Cadres llegó a Xiazha, en Guangzhou, y dijo: Por el bien de China es necesario recrear este pueblo en la Meseta de la Luna, en Marte. Irá el pueblo entero, de manera que tendrán a sus familias, amigos y vecinos con ustedes; serán diez mil. Dentro de diez años, si deciden regresar podrán hacerlo, y se enviará a la nueva Xiazha a quienes los sustituyan. Creemos que les gustará aquello. Está unos cuantos kilómetros al norte de la ciudad portuaria de Nilokeras, cerca del delta del río Maumee. La tierra es fértil y ya hay poblaciones chinas en la región, y barrios chinos en todas las ciudades importantes. Hay muchas hectáreas de tierra vacía. El traslado puede empezar dentro de un mes: tren a Hong Kong, ferry a Manila, y luego en el ascensor espacial a la órbita. Seis meses atravesando el espacio entre la Tierra y Marte, y después se bajará por el ascensor marciano a Pavonis Mons. Finalmente un convoy de trenes los llevará a la Meseta de la Luna. ¿Qué contestan? Si hay un consentimiento unánime, empezaremos con buen pie.
Más tarde, un empleado del pueblo se comunicó con la oficina de Praxis en Hong Kong y narró al operador lo que había sucedido. Praxis Hong Kong envió la información al grupo de estudios demográficos de la metanac en Costa Rica. Allí, una planificadora llamada Amy la añadió a una larga lista de informes similares y pasó toda la mañana meditando. Esa tarde llamó a William Fort, que estaba practicando surf en un nuevo arrecife en El Salvador, y le describió la situación.
—El mundo azul está lleno —comentó él—, y el mundo rojo, vacío. Vamos a tener problemas. Debemos reunirnos y deliberar.
El grupo de demógrafos y parte del equipo de estudios políticos de Praxis, incluyendo a varios de los Dieciocho Inmortales, se reunieron en el campamento de surf de Fort. Los demógrafos describieron la situación.
—Todo el mundo recibe el tratamiento de longevidad actualmente — dijo Amy—. Hemos entrado de lleno en la era hipermaltusiana.
Se trataba de una situación demográfica explosiva. Naturalmente, la emigración a Marte era considerada por casi todos los planificadores de los gobiernos terranos como una solución al problema. Incluso con el nuevo océano, Marte tenía tanta superficie emergida como la Tierra y una población infinitamente menor. Las naciones populosas ya estaban enviando tanta gente como podían. A menudo los emigrantes eran miembros de minorías étnicas o religiosas insatisfechos por su falta de autonomía en sus países natales, y por tanto partían de buena gana. En India, las cabinas del ascensor del cable que tocaba tierra en el atolón Suvadiva, al sur de las Maldivas, estaban siempre atestadas de emigrantes, día tras día, un flujo continuo de sikhs, cachemires, musulmanes e hindúes, que subían al espacio para trasladarse a Marte. Había zulúes de Sudáfrica, palestinos de Israel, kurdos de Turquía, indígenas norteamericanos.
—En ese sentido —dijo Amy—, Marte se está convirtiendo en la nueva América.
—Y al igual que en la vieja América —añadió una tal Elisabeth—, hay una población nativa que pagará las consecuencias. Piensen en los números por un momento. Si cada día las cabinas de los diez ascensores espaciales van a plena capacidad, es decir, unas cien personas por cabina, eso supone un total de veinticuatro mil personas diarias en los transbordadores. Ocho millones setecientas sesenta mil personas al año.
—Pongamos diez millones al año —dijo Amy—. Es una cifra alta, pero a ese ritmo se tardará un siglo en transferir a Marte sólo uno de los dieciséis mil millones de habitantes de la Tierra. Lo que no mejorará mucho las cosas aquí. ¡No es racional! Es imposible una reubicación a gran escala, nunca podremos trasladar a Marte una fracción significativa de la población terrana. Así que lo mejor sería concentrarse en resolver los problemas en casa. La presencia de Marte sólo puede ser útil como una suerte de válvula de escape psicológica. En resumidas cuentas, estamos solos.
—No tiene por qué ser racional —dijo William Fort.
—Precisamente —dijo Elizabeth—. Muchos gobiernos terranos lo siguen intentando. China, India, Indonesia, Brasil… y si mantienen el flujo en el máximo de la capacidad del sistema, en sólo dos años la población de Marte se doblará. De manera que aquí no habrá cambiado nada, pero Marte estará inundado.
Uno de los Inmortales hizo notar que una oleada migratoria semejante había contribuido al estallido de la primera revolución marciana.
—¿Que hay del tratado Tierra-Marte? —preguntó alguien—. Tengo entendido que prohibe de manera expresa una afluencia abrumadora.
—Así es —dijo Elizabeth—. Establece que no puede añadirse más del diez por ciento de la población marciana por cada año terrano. Pero también se especifica que Marte debe acoger más inmigrantes si puede hacerlo.
—Además —dijo Amy—, ¿desde cuándo los tratados han impedido a los gobiernos hacer lo que les viene en gana?
—Tendremos que enviarlos a otro lugar —dijo Fort. Los otros lo miraron.
—¿Adonde? —preguntó Amy. Fort hizo un ademán vago.
—Será mejor que se nos ocurra algún sitio —dijo Elizabeth con expresión sombría—. Los chinos e indios han sido siempre buenos aliados de los marcianos, pero ahora incluso ellos están haciendo caso omiso del tratado. Me enviaron la grabación de una reunión de estrategas políticos en India a propósito de este tema, y hablan de seguir con su programa, al máximo de su capacidad, durante un par de siglos, y ver hasta dónde pueden llegar.
La cabina del ascensor descendió y Marte fue creciendo bajo sus pies. Finalmente deceleraron a poca altura sobre Sheffield, y de pronto todo volvió a ser normal: la gravedad marciana sin las fuerzas de Coriolis torciendo la realidad. Entraron en el Enchufe: de nuevo en casa.
Amigos, periodistas, delegaciones, Mangalavid. En Sheffield la gente andaba ocupada en sus asuntos. De cuando en cuando alguien reconocía a Nirgal y agitaba alegremente una mano. Algunos incluso se detenían para estrecharle la mano o darle un abrazo, preguntando por el viaje o su salud.
—¡Nos alegra que estés de vuelta!
Sin embargo, en los ojos de muchos… La enfermedad era tan rara. Hubo muchos que apartaron la mirada. Pensamiento mágico, Nirgal comprendió de pronto que para la gran mayoría el tratamiento de longevidad equivalía a la inmortalidad. No querían cambiar de opinión, y por eso apartaban la mirada.
Pero Nirgal había visto morir a Simón a pesar de que le habían llenado los huesos con su joven médula. Había sentido su propio cuerpo desmoronándose, el dolor en los pulmones, en cada célula. Sabía que la muerte era real. No habían conseguido la inmortalidad, ni la conseguirían nunca. Senectud postergada, la llamaba Sax. Senectud postergada, sólo era eso, y Nirgal lo sabía. Y la gente advertía ese conocimiento en él y retrocedía. Era impuro y apartaban la mirada. Lo enfurecía.
Tomó el tren a Cairo y contempló el vasto desierto inclinado de Tharsis Este, seco y férrico, la tierra de Ur de Marte rojo, su tierra. Sus ojos lo reconocían. Su cerebro y su cuerpo resplandecían con ese reconocimiento. El hogar.
Pero de nuevo, los rostros en el tren que lo miraban y luego lo rehuían. Era el hombre que no había sido capaz de adaptarse a la Tierra, el mundo natal casi lo había matado. Era una flor alpina incapaz de resistir el mundo real, un espécimen exótico para el que la Tierra era como Venus. Eso decían sus miradas esquivas. Condenado a un exilio eterno.
Aquélla era la condición marciana. Uno de cada quinientos nativos marcianos que visitaba la Tierra moría; era una de las cosas más peligrosas para un marciano, más que el vuelo en los acantilados, que visitar el sistema solar exterior, que el parto. Una suerte de ruleta rusa, con muchas recámaras vacías en el tambor, sí, pero con una cargada.
Y él la había eludido, por muy poco, pero la había eludido, ¡y estaba vivo y en casa! Esas caras en el tren, ¿qué sabían ellos? Pensaban que la Tierra lo había derrotado; pero claro, también pensaban que era Nirgal el Héroe, nunca antes derrotado; lo veían sólo como una leyenda, como una idea. Nada sabían de Jackie o Simón, ni de Dao o Hiroko. No sabían nada de él. Tenía veintiséis años marcianos, era un hombre de mediana edad que había sufrido todo lo que cualquier hombre de su edad podía sufrir: la muerte de los padres, la muerte del amor, había traicionado y lo habían traicionado. Esas cosas le ocurrían a todo el mundo, pero ése no era el Nirgal que la gente quería.
El tren bordeó las primeras estribaciones curvas de los cañones del Laberinto de la Noche, y pronto entró flotando en la vieja estación de Cairo. Nirgal bajó y observó con curiosidad la ciudad-tienda. Había sido un reducto metanac que nunca había visitado. Era interesante ver los viejos y pequeños edificios. El ejército rojo había destrozado la planta física durante la revolución y aún se veían muchas paredes convertidas en ruinas ennegrecidas. La gente lo saludó mientras se dirigía a las oficinas de la ciudad por el ancho bulevar central.
Y allí estaba ella, en el vestíbulo del ayuntamiento, junto a los ventanales que dominaban la U de Nilus Noctis. Nirgal se detuvo, sin aliento. Ella todavía no lo había visto. El rostro era más redondo, pero por lo demás seguía tan alta y esbelta como siempre; llevaba una blusa de seda verde y una falda de un verde más oscuro de un material más basto, y los cabellos negros se derramaban por su espalda en una cascada resplandeciente. No podía dejar de mirarla.
De pronto ella notó su presencia y vaciló. Tal vez las imágenes de la pantalla no habían mostrado cabalmente los estragos que había hecho en él la enfermedad terrana. Las manos de Jackie se tendieron hacia él por instinto y ella las siguió al punto, con una mirada calculadora, borrando de inmediato para las cámaras que la rodeaban constantemente la mueca que le había deformado la cara al verlo. Pero él la amaba por aquellas manos. A Nirgal se le encendió el rostro mientras intercambiaban unos besos en las mejillas, como dos diplomáticos en buenos términos. Ella seguía aparentando quince años marcianos, como si acabara de dejar atrás la inmaculada frescura de la juventud, en esa etapa que es incluso más hermosa que la juventud. Se decía que había empezado a recibir el tratamiento a los diez años.
—Entonces es cierto —dijo Jackie—. La Tierra casi acaba contigo.
—En realidad fue un virus.
Ella rió, pero sus ojos mantenían esa mirada calculadora. Lo tomó del brazo y lo acompañó hasta donde la aguardaba su séquito como quien guía a un ciego. Aunque él ya conocía a muchos, Jackie hizo las presentaciones, para subrayar los grandes cambios que se habían producido en los cuadros superiores del partido durante su ausencia. Pero naturalmente él no podía percatarse de eso, y se esforzaba por mostrarse alegre cuando fue interrumpido por un lloro. Había un bebé entre ellos.
—Ah —dijo Jackie mirándose la muñeca—. Tiene hambre. Ven a conocer a mi hija.
Se acercó a una mujer que llevaba en los brazos a un bebé de pañales. La pequeña tenía carrillos regordetes y la piel más oscura que la de Jackie; la carita estaba sonrojada de tanto berrear. Jackie la tomó en brazos y se la llevó a una habitación contigua.
Nirgal, a quien habían olvidado, vio a Tiu, Rachel y Frantz junto a la ventana y se acercó a ellos, echando una mirada en dirección a Jackie. Ellos pusieron los ojos en blanco y se encogieron de hombros. Rachel le apuntó en voz baja que Jackie no había dicho quién era el padre. No era un comportamiento insólito; muchas mujeres de Dorsa Brevia habían hecho lo mismo.
La mujer que se ocupaba de la pequeña salió y le dijo que Jackie quería hablar con él, y Nirgal la siguió.
La habitación tenía un ventanal sobre Nilus Noctis. Jackie estaba sentada en un banco amamantando a la niña y contemplando el panorama. La pequeña estaba hambrienta: tenía los ojos cerrados y chupeteaba ruidosamente. Los diminutos puños estaban apretados, un vestigio de algún comportamiento arbóreo, como aferrarse a una rama o al pelo de la madre. Aquellas manitas encerraban la cultura.
Jackie estaba dando instrucciones a sus auxiliares, los presentes y los ausentes, a través de la consola de muñeca.
—Da igual lo que digan en Berna, hemos de tener la capacidad de reducir las cuotas si es necesario. Los indios y los chinos tendrán que acostumbrarse.
Nirgal empezó a comprender algunas cosas. Jackie estaba en el consejo ejecutivo, pero el consejo no era particularmente poderoso. Además seguía siendo uno de los dirigentes de Marte Libre, y aunque la influencia del partido tal vez disminuyera a medida que el poder se desplazaba a las tiendas, podía convertirse en una fuerza determinante en las relaciones Marte-Tierra. Incluso si se limitaba a coordinar la política, ostentaría todo el poder que un coordinador puede manejar, que era considerable; el único poder que Nirgal había tenido, después de todo. En muchas situaciones esa coordinación equivaldría a escoger la política a seguir en relación con la Tierra, ya que los gobiernos locales se ocupaban de los asuntos locales y el cuerpo legislativo global estaba cada vez más dominado por la supermayoría liderada por Marte Libre. Y además era muy probable que la relación Marte-Tierra acabara por quitar importancia a todo lo demás. De modo que Jackie tal vez estaba en camino de convertirse en una poderosa figura interplanetaria.
Nirgal volvió a centrar su atención en el bebé que mamaba. La princesa de Marte.
—Siéntate —dijo Jackie, indicándole el banco contiguo con un movimiento de cabeza—. Pareces cansado.
—Estoy bien —dijo Nirgal, pero se sentó. Jackie miró a su asistenta y señaló la puerta con un gesto, y muy pronto estuvieron a solas con la pequeña.
—Los chinos y los indios creen que ésta es la nueva tierra prometida —dijo Jackie—. Se trasluce en todo lo que dicen. Siempre tan condenadamente amistosos.
—Quizá nos aprecian —dijo Nirgal. Jackie sonrió, pero él continuó—: Los ayudamos a quitarse de encima a las metanacs. Pero no pueden seguir pensando en trasladar el excedente de población aquí. Por otra parte son demasiados para que la emigración se note.
—Tal vez, pero pueden soñar. Y gracias a los ascensores espaciales pueden mantener un flujo de emigración regular. Las cifras crecen más deprisa de lo que piensas.
Nirgal meneó la cabeza.
—Nunca será suficiente.
—¿Cómo lo sabes? No has estado en ninguno de los dos sitios.
—Mil millones es una cifra muy alta, Jackie, demasiado alta para que podamos imaginarla. Y la Tierra tiene diecisiete mil millones. No pueden enviar una fracción significativa de ese número aquí, no hay transbordadores suficientes.
—Pueden intentarlo de todas maneras. Los chinos inundaron el Tíbet de chinos han, y aunque no sirvió para aliviar sus problemas de población, siguen haciéndolo.
Nirgal se encogió de hombros.
—El Tíbet está allí mismo. Nosotros mantendremos las distancias.
—Sí —dijo Jackie con impaciencia—, pero eso no será fácil si no existe un nosotros. Si van a Margaritifer y llegan a un acuerdo con las caravanas árabes, ¿quién va a impedirlo?
—¿Los tribunales medioambientales?
Jackie resopló y la pequeña se soltó y gimoteó. La madre la acercó al otro pecho, un hemisferio oliváceo surcado de venas azules.
—Antar no cree que los tribunales medioambientales vayan a durar mucho. Tuvimos una disputa con ellos mientras estabas ausente y sólo cedimos para darle una oportunidad al proceso, pero no tienen razón de ser ni tampoco dientes. Todo lo que se hace tiene un impacto medioambiental, así que en teoría tendrían que juzgarlo todo. En las zonas bajas se están retirando las tiendas y no hay uno entre cien que tenga intención de pedirles permiso una vez que su ciudad se integre en el exterior. ¿Por qué habrían de hacerlo? Todo el mundo es un ecopoeta ahora. No, los tribunales no durarán mucho.
—No puedes estar segura —dijo Nirgal—. ¿Así que el padre es Antar? Jackie se encogió de hombros.
Cualquiera podía ser el padre, Antar, Dao, él mismo; demonios, hasta John Boone si aún quedaba una muestra de su esperma. Eso habría sido muy propio de Jackie, sólo que lo habría anunciado a los cuatro vientos. Jackie desplazó la cabeza de la pequeña.
—¿Crees que está bien criar a un hijo sin padre?
—Así te criaron a ti, ¿no? Y yo no tuve madre. Todos fuimos hijos monoparentales.
—¿Y eso ha sido bueno?
—No lo sé.
Jackie tenía una expresión en el rostro que Nirgal no podía descifrar: la boca ligeramente tirante, de resentimiento o desafío, una expresión indefinible. Ella sabía quiénes eran sus padres, pero sólo uno se había quedado con ella, aunque lo cierto era que tampoco Kasei había pasado mucho tiempo a su lado. Y había muerto en Sheffield en parte a causa de la brutal respuesta al ataque rojo que Jackie había apoyado.
—Tú no supiste nada de Coyote hasta que tenías seis o siete años, ¿correcto? —dijo ella.
—Cierto pero no correcto.
—¿Qué…?
—Que no fue correcto —dijo Nirgal, y la miró a los ojos.
Pero ella desvió la mirada hacia el bebé.
—Mejor que ver a tus padres destrozándose delante de ti.
—¿Es eso lo que harías con el padre?
—Quién sabe.
—Es más seguro así.
—Tal vez lo sea. Desde luego, hay muchas mujeres que lo prefieren —En Dorsa Brevia.
—En todas partes. La familia biológica en realidad no es una institución marciana.
—No estoy seguro. —Nirgal meditó un instante.— Vi muchas familias en los cañones. En ese sentido procedemos de un grupo bastante inusual.
—En muchos sentidos.
La pequeña soltó el pecho y Jackie se lo metió en el sujetador y se bajó la camisa.
—¡Marie! —llamó, y la asistenta entró—. Creo que hay que cambiarle el pañal. —Y le tendió la niña a la mujer, que salió sin una palabra.
—¿Ahora tienes sirvientes? —preguntó Nirgal.
La boca de Jackie volvió a tensarse; se puso de pie.
—¡Mem! —llamó.
Entró otra mujer y Jackie dijo:
—Mem, tenemos que reunimos con los del tribunal medioambiental para presentar la solicitud de los chinos. Podríamos aprovechar la ocasión y presionar para que reconsideren la asignación de agua de Cairo.
Mem asintió y salió de la habitación.
—¿Tomas las decisiones y sanseacabó…? —preguntó Nirgal. Jackie hizo un ademán de despedida.
—Me alegro de que estés de vuelta, Nirgal, pero intenta ponerte al día, ¿eh?
Ponerse al día. Marte Libre era ahora un partido político, el mas importante de Marte. No siempre había sido así; había empezado como una red de amigos o la parte de la resistencia que vivía en el demimonde, sobre todo ex alumnos de la universidad de Sabishii y más adelante eran los miembros de una amplia asociación de comunidades de los cañones cubiertos y de clubs clandestinos en las ciudades, y así por el estilo. Era un nombre colectivo que abarcaba a quienes simpatizaban con la resistencia pero no seguían ningún movimiento político o filosofía específicos. De hecho, sólo era algo que decían: Marte libre, liberad a Marte.
En muchos aspectos había sido una creación de Nirgal. A muchos nativos les interesaba el tema de la autonomía y los diferentes partidos de los issei, fundados sobre el ideario de los primeros colonos, no los atraían; querían algo nuevo. Y por eso Nirgal había viajado por todo el planeta y colaborado con gente que organizaba reuniones y mítines, y eso se había prolongado durante tanto tiempo que al fin habían querido un nombre. La gente quiere nombres para todo.
De ahí Marte Libre. Y durante la revolución se había convertido en punto de referencia de los nativos, un fenómeno emergente del que muchas más personas de las imaginadas se declaraban partícipes. Millones. Nativos en su mayoría. La definición misma de la revolución, la razón principal de su éxito. Marte Libre como máxima, como imperativo; y lo habían conseguido.
Pero Nirgal había viajado a la Tierra, determinado a defender la posición marciana allí. Y mientras estaba ausente, durante el congreso constitucional, Marte Libre había pasado de ser un movimiento a ser una organización. Eso estaba bien, era el curso normal de los acontecimientos, parte necesaria de la institucionalización de la independencia. Nadie podía quejarse o suspirar por los viejos tiempos sin revelar nostalgia de una edad heroica que en verdad poco había tenido de heroica… o que, en todo caso, además de heroica había sido reprimida, limitada, inconveniente y peligrosa. No, Nirgal no deseaba demorarse en la nostalgia, el sentido de la vida residía en el presente, no en el pasado, en la expresión, no en la resistencia. No deseaba que las cosas volvieran a ser como antes. Se sentía feliz porque gobernaban (al menos en parte) su propio destino. Ése no era el problema, ni tampoco le molestaba el abrumador aumento del número de seguidores del partido, que parecía estar a punto de convertirse en una supermayoría, de cuyos miembros tres formaban parte del consejo ejecutivo y muchos ocupaban cargos relevantes en otros órganos de gobierno global. Y un elevado porcentaje de los nuevos y los viejos emigrantes se estaban uniendo al partido, además de nativos que habían apoyado a partidos menores antes de la revolución y, por último, pero no por eso menos importantes, muchos de quienes habían dado su apoyo al régimen de la UNTA y que ahora se arrimaban al sol que más calentaba. En conjunto, mucha gente. Y durante los primeros años del nuevo orden socioeconómico esta polarización, de opinión y creencia, proporcionaba ciertas ventajas, sin duda. Podrían hacer mucho.
Pero Nirgal no estaba seguro de querer participar en ello.
Un día, mientras recorría el muro de la ciudad contemplando el paisaje a través de la tienda, vio a un grupo de personas en una pista de lanzamiento en el borde de un acantilado, al oeste de la ciudad. Había muchos monoplazas, planeadores y ultraligeros que salían disparados de algo semejante a una catapulta y se elevaban en las capas térmicas que se formaban por las mañanas, y aviones aún más escuetos, conectados a la parte baja de pequeños dirigibles, apenas mayores que las personas que trepaban a la catapulta o se sentaban bajo las alas de los planeadores. Estaban fabricados con materiales ultraligeros; algunos eran transparentes y casi invisibles, de manera que una vez en vuelo la gente que los pilotaba parecía flotar en el aire, boca abajo o sentada, y otros tenian brillantes colores y eran visibles a kilómetros de distancia, como pinceladas de verde o azul en el cielo. Las reducidas alas llevaban pequeños reactores que permitían al piloto controlar la dirección o la altitud; en ese aspecto eran como aviones, pero con el añadido del dirigible, que los hacía más seguros y versátiles. Quienes los pilotaban podían aterrizar casi en cualquier sitio y parecía imposible que pudieran precipitarse a tierra.
Los planeadores de catapulta eran muy peligrosos. La gente que volaba con ellos era la más alborotada del grupo de aviadores: buscadores de emociones fuertes que se lanzaban desde el borde del acantilado con una feroz descarga de adrenalina, cuyos gritos hacían crepitar los intercomunicadores; al fin y al cabo, a pesar de los arneses que los sujetaban y la capacidad voladora de los planeadores, saltaban al abismo.
¡No era extraño que sus gritos fueran tan sobrecogedores!
Nirgal tomó el tren suburbano para visitar la pista, oscuramente atraído por sus actividades. Toda esa gente libre en el cielo… Lo reconocieron, por supuesto, estrechó manos y aceptó numerosas invitaciones a volar, pero a los pilotos de los planeadores de catapulta les contestó riendo que primero probaría con los pequeños dirigibles. Había uno de dos plazas amarrado allí, un poco más grande que el resto, y una tal Mónica lo invitó a volar, llenó de combustible los depósitos del aparato y acomodó a Nirgal a su lado. Subieron por el mástil de lanzamiento y se soltaron con una sacudida a los vientos descendentes de la tarde sobre la ciudad, que parecía una pequeña tienda henchida de verde en el extremo noroeste del entramado de cañones que marcaban la pendiente de Tharsis.
¡Volaban sobre Noctis Labyrinthus! El viento aullaba sobre el tenso material transparente del dirigible y los hacía botar arriba y abajo al tiempo que rotaban horizontalmente, como a la deriva. Pero Monica se echó a reír y empezó a manipular los mandos que tenía delante, y muy pronto se encontraron volando hacia el sur a través del laberinto, sobre cañones cuyas intersecciones formaban equis irregulares. Sobrevolaron el Caos de Compton y la tierra desgarrada de las Puertas Ilirias, donde descendía sobre la cabecera del glaciar de Marineris.
—Los reactores de este aparato tienen más potencia de la necesaria —le informó Monica por los auriculares—. Puedes alcanzar unos doscientos cincuenta kilómetros por hora, aunque no creo que te gustara probarlo. Los reactores también contrarrestan el impulso del dirigible y permiten el descenso. Anda, prueba tú. Éste es el acelerador del reactor izquierdo y éste el del derecho, y aquí están los estabilizadores. Con los reactores te las apañarás fácilmente, pero los estabilizadores requieren algo de práctica.
Nirgal tenía delante su propio panel de mandos. Pulsó los aceleradores. El dirigible viró a la derecha y después a la izquierda.
—¡Uau! —exclamó.
—El vuelo está supervisado por un ordenador, de manera que si pulsas una maniobra desastrosa, él se niega a ejecutarla.
—¿Cuántas horas de vuelo se necesitan para aprender a pilotarlo?
—Ya lo estás haciendo, ¿no? —dijo ella y rió—. No, en serio, se necesitan unas cien horas, y depende de lo que entiendas por aprender. Hay una etapa que llamamos meseta de la muerte, entre las cien y las mil horas, cuando los pilotos se relajan, sin ser aún buenos de verdad, y se meten en problemas. Pero por lo general sólo ocurre con los planeadores de catapulta. Con éstos, en cambio, las horas de simulador son como las de vuelo real, así que puedes incluirlas y cuando estés aquí arriba te conectarán aunque oficialmente no hayas cumplido el tiempo de vuelo mínimo.
—¡Interesante!
Y lo era. El gigantesco laberinto de cañones debajo de ellos, las súbitas subidas y bajadas cuando el viento los embestía, el estridente aullido del viento sobre la góndola.
—¡Es como convertirse en un pájaro!
—Exactamente.
Y una parte de él supo que aquello le iría bien. El corazón se contenta con una cosa u otra.
A partir de aquel día pasó muchas horas en los simuladores de vuelo de la ciudad y varias veces a la semana se reunía con Mónica o alguno de sus amigos y tomaba otra lección de vuelo en el acantilado. No era un asunto complicado y pronto pensó que podía intentar un vuelo sin compañía. Le aconsejaron que fuera paciente y él siguió entrenándose. En los simuladores era como estar en el aire; si los probabas haciendo algo insensato, el asiento se inclinaba y botaba de manera muy convincente. Más de una vez le contaron la historia de alguien que había metido el ultraligero en una espiral tan lamentable que el asiento se había soltado de sus monturas y se había estrellado contra la pared de cristal que había delante; el piloto había acabado con un brazo roto y varios espectadores habían resultado heridos.
Nirgal evitaba esos y otros errores. Asistía a las reuniones de Marte Primero en el ayuntamiento casi todas las mañanas y volaba todas las tardes. Con el paso de los días descubrió que temía las sesiones matinales; sólo deseaba volar. Por mucho que dijeran, él no había fundado Marte Libre. Fuera lo que fuese lo que había estado haciendo durante esos años, desde luego no era política, no como aquélla al menos. Tal vez había existido un pequeño componente político, pero en general se había limitado a vivir su vida y a intercambiar impresiones con la gente del demimonde y de las ciudades abiertas a propósito de cómo podían conservar ciertas libertades y placeres. De acuerdo, había sido política, todo lo era; pero en realidad no le interesaba lo mas mínimo la política. O tal vez fuera el gobierno.
Particularmente poco atractivo si lo dominaban Jackie y sus cohortes. Ésa era otra clase de política. Desde el primer momento había advertido que en el círculo íntimo de Jackie su regreso no había sido bien acogido. Había estado ausente casi un año marciano, y durante ese tiempo gente nueva había saltado a la palestra, catapultados por la revolución. Para ellos Nirgal representaba una amenaza para el liderazgo de Jackie y para la influencia de ellos sobre Jackie. Se oponían a él con firmeza aunque de manera sutil. Durante un tiempo había sido el líder de los nativos, la figura carismática de la tribu indígena (hijo de Hiroko y Coyote, progenitores con una potente carga mítica), sobre el que era difícil prevalecer. Pero ese tiempo había pasado. Ahora era Jackie quien llevaba la batuta, y podía enfrentar a Nirgal con su propio linaje mítico; además de sus orígenes comunes en Zigoto, descendía de John Boone y también la respaldaba (parcialmente) el culto minoico de Dorsa Brevia. Por no mencionar el poder directo que tenía sobre él en su intensa dinámica particular. Pero los consejeros de Jackie no se percataban de todo esto. Para ellos él era una fuerza amenazante, en absoluto debilitada por su enfermedad terrana, una amenaza continua para su reina nativa.
Por eso participaba en las reuniones matinales tratando de no hacer caso de sus mezquinas maniobras, tratando de concentrarse en los problemas del planeta que se presentaban a su consideración, muchos de ellos relacionados con disputas medioambientales. Muchas ciudades deseaban quitar la tienda cuando la presión atmosférica lo permitiera, y casi ninguna de ellas consideraba que aquél fuera un asunto en el que los tribunales medioambientales tuvieran voz ni voto. Algunas zonas eran lo suficientemente áridas para que el agua fuese un tema crucial, y las solicitudes de asignaciones de agua llegaban a raudales; al final parecía que el nivel del mar del Norte descendería un kilómetro si se enviaba el agua necesaria a las sedientas ciudades del sur. Ésta y otras mil cuestiones ponían a prueba el alcance de las disposiciones constitucionales que trataban de compaginar la autonomía local con los intereses globales; los debates no acabarían nunca.
Aunque Nirgal no concedía un especial interés a estas disputas, le parecían sin embargo preferibles a la política que el partido ponía en práctica en Cairo. Había regresado de la Tierra sin ningún cargo oficial en el nuevo gobierno ni el viejo partido, y advertía que intentaban encontrar un sitio para él; unos querían endilgarle un cargo casi desprovisto de autoridad, y otros, los que le respaldaban (o mejor dicho, los oponentes de Jackie), deseaban darle poder real. Algunos amigos le aconsejaron que esperara y se postulara como senador en las próximas elecciones, otros mencionaron el consejo ejecutivo, otros, cargos en el partido, e incluso en el TMG. Todas esas funciones le parecían espantosas por una u otra razón, y cuando hablaba con Nadia por pantalla comprendía que representarían una dura carga; aunque ella trabajaba con ahínco, al parecer imperturbable, era evidente que el consejo ejecutivo le desagradaba sobremanera. Por tanto Nirgal se limitó a escuchar atentamente y con expresión impávida los consejos que recibía.
Jackie se guardó su opinión. En las reuniones donde se proponía que Nirgal fuese una suerte de ministro sin cartera, ella lo miraba con una expresión más vacía que la usual, por lo que Nirgal concluyó que a ella esa posibilidad le desagradaba profundamente. Jackie lo quería atrapado en algún cargo inferior, pero si Nirgal se quedaba al margen del sistema… Allí estaba ella, con el bebé en los brazos, que podía ser hijo suyo. Y Antar la miraba con la misma expresión que Nirgal, con el mismo pensamiento. También Dao se lo habría preguntado de haber estado vivo. Un espasmo de dolor sacudió a Nirgal al recordar a su medio hermano muerto, su torturador, su amigo… él y Dao habían estado peleándose desde que tenía memoria, pero a pesar de todo habían seguido siendo hermanos.
Aparentemente Jackie ya había olvidado a Dao, y también a Kasei. Como olvidaría a Nirgal si alguna vez lo mataban. Ella formaba parte del grupo que había ordenado el aplastamiento del asalto rojo a Sheffield, ella había abogado por una respuesta contundente. Tal vez se veía obligada a olvidar esas muertes.
La pequeña empezó a llorar. Era imposible encontrar ningún parecido en aquella cara regordeta. La boca era la de Jackie. Aparte de eso… El poder creado por el engendramiento anónimo era aterrador. Cierto que un hombre podía hacer lo mismo, obtener un huevo, desarrollarlo por ectogénesis, criar al niño solo. Seguramente empezaría a ocurrir, sobre todo si muchas mujeres seguían el ejemplo de Jackie. Un mundo sin padres. En fin, los amigos constituían la verdadera familia; pero de todas maneras se estremeció al recordar lo que Hiroko había hecho, lo que Jackie estaba haciendo.
Salía a volar para quitarse aquellos pensamientos de la cabeza. Una noche, después de un vuelo glorioso entre las nubes, estaba tomando una copa en el pub de la pista cuando la conversación tomó un nuevo rumbo y alguien mencionó el nombre de Hiroko.
—Oí decir que estaba en Elysium —dijo una mujer—, trabajando en una nueva comuna de comunas.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó Nirgal, seguramente con algo de brusquedad.
Sorprendida, ella dijo:
—¿Recuerdas a los aviadores que estuvieron aquí la semana pasada, los que están dando la vuelta al mundo? Estuvieron en Elysium el mes pasado y dijeron que la habían visto. —Se encogió de hombros.— Eso es todo lo que sé. No hay modo de confirmarlo.
Nirgal se recostó en la silla. Siempre información de tercera mano. Algunas de las historias sin embargo se correspondían demasiado con la actitud de Hiroko para ser inventadas. Nirgal no sabía qué pensar. Pocos parecían creer que estuviera muerta. También decían haber visto a miembros de su grupo.
—Es que desean que ella esté aquí —dijo Jackie cuando Nirgal se lo mencionó al día siguiente.
—¿Acaso tú no lo deseas?
—Por supuesto —dijo, aunque él sabía que no era cierto—, pero eso no me lleva a inventar historias.
—¿Crees de verdad que todas son invenciones? Caramba, ¿quién haría algo así? No tiene sentido.
—Las acciones de la gente no siempre tienen sentido, Nirgal. Tienes que comprender eso. Alguien ve a una anciana japonesa en algún sitio y piensa: Caramba, se parece a Hiroko. Esa noche le dice a sus compañeros de habitación: Hoy me ha parecido ver a Hiroko, estaba en el mercado comprando ciruelas. Y al día siguiente el compañero de habitación va a la obra donde trabaja y dice: ¡Mi compañero de habitación vio ayer a Hiroko, comprando ciruelas!
Nirgal asintió. Seguramente era así, al menos en la mayor parte de los casos. En cuanto al resto…
—Mientras tanto, tienes que tomar una decisión a propósito de ese cargo en el tribunal medioambiental —dijo Jackie. Se trataba de un tribunal de provincia, por debajo del tribunal global—. Podemos arreglar las cosas para que Mem ocupe un cargo más influyente en el partido, o puedes ocuparlo tú si quieres, o ambos, supongo. Pero tenemos que saberlo.
—Sí, sí.
Entraron algunas personas que querían hablar con Jackie, y Nirgal se retiró a la ventana, cerca de la niñera y la pequeña. No le interesaba lo que estaban haciendo, nada de lo que hacían; era desagradable y abstracto, una manipulación continua de la gente desprovista de recompensas tangibles. Así es la política, diría Jackie. Y era evidente que a ella le gustaba, pero a Nirgal, no. Era extraño; había trabajado toda su vida para llegar a esa situación, y ahora la detestaba.
Podía aprender lo suficiente para desempeñarse en un cargo, pero tendría que vencer la hostilidad de quienes no deseaban su vuelta al partido y crear su propia base de poder, lo que significaría reunir un grupo que lo apoyara desde sus posiciones oficiales, hacerles favores y buscar sus favores, enfrentarlos entre sí, de manera que todos se plegaran a su voluntad para alcanzar una posición preeminente… Veía todos esos procesos en ese mismo momento, mientras Jackie se entrevistaba con diferentes consejeros, viendo de dónde podía sacar tajada, y luego persuadiéndolos para asegurarse su lealtad. Por supuesto, diría ella si Nirgal se lo mencionaba, así es la política. Si querían crear el nuevo mundo por el que tanto habían luchado tenían que actuar de aquella manera. No podían mostrarse demasiado escrupulosos, tenían que ser realistas, taparse las narices y obrar. En cierto modo era una actitud noble, pues era trabajo que debía hacerse.
Nirgal no podía decidir si aquellas justificaciones eran válidas o no.
¿Habían trabajado durante toda la vida contra la dominación terrana sólo para acabar en una versión local de lo mismo? ¿Podía la política ser otra cosa que política, práctica, cínica, chanchullera, fea?
No lo sabía. Se sentó en el banco de la ventana y miró el rostro dormido de la niña. En el otro extremo de la sala, Jackie intimidaba a los delegados de Marte Libre de Elysium. Ahora que Elysium era una isla rodeada por el mar septentrional, estaban más determinados que nunca a hacerse dueños de su destino, incluso poniendo límites a la inmigración para impedir que el macizo se desarrollara mucho más.
—Eso está muy bien —decía Jackie—, pero es una isla muy grande, casi un continente, rodeado de agua, lo que lo hace especialmente húmedo, con una costa de miles de kilómetros, numerosos lugares donde ubicar puertos, puertos pesqueros, sin duda. Comprendo su deseo de limitar el desarrollo, todos lo sentimos así, pero los chinos han expresado un particular interés en asentarse allí, ¿y qué se supone que tengo que decirles? ¿Que a los lugareños de Elysium no les gustan los chinos? ¿Que queremos su ayuda en tiempos de crisis pero no los queremos en el vecindario?
—¡No es porque sean chinos! —exclamó el delegado.
—Naturalmente. Miren, les diré lo que haremos: regresen a Fossa Sur e informen de las dificultades a las que nos enfrentamos, y yo haré todo lo que esté en mi mano para ayudarlos. No puedo garantizarles resultados, pero haré lo que pueda.
—Gracias —dijo el delegado, y se marchó. Jackie se volvió a su ayudante.
—Qué idiota… ¿Quién es el siguiente? Ah, claro, el embajador chino. Hazlo pasar.
El embajador era una mujer bastante alta. Hablaba en mandarín y su IA traducía a un claro inglés británico. Tras un intercambio de bromas, la mujer solicitó permiso para establecer algunos asentamientos, preferiblemente en las provincias ecuatoriales.
Nirgal observaba la escena, fascinado. Así habían empezado antaño los asentamientos: grupos de conciudadanos que habían llegado y construido una ciudad-tienda o una morada en los acantilados, o cubierto un cráter… Jackie se mostró educada y dijo:
—Es posible. Naturalmente habrá que remitir la petición a los tribunales medioambientales para que decidan. Sin embargo, hay una gran extensión de tierra disponible en el macizo de Elysium. Tal vez podría arreglarse algo allí, sobre todo si China contribuyese a la creación de infraestructuras, a la reducción del impacto…
Discutieron los detalles. Al cabo de un rato la embajadora se marchó. Jackie miró a Nirgal.
—Nirgal, ¿puedes decirle a Rachel que venga? Y trata de decidir pronto lo que vas a hacer, ¿de acuerdo?
Nirgal abandonó el edificio, cruzó la ciudad y entró en su habitación. Empacó sus escasos efectos personales y tomó el suburbano que llevaba a la pista de vuelo. Allí le pidió a Mónica permiso para usar uno de los planeadores con dirigible, un monoplaza. Estaba preparado para volar solo, entre las horas de simulador y las de instructores tenía las suficientes. Había otra escuela de vuelo en Marineris, en Candor Mensa. Se comunicó con el funcionario de la escuela y éste dijo que no había ningún inconveniente para que volara con el dirigible hasta allí, y que un piloto lo devolviera a su base.
Era mediodía. Los vientos que se precipitaban por la pendiente de Tharsis habían empezado a soplar, y se intensificarían conforme avanzara la tarde. Nirgal se puso el traje y se metió en la cabina del piloto. La pequeña nave se deslizó hacia arriba por el mástil de lanzamiento, sujeta por el morro, y luego se soltó.
Se elevó sobre Noctis Labyrinthus y viró al este. Sobrevoló el laberinto de cañones entrelazados, una tierra desgarrada por la presión interior, y lo dejó atrás. El ícaro que había volado demasiado cerca del sol y se había quemado había sobrevivido a la caída, y ahora volvía a volar, esta vez hacia abajo; aprovechando un fuerte viento de popa, cabalgando en la tormenta, descendía velozmente sobre el sucio campo de hielo fracturado del Caos de Compton, donde se había iniciado el desbordamiento del gran canal en 2061. Esa inmensa avenida había bajado por Ius Chasma, pero Nirgal lo hizo hacia el norte, alejándose del curso del glaciar, y luego al este otra vez, hacia la cabecera de Tithonium Chasma, paralelo a Ius Chasma algo más al norte.
Tithonium era uno de los cañones más profundos y angostos de Marineris: cuatro mil metros de profundidad, diez kilómetros de anchura. Podía volar muy por debajo del nivel de los bordes de la meseta y aún así estar a miles de metros del suelo del cañón. Tithonium era más elevado que Ius, más agreste, no violado por la mano del hombre, apenas transitado porque su extremo oriental se estrechaba en un callejón sin salida, cuyo suelo se hacía más accidentado a medida que el cañón perdía profundidad antes de interrumpirse abruptamente. Nirgal divisó la carretera que subía zigzagueando por el acantilado oriental, por la que había viajado algunas veces en su juventud, cuando el planeta entero era su hogar.
El sol de la tarde descendía a su espalda. Las sombras se alargaron sobre la tierra. El viento seguía soplando con fuerza, tamborileando, zumbando y aullando sobre las superficies del dirigible. Volvió a arrastrarlo sobre el casquete de roca del borde de la meseta a medida que Tithonium se convertía en un rosario de depresiones ovales: las Tithonia Catena, semejantes a gigantescos cuencos.
Y de pronto el mundo volvió a descender y voló sobre el inmenso cañón abierto de Candor Chasma, el Cañón Brillante, cuyas murallas orientales resplandecían en ese preciso instante, ámbar y bronce a la luz crepuscular. Al norte se encontraba la profunda entrada a Ophir Chasma; al sur, las espectaculares estribaciones del desfiladero que conducía a Melas Chasma, el gigante central del sistema de Marineris. Era la versión marciana de la Concordiaplatz, pero mucho más grande que su homologa terrana, más agreste y prístina, mucho más allá de las dimensiones orográficas a las que el hombre estaba acostumbrado, como si volando hubiese retrocedido dos siglos en el tiempo, o dos eones, a un tiempo anterior a la antropogénesis. ¡Marte rojo!
Y en medio del anchuroso Candor había una elevada mesa de diamante, un farallón que se elevaba al menos dos mil metros sobre el suelo del cañón. Y en la penumbra nebulosa del crepúsculo Nirgal pudo distinguir un nido de luces, una ciudad-tienda, en el vértice más meridional de aquel diamante. Unas voces le dieron la bienvenida en la frecuencia común del intercomunicador y lo guiaron hacia la pista de aterrizaje de la ciudad. El sol parpadeó sobre los acantilados occidentales mientras Nirgal hacía virar el dirigible y descendía lentamente en el viento. Posó la nave en la diana formada por la figura de Kokopelli dibujada en la pista.
Mesa Brillante tenía una amplia cima, cuya forma recordaba la de una cometa, de treinta kilómetros de largo por diez de ancho, y se levantaba en medio de Candor Chasma como una de las mesas de Monument Valley, pero amplificada, y la ciudad-tienda ocupaba una pequeña elevación en el vértice meridional. La mesa era lo que parecía, un fragmento separado de la meseta hendida por los cañones de Marineris. Un lugar magnífico para contemplar las grandes murallas de Candor y las profundas y escarpadas quebradas que se abrían hacia Ophir Chasma al norte y Melas Chasma al sur.
Naturalmente un panorama tan espectacular había atraído a mucha gente con los años, y la tienda principal estaba rodeada de otras menores. A cinco mil metros sobre la línea de referencia, la ciudad seguía protegida por la tienda, aunque se hablaba de retirarla. En el suelo de Candor Chasma, sólo tres mil metros sobre la línea de referencia, crecían bosques de color verde oscuro. La mayoría de los habitantes de la mesa bajaban a los cañones cada mañana para cultivar o herborizar, y al caer la tarde volaban de regreso a la cima. Algunos de esos silvicultores eran conocidos de Nirgal de los tiempos de la resistencia y gustosamente le mostraron los cañones y el trabajo que allí realizaban.
Los cañones de Marineris por lo general corrían de oeste a este. En Candor rodeaban la gran mesa central y luego se precipitaban abruptamente en Melas. La nieve cubría las zonas más elevadas, sobre todo bajo los muros occidentales, que permanecían en sombras durante la tarde. El agua de deshielo descendía formando una delicada tracería de arroyos arenosos que se unían en ríos rojizos, lodosos y poco profundos, que a su vez confluían encima de la Quebrada de Candor y se derramaban en impetuosos rápidos espumosos sobre el suelo de Melas Chasma, donde sus aguas bermejas quedaban retenidas en el flanco septentrional de lo que restaba del glaciar del sesenta y uno.
En las riberas de esas corrientes opacas se desarrollaban bosques de balsas resistentes al frío y árboles tropicales de rápido crecimiento, que extendían nuevas bóvedas sobre los antiguos krummholz. Hacía calor en el fondo del cañón, un enorme cuenco a reparo del viento que reflejaba el sol. Los doseles de balsas permitían que un gran número de especies animales y vegetales medraran bajo su protección; los conocidos de Nirgal dijeron que era la comunidad biótica más variada de Marte. Ahora tenían que llevar pistolas de dardos sedantes cuando se movían por allí a causa de los leopardos de las nieves, los osos y otros depredadores. Andar por los bosques era un tanto complicado debido al denso sotobosque de bambú y álamos temblones.
La presencia de enormes depósitos de nitrato de sodio en los cañones de Candor y Ophir, dispuestos en grandes terrazas escalonadas de caliche blanco extremadamente hidrosoluble, había favorecido el crecimiento de toda aquella vegetación. Esos minerales eran arrastrados por los cursos de agua, proporcionando mucho nitrógeno a los nuevos suelos. Desgraciadamente algunos de los depósitos de nitrato más grandes habían quedado sepultados por los deslizamientos de tierra: el agua que disolvía el nitrato de sodio hidrataba también las paredes de los cañones, desestabilizándolas, una aceleración radical de la erosión continuada. Ya nadie se acercaba al pie de las paredes de los cañones, dijeron, era demasiado peligroso. Y mientras volaban hacia la mesa Nirgal percibió las cicatrices de los desprendimientos por todas partes. Varias instalaciones situadas en pendientes de talud habían sido sepultadas, y las estrategias de fijación del suelo eran uno de los temas de conversación de las tardes en cuanto el omegendorfo circulaba por el torrente sanguíneo. En verdad, poco podían hacer. Si muros de roca de tres mil metros se empeñaban en ceder, nada los detendría. Así pues, una vez a la semana más o menos, los habitantes de Mesa Brillante sentían temblar el suelo y veían rielar la luz en la bóveda de la tienda, y luego en la boca del estómago vibraba el sordo estruendo de un alud. A menudo alcanzaban a verlo, avanzando por el suelo del cañón seguido por una voluminosa nube de polvo color siena. Los aviadores que habían estado cerca regresaban temblorosos y mudos, o contando cómo los había vapuleado en el aire un bramido que traspasaba los tímpanos. Un día Nirgal estaba a medio camino del fondo cuando lo experimentó: fue como si un estampido supersónico se prolongara muchos segundos, y el aire tembló como un gel. Después, con la misma brusquedad con la que había empezado, se detuvo.
Solía salir de exploración solo, aunque a veces volaba con algún amigo. Los dirigibles-planeador eran ideales para el cañón, lentos y estables, fáciles de gobernar, con un techo de vuelo harto suficiente y mucha potencia. El que había alquilado (con dinero de Coyote) le permitía bajar por las mañanas para ayudar a herborizar en los bosques o caminar junto a los arroyos; por la tarde volaba arriba, arriba, arriba. Era entonces cuando tenía una percepción clara de lo alta que era la mesa de Candor y los aún más altos muros del cañón: subía, subía hacia la tienda y sus prolongadas comidas, sus noches de fiesta. Nirgal siguió esa rutina durante muchos días, explorando las distintas regiones de los cañones, observando la exuberante vida nocturna de la tienda, pero siempre como si mirase por el extremo equivocado de un telescopio, un telescopio que preguntaba: ¿es ésta la vida que deseo llevar? Esta pregunta, que lo distanciaba de todo y en cierto modo lo miniaturizaba todo, volvía insistentemente a su pensamiento, lo aguijoneaba durante sus vuelos diurnos y lo atormentaba en las largas horas de insomnio que mediaban entre el lapso marciano y el alba. ¿Qué iba a hacer? El éxito de la revolución lo había dejado desocupado. Llevaba toda una vida hablando a la gente de un Marte libre a lo ancho y largo del planeta, hablando de habitar más que colonizar, de transformarse en auténticos indígenas. Ahora su labor estaba cumplida, el planeta les pertenecía para habitarlo como se les antojara. Pero desconocía qué papel desempeñaba en esa nueva situación. Tenía que dilucidar cómo viviría en aquel mundo nuevo, ya no como la voz de la colectividad, sino como un individuo con una vida propia.
Había descubierto que no deseaba seguir trabajando con la colectividad; era conveniente que algunos quisieran dedicarse a ello, pero él ya no se contaba entre ellos. En verdad no podía pensar en lo sucedido en Cairo sin sentir una punzada de ira hacia Jackie, y también de dolor, dolor por la pérdida de ese mundo público, de ese estilo de vida. Costaba renunciar a ser revolucionario, aunque parecía una decisión sin consecuencias, lógicas o emocionales. Pues bien, tenía que hacer algo, esa vida pertenecía al pasado. En medio de un lento viraje de su aparato comprendió de pronto a Maya y su chachara obsesiva sobre la metempsicosis.
Nirgal tenía ya veintisiete años marcianos, había recorrido todo Marte, había estado en la Tierra y regresado a un mundo libre. Había llegado el momento de una nueva encarnación.
Así, sobrevolaba la inmensidad de Candor, buscando alguna imagen de sí mismo. Las desnudas y fracturadas paredes del cañón eran como formidables espejos minerales, y en ellos vio con claridad que era una criatura diminuta, tan insignificante como un mosquito en una catedral. Durante sus vuelos de estudio sobre aquellos enormes palimpsestos de facetas se percató de dos marcados impulsos en su interior, distintos y excluyentes a pesar de estar uno dentro del otro, como el mundo verde y el mundo blanco. Por un lado, deseaba continuar siendo un vagabundo, volar, caminar y navegar por el planeta, ser un nómada vagando incesantemente hasta llegar a conocer Marte mejor que nadie. Una euforia que le resultaba familiar, porque eso era lo que había hecho toda la vida. Sería la forma de su vida anterior sin el contenido. Y ya conocía la soledad de esa vida, el desarraigo que le hacía sentirse tan aislado, que le provocaba aquella sensación de estar mirando por el lado equivocado del telescopio. Viniendo de todas partes, no venía de ningún sitio, no tenía hogar. Y por eso ahora deseaba ese hogar, tanto o más que la libertad. Un hogar. Deseaba llevar una vida plena, elegir un lugar y permanecer en él, llegar a conocerlo a fondo, en todas las estaciones, cultivar su propio alimento, construir su casa y fabricar sus herramientas, formar parte de una comunidad de amigos.
Ambos deseos coexistían o, para ser más exactos, se alternaban en una rápida y sutil oscilación de emociones contrapuestas y lo abocaban al insomnio y el desasosiego. No veía cómo reconciliarlos, puesto que se excluían mutuamente. Nadie tenía ninguna sugerencia útil para superar la disyuntiva. Coyote parecía reacio a echar raíces, pero al fin y al cabo era un nómada vocacional. Art consideraba una aberración la vida errante, porque se apegaba con fuerza a los lugares que visitaba.
La formación no política de Nirgal, en ingeniería de mesocosmos, no le socorría, porque si bien en las grandes alturas tendrían que estar siempre dentro de tiendas y la ingeniería de mesocosmos sería necesaria, se estaba convirtiendo más en una ciencia que en un arte, y con una experiencia creciente los problemas y sus soluciones serían cada vez más rutinarios. Además, ¿deseaba en realidad una profesión recluida en una tienda ahora que la mayor parte de las zonas bajas del planeta se estaban transformando en tierra sobre la que podían caminar?
No, deseaba vivir al aire libre, conocer los secretos de un trozo de planeta, de su suelo, plantas y animales, del tiempo, los cielos y todo lo demás. Una parte de él lo deseaba, a veces.
Empezó a darse cuenta de que fuese cual fuese su elección Candor Chasma no era el lugar indicado. Sus amplias vistas impedían que lo viera como un hogar: era demasiado vasto, demasiado inhumano. El fondo de los cañones era naturaleza salvaje, y cada primavera los arroyos del deshielo se desbordaban, abrían nuevos cauces, quedaban sepultados bajo gigantescos corrimientos de tierras. Fascinante, pero poco apropiado como hogar. Los lugareños vivirían en Mesa Brillante y sólo visitarían el fondo del cañón durante el día. La mesa sería su verdadero hogar. No estaba mal pensado. Pero la mesa era una isla en el cielo, un popular destino turístico para disfrutar de vacaciones con vuelos, fiestas que se prolongaban toda la noche y hoteles caros, para jóvenes y enamorados, todo fantástico, estupendo, aunque atestado; y cabía pensar en los lugareños mirando con furia e impotencia a las huestes de visitantes y nuevos residentes extasiados ante los paisajes sublimes, gentes que llegarían como él mismo, en un momento oscuro de sus vidas, y ya no se marcharían, y los antiguos residentes añorarían el tiempo en que el mundo era nuevo y estaba vacío.
No, ése no era el hogar que buscaba. Aunque le encantaba la manera en que el alba arrebolaba las estriadas paredes occidentales de Candor, que refulgían con todos los colores del espectro marciano mientras el cielo iba del índigo al malva o a un sorprendente y cerúleo tono terrestre… un lugar hermoso, tan hermoso que algunos días pensaba que valdría la pena quedarse en Mesa Brillante y defenderla, tratar de preservarla, descender en picado y aprender a conocer el tortuoso suelo salvaje, y elevarse lentamente por la tarde para ir a cenar. ¿Le haría sentirse en casa esa actividad? Y si era naturaleza salvaje lo que buscaba, ¿no existían otros lugares menos espectaculares pero más remotos, y por tanto más salvajes?
Oscilaba entre ambas opciones. Cierto día, mientras volaba sobre las espumantes cascadas y rápidos de la Quebrada de Candor, recordó que John Boone había recorrido aquella zona solo en un rover poco después de que se construyera la autopista Transmarineris. ¿Qué habría dicho el maestro del equívoco sobre aquella sorprendente región?
Nirgal recurrió a Pauline, la IA de Boone, y pidió Candor. Encontró un diario oral que narraba un viaje a través del cañón en 2046. Mientras volaba, escuchó la voz ronca y amistosa con acento estadounidense, una voz que no parecía estar hablándole a una IA, y deseó poder hablar con aquel hombre. Algunos decían que Nirgal había llenado el vacío dejado por John Boone, que había hecho el trabajo que éste habría hecho de haber vivido. Si eso era cierto, ¿qué decisión habría tomado John después?
¿Cómo habría vivido?
—Esta zona es increíble. De veras, es lo que te viene a la cabeza cuando piensas en Valles Marineris. En Melas el cañón era tan ancho que si estabas en el medio no alcanzabas a ver las paredes, ¡quedaban bajo el horizonte! La curvatura del pequeño planeta produce efectos que nadie imaginó. Las viejas simulaciones mintieron con tanto descaro; exageraban las verticales cinco o diez veces, si no recuerdo mal, lo que te daba la sensación de estar dentro de una ranura, y no es así. Caramba, veo una columna de roca que parece una mujer con toga; supongo que podría ser la mujer de Lot. Me pregunto si será sal, porque es blanca, aunque seguramente se trata de otra cosa. Tendré que preguntarle a Ann. ¿Qué sentirían aquellos suizos ante todo esto cuando construyeron la autopista?
Porque no es demasiado alpino, más bien un anti-Alpes, hacia abajo en lugar de hacia arriba, rojo en vez de verde, basalto en vez de granito. En fin, a pesar de todo parece que les gusta. Claro que ellos son suizos antisuizos, en cierto modo es lógico. ¡Sooo!, zona de baches, el rover salta como un loco. Intentaré avanzar por aquella terraza, parece más regular que este terreno. Sí, allá vamos, es como una carretera. Oh, es la carretera. Supongo que me desvié un poco, llevo el volante porque me gusta, pero es algo complicado seguir los radiofaros cuando hay tanto que ver ahí afuera. Los radiofaros son más apropiados para el piloto automático que para el ojo humano. ¡Eh, ahí está la abertura sobre Ophir Chasma, menudo desfiladero! Esa pared debe de tener, no sé, seis mil metros de altura. ¡Señor! Si la anterior se llamaba Quebrada de Candor, habría que llamar a ésta Quebrada de Ophir, ¿no? Puerta de Ophir sería mejor. Echémosle una ojeada al mapa. Humm, el promontorio del extremo occidental de la quebrada se llama Candor Labes; eso significa labios, ¿no? Garganta de Candor, o, humm… me parece que no. ¡Es una abertura de padre y muy señor mío! Acantilados escarpados a ambos lados y seis mil metros de altura. Eso es seis o siete veces la altura de los acantilados de Yosemite. ¡Caramba! A decir verdad, no parecen tan altos. El escorzo, sin duda. Parecen el doble de altos… quién sabe, en realidad no recuerdo el aspecto de Yosemite, al menos las escalas. Éste es el cañón más curioso que pueda imaginarse. Ah, ahí está Candor Mensa, a mi izquierda. Es la primera vez que veo claramente que no forma parte del muro de Candor Labes. Apuesto a que desde lo alto de esa mesa se ve un panorama espectacular. Seguro que construirán un hotel al que se accederá por aire. ¡Cómo me gustaría subir y verlo! Será divertido volar por aquí, aunque peligroso. Veo demonios de polvo de cuando en cuando, malignos remolinos, densos y oscuros. Un rayo de sol atraviesa el polvo e ilumina la mesa, una barra de mantequilla suspendida en el cielo. ¡Ah, Dios, qué mundo tan hermoso!
Nirgal compartía ese parecer. La voz del hombre le sonaba divertida y le sorprendió que hablase de volar por allí. Ahora comprendía por qué los issei hablaban de Boone como lo hacían, la herida incurable que les había infligido su muerte. ¡Cuánto mejor habría sido tener a John en persona en vez de aquellas grabaciones, habría sido fascinante ver cómo se las arreglaba con la turbulenta historia de Marte! Ahorrándole a Nirgal esas preocupaciones entre otras cosas. Pero tenía que conformarse con aquella voz amistosa y feliz. Y eso no resolvía su problema.
En Candor Mensa los aviadores frecuentaban por la noche un anillo de pubs y restaurantes situados en el alto arco meridional del muro de la tienda; sentados en las terrazas, contemplaban el vasto paisaje boscoso que constituía su dominio. Nirgal comía y bebía con ellos, escuchaba y a veces hablaba, o se ocupaba de sus propios pensamientos; no parecía importarles lo que le había ocurrido en la Tierra ni tampoco que estuviera entre ellos, y eso era conveniente, porque a menudo estaba tan absorto que olvidaba cuanto le rodeaba; se perdía en ensoñaciones, y cuando salía de ellas descubría que había estado en las húmedas calles de Port of Spain o en el refugio, bajo el monzón torrencial, y todo lo que le rodeaba le parecía pálido en comparación.
Pero una noche lo sacó de su ensoñación la mención de Hiroko.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Hiroko. Tropezamos con ella en Elysium.
Era una mujer joven quien hablaba, y era evidente que desconocía la identidad de Nirgal.
—¿Tú la viste? —preguntó él con brusquedad.
—Sí. Ya no se oculta. Dijo que le gustaba mi planeador.
—No sé —dijo un hombre mayor, un veterano de Marte, un issei de los primeros años, con el rostro tan castigado por el viento y los rayos cósmicos que parecía de cuero y una voz áspera—, he oído decir que andaba por el caos, donde estuvo la primera colonia oculta, trabajando en los nuevos puertos de la bahía sur.
Otras voces intervinieron: habían visto a Hiroko aquí, la habían visto allá, se había confirmado su muerte, había ido a la Tierra, Nirgal la había visto en la Tierra…
—Pues aquí tenemos a Nirgal —dijo alguien al oír el último comentario, señalándolo sonriente—. ¡El podrá confirmarlo o desmentirlo!
Tomado por sorpresa, Nirgal meneó la cabeza.
—No la vi en la Tierra —dijo—. Sólo eran rumores.
—Igual que aquí, pues.
Nirgal se encogió de hombros.
La joven, sonrojada después de saber que su interlocutor era Nirgal, insistió en que había visto a Hiroko. Nirgal la observó con atención. Esto era distinto; nadie lo había afirmado ante él (excepto en Suiza). La mujer parecía preocupada, a la defensiva, pero se mantenía en sus trece.
—¡Hablé con ella!
¿Por qué mentir? ¿Y cómo era posible engañar a alguien sobre eso?
¿Impostores? Pero ¿con qué propósito?
Notó, con disgusto, que se le había acelerado el pulso y estaba acalorado. Tenía que admitir que era propio de Hiroko actuar así, ocultarse a medias, no molestarse en comunicar su paradero a la familia que había dejado atrás. Y era un esfuerzo estéril buscar motivos para ese comportamiento extraño, inhumano, insensible. Hacía años que Nirgal había comprendido que en su madre había algo malsano; poseía un carisma que arrastraba a la gente sin esfuerzo, pero estaba loca, y era capaz de cualquier cosa.
Si es que estaba viva.
No quería abrigar esperanzas de nuevo, no quería salir corriendo cada vez que alguien mencionaba su nombre, pero miraba el rostro de la chica como si quisiera leer en él, como si la imagen de Hiroko estuviera aún en sus pupilas. Otros estaban haciendo las preguntas que él habría hecho, de modo que se mantuvo al margen para evitar que la chica se sintiera presionada. Poco a poco contó la historia: ella y unos amigos habían estado volando alrededor de Elysium, y se detuvieron para pasar la noche en la nueva península formada por los Phlegra Montes. Caminaron hacia el extremo helado del mar del Norte, donde habían visto un nuevo asentamiento, y allí, entre los que trabajaban en la construcción, estaban Hiroko, y Gene, Rya, Iwao y el resto de los Primeros Cien que la seguían desde los tiempos de la colonia oculta. Los aviadores habían manifestado su sorpresa, y los otros parecieron vagamente perplejos.
—Ya nadie se esconde —le había dicho Hiroko a la joven, después de alabarle el planeador—. Pasamos la mayor parte del tiempo cerca de Dorsa Brevia, pero llevamos algunos meses por aquí.
Y eso era todo. La mujer parecía sincera, no había motivo para creer que mentía o sufría alucinaciones.
Nirgal no deseaba tomar aquello en consideración, pero de todas maneras pensaba abandonar Mesa Brillante y ver otros lugares. Así que podría… en fin, al menos tendría que comprobarlo. ¡Shikata ga nai!
Al día siguiente el recuerdo de la conversación ya no le acosaba tanto. Pero como no sabía qué pensar llamó a Sax y le contó lo que había oído.
—¿Es posible, Sax? ¿Es posible?
Una expresión extraña pasó por el rostro de Sax.
—Es posible —dijo—. Pues claro que sí. Te dije… cuando estabas enfermo e inconsciente… que ella… —Escogía las palabras, como tantas otras veces, abstraído— que yo mismo la vi. Cuando me pilló la tormenta. Ella me llevó hasta el coche.
Nirgal miró con fijeza la pequeña imagen parpadeante.
—No lo recuerdo.
—Ah, no me sorprende.
—Entonces tú crees que escapó de Sabishii.
—Sí.
—Pero ¿qué probabilidades había de que lo consiguiera?
—Desconozco… las probabilidades. Sería difícil de evaluar.
—Pero, ¿era posible escapar de allí?
—El agujero de transición de Sabishii es un laberinto.
—Así pues, tú crees que escaparon. Sax vaciló.
—La vi. Ella me agarró la muñeca. Tengo que creerlo. —De pronto se le crispó el rostro.— ¡Sí, ella está en alguna parte! ¡No hay duda, no hay duda de que está esperando que la encontremos!
Y Nirgal se dijo que tendría que comprobarlo.
Se marchó de Candor Mesa sin despedirse de nadie. Sus amistades lo comprenderían, pues de cuando en cuando se ausentaban para estar solos un tiempo. Algún día volverían a encontrarse, volarían sobre los cañones y pasarían las tardes en Mesa Brillante. Se internó en la inmensidad de Melas Chasma, retomó el cañón en dirección a Coprates, al este. Durante muchas horas flotó sobre aquel mundo, sobre el glaciar del sesenta y uno, ensenada tras ensenada, muralla tras muralla, y al fin franqueó la Puerta de Dover y salió a la amplia bifurcación de Capri y Eos Chasmas, y a la zona de los caos, recubierta de hielo resquebrajado, aunque mucho más liso que la tierra que había anegado. Cruzó el agreste revoltijo de Margaritifer Terra y enfiló hacia el norte, siguiendo la pista a Burroughs, y cuando ésta se aproximó a la Estación Libia, viró al nordeste, hacia Elysium.
El macizo de Elysium formaba ahora un continente en el mar boreal. El angosto estrecho que lo separaba del continente meridional era una llana extensión de aguas oscuras y blancos icebergs tabulares, puntuada por las islas farallón de la otrora Aeolis Mensa. Los hidrólogos del mar del Norte pretendían conservar las aguas del estrecho en estado líquido para que circularan de la bahía de Isidis a la de Amazonis. Para conseguirlo habían instalado un complejo de reactores nucleares en el extremo oeste del estrecho y enviaban la energía directamente a las aguas, creando una zona que permanecía en estado líquido todo el año y un mesoclima templado en las pendientes a ambos lados del estrecho. Desde la cima del Gran Acantilado Nirgal alcanzó a ver los penachos de vapor de los reactores, y voló pendiente abajo sobre densos bosques de abetos y gingkos. Habían tendido un cable en la entrada occidental del estrecho con el propósito de impedir el paso de los icebergs arrastrados por la corriente. Flotó sobre los icebergs apiñados al oeste del cable y observó los pedazos de hielo semejantes a derrubios de cristal flotantes. Luego voló sobre las aguas oscuras del estrecho, la extensión de agua más grande que había visto en Marte, veinte kilómetros que recorrió con exclamaciones admirativas, y al fin, delante, apareció el airoso arco de un puente sobre el estrecho, y debajo aguas de un morado oscuro salpicadas de barcazas, veleros y ferries seguidos por sus blancas estelas. Sobrevoló las embarcaciones y pasó dos veces sobre el puente, maravillado por aquel inusitado espectáculo en Marte: agua, el mar, todo un mundo futuro.
Mantuvo el rumbo norte, sobre las llanuras de Cerberus, y dejó atrás el volcán Albor Tholus, un cono ceniciento junto a Elysium Mons, éste igual de escarpado pero mucho mayor, cuyo perfil ilustraba la etiqueta de numerosas cooperativas agrícolas de la región. Las granjas diseminadas por la llanura que se extendía a los pies del volcán estaban dispuestas en terrazas, con frecuencia separadas por franjas de bosque. Unas huertas rudimentarias ocupaban las zonas más elevadas de la llanura y cerca del mar se extendían grandes campos de trigo y maíz con arboledas de olivos y eucaliptos que protegían los sembrados del viento. Estaban sólo diez grados al norte del ecuador, bendecidos por unos inviernos templados y lluviosos y muchos días soleados y cálidos; los lugareños lo llamaban el Mediterráneo de Marte.
Nirgal siguió la costa occidental hacia el norte dejando atrás la chorrera de icebergs encallados que marcaban el límite del mar helado. Contemplando la tierra que se extendía debajo tuvo que coincidir con la opinión general: Elysium era muy hermoso. Esa franja costera del oeste era la región más poblada del planeta, fracturada por numerosas fossae, y en los lugares donde esos cañones se hundían en el hielo se estaban construyendo puertos: Tiro, Sidón, Pinflegueton, Hertzka, Morris. Rompeolas de piedra mantenían a raya el hielo y los puertos deportivos se apostaban tras ellos, atestados de pequeños barcos que esperaban tener paso libre.
En Hertzka viró al este, hacia tierra firme, y ascendió sobre los cinturones ajardinados que ceñían la suave pendiente del macizo elisio. La mayoría de los habitantes de Elysium se concentraba allí, en zonas residenciales cultivadas intensivamente que se extendían hasta la región situada entre Elysium Mons y su estribación septentrional, el cono de Hecates Tholus. Nirgal franqueó el desnudo asiento de piedra del paso entre el gran volcán y su pico vástago como una pequeña nube arrastrada por el viento.
La vertiente oriental de Elysium no tenía nada en común con la occidental: era roca desnuda, tosca y fracturada, con depósitos de arena, que se mantenía casi en su estado primitivo debido a que se encontraba en la zona del macizo que no recibía lluvias. Sólo cerca de la costa oriental volvió a ver Nirgal vegetación, sin duda favorecida por los alisios y las nieblas invernales. Las ciudades del flanco oriental eran como oasis, cuentas ensartadas en una pista que rodeaba la isla.
En el extremo noreste de la isla las viejas colinas melladas de los Phlegra Montes se adentraban en el hielo y formaban una península espinosa. En algún lugar de esa zona había visto aquella mujer a Hiroko, y mientras volaba sobre la vertiente occidental de los Phlegra Nirgal pensó que no sería extraño encontrarla en un lugar como aquél, tan agreste y marciano. Como muchas de las cadenas montañosas de Marte, los Phlegra eran lo que quedaba del borde de una antigua cuenca de impacto. Cualquier otro rasgo de la cuenca había desaparecido mucho antes. Pero los Phlegra se erguían aún como testigos de un momento de inconcebible violencia: el choque de un asteroide de cien kilómetros de diámetro, la fusión de grandes porciones de litosfera, que había saltado a los lados o ascendido para caer luego en anillos concéntricos alrededor del punto de impacto, la metamorfosis instantánea de la roca en minerales mucho más duros que los originales. Tras ese trauma, el viento había erosionado el paisaje, dejando sólo aquellas ásperas colinas.
También allí había asentamientos, en los sumideros, en los valles cerrados y en los pasos que miraban al mar, granjas aisladas, aldeas de menos de cien habitantes. Recordaba a Islandia. Siempre había gente que adoraba lugares tan remotos. Encaramada en una loma, unos cien metros sobre el mar, había una aldea llamada Nuannaarpoq, que en innuit significaba «sentir un placer excesivo por estar vivo». Los habitantes de las aldeas de los Phlegra se desplazaban por el resto de Elysium en dirigibles o iban hasta la pista circum-elisia y tomaban el tren. La ciudad más cercana en aquella zona de la costa era Aguas de Fuego, un puerto bien proporcionado en el flanco occidental, donde la cadena montañosa se convertía en una península. La ciudad estaba situada en una bahía cuadrangular, y después de divisarla Nirgal se posó en la diminuta pista de aterrizaje y se inscribió en una casa de huéspedes de la plaza principal, detrás de los muelles que dominaban el puerto deportivo cubierto de hielo.
En los días que siguieron voló a lo largo de la costa en ambas direcciones, visitando las granjas. Conoció mucha gente interesante, pero no encontró a Hiroko ni a nadie del grupo de Zigoto. Era incluso sospechoso: en aquella región vivían muchos issei, pero todos negaron haber visto a Hiroko o a sus compañeros. Sin embargo, cultivaban con gran éxito un yermo rocoso, tenían pequeños y exquisitos oasis de producción agrícola y vivían como creyentes de la viriditas… y aun así afirmaban no conocerla. Apenas si recordaban quién era. Un viejo norteamericano se le rió en la cara.
—¿Es que crees que tenemos un gurú? ¿Que te vamos a llevar ante nuestro gurú?
Tres semanas después Nirgal seguía sin encontrar rastros de Hiroko. No tenía otra alternativa que darse por vencido.
Vagando incesantemente. No tenía sentido buscar a una persona por la vasta superficie del mundo, era una empresa descabellada. Pero en algunas aldeas corrían rumores, y se mencionaban algunos encuentros. Siempre había un rumor más, un encuentro verosímil que investigar. Hiroko estaba en todas partes y en ninguna. Muchas descripciones pero nunca una fotografía, muchas historias pero ningún mensaje en la consola de muñeca. Sax estaba convencido de que ella vivía; Coyote, de que estaba muerta. Qué más daba; si es que vivía, se ocultaba o lo estaba forzando a una insensata búsqueda. Le enfurecía considerar el asunto desde esa perspectiva. Dejaría de buscarla.
Sin embargo, no podía detenerse. Si permanecía en un lugar más de una semana, empezaba a sentir una desazón nueva para él. Era como una enfermedad: la tensión se le acumulaba en los músculos, sobre todo en el estómago, le subía la temperatura, era incapaz de ordenar sus pensamientos y ansiaba volar. Y por eso volaba, de aldea a ciudad, de estación a caravasar. Algunos días se dejaba llevar por el viento. Siempre había sido un nómada, no había razón para dejar de serlo. ¿Por qué un cambio en la forma de gobierno había de influir en su manera de vivir? Los vientos de Marte eran increíbles: fuertes, volubles, estridentes, incesantes.
A veces lo arrastraban sobre el mar boreal y volaba todo el día sin ver otra cosa que hielo y agua, como si Marte fuese un planeta oceánico. Aquello era Vastitas Borealis, la Inmensidad Norteña, ahora de hielo, aquí liso, allá quebrado, a veces blanco, otras descolorido, o con el rojo del polvo o el negro de las algas de la nieve, y también con el color jade de las algas del hielo o el azul frío del hielo puro. En algunos lugares grandes tormentas de polvo habían dejado caer su carga, y después el viento había formado con los detritos pequeños campos de dunas semejantes a las de la antigua Vastitas. En otros, el hielo arrastrado por las corrientes había embestido los arrecifes de los bordes de los cráteres y había creado crestas circulares de presión. O bien el hielo de corrientes opuestas había chocado y se había unido en crestas rectas que recordaban el lomo de un dragón.
Las aguas eran negras o de los diferentes colores púrpura del cielo, y abundantes (bolsas, pasadizos, fisuras…), tal vez un tercio de la superficie total del mar. Aún más comunes eran los lagos de deshielo sobre la superficie del hielo, de aguas blancas y del color del cielo, que unas veces relumbraban con tonos violeta y otras mostraban colores diferenciados; sí, otra versión del verde y el blanco, el mundo superpuesto, dos en uno. Como siempre, la alternancia de los colores lo turbaba y fascinaba por igual. El secreto del mundo.
Los rojos habían volado un buen número de las grandes plataformas de perforación de Vastitas: ruinas ennegrecidas sobre el hielo blanco. Los verdes se habían hecho cargo de la defensa de otras, y las utilizaban ahora para derretir el hielo: al este de estas plataformas se extendían grandes bolsas líquidas, y las aguas humeaban como si las nubes brotaran de un cielo submarino.
En las nubes, en el viento. La orilla meridional del mar boreal era una sucesión de golfos y promontorios, bahías y penínsulas, fiordos y cabos, farallones y archipiélagos bajos. Nirgal la siguió durante días, aterrizando al caer la tarde en los nuevos y diminutos asentamientos costeros. Vio cráteres-isla con interiores más bajos que el hielo y el agua que los circundaban; lugares donde el hielo parecía en recesión, bordeado por unas playas negras surcadas por líneas paralelas que atravesaban los desiguales montones de hielo y roca. ¿Quedarían aquellas playas de nuevo bajo las aguas o por el contrario se ensancharían? Nadie en aquellas ciudades ribereñas lo sabía, nadie sabía dónde se estabilizaría la línea de costa. Los asentamientos se habían construido de manera que pudieran trasladarse con prontitud y unos pólders protegidos por diques revelaban que se estaba investigando el grado de fertilidad de las tierras que habían quedado al descubierto. Bordeando el hielo blanco, bancales verdes.
Pasó sobre una península baja al norte de Utopía que se extendía desde el Gran Acantilado hasta la isla polar boreal, la única interrupción en el océano que abrazaba el mundo. El Estrecho de Boone, un gran asentamiento situado en esas tierras bajas, estaba a medias cubierto por una tienda, a medias al aire libre, y sus habitantes se ocupaban en abrir un canal a través de la península.
Soplaba viento del norte y Nirgal lo siguió. El cierzo murmuraba, resoplaba, se lamentaba, algunos días aullaba. En el mar, a ambos lados de la península, había plataformas de icebergs tabulares. Unas altas montañas de hielo de color jade atravesaban esas láminas blancas. Nadie vivía allí, pero Nirgal ya había dejado de buscar; se había rendido, desesperado, y flotaba en el viento como una semilla de diente de león: ora sobre el blanco mar de hielo quebrado, ora sobre las aguas purpúreas surcadas por olas que brillaban al sol. De pronto la península se ensanchó y se convirtió en la isla polar, una superficie blanca y desigual en medio del mar helado. No quedaba ni rastro de las primitivas espirales de los valles de deshielo. Ese mundo había desaparecido.
Sobre el otro lado del mundo y el mar del Norte, sobre la isla Oreas, en el flanco oriental de Elysium, de nuevo sobre Cimmeria. Flotaba como una semilla. Algunos días el mundo se volvía blanco y negro: icebergs en el mar que miraban al sol, cisnes de la tundra contra el fondo negro de los acantilados, negros araos volando sobre el hielo, gansos de las nieves. Y nada más.
Vagando incesantemente. Sobrevoló la zona norte del mundo dos o tres veces, observando aquellos parajes, el hielo, los cambios que se estaban produciendo en todas partes, los pequeños asentamientos acurrucados bajo sus tiendas o desafiando los gélidos vientos. Pero nada de lo que viera en el mundo haría desaparecer la pena.
Cierto día llegó a una nueva ciudad portuaria situada a la entrada del estrecho fiordo de Mawrth Vallis y descubrió que Rachel y Tiu, sus compañeros de guardería de Zigoto, vivían allí. Los abrazó y durante la cena y después no dejó de mirar aquellos rostros tan familiares con intenso placer. Hiroko había muerto pero le quedaban sus hermanos y hermanas, prueba de que su infancia había sido real, y era algo. Y a pesar de los años transcurridos conservaban el aspecto de la infancia, no habían sufrido grandes cambios. Rachel y Nirgal habían sido amigos; de niños ella estaba colada por él y se habían besado muchas veces en los baños; recordó con un estremecimiento la ocasión en que ella le había besado una oreja mientras Jackie le besaba la otra. Y, aunque casi lo había olvidado, había perdido la virginidad con ella, una tarde en los baños, poco antes de que Jackie lo llevara a las dunas del lago. Sí, una tarde, casi por accidente, cuando el besuqueo de pronto se había tornado ansioso y exploratorio, como si sus cuerpos se movieran con independencia de la voluntad.
Rachel lo miraba con cariño: una mujer de su misma edad, con el rostro surcado por las líneas de su sonrisa, alegre e intrépida. Seguramente ella recordaba con la misma vaguedad aquel primer encuentro; era difícil precisar cuánto de la extraña infancia que habían compartido recordaban sus hermanos. Siempre se había mostrado amistosa con él, como ahora. Nirgal le habló de sus vuelos alrededor del mundo, llevado por los vientos, de los lentos descensos, luchando contra la fuerza ascensional del dirigible, a los pequeños poblados para preguntar por Hiroko.
Rachel meneó la cabeza y sonrió con ironía.
—Si está en algún sitio, allí estará. Pero puedes pasarte una eternidad buscándola.
Nirgal exhaló un suspiro atribulado y ella se echó a reír y le revolvió los cabellos.
—No la busques.
Esa tarde fue a pasear por la playa, ligeramente por encima de la devastada orilla sembrada de icebergs. Sentía la necesidad física de pasear, de correr. Volar era demasiado fácil, era disociarse del mundo: las cosas se veían lejanas y pequeñas, de nuevo miraba por el extremo indebido del telescopio. Necesitaba caminar.
Pero siguió volando, aunque empezó a mirar hacia abajo con más atención. Brezo, páramos, praderas que bordeaban los cursos de agua. Un riachuelo que caía en el mar después de un breve salto, otro que cruzaba una playa. En algunos sitios habían plantado bosques para tratar de frenar las tormentas de polvo que aún padecían, pero los árboles de los bosques eran jóvenes todavía. Hiroko sabría resolverlo. No la busques. Mira la tierra.
Regresó a Sabishii. Aún quedaba mucho trabajo pendiente allí: hacer desaparecer los edificios calcinados y levantar otros nuevos. Algunas cooperativas aceptaban nuevos miembros. Una de ellas intervenía en la reconstrucción pero también fabricaba dirigibles y otras aeronaves, incluso unos trajes de pájaro experimentales. Se unió a esta cooperativa.
Dejó el dirigible con ellos y empezó a correr largas distancias en los páramos que se extendían al este de Sabishii. Había recorrido aquellas tierras altas durante sus años de estudiante y muchos de los senderos en las crestas aún le eran familiares; más allá, territorio desconocido. Tierras altas con la vida propia del páramo. Aquí y allá en aquel terreno irregular, las piedras kami se erguían como centinelas.
Una tarde que corría por una cresta desconocida, miró abajo y descubrió una cuenca poco profunda que por el oeste se abría a una zona más baja. Parecía un circo glaciar, aunque era más probable que se tratara de un cráter erosionado con una brecha en el borde que lo convertía en una cresta en herradura. Tenía alrededor de un kilómetro de anchura, una de las numerosas arrugas del Macizo de Tyrrhena. Desde la cresta circundante se alcanzaban a ver los horizontes lejanos y el suelo irregular de la cuenca.
Le resultaba familiar. Tal vez la había visitado en alguna de las excursiones nocturnas de sus años de estudiante. Bajó despacio hasta alcanzarla, pero le pareció seguir en lo alto del macizo, tal vez por la limpidez e intensidad del índigo del cielo o la amplia vista que ofrecía la abertura en el lado oeste. Las nubes pasaban raudas sobre su cabeza, como grandes icebergs redondeados, y dejaban caer una nieve seca y granulada que el fuerte viento engastaba en las grietas. Sobre la cresta, cerca del punto noroccidental de la herradura, había una roca que parecía una cabaña de piedra apoyada en cuatro puntos, un dolmen erosionado hasta transformarse en un liso diente antiguo bajo el cielo de lapislázuli.
Nirgal regresó a la ciudad e hizo algunas averiguaciones. Según los mapas y documentos del Consejo de Areografía y Ecopoesis del Macizo de Tyrrhena, la cuenca no recibía cuidados. Su interés los complació.
—Las cuencas altas son ásperas —le explicaron—. Pocas cosas medran. Sería un proyecto a largo plazo.
—Muy bien.
—Tendrá que cultivar el alimento en invernaderos. Sin embargo, una vez que consiga suelo suficiente, las patatas…
Nirgal asintió.
Le pidieron que pasara por Dingboche, la aldea más cercana a la cuenca, y se asegurara de que nadie tenía planes para ella.
De modo que volvió a subir, en una pequeña caravana con Tariki, Rachel y Tiu y otros amigos que lo acompañaban para ayudar. Encontraron Dingboche, en un pequeño wadi en el que habían empezado a cultivar sobre todo patatas, por el momento con magros resultados.
Había caído una tormenta de nieve y los campos eran rectángulos blancos divididos por oscuros muros bajos de piedras apiladas. Por los campos se veían diseminadas algunas casas chatas y alargadas con tejados de lámina de roca y gruesas chimeneas cuadradas, y en el extremo superior de la aldea se apiñaban otras. La construcción más grande era una casa de té de dos plantas que tenía una amplia sala provista de colchones para los visitantes.
En Dingboche, como en la mayor parte de las tierras altas del sur, predominaba aún la economía de regalo, y Nirgal y sus acompañantes se vieron abrumados por el despilfarro cuando se quedaron a pasar la noche. Los lugareños se alegraron cuando él les preguntó por la cuenca alta, que llamaban indistintamente «la pequeña herradura» o «la mano de arriba».
—Necesita cuidados —dijeron, y se ofrecieron a ayudarle a instalarse. Así pues, la pequeña caravana subió al alto circo y descargó un montón de herramientas en la cresta, cerca de la roca-casa, y se quedó lo suficiente para despejar un pequeño trozo de terreno; las piedras que sacaron las utilizaron para levantar un muro alrededor. Dos hombres con experiencia en la construcción lo ayudaron a hacer las primeras incisiones en la cresta. Durante ese ruidoso taladreo algunos dingbochanos tallaron en la cara externa de la roca la inscripción Om Mani Padme Hum en caracteres sánscritos, como la que se veía en innumerables piedras mani en el Himalaya y ahora en las tierras altas del sur. Lo hicieron picando la roca alrededor de las gruesas letras cursivas, de manera que éstas destacaban en alto relieve sobre un fondo más basto y claro. En cuanto al diente de piedra, con el tiempo excavaría en él cuatro habitaciones; tendría ventanas de tres hojas y paneles solares que le proveerían la energía necesaria. Acumularía agua de deshielo en un tanque situado más arriba en la cresta, y construiría un cuarto de aseo con lo necesario para tratar los residuos y convertirlos en abono.
Luego se marcharon y Nirgal tuvo la cuenca para él solo.
Durante muchos días no hizo sino pasear y mirar. Sólo una pequeña parte de la cuenca sería su granja, con parcelas valladas con bajos muros de piedra y un invernadero para procurarse las verduras. Y una industria casera; no sabía aún en qué consistiría. No sería autosuficiente, pero al menos se habría asentado. Un proyecto.
Y estaría en aquella cuenca. Un pequeño canal discurría ya por la abertura occidental, como sugiriendo una línea de agua. La ahuecada mano de roca poseía un microclima, inclinada hacia el sol, bastante resguardada de los vientos. Nirgal sería un ecopoeta.
Primero tenía que conocer la tierra. Con eso como proyecto era sorprendente lo ajetreado que acababa siendo el día: había un sinfín de cosas por hacer, pero sin estructura, sin horario, sin prisas ni consultas. Y todos los días, en las últimas horas de las tardes estivales, paseaba por la cresta e inspeccionaba la cuenca en la luz menguante. Los líquenes y demás pobladores primitivos ya la habían colonizado; los fellfields llenaban las oquedades y había pequeños mosaicos de suelo ártico en las zonas soleadas, montículos de musgo verde sobre el suelo rojo, que no alcanzaba el centímetro de grosor. La nieve fundida discurría en numerosos arroyuelos, se estancaba, se precipitaba por un terreno escalonado, con diminutos oasis de diatomeas, y saltaba a la cuenca para unirse al wadi de grava en el portal que se abría a las tierras inferiores, una futura pradera llana detrás de lo que quedaba del borde. Unas nervaduras actuaban como presas naturales, y después de meditarlo, Nirgal transportó algunos ventifacts y los ensambló en la base de tal manera que la unión de las facetas destacaba la altura de las nervaduras. Las aguas de deshielo formarían estanques de riberas musgosas en las praderas. Los páramos situados al este de Sabishii tenían el aspecto que él pretendía para la cuenca, e intercambió impresiones con los ecopoetas que vivían en ellos sobre especies compatibles, tasas de crecimiento, preparación de suelos, etcétera. Empezó a perfilar su visión particular de la cuenca, pero en el segundo marzo llegó el otoño y el año avanzó hacia el afelio, y Nirgal comprendió que buena parte de la labor de formación del paisaje sería realizada por el viento y el invierno. Avanzaba por los campos arrojando semillas y esporas que sacaba de bolsas o cubetas de cultivo sujetas al cinto, como una figura de Van Gogh o del Viejo Testamento, una sensación extraña que combinaba el poder y la impotencia, la acción y el destino. Encargó mantillo para los campos y lo distribuyó en una fina cubierta, y trajo también gusanos de la granja universitaria de Sabishii. Gusanos en un bote, así llamaba Coyote a la gente de las ciudades; observando la masa de tubos desnudos y húmedos que se retorcían, Nirgal se estremeció. Liberó los gusanos en las nuevas parcelas. Ve, pequeño gusano, prospera en la tierra. Él mismo, recorriendo los sembrados en las mañanas soleadas, después de una ducha, no era más que una serie articulada de tubos desnudos y húmedos. Gusanos sensibles, en botes o en la tierra.
Después de los gusanos vendrían los topos y los campañoles. Luego, ratones, conejos de la nieve, armiños y marmotas. Tal vez entonces alguno de los felinos de las nieves que merodeaban por los páramos visitaría la cuenca, o los zorros. La altitud era considerable, pero esperaban conseguir una presión de cuatrocientos milibares, un cuarenta por ciento de los cuales serían de oxígeno. De hecho, ya casi lo habían conseguido. Las condiciones eran similares a las del Himalaya y presumiblemente toda la fauna y flora terrestres de alta montaña podrían prosperar allí, además de las nuevas variedades genéticamente diseñadas. Y con tantos ecopoetas cuidando pequeñas parcelas de las tierras altas el problema quedaría reducido a preparar el terreno introduciendo el ecosistema básico deseado, y luego mantenerlo y vigilar qué venía con el viento o llegaba por su propio pie o volando. Esas llegadas inesperadas podían suponer un problema, y se discutía mucho sobre biología de invasión y gestión integrada de microclima. Descubrir las relaciones entre un lugar determinado y la región en la que se encontraba era parte fundamental del proceso progresivo de la ecopoesis.
Nirgal se interesó todavía más en la cuestión de la dispersión la primavera siguiente, en el primer noviembre, cuando las nieves se derritieron y entre el lodo de las llanas terrazas de la cara norte de la cuenca aparecieron ramitos de Heuchera nivalis. Él no la había plantado, ni siquiera conocía su existencia, pues de hecho no pudo identificarla hasta que su vecino Yoshi lo visitó y se lo dijo. Yoshi opinó además que debía de haber venido en el viento, pues abundaba en el Cráter Escalante, al norte, y en la dispersión le había tocado a él.
Dispersión alterna, dispersión por propagación, dispersión por las corrientes; las tres eran comunes en Marte. Los musgos y bacterias se propagaban; las plantas hidrófilas se dispersaban con las corrientes siguiendo las márgenes de los glaciares y las nuevas líneas costeras; y el liquen y otras plantas se valían de los fuertes vientos para saltar de unos lugares a otros. La dispersión humana procedía del mismo modo, observó Yoshi mientras recorrían la cuenca discutiendo el concepto: por propagación a través de Europa, Asia y África, siguiendo las corrientes en las Américas y las costas australianas, y saltando a las islas del Pacífico (o a Marte). Era propio de las especies altamente adaptables. El Macizo de Tyrrhena recibía los alisios estivales y los vientos del oeste, de manera que en los dos flancos del macizo había precipitaciones, en ningún lugar más de veinte centímetros anuales, que en la Tierra lo habría convertido en un desierto, pero que en el hemisferio meridional de Marte constituía una isla lluviosa. En cierto modo era también una cuenca de captación de dispersiones, propensa a las invasiones.
Así pues, tierra alta, árida y rocosa, espolvoreada de nieve en las zonas umbrías, sombras teñidas de blanco. Escasos signos de vida excepto en las cuencas, donde los ecopoetas ayudaban a las pequeñas poblaciones. Las nubes venían del oeste en invierno, del este en verano. Las estaciones del hemisferio sur estaban reforzadas por el ciclo afelio-perihelio, y por tanto eran verdaderas estaciones, y los inviernos en Tyrrhena eran muy crudos.
Nirgal recorría la cuenca tras una tormenta para ver qué había traído el viento. Por lo general sólo era polvo helado, pero una vez encontró unos brotes de valeriana griega de color azul pálido entre las grietas de una roca. Consultó sus libros de botánica para ver qué interacción se produciría. El diez por ciento de las especies introducidas sobrevivía, y el diez por ciento de éstas se convertían en plagas; ésa era la regla diez-diez de la invasión biológica, le dijo Yoshi, la primera regla de la disciplina.
—Por supuesto, diez significa entre cinco y veinte. —Una vez Nirgal desarraigó uno de esos visitantes primaverales, hierba común, temiendo que acabara con todo lo demás. Hizo lo mismo con el cardo de la tundra. En otra ocasión el viento otoñal dejó caer una pesada carga de polvo. Eran insignificantes comparadas con las viejas tormentas estivales del sur, pero de cuando en cuando un viento fuerte arrancaba el suelo desértico y el polvo volaba. La atmósfera se espesaba con rapidez, una media de quince milibares anuales, los vientos ganaban fuerza y aumentaba la probabilidad de que arrancaran gruesas capas de suelo. El polvo se depositaba en una fina película, a menudo con un alto contenido de nitratos, un fertilizante que las próximas lluvias infiltrarían en el suelo.
Nirgal compró su participación en la cooperativa de construcción que había elegido y bajaba a menudo a trabajar en los edificios de la ciudad. En la cuenca montaba y probaba dirigibles-planeador monoplazas. Su pequeño taller tenía paredes de piedras apiladas y un techo de tejas de arenisca. Esos trabajos, los cultivos del invernadero, el bancal de patatas y la ecopoesis de la cuenca colmaban sus días.
Volaba en los dirigibles terminados hasta Sabishii y pasaba unos días en el pequeño estudio del ático de la casa reconstruida de su antiguo profesor Tariki, en la vieja ciudad, entre ancianos issei que guardaban una gran semejanza física y mental con Hiroko. Art y Nadia también vivían allí, con su hija Nikki, además de Vijjika, Reull y Annette, viejos amigos de sus años de estudiante. Y estaba la universidad, ya no la Universidad de Marte, sino simplemente la Universidad de Sabishii, una pequeña escuela que seguía el modelo amorfo de los años del demimonde, y por eso los estudiantes más ambiciosos iban a Elysium, Sheffield o Cairo. Sólo quienes se sentían fascinados por la mística de aquellos años o se interesaban por las enseñanzas de uno de los profesores issei iban a Sabishii.
Tanta gente y actividades le hacían sentirse como un extraño, casi incómodo en su propio hogar. Trabajaba largos días como yesero y obrero no especializado en las distintas obras de su cooperativa en la ciudad, comía en quioscos de arroz y pubs, dormía en el desván del garaje de Tariki y esperaba con anhelo el regreso a la cuenca.
Cierta noche volvía a casa ya tarde, adormecido, cuando pasó junto a un hombre dormido en un banco del parque: era Coyote.
Se detuvo y lo observó largamente. Algunas noches oía el aullido de los coyotes en la cuenca. Aquél era su padre. Recordó los días en que buscaba a Hiroko sin saber dónde buscarla. En cambio, allí estaba su padre, dormido en un banco del parque. Nirgal podía llamarlo en cualquier momento, y siempre le respondía aquella sonrisa quebrada y radiante, la encarnación de Trinidad. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero sacudió la cabeza y se dominó. Un viejo tendido en un banco; se veían con cierta frecuencia. Muchos issei que se habían radicado en las tierras del interior cuando venían a la ciudad dormían en los parques.
Nirgal se sentó en el banco, junto a la cabeza de trenzas rasta canosas y desaseadas de su padre; parecía un borracho. Se quedó allí sentado, contemplando los tilos del parque. Era una noche serena y las estrellas titilaban entre las hojas.
Coyote se movió, torció la cabeza y levantó la vista.
—¿Quién anda ahí?
—¡Eh! —dijo Nirgal.
—¡Eh! —exclamó Coyote, y se incorporó restregándose los ojos—. Hombre, Nirgal, me has asustado.
—Lo siento. Pasaba por aquí y te vi. ¿Qué haces?
—Dormir.
—Ja, ja.
—Bueno, por lo que sé, estaba durmiendo.
—Coyote, ¿tienes un hogar?
—Caramba, pues no.
—¿Y eso te inquieta?
—No. —Coyote le dedicó una vaga sonrisa.— Soy como decía ese espantoso programa de vídeo: «El mundo es mi hogar».
Nirgal meneó la cabeza y no dijo nada. Coyote se extrañó de que no riera y lo miró largamente con los párpados entornados, respirando acompasadamente.
—Mi buen muchacho —dijo al fin, soñoliento. La ciudad estaba silenciosa y Coyote murmuraba como si estuviese a punto de quedarse dormido—. ¿Qué hace el héroe cuando el cuento ha terminado? Saltar a la cascada, dejarse arrastrar por la corriente.
—¿Qué…?
Coyote abrió los ojos y se inclinó hacia Nirgal.
—¿Recuerdas cuando llevamos a Sax a Tharsis Tholus y no te moviste de su lado, y después dijeron que lo habías devuelto a la vida? Esa clase de cosas… —Sacudió la cabeza.— Bueno, sólo es un cuento. ¿Por qué preocuparse por un cuento cuando de todas maneras no te pertenece? Lo que haces ahora es mejor. Puedes dejar atrás los mitos y sentarte en un parque por la noche como una persona corriente. Ir adonde te apetezca.
Nirgal asintió, inseguro.
—Lo que me gusta —dijo Coyote con voz soñolienta— es ir a las terrazas y beber kava y observar las caras. Pasear por las calles y mirar las caras. Me gustan los rostros femeninos, son tan hermosos. Y algunos son tan… tan… no sé. Me encanta mirarlos. —Se estaba quedando dormido.— Encontrarás una manera de vivir propia.
Entre quienes lo visitaban con frecuencia se contaban Sax, Coyote y Art, Nadia y Nikki, que cada año estaba más alta. Ya era más alta que Nadia y parecía mirarla como a una niñera o una bisabuela, casi como la miraba Nirgal en Zigoto. Nikki había heredado el sentido del humor de Art, y éste parecía alentarla: se confabulaban contra Nadia y la miraban con un placer radiante que Nirgal nunca había visto en adultos. Una vez los encontró sentados en el muro de piedra que bordeaba su bancal de patatas, riendo inconteniblemente de algo que Art había dicho, y aunque se unió a la risa sintió una punzada de dolor: sus viejos amigos estaban casados y tenían una hija, vivían según aquella antigua costumbre. Frente a eso, su comunión con la tierra no parecía tan sustancial después de todo. ¿Pero qué podía hacer? Muy pocos en aquel mundo tenían la suerte de encontrar un compañero; se necesitaba una suerte increíble para que sucediera, y luego tener la sensatez de reconocerlo y el valor de actuar. Pocos conseguían que la cosa durara. El resto tenía que arreglárselas como podía.
Vivía en su cuenca, cultivaba buena parte de su alimento y trabajaba en proyectos de la cooperativa para pagar el resto. Volaba hasta Sabishii una vez al mes con un nuevo avión, disfrutaba de su estancia de una o dos semanas y regresaba a casa. Art, Nadia y Sax lo visitaban a menudo, y con menor frecuencia Maya y Michel, o Spencer, que vivían en Odessa, o Zeyk y Nazik, que le traían noticias de Cairo y Mángala que él intentaba no escuchar. Cuando se iban salía a la cresta arqueada, se sentaba en uno de sus bancos de roca y contemplaba las praderas del talud, se concentraba en lo que tenia, en aquel mundo de los sentidos, roca, liquen y Selene acaulis.
La cuenca se desarrollaba. Había topos en las praderas y marmotas en la pendiente. Al fin de los largos inviernos las marmotas salían de la hibernación prematuramente, y hambrientas, pues su reloj interno seguía sintonizado con la Tierra. Nirgal les dejaba alimento en la nieve y las veía comer desde las ventanas altas de la casa. Necesitaban ayuda para resistir los largos inviernos y llegar a la primavera. Las criaturas consideraban la casa como una fuente de comida y calor, y dos familias de marmotas vivían muy cerca y emitían su silbido de advertencia cuando alguien se aproximaba. Cierto día le avisaron de la llegada de miembros del comité de Tyrrhena para la introducción de nuevas especies, que le pidieron una lista y un censo aproximado de las de la cuenca. Estaban preparando una lista de «habitantes nativos» locales, que una vez completada les permitiría decidir con rapidez sobre cualquier introducción de especies de propagación rápida. Nirgal colaboró gustosamente, como parecían haber hecho el resto de los ecopoetas del macizo; como isla de precipitaciones, a centenares de kilómetros de las más cercanas, estaban desarrollando una mezcla específica de flora y fauna de alta montaña, y existía una tendencia creciente a considerarla como «natural» en Tyrrhena, sólo alterable de común acuerdo.
Los del comité se marcharon y, con una sensación de extrañeza, Nirgal se sentó junto a sus marmotas.
—Bien —les dijo—, ahora somos indígenas.
Era feliz en su cuenca, por encima del mundo y sus preocupaciones. En la primavera las plantas nuevas brotaban de la nada y a algunas las recibía con una palada de abono vegetal, mientras que a otras las arrancaba y las convertía en abono. Los verdes primaverales eran muy distintos de otros verdes: jades y limas vivos y luminosos en las yemas, briznas de hierba esmeralda, ortigas azuladas, hojas rojizas. Y más tarde las flores, ese tremendo despilfarro de energía de la planta, la pulsión de la supervivencia, el impulso reproductor en derredor… A veces, cuando Nadia y Nikki regresaban de sus paseos con pequeños ramilletes en sus grandes manos, a Nirgal le parecía que el mundo tenía sentido. Las miraba y pensaba en los niños, y lo invadía un ansia impetuosa insólita en él.
Al parecer era un sentimiento generalizado. La primavera duraba ciento cuarenta y tres días en el hemisferio sur, y nacía en lo más crudo del invierno del afelio. A medida que la primavera avanzaba, se sucedían las floraciones, primero las tempranas, como la promesa de primavera o la hepática de la nieve, luego el phlox y el brezo, la saxífraga y el ruibarbo tibetano, la selene acaulis, el aciano y la edelweiss, y así hasta que en cada milímetro del manto verde de la rocosa palma de la cuenca pululaban brillantes puntos de azul ciánico, rosados intensos, amarillo, blanco…, y los colores se agitaban dispuestos en capas cuya altura revelaba la identidad de las plantas, y resplandecían en la oscuridad como gotas de luz, como sí todos aquellos puntos de color grabasen en el aire el relieve de la cuenca, un Marte puntillista. Estaba de pie en aquella mano de roca que vertía la nieve derretida por el pliegue de la línea de la vida hacia el ancho y lejano mundo inferior, vasto y brumoso, que se vislumbraba al oeste bajo el sol del ocaso.
Una límpida mañana Jackie apareció en la pantalla de la IA y anunció que estaba en la pista de Odessa a Libia y quería hacerle una visita. Nirgal accedió antes de pararse a pensarlo.
Bajó por el sendero que corría paralelo al arroyo de deshielo para recibirla. Una pequeña cuenca alta… había miles de cráteres como ése en el sur. Huellas de pequeños y antiquísimos impactos. No había nada extraordinario en ellos. Recordó Mesa Brillante, los formidables amarillos del alba.
Llegaron en tres coches, conduciendo como locos. Jackie guiaba el primero, Antar, el segundo. Reían estrepitosamente cuando se apearon y a Antar no pareció importarle haber perdido la carrera. Los acompañaba un grupo de jóvenes árabes, y para su sorpresa Jackie y Antar parecían tener la misma edad que los demás. Hacía mucho tiempo que no los veía, pero no habían cambiado nada. Los tratamientos; la sabiduría popular aconsejaba empezar pronto y recibirlos a menudo, para asegurarse eterna juventud y frenar cualquiera de las raras enfermedades que aún los mataban de cuando en cuando. Tal vez hasta frenarían la muerte. Pronto y a menudo. Parecían estar en los quince, pero Jackie era un año mayor que Nirgal y él ya tenía casi treinta y tres años marcianos, aunque se sentía más viejo. Mirando aquellos rostros risueños pensó que tendría que someterse al tratamiento algún día.
Pasearon, pisotearon la hierba y manifestaron su admiración por las flores, y cuantas más exclamaciones proferían, más pequeña parecía la cuenca. Hacia el final de la visita Jackie se lo llevó aparte y le habló con gravedad.
—Nirgal, tenemos problemas para contener la afluencia de terranos —le dijo—. Envían casi un millón anual, justo lo que, en tu opinión, nunca podrían hacer. Y los recién llegados ya no se unen a Marte Libre como antes, sino que siguen apoyando a los gobiernos de sus países. Marte no los cambia con la suficiente rapidez, y si esto continúa la idea de Marte Libre acabará por ser un chiste. A veces me pregunto si no cometimos un error al no derribar el cable.
Frunció el entrecejo y veinte años se añadieron a su rostro. Nirgal reprimió un ligero estremecimiento.
—Ayudaría que no te escondieras aquí —exclamó ella, de pronto furiosa, con un ademán desdeñoso que abarcó la cuenca—. Necesitamos la ayuda de todos. La gente aún te recuerda, pero dentro de unos años…
De modo que sólo tenía que esperar unos años, pensó Nirgal. La miró con atención. Era hermosa, sí, pero la belleza era una cuestión de espíritu, inteligencia, vivacidad, empatia. Por tanto, al mismo tiempo que ganaba belleza, la perdía. Otra misteriosa superposición, y una más de las fibras sensibles del dolor que ella le causaba. Pero Nirgal no se sentía orgulloso de ser tan vulnerable a Jackie, no de ese modo.
—En verdad no podemos ayudarlos acogiendo más emigrantes — añadió ella—. Te equivocabas cuando lo dijiste en la Tierra, y ellos lo saben, lo ven con más claridad que nosotros, no cabe duda. Pero siguen enviando gente. ¿Y sabes por qué? Sólo para estropear las cosas aquí, para asegurarse de que no haya ningún sitio donde la gente actúe con sensatez. Ésa es la única razón.
Nirgal se encogió de hombros. No sabía qué decir; probablemente había algo de verdad en los argumentos de ella, pero era sólo una de las múltiples razones que impulsaban a la gente a venir; no había motivo para atribuirle una especial importancia.
—Así que no tienes intención de regresar —dijo ella al fin—. No te importa nada.
Nirgal meneó la cabeza. ¿Cómo explicarle que a ella no le interesaba Marte, sino su propio poder? No sería él quien se lo dijera, porque no le creería. Y tal vez sólo fuera cierto para él.
Bruscamente Jackie renunció a intentar alcanzarlo. Una regia mirada a Antar y éste reunió a la camarilla en los vehículos. Una última mirada inquisitiva, un beso en la boca, como una descarga eléctrica —sin duda para molestar a Antar, o a él, o a los dos—, y se marchó.
Pasó aquella tarde y el día siguiente paseando, se sentó en piedras chatas y observó los pequeños arroyos que saltaban entre las peñas colina abajo. Recordó la rapidez antinatural con que caía el agua en la Tierra. Aquél era su hogar, conocido y amado, cada diada y cada mata de acaulis, incluso la velocidad del agua y sus figuras de plata brincando entre las piedras. El tacto del musgo. Los visitantes que recibía eran gentes para quienes Marte era una idea, un estado naciente, una situación política. Vivían en ciudades-tienda intercambiables con las de cualquier otro lugar, y su devoción, aunque real, estaba dirigida a alguna causa o idea, a un Marte imaginario. Y no le parecía mal. Pero lo que le importaba en ese momento era la tierra, los lugares en los que el agua discurría entre rocas de mil millones de años para alcanzar las porciones de musgo nuevo. Dejaría la política para los jóvenes, él ya había hecho su parte y no quería intervenir más. O al menos quería esperar a que Jackie desapareciera de la escena. El poder era como Hiroko después de todo, siempre se escabullía. De momento, tenía aquel anfiteatro.
Sin embargo, una mañana al alba, cuando salió a caminar, advirtió algo diferente. El cielo estaba despejado y mostraba su más puro púrpura, pero las agujas de un enebro estaban teñidas de amarillo, igual que el musgo y las hojas de las patatas.
Arrancó muestras de las hojas, tallos y agujas más amarillentos y las llevó al invernadero. Dos horas de trabajo con el microscopio y la IA no aclararon el misterio, y volvió a salir y tomó muestras de las raíces, y más agujas, hojas, briznas y flores. Aunque no era un día tórrido, la hierba parecía agostada.
Trabajó hasta avanzada la tarde, con el corazón en un puño, pero no descubrió nada. Ningún insecto, ningún agente patógeno. Las hojas de patata parecían las más afectadas. Esa noche llamó a Sax y le expuso la situación. Sax estaba de visita en la universidad de Sabishii, así que a la mañana siguiente subió a la cuenca en un pequeño rover, lo último salido de la cooperativa de Spencer.
—Hermoso —dijo después de apearse y echar una ojeada alrededor. Examinó las muestras de Nirgal—. Humm. Me pregunto qué será.
Había traído algún instrumental; lo descargaron, lo instalaron en la casa y se pusieron a trabajar. Al final del largo día dijo:
—No encuentro nada. Tendremos que llevar algunas muestras a Sabishii.
—¿No has encontrado nada?
—No hay patógenos, ni bacterias ni virus. —Se encogió de hombros.— Examinemos las patatas.
Salieron y desenterraron algunas. Patatas agrietadas, nudosas y alargadas.
—¿Qué les pasa? —exclamó Nirgal. Sax fruncía el entrecejo.
—Parece la enfermedad tubular.
—¿Cuál es la causa?
—Un viroide.
—¿Y eso qué es?
—Un fragmento desnudo de ARN. El agente infeccioso más pequeño que conocemos. Qué extraño.
—Ka. —Nirgal tenía un nudo en el estómago.— ¿Cómo llegó hasta aquí?
—En un parásito, probablemente, que ha infectado los pastos. Tenemos que averiguar qué es.
Reunieron las muestras y bajaron a Sabishii.
Nirgal se sentó en un futón en la sala de estar de Tariki profundamente angustiado, mientras Tariki y Sax discutían el caso después de la cena. Otros viroides procedentes de Tharsis se habían propagado rápidamente; al parecer habían conseguido romper el cordón sanitario del espacio y habían llegado a un mundo que no los conocía. Eran mucho más pequeños que los virus y bastante simples. Nada más que cadenas de ARN, dijo Tariki, de unos cincuenta nanometros de longitud, con un peso molecular de 130.000, mientras que el peso de los virus conocidos más pequeños era superior al millón. Eran tan diminutos que había que centrifugarlos a más de cien mil gravedades para separarlos de la suspensión.
Tariki les explicó que el viroide de la enfermedad tubular de la patata se conocía bien, señalando diferentes aspectos de los esquemas en la pantalla. Una cadena de trescientos cincuenta y nueve nucleótidos dispuestos en una única cadena cerrada rodeada por algunas secciones cortas de doble cadena. Viroides como aquél causaban infinidad de enfermedades en los vegetales, como la palidez del pepino, la atrofia del crisantemo, la mancha clorótica, el cadang-cadang, el exocortis de los cítricos. También se había identificado a los viroides como responsables de algunas enfermedades cerebrales en los animales, como el scrapie y el kuru, y la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob en los humanos. Los viroides utilizaban los enzimas del hospedador para reproducirse, y después se creía que se convertían en moléculas reguladoras en el núcleo de las células infectadas y alteraban principalmente la producción de la hormona del crecimiento.
El viroide invasor de la cuenca de Nirgal era una mutación del causante de la enfermedad tubular de la patata. Aún estaban identificándolo en los laboratorios de la universidad, pero la hierba enferma auguraba que encontrarían algo distinto, algo desconocido.
Nirgal se sintió enfermo. Los nombres de las enfermedades bastaban para ponerlo nervioso. Se miró las manos, que habían estado en contacto con aquellas plantas infectadas. A través de la piel, los viroides alcanzarían el cerebro y provocarían algún tipo de encefalopatía espongiforme, y excrecencias con forma de hongos le brotarían por todas partes.
—¿Se puede hacer algo para combatirlo? —preguntó. Sax y Tariki lo miraron.
—Primero —dijo Sax—, tendremos que averiguar qué es.
Pero no resultó tarea fácil. Unos días después Nirgal regresó a su cuenca. Allí al menos podría hacer algo; Sax le había sugerido que arrancara todas las patatas. Fue una labor larga y desagradable, una suerte de búsqueda del tesoro negativa, ya que sólo descubría patatas enfermas. Seguramente el viroide estaba en la tierra. Tal vez se viera obligado a abandonar los cultivos, e incluso la cuenca. Con mucha suerte, podría plantar otra cosa. Nadie había descubierto aún cómo se reproducían los viroides, y por las noticias que llegaban de Sabishii, aquél ni siquiera poseía las características de los que se conocían.
—Una cadena más corta —dijo Sax—. Es un nuevo viroide o algo semejante a los viroides, pero aún más pequeño. —En los laboratorios de Sabishii habían empezado a llamarlo «el vírido».
Una interminable semana después, Sax volvió a la cuenca.
—Podemos intentar eliminarlo físicamente —propuso mientras cenaban—. Y después plantar diferentes especies de plantas resistentes a los viroides. Es lo mejor que podemos hacer.
—Pero ¿funcionará?
—Las plantas susceptibles a la infección son muy específicas. Este virus es nuevo, pero si cambias los pastos y la variedad de patatas… podrías incluso alternar los sembrados… —Sax se encogió de hombros.
Nirgal comió con mejor apetito que los días previos. La sugerencia de una posible solución era un alivio. Bebió un poco de vino y se sintió aún mejor.
—Estas cosas son extrañas, ¿verdad? —dijo después de cenar, saboreando un coñac—. ¡Qué nos propondrá la vida!
—Si quieres llamarlo vida.
—Pues claro.
Sax no respondió.
—He estado estudiando las noticias de la red —dijo Nirgal—. Hay un montón de plagas. No había reparado en ello. Parásitos, virus…
—Sí. A veces temo que se declare una plaga global, algo que no podamos neutralizar.
—¡Ka! ¿Podría ocurrir?
—Se están produciendo invasiones de toda índole. Explosiones demográficas, extinciones repentinas. Por todas partes. Se alteran equilibrios cuya existencia ni siquiera sospechábamos. Hay demasiadas cosas que no comprendemos. —Y como siempre ese pensamiento le causaba un profundo malestar.
—Con el tiempo los biomas alcanzarán un equilibrio —dijo Nirgal.
—No estoy tan seguro de que exista.
—¿El equilibrio?
—Sí. Opino que es más una cuestión de… —Agitó las manos imitando a una gaviota.— Equilibrio discontinuo sin equilibrio.
—¿Cambio discontinuo?
—Cambio perpetuo, cambio trenzado, cambio ondulado.
—¿Como la recombinación en cascada?
—Tal vez.
—He oído decir que ésa es una matemática que sólo una docena de personas entienden de verdad.
Sax pareció sorprendido.
—Eso nunca es cierto. O por el contrario, es cierto para toda la matemática. Depende de lo que entiendas por comprender. Pero yo conozco algo de ella. Puedes utilizarla para construir modelos de algunas cosas, pero no para predecir. E ignoro cómo utilizarla para sugerir una reacción, de hecho no estoy seguro de que pueda utilizarse con ese propósito. —Habló durante un rato de los holones, un concepto creado por Vlad, unidades orgánicas que tenían subunidades y que eran a su vez subunidades de holones mayores, y cada nivel se combinaba para crear una unidad emergente, a todo lo largo de la gran cadena de la vida. Vlad había desarrollado descripciones matemáticas de esas emergencias, que se manifestaban de diferentes modos, con distintas familias de propiedades; de manera que si conseguían suficiente información sobre el comportamiento en un nivel de holones y en el inmediatamente superior, podrían intentar aplicar esas fórmulas matemáticas y ver qué tipo de emergencias surgían; y tal vez podrían encontrar maneras de interrumpirlas.— Ése es el mejor enfoque que podemos conseguir de cosas tan pequeñas.
Al día siguiente llamaron a los invernaderos de Xanthe y pidieron nuevos plantones, además de una nueva hierba con una cadena genética de origen himalayo. Cuando llegó el pedido Nirgal ya había arrancado todo el carrizo de la cuenca y buena parte del musgo. Ese trabajo lo ponía enfermo, no podía evitarlo; cierto día, al ver a una marmota preocupada parloteándole se sentó y se echó a llorar. Sax se había retirado a su silencio habitual, lo que empeoraba las cosas, pues a Nirgal siempre le recordaba a Simón y la muerte en general. Necesitaba a Maya o a algún otro portavoz valeroso y expresivo de la vida interior, de la angustia y la fortaleza; pero tenía a Sax, perdido en sus pensamientos, en un idiolecto privado que se mostraba reacio a traducir.
Plantaron las hierbas himalayas por toda la cuenca, siguiendo la tracería de venas de agua y hielo. Una helada severa les facilitó la labor, pues mató a las plantas infectadas más deprisa que a las sanas. Incineraron las plantas enfermas en un horno. La gente vino de las cuencas circundantes para ayudar, trayendo renuevos para plantar después.
Pasaron dos meses y la fuerza de la invasión remitió. Las plantas que quedaban parecían más resistentes y las nuevas no se infectaron ni murieron. La cuenca mostraba un aspecto otoñal, aunque estaban en mitad del verano, pero las muertes habían cesado. Las marmotas estaban flacas y parecían más preocupadas que nunca; eran una especie ansiosa. Y Nirgal comprendía por qué. La cuenca parecía desolada, pero el bioma sobreviviría. El viroide acabó por desaparecer. Había abandonado la cuenca tan misteriosamente como había llegado.
Sax meneó la cabeza.
—Si los viroides que atacan a los animales llegan a ser alguna vez más resistentes… —Suspiró.— Ojalá pudiera hablar con Hiroko.
—Dicen que anda por el polo norte —comentó Nirgal con tono agrio.
—Sí.
—Pero…
—No creo que esté allí. Y… no creo que ella quiera hablar conmigo. Pero sigo… sigo esperando.
—¿Que te llame? —dijo Nirgal sarcásticamente. Sax asintió.
Se quedaron mirando la llama de la lámpara, taciturnos. Hiroko, madre, amante… los había abandonado a los dos.
Pero la cuenca viviría. Cuando Sax se marchaba, Nirgal le dio un abrazo de oso, lo levantó y giró con él.
—Gracias —dijo.
—Ha sido un placer —contestó Sax—. Muy interesante.
—¿Qué harás ahora?
—Creo que hablaré con Ann. O lo intentaré.
—¡Ah! Buena suerte.
Sax inclinó la cabeza, como queriendo decir que la necesitaría. Luego puso en marcha el rover y saludó antes de agarrar el volante con las dos manos. Poco después desapareció tras la cresta.
Nirgal se dedicó de lleno a la dura tarea de restaurar la cuenca e hizo lo posible por proporcionarle mayor resistencia contra los agentes patógenos. Más diversidad, más de una carga de parásitos indígenas, desde los habitantes chasmoendolíticos de la roca hasta los insectos y microbios que flotaban en el aire. Un bioma más completo y resistente. Sus visitas a Sabishii eran raras. Reemplazó el suelo del bancal de patatas y plantó una especie diferente.
Sax y Spencer estaban de visita cuando se formó una gran tormenta de polvo en la región de Claritas, cerca de Senzeni Na, en la misma latitud pero en el otro lado del mundo. Durante dos días siguieron las informaciones del satélite meteorológico. Se desplazaba hacia el este, se acercaba, se acercaba. Pareció que pasaría al sur de la cuenca, pero en el último minuto viró al norte.
Sentados frente a las ventanas que miraban al sur la vieron llegar, una masa oscura que llenaba el cielo. El terror se apoderó de Nirgal como la electricidad estática que hacía gritar a Spencer cuando tocaba las cosas, aunque era infundado, pues ya había pasado por docenas de tormentas de polvo. No era más que un pavor residual derivado de la plaga del viroide. Y la habían superado.
Pero esta vez el día se volvió pardo y luego se oscureció hasta parecer noche, una noche color chocolate que aullaba sobre la casa y sacudía las ventanas.
—Los vientos han ganado tanta fuerza… —comentó Spencer con aire pensativo. El aullido fue perdiendo intensidad, aunque fuera todo seguía oscuro. Cuanto menos se escuchaba el viento, peor se sentía Nirgal. Al fin el aire quedó inmóvil, pero la náusea de Nirgal era tan vehemente que apenas pudo mantenerse en pie ante la ventana. Las tormentas de polvo a veces terminaban abruptamente, cuando el viento encontraba un viento contrario o un determinado relieve, y entonces dejaban caer su carga de partículas. En aquel momento llovía polvo; a través de las ventanas se veía un gris sucio, como si las cenizas estuvieran cubriendo el mundo. En los viejos tiempos, incluso las tormentas más grandes sólo habrían descargado unos pocos milímetros de partículas al final de su recorrido, murmuró Sax con malestar. Pero con una atmósfera más densa y vientos más poderosos, se levantaban grandes cantidades de polvo y arena, que si caían de golpe, como a veces ocurría, formaban mantos de un espesor mucho mayor.
En menos de una hora, todas las partículas excepto las más menudas se habían depositado en el suelo. La tarde era brumosa y sin viento, y en el aire parecía flotar un humo tenue. Contemplaron la cuenca cubierta por la capa de polvo.
Nirgal salió con la máscara, como siempre, y escarbó desesperadamente, con la pala primero y luego con las manos. Sax, que lo había seguido dando tumbos, le apoyó una mano en el hombro.
—No creo que se pueda hacer nada. —La capa de polvo tenía ya en algunos sitios un metro de espesor.
Con el tiempo, otros vientos se llevarían parte de ese polvo. La nieve caería sobre el que quedara, y cuando se derritiera el fango resultante correría por los aliviaderos y una nueva red fractal de canales, parecida a la original, se derramaría por la cuenca. El agua se llevaría el polvo y las partículas macizo abajo. Pero cuando eso sucediera, todos los animales y plantas de la cuenca ya habrían muerto.