes.
La declaración fue recibida con una aclamación general, aunque no tan ruidosa como las que había provocado la intervención de Nirgal. Maya los dejó explayarse. Cuando el griterío disminuyó un poco, Maya continuó.
—En lo referente a la situación en Marte, nuestras intenciones son reunirnos en Burroughs inmediatamente y utilizar la Declaración de Dorsa Brevia como punto de partida para el establecimiento de un gobierno marciano independiente.
Más gritos, mucho más entusiastas.
—Sí, sí —dijo Maya con impaciencia, tratando de acallarlos—.
¡Silencio! ¡Escuchen! Antes de nada tenemos que resolver el problema de la oposición. Como saben, estamos reunidos delante del cuartel general de las tropas de la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas, que en este momento nos estarán escuchando en la Montaña Mesa. —Señaló el lugar.— A menos que hayan salido y se hayan unido a nosotros. —Gritos, cánticos.
—…A ellos quiero decirles que no tenemos intención de causarles ningún daño. La Autoridad Transitoria debe ahora comprender que la transición ha tomado una nueva forma y ordenar a sus fuerzas de seguridad que no intenten sujetarnos. Por otra parte, ¡ya no podrán hacerlo! —Estruendosa ovación.
—…no les haremos ningún daño. Y les aseguramos el acceso sin trabas al puerto espacial, donde hay aviones que los llevarán a Sheffield y de allí a Clarke, si es que no desean emprender con nosotros esta nueva empresa. Esto no es un sitio ni un bloqueo. Es simplemente…
Se interrumpió, extendió las manos y la muchedumbre le contestó. Nadia trató de que Maya, todavía en el estrado, la oyera por encima del alboroto, pero era evidente que no podría. Sin embargo, al fin Maya miró su ordenador de muñeca. La imagen temblaba al ritmo de su brazo.
—¡Eso estuvo muy bien, Maya! ¡Estoy orgullosa de ti!
—¡Sí, bueno, cualquiera puede soltar un cuento bonito! Art dijo casi gritando:
—¡Intenta que se dispersen!
—De acuerdo —dijo Maya.
—Habla con Nirgal —aconsejó Nadia—. Que se encarguen Jackie y él.
Despues que hagan todo lo posible para que nadie ataque la Montaña Mesa o algo por el estilo. Vamos.
—¡Ja! —exclamó Maya—. Sí. Dejaremos que Jackie lo haga.
La imagen de su pequeña pantalla de muñeca osciló en todas direcciones. Había demasiado ruido para que los observadores se enterasen de nada. Las cámaras de Mangalavid mostraban un grupo de gente conferenciando en el escenario.
Nadia fue a sentarse; se sentía tan exhausta como si hubiese pronunciado ella el discurso.
—Estuvo magnífica —declaró—. Se acordó de todo lo que le dijimos. Ahora sólo tenemos que convertirlo en realidad.
—Enunciarlo ya lo convierte en una realidad —señaló Art—. Diablos, la población de los dos mundos lo ha visto. Y Praxis ya está en ello. Y Suiza nos respaldará. Haremos que funcione.
—La Autoridad Transitoria tal vez no esté de acuerdo —dijo Sax—. Tenemos un mensaje de Zeyk. Unos comandos rojos han bajado de Syrtis. Han tomado el extremo occidental del dique y están avanzando en dirección este a lo largo de él. No están muy lejos del puerto espacial.
—¡Eso es justo lo que tenemos que evitar! —exclamó Nadia—. ¿Qué creen que están haciendo? —Sax se encogió de hombros.
—A las fuerzas de seguridad no les va a gustar nada —dijo Art.
—Tendremos que hablar con ellos directamente —dijo Nadia después de reflexionar—. Solía hablar con Hastings cuando él era Control de Misión. No lo recuerdo muy bien, pero no creo que fuera un histérico.
—No nos hará daño averiguar qué piensa —dijo Art.
Nadia se encerró en una habitación tranquila, consiguió una pantalla, llamó al cuartel general de la UNTA en la Montaña Mesa y se identificó. Aunque eran las dos de la mañana sólo tardaron cinco minutos en pasarle a Hastings.
Lo reconoció al momento, aunque ella habría dicho que había olvidado la cara del hombre hacía mucho. Un tecnócrata bajo, de rostro delgado y demacrado, algo colérico. Cuando él la vio en la pantalla hizo una mueca.
—Ustedes otra vez. Siempre dije que enviamos a los cien primeros equivocados.
—No lo dudo.
Nadia estudió su cara, tratando de imaginar qué clase de hombre había podido ser jefe de Control de Misión en un siglo y jefe de la Autoridad Transitoria en el siguiente. Solía enfadarse con ellos cuando estaban en el Ares, los arengaba a propósito de cualquier pequeña desviación en el cumplimiento de la normativa y se había puesto furioso cuando dejaron de enviar videograbaciones hacia el final del viaje. Un burócrata cargado de reglas y órdenes, la clase de hombre que Arkadi despreciaba, pero con el que se podía razonar.
O al menos se lo pareció al principio. Discutió con él durante diez o quince minutos, explicándole que la manifestación que acababan de presenciar en el parque reflejaba lo que estaba sucediendo por todo Marte, que el planeta entero se había vuelto contra ellos, que eran libres de ir al puerto espacial y marcharse.
—No tenemos intención de marcharnos —dijo Hastings.
Las fuerzas de la UNTA a su mando controlaban la planta física, le dijo, y por tanto la ciudad era suya. Los rojos podían apoderarse del dique si querían, pero no podían volarlo porque había doscientas mil personas en la ciudad, que eran en efecto rehenes. Se esperaba la llegada de refuerzos en el próximo transbordador continuo, que llevaría a cabo la inserción en órbita en las siguientes veinticuatro horas. Así que los discursitos no significaban nada. Eran un farol.
Dijo todo esto con una calma absoluta, y si no hubiese estado tan furioso, Nadia habría dicho que estaba satisfecho de sí mismo. Era más que probable que hubiera recibido órdenes de la Tierra de resistir en Burroughs y esperar los refuerzos. Con toda seguridad la división de la UNTA en Sheffield había recibido el mismo mensaje. Y con Burroughs y Sheffield en sus manos y los refuerzos a punto de llegar no era extraño que creyeran llevar las de ganar. Incluso podía decirse que su opinión estaba justificada.
—Cuando la gente recupere el sentido común —dijo Hastings con severidad—, lo tendremos todo controlado. Lo único que de verdad importa ahora es la inundación antártica. Es esencial que ayudemos a la Tierra en esta hora de necesidad.
Nadia se rindió. Hastings era un cabezota, y además tenía un punto a su favor. Varios puntos, en realidad. Así que terminó la conversación con toda la educación que pudo diciéndole que volvería a contactar con él más tarde, tratando de imitar el estilo diplomático de Art. Se reunió con los demás.
A medida que transcurría la noche siguieron recibiendo informes de Burroughs y de todas partes. Sucedían demasiadas cosas como para que Nadia se sintiera cómoda yéndose a dormir, y Sax, Steve, Marian y los otros bogdanovistas parecían pensar lo mismo. Así que se sentaron encorvados en las sillas con los ojos cada vez más irritados y doloridos por el continuo parpadeo de las imágenes. Algunos rojos estaban desmarcándose de la coalición principal de la resistencia y seguían su propia agenda, una escalada de sabotajes y asaltos por todo el planeta, tomando pequeñas estaciones por la fuerza y la mitad de las veces metiendo a sus ocupantes en coches y volando las estaciones. Otro «ejército rojo» había atacado con éxito la planta física de Cairo, matando a la mayoría de los guardias de seguridad y obligando al resto a rendirse.
La victoria los había enardecido, pero los resultados no eran tan buenos en todas partes. Por las llamadas de algunos sobrevivientes diseminados se habían enterado de que un ataque rojo había destruido la planta física de Laswitz y abierto grandes brechas en la tienda, y aquellos que no habían conseguido refugiarse en edificios seguros o coches habían muerto.
—¿Qué demonios están haciendo? —gritó Nadia. Pero nadie respondió. Esos grupos no contestaban a las llamadas. Ni tampoco Ann.
—Si al menos discutieran sus planes con los demás —dijo Nadia, atemorizada—. No podemos permitir que la situación entre en la espiral del caos, es demasiado peligroso…
Sax fruncía los labios, inquieto. Fueron a la sala común a desayunar algo y luego a descansar un poco. Nadia tuvo que obligarse a comer. Había pasado una semana exacta desde la llamada de Sax y no recordaba nada de lo que había comido durante ese tiempo. Advirtió con sorpresa que estaba muerta de hambre. Empezó a devorar huevos revueltos.
Cuando casi habían acabado de comer Sax se inclinó hacia ella y dijo:
—Mencionaste algo de discutir los planes.
—¿Y bien? —dijo Nadia con el tenedor suspendido en el aire.
—Bien, ese transbordador en camino cargado de policías…
—¿Qué ocurre con él? —Después de sobrevolar Kasei Vallis ella no confiaba en que Sax fuese razonable; el tenedor empezó a temblarle en la mano.
—Bien, tengo un plan —dijo Sax—. En realidad lo elaboró mi grupo de Da Vinci.
Nadia trató de estabilizar el tenedor.
—Cuéntame.
El resto del día pasó como una bruma para Nadia. Abandonó cualquier intento de dormir y trató de comunicarse con grupos rojos, trabajó con Art redactando mensajes para la Tierra y les explicó a Maya y Nirgal y al grupo de Burroughs la última idea de Sax. Parecía que el ritmo de los acontecimientos, ya muy acelerado, se había desbocado y nadie podía gobernarlo. No había tiempo para comer, dormir o ir al baño, pero todas esas cosas tenían que hacerse, y por eso Nadia bajó tambaleándose al vestuario de mujeres y se dio una larga ducha; después engulló un almuerzo espartano de pan y queso, se tendió en un sofá y durmió un poco. Pero fue ese duermevela inquieto durante el cual su cerebro funcionaba a cámara lenta y los sucesos del día aparecían borrosos, deshilvanados y deformados e incorporaban las voces de la habitación. Nirgal y Jackie no se llevaban bien; ¿significaría eso un problema?
Se levantó tan cansada como antes. En la habitación seguían hablando de Nirgal y Jackie. Nadia fue al retrete y luego en busca de un café.
Zeyk, Nazik y un gran contingente árabe habían llegado a Du Martheray mientras ella dormía, y Zeyk asomó la cabeza por la puerta de la cocina:
—Sax dice que el transbordador está a punto de llegar.
Du Martheray estaba sólo seis grados por encima del ecuador y por eso tendrían una buena vista de ese aerofrenado, que ocurriría justo después de la puesta de sol. Las condiciones meteorológicas colaboraron, el cielo era diáfano. El sol bajó, el cielo se oscureció en el este y en el oeste el arco de colores sobre Syrtis mostró los tonos del espectro: amarillo, naranja, una estrecha franja de verde pálido, azul verdoso e índigo. Luego el sol desapareció detrás de las colinas negras y los colores del cielo se volvieron más intensos y luego transparentes, como si la bóveda celeste fuese cien veces mayor.
Y en medio de todos esos colores, entre las dos estrellas vespertinas, una estrella blanca apareció y surcó el cielo, dejando una corta estela recta. Ésa era la espectacular entrada en escena de los transbordadores continuos cuando ardían en la atmósfera superior, tan visible de día como de noche. Sólo tardaban un minuto en cruzar el cielo de un horizonte a otro, como estrellas fugaces lentas y brillantes.
Pero esta vez, cuando aún estaba muy alta en el oeste, fue debilitándose hasta convertirse en un punto pálido. Y luego desapareció.
La sala de observación de Du Martheray estaba atestada y muchos lanzaron exclamaciones ante aquel espectáculo sin precedentes, a pesar de estar sobre aviso. Cuando hubo desaparecido por completo Zeyk le pidió a Sax que explicara cómo lo habían hecho. La ventana de inserción orbital para el aerofrenado de los transbordadores era estrecha, dijo Sax, del mismo modo que lo había sido para el Ares. Había muy poco margen para el error. Así que los técnicos de Sax en Da Vinci habían cargado un cohete con pedazos de metal —como si fuera un barril de chatarra, dijo él—, y lo habían lanzado hacía unas horas. La carga había estallado en el camino de la MOI del transbordador pocos minutos antes de la llegada de éste, esparciendo la chatarra en una ancha banda horizontal, aunque de poca altura. Las inserciones orbitales estaban totalmente controladas por ordenador, y por eso cuando el radar del transbordador había identificado el reguero de partículas, la IA de navegación no había tenido muchas opciones. Pasar por debajo habría expuesto la nave a una atmósfera más densa, que la habría consumido; y pasar a través de ellas implicaba el riesgo de agujerear el escudo de calor y arder. Shikata ga nai. En vista de los riesgos, la IA tuvo que renunciar al aerofrenado volando por encima de la chatarra y así rebotar fuera de la atmósfera, lo que significaba que el transbordador ahora avanzaba hacia el exterior del sistema solar casi a su velocidad máxima, 40.000 kilómetros por hora.
—¿Tienen alguna otra manera de reducir velocidad que no sea el aerofrenado? —preguntó Zeyk.
—La verdad es que no —contestó Sax—. Por eso aerofrenan.
—¿Entonces el transbordador está condenado?
—No necesariamente. Pueden utilizar otro planeta como ancla gravitatoria que los lance de nuevo hacia aquí o de vuelta a la Tierra.
—¿Entonces van en dirección a Júpiter?
—Bien, Júpiter se encuentra en el otro extremo del sistema solar en estos momentos.
Zeyk sonreía.
—¿Hacia Saturno, entonces?
—Es probable que pasen muy cerca de varios asteroides secuenciales —dijo Sax— y puedan reorientar su choque… su curso.
Zeyk soltó una carcajada, y aunque Sax siguió hablando sobre estrategias de corrección de trayectorias, las numerosas conversaciones que surgieron impidieron que nadie lo oyera.
De modo que ya no tenían que preocuparse por los refuerzos de la Tierra, al menos por el momento. Pero a Nadia se le ocurrió que esa noticia podía hacer que la policía de la UNTA en Burroughs se sintiera atrapada y por tanto fuese más peligrosa. Los rojos seguían aproximándose a la ciudad por el norte, lo que sin duda acentuaría la desazón de los policías. La misma noche que el transbordador pasó de largo, grupos de rojos en rovers blindados completaron la toma del dique. Eso significaba que estaban muy cerca del puerto espacial de Burroughs, diez kilómetros al norte de la ciudad.
Maya apareció en la pantalla.
—Si los rojos toman el puerto espacial —le dijo a Nadia—, el cuerpo de seguridad estará atrapado en Burroughs.
—Lo sé. Eso es justo lo que no nos conviene. Especialmente ahora.
—Lo sé. ¿Puedes manejar a esa gente?
—Ya no me consultan.
—Creía que tú eras el gran líder allí.
—Yo creía que lo eras tú —replicó Nadia. La risa de Maya fue áspera y desabrida.
Llegó otro informe de Praxis, un paquete de noticiarios terranos retransmitido a través de Vesta con la última hora de las inundaciones y los desastres que había provocado en Indonesia y otras zonas costeras, pero también con algunas noticias políticas, incluyendo solicitudes de nacionalización de holdigns metanacionales presentadas por los militares de algunos países clientes del Club del Sur, que los analistas de Praxis interpretaban como el inicio de una revuelta de los gobiernos contra las metanacionales.
La multitudinaria manifestación de Burroughs había aparecido en las noticias de muchos países y era tema de conversación en los gabinetes públicos o privados de todo el mundo. Suiza había confirmado que establecería relaciones diplomáticas con un gobierno marciano «que sería designado en el futuro», como subrayó Art con una sonrisa. Praxis había hecho lo mismo. El Tribunal Mundial anunciaba que consideraría la demanda presentada por la Coalición Neutral Pacífica de Dorsa Brevia contra la UNTA —demanda que los medios de comunicación terranos habían bautizado «Marte vs. Terra»— lo antes posible. Y el transbordador continuo había informado de su inserción abortada; al parecer planeaban girar en los asteroides. A Nadia le pareció muy alentador que ninguno de estos sucesos fuese tratado como noticia de primera página en la Tierra, donde el caos provocado por la inundación seguía siendo de máxima importancia. Los refugiados se contaban por millones y a muchos les faltaba lo indispensable…
Precisamente por eso habían iniciado la revolución entonces. En Marte los movimientos en favor de la independencia controlaban la mayoría de las ciudades. Sheffield seguía siendo un bastión metanacional, pero Peter Clayborne estaba allí al mando de los insurgentes de Pavonis, coordinando las actividades con una envidiable serenidad. Eso era así en parte porque los elementos más radicales habían evitado Tharsis y porque la situación en Sheffield era tan complicada que no quedaba mucho margen de maniobra. Los insurgentes controlaban Arsia y Ascraeus y la pequeña estación científica del Cráter Zp en el Monte Olimpo, e incluso buena parte de la ciudad de Sheffield. Pero el enchufe del ascensor y el barrio de la ciudad que lo rodeaba estaban en manos de las fuerzas de seguridad, muy bien pertrechadas y dispuestas a todo. De manera que Peter ya tenía bastante trabajo en Tharsis y no podría ayudarlos con Burroughs. Nadia mantuvo una breve conversación con él, describiéndole la situación en Burroughs y rogándole que llamara a Ann y le pidiese que frenara a los rojos. Él prometió hacer lo que pudiese, pero no parecía confiar en que convencería a su madre.
Nadia intentó hablar con Ann pero no lo consiguió. Luego llamó a Hastings, pero la conversación fue improductiva. Hastings ya no era la figura enfadada y arrogante con la que había hablado la noche anterior.
—¿Qué tratan de probar con la ocupación del dique? —exclamó él con furia—. ¿Es que piensan que voy a creerme que reventarán el dique con doscientas mil personas en la ciudad, la mayoría del lado de ustedes? ¡Es absurdo! ¡Pero escúchenme, hay gente en esta organización a la que le disgusta que pongan en peligro a la población de esa manera! ¡Les advierto que no me hago responsable de lo que pueda suceder si no abandonan el dique de inmediato, y toda Isidis Planitia! ¡Sáquelos de ahí!
Y cortó la comunicación antes de que Nadia tuviese tiempo de contestar, requerido por alguien que había entrado en la habitación durante su diatriba. Un hombre asustado, pensó Nadia, y la nuez de hierro volvió a empujar en su interior. Un hombre desbordado por la situación. Una evaluación precisa, sin duda. Pero no le había gustado la última expresión de la cara de Hastings. Intentó reestablecer el contacto, pero nadie respondió en la Montaña Mesa.
Un par de horas después Sax la despertó en su silla y ella supo qué era lo que preocupaba tanto a Hastings.
—La unidad de la UNTA que incendió Sabishii salió en vehículos blindados e intentó arrebatarles el dique a los rojos —dijo Sax con expresión grave—. Al parecer lucharon por el sector más cercano a la ciudad. Y acabamos de enterarnos por algunos rojos de que han abierto una brecha en el dique.
—¿Qué…?
—Habían enterrado cargas explosivas como amenaza y en medio del combate decidieron detonarlas. Eso es lo que dicen.
—Dios mío. —Su somnolencia se desvaneció arrastrada por una explosión interna, una descarga de adrenalina que le recorrió todo el cuerpo.— ¿Tienes alguna confirmación?
—Una gran nube de polvo oculta las estrellas.
—Dios mío. —Se acercó a una pantalla con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho. Eran las tres am.— ¿Existe alguna posibilidad de que el hielo obstruya el agujero?
Sax desvió la mirada.
—No lo creo. Depende de lo grande que sea la brecha.
—¿No podrían utilizar explosivos para cerrarla?
—Me parece que no. Mira, éste es el vídeo que enviaron unos rojos que se encontraban al sur del dique. —Señaló la pantalla, que mostraba una imagen de infrarrojos negra en la parte izquierda y verde negruzco en la derecha, y atravesada por una línea verde bosque.— Eso del centro es la zona de explosión, más caliente que el regolito. Las cargas debían de estar colocadas cerca de una bolsa de agua o tal vez prepararon otra deflagración para licuar el hielo detrás de la brecha. El caso es que está saliendo mucha agua y eso ensanchará la brecha. Tenemos un serio problema.
—¡Sax! —exclamó ella y se aferró al hombro de él mientras miraba la pantalla—. La gente de Burroughs, ¿qué van a hacer ahora? Maldita sea, ¿en qué estaría pensando Ann?
—Tal vez no haya sido cosa de Ann.
—¡Ann o cualquiera de los rojos!
—Los atacaron. Puede haber sido un accidente. O quizás alguien en el dique pensó que las fuerzas de seguridad se apoderarían de los explosivos, en cuyo caso todos estaríamos en un callejón sin salida. — Meneó la cabeza.— Esas situaciones siempre acaban mal.
—Malditos sean. —Nadia sacudió la cabeza con fuerza, como si tratara de aclarar sus ideas.— ¡Tenemos que hacer algo! —Pensó frenéticamente.— ¿Quedarán las cimas de las mesas por encima de la inundación?
—Durante un tiempo. Pero Burroughs se encuentra en el punto más bajo de esa pequeña depresión. Por eso la ubicaron allí, porque los flancos de la cuenca proporcionaban horizontes amplios. No, las cimas de las mesas también acabarán cubiertas. No puedo precisar cuánto tardará en ocurrir porque desconozco la velocidad y el caudal de la inundación. Pero veamos, el volumen a llenar es de unos… —Tecleó deprisa, pero tenía una mirada vacía y de pronto Nadia comprendió que otra parte del cerebro de Sax estaba haciendo los cálculos más deprisa que su IA, una visión gestalt de la situación, mirando al infinito, meneando la cabeza adelante y atrás como un hombre ciego.— Podría tardar muy poco —susurró antes de terminar los cálculos—. Si la bolsa es suficientemente grande.
—Tenemos que suponer que así es. Él asintió.
Se sentaron lado a lado mirando la IA de Sax.
—Cuando trabajaba en Da Vinci —dijo Sax, vacilante— intenté anticipar posibles escenarios. La forma que tendrían las cosas futuras. Me preocupaba que algo así pudiese suceder. Ciudades destrozadas. Aunque yo pensaba más bien en las ciudades tienda. O en incendios.
—¿Y? —dijo Nadia mirándolo.
—Se me ocurrió un experimento… un plan.
—Cuéntame —dijo Nadia con calma.
Pero Sax leía en ese momento lo que parecía ser un informe meteorológico de última hora que acababa de aparecer sobre los números de la pantalla, Nadia esperó pacientemente y cuando él levantó la vista preguntó:
—¿Y bien?
—Hay una bolsa de altas presiones que está bajando hacia Syrtis desde Xanthe. Estará sobre nosotros poco antes de que acabe el día. En Isidis Planitia la presión será de unos trescientos cuarenta milibares, con aproximadamente cuarenta y cinco por ciento de nitrógeno, cuarenta de oxígeno y quince de dióxido de carbono…
—¡Sax, me importa un comino el tiempo que hará!
—Es respirable —dijo. La miró con esa expresión de reptil tan suya, la expresión de un lagarto, un dragón o una fría criatura posthumana apta para habitar en el vacío—. Casi respirable, si filtras el dióxido de carbono. Y podemos hacerlo. En Da Vinci fabricamos unas mascarillas de una aleación de circonio reticular. El principio es muy sencillo. Las moléculas de CO2 son más grandes que las del oxígeno y el nitrógeno, así que hemos creado un filtro molecular. Es un filtro activo además, porque incorporamos una capa piezoeléctrica y la carga generada cuando el material se dobla durante la inhalación y la exhalación potencia la transferencia activa del oxígeno a través del filtro.
—¿Y qué pasa con el polvo? —preguntó Nadia.
—Hay una serie graduada de filtros. Primero detienen las arenas menudas, luego el polvo y finalmente el CO2. —Miró a Nadia.— Se me ocurrió que tal vez la gente se vería en la necesidad de salir de una ciudad. Así que fabricamos medio millón de ellas. Los bordes están hechos con un polímero fijador que se adhiere a la piel. Así que te pones la mascarilla en la cara y respiras el aire ambiente. Sencillo.
—Entonces evacuaremos Burroughs.
—No veo que tengamos otra alternativa. No podemos sacar a tanta gente por aire o por tren con la rapidez necesaria. Pero sí podemos caminar.
—¿Caminar hacia adonde?
—A la Estación Libia.
—Sax, hay setenta kilómetros entre Burroughs y la Estación Libia.
—Setenta y tres.
—¡Eso es un paseo muy largo!
—Creo que la mayoría conseguirá llegar si se ven obligados —dijo él sin alterarse—. Y los que no aguanten pueden viajar en rovers o dirigibles. Luego, conforme vayan llegando a Libia partirán en los trenes. O en dirigibles. La estación puede albergar a unas veinte mil personas. Si las apretujas un poco, claro.
Nadia escrutó el rostro inexpresivo de Sax.
—¿Dónde están esas mascarillas?
—En Da Vinci. Pero ya están cargadas a bordo de aviones rápidos y podríamos tenerlas aquí en un par de horas.
—¿Estás seguro de que funcionarán? Sax asintió.
—Las hemos probado. Y traje unas cuantas conmigo. Puedo mostrártelas. —Se levantó, fue hasta su vieja bolsa negra, la abrió y sacó un manojo de mascarillas blancas. Le dio una a Nadia. Era una de esas máscaras que cubren la nariz y la boca, parecida a las antipolvo utilizadas en la construcción, sólo que más gruesa y con un borde pegajoso.
Nadia la inspeccionó, se la puso y tensó la delgada correa detrás de la cabeza. Respiraba fácilmente, sin sensación de ahogo, igual que con las mascarillas antipolvo, y el sello parecía correcto.
—Quiero probarla fuera —dijo.
Sax pidió que enviaran las mascarillas desde Da Vinci y luego se dirigieron a la antecámara del refugio. Se había corrido la voz del plan y de la prueba, y todas las mascarillas que Sax había traído fueron rápidamente solicitadas. Acompañando a Nadia y Sax saldrían otras diez personas, entre ellos Zeyk, Nazik y Spencer Jackson, que había llegado a Du Martheray una hora antes.
Todos llevaban el último modelo de traje de superficie, monos hechos de varias capas de tejido aislante que aún llevaban filamentos calefactores pero no los materiales constrictores necesarios para las presiones bajas de los primeros tiempos.
—Intenten pasar sin la calefacción —les dijo Nadia a los demás—. Así veremos qué tal se aguanta el frío llevando ropas de ciudad.
Se pusieron las máscaras y entraron en la antecámara del garaje. El aire se enfrió muy deprisa y la puerta exterior se abrió.
Salieron a la superficie.
El golpe del frío hizo que a Nadia le dolieran las sienes y los ojos, y costaba no jadear un poco, seguramente porque habían pasado de 500 milibares a 340. Le lloraban los ojos y le goteaba la nariz, pero lo que más impresionó a Nadia fue llevar los ojos al descubierto. El frío penetró a través del traje y ella tembló. Un frío muy parecido al siberiano, pensó.
260°K, –13° centígrados. No era tanto después de todo. Simplemente no estaba acostumbrada. Las manos y los pies se le habían helado más de una vez en Marte, pero hacía muchos años —¡más de un siglo en verdad!— que su cabeza y sus pulmones no sentían un frío como aquél.
Los otros conversaban en voz alta y las voces sonaban extrañas al aire libre, sin cascos ni intercoms. Sentía el cuello del traje, donde debía haber descansado el casco, muy frío sobre las clavículas y la nuca. Una delgada escarcha nocturna cubría la fracturada y antiquísima roca negra del Gran Acantilado. Nadia disfrutaba del viento y de una visión periférica que nunca había tenido con un casco. Las lágrimas le corrían por las mejillas debido al frío. No sentía ninguna emoción particular. La sorprendía sin embargo lo despejado que se veía todo sin visor, con una definición casi alucinatoria incluso a la luz de las estrellas. El cielo oriental mostraba un profundo azul de Prusia y unos cirros altos reflejaban la luz como una rosada cola equina. Las ondulaciones dentadas del Gran Acantilado aparecían grises bajo las estrellas, orladas de sombras negras.
¡El viento en los ojos!
La gente hablaba sin intercomunicadores, con voces incorpóreas, las bocas ocultas tras las máscaras. No se escuchaba ningún murmullo, zumbido, siseo o respiración mecánica. Después de haber escuchado esos sonidos durante más de un siglo aquel silencio ventoso parecía extraño, como una especie de vacío auditivo. Nazik llevaba un velo beduino.
—Hace frío —le dijo a Nadia—. Me arden las orejas. Siento el viento en los ojos, en la cara.
—¿Cuánto duran los filtros? —le preguntó Nadia a Sax, casi gritando para asegurarse de que la oyera.
—Cien horas.
—Es lástima que haya que exhalar a través de ellos. Eso añade mucho más CO2 al nitro.
—Sí, pero no he encontrado forma de evitarlo.
Estaban en la superficie de Marte con las cabezas descubiertas, respirando el aire con el auxilio de unas simples mascarillas. El aire era tenue pero no se sentía mareada. El elevado porcentaje de oxígeno compensaba la baja presión atmosférica. Era la presión parcial del oxígeno lo que importaba.
—¿Es la primera vez que alguien hace esto? —preguntó Zeyk.
—No —dijo Sax—. Las usamos mucho en Da Vinci.
—¡Qué maravilla! ¡No hace tanto frío como yo pensaba!
—Y si caminas a buen paso —dijo Sax— entrarás en calor.
Caminaron por los alrededores un rato, moviéndose con precaución en la oscuridad. Hacía mucho frío, dijera lo que dijera Zeyk.
—Deberíamos regresar —propuso Nadia.
—Tendrías que quedarte a ver el amanecer —dijo Sax—. Es muy hermoso sin los cascos.
Sorprendida de escuchar ese comentario en boca de él, Nadia repuso:
—Ya tendremos ocasión de ver otros amaneceres. En estos momentos quedan muchas cosas por discutir. Además, hace frío.
—Es agradable —protestó Sax—. Mira, eso es col Kerguelen. Y eso de ahí arenaria. —Se arrodilló y apartó una hoja vellosa para mostrarles la diminuta flor blanca que ocultaba, apenas visible en las primeras luces del alba.
Nadia lo miró.
—Volvamos —dijo. Y volvieron.
Se quitaron las máscaras y entraron en los vestuarios restregándose los ojos y soplándose las manos enguantadas.
—¡No hacía tanto frío! ¡El sabor del aire era dulce!
Nadia se quitó los guantes y se tocó la nariz. La carne estaba helada pero no tenía la palidez de la incipiente congelación. Miró a Sax, en cuyos ojos brillaba una expresión salvaje insólita en él… una visión extraña y conmovedora. Todos parecían excitados, rebosantes de alegría, quizás acentuada por el contrapunto de la peligrosa situación de Burroughs.
—Llevo años intentando elevar los niveles de oxígeno —le decía Sax a Nazik, Spencer y Steve.
—Pensaba que sólo era para avivar el incendio de Kasei Vallis —dijo Spencer.
—Oh, no. Una vez que consigues una cierta proporción de oxígeno, que el fuego arda o no depende de la sequedad de los materiales a quemar. No, esto era para elevar la presión parcial del oxígeno de manera que animales y personas puedan respirar. Si consiguiéramos reducir los niveles de dióxido de carbono…
—¿Entonces habéis fabricado máscaras para los animales?
Todos rieron. Fueron a la sala de descanso y Zeyk preparó café mientras comentaban el paseo y se tocaban las mejillas unos a otros para comparar el frío.
—¿Cómo sacaremos a la gente de la ciudad? —le preguntó Nadia a Sax de pronto—. ¿Y si las fuerzas de seguridad mantienen las puertas cerradas?
—Rasgaremos la tienda —contestó él—. Tendremos que hacerlo de todos modos para que la gente salga más deprisa. Pero no creo que bloqueen las puertas.
—Van todos hacia el puerto espacial —gritó alguien—. Las fuerzas de seguridad están tomando el metro para el puerto espacial. Abandonan el barco, los bastardos. Y Michel dice que la estación de trenes… ¡Han inutilizado la Estación Sur!
Esto provocó un alboroto. En medio de él Nadia le dijo a Sax:
—Expliquemos el plan a Hunt Mesa y vayamos allá para distribuir las máscaras.
Sax asintió.
Comunicaron el plan de evacuación rápidamente a toda la población de Burroughs a través de Mangalavid y los ordenadores de muñeca mientras viajaban en una gran caravana desde Du Martheray hasta una cadena de colinas bajas al sudoeste de la ciudad. Poco después de que los alcanzaran los dos aviones que transportaban las mascarillas desde Da Vinci sobrevolaron Syrtis y aterrizaron en un área despejada de las llanuras que se extendían ante el muro occidental de la ciudad. Al otro lado de Burroughs, los observadores apostados en la cima de Double Decker Butte informaron de que habían avistado la riada avanzando por el nordeste: agua parda salpicada de hielo que se precipitaba por el pliegue profundo que dentro de la ciudad ocupaba el Parque del Canal. Y las noticias sobre la Estación Sur resultaron ser ciertas: habían inutilizado las pistas volando el generador de inducción lineal. Nadie sabía quiénes eran los autores, pero hecho estaba y los trenes habían quedado inmovilizados. Por eso, cuando los beduinos llevaron las máscaras a las puertas Oeste, Sudoeste y Sur encontraron multitudes congregadas frente a ellas, todos con trajes de superficie con filamentos calefactores o con las ropas más abrigadas de que disponían… no precisamente idóneas para lo que se avecinaba, pensó Nadia mientras distribuía máscaras en la puerta Sudoeste. En los últimos tiempos la mayoría de los habitantes de Burroughs salían tan raramente a la superficie que cuando lo hacían alquilaban los trajes. Pero no había suficientes trajes para todos y tendrían que arreglarse con los abrigos de ciudad, que eran bastante livianos y no contaban con protección para la cabeza. En el mensaje que se había difundido se recomendaba vestirse para resistir 255°K y por eso casi todo el mundo llevaba varias capas de ropa y parecía muy grueso.
Las anchas puertas permitían la salida de quinientas personas cada cinco minutos, pero con toda una ciudad por evacuar no era ni mucho menos suficiente. Las máscaras se habían distribuido ya y era poco probable que a alguien le hubiese pasado desapercibida la situación de emergencia en la ciudad. Por tanto Nadia propuso rasgar la tienda para que la gente saliera más deprisa. Y todos estuvieron de acuerdo.
Apareció Nirgal, deslizándose entre la multitud como Mercurio con un recado urgente, sonriendo y saludando a todo el mundo, a la gente que quería abrazarlo o estrecharle la mano o simplemente tocarlo.
—Voy a rasgar la tienda —le dijo Nadia—. Todos tienen máscaras y es preciso que salgamos más deprisa de lo que las puertas permiten.
—Buena idea —dijo él—. Deja que lo anuncie.
Dio un salto de tres metros, se agarró a un remate del arco de hormigón de la puerta y se aupó hasta quedar en equilibrio sobre una banda de tres centímetros de ancho. Activó el pequeño altavoz portátil que llevaba y dijo:
—¡Atención, por favor!… Vamos a rasgar la tienda de la ciudad justo por encima del muro… Se originará una brisa, no muy fuerte… después de eso, la gente que está más cerca del muro saldrá primero, por supuesto… no hay necesidad de correr… cortaremos grandes secciones y la gente tendrá que salir en el espacio de media hora. Prepárense para el frío… será muy estimulante. Por favor, pónganse las máscaras y comprueben el sello, y el sello de quienes tengan al lado.
Miró a Nadia, que sacó una pequeña soldadora láser y la alzó sobre su cabeza para que Nirgal y la multitud pudieran verla.
—¿Todos preparados? —preguntó Nirgal por el altavoz. Toda la gente visible en aquella gran masa humana tenía una mascarilla cubriéndole la mitad inferior de la cara. —Parecen bandidos —les dijo Nirgal, y todos ellos rieron.— ¡Adelante! —exclamó, mirando a Nadia.
Y ella cortó la tienda.
Un comportamiento sensato de supervivencia es casi tan contagioso como el pánico, y la evacuación fue rápida y ordenada. Nadia cortó unos doscientos metros de tienda por encima del muro de hormigón y la presión del interior originó una corriente de aire hacia el exterior que mantuvo las capas transparentes de la tienda levantadas, de manera que la gente pudo pasar sobre el muro de un metro de altura sin tener que lidiar con ellas. Otros cortaron la tienda cerca de las otras dos puertas, y más o menos en el tiempo que se tarda en vaciar un gran estadio la población de Burroughs estuvo fuera de la ciudad y expuesta al frío matinal de Isidis. Presión: 350 milibares, temperatura: 261° Kelvin, es decir, —12° Celsius.
Los beduinos de Zeyk formaron una escolta de rovers que guiaban la masa de evacuados hacia las colinas Moeris, pocos kilómetros al sudoeste de la ciudad. La vanguardia de la riada empezó a lamer el muro oriental de la ciudad cuando los últimos evacuados alcanzaron esas colinas, y algunos exploradores rojos informaron que el agua corría ya a lo largo del muro por el norte y el sur y que aún no alcanzaba el metro de altura.
Por un pelo. Nadia se estremeció. Se detuvo en lo alto de una de las colinas tratando de evaluar la situación. La gente había hecho lo que había podido, pero la mayoría no llevaba suficiente ropa; no todos poseían botas aisladas, y muchos llevaban la cabeza desprotegida. Los árabes se asomaban a las ventanillas de sus rovers para enseñar a la gente a improvisar capuchas con pañuelos, toallas o chaquetas. Pero hacía mucho frío a pesar del sol y de la ausencia de viento, y los ciudadanos de Burroughs que no trabajaban en la superficie parecían pasmados. Nadia podía distinguir a los rusos recién llegados de la Tierra por sus gorros abrigados, traídos de casa. Los saludaba en ruso y casi siempre le sonreían:
—Esto no es nada —gritaban—; buena temperatura para patinar, ¿da?
—Manténganse en movimiento —aconsejaba Nadia a todos—. Manténganse en movimiento. —Se suponía que las temperaturas subirían por la tarde, quizá por encima de cero.
En el interior de la ciudad condenada las mesas aparecían desnudas y desoladas a la luz de la mañana, como un titánico museo de catedrales, las hileras de ventanas incrustadas en ellas como joyas, la vegetación como pequeños jardines coronando la roca roja. Su población estaba en la llanura, enmascarados como bandidos o víctimas de la fiebre del heno, envueltos en muchas capas de ropa, algunos con ligeros trajes con calefacción, otros cargando cascos para usarlos si era necesario. Y los peregrinos volvían la vista hacia su ciudad, gente en la superficie de Marte con las caras expuestas al aire tenue y gélido, de pie con las manos en los bolsillos, y sobre ellos altos cirros que semejaban virutas metálicas pegadas sobre el cielo de intenso color rosado. La extrañeza del espectáculo era divertida y terrorífica al mismo tiempo, y Nadia recorrió las lomas hablando con Zeyk, Sax, Nirgal, Jackie, Art. Incluso envió otro mensaje a Ann, aunque nunca había contestado a ninguno:
—Asegúrate de que las fuerzas de seguridad no tengan dificultades en el puerto espacial —dijo, incapaz de disimular la cólera—. Déjales el camino libre.
Diez minutos después su muñeca emitió un pitido.
—Lo sé —dijo Ann. Y nada más.
Ahora que ya habían salido de la ciudad Maya se sentía optimista.
—Echemos a andar —gritó—. ¡Hay un largo camino hasta la Estación Libia y ya ha pasado la mitad del día!
—Cierto —dijo Nadia. En realidad muchos habían alcanzado ya la pista que partía de la Estación Sur de Burroughs y la seguían ahora en dirección sur, subiendo por la pendiente del Gran Acantilado.
Se alejaron de la ciudad. Nadia se detenía a menudo para animar a los caminantes y por eso volvía la vista a Burroughs, a los tejados y jardines bajo la burbuja transparente de la tienda a la luz del día, a ese verde mesocosmos que durante tanto tiempo había sido la capital de su mundo. Ahora el agua oscura con trozos de hielo había rodeado casi todo el muro y una apretada marea de sucios icebergs descendía por la profunda grieta avanzando hacia la ciudad en un torrente cada vez más ancho, llenando el aire con un fragor que le erizó el vello de la nuca, el bramido de Marineris…
El terreno por el que avanzaban estaba salpicado de plantas bajas, sobre todo musgos de la tundra y flores alpinas y de cuando en cuando ramos de cactos del hielo que parecían bocas de incendios negras y erizadas. Las moscas enanas, alteradas por la extraña invasión, zumbaban alrededor. La temperatura era notablemente superior a la de la mañana y seguía subiendo; parecía que estaban por encima de cero.
—¡Doscientos setenta y dos! —gritó Nirgal cuando Nadia le preguntó. Nirgal pasaba cada pocos minutos, recorriendo la columna de un extremo a otro constantemente. Nadia miró su ordenador de muñeca: 272°K. Corría una brisa ligera del sudoeste. Los informes meteorológicos indicaban que la zona de altas presiones seguiría sobre Isidis durante al menos un día más.
La gente descubría a veces voces familiares bajo las máscaras o bien ojos conocidos entre las capuchas y las máscaras, y se iban formando pequeños grupos de conocidos, amigos y compañeros de trabajo que caminaban juntos. Una nube de vapor se elevaba de la multitud, la exhalación de la masa, que se disipaba rápidamente. Los rovers del ejército rojo que habían rodeado la ciudad avanzaban junto a la columna y sus ocupantes repartían bebidas calientes. Nadia los miraba con furia, soltando reniegos silenciosos en la intimidad de su máscara, pero uno de los rojos leyó su mirada y le dijo con irritación:
—Nosotros no rompimos el dique, ¿sabe?; fueron los guerrilleros de Marteprimero. ¡Kasei!
Y el hombre siguió su camino.
Se había acordado que las barrancas del lado oriental de la pista se usarían como letrinas. Ya habían subido un buen trecho y la gente se detenía y volvía la vista a la ciudad extrañamente vacía, con su nuevo anillo de agua oscura plagada de hielo. Algunos nativos cantaban fragmentos de la areofanía mientras caminaban, y al oírlos a Nadia se le encogió el corazón.
—Sal de nuevo —murmuró—; maldita seas, Hiroko; por favor… sal de nuevo.
Divisó a Art y apretó el paso para alcanzarlo. Estaba haciendo comentarios por el ordenador de muñeca, al parecer para una cadena de noticias de la Tierra.
—Oh, sí —dijo haciendo un rápido aparte cuando Nadia le interrogó—. Estamos en vivo y somos un buen espectáculo. Además pueden remitirse al escenario de la inundación.
Desde luego. La ciudad con sus mesas, rodeada de agua oscura cargada de hielo que humeaba débilmente, la superficie encrespada, las orillas burbujeando furiosamente por la carbonatación a medida que las oleadas descendían desde el norte, el rumor como de olas en una tempestad… La temperatura ambiente estaba ahora un poco por encima de cero y el agua no se congelaba ni aun cuando se estancaba o el hielo quebrado cubría la superficie. Nadia nunca había presenciado nada que le hiciese tomar conciencia con más fuerza de la transformación de la atmósfera: ni las plantas, ni la progresiva coloración azul del cielo, ni siquiera el hecho de estar a cara descubierta, respirando a través de una mascarilla. El espectáculo del agua helándose durante la inundación de Marineris, que pasaba del negro al blanco en menos de veinte segundos, la había marcado más profundamente de lo que había sospechado. Y ahora tenían agua al aire libre. La ancha y profunda grieta que albergaba Burroughs parecía una gargantuesca Bahía de Fundy en la que la marea subía velozmente.
Se oyeron unas exclamaciones entre los caminantes, como cantos de pájaros sobre el bajo continuo de la inundación. Nadia desconocía el motivo. Entonces advirtió que había movimiento en el puerto espacial.
El puerto estaba situado sobre una ancha meseta al noroeste de la ciudad, y desde la altura en que se encontraban la población de Burroughs pudo ver perfectamente que se abrían las grandes puertas de los hangares y salían cinco aviones espaciales gigantescos uno detrás de otro: un siniestro espectáculo militar. Los aviones rodaron hasta la terminal principal y las pasarelas se encajaron en sus costados. No sucedió nada más y los refugiados escalaron las primeras estribaciones del Gran Acantilado durante casi una hora, hasta que las pistas y la mitad inferior de los hangares desaparecieron en el brumoso horizonte. El sol estaba muy al oeste ahora.
La atención volvió a la ciudad, ya que el agua había abierto una brecha en la parte oriental del muro y en la Puerta Sudoeste corría sobre el remate en el punto donde habían cortado el material de la tienda. Poco después inundó Princess Park, el Parque del Canal y Niederdorf, dividiendo la ciudad en dos, y subió lentamente por los bulevares laterales, cubriendo los tejados de la parte baja de la ciudad.
Entonces uno de los reactores apareció volando sobre la meseta, dando la sensación de que era demasiado lento para volar, como ocurre siempre con los aviones grandes cuando vuelan a poca altura. Había despegado en dirección sur, de modo que para los espectadores creció y creció sin que pareciera ganar velocidad, hasta que el rumor sordo de sus ocho motores los alcanzó y el avión voló sobre ellos con la lentitud de un abejorro. Mientras se alejaba pesadamente hacia el oeste, apareció el siguiente, pasó sobre la ciudad cubierta de agua y luego sobre ellos y se perdió en el oeste. Y lo mismo ocurrió con los restantes, todos con el mismo aspecto reñido con la aerodinámica, hasta que el último desapareció en el horizonte.
Marcharon más rápido. Los más fuertes se adelantaron. Era importante empezar a embarcar a la gente en los trenes en Libia lo antes posible, y todos lo sabían. Los trenes estaban llegando de todas partes, pero la estación era pequeña y tenía pocas vías, de modo que la coreografía de la evacuación sería compleja. Eran las cinco de la tarde, el sol empezaba a hundirse detrás de la pendiente de Syrtis y la temperatura caía en picado. La columna se estiraba a medida que los caminantes más rápidos, nativos y recién llegados sobre todo, apretaban el paso. La gente de los rovers informó que tenía varios kilómetros de largo y que continuaba alargándose. Recorrían la columna recogiendo gente y dejándola más adelante. Todos los cascos y trajes disponibles estaban siendo usados. Coyote apareció en la escena viniendo desde el dique, y al verlo Nadia sospechó de pronto que él estaba detrás de la voladura del dique. Pero después de saludarla alegremente por el ordenador de muñeca y de preguntarle cómo iban las cosas, Coyote regresó a la ciudad.
—Pide a los de Fossa Sur que envíen un dirigible a sobrevolar la ciudad —sugirió— por si alguien ha quedado atrapado y se ha refugiado en la cima de las mesas. Hay gente que duerme de día, y cuando se despierten se van a llevar una buena sorpresa.
Soltó una carcajada salvaje, pero tenía razón y Art hizo la llamada. Nadia caminaba en la retaguardia, con Maya, Sax y Art, escuchando los informes que llegaban. Ordenó que los rovers circularan por la pista inutilizada para no levantar polvo. Intentó ignorar que estaba cansada. Era más falta de sueño que fatiga muscular, pero iba a ser una noche larga, y no sólo para ella. Muchos habitantes de la ciudad ya no estaban acostumbrados a andar grandes distancias. A ella le ocurría lo mismo a pesar de que recorría las obras a pie y no trabajaba sentada a una mesa de oficina como la mayoría. Por fortuna estaban siguiendo una pista y podían caminar sobre la superficie regular si querían, entre los raíles de suspensión y el de reacción que corría por el centro. La mayoría prefirió seguir por las carreteras de hormigón o grava paralelas a la pista.
Salir de Isidis Planitia en cualquier dirección que no fuese el norte significaba marchar cuesta arriba. La Estación Libia estaba unos setecientos metros por encima de Burroughs, una diferencia de nivel nada desdeñable; pero afortunadamente la pendiente iba elevándose de forma gradual a lo largo de los setenta kilómetros y no había tramos muy escarpados.
—Nos ayudará a mantenernos calientes —murmuró Sax cuando Nadia lo comentó.
El día avanzó y las sombras alargadas de los caminantes se proyectaron hacia el este, como si fueran de gigantes. A sus espaldas las mesas de la ciudad inundada, oscura y vacía, fueron desapareciendo una tras otra, y finalmente Double Decker Butte y Moeris Mesa se hundieron en el horizonte. Las sombras pardas de Isidis se hicieron más intensas y el cielo se oscureció sobre el horizonte mientras el ardiente sol bajaba, y los caminantes avanzaban lentamente por aquel mundo rojizo como un ejército maltrecho en retirada.
Nadia conectaba con Mangalavid de cuando en cuando, y las noticias sobre el resto del planeta la tranquilizaron. Todas las ciudades importantes estaban en manos del movimiento de independencia. El laberinto de Sabishii había proporcionado refugio a los sobrevivientes del incendio que aún no había sido sofocado del todo. Nadia habló con Nanao y Etsu mientras caminaba. La pequeña imagen de Nanao en su muñeca revelaba el agotamiento del hombre y Nadia le dijo que se sentía muy apesadumbrada porque las dos ciudades más grandes de Marte habían sido destruidas, Sabishii incendiada, Burroughs inundada.
—No, no —dijo Nanao—. Las reconstruiremos. Sabishii está en nuestro espíritu.
Habían enviado todos los trenes salvados del fuego hacia Libia, como muchas otras ciudades. Las más cercanas enviaban también dirigibles y aviones. Los dirigibles podrían ayudarlos durante la marcha nocturna. Y más importante sería el agua que traerían con ellos, puesto que la deshidratación en la noche fría y superárida sería el peor enemigo. Nadia ya tenía la garganta reseca y bebió con agradecimiento la taza de agua caliente que le tendieron desde un rover. Alzó la máscara y bebió rápidamente.
—¡Ultima ronda! —anunció la mujer que distribuía el agua—. Sólo nos queda para otras cien personas.
Un mensaje de índole distinta les llegó de Fossa Sur. Varios campamentos mineros alrededor de Elysium se habían declarado independientes tanto de las metanacionales como del movimiento Marte Libre y habían exigido que los dejaran en paz. Algunas estaciones ocupadas por los rojos habían hecho lo mismo. Nadia soltó un bufido.
—Bien —le dijo a la gente de Fossa Sur—. Envíenles una copia de la Declaración de Dorsa Brevia y que la estudien. Si se comprometen a respetar lo acordado acerca de los derechos humanos, no hay razón para molestarlos.
El sol se puso. El largo atardecer siguió lentamente su curso.
El crepúsculo purpúreo teñía el aire neblinoso cuando un rover roca se acercó por el este y se detuvo delante del grupo de Nadia. Unas figuras con máscaras y capuchas se apearon y caminaron hacia ellos. Por la silueta Nadia reconoció a la que encabezaba el grupo: era Ann, alta y delgada, que venía hacia ella, distinguiéndola entre el gentío sin vacilación a pesar de la falta de luz. Así se reconocían los Primeros Cien…
Nadia miró a su vieja amiga. Ann parpadeaba a causa del repentino frío.
—No fuimos nosotros —dijo Ann bruscamente—. La unidad de Armscor se presentó con rovers blindados y hubo una batalla. Kasei temía que si recuperaban el dique eso los animaría a recuperar todo el planeta. Seguramente tenía razón.
—¿Se encuentra bien?
—No lo sé. Murieron muchos en el dique. Y muchos tuvieron que escapar de la inundación subiendo a Syrtis.
Allí estaba, sombría, sin muestras de arrepentimiento. Nadia se maravilló de que pudiesen leerse tantas cosas en una silueta, una figura oscura recortada contra las estrellas. La caída de los hombros, tal vez. La inclinación de la cabeza.
—Continuemos, entonces —dijo Nadia. No se le ocurría qué más decir en esa circunstancia. El hecho de haber colocado explosivos en el dique…
pero ya no tenía remedio—. Sigamos caminando, sigamos.
La luz se escurrió de la tierra, del aire, del cielo. Caminaron bajo las estrellas, en un aire tan glacial como el de Siberia. Nadia podía haber caminado más deprisa, pero prefirió quedarse con el grupo de cola para ayudar. Algunos llevaban a cuestas niños pequeños, aunque la verdad era que no había muchos en la retaguardia de la columna: los más pequeños viajaban en los rovers y los mayores iban delante, con los caminantes más rápidos. Los niños no abundaban en Burroughs.
Los haces de luz de los rovers atravesaban el polvo que levantaban y Nadia se preguntó si el polvo no obstruiría los filtros de CO2. Lo mencionó en voz alta y Ann dijo:
—Aprieta la máscara contra la cara y sopla fuerte. O puedes contener la respiración, sacarte la máscara y limpiarla con aire comprimido, si tienes un compresor a mano.
Sax asintió.
—¿Ya conoces estas máscaras? —le preguntó Nadia a Ann. Ella asintió.
—He pasado muchas horas usándolas.
—De acuerdo. —Nadia experimentó con la suya: la apretó contra la boca y sopló enérgicamente. Pronto se quedó sin resuello—. Deberíamos caminar por la pista y las carreteras para no levantar polvo. Y hay que decir a los rovers que vayan más despacio.
Durante las dos horas siguientes caminaron rítmicamente. Nadie los adelantó y nadie se quedó rezagado. El frío era cada vez más intenso. Los faros de los vehículos iluminaban la columna de personas, quizá de unos doce o quince kilómetros de longitud, que se perdía en el horizonte. Una hilera de luces oscilantes e intermitentes, el rojo resplandor de las luces de posición de los rovers… una visión extraña. De cuando en cuando oían sobre sus cabezas el zumbido de los dirigibles que llegaban de Fossa Sur; flotaban como vistosos ovnis con todas las luces de vuelo encendidas, descendían para soltar los cargamentos de comida y agua y recogían grupos de la retaguardia. Luego subían zumbando y se alejaban hasta convertirse en brillantes constelaciones que desaparecían por el este.
Durante el lapso marciano un grupo de nativos exuberantes trató de cantar, pero el aire era demasiado frío y seco y pronto desistieron. A Nadia le gustó la idea y tarareó mentalmente sus favoritas: Hello Central Give Me Dr. Jazz, Bucket's Got a Hole in it, On the Sunny Side of the Street.
Conforme avanzaba la noche de mejor humor se sentía. Empezaba a parecer que el plan funcionaría. No estaban dejando atrás a cientos de personas postradas, aunque los rovers informaban de que un buen número de nativos se había quedado sin aliento demasiado pronto y requerían asistencia. Habían pasado de 500 milibares a 340, lo que equivalía a subir de 4.000 metros a 6.500 en la Tierra, un salto considerable a pesar de que el alto porcentaje de oxígeno en el aire marciano mitigaba los efectos. Así pues, la gente empezaba a ser víctima del mal de las alturas, que por lo general afectaba más a los jóvenes. Algunos nativos habían partido muy alegremente y ahora lo pagaban con dolores de cabeza y náuseas. Pero de momento el rescate de los jóvenes en dificultades se realizaba con éxito. Y la retaguardia de la columna mantenía un ritmo regular.
Nadia caminaba a veces de la mano de Art o Maya, a veces inmersa en su mundo privado, evocando fragmentos del pasado. Recordó algunas de las marchas peligrosas en el frío de aquel mundo: durante la gran tormenta con John en el Cráter Rabe, buscando el radiofaro con Arkadi, detrás de Frank por Noctis Labyrinthus la noche que escaparon del asalto de Cairo… También aquella noche había experimentado una extraña alegría, que quizá se debiera a que estaba libre de responsabilidad, a que no era más que un soldado acatando órdenes. El sesenta y uno había sido un desastre, y esta revolución podía acabar en lo mismo. De hecho, nadie ejercía un control global de la situación. Pero las voces seguían llegando a su muñeca procedentes de todo Marte. Y nadie iba a bombardearlos desde el espacio. Los elementos más intransigentes de la Autoridad Transitoria probablemente habían muerto en Kasei Vallis, un aspecto de la «gestión integral de plagas» de Art que no era ninguna broma. Y el resto de la UNTA estaba numéricamente desbordado. Ni ellos ni nadie serían capaces de dominar un planeta entero de disidentes. O estaban demasiado asustados para intentarlo.
Eso significaba que se las habían apañado para que esta vez las cosas se desarrollaran de otra manera. O quizá la situación en la Tierra había cambiado y los distintos fenómenos de la historia marciana sólo eran reflejos distorsionados de esos cambios. Demasiado probable. Una idea inquietante cuando se consideraba el futuro. Pero eso aún estaba por venir, ya lo afrontarían cuando llegase. Por el momento tenían que preocuparse de llegar a la Estación Libia. La cualidad física del problema y de su solución la complacían enormemente. Al fin algo que podía gobernar. Caminar. Respirar el aire glacial. Intentar calentarse los pulmones con el resto del cuerpo, a través del corazón… ¡algo semejante a la misteriosa redistribución del calor de Nirgal, sí lo conseguía!
Descubrió que de cuando en cuando se quedaba dormida unos instantes sin dejar de caminar, y se preguntó sí no se estaría intoxicando con CO2. Le dolía mucho la garganta. La cola de la columna empezaba a retrasarse y los rovers recogían a quienes estaban exhaustos, los llevaban hasta Libia y regresaban en busca de otros. Muchos sufrían ahora el mal de las alturas y los rojos indicaban a las víctimas cómo quitarse las máscaras para vomitar y colocárselas antes de respirar. Una operación complicada y desagradable en el mejor de los casos, y muchos además estaban intoxicados con dióxido de carbono. A pesar de todo se acercaban a su punto de destino. Las imágenes de Libia mostraban algo parecido a una estación de metro de Tokio en hora punta, pero los trenes llegaban y partían regularmente, de modo que habría sitio para todos.
Un rover pasó junto a ellos y los ocupantes les preguntaron sí querían subir.
—¡Largo de aquí! —dijo Maya—. ¡Vayan a ayudar a quien lo necesite y no nos hagan perder más tiempo!
El conductor se alejó deprisa para ahorrarse reprimendas y Maya añadió con voz ronca:
—Al diablo con todo. Tengo ciento cuarenta y tres años y que me cuelguen si no hago todo el camino a pie. Aligeremos un poco el paso.
Siguieron avanzando, contemplando el desfile de luces oscilantes en la bruma que se extendía delante. Hacía muchas horas que a Nadia le dolían los ojos, pero ahora ni siquiera la anestesia del frío lo hacía tolerable. Los sentía resecos e irritados y le escocían al parpadear. Unas gafas de motorista además de las máscaras hubieran sido muy indicadas.
Tropezó con una piedra y un recuerdo de juventud la asaltó: un camión averiado los había dejado a ella y sus compañeros de trabajo en los Urales meridionales en pleno invierno. Habían tenido que caminar desde las afueras de la abandonada Chelyabinsk-65 hasta Chelyabinsk-40, unos cincuenta kilómetros de yermo en una zona industrial estalinista devastada: fábricas quemadas, chimeneas quebradas, alambradas caídas, esqueletos de camiones… y todo eso en medio de la nieve de la gélida noche invernal bajo unas nubes amenazadoras. En aquel entonces lo había vivido como un sueño. Compartió el recuerdo con los que la rodeaban con voz ronca. Le dolía la garganta, pero no tanto como los ojos. Estaban tan acostumbrados a utilizar los intercoms que se sentían extraños hablando sólo a través del aire. Pero deseaba hablar.
—No sé cómo pude olvidar aquella noche. Pero debe de hacer ciento veinte años que sucedió.
—Pues ésta será otra noche memorable —dijo Maya.
Compartieron breves historias sobre los mayores fríos que habían soportado. Las dos mujeres rusas podían relatar diez incidentes más fríos que cualquiera de los de Sax o Art.
—¿Y qué hay del más caliente? —las desafió Art—. Ahí seguro que gano. Una vez participaba en un concurso de tala de troncos con sierra mecánica. Eso en realidad se reduce a un concurso entre sierras, así que cambié el motor de mi sierra por el de una Harley-Davidson y corté el tronco en menos de diez segundos. ¡Pero los motores de las motocicletas se refrigeran con el chorro de aire, como saben; de modo que me achicharré las manos!
Todos rieron.
—Eso no cuenta —objetó Maya—. No fue todo el cuerpo.
Se veían menos estrellas ahora. Al principio Nadia lo atribuyó al polvo o a sus ojos irritados. Pero entonces miró su ordenador de muñeca y vio que casi eran las cinco de la madrugada. Pronto amanecería. Y Libia se encontraba a pocos kilómetros. Estaban a 256° Kelvin.
Llegaron con la salida del sol. Estaban distribuyendo tazas de té caliente que olían a ambrosia. La estación estaba atestada y rodeada de miles de personas. Pero la evacuación se había llevado a cabo de manera fluida hasta el momento, organizada por Ursula, Vlad y un grupo de bogdanovistas. Los trenes llegaban por las tres pistas del sudeste y el oeste, cargaban y partían. Y los dirigibles flotaban en el horizonte. La población de Burroughs se dispersaría: algunos irían a Elysium y otros a Hellas, y más al sur, a Hiranyagarbha y Christianopolis, y otros a las pequeñas ciudades en el camino a Sheffield, incluyendo la Colina Subterránea.
Esperaron su turno. Con la luz del alba advirtieron que todo el mundo tenía los ojos muy enrojecidos, lo que unido a las máscaras apelmazadas cubriéndoles la boca les daba un aspecto salvaje. Evidentemente habría que tener en cuenta las gafas de motorista para futuros paseos por el exterior.
Finalmente Zeyk y Marina escoltaron a los últimos peregrinos a la estación. A esas alturas ya se había constituido un buen grupo de los Primeros Cien —el magnetismo que siempre los reunía en los momentos de crisis—: Maya, Michel, Nadia, Sax, Ann, Vlad, Ursula, Marina, Spencer, Ivana, el Coyote…
Jackie y Nirgal guiaban a la gente hasta los trenes, agitando los brazos como directores de orquesta y ayudando a aquellos cuyas piernas flaqueaban. Los Primeros Cien fueron juntos hasta el andén. Maya ignoró a Jackie al pasar junto a ella y subió al tren. Nadia lo hizo a continuación, y luego los demás. Recorrieron el pasillo entre rostros felices de dos colores, marrón de polvo arriba, blanco alrededor de la boca. Había algunas máscaras sucias en el suelo, pero la mayoría de la gente conservaba la suya en las manos.
Las pantallas en la parte frontal de los vagones mostraban las imágenes de Burroughs desde un dirigible: la ciudad era esa mañana un mar de agua cubierto de hielo y salpicado de manchas oscuras. Sobre ese nuevo mar se levantaban las nueve mesas de la ciudad como islas de paredes escarpadas, aunque no muy altas; los jardines de las cimas y las ventanas contrastaban extrañamente con el sucio hielo quebrado.
Nadia y el resto de los Primeros Cien siguieron a Maya hasta el último vagón. Maya se volvió, y al verlos a todos allí dijo:
—Caramba, ¿es que éste va a la Colina Subterránea?
—A Odessa —dijo Sax. Ella sonrió.
Los ocupantes del vagón se trasladaron adelante para dejarles el fondo, y ellos les agradecieron la cortesía y se sentaron. Poco después todo el tren estaba lleno. Los pasillos rebosaban de gente. Vlad dijo algo acerca de que el capitán es el último en abandonar el barco que se hunde. El comentario le pareció deprimente a Nadia. Se sentía verdaderamente exhausta y ya ni siquiera recordaba cuánto hacía que no dormía. Le gustaba Burroughs y había invertido una cantidad ingente de tiempo en su construcción… Recordó lo que Nanao había dicho a propósito de Sabishii. Burroughs también estaba en su espíritu. Quizá cuando la costa del nuevo océano se estabilizara podrían reconstruirla en otro lugar. Y en cuanto al presente, Ann estaba sentada en el otro extremo del vagón y Coyote avanzaba hacia ellos por el pasillo; se detuvo para pegar la cara al cristal y levantar el pulgar en dirección a Jackie y Nirgal, todavía fuera, que luego subieron a los primeros vagones. Michel se reía de algo que había dicho Maya, y Ursula, Marina, Vlad, Spencer… Todos los que formaban la familia de Nadia estaban junto a ella, sanos y salvos, al menos por el momento. Y el momento era todo lo que tenían… Se hundió en el asiento. Estaría dormida en cuestión de minutos, lo sentía en los ojos ardientes y secos. El tren empezó a moverse.
Sax permanecía atento a su pantalla de muñeca y Nadia le preguntó soñolienta:
—¿Qué ocurre en la Tierra?
—El nivel del mar continúa subiendo. Ya alcanza los cuatro metros. Parece que las metanacionales han dejado de pelearse, al menos por el momento. El Tribunal Mundial ha decretado un alto el fuego. Praxis ha volcado todos sus recursos en paliar los efectos de la inundación y al parecer algunas metanacionales han seguido su ejemplo. La Asamblea General de las Naciones Unidas se ha reunido en Ciudad de México y la India ha reconocido que firmó un tratado con un gobierno marciano independiente.
—Eso es un pacto con el diablo —dijo Coyote desde el otro lado del compartimiento—. India y China son demasiado grandes para nosotros. Esperen y verán.
—¿Entonces ya no se lucha allá abajo? —preguntó Nadia.
—No está demasiado claro que vaya a ser permanente —dijo Sax.
—Nada es permanente —replicó Maya. Sax se encogió de hombros.
—Necesitamos formar un gobierno —continuó Maya—, y deprisa, para presentar un frente unido ante la Tierra. Cuanto más organizados parezcamos, menos probable será que vengan a atacarnos.
—Vendrán —dijo Coyote desde la ventana.
—No si les demostramos todo lo que pueden conseguir de nosotros por las buenas —dijo Maya, irritada por la actitud de Coyote—. Eso los detendrá.
—Vendrán de todas maneras.
—Nunca estaremos fuera de peligro a menos que la Tierra se serene y se estabilice —dijo Sax.
—La Tierra no se estabilizará nunca —replicó Coyote. Sax volvió a encogerse de hombros.
—¡Somos nosotros los que tenemos que estabilizarla! —exclamó Maya, amenazando con un dedo a Coyote—. ¡Por el bien de todos! ¡Por nuestro propio bien!
—Areoformaremos la Tierra —dijo Michel con su sonrisa irónica.
—Pues claro, ¿por qué no? —dijo Maya—. Si es lo que se necesita. Michel se inclinó y le besó la mejilla polvorienta.
Coyote meneó la cabeza.
—Eso es como pretender mover el mundo sin un fulcro —dijo.
—El fulcro está en nuestras mentes —declaró Maya para sorpresa de Nadia.
Marina, que también estaba atenta a su ordenador de muñeca, anunció:
—Las fuerzas de seguridad aún controlan Clarke y el cable. Peter dice que se han retirado de Sheffield y que sólo ocupan el Enchufe. Y alguien…
¡ey!, parece que han visto a Hiroko en Hiranyagarbha. Permanecieron en silencio.
—Conseguí los informes de la UNTA sobre el ataque de Sabishii —dijo Coyote después de un rato—, y no mencionaban a Hiroko ni a nadie de su grupo. No creo que los capturasen.
—Lo que está escrito no guarda relación con lo que ocurrió —dijo Maya con expresión lúgubre.
—En sánscrito —recordó Marina— Hiranyagarbha significa «el embrión de oro».
Nadia se sintió acongojada. Aparece otra vez, Hiroko, vuelve, rogó para sus adentros. Aparece, maldita seas, por favor. La expresión de Michel le oprimía el corazón. Toda su familia había desaparecido…
—Todavía no es seguro que dominemos todo el planeta —dijo Nadia para distraerlo, y lo miró a los ojos—. No pudimos ponernos de acuerdo en Dorsa Brevia, ¿por qué íbamos a estarlo ahora?
—Porque somos libres —replicó Michel, recobrándose—. Y ahora de verdad. Somos libres para intentarlo. Y uno sólo pone todas sus fuerzas en algo cuando sabe que no hay marcha atrás.
El tren redujo la velocidad para cruzar la pista ecuatorial y los pasajeros se balancearon con él.
—Hay algunos rojos volando las estaciones de bombeo de Vastitas — dijo Coyote—. No creo que se pueda llegar con facilidad a un acuerdo sobre la terraformación.
—Eso seguro —dijo Ann con voz ronca. Se aclaró la garganta—. Nos desembarazamos también de la soletta.
Y echó una mirada furiosa a Sax, pero éste se limitó a encogerse de hombros.
—Ecopoyesis —dijo—. Ya hemos conseguido una biosfera. Es cuanto necesitamos. Un mundo hermoso.
El paisaje quebrado iluminado por la desnuda luz de la mañana fría pasaba velozmente ante las ventanillas. Los innumerables macizos de hierba, musgo y líquenes que asomaban entre las rocas daban una coloración caqui a las pendientes de Tyrrhena. Los pasajeros las contemplaron en silencio. Nadia se sentía embotada pero trataba de ordenar sus pensamientos, de evitar que todo se confundiera con la maraña de colores del exterior…
Recorrió el vagón con la mirada y algo en su interior cambió. Aún tenía los ojos secos y doloridos, pero ya no tenia sueño. La tensión de su estómago cedió por primera vez desde que empezara la revolución y respiró libremente. Miró los rostros de sus amigos: Ann todavía enfadada con ella, Maya enfadada con Coyote, todos cansados y sucios, con los ojos enrojecidos como si fueran el pequeño pueblo rojo, los iris como piedras semipreciosas brillando en monturas de sangre. Y se oyó decir:
—Arkadi se sentiría orgulloso.
Los demás la miraron sorprendidos, porque Nadia nunca hablaba de él.
—Y también Simón —dijo Ann.
—Y Alex. Y Sasha. Y Tatiana…
—Y todos nuestros compañeros ausentes —añadió Michel, antes de que la lista se alargara más.
—Pero no Frank —dijo Maya—. Frank estaría furioso por una u otra razón.
Todos rieron y Coyote dijo:
—Y nosotros te tenemos a ti para mantener la tradición, ¿no es así?
—Y rieron aún más cuando ella lo amenazó agitando un dedo furioso.
—¿Y John? —preguntó Michel inmovilizándole el brazo y mirándola. Ella liberó el brazo y siguió amenazando a Coyote con el dedo.
—¡John no andaría lamentándose ni se despediría de la Tierra como si pudiésemos continuar sin ella! ¡John Boone estaría entusiasmado en un momento como éste!
—Deberíamos recordarlo —dijo Michel—. Deberíamos tratar de pensar en lo que él haría ahora.
Coyote sonrió.
—Recorrería el tren de arriba abajo pasándoselo en grande. Todo el viaje hasta Odessa sería una fiesta. Música y baile por todas partes.
Se miraron unos a otros.
—¿Y bien? —dijo Michel.
Coyote señaló los vagones de cabeza.
—La verdad es que no suena como si necesitaran nuestra ayuda.
—No importa —dijo Michel. Y echaron a andar hacia la parte delantera del tren.