DUODÉCIMA PARTE Pasa tan deprisa

Paseaban por los acantilados bajos que dominaban La Florentina. Había anochecido, el aire era fresco y las estrellas brillaban a millares en el firmamento. Caminaban por el sendero, contemplando las playas que se extendían a sus pies. El oscuro espejo de las aguas quietas reflejaba las estrellas, y la larga línea trazada por Pseudofobos al ponerse en oriente atraía la mirada hacia la oscura masa de tierra del otro lado de la bahía. Estoy preocupado, sí, muy preocupado, en verdad estoy asustado.

¿Por qué?

Se trata de Maya, de sus problemas mentales y emocionales. Están empeorando.

¿Cuáles son los síntomas?

Los mismos, sólo que agravados. No puede dormir por la noche y detesta su aspecto. Aún sigue con su ciclo maníaco-depresivo, pero está cambiando de un modo que no sabría precisar. Es como si no siempre pudiera recordar en qué estadio del ciclo se encuentra. Va rebotando. Y olvida cosas, demasiadas.

Eso nos ocurre a todos.

Lo sé. Pero Maya olvida cosas que yo creía esenciales para ella, y lo peor es que no parece importarle.

Me cuesta imaginarlo.

A mí también. Tal vez sólo sea que la parte depresiva de su ciclo anímico es la dominante ahora, pero hay días en que pierde toda afectividad.

¿Lo que tú llamas jamáis vu?

No, no exactamente, aunque también experimenta esos episodios. La verdad es que no sé qué es, pero estoy asustado. Padece jamáis vus semejantes a los síntomas precursores de una embolia, y presque vus durante los que parece a punto de recibir una importante revelación. Algo semejante sucede con frecuencia en las auras preepilépticas.

A mí me sucede.

Sí, supongo que nos ocurre a todos. A veces se tiene la sensación de que todo va a aclararse, y de pronto la sensación desaparece. Pero en el caso de Maya son particularmente intensas, como todo lo demás.

Es mejor que la ausencia de afectos.

Por supuesto. El presque vu no es tan angustioso, lo realmente malo es el deja vu, un estado que en el caso de Maya puede prolongarse una semana. Para ella es devastador, porque le quita al mundo algo sin lo cual no puede vivir.

Contingencia. Libre albedrío.

Quizá. Pero la suma de todos esos síntomas la hunde en una apatía casi catatónica. Trata de evitarlo apagando sus emociones, no sintiendo.

Dicen que uno de los trastornos más comunes de los issei es caer en un estado de temor.

En efecto, he leído sobre ello. Pérdida de la función afectiva, anomia, apatía. El tratamiento, el mismo que para la catatonía o la esquizofrenia, consiste en un cóctel de serotonina-dopamina, estimulantes límbicos y otras sustancias, pero la química cerebral es compleja. Debo admitir que, a veces con su cooperación y otras sin su conocimiento, la he medicado con todo lo que tenía a mano, y ha pasado tests… Tengo todo un dosier sobre su caso. He hecho cuanto he podido, puedo jurarlo.

No lo dudo.

Pero todo ha sido inútil, sigue empeorando. Oh, Sax… Se detuvo y se apoyó en el hombro de su amigo.

No podría soportar que se fuera. Siempre ha sido un espíritu ligero. Somos tierra y agua, fuego y aire, y el espíritu ligero de Maya ha estado siempre en el aire, cabalgando sobre sus tormentas, muy lejos de nosotros, ¿y no soporto verla caer de esta manera!

En fin….

Siguieron paseando.

Me alegro de que Fobos vuelva a estar ahí arriba. Sí, fue una buena idea.

En realidad fuiste tú quien me la sugirió.

¿Ah, sí? No lo recuerdo. Pues lo hiciste.

A sus pies el mar susurraba en las rocas.

Los cuatro elementos, tierra, agua, fuego y aire. Otro de tus recuerdos semánticos, ¿no?

Procede de los griegos.

¿Como los cuatro temperamentos?

Sí, Tales, el primer científico, planteo la hipótesis. Pero tú me dijiste que siempre había habido científicos, desde los tiempos de la sabana.

Y es cierto.

Sin embargo, los griegos siempre se han llevado la palma. No cabe duda de que fueron grandes pensadores, pero sólo eran un pequeño segmento de una línea ininterrumpida de científicos. Desde aquellos tiempos se ha avanzado algo más.

Lo sé.

Y parte de ese trabajo posterior podría servir para que ajustaras tus esquemas conceptuales. Podría enseñarte a enfocar las cosas de otro modo, incluso los problemas de Maya. Porque en vez de cuatro hay tal vez ciento veinte elementos, y seguramente también existen más de cuatro temperamentos. Y la naturaleza de esos elementos… en fin, todo se ha vuelto muy extraño después de los griegos. ¿Sabías que las partículas subatómicas tienen un atributo llamado spin que se mide sólo en múltiplos de un medio, y que si un objeto de nuestro mundo visible realiza un spin de trescientos sesenta grados, vuelve a su posición original? Verás, una partícula con spin 1/ 2, como un protón o un neutrón, tiene que rotar setecientos veinte grados para recuperar su configuración original.

¿Y eso qué significa?

Tiene que pasar por una doble rotación en relación con los objetos ordinarios para retornar a su estado de partida.

Bromeas.

No, no. Hace siglos que se sabe. La geometría del espacio es diferente para las partículas de spin 1/ 2, viven en un mundo diferente.

Así pues….

Mira, me parece muy interesante. Si utilizas modelos físicos para representar nuestros estados mentales y combinarlos en diferentes esquemas, quiza deberías tomar en consideración estos modelos físicos relativamente nuevos. Pensar en Maya como un protón, una partícula de spin 1/ 2 que vive en un mundo dos veces mayor que el nuestro.

Ah.

Y aún es más extraño. Verás, Michel, este mundo tiene diez dimensiones, diez. Las tres del macroespacio que percibimos, la del tiempo y seis microdimensiones compactadas alrededor de las partículas fundamentales de una manera que podemos describir matemáticamente lo que no podemos visualizar. Circunvoluciones y topologías, ametrías diferenciales, invisible pero real hasta el nivel último del espaciotiempo. Medítalo. Podría guiarte a sistemas de pensamiento nuevos, una vasta extensión de tu mente.

Me trae sin cuidado mi mente, sólo me importa Maya. Sí, ya lo sé.

Contemplaron las aguas en las que titilaban las estrellas y escucharon el suspiro del aire sobre ellos y el murmullo del mar abajo. El mundo era una vastedad salvaje y libre, oscura y misteriosa.

Al rato iniciaron el regreso.

Una vez tomé el tren de Da Vinci a Sheffield, y hubo no sé qué problema en la pista y nos detuvimos en la Colina Subterránea. Me apeé y paseé por el viejo parque de remolques, y sin proponérmelo, sólo mirando alrededor, empecé a recordar cosas.

Un fenómeno común.

Sí, eso tengo entendido. Pero me pregunto si no ayudaría a Maya hacer algo así. No tiene por qué ser la Colina Subterránea, pueden ser por ejemplo los lugares donde fue feliz, donde ambos fuisteis felices. Vivís en Sabishii, ¿por qué no os mudáis a Odessa?

No ha querido.

Tal vez Maya se equivoca. ¿Por qué no pruebas a vivir en Odessa y visitar de cuando en cuando la Colina Subterránea o Sheffield, Cairo, o incluso Nicosia, las ciudades polares del sur, Dorsa Brevia, una inmersión en Burroughs o un recorrido turístico en tren por la Cuenca de Hellas?

Regresar al lugar donde empezó nuestra historia, donde nos formamos, para bien o para mal, en la mañana del mundo, puede ayudarla a recomponerse. Puede ser lo que ella necesita.

Humm.

Regresaron al cráter tomados del brazo, siguiendo el sendero en sombras entre oscuros heléchos.

Bendito seas, Sax, bendito seas.


Las aguas de la bahía de Isidis eran del color de una clemátide y cabrilleaban a la luz del sol. El viento soplaba del norte y el yate de recreo cabeceó mientras salían del puerto de Dumartheray con rumbo noroeste. Un espléndido día de primavera, Ls 51, año marciano 79, 2181 A.D.

Sentada en la cubierta superior, Maya disfrutaba del aire marino y la lluvia solar. Era estupendo alejarse de la bruma y los desperdicios de la orilla y salir a mar abierto. El mar azul, indómito e inalterable, los mecía en sus brazos y los llevaba lejos de las cuitas terrenas. Habría podido vivir así eternamente.

Pero ése no era el propósito de la salida. A proa se abría una amplia zona de aguas revueltas, y el piloto redujo la velocidad. Las aguas bravas eran la cima de Double Decker Butte, ahora un arrecife señalado por una boya negra que resonaba con estrépito.

Otras boyas delimitaban esa ciudad sumergida y el barco se aproximó a la más cercana. No se veían más embarcaciones, ni ancladas ni navegando, como si estuviesen solos en el mundo. Michel se unió a ella en la cubierta y le apoyó una mano en el hombro. El piloto redujo aún más la velocidad mientras un marinero se asomaba por la proa, acercaba la boya con un gancho y amarraba, y luego paró el motor. La embarcación se meció levantando abanicos de espuma blanca con sonoros chasquidos. Habían anclado sobre Burroughs.

Maya bajó a la cabina y cambió sus ropas por un flexible traje de buceo de color naranja: el cuerpo y la capucha, las botas, el tanque y el casco, y por último los guantes. Había aprendido a bucear para esa ocasión, y todo era aún novedoso. Sin embargo, en cuanto bajó por el costado de la nave y se sumergió, las sensaciones le resultaron familiares, porque recordaban la ingravidez del espacio. Arrastrada por las pesas del cinturón, se hundió en las tinieblas, consciente del frío del agua, pero sin sentirlo en realidad. Empezó a nadar, alejándose del pequeño botón del sol. Descendía. Dejó atrás el borde de la mesa y sus hileras de ventanas plateadas y cobrizas, semejantes a extrusiones minerales o a los espejos unidireccionales de observadores de otra dimensión, se perdieron en las tinieblas, y continuó su veloz descenso como en sueños. Michel y otros dos buceadores la seguían a distancia, pero estaba tan oscuro que no podía verlos. Una barredera robótica que parecía un grueso armazón de cama le dejó atrás en su camino hacia las profundidades; los largos conos de cristalino fluido originados por sus potentes faros se convertían en un difuso cilindro que flotaba aquí y allá mientras la red descendía y se sacudía, golpeando ora las ventanas metálicas de una mesa lejana, ora el lodo oscuro de las azoteas del antiguo Niederdorf. El Canal Niederdorf tenia que estar cerca… Allí, el centelleo de unos dientes, las columnas Bareiss, que conservaban su blancura bajo el revestimiento de diamante, medio enterradas en arena y lodo negros. Detuvo el descenso con unos cuantos aletazos, apretó el botón que aligeraba su cinturón de lastre para estabilizarse y flotó sobre el canal como en el sueño del señor Scrooge; la red barredera era un fantasma navideño que iluminaba el mundo sumergido del pasado, la ciudad que tanto había amado. Unas súbitas punzadas de dolor la acometieron, aunque parecía embotada, incapaz de experimentar ninguna sensación. La extrañeza era excesiva y le costaba creer que aquello fuera Burroughs, su ciudad, ahora una Atlántida en el fondo de un mar marciano.

Irritada por la palidez de sus sentimientos, nadó sobre el parque del canal y las columnas de sal hacia el oeste; a la izquierda se perfilaba Hunt Mesa, donde ella y Michel habían vivido clandestinamente encima de un estudio de baile, y después la ancha y oscura pendiente del bulevar del Gran Acantilado. Delante tenía Princess Park, donde durante la segunda revolución había arengado a una gran muchedumbre. En ese tenebroso fondo había estado la tarima desde la que habían hablado ella y Nirgal. Todo eso, su vida entera, estaba muy lejos. Después habían rasgado la tienda y abandonado la ciudad, la inundaron y no miraron atrás. Sí, Michel tenía razón, aquella inmersión ilustraba perfectamente los turbios procesos de la memoria, y tal vez le resultase útil. No obstante, su entumecimiento la hacía dudar. Sí, la ciudad estaba sumergida, pero aún existía. En cualquier momento podían decidirse a reconstruir el dique y extraer el agua, y la ciudad aparecería al sol, chorreante y vaporosa, protegida por un pólder, como las ciudades holandesas; retirarían el lodo de las calles, plantarían arboles y césped, limpiarían el interior de las mesas y las casas y las tiendas del Niederdorf, y los anchos bulevares, pulirían las ventanas… y allí estaría de nuevo, Burroughs, Marte, emergida y centelleante. Era una empresa factible y casi razonable, dado el espacio que había en las nueve mesas y que la bahía de Isidis no tenía otro puerto mejor. Aunque nadie emprendería nunca esa obra, era posible hacerlo, y por eso no pertenecía a un verdadero pasado.

Entumecida y cada vez más helada, Maya hinchó el cinturón y se volvió hacia la luz de la red barredera. Atisbo la tosca hilera de columnas de sal y algo en ellas le llamó la atención. Nadó hasta el conjunto y el agua se enturbió con la arena negra levantada por sus aletas. Las columnas Bareiss que flanqueaban el canal tenían un aspecto ruinoso porque habían perdido la simetría al quedar medio sepultadas. Recordó sus paseos vespertinos por el parque, de espaldas al sol, y luego, al regresar, bañados en la luz. Era un lugar muy hermoso, y cuando se caminaba entre las grandes mesas era como estar en una gigantesca ciudad de muchas catedrales.

Más allá de las columnas se alzaban unos edificios que servían ahora como anclaje de una colonia de varec, cuyos largos tallos se elevaban desde los tejados y cuyas anchas hojas ondulaban suavemente. En el último edificio había un café terraza parcialmente cubierto por un enrejado de glicinas, Maya estaba segura: la última columna le servía como referencia.

Con cierto esfuerzo adoptó la posición vertical y de pronto recuperó un recuerdo: Frank le había gritado y después se había marchado sin ninguna razón particular, como tenía por costumbre. Ella se vistió, fue tras él y lo encontró rumiando ante un café. Sí. Se plantó delante de él y discutieron, lo regañó por no acudir de inmediato a Sheffield… derribó la taza de un manotazo y el asa rota quedó girando en el suelo. Frank se levantó y se marcharon discutiendo y después regresaron a Sheffield. No, no había sucedido así. Habían reñido, sí, pero después hicieron las paces. Frank le tomó la mano y el gesto le quitó un gran peso oscuro del corazón, proporcionándole un breve momento de gracia, la sensación de que amaba y era amada.

Una cosa o la otra, pero ¿cuál era la verdadera?

No conseguía recordar. Había habido tantas peleas y reconciliaciones con Frank que ambas versiones eran verosímiles. Todo se confundía en su mente en una bruma de impresiones y momentos inconexos. Oyó los gemidos de un animal que sufría… Ah, procedían de su garganta. Sollozaba. Entumecida y sin embargo sollozando, era absurdo. Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, sólo quería recuperarlo. Intentó pronunciar el nombre de Frank, pero no pudo; le dolía, como si le hubiesen clavado una espina en el corazón. ¡Ah, al fin un sentimiento que no podía negar! ¡Y era tan intenso!

Se impulsó lentamente con las aletas y se alejó de los tejados. ¿Qué habrían pensado, sentados a aquella mesa con su desdicha, de haber sabido que ciento veinte años más tarde Maya nadaría sobre el café y Frank llevaría todo ese tiempo muerto?

El sueño terminó, y llegó la desorientación de pasar de una realidad a otra. Flotar en la oscuridad acentuó el entumecimiento. Pero ahí seguía ese agudo dolor en su interior, enquistado, persistente. Se aferraría a ese dolor, a cualquier sensación o sentimiento que pudiera extraer de todo aquel limo, a cualquier cosa con tal de librarse del entumecimiento. Sollozar era la gloria comparado con él.

Michel, el viejo alquimista, tenía razón, como siempre. Lo buscó con la mirada, pero no lo encontró; debía estar inmerso en viajes particulares. Llevaban bastante tiempo en el agua y los otros habían empezado a reunirse en torno al cono de luz de la barredera, como peces tropicales en un tanque frío y oscuro que se acercaban a la luz con la esperanza de encontrar calor. La sensación de ingravidez, lenta y onírica, le recordó a John flotando desnudo contra el espacio negro y las estrellas. Demasiado intenso para sentirlo. Podía afrontar un fragmento del pasado por vez; la ciudad sumergida; pero había hecho el amor con John allí, en un dormitorio, en los primeros años… con John, con Frank, con aquel ingeniero cuyo nombre ya no recordaba, seguramente con muchos otros, todos olvidados, o casi. Tendría que esforzarse por enquistar todas aquellas preciosas punzadas de sentimiento para conservarlas hasta que la muerte se las arrebatara definitivamente. Subió y se unió a los peces tropicales con brazos y piernas, de vuelta a la luz azul del día. Ah, Dios, los oídos se le destaparon y sintió un vértigo atribuible quizás a la narcosis de nitrógeno, el éxtasis de las profundidades. O al éxtasis de la profundidad humana, de la extensión de su vida, gigantes que se sumergían en el abismo de los años. Michel subía detrás de ella y lo esperó, y luego lo abrazó con fuerza; amaba tener la solidez de otro entre los brazos, esa prueba de realidad, y pensó: Gracias, Michel, hechicero de mi alma; gracias, Marte, por aquello que perdura en nosotros, aunque sea sumergido o enquistado. Salió al sol deslumbrante, al viento, y se despojó del traje de buceo como una crisálida, ajena al poder de la desnudez femenina sobre el ojo masculino, y recordándolo de pronto les ofreció el asombroso espectáculo de la carne iluminada por el sol, del sexo en la tarde, respirando aguadamente y temblando por el frío, que le recordaba que estaba viva.

—Sigo siendo Maya —le aseguró a Michel castañeteando los dientes. Se recreó con voluptuosidad en el tacto de la toalla sobre la piel mojada y luego se vistió tosiendo a causa del gélido viento. El rostro de él era la imagen misma de la felicidad, la máscara de la alegría del antiguo dios Dionisos, riendo por el éxito de su plan, por el éxtasis de su amiga y compañera.

—¿Qué viste?

—El café… el parque… el canal… ¿y tú?

—Hunt Mesa… el estudio de baile… el bulevar Thoth… la Montaña de la Mesa. —En el camarote él tenía una botella de champán en hielo, y el corcho salió volando y aterrizó suavemente en el agua, y allí se quedó, flotando en las olas azules.

Pero Maya se negó a comentar nada más sobre la inmersión. Los otros relataron sus aventuras, y cuando le llegó el turno la miraron como buitres, ansiosos de engullir sus experiencias, pero ella se bebió el champán y se sentó en la cubierta superior a contemplar en silencio las amplias olas, que en Marte tenían un aspecto peculiar, eran grandes y muy empinadas, impresionantes. Con una mirada le transmitió a Michel que se sentía bien, que había hecho bien en enviarla allá abajo. Después, silencio. Que aquellos buitres se alimentaran de sus propias experiencias.

El barco regresó al puerto de Dumartheray, una pequeña medialuna de aguas trenzadas con la marina que ocupaba parte de la falda del cráter del mismo nombre. La pendiente estaba cubierta de construcciones y vegetación hasta la cima.

Desembarcaron y pasearon por la ciudad, y después cenaron en un restaurante contemplando el crepúsculo llameante sobre la bahía de Isidis. El viento del atardecer bajaba por el escarpe en dirección al mar y, sibilante, arrastraba la espuma de las olas, blancos penachos con fugaces irisaciones. Maya, sentada junto a Michel, mantenía una mano en el muslo o el hombro de su compañero.

—Es sorprendente —dijo alguien— que las columnas de sal aún brillen ahí abajo.

—¿Y las ventanas de las mesas? ¿Viste la que estaba rota? Estuve tentado de meterme por ella y echar una ojeada, pero me dio miedo.

Maya hizo una mueca, absorta en el momento. Los jóvenes sentados frente a ellos conversaban con Michel sobre un nuevo instituto que se ocupaba de todo lo concerniente a los Primeros Cien y otros colonos, una especie de museo, un depósito de historia oral, comités para proteger los edificios más antiguos, etcétera… y además un programa para ayudar a los primeros colonos, ya ancianos. Desde luego aquellos jóvenes entusiastas (y los jóvenes odian ser muy entusiastas) estaban particularmente interesados en la ayuda de Michel y en localizar y censar a los Primeros Cien que aún vivían; sólo veintitrés, decían. Michel se mostró cortés con ellos y genuinamente interesado en el proyecto.

Maya no podía haber odiado más aquella ocurrencia. Una inmersión en las ruinas del pasado, semejantes a sales repelentes pero tonificantes, bueno, era aceptable e incluso saludable. Pero la obsesión por el pasado era repugnante. De buena gana habría arrojado a los jóvenes por la barandilla. Michel aceptó entrevistar a los supervivientes de los Primeros Cien para poner el proyecto en marcha. Maya se levantó, fue hasta la barandilla y se apoyó en ella. Abajo, sobre las aguas oscuras, luminosos penachos de espuma coronaban las olas.

Una joven se acercó y se acodó en la barandilla junto a ella.

—Me llamo Vendana —le dijo, sin apartar los ojos de las olas—. Soy el agente político local del partido verde este año. —Tenía un hermoso perfil anguloso, facciones indias clásicas: piel olivácea, cejas negras, nariz larga, boca pequeña, ojos marrones de mirada sagaz e inteligente… era increíble lo mucho que podía decir una cara. Maya estaba convencida de que captaba lo esencial de una persona a primera vista, lo cual resultaba muy útil, dado que las declaraciones de los jóvenes nativos en esos tiempos la desconcertaban. Necesitaba esa primera percepción.

No obstante, comprendía el espíritu verde, o al menos eso creía, aunque lo habría catalogado como una ideología arcaica, en vista de que Marte ya era verde, y también azul.

—¿Qué se te ofrece?

—Jackie Boone y los candidatos a los cargos de esta zona han iniciado una gira electoral —dijo Vendana—. Si Jackie vuelve a ser cabeza de lista y entra en el consejo ejecutivo, continuará con el plan de su partido de prohibir toda inmigración terrana. Es lo que se propone, y ha apostado fuerte. En su opinión los inmigrantes pueden desviarse a cualquier otro punto del sistema solar. Eso no es cierto, pero es una postura que agrada en ciertos sectores. Evidentemente, a los terranos no les hace ninguna gracia. Si Marte Libre gana con un programa aislacionista, tememos que la Tierra reaccione mal. Se enfrentan a problemas de difícil solución, y necesitan lo que les ofrezcamos, por poco que sea. Nos acusarán de violar el tratado que ustedes negociaron y pueden llegar a declarar la guerra.

Maya asintió; se había percatado de la creciente tensión entre la Tierra y Marte, y a pesar de las declaraciones tranquilizadoras de Michel, ella siempre había sabido que se llegaría a eso, lo había anticipado.

—Jackie tiene detrás muchos grupos que la respaldan —prosiguió la joven—, y hace años que Marte Libre goza de una amplia mayoría en el gobierno global. Además han llenado los tribunales medioambientales con sus partidarios, que apoyarán sus propuestas. Nuestra política es mantenernos dentro de los límites del acuerdo que ustedes firmaron, e incluso ampliar un poco las cuotas de inmigración para ayudar a la Tierra en la medida de lo posible. Pero va a ser difícil pararle los pies a Jackie. Para serle sincera, ni siquiera sabemos cómo hacerlo, y por eso decidí preguntárselo a usted.

—¿Decidieron preguntarme cómo detenerla? —exclamó Maya, sorprendida.

—Sí, y nos gustaría que nos ayudase, porque hemos llegado a la conclusión de que es necesario sacarla de la escena política. Supuse que le interesaría.

Y miró a Maya con una sonrisa de complicidad.

Había algo vagamente familiar en aquel gesto desdeñoso de la boca, que, aunque ofensivo, era preferible a la mirada entusiasta de los jóvenes historiadores que incordiaban a Michel. Y cuanto más la consideraba, más atractiva le parecía la invitación: era un compromiso con el presente. La trivialidad de la política en esos tiempos la hastiaba, pero la política del momento siempre parecía estúpida y pueril y sólo después adquiría la apariencia de un respetable ejercicio, de historia inmutable. Y como la joven había dicho, aquella coyuntura era importante. Además, podía devolverla al centro de la actividad. Y por supuesto (aunque no era consciente de ello), cualquier cosa que sirviera para frustrar a Jackie comportaría satisfacciones.

—Cuéntame más —dijo Maya, alejándose para que los demás no pudieran oírlas. Y la joven alta e irónica la siguió.

Michel siempre había deseado hacer un viaje por el Gran Canal, y hacía poco le había propuesto a Maya abandonar Sabishii y volver a instalarse en Odessa para combatir sus trastornos mentales; incluso podían tomar un apartamento en el complejo de Praxis, donde habían vivido antes de la segunda revolución. Aquél era el único sitio que ella consideraba un hogar, aparte de la Colina Subterránea, que rehusaba visitar, y Michel creía que regresar a algo semejante al hogar la ayudaría. Maya accedió: se mudarían a Odessa; en realidad le daba igual. Y tampoco puso objeción a viajar hasta allí navegando por el Gran Canal, como deseaba Michel, aunque le era indiferente. Esos días no estaba segura de nada, no tenía opiniones ni preferencias, ése era el problema.

Vendana le dijo que la campaña de Jackie consistía en un crucero que recorrería el Gran Canal de norte a sur en una gran embarcación que hacía las veces de cuartel general. Allí estaban ahora, en el extremo norte del canal, preparándose en los Pasos.

Así que cuando los historiadores se marcharon, le dijo a Michel:

—Vayamos a Odessa por el Gran Canal, como propusiste.

Michel se sintió complacido. De hecho, pareció aliviarle de una cierta melancolía que se había abatido sobre él tras la inmersión en Burroughs; el efecto de la experiencia sobre Maya le había parecido satisfactorio, pero quizá no beneficioso para él. Había mostrado una desacostumbrada reticencia a compartir sus impresiones, como si lo que representaba para él aquella gran capital hundida bajo las aguas le resultara abrumador, aunque no podía asegurarlo. El caso es que la buena respuesta de Maya a la experiencia y la inesperada oportunidad de visitar el Gran Canal (una ocasión gigantesca, en opinión de Maya) le hizo reír. Y a ella le gustó su reacción. Michel pensaba que Maya necesitaba mucha ayuda, pero ella sabía perfectamente que era él quien se debatía internamente.

Unos días más tarde subían por una pasarela a la cubierta de un esbelto velero con mástil y vela en una sola pieza de material blanco sin lustre con forma de ala de pájaro. El barco era una especie de ferry de pasajeros que bordeaba el mar del Norte en continuas circunnavegaciones. Cuando todos estuvieron a bordo salieron del pequeño puerto de Dumartheray impulsados con motor, viraron al este y empezaron el periplo manteniendo siempre la tierra a la vista. La velamástil resultó ser increíblemente flexible: se desplazaba y curvaba en respuesta a las órdenes de la IA para aprovechar los vientos.

En la segunda tarde de viaje por los Pasos, el resplandor rojizo del macizo de Elysium apareció en el horizonte contra el color jacinto del cielo, y también la costa continental, que parecía alzarse para ver el gran macizo del otro lado de la bahía; los acantilados alternaban con marismas, y a una larga extensión de arenas doradas siguió un acantilado aún más empinado de rojos estratos horizontales atravesados por bandas de color ébano y marfil y cuyas cornisas estaban recubiertas por un manto de hinojo marino y pastos y salpicadas de guano blanco. Las olas embestían sin tregua la base de aquella formidable pared. El viaje merecía la pena: el deslizamiento sobre las olas, la fuerza del viento, sobre todo por las tardes, la espuma, el aire salado (porque el mar del Norte se estaba volviendo salado) agitándole los cabellos, el blanco tapiz de la estela del barco, luminosa sobre el mar índigo… días hermosos que le hacían desear no abandonar nunca el barco, navegar alrededor del mundo eternamente, sin tocar tierra, y sin cambiar… Había oído que algunos vivían así, en gigantescos navios invernadero autosufidentes que surcaban el gran océano, una talasocracia…

Pero delante los Pasos se estrechaban. El viaje desde Dumartheray tocaba a su fin. ¿Por qué los buenos períodos eran siempre tan cortos? Momentos, días encantadores, y de pronto ya habían pasado, antes de que pudiera absorberlos plenamente, vivirlos de verdad. Surcar la vida mirando la estela, el mar, el viento… El sol estaba bajo y la luz caía oblicuamente sobre los acantilados, acentuando su agreste irregularidad, sus prominencias y cuevas y sus extrañas paredes lisas que descendían limpiamente hacia el mar, roca roja y agua azul, un paisaje inviolado (aunque el mar fuese humana), súbitos fragmentos de esplendor interiorizados. Pero el sol pronto desaparecería y la abertura en los acantilados marcaba el primer puerto importante de Los Pasos, Rhodos, donde atracarían. Cenarían en algún café cerca del mar con las largas sombras del crepúsculo y ese glorioso día de navegación habría pasado para siempre. Extraña nostalgia, del momento que acaba de pasar, del que estaba por llegar. «Ah, me siento viva otra vez», dijo para sus adentros, maravillada de que hubiese ocurrido. Michel y sus trucos; algunos podían pensar que a esas alturas ella ya era insensible a aquel revoltijo de química y psiquiatría. Era más de lo que el corazón podía soportar, pero lo prefería a la insensibilidad, sin duda. Y aquella sensación tan aguda poseía un cierto esplendor doloroso, que podía soportar y hasta disfrutar a ratos. Aquellos colores crepusculares tenían una intensidad sublime, y bajo ese flujo de luz nostálgica el puerto de Rhodos parecía encantador: el gran faro en el cabo oeste, el par de boyas resonantes, verde y roja, a babor y estribor. Y luego las tranquilas aguas oscuras de un fondeadero, los botes de remos surcándolas entre una exótica colección de barcos anclados en la que no había dos iguales, pues el diseño de embarcaciones atravesaba un período de innovaciones en que los nuevos materiales hacían posible casi cualquier cosa, y los viejos modelos eran drásticamente alterados, y luego recuperados: aquí un clíper, allá una goleta, y más allá uno que al parecer consistía exclusivamente en balancines… Y por último el bullicioso muelle de madera en la oscuridad.

Las ciudades portuarias eran todas iguales por la noche. Una cornisa, un parque curvo y estrecho, hileras de árboles, un arco de hoteles y restaurantes destartalados detrás de los muelles… Se inscribieron en uno de los hoteles y luego bajaron al puerto y cenaron bajo un toldo, como Maya había imaginado. Se entregó a la sólida estabilidad de su silla, contemplando el arco de luz líquida sobre las viscosas aguas negras del puerto, escuchando a Michel hablar con los ocupantes de la mesa contigua, saboreando el aceite de oliva y el pan, los quesos y el ouzo. Era extraño lo mucho que a veces dolía la belleza, o la felicidad. Y sin embargo deseó que aquella lasitud postprandial en esas sillas duras durase para siempre.

Se levantaron y echaron a andar hacia el hotel tomados de la mano, y ella se aferró a Michel. Al día siguiente arrastraron sus maletas de viaje por la ciudad hasta el puerto interior, al norte de la primera esclusa del canal, y subieron a uno de los grandes botes que lo recorrían, largo y lujoso, una gabarra convertida en nave de recreo. Cerca de cien pasajeros viajarían en el barco entre ellos Vendana y sus amigos. Y unas esclusas más adelante en un barco privado, Jackie y su corte estaban a punto de iniciar su viaje hacia el sur. En más de una ocasión coincidirían en la misma ciudad ribereña.

—Interesante —dijo Maya, arrastrando las sílabas, lo que pareció complacer tanto como preocupar a Michel.

El lecho del Gran Canal había sido abierto por la lupa espacial concentrando la luz emitida por la soletta. La lupa volaba en la atmósfera superior sobre la nube térmica de los gases emitidos por la roca fundida, quemando la tierra en línea recta, sin el menor miramiento con la topografía. Maya recordaba vagamente algunos vídeos sobre el proceso, pero las fotos estaban tomadas a mucha distancia, por razones obvias, y no daban una idea del formidable tamaño del canal. El largo barco de poco calado en el que viajaban penetró en la primera esclusa, que lo alzó al llenarse de agua; después salió por un portón a un lago de aguas rizadas de unos dos kilómetros de ancho que se extendía hacia el sudoeste, hacia el mar de Hellas, a dos mil kilómetros de distancia. Numerosos barcos de todos los tamaños iban y venían, y los más lentos se mantenían a la derecha, pegados a las riberas, según las normas clásicas de la circulación rodada. Casi todas eran embarcaciones de motor, aunque algunas lucían un aparejo de velas completo, y otras más pequeñas, equipadas con grandes velas latinas, no tenían motor. Michel le señaló una embarcación al parecer de diseño árabe.

En algún lugar, más adelante, estaba el barco de campaña de Jackie. Maya apartó ese pensamiento y se dedicó a observar el canal. La roca no había sido excavada sino volatilizada, como delataban las riberas. La temperatura bajo el haz de luz concentrada por la lupa había alcanzado los cinco mil kelvins y la roca se había disociado en sus átomos constituyentes. Al enfriarse, parte del material había caído y se había estancado en forma de lava; por eso el canal tenía el fondo llano y márgenes de varios centenares de metros de altura, diques de escoria en los que poco podía crecer, de manera que seguían tan negros y desnudos como cuando se enfriaron, cuarenta años marcianos antes, y sólo en alguna grieta llena de arena brotaba la vegetación. Las aguas del canal eran oscuras en las orillas, pero se iban aclarando hasta adquirir el color del cielo en el centro, o mejor dicho, de un cielo oscurecido por efecto del fondo, y atravesado por verdes franjas zigzageantes.

Las pendientes de obsidiana de las riberas y la recta cuchillada de agua oscura entre ellas; barcos de todos los tamaños, la mayoria, largos y estrechos para aprovechar al máximo el espacio en las esclusas; a trechos una ciudad incrustada en la ribera. La mayoría de esas ciudades habían recibido el nombre de los canales de los mapas de Lowell y Antoniadi, astrónomos obsesionados por los canales que habían tomado los nombres de la antigüedad clásica. Las primeras ciudades por las que pasaron estaban muy próximas al ecuador y bosques de palmeras flanqueaban los puertos detrás de los cuales se atrincheraban bulliciosos barrios marineros; las riberas aparecían ocupadas por agradables vecindarios dispuestos en terrazas, y en la zona llana de la cima se amontonaba el grueso de la ciudad. Era evidente que el corte recto de la lupa espacial iba del Gran Acantilado al altiplano de Hesperia, un desnivel de cuatro kilómetros; de manera que había una esclusa cada pocos kilómetros. Éstas, como las presas de aquellos tiempos, eran de paredes transparentes y parecían tan finas como papel de celofán; pero se decía que tenían una resistencia muy superior a la necesaria. A Maya su transparencia le parecía ofensiva, un hubris caprichoso que un día se vendría abajo, cuando una de las delgadas paredes reventara y sembrara el caos y la destrucción, y la gente volvería otra vez al viejo y confiable hormigón y al filamento de carbono.

Sin embargo, por el momento le pareció navegar por el mar Rojo abierto para permitir el paso de los israelitas, los peces asomando aquí y allá en lo alto como aves primitivas, una visión salida de un grabado de Escher, una tumba de paredes acuosas, y luego arriba, hasta un nivel superior del gran río de paredes rectas que atravesaba la tierra negra.

—Qué extraño —comentó Maya después de la primera esclusa, y de la segunda y la tercera, y Michel sonrió y asintió.

La cuarta noche atracaron en una pequeña ciudad llamada Naarsares. Al otro lado del canal había una ciudad aún más diminuta, Naarmalcha; ambos nombres eran mesopotámicos. Desde el restaurante tenían una amplia vista del canal y las áridas tierras altas que lo flanqueaban. Delante alcanzaban a ver el punto donde el canal cortaba el cono del Cráter de las Tormentas, lleno de agua, que se había convertido en una especie de burbuja, un deposito de embarcaciones y mercancías.

Después de cenar Maya se quedó en la terraza contemplando la abertura en la pared de Tormentas. Vendana y algunos compañeros salieron del negro talco del crepúsculo y se acercaron a ella.

—¿Qué le parece? —preguntaron.

—Muy interesante —contestó Maya, escueta; no le gustaba que la interrogaran ni estar en el centro de un grupo, se parecía demasiado a ser una pieza de museo. No le sacarían ni una palabra más. Los miró fijamente y uno de los hombres jóvenes se dio por vencido y se puso a hablar con la mujer que tenía al lado. El rostro del joven era extraordinariamente bello, de facciones bien cinceladas bajo los abundantes cabellos negros, sonrisa dulce, risa inconsciente; en resumen, cautivador. Joven pero no tanto como para parecer inmaduro. Por la piel oscura y los dientes regulares y blancos parecía hindú; fuerte, delgado como un lebrel, bastante más alto que Maya, aunque lejos de ser uno de los nuevos gigantes, de una escala humana aún, nada impresionante pero sólido, grácil. Sexy.

Fue acercándose lentamente a él a medida que el grupo se relajaba, como si estuvieran en un cóctel, y cuando tuvo ocasión de hablar con él, el joven no reaccionó como si lo abordara Helena de Troya o un fósil. Debía de ser muy agradable besar aquella boca, pero quedaba descartado, naturalmente, y en realidad ni siquiera lo deseaba. Pero le gustaba pensar en ello, y ese pensamiento le dio ideas. Las caras tenían tanto poder.

El joven se llamaba Athos y procedía de Licus Vallis, al oeste de Rhodos. Sansei, de una familia de marineros, abuelos griegos e indios. Había colaborado en la formación de aquel nuevo partido verde, convencido de que ayudar a la Tierra a afrontar su problema demográfico era la única manera de no ser arrastrados por el torbellino: la controvertida postura del perro que mueve la cola, como admitió él mismo con una sonrisa distendida y hermosa. Se había presentado como candidato a representante de las ciudades de la bahía Nepenthes y colaboraba en la coordinación de la campaña general de los verdes.

—¿Alcanzaremos pronto el barco de Marte Libre? —preguntó Maya a Vendana más tarde.

—Sí. Tenemos intención de enfrentarlos en un debate en Tormentas.

De vuelta en el barco, los jóvenes se olvidaron de ella para seguir con la fiesta en la cubierta de proa. Maya los miró alejarse y luego se reunió con Michel en el pequeño camarote que compartían. No podía ayudarle. Algunas veces odiaba a los jovenes. Los odio, le dijo a Michel. Y simplemente porque eran jovenes. Podía disfrazarlo como reproche por su irreflexión, su estupidez, su inexperiencia, su mentalidad pueblerina, pero sobre todo, detestaba su juventud, no la perfección física, sino la edad, mera cronología, el hecho de que tuvieran toda una vida por delante. Todo lo que los esperaba era bueno, todo. A veces despertaba de sueños ingrávidos en los que había estado contemplando Marte desde el Ares, después del aerofrenado, cuando estabilizaban su órbita para el descenso, y aturdida por el brusco regreso al presente comprendía que aquél había sido el mejor momento de su vida, expectantes ante lo que los aguardaba allá abajo, donde todo era posible. Eso era la juventud.

—Considéralos compañeros de viaje nada más —le aconsejó Michel, como en las anteriores ocasiones en que Maya había compartido con él ese sentimiento—. Serán jóvenes el mismo tiempo que nosotros lo fuimos… un chasquido de los dedos y su juventud habrá pasado. Es ley de vida, y un siglo de diferencia importa poco. Y de todos los humanos que han existido y existirán ellos son los únicos que están vivos al mismo tiempo que nosotros, son nuestros contemporáneos, los únicos que pueden entendernos.

—Sí, sí, tienes razón. Pero a pesar de todo los detesto.

El surco producido por la lupa espacial tenía una profundidad casi uniforme y cuando alcanzó el Cráter de las Tormentas cortó una amplia banda en las faldas nordeste y sudoeste, en las cuales luego tuvieron que realizar cortes suplementarios para construir las esclusas, y el cráter interior se convirtió en un lago elevado, un bulbo en el largo termómetro del canal. El antiguo sistema lowelliano, por alguna misteriosa razón, no se empleó allí, y las esclusas nororientales quedaron enmarcadas por una pequeña ciudad dividida llamada Trincheras de Abedul, mientras que la ciudad mayor de las esclusas sudoccidentales recibió el nombre de Riberas. Esta última cubría la zona fundida por la lupa y luego trepaba en anchas terrazas curvas por el cono hasta el borde de Tormenes, desde donde dominaba el lago interior. La ciudad vivía a un ritmo frenético; tripulaciones y pasajeros bajaban estrepitosamente las pasarelas y se unían a un casi continuo jolgorio, que esa noche estaba vinculado a la llegada de la comitiva de Marte Libre, gente se apretujaba en una plaza grande y herbosa, encaramada en una alta cornisa sobre la esclusa del lago, algunos atentos a los discursos que se pronunciaban desde un estrado, otros comprando, paseando y bebiendo, o devorando la comida comprada en los humeantes puestos callejeros, bailando o explorando la hermosa ciudad.

Durante todo el tiempo que duraron los discursos electorales Maya permaneció en una terraza sobre el escenario, lo que le permitía observar la actividad entre bastidores de Jackie y la cúpula de Marte Libre. Antar estaba allí, y también Ariadne, y otros que le sonaban de haberlos visto en algún noticiario. Se desplegaba la dinámica de dominación del primate de la que tanto hablaba Frank. Dos o tres hombres andaban siempre detrás de Jackie y, de distinta manera, un par de mujeres. Mikka formaba parte del consejo global y era uno de los dirigentes de Marteprimero, uno de los partidos políticos más antiguos de Marte, fundado para oponerse a los términos de la renovación del primer tratado marciano. A Maya le parecía recordar que ella había intervenido en eso. Ahora la política marciana seguía el modelo de los regímenes parlamentarios europeos, es decir, un amplio espectro de pequeños partidos en torno a algunas coaliciones centristas, en este caso Marte Libre, los rojos y los habitantes de Dorsa Brevia, con los que los demás establecían alianzas temporales que favorecieran sus pequeñas causas. En este marco, Marteprimero se había convertido en algo semejante al brazo político de los ecosaboteadores rojos que aún actuaban en las tierras salvajes, una despreciable organización, oportunista y sin escrúpulos, separada de Marte Libre por la ideología y sin embargo incluida en esa supermayoría, sin duda por algún acuerdo secreto. O tal vez por algo más personal: Mikka no dejaba a Jackie ni a sol ni a sombra, y la miraba de un modo particular; Maya habría apostado la cabeza a que eran amantes o lo habían sido hasta hacía poco. Además, había oído rumores.

Los discursos hablaban del maravilloso Marte y de que la superpoblación lo destrozaría, a menos que cerraran la puerta a la inmigración terrana, una postura que gozaba de gran aceptación a juzgar por las ovaciones de la multitud, que era profundamente hipócrita, pues muchos de los que aplaudían vivían del turismo terrano y todos eran inmigrantes o hijos de inmigrantes; pero de todas maneras aplaudían. Era un tema provechoso. Sobre todo si se olvidaba el riesgo de guerra, la inmensidad de la Tierra y su supremacía. Desafiarla de aquella manera… Pero a aquella gente le traía sin cuidado la Tierra y tampoco la comprendían. La postura desafiante de Jackie la hacía parecer aún más hermosa y la ovación para ella fue calurosa y prolongada; había mejorado mucho sus torpes discursos durante la segunda revolución.

Cuando los oradores verdes defendieron un Marte abierto, y expusieron los riesgos que entrañaba una política aislacionista, el auditorio respondió con mucho menos entusiasmo: esa posición sonaba a cobardía o a ingenuidad. Antes de llegar a Riberas Vendana le había ofrecido a Maya la oportunidad de hablar que ella había rechazado, y ahora veía que había hecho bien; no les envidiaba a aquellos oradores su impopular posición ante la menguante multitud.

Después del mitin los verdes celebraron una pequeña fiesta postmortem y Maya los criticó con severidad:

—Nunca había visto tal incompetencia. Ustedes tratan de asustarlos, pero son ustedes los que suenan aterrorizados. El palo es necesario, pero también la zanahoria. El riesgo de la guerra es el palo, pero deben explicarles asimismo, a ser posible sin parecer unos idiotas, por qué sería beneficioso permitir que los terranos siguieran viniendo. Deben recordarles que todos tenemos orígenes terranos, que todos somos inmigrantes. Porque nunca se puede abandonar la Tierra.

Le dieron la razón, entre ellos Athos, que tenía un aire pensativo. Maya se llevó aparte a Vendana y la interrogó sobre los últimos líos amorosos de Jackie. Efectivamente, incluían a Mikka, y seguramente aún eran amantes. Marteprimero tenía una postura más recalcitrante contra la inmigración, si cabía, que el partido mayor. Maya empezó a vislumbrar las líneas generales de un plan.

Cuando la reunión terminó Maya y los otros pasearon por la ciudad hasta que tropezaron con una gran banda que ejecutaba lo que habían dado en llamar «sonido Sheffield», que para Maya sólo era ruido: veinte ritmos diferentes y simultáneos arrancados de instrumentos no concebidos para la percusión, y menos para la música. Pero servía a sus propósitos, porque con aquel sonido estruendoso pudo conducir inadvertidamente a los jóvenes verdes hasta Antar, a quien había visto al otro lado de la pista de baile, cuando estuvieran cerca podría decir:

—¡Oh, ahí está Antar! iHola, Antar! Esta es la gente con la que viajo. Al parecer vamos detras de vosotros. Nos dirigimos a La Puerta del Infierno, y de Odessa. ¿Cómo va la campaña?

Antar conservaba su aire indulgente y principesco, un hombre al que era difícil oponerse, sabiendo lo reaccionario que llegaba a ser, cómo había secundado a las naciones árabes de la Tierra. Ahora se volvía contra sus viejos aliados, otro aspecto peligroso de aquella estrategia. Era curioso que la cúpula de Marte Libre hubiera decidido desafiar los poderes terranos y al mismo tiempo intentase dominar los nuevos asentamientos en el sistema solar exterior. Hubris. Quizá se sentían amenazados; Marte Libre siempre había sido el partido de los jóvenes nativos, y si la inmigración sin restricciones traía millones de nuevos issei, el estatus de Marte Libre peligraría, no ya su supermayoría, sino la mayoría simple. Hordas con todo su fanatismo intacto: iglesias y mezquitas, banderas, brazos armados ocultos, rivalidades… Todo esto favorecía la posición de Marte Libre, porque durante la inmigración masiva de la década anterior, los recién llegados habían tratado de construir una nueva Tierra, tan estúpida como la otra. John se habría puesto frenético, Frank se habría reído, Arkadi habría dicho «Te lo dije», y habría sugerido otra revolución.

Pero había que tratar con la Tierra de un modo más realista, no se esfumaría por arte de magia ni se podía mantenerla alejada con prohibiciones. Y Antar se mostraba extremadamente amable, como si pensara que Maya podía serle útil. Y como siempre seguía a Jackie, a Maya no la sorprendió que de pronto ella y su cohorte aparecieran por allí. Después de saludarla con una inclinación de la cabeza, Maya hizo las oportunas presentaciones. Cuando llegó a Athos descubrió un amistoso intercambio de miradas entre él y Jackie. Rápidamente, pero como al desgaire, Maya le preguntó a Antar por Zeyk y Nazik, que ahora vivían en la bahía de Acheron. Los dos grupos fueron acercándose lentamente a los músicos, y de seguir así pronto se habrían mezclado por completo y sería difícil escuchar más conversación que la propia.

—Me gusta el sonido Sheffield —le confesó Maya a Antar—. ¿Podrías ayudarme a llegar a la pista de baile?

Una estratagema evidente, pues ella no necesitaba a nadie para abrirse camino entre las multitudes. Pero Antar la tomó del brazo y no advirtió que Jackie conversaba con Athos… o fingió no advertirlo. Para él quizás era agua pasada. Pero Mikka, alto y poderoso, seguramente de ascendencia escandinava y de carácter impulsivo, siguió al grupo con expresión agria. Maya frunció los labios, satisfecha de que su táctica hubiese empezado con buen pie. Si Marteprimero era aún más aislacionista que Marte Libre, las disensiones entre ambos serían muy útiles.

Por eso bailó con un entusiasmo que no experimentaba desde hacia muchos años. En realidad, si uno seguía el ritmo de la bateria, era como el martilleo de un corazón excitado, y sobre el estruendo de los cacharros de cocina, los bloques de madera y las piedras recordaba el rugido del estómago o un pensamiento fugaz. Tenía un cierto sentido, aunque no musical precisamente. Bailó, sudó, miró a Antar danzando graciosamente a su ardedor. Era un imbécil, pero no lo parecía. Jackie y Athos habían desaparecido, y también Mikka; tal vez perdiera los estribos y los matara. Maya sonrió y siguió bailando.

Llegó Michel y ella le dedicó una gran sonrisa y un sudoroso abrazo. A él le gustaban esas efusiones y pareció complacido, aunque intrigado:

—Creía que detestabas esta música.

—A veces.

Al sudoeste de Tormentas una serie de esclusas escalonadas elevaban el canal hasta las tierras altas de Hesperia, y mientras las cruzaba, al este del macizo de Tyrrhena, se mantenía en la línea de los cuatro mil metros, a cinco mil metros sobre el nivel del mar, y por tanto no se necesitaban esclusas. A veces navegaban durante días, con motor o impulsados por la velamástil, deteniéndose en algún pueblo costero o bien pasando ante ellos. Oxus, Jaxartes, Scamander, Simois, Xanthus, Steropes, Polifemo… se detuvieron en todos ellos al compás de la campaña electoral de Marte Libre, como el resto de embarcaciones con destino a Hellas. El paisaje se extendía inalterado de horizonte a horizonte, aunque en aquella zona a veces la lupa espacial había quemado un material distinto del habitual regolito basáltico, y la volatilización y posterior precipitación habían creado franjas de obsidiana o siderometanos, remolinos de brillantes colores, o pórfidos verdes y jaspeados, violentos amarillos sulfúricos, conglomerados llenos de protuberancias e incluso una sección de riberas de cristal transparente, que distorsionaban las tierras que flanqueaban el canal y reflejaban el cielo, llamadas Riberas Vitrificadas. Era una zona muy desarrollada, entre las ciudades discurrían senderos de mosaico sombreados por palmeras en gigantescos tiestos de cerámica y bordeados de casas de campo con césped y setos. En las encaladas ciudades de Riberas Vitrificadas brillaban jardineras, contraventanas, puertas de colores pastel, tejas vidriadas y coloridos anuncios de neón sobre las marquesinas azules de los restaurantes del puerto. Era un Marte de ensueño, un cliché de los canales del antiguo paisaje onírico, pero no por eso menos hermoso, pues la obviedad formaba parte de su encanto. Los dias de la travesia por esa región fueron calidos y sin viento, y las aguas del canal se mantuvieron tan lisas como sus riveras e igual de transparentes: un mundo de cristal. Maya se sentaba en la cubierta de proa, bajo un toldo, y miraba pasar las gabarras y los patines turísticos; el resto del pasaje siempre estaba en cubierta para disfrutar de la visión de las riberas de cristal y las ciudades llenas de color. Aquél era el corazón de la industria turística marciana, el destino favorito de los visitantes extra planetarios, algo ridículo aunque comprensible dada la belleza del paisaje. Maya pensó que fuese cual fuera el partido que ganara las próximas elecciones generales y el resultado de la batalla sobre la inmigración, ese mundo seguiría adelante, centelleando como un juguete al sol. Aún así, esperaba que su estrategia tuviera éxito.

A medida que se adentraban en el sur el otoño ponía notas gélidas en el aire. Los árboles de madera dura empezaron a poblar las riberas, de nuevo basálticas, y en sus hojas resplandecían el amarillo y el rojo. Y una mañana las aguas junto a las orillas aparecieron cubiertas por una capa de hielo. En la ribera occidental, los volcanes Hadriaca Patera y Tyrrhena Patera se perfilaban en el horizonte como Fujis achatados, Hadriaca adornado por blancos glaciares sobre la roca negra que Maya había visto desde el otro lado, saliendo de Dao Vallis durante aquella visita a la cuenca de Hellas cuando la estaban inundando, hacía tanto tiempo. Sí, con aquella jovencita, ¿cómo se llamaba? Pariente de alguien conocido.

El canal atravesó las crestas de dragón de Hesperia Dorsa, y conforme se alejaban del ecuador las ciudades fueron haciéndose más austeras, semejantes a las de la ribera del Volga o a los pueblecitos de pescadores de Nueva Inglaterra, pero con nombres como Astapus, Aeria, Uchronia, Apis, Eunostos, Agathadaemon, Kaiko… La ancha banda de agua los llevaba como siguiendo el rumbo marcado por una brújula día tras día, y al fin se hacía difícil recordar que aquél era el único canal, que no había otros que se entrelazaban cubriendo el planeta, como en los mapas del antiguo sueño. Aunque existía otro canal, el Estrecho de Boone, era más corto y su anchura crecía año tras año a medida que las dragas y la corriente oriental lo desgarraban; ya no era un canal, sino más bien un estrecho artificial. El sueño de los canales sólo había cobrado vida allí, y mientras navegaban apaciblemente, sin otra cosa a la vista que las altas riberas, el paisaje tenia un aire romántico y sus disensiones políticas y personales desaparecian.

Paseaba al atardecer bajo los neones de color pastel de las ciudades costeras. En una de ellas, Antaeus, Maya caminaba por el paseo marítimo mirando a los ocupantes de los barcos, jóvenes atractivos que charlaban y bebían ociosamente o cocinaban en braseros sujetos a la borda. En un ancho malecón que se adentraba en el canal había un café al aire libre del que llegaba la voz lastimera de un violín gitano; un impulso la llevó hacia allí, y descubrió a Jackie y Athos sentados a una mesa, con las cabezas casi juntas. Ciertamente Maya no deseaba interrumpir una escena tan prometedora, pero la brusquedad con que se había detenido llamó la atención de Jackie, que la miró sobresaltada. Maya se disponía a alejarse cuando vio que Jackie se levantaba para saludarla.

Otra escena, pensó Maya, con cierto malestar ante la perspectiva. Jackie traía la sonrisa puesta, y Athos, a su lado, lo miraba todo con inocencia; o desconocía la relación entre ambas o tenía un perfecto dominio de su expresión. Maya supuso que se trataba de lo último por la mirada del hombre, demasiado inocente para ser real.

—Este canal es muy hermoso, ¿no crees? —comentó Jackie.

—Una trampa para turistas —respondió Maya—. Pero muy bonita, hay que reconocerlo. Y mantiene a los turistas felizmente agrupados.

—Oh, vamos —dijo Jackie riendo. Tomó a Athos por el brazo—.

¿Dónde está tu espíritu romántico?

—¿Qué espíritu romántico? —dijo Maya, complacida por aquella manifestación pública de afecto. La Jackie de antes jamás lo habría hecho. La desconcertó también descubrir que la joven ya no lo era; había sido una estupidez olvidarlo, pero su noción del tiempo era tan confusa que su cara en el espejo era un continuo sobresalto para ella, cada mañana se levantaba en el siglo equivocado; y ver a Jackie con aire de matrona con Athos colgado de su brazo acentuaba la sensación. ¡Aquélla era la muchachita fresca y peligrosa de Zigoto, la joven diosa de Dorsa Brevia!

—Todo el mundo tiene espíritu romántico —dijo Jackie.

Los años no la habían hecho más sabia. Otra discontinuidad cronologica. Tal vez recibir el tratamiento tan a menudo le había atorado el cerebro. Era curioso que a pesar de un uso tan asiduo del tratamiento siguieran quedando señales de envejecimiento; en ausencia de error en la división celular, ¿de dónde procedía Jackie? No tenía la cara arrugada, y en algunos aspectos se la podía tomar por una mujer de veinticinco años; y la expresión de feliz confianza booneana, que era el único parecido que guardaba con John, parecía tan firme como siempre, resplandeciente como el rótulo de neón del café. No obstante, aparentaba los años que tenía: algo en la mirada, en la manera de moverse a pesar de las manipulaciones médicas.

Una de las muchas auxiliares de Jackie llegó jadeante y llorosa, y le tiró del brazo.

—¡Jackie, lo siento, lo siento, ha muerto, ha muerto…! —repetía entre sollozos, temblorosa.

—¿Quién? —preguntó Jackie con brusquedad.

—Zo —contestó la joven (no tan joven) con desolación.

—¿Zo…?

—Un accidente de vuelo. Cayó al mar. Esto la detendrá, pensó Maya.

—Ya… —dijo Jackie.

—Pero los trajes de pájaro —protestó Athos. También él envejecía—.

¿Es que no…?

—No sé nada más.

—No importa —dijo Jackie, silenciándolos. Más tarde Maya escuchó el relato del accidente de boca de un testigo presencial, y la imagen se le grabó en la mente: las dos mujeres pájaro debatiéndose entre las olas como libélulas mojadas, manteniéndose a flote hasta que una de las gigantescas olas del mar del Norte las estrelló contra la base de un farallón. La corriente espumosa había arrastrado los cadáveres.

Jackie parecía abstraída, lejana, meditabunda. Zo y ella nunca habían estado muy unidas, según había oído Maya, y algunos decían que se odiaban cordialmente. Pero era su hija, y se suponía que uno no debía sobrevivir a los hijos; incluso alguien sin descendencia como Maya lo sentía así. Aunque ellos habían abrogado toda ley, y la biología ya no tenía ningún valor, si Ann hubiese perdido a Peter en la caída del cable, si Nadia y Art perdían alguna vez a Nikki… Incluso la insensata Jackie tenía que sentirlo.

Y así era. Pensaba frenéticamente, tratando de encontrar una salida. Pero no la había, y ella se convertiría en una persona distinta. El envejecimiento no tenía ninguna relación con la edad, ninguna.

—Oh, Jackie —dijo Maya, y tendió la mano. Jackie dio un respingo y Maya retiró la mano—. Lo siento.

Pero justamente cuando más necesitaban ayuda, más extremo era el aislamiento de las personas. Maya lo había aprendido la noche de la desaparición de Hiroko, cuando había tratado de consolar a Michel. No podía hacerse nada.

Maya deseaba abofetear a la llorosa auxiliar, pero se contuvo.

—¿Por qué no acompaña a la señora Boone al barco?

Jackie se mostraba aturdida. El respingo ante Maya había sido instintivo, la incredulidad absorbía toda su energía. Era lo que se podía esperar de cualquier ser humano, y acaso era peor si uno no se había llevado bien con el hijo, peor que si uno los amaba… Ah, Dios.

—Vayan —dijo Maya a la auxiliar, y con una mirada ordenó a Athos que ayudara. El hombre causaría impresión en Jackie, de una manera o de otra. Entre los dos se la llevaron. Seguía teniendo la espalda más hermosa del mundo, y porte de reina. Eso cambiaría cuando la noticia se filtrara en su interior.

Más tarde Maya se encontró en el extremo sudeste de la ciudad iluminada, donde negras bermas de escoria bordeaban la lámina estrellada del canal. Parecía el documento de una vida: brillantes garabatos que se desplazaban hacia un negro horizonte. Estrellas en el cielo y a sus pies. Una pista oscura sobre la que se deslizaban sin ruido.

Regresó al barco y subió por la pasarela tambaleándose. Era angustioso sentirse así por un enemigo, perderlo como consecuencia de un desastre de esa magnitud.

—¿A quién voy a odiar ahora? —le gritó a Michel.

—Bueno… —dijo Michel, sobresaltado, y en un tono tranquilizador añadió—: Seguro que encontrarás a alguien.

Maya soltó una risotada. Michel esbozó una breve sonrisa y luego se encogió de hombros, con expresión grave. Él nunca se había dejado engañar por el tratamiento. Eran cuentos de inmortalidad en carne mortal, insistía siempre. Mostraba un pesimismo categórico, y ahí tenían una nueva prueba.

—Así que lo demasiado humano la atrapó por fin —comentó.

—Era una idiota arriesgándose tanto, se lo estaba buscando.

—Ella no lo creía posible.

Maya asintió. Seguramente tenía razón. Pocos creían en la muerte en esos tiempos, sobre todo los jóvenes, que nunca habían creído en ella, ni siquiera antes de que apareciera el tratamiento. Y ahora menos que nunca. Pero creyeran en ella o no, cada vez tenía más incidencia, especialmente en los muy ancianos. Nuevas enfermedades, o viejas enfermedades que reaparecían, o bien un rapido colapso holístico sin causa aparente. Esto último había acabado con Derek Hastings y Helmut Bronski en los últimos años, personas que Maya había conocido aunque no hubiera intimado con ellas. Ahora un accidente se había llevado a alguien mucho más joven, pero eso respondía únicamente a la inconsciencia juvenil. Un accidente. La casualidad.

—¿Sigues pensando en hacer venir a Peter? —preguntó Michel desde una esfera de pensamiento distinta. ¿Qué significaba aquello, realpolitik en boca de Michel? Ah, trataba de distraerla. Estuvo tentada de echarse a reír otra vez.

—Me pondré en contacto con él —dijo—, y le pediré que venga. — Pero dijo esto para tranquilizar a Michel; en realidad no tenía ánimo para eso.

Aquélla fue la primera de una serie de muertes.

Pero ella no lo sabía entonces. En ese momento sólo fue el final de su viaje por el canal.

El tajo de la lupa espacial se había interrumpido a poca distancia del borde oriental de la cuenca de Hellas, entre los valles Dao y Harmakhis. El tramo final del canal se había realizado con métodos convencionales, y caía tan abruptamente con la pendiente oriental de la cuenca que habían tenido que instalar numerosas esclusas, que allí actuaban a modo de presas y cambiaban el aspecto que el canal mostraba en las tierras altas y lo convertían en una serie de embalses conectados por anchos y breves ríos rojizos que nacían a los pies de los diques transparentes. Cruzaron los lagos y descendieron en un lento desfile de gabarras, barcos de vela, yates y vapores, y mientras entraban en las esclusas veían a través de sus muros transparentes la serie de lagos como una gigantesca escalera de peldaños azules que descendía hasta la distante lámina broncínea del mar de Hellas. En algún punto de las tierras agrestes que se extendían a derecha e izquierda, los cañones Dao y Harmakhis penetraban profundamente en la meseta de roca rojiza y bajaban la gran pendiente siguiendo su curso natural; pero ahora que ya no estaban cubiertos, no eran visibles hasta que no se estaba en el mismo borde.

A bordo del barco la vida continuaba. Al parecer la campaña de Marte Libre seguía desarrollándose con normalidad, y Jackie habia recibido el golpe con entereza. Veía a Athos cuando los dos barcos atracaban en la misma ciudad, aceptaba las condolencias graciosamente y luego cambiaba de tema, refiriéndose a los asuntos de la campaña, que iba bastante bien. Bajo la tutela de Maya la campaña de los verdes se había encarrilado, pero el sentimiento de antiinmigración era fuerte. Allá donde fueran los consejeros y candidatos de Marte Libre hablaban en los mítines, y Jackie aparecía ocasionalmente, en breves y dignas intervenciones. Se había convertido en una oradora poderosa e inteligente, pero observando a los otros candidatos Maya pudo determinar quiénes estaban en la cúpula de la organización, y quiénes entre ellos parecían ufanos. Nanedi, otro de los jovencitos de Jackie, descollaba particularmente y Jackie no parecía complacida con ello; lo trataba con frialdad y dedicaba cada vez más tiempo a Athos, Mikka e incluso Antar. Algunas noches parecía una verdadera reina entre sus consortes. Pero bajo las apariencias Maya veía la verdad, en virtud de lo que había presenciado en Antaeus. Podía ver la oscuridad en el corazón de las cosas.

Cuando Peter contestó a su llamada, Maya le propuso que se encontraran para discutir sobre las próximas elecciones, y cuando llegó, Maya descansó, pero siempre vigilante. Pronto ocurriría algo.

Peter parecía tranquilo. Vivía en los Charitum Montes y trabajaba en el proyecto de conservación de Argyre como espacio salvaje y también en una cooperativa que construía aviones espaciales para quienes no querían depender del ascensor. Sosegado, casi retraído. Como Simón.

Antar estaba furioso con Jackie por ponerlo en evidencia más de lo habitual con su falta de discreción con Athos. Mikka estaba aún más furioso que Antar. Y ahora Jackie desconcertaba y enfurecía también a Athos, pues dedicaba toda su atención a Peter. Era tan fiable como un imán, pero se sentía irremediablemente atraída por Peter, que seguía siendo inmune a sus encantos, como siempre, hierro indiferente al imán. Deprimía ver lo predecibles que eran, aunque eso la beneficiara: la campaña de Marte Libre empezó a perder impulso imperceptiblemente. Antar ya no se atrevió a proponer a los Qahiran Mahjaris que se olvidaran de Arabia en los tiempos difíciles, Mikka intensificó las críticas de Marteprimero a la posición de Marte Libre en cuestiones no relacionadas con la inmigración y atrajo a varios miembros del consejo ejecutivo a su esfera. Sí, la presencia de Peter acentuaba la imprudencia de Jackie, ahora errática e ineficaz. Todo se desarrollaba como Maya había previsto, y sin embargo no se sentía triunfante.

Al fin, después de la última esclusa, salieron a la bahía Malaquita, un entrante en forma de embudo en el mar de Hellas de aguas poco profundas batidas por el viento. El barco cabeceó suavemente sobre el mar oscuro, donde la mayoría de las gabarras y embarcaciones pequeñas viraban al norte rumbo a La Puerta del Infierno, el puerto más importante de la costa oriental de Hellas. Siguieron a esa caravana y pronto el gran puente tendido sobre Dao Vallis, luego las paredes cubiertas de edificios a la entrada del cañón y por último los mástiles y los malecones del puerto se divisaron en el horizonte.

Maya y Michel bajaron a tierra y se encaminaron a los viejos dormitorios de Praxis. La semana siguiente se celebraría la fiesta de la cosecha de otoño, que Michel no quería perderse, y luego partirían hacia la isla Menos Uno y Odessa. Después de inscribirse y dejar el equipaje, Maya fue a dar un paseo por las escalonadas calles de adoquines de la ciudad, contenta de abandonar el confinamiento del barco y de poder salir sola. El ocaso estaba cerca, el fin de un día que había empezado en el Gran Canal. Ese viaje había terminado.

Maya había estado en La Puerta del Infierno por última vez en 2121, durante su primera visita a la cuenca como parte de su trabajo para Aguas Profundas, Viajaba con… ¡con Diana, ése era el nombre! La nieta de Esther, y prima segunda de Jackie. Aquella chica alegre y grandota le había servido para conocer a los jóvenes nativos, no sólo mediante sus contactos en toda la cuenca, sino por sus actitudes e ideas; para ella la Tierra sólo era un nombre, y dedicaba todo su interés y esfuerzo a la gente de su generación. Fue entonces cuando Maya empezó a sentir que resbalaba sobre el presente y caía en los libros de historia, y sólo un gran esfuerzo le había permitido seguir asida al momento de influir en él. Pero había hecho el esfuerzo y había influido, y ésa había sido una de las mejores épocas de su vida, quizá la última de las importantes. Los años posteriores fueron como una corriente en las tierras altas del sur, discurriendo entre grietas y grabenes para hundirse luego en alguna marmita de gigante inesperada.

Pero una vez, sesenta años antes, había estado de pie allí, bajo el gran puente sobre el que circulaba la pista que salvaba el vacío entre las dos paredes de la cabecera del cañón Dao, el famoso Puente de La Puerta del Infierno, la ciudad que se derramaba por las soleadas y abruptas faldas que flanqueaban el río y miraba al mar. Entonces sólo había arena y una banda de hielo en el horizonte. La ciudad era más pequeña y vulgar, y habia toscos y polvorientos peldaños de piedra en las calles. Pero ahora el roce de los pies ya los había pulido y el polvo se había ido con los años, todo estaba limpio y cubierto de una oscura pátina; un hermoso puerto mediterráneo en la ladera de una colina, acurrucado bajo la sombra de un puente que hacía de la ciudad una miniatura, algo dentro de un pisapapeles o una postal de Portugal. Muy hermoso al caer la tarde en un día otoñal, todo en sombras y rojizo hacia el oeste, durante un momento atrapado en ámbar. Pero una vez había recorrido aquel camino en compañía de una vibrante y joven amazona, cuando un mundo nuevo empezaba a abrirse, el Marte nativo al que ella había contribuido a dar vida… cuando todavía formaba parte de él.

El sol se puso sobre esos recuerdos y Maya regresó al edificio de Praxis, que seguía bajo el puente, y subió la empinada escalera final trabajosamente. Mientras lo hacía se vio acometida por una súbita y abrumadora sensación de déjá vu: había hecho eso mismo antes, no sólo subir los escalones, sino subirlos con el convencimiento de que ya los había subido antes, con la misma sensación de que en una visita anterior había formado parte efectiva de aquel mundo.

Pues claro, ella había sido una de las primeras exploradoras de la cuenca de Hellas, en los primeros años de la Colina Subterránea; lo había olvidado. Había intervenido en la localización de Punto Bajo y luego había recorrido toda la cuenca en coche, explorándola antes que nadie, antes que Ann incluso. Por eso después, trabajando para Aguas Profundas, al ver los nuevos asentamientos se había sentido ajena a la escena contemporánea.

—¡Dios mío! —exclamó, aterrada. Estrato sobre estrato, una vida tras otra… ¡habían vivido tanto! En cierto modo era como la reencarnación o el eterno retorno.

Quedaba un pequeño grano de esperanza. Al experimentar aquella primera dislocación, había iniciado una nueva vida. Sí, se mudó a Odessa y se distinguió en la revolución, contribuyó a su éxito trabajando duro y meditando sobre lo que impulsaba a la gente a apoyar el cambio, cómo cambiar sin provocar un amargo retroceso, que siempre parecía aplastar cualquier éxito revolucionario. Y al parecer habían conseguido evitar esa amargura.

Hasta el momento al menos. Tal vez lo que estaba sucediendo en aquellas elecciones era un inevitable retroceso. Quizá no había tenido tanto éxito como pensaba, quizás había fracasado, menos dramáticamente que Arkadi, John o Frank; pero era tan difícil saber qué estaba sucediendo realmente en la historia, era demasiado vasta, demasiado rudimentaria. Ocurrían tantas cosas en todas partes que podía suceder cualquier cosa en cualquier lugar. Cooperativas, repúblicas, monarquías feudales… De manera que cualquier caracterización de la historia fuera parcialmente válida. Lo que la ocupaba esos días, los nuevos asentamientos de jóvenes nativos que pedían agua, que habían salido de la red y escapaban al control de la UNTA… Pero no era eso…

De pie delante de la puerta del piso de Praxis fue incapaz de recordar de qué se trataba. Diana y ella tomarían un tren hacia el sur al día siguiente, seguirían la curva sudeste de Hellas para ver la Zea Dorsa y el túnel de lava que habían transformado en acueducto. No, estaba allí para…

No podía recordarlo. Lo tenía en la punta de la lengua… Aguas Profundas, Diana… acababan de recorrer el fondo de Dao Vallis, donde nativos e inmigrantes estaban creando una compleja biosfera bajo su enorme tienda. Algunos hablaban ruso, ¡se le habían llenado los ojos de lágrimas al oírlos! Sí, la voz de su madre, áspera y sarcástica mientras planchaba en la pequeña cocina del apartamento… el olor acre de la col.

No era eso. Volvió la vista al oeste, hacia el mar que resplandecía en la oscuridad. El agua había inundado las dunas de arena de Hellas Este. Al menos había pasado un siglo desde eso. Estaba allí por otra razón… docenas de barcos, pequeños puntos en un puerto de postal, detrás de un rompeolas. No podía recordarlo, no podía. La horrible sensación le dio vértigo, y luego náuseas, como si vomitando pudiera descubrirlo. Se sentó en el escalón. ¡Su vida entera en la punta de la lengua! ¡Su vida entera! Lanzó un sonoro gemido y unos niños que arrojaban piedras a las gaviotas la miraron. Diana. Había encontrado a Nirgal por casualidad, habían cenado… Pero Nirgal había enfermado, ¡había enfermado en la Tierra!

Y todo le vino a la memoria como un puñetazo, una ola que la derribaba. El viaje por el canal, claro, la inmersión en Burroughs, Jackie, la pobre Zo, insensata… Claro, claro. En realidad no lo había olvidado, era tan obvio ahora que lo recordaba. No lo había olvidado, había sido un lapsus momentáneo mientras su atención vagaba por otros lugares, por otra vida. Un recuerdo vivido tiene su propia integridad, sus peligros, igual que un recuerdo borroso. Era la consecuencia de pensar que el pasado era más interesante que el presente, lo cual en muchos aspectos era cierto.

Descubrió que prefería permanecer sentada un rato más. La náusea persistía y sentía una presión residual en la cabeza, había sido un mal momento, era difícil negarlo cuando aún sentía el latido de aquella búsqueda desesperada de la lengua.

El crepúsculo tiñó la ciudad de un intenso naranja, y luego sobrevino una incandescencia, como una luz brillando dentro de una botella marrón. La Puerta del Infierno, sin duda. Se estremeció, se puso de pie, bajó tambaleante hasta el barrio marinero, donde los restaurantes que rodeaban el muelle eran globos luminosos de luz que atraían a las polillas. El puente se perfilaba en lo alto como un negativo de la Vía Láctea. Maya pasó detrás de los muelles, hacia el puerto deportivo.

Jackie venía hacia ella, seguida a cierta distancia de algunos auxiliares, y parecía no haberla visto. Cuando reparó en Maya frunció apenas la boca, nada más. Pero en ese gesto Maya descubrió que Jackie debía de tener cerca de cien años. Era bella y poderosa, pero ya no joven. Los sucesos pronto empezarían a dejarla atrás, como le ocurría a todo el mundo; la historia era una ola que avanzaba ligeramente más deprisa que la vida del individuo, de manera que cuando éste moría la cresta de la ola ya lo había dejado muy atrás, y en esos tiempos aún más. Ningún velero los mantendría a la par, ningún traje de pájaro les permitiría flotar en el aire como los pelícanos. Ah, era eso, la muerte de Zo, lo que Maya veía en el rostro de Jackie. Había tratado de olvidarla, de dejar que resbalara como el agua en el plumaje de un pato, pero no lo había conseguido y ahora se asomaba a las aguas manchadas de estrellas de La Puerta del Infierno como una anciana.

Conmocionada por la intensidad de esa visión Maya se detuvo y Jackie la imitó. Se escuchaba el tintineo de platos, el rumor de las conversaciones de los restaurantes. Las dos mujeres se miraron. Maya no recordaba que lo hubieran hecho nunca… el acto fundamental del reconocimiento, encontrar la mirada del otro. Sí, eres real, soy real. Aquí estamos, tú y yo. Grandes láminas de cristal resquebrajadas por dentro. En cierto modo liberada, Maya se volvió y se alejó.

Michel consiguió pasaje en una goleta que se dirigía a Odessa haciendo escala en Menos Uno. La tripulación les dijo que se esperaba la participación de Nirgal en una carrera en la isla, noticia que alegró a Maya. Siempre era bueno ver a Nirgal y además esta vez necesitaba su ayuda. Y tenía curiosidad por ver Menos Uno; la última vez que la había visitado aún no era una isla, sólo una estación meteorológica y una pista aérea en un promontorio en el fondo de la cuenca.

La goleta era larga y de poco calado, e iba equipada con cinco velasmástil ala de pájaro. Al llegar al final del malecón, los mástiles extruyeron sus extensiones triangulares, y como tenían viento de popa, la tripulación izó el spinnaker a proa. El navio se zambullía en las aguas azules y levantaba cortinas de espuma. Después del confinamiento entre riberas oscuras del Gran Canal era maravilloso estar en mar abierto, expuesta al viento y viendo el paso veloz de las olas, que la libraron de la confusión que había sentido en La Puerta del Infierno. Olvidó a Jackie y llegó a la conclusión de que el mes anterior había sido un carnaval maligno que no tendría que revivir nunca más… nunca regresaría allí, ique le dieran el mar abierto y una vida expuesta al viento!

—¡Oh, Michel! Esto es vida para mí.

—Es hermoso, ¿verdad?

Y al final del viaje se instalarían en Odessa, ahora una ciudad costera como La puerta del Infierno. Allí podrían salir a navegar cuando quisieran, siempre que hiciera buen tiempo, y la vida sería como ahora, soleada y ventosa. Momentos brillantes, el presente era la unica realidad que de verdad poseían. El futuro era visión, el pasado, una pesadilla, o viceversa, poco importaba, porque sólo en el presente podían sentir el viento y maravillarse ante la cordillera de olas. Maya señaló una colina azul que se deslizaba siguiendo una línea fluctuante e irregular y Michel soltó una carcajada. La observaron con más atención y rieron aún más, hacía años que Maya no sentía con tanta intensidad que se encontraban en un mundo distinto: aquellas olas no se comportaban con normalidad, volaban y se desmoronaban, se elevaban y se ondulaban mucho más de lo que la gélida brisa justificaba; era un espectáculo alienígena. ¡Ah, Marte, Marte!

El mar estaba siempre agitado en Hellas, les dijo un miembro de la tripulación. La ausencia de mareas no influía en el oleaje, pero sí la gravedad y la fuerza del viento. Contemplando la azul llanura encrespada, sus emociones se agitaban de la misma manera. La g de su ánimo era ligera y los vientos soplaban con fuerza en ella. Era una de las primeras marcianas y había estudiado aquella cuenca, había contribuido a llenarla de agua, a construir los puertos y a que los marineros libres navegaran por su mar. Ahora también ella navegaba por ese mar, y eso le bastaría para vivir.

Maya pasaba los días de pie en la proa, cerca del bauprés, aferrada a la barandilla para no perder el equilibrio, fustigada por el viento y la espuma, y Michel se le unía a menudo.

—Es tan agradable haber salido del canal —dijo Maya.

—Sí.

Hablaron de la campaña y Michel meneó la cabeza.

—El movimiento contra la inmigración goza de mucha popularidad.

—¿Crees que los yonsei son racistas?

—Es poco probable, dada nuestra mezcolanza racial. Creo que simplemente son xenófobos. Desdeñan las dificultades que atraviesa la Tierra y tienen miedo de que los invadan. Jackie está articulando un miedo real generalizado, pero no tiene por qué ser racista.

—Y tú eres un buen hombre. Michel resopló.

—Bueno, no soy el único.

—Vamos —dijo Maya; a veces el optimismo de Michel era excesivo—. Sea o no sea racista, apesta. La Tierra está mirando ávidamente el espacio que tenemos, y si les cerramos la puerta en las narices vendrán con un ariete y la echarán abajo. La gente no lo cree posible, pero cuando los terranos estén desesperados traerán a la gente y la dejarán caer aquí, y si tratamos de detenerlos se defenderán y tendremos una guerra, y aquí, no en la Tierra ni en el espacio, sino en Marte. Puede ocurrir, la amenaza se percibe en advertencias de la UN. Pero Jackie no escucha, no le importa. Esta foméntando la xenofobia en pro de sus fines particulares. Michel la miraba fijamente. Se suponía que había dejado de odiar a Jackie, aunque era difícil abandonar semejante hábito. Entonces Maya procuró contrarrestar todo lo que había dicho y olvidar el malevolente politiqueo alucinatorio del Gran Canal. Tratando de convencerse a sí misma añadió:

—Quizá sus motivos sean loables, y sólo quiere lo mejor para Marte. Pero se equivoca y por eso hay que detenerla.

—No es sólo ella.

—Lo sé, lo sé. Tendremos que pensar en una estrategia. Pero mira, prefiero no hablar de ello ahora. A ver si divisamos la isla antes de que lo haga la tripulación.

Dos días después la avistaron, y mientras se aproximaban a Menos Uno la complació ver que no se parecía al Gran Canal. Si bien había pequeñas aldeas pesqueras de casitas encaladas junto al mar, éstas ofrecían un aspecto artesanal, nada tecnificado. Y sobre ellas, en lo alto de los acantilados, crecían bosquecillos de árboles-casa, pequeñas aldeas aéreas. Cooperativas de salvajes y pescadores ocupaban la isla, según los marineros. La tierra aparecía desnuda en los promontorios y cubierta de cosechas que verdeaban en los valles costeros. Ocres colinas de arenisca penetraban en el mar, alternando con caletas arenosas sin más ocupantes que las hierbas de las dunas que el viento azotaba.

—Parece tan vacío —comentó Maya mientras doblaban el cabo norte y descendían por la costa occidental—. La gente ve documentales sobre esta zona en la Tierra. Por eso no nos dejarán cerrar la puerta.

—Sí, pero también es cierto que aquí la población vive muy agrupada. Los habitantes de Dorsa Brevia importaron la costumbre de Creta. La gente vive en los pueblos y sale a trabajar los campos durante el día. Lo que parece vacío es el sostén de esas pequeñas comunidades.

La isla no tenía puerto y el navio entró en una bahía poco profunda dominada por una aldea de pescadores y echó el ancla, perfectamente visible sobre el fondo arenoso diez metros más abajo. El bote que los llevaba a tierra pasó entre grandes balandras de pesca fondeadas cerca de la playa.

Mas alla de la aldea, casi desierta, un serpenteante cauce seco subia a las colinas. El cauce se interrumpía en un cañón del que partía un sendero que zigzagueaba hasta la cima de la meseta. En aquel rugoso páramo rodeado de mar hacía mucho tiempo habían plantado arboledas de grandes robles, cuyos troncos aparecían ahora festoneados de escaleras que llevaban a las pequeñas estancias acurrucadas en las ramas altas. Esos árboles-casa le recordaron a Zigoto, y no le sorprendió enterarse de que entre los ciudadanos prominentes de la isla se contaban varios ectógenos de la colonia (Rachel, Tiu, Simud, Emily) y que habían participado en la creación de una forma de vida de la que Hiroko se habría sentido orgullosa. Consecuentemente se rumoreaba que los isleños ocultaban a Hiroko y los suyos en alguno de los robledales más remotos, lo que les permitía vagabundear sin temor a ser descubiertos. Mirando alrededor, Maya pensó que era posible. Pero poco importaba: si Hiroko estaba determinada a permanecer oculta, como era de esperar si estaba viva, no valía la pena preocuparse por saber dónde. Por qué eso tenía que preocupar a alguien era algo que se le escapaba a Maya, lo cual no era nuevo; todo lo referente a Hiroko siempre la había desconcertado.

El extremo septentrional de Menos Uno era menos accidentado que el resto, y mientras bajaban hacia esa planicie divisaron los edificios allí concentrados. Estaban dedicados a las olimpiadas isleñas y les habían dado un deliberado aire griego: estadio, anfiteatro, un bosque sagrado de altas secoyas y, sobre un promontorio que miraba al mar, un pequeño templo sostenido por pilares de un material semejante al mármol, tal vez alabastro o sal recubierta de diamante. En las colinas se levantaban campamentos provisionales de yurts. Varios miles de personas pululaban por ese escenario, al parecer buena parte de la población de la isla más los visitantes de la cuenca de Hellas… los juegos seguían siendo un acontecimiento inseparable de Hellas. Por eso les sorprendió encontrar a Sax en el estadio, colaborando en las mediciones de las pruebas de lanzamiento. Los abrazó, tan difuso como siempre.

—Annarita lanza el disco hoy. Estará bien —comentó.

Y en aquella tarde agradable Maya y Michel se unieron a Sax y se olvidaron de todo excepto del día que estaban viviendo. Permanecieron en el campo y se acercaron cuanto quisieron a los participantes. El salto de pértiga era la prueba favorita de Maya, pues ilustraba mejor que cualquier otra las posibilidades que ofrecía la gravedad marciana. Aunque era evidente que se necesitaba un gran dominio técnico para aprovecharla: una carrera elástica y precisa, la colocación exacta del extremo de la larga pértiga, el salto, el impulso con los pies apuntando al cielo; luego el vuelo sobre la pértiga flexionada, arriba, arriba, el limpio cabeza abajo, y la larga caida sobre una almohadilla de aerogel. El récord marciano estaba en catorce metros y el joven que se disponía a saltar intentaba los quince, pero fracasó. Cuando el joven se levanto de la colchoneta Maya se fijó en lo alto que era, con unos hombros y brazos poderosos, aunque el resto de su cuerpo era casi escuálido.

Ocurría lo mismo en las demás pruebas: todos eran altos, delgados y musculosos… La nueva especie, pensó Maya sintiéndose pequeña, débil y vieja. Homo martial. Afortunadamente tenía un buen esqueleto y seguía conservando su porte, pues de otro modo la habría avergonzado caminar entre aquellas criaturas. De pie, ajena a su propia gracia desafiante, miró a la lanzadora de la que les había hablado Sax girar sobre sí misma con una progresiva aceleración que proyectó el disco como una máquina de tiro al plato.

—¡Ciento ochenta metros! —exclamó Michel—. ¡Vaya marca!

Y en efecto la mujer parecía complacida. Los deportistas, después del esfuerzo, paseaban intentando relajarse, haciendo estiramientos musculares o bromeando entre ellos. No había jueces ni tabla de puntuación, sólo algunos colaboradores como Sax. La gente procuraba asistir a todas las pruebas. Las carreras empezaban con un disparo, los tiempos se tomaban manualmente y se anotaban en una pantalla. Los lanzadores de peso también en Marte parecían pesados y torpes. Las jabalinas volaban hasta el infinito. En el salto de altura, para sorpresa de Maya y Michel, no se sobrepasaban los cuatro metros, y en el de longitud se alcanzaban los veinte, un espectáculo asombroso en el que los atletas agitaban los miembros durante un largo salto que duraba cuatro o cinco segundos.

Al caer la tarde llegaban las pruebas de velocidad, que como todas las demás eran mixtas.

—Me pregunto si el dimorfismo sexual se ha reducido en esta gente —comentó Michel mientras miraba a un grupo haciendo ejercicios de calentamiento—. La determinación de la vida en razón del sexo no existe para ellos: hacen el mismo trabajo, las mujeres sólo tienen un hijo, o ninguno, hacen los mismos deportes, trabajan los mismos músculos…

Maya creía firmemente en la realidad de la nueva especie, pero ante esa perspectiva bufó:

—Entonces ¿por qué siempre miras a las mujeres? Michel sonrió.

—Oh, yo sí veo la diferencia, pero pertenezco a la vieja especie. Sólo me pregunto si ellos la ven.

Maya soltó una carcajada.

—Vamos, Michel, mira allí y allí —Señaló.— Proporciones, caras…

—Sí, sí. Pero aún así no son como la Bardot y Atlas, si entiendes lo que quiero decir.

—Te entiendo. Esta gente es más hermosa.

Michel asintió. Había sucedido lo que él venía diciendo desde el principio, pensó Maya: en Marte finalmente serían como pequeños dioses y diosas y vivirían la vida con un gozo sagrado. No obstante el sexo seguía siendo discernible a primera vista. Claro que tal vez fuera porque ella también pertenecía a la vieja especie. Aquel corredor… Oh, era una mujer, pero de piernas cortas y musculosas, caderas estrechas, pecho plano. ¿Y aquella otra? No, era un hombre. Un saltador de altura, grácil como un bailarín, aunque al parecer tenían problemas, Sax murmuró algo sobre plantas. En fin, aunque algunos fueran un poco andróginos, era posible reconocer a la mayoría casi de inmediato.

—¿Lo ves? —preguntó Michel.

—Más o menos. Aunque dudo que esos jovencitos lo vean del mismo modo. Si han acabado con el patriarcado, necesariamente tiene que haberse instaurado un nuevo equilibrio social entre ambos sexos…

—Eso mismo dirían los dorsa brevianos.

—Por ello pienso a veces si no será eso lo que hace problemática la inmigración terrana, no las cifras, sino el hecho de que los recién llegados de la Tierra procedan de culturas más antiguas. Es como si salieran de una máquina del tiempo directamente de la Edad Media y de golpe se encontraran con estos enormes minoicos, hombres y mujeres apenas distintos…

—Además de un nuevo inconsciente colectivo.

—Supongo que sí. Y como no pueden hacer frente a eso, se apiñan en guetos de inmigrantes, o fundan nuevas ciudades, y mantienen sus tradiciones y sus vínculos con el hogar, y odian lo marciano, y toda la xenofobia y la misoginia de esas viejas culturas brota aquí de nuevo, tanto contra sus mujeres como contra las muchachas nativas. —Había oído de incidentes en Sheffield y por toda Tharsis Este. En ocasiones las mujeres nativas sacudían a unos sorprendidos agresores inmigrantes, en otras sucedía lo contrario.— Y a los nativos no les agrada. Es como si permitieran la presencia de monstruos entre ellos.

Michel sonrió.

—Las culturas terranas son neuróticas hasta la médula, y cuando se enfrentan a la cordura, se vuelven aún mas neuróticas, y los cuerdos no saben qué hacer. Y por eso presionan para detener la inmigración.

Michel se había distraído con una nueva prueba. Las carreras eran rápidas, pero ni la mitad de veloces que en la Tierra apesar de la diferencia de gravedad. Tenían el mismo problema que los saltadores de altura, pero durante toda la carrera: los corredores salían con tal aceleración que tenían que reducirla para no rebotar excesivamente en la pista. En los sprints trataban de no inclinarse hacia adelante, como si intentaran evitar caer de bruces, mientras las piernas los impulsaban con fuerza. En las pruebas más largas, al acercarse a la meta empezaban a bracear como si nadaran, con zancadas cada vez más largas, y al final parecían saltar como canguros de una sola pierna. Maya se acordó de Peter y Jackie, los dos velocistas de Zigoto, corriendo por la plava bajo la cúpula polar; sin consejo de nadie habían desarrollado un estilo similar.

En las carreras de fondo se empleaba lo que en la Colina Subterránea llamaban la zancada marciana, que ahora que no llevaban trajes era como volar. Una joven marcó el ritmo durante toda la carrera de diez mil metros y le quedaron fuerzas suficientes para acelerar al final, de manera que salvó los últimos metros con saltos de gacela, sacando una vuelta de ventaja a los demás corredores, que parecían avanzar dificultosamente mientras ella pasaba volando junto a ellos. Fue un espectáculo encantador y Maya gritó hasta enronquecer. Se aferró al brazo de Michel, mareada, riendo con los ojos llenos de lágrimas; ¡era tan extraño y maravilloso contemplar a aquellas criaturas, ignorantes de su gracia!

Le gustaba que las mujeres superasen a los hombres, aunque ellas no parecían darle importancia. Las mujeres dominaban ligeramente en las pruebas de fondo y obstáculos, los hombres en las carreras cortas. Sax les explicó que la testosterona proporcionaba fuerza, pero con el tiempo provocaba calambres, lo cual mermaba sus posibilidades en distancias largas. Uno podía explicarlo como quisiera, pero lo que en realidad contaba era la técnica.

Al final de la jornada los atletas formaron un pasillo de acceso al estadio, y al poco un corredor solitario apareció por el sendero y entró en el estadio aclamado por la multitud. ¡Era Nirgal! Maya se juntó al clamor general con la garganta dolorida.

Los corredores de cross habían salido del extremo meridional de Menos Uno aquella mañana, descalzos y desnudos. Habían recorrido más de cien kilómetros sobre las ásperas ondulaciones de los paramos centrales de la isla, un diabólico entramado de barrancos, grábenes, hoyos de pingos, dolinas, escarpes y desprendimientos de rocas, aunque ninguno insalvable. Había numerosas rutas posibles, lo que convertía la carrera en una prueba de orientación tanto como de resistencia. Una dura empresa, y llegar corriendo a la meta a las cuatro de la tarde como lo hacía Nirgal era una hazaña. El siguiente corredor no llegaría hasta después de la puesta de sol, decían. Polvoriento y exhausto, como un refugiado de algún desastre, Nirgal dio una vuelta de honor al estadio y luego se puso unos pantalones de deporte, inclinó la cabeza para recibir la corona de laurel y aceptó mil abrazos.

Maya fue la última y Nirgal rió, feliz de verla. Tenía la piel blanca bajo el sucio sudor reseco, los labios cuarteados, los cabellos polvorientos y los ojos enrojecidos. Enjuto, casi demacrado. Se bebió toda una botella de agua y rechazó otra.

—Gracias, no estoy tan deshidratado, encontré un depósito cerca de Jiri Ki.

—¿Qué ruta has seguido? —preguntó alguien.

—¡No preguntes! —contestó él con una carcajada, como si se tratara de un terrible misterio. Más tarde Maya se enteró de que las rutas seguidas se mantenían en secreto. Esas carreras de cross eran muy populares en ciertos círculos, y Nirgal era un campeón, sobre todo en distancias largas; la gente hablaba de sus trayectos como si de algún modo interviniera en ellos el teletransporte. Por lo visto aquélla era una carrera demasiado corta para que él la ganara, y por eso se sentía especialmente complacido.

Nirgal se acercó a un banco y se sentó.

—Deja que me recupere un poco —dijo, y miró las últimas pruebas, distraído y feliz. Sentada junto a él, Maya no podía dejar de mirarlo. Llevaba mucho tiempo viviendo de la tierra como miembro de una cooperativa de granjeros y recolectores, una vida que Maya no alcanzaba a imaginar, y por eso lo suponía en una especie de limbo, desterrado en las tierras salvajes, donde sobrevivía como una rata o una planta. Sin embargo, allí estaba, exhausto pero gritando ante un final de carrera reñido, exactamente el mismo Nirgal vital que recordaba de aquel viaje a La Puerta del Infierno, hacía tanto tiempo, años gloriosos para él y para ella. Mirándolo tuvo la impresión de que él no veía el pasado de la misma forma. Ella se sentía esclavizada por la historia, pero Nirgal había sobrevivido a su destino y lo había dejado a un lado, como si se tratara de un libro viejo, y en ese momento reía bajo el sol después de haber vencido a toda una manada de jóvenes animales salvajes en su propio terreno gracias a su ingenio y a su amor por Marte, y a su técnica de lung-gom-pa y a sus piernas resistentes. Siempre había sido un corredor; Maya podía verlos, a él y a Jackie, galopando velozmente en pos de Peter como si hubiese sido ayer: los otros dos eran más veloces, pero Nirgal podía pasarse el día entero corriendo alrededor del lago. —¡Oh, Nirgal!—. Se inclinó y le besó el pelo polvoriento, y él la abrazó. Maya rió y miró a los hermosos gigantes que llenaban la pista, con la piel enrojecida por el crepúsculo, y sintió que la vida volvía a llenarla. Nirgal producía ese efecto.

Esa noche, después de una fiesta al aire libre, se llevó a Nirgal aparte y le confió sus temores sobre el conflicto entre la Tierra y Marte. Michel andaba por ahí conversando con la gente y Sax, sentado en un banco frente a ellos, escuchaba en silencio.

—Jackie y la cúpula de Marte Libre abogan por una línea dura, pero eso no detendrá a los terranos, y en cambio puede provocar una guerra.

Nirgal la miraba. Él aún la tomaba en serio, Dios bendijera su alma hermosa, y Maya lo rodeó con un brazo como habría hecho con un hijo.

—¿Qué crees que deberíamos hacer? —preguntó él.

—Mantener Marte abierto. Tenemos que luchar por eso y tú tienes que intervenir. Te necesitamos más que a nadie, porque causaste un gran impacto durante tu visita a la Tierra; en esencia, esa visita te convierte en el marciano más importante en la historia terrana. Aún se escriben libros y artículos sobre lo que hiciste, ¿lo sabías? Existe un movimiento de cooperativas salvajes cada vez más importante en Norteamérica y Australia, que se está extendiendo a otros lugares. La gente de Isla Tortuga ha reorganizado enteramente el oeste americano, y ya hay docenas de cooperativas. Te están escuchando. Y aquí ocurre lo mismo. Yo he hecho lo que he podido; les plantamos cara en la campaña electoral en el Gran Canal. Y traté de neutralizar a Jackie. Tuve un cierto éxito, creo, pero es algo que va más allá de Jackie. Ella ha buscado el apoyo de Irishka, y es razonable esperar que los rojos se opongan a la inmigración; creen que eso los ayudará a proteger sus preciosas rocas. Lo que significa que Marte Libre y los rojos van a estar en el mismo bando por primera vez en la historia. Será difícil combatir contra ellos. Pero si no los…

Nirgal asintió; había comprendido. Ella le estrujó los hombros, se inclinó y lo besó en la mejilla.

—Te quiero, Nirgal.

—Y yo a ti —dijo él con una suave risa, algo sorprendido—. Pero, oye, no quiero involucrarme en ninguna campaña política. Coincido contigo en que es importante mantener Marte abierto y ayudar a la Tierra en su crisis demográfica. Es lo que siempre he dicho y lo que dije cuando estuvimos allí. Pero no me mezclaré con las instituciones políticas, no puedo. Contribuiré a la causa como lo hice antaño, ¿comprendes? Recorro grandes distancias y veo a mucha gente. Hablaré con ellos, empezaré a organizar charlas, como en el pasado. Haré lo que pueda en ese nivel.

Maya asintió.

—Eso es fantástico, Nirgal, y es el nivel que necesitamos alcanzar, de todas maneras.

Sax carraspeó.

—Nirgal, ¿conoces a una matemática de Sabishii llamada Bao?

—Me parece que no.

—Ah. —Y volvió a hundirse en sus ensoñaciones.

Maya le comentó a Nirgal sus reflexiones con Michel, que la inmigración actuaba como una máquina del tiempo que transportaba pequeñas islas del pasado al presente.

—Era uno de los temores de John, y ahora está sucediendo. Nirgal asintió y dijo:

—Tenemos que tener fe en la areofanía y en la constitución. Una vez que llegan aquí tienen que someterse a ella, el gobierno debe insistir en eso.

—Sí, pero los nativos…

—Hay que crear una suerte de ética asimilacionista que los incluya a todos.

—Sí.

—Bien, Maya, veré lo que puedo hacer. —Nirgal le sonrió y de pronto el sueño se abatió sobre él.— Tal vez lo consigamos una vez más.

—Tal vez.

—Tengo que dormir. Buenas noches. Te quiero.

Partieron hacia el noroeste y Menos Uno se desvaneció bajo el horizonte como un sueño de la antigua Grecia. Navegaban de nuevo en mar abierto, con sus anchas torres de olas. Unos fuertes alisios del nordeste los acompañaron durante la travesía, levantando una marejadilla que acentuaba el púrpura oscuro del mar. El bramido del viento y el agua era constante y costaba hacerse oír, aún gritando. La tripulación renunció a la conversación y desplegó todas las velas, forzando a la IA del navio con su entusiasmo; las velasmástil se hinchaban o aflojaban con cada ráfaga como las alas de un pájaro, ofreciendo un contrapunto visual a la kinética invisible que azotaba la piel de Maya, quien de pie a proa miraba y lo absorbía todo.

El tercer día el viento arreció aún más y el barco alcanzó una velocidad de hidroplano: el casco se alzó sobre una sección plana de popa y se deslizó sobre las olas, levantando más espuma de la que podía soportarse en cubierta. Maya se retiró a una cabina desde donde podía contemplar el espectáculo por las ventanas de proa ¡Qué velocidad! De cuando en cuando entraba algún marinero empapado a recuperar el aliento y tomar un poco de java. Uno le dijo que estaban ajustando el rumbo para hacer frente a la Corriente de Hellas, «este mar es el mejor ejemplo de la actuación de las fuerzas de Coriolis en el desagüe de una bañera, porque es redondo y está en latitudes donde los alisios soplan en la misma dirección que la fuerza de Coriolis, de manera que giran en el sentido de las agujas del reloj alrededor de Menos Uno como un gigantesco remolino. Tenemos que ajustarnos a ella con tiempo o tocaremos tierra a medio camino.» Los fuertes vientos se mantuvieron y como hidroplaneaban buena parte del día, sólo tardaron cuatro días en recorrer el radio del mar de Hellas. En la cuarta tarde las velasmástii se aflojaron y el casco descendió sobre el agua y avanzó entre las olas. De pronto la tierra cubrió todo el horizonte septentrional: el borde de la gran cuenca, semejante a una cadena montañosa sin picos destacados, la pared de un cráter desmesurado. Se acercaron y luego bordearon la costa en dirección oeste (porque a pesar de que habían ajustado el rumbo, la corriente los había arrastrado al este de la ciudad). Subida a un mástil, Maya contemplaba la playa que había creado el mar: una franja ancha protegida por dunas cubiertas de pastos entre las cuales se abrían paso aquí y allá las bocas de los arroyos que desaguaban en el mar. Una costa hermosa, y en las afueras de Odessa.

Por el oeste, la accidentada cresta de los Hellespontus Mons asomó sobre las olas, lejana, un semblante muy diferente del que mostraba la pendiente norte. Así pues, estaban cerca. Maya trepó aun más arriba y, en efecto, en la pendiente norte divisó los parques y edificios de la parte alta de la ciudad, verde y blanco, turquesa y terracota. Y luego el enorme anfiteatro que abrazaba el Puerto, del cual apareció en el horizonte primero el blanco faro, después la estatua de Arkadi, el rompeolas, los mil mástiles del embarcadero y finalmente el revoltijo de tejados y árboles detrás del hormigón manchado del rompeolas de la cornisa. Odessa.

Se descolgó por las drizas como un avezado marinero, gozosa del embate del viento, y abrazó riendo a los desconcertados tripulantes, y después a Michel. Entraron en el puerto y las velas se replegaron en los mástiles como caracoles en su concha. Bajaron la pasarela, recorrieron el embarcadero y entraron en el parque de la cornisa. El tranvía azul aún pasaba por la calle de detrás del parque con su resonante estrépito.

Maya y Michel bajaron por la cornisa tomados de la mano, mirando los vendedores ambulantes de comida y los pequeños cafés al aire libre del otro lado de la calle. Los nombres parecían nuevos, pero todo conservaba sin embargo el aspecto de antes y las terrazas de la ciudad, que subían desde el paseo marítimo, no diferían de las que recordaban.

—Allí está el Odeón, allí el Toba…

—Ahí estaban las oficinas de Aguas Profundas. Me pregunto qué habrá sido de mis compañeros de la empresa.

—Me parece que mantener el nivel del mar estable tiene ocupados a un buen número de ellos. Siempre hay trabajo hidrológico.

—Es verdad.

Al fin llegaron al viejo edificio de apartamentos de Praxis: las paredes estaban ahora casi cubiertas por la hiedra, el estuco había perdido su blancura y el azul de las persianas estaba descolorido. Necesitaba algunas reformas, como comentó Michel, pero a Maya le gustaba así, viejo. En el tercer piso divisaron la ventana de su antigua cocina y el balcón, y el de Spencer al lado. Spencer seguramente los esperaba dentro.

Y franquearon el portón y saludaron al nuevo conserje. Spencer los esperaba dentro, en cierto modo: había muerto aquella tarde.

No alcanzaba a comprender por qué le había afectado tanto. Hacía años que Maya no veía a Spencer Jackson; ni siquiera cuando eran vecinos lo había tratado demasiado, apenas lo conocía. Nadie lo conocía en realidad. Spencer era el miembro más enigmático del grupo de los Primeros Cien, lo que no era decir poco, y extremadamente reservado. Había vivido durante casi veinte años en el mundo de superficie bajo una identidad falsa, como espía al servicio de la Gestapo de las fuerzas de seguridad de Kasei Vallis, hasta la noche en que habían volado la ciudad para rescatar a Sax, y de paso a Spencer. Veinte años viviendo como una persona distinta, con un pasado falso y sin poder hablar con nadie; ¿qué efectos tenía eso sobre uno? Spencer siempre había sido introvertido, independiente, y tal vez por eso no había sufrido menoscabo. Parecía estar bien durante los años que vivieron en Odessa; seguía una terapia con Michel, naturalmente, y bebía demasiado, pero era un buen vecino y amigo, tranquilo, sólido, de fiar. Y nunca había dejado de trabajar; su producción para los diseñadores bogdanovistas nunca flaqueó, ni cuando llevaba una doble vida ni después. Era un gran ingeniero y sus dibujos a pluma eran hermosos. Pero ¿cuáles eran las consecuencias de veinte años de duplicidad? Tal vez había acabado asumiendo todas sus identidades. Maya nunca se había parado a pensar en aquello, y empacando las cosas de Spencer en su apartamento vacío se preguntó por qué ni siquiera lo había intentado. Tal vez él había escogido una manera de vivir que no despertaba la curiosidad de nadie, un extraño solitario. Se echó a llorar y le gritó a Michel:

—¡Tenías que preocuparte de todos!

Él sólo inclinó la cabeza. Spencer había sido uno de sus mejores amigos.

En los días que siguieron un sorprendente número de personas se congregó en Odessa para el funeral. Sax, Nadia, Mijail, Zeyk y Nazik, Roald, Coyote, Mary, Vlad, Marina, Ursula, Jurgen y Sibilla, Steve y Marión, George y Edvard, Samantha… en verdad parecía una convención de los Primeros Cien restantes y sus colegas issei. Y Maya recorrió con la mirada los rostros familiares y comprendió con desaliento que se reunirían con un motivo semejante muchas veces a partir de entonces, y cada vez sería menos en aquella partida final de las sillas musicales, hasta que un día uno de ellos recibiría una llamada y descubriría que era el último. Un destino terrible que Maya no esperaba tener que soportar; moriría antes, seguro. El declive súbito la atraparía, alguna otra cosa. Haría lo que fuera con tal de escapar al destino, hasta arrojarse delante del tranvía si era preciso. Bueno, casi cualquier cosa. Arrojarse bajo el tranvía sería un acto tan cobarde como valiente. Confiaba en morir antes de tener que llegar a eso. Pero no debía temer, la muerte acudiría a la cita sin falta, y sin duda mucho antes de lo que ella deseaba. Tal vez ser el último de los Primeros Cien no fuera tan malo después de todo. Nuevos amigos, una nueva vida… ¿no era eso lo que andaba buscando? ¿No eran aquellas caras un estorbo para ella?

Asistió al corto servicio y los rápidos elogios con ánimo sombrío. Quienes hablaban parecían perplejos. Un nutrido grupo de ingenieros se desplazó desde Da Vinci, colegas de Spencer de sus años de diseño. Le sorprendía que tanta gente lo hubiera apreciado, que una persona que pasaba tan inadvertida provocara una respuesta como aquélla. Quizá todos se habían proyectado en su vacío y habían creado un Spencer propio, y lo habían amado como a una parte de sí mismos. Pero eso lo hacía todo el mundo, eso era la vida.

Ahora él se había ido. Bajaron al puerto y los ingenieros soltaron un globo de helio que al alcanzar los cien metros dejó caer las cenizas de Spencer, que se unieron a la neblina, al azul del cielo, al latón del crepúsculo.

Con el paso de los días los congregados fueron dispersándose lentamente y Maya vagó sin rumbo por Odessa: husmeaba en las tiendas de muebles usados, se sentaba en los bancos de la cornisa, contemplaba el espejeo del sol en el agua. Era muy agradable volver a estar allí, pero sentía el frío de la muerte de Spencer más de lo previsto. Le recordaba que regresando allí e instalándose en el viejo edificio intentaban lo imposible, volver atrás, negar el paso del tiempo. Un empeño vano; todo pasaba, todo lo que hacían lo hacían por ultima vez. Los hábitos eran mentiras que los arrullaban con la sensación de que había algo que perduraba, cuando en realidad nada perduraba. Ésa era la última vez que se sentaría en aquel banco. Si al día siguiente bajaba a la cornisa y volvía a sentarse en él, sería de nuevo la última vez y nada quedaría de ese momento. Un instante final detrás de otro, en una sucesión infinita. No alcanzaba a comprenderlo, las palabras no podían describirlo ni las ideas articularlo, pero lo sentía como el filo de una ola que la empujaba siempre adelante, o como un viento constante en su mente que arrastraba velozmente los pensamientos impidiéndole pensar, impidiéndole sentir. Por las noches, tendida en la cama, se decía: «Esta es la última vez», y se aferraba a Michel como si así pudiera evitar que ocurriera. Incluso Michel, incluso el pequeño mundo dual que habían construido…

—¡Oh, Michel! —exclamó aterrada—. ¡Pasa tan deprisa!

Él asintió, con los labios apretados. Había renunciado a seguir con su terapia, había dejado de señalar siempre el lado bueno de todo; ahora la trataba como a un igual y veía sus estados de ánimo como un aspecto de la verdad, simplemente lo que ella merecía. Pero a veces Maya extrañaba el consuelo.

Michel no le ofreció una negativa, ni un comentario esperanzador. Spencer había sido su amigo. En los años de Odessa, cuando Maya y Michel se peleaban, algunas veces él se iba a casa de Spencer, y sin duda se pasaban la noche bebiendo whisky y charlando. Si había alguien capaz de arrastrar a Spencer ése era Michel. Ahora estaba sentado en la cama, mirando por la ventana, como el viejo cansado que era. Ya no peleaban. Maya tenía la impresión de que a ella le habría hecho bien, habría quitado telarañas, la habría cargado de nuevo, pero Michel no respondía a las provocaciones. Él nunca había sido hombre belicoso, y puesto que ya no era su terapeuta tampoco pelearía en aras del bienestar de ella. Allí estaban, sentados en la cama. Si alguien entrara, pensó Maya, vería a una pareja tan vieja y cansada que ya ni se molestaba en hablar. Se sientan juntos, cada uno a solas con sus pensamientos.

—Bueno —dijo Michel después de un largo silencio—, pero aquí estamos.

Maya sonrió. El comentario esperanzador al fin, hecho con gran esfuerzo. Michel era un hombre valeroso, y había citado las primeras palabras pronunciadas en Marte. John tenía un extraño don para formular algunas cosas. «Aquí estamos.» Qué estupidez. Pero, ¿había querido expresar algo más que la obviedad de John, era más que una exclamación irreflexiva?

—Aquí estamos —repitio ella, saboreando la frase. En Marte. Primero una idea, luego un lugar. Y ahora se encontraban en el dormitorio de un apartamento casi vacío, no el mismo en que habían vivido, sino uno que hacía esquina y tenía unos ventanales que miraban al sur y al oeste. La gran curva del mar y las montañas decían Odessa, nigún otro lugar. Las viejas paredes de yeso estaban manchadas, los suelos de madera, oscurecidos y brillantes. Cruzando una puerta, la sala de estar, del vestíbulo a la cocina a través de otra. Tenían un colchon y un somier, un sofá, algunas sillas, unas cajas sin desembalar (sus antiguas posesiones, que habían sacado del almacén), unos muebles, curiosamente, rodaban por la vida de uno. Se sentiria mejor al verlos. Desempacarían, distribuirían los muebles, los usarían hasta que fuesen invisibles. El hábito cubriría de nuevo la desnuda realidad del mundo. Gracias a Dios.

Poco después se celebraron las elecciones globales y Marte Libre y su racimo de pequeños aliados volvieron a constituir la super-mayoría en el cuerpo legislativo. Sin embargo, su victoria no fue tan aplastante como esperaban y algunos de sus aliados refunfuñaban y buscaban acuerdos que les resultaran más ventajosos. Mángala era un hervidero de rumores y uno podía pasarse días enteros ante las pantallas leyendo los debates y previsiones de columnistas y analistas; con el tema de la inmigración sobre la mesa las apuestas eran más altas que nunca, la atmósfera de hormiguero alborotado de Mángala lo probaba. El resultado de las elecciones para el consejo ejecutivo era incierto y se rumoreaba que Jackie recibía ataques dentro de su propio partido.

Maya apagó la pantalla, pensando frenéticamente. Llamó a Athos, que se sorprendió al verla pero en seguida recuperó su deferencia habitual. Lo habían elegido representante por las ciudades de la bahía Nepenthes y se encontraba en Mángala trabajando denodadamente para los verdes, que habían obtenido excelentes resultados y tenían un sólido grupo de representantes y nuevas y numerosas alianzas.

—Deberías presentarte como candidato al consejo ejecutivo —le espetó Maya.

La sorpresa del hombre fue evidente.

—¿Yo?

—Tú —Maya habría querido decirle que se mirase al espejo y lo pensara, pero se mordió la lengua.— Causaste una gran impresión durante la campaña, y mucha gente que desea una política pro terrana no sabe a quién respaldar. Tú eres la mejor apuesta. Incluso podrías entrar en conversaciones con Marteprimero para convencerlos de que abandonen la coalición con Marte Libre. Promételes una posición moderada y un consejero, y amplias simpatías rojas.

La sugerencia pareció preocuparle. Si aun estaba ligado sentimentalmente a Jackie y presentaba su candidatura, tendría graves problemas, sobre todo si además cortejaba a Marteprimero. Pero después de la visita de Peter era probable que aquello no le preocupara tanto como durante las brillantes noches en el canal. Maya lo dejó rumiando la propuesta. Era tan fácil manipular a aquella gente.

Aunque no deseaba reconstruir su vida anterior en Odessa, sí quería trabajar, y en ese aspecto la hidrología había superado con mucho a la ergonomía (y la política, por supuesto) como su especialidad laboral. Además le interesaba enormemente el ciclo hidrológico de la cuenca de Hellas, quería descubrir hacia dónde se orientaba el trabajo ahora que la cuenca estaba llena. Michel tenía su práctica terapéutica y además participaría en el proyecto con los primeros colonos del que le habían hablado en Rhodos, y ella no quería quedarse con las manos en los bolsillos. De manera que después de desempacar y de amueblar el apartamento salió en busca de Aguas Profundas.

Habían convertido las viejas oficinas en un edificio de apartamentos en primera línea de mar, un paso inteligente, y el nombre de la empresa ya no constaba en el directorio, pero Diana aún vivía en la ciudad, en una de las grandes casas comunales de la parte alta, y se alegró mucho al verla. Fueron a comer juntas y la joven la puso al corriente de la hidrología local, que seguía siendo su ocupación.

—La mayor parte de la plantilla de Aguas Profundas fue a parar al Instituto del Mar de Hellas. —Éste era un grupo interdisciplinar compuesto por representantes de las cooperativas agrícolas y estaciones hidrológicas de la cuenca, así como de las pesquerías, Universidad de Odessa, las ciudades costeras y los asentamientos de las subcuencas del extenso borde de Hellas. Las ciudades costeras en particular estaban muy interesadas en estabilizar el nivel del mar justo por encima del antiguo límite de menos un kilómetro, unos centenares de metros más arriba que el nivel actual del mar del Norte—. No quieren que el nivel del mar varíe un solo metro si puede evitarse —dijo Diana—. Y el Gran Canal no sirve como vía de desagüe hacia el mar del Norte porque para que las esclusas funcionen es necesario que el agua circule en ambas direcciones. Así que se trata de compensar el aporte de los acuíferos y las precipitaciones con la pérdida por evaporación. De momentó ha ido bien. La evaporación es ligeramente superior a las precipitaciones en la cuenca, y cada año los acuíferos pierden unos cuantos metros. Con el tiempo eso se convertirá en un problema, pero no grave, porque hay una buena reserva de acuíferos y además han empezado a reabastecer algunos. Esperamos que la tasa de precipitaciones continuará aumentando como hasta ahora al menos durante un tiempo. En fin, ésa es nuestra principal preocupación, si la atmósfera absorberá más agua de los acuíferos de la que podemos suplir.

—¿No acabará la atmósfera hidratándose por completo?

—Tal vez. No sabemos con certeza cuánta humedad admitirán. Los estudios climáticos son una broma, si quiere saber mi opinión. Los modelos globales son demasiado complejos, hay demasiadas variables desconocidas. Por el momento lo único que sabemos es que el aire es aún muy seco y es probable que gane humedad. Así que cada cual piensa lo que quiere e intenta complacer sus expectativas, y los tribunales medioambientales les siguen la pista como buenamente pueden.

—¿No prohiben nada?

—Sólo las grandes bombas de calor. No suelen entrometerse en las pequeñeces. Aunque últimamente se han vuelto más estrictos y han empezado a vetar proyectos de menos envergadura.

—Yo diría que los proyectos más pequeños son justamente los más fáciles de calcular.

—En cierto modo, pero tienden a anularse unos a otros. Verá, un gran número de proyectos rojos buscan proteger las zonas elevadas y las tierras del sur, y el límite de altura fijado por la constitución los respalda, por lo que siempre acuden con sus quejas al gobierno global. Allí les dan la razón y ellos hacen lo que querían, y al final resulta que sus proyectos se neutralizan entre sí y todo queda igual. Es una pesadilla legal.

—Pero de esa manera se las arreglan para mantener las cosas estables.

—Bueno, me parece que las zonas altas reciben más aire y agua de lo que deberían.

—Creía que habías dicho que ganaban en los tribunales.

—En los tribunales, sí, en la atmósfera, no. Hay demasiadas cosas en marcha.

—¿Es que no han emprendido acciones legales contra las fábricas de gases de invernadero?

—Lo han hecho, pero perdieron. Esos gases cuentan con el apoyo de todos los demás, porque sin ellos habríamos entrado en una era glacial.

—Pero una reducción de las emisiones…

—Sí, lo sé. Aún se está discutiendo, y va para largo.

—Ya veo.

Mientras tanto, se había convenido un nivel para el mar de Hellas, y como se trataba de una decisión del cuerpo legislativo, todos los trabajos en torno a la cuenca estaban siendo coordinados para que el mar se ajustara a la ley. Todo el asunto era de una complejidad fantástica, aunque simple en principio: midieron el ciclo hidrológico completo, con sus tormentas y su régimen de lluvias y nevadas, el destino de las aguas del deshielo, tanto las que se filtraban en el subsuelo como las que discurrían por la superficie en forma de ríos y arroyos o formaban lagos y finalmente desaguaban en el mar de Hellas, donde se helaban en invierno y se evaporaban en verano, iniciando de nuevo el ciclo. Y en ese inmenso ciclo hicieron las intervenciones necesarias para estabilizar el mar, de la extensión aproximada del Caribe. Si había demasiada agua y querían bajar el nivel, existía la posibilidad de canalizar el exceso hacía los acuíferos vaciados de las Montañas Amphitrites en el sur. Pero eso tenía sus limitaciones, porque la roca de los acuíferos era porosa y tendía a derrumbarse en cuanto se vaciaban, haciendo difícil o impracticable su reabastecimiento. La posibilidad de que el mar se desbordara era una de las mayores dificultades que enfrentaba el proyecto. Mantener el equilibrio…

Y ocurría lo mismo en todo Marte. Era una locura, pero estaban determinados a conseguirlo. Diana le habló de los esfuerzos para mantener seca la cuenca de Argyre, una empresa a su manera de la misma envergadura que llenar la cuenca de Hellas: habían construido tuberías gigantescas para evacuar el agua de Argyre a Hellas si esta última la necesitaba, o a sistemas fluviales que desaguaban en el mar del Norte en caso contrario.

—¿Y qué hay del mar del Norte? —preguntó Maya.

Diana meneó la cabeza, con la boca llena. Por lo visto la opinión general era que el mar del Norte quedaba fuera de cualquier regulación, aunque por el momento se había estabilizado. Tendrían que mantenerse a la expectativa, y las ciudades costeras asumían el riesgo. Muchos creían que con el tiempo el nivel del mar del Norte descendería a medida que el agua volviera al permafrost o quedara atrapada en alguno de los miles de cráteres-lago de las tierras altas del sur. De nuevo el régimen de precipitaciones y de desagüe en el mar del Norte era crucial. Las tierras altas del sur decidirían, dijo Diana, y puso en su pantalla de muñeca un mapa para mostrárselo a Maya. Las cooperativas de construcción de cuencas hidrográficas aún vagaban por allí instalando sistemas de drenaje, canalizando agua a los arroyos de las tierras altas, reforzando lechos fluviales, excavando arenas movedizas, que en algunos casos dejaban al descubierto antiguas cuencas fluviales; pero por lo general los nuevos cursos de agua tenían que seguir los antiguos accidentes formados por la lava, las fracturas de los cañones o algún ocasional canal corto. El resultado distaba mucho de la clara red terrana: una confusión de diminutos lagos redondos, pantanos helados, cauces secos y largos ríos con abruptos giros en ángulo recto o súbitas desapariciones en sumideros o tuberías. Sólo los antiguos lechos de ríos recuperados parecían ser apropiados; todo lo demás se asemejaba al producto de un cataclismo.

Muchos de los veteranos de Aguas Profundas que no se habían integrado en el Instituto del Mar de Hellas habían fundado su propia cooperativa, que cartografiaba las aguas subterráneas en la zona de Hellas, medía el agua que retornaba a los acuíferos y los ríos subterráneos, calculaba cuánta agua podía almacenarse y recuperarse… Diana era miembro de esa cooperativa. Después de aquel almuerzo, comunicó el regreso de Maya a sus compañeros de la cooperativa, y cuando les dijo que estaba interesada en trabajar con ellos, le ofrecieron un puesto con una cuota de entrada baja. Complacida por el detalle, Maya decidió aceptar.

Empezó a trabajar para Capas Freáticas del Egeo, que así se llamaba la cooperativa. Se levantaba, preparaba café y tomaba unas tostadas, una galleta, un panecillo. Cuando hacía buen tiempo desayunaba en el balcón, aunque por lo común lo hacía sentada a la mesa redonda instalada en la ventana salediza, leyendo El mensajero de Odessa en la pantalla, reparando en los pequeños detalles que revelaban las cada vez más sombrías relaciones entre Marte y la Tierra. El cuerpo legislativo había elegido en Mángala el nuevo consejo ejecutivo, y Jackie no era uno de los siete; la habían reemplazado por Nanedi. Maya saltó de alegría y luego leyó todas las reseñas que pudo encontrar y vio las entrevistas: Jackie afirmaba que habia rehusado presentarse como candidata porque estaba cansada después de tantos años, y que se daría un respiro como lo había hecho en ocasiones anteriores, y luego regresaría (esto último lo dijo con un toque acerado en la mirada). Nanedi guardó un discreto silencio sobre el tema, pero tenía la expresión de placer y sorpresa del hombre que ha matado al dragón; y aunque Jackie declaró que continuaría trabajando en el aparato de Marte Libre, era evidente que su influencia había declinado, pues de otro modo seguiría en el consejo.

Había conseguido apartar a Jackie, pero las fuerzas contrarias a la inmigración seguían en el poder. Marte Libre mantenía aún un inestable dominio de la alianza que formaba su supermayoría. Nada importante había cambiado, la vida continuaba, los informes sobre la superpoblada Tierra eran ominosos. Esa gente vendría un día u otro, Maya estaba segura. De momento se las apañaban, y podían echar una ojeada alrededor, hacer planes, coordinar sus esfuerzos. Llegó a la conclusión de que sería mejor que no encendiera la pantalla sí quería conservar el apetito.

Tomó el hábito de bajar al centro a desayunar con más largueza en la cornisa, con Diana, o más tarde con Nadia y Art, o con visitantes. Después del desayuno iba andando hasta las oficinas de CFE, cerca del extremo oriental del paseo marítimo, una buena caminata respirando un aire que cada año era un poquito más salado. En CFE tenía un despacho con ventana y su labor allí era la misma que en Aguas Profundas, servir como enlace con el Instituto del Mar de Hellas y coordinar un variable equipo de areólogos, hidrólogos e ingenieros que concentraban sus investigaciones en las montañas de Amphitrites y Hellespontus, donde se encontraban la mayoría de los acuíferos. Viajaba por la curva de la costa para inspeccionar prospecciones e instalaciones, y con frecuencia se alojaba en la pequeña ciudad portuaria de Montepulciano, en la orilla sudoeste del mar. Cuando regresaba a Odessa se pasaba el día trabajando y luego vagaba por la ciudad y compraba muebles en tiendas de segunda mano, o ropa. Le interesaban mucho las nuevas modas y cómo cambiaban con las estaciones; aquélla era una ciudad elegante, la gente vestía bien, y las últimas tendencias daban a Maya un aire de madura nativa de complexión menuda y porte erguido y regio. A menudo, al caer la tarde, de camino a casa, decidía ir a la cornisa o se sentaba en el parque que había debajo, y en verano cenaba temprano en alguno de los restaurantes de la playa. En otoño una flotilla de barcos anclaba en el puerto, y tendían pasarelas que los comunicaban entre sí y vendían entradas para la fiesta del vino, y después de oscurecer había fuegos de artificio sobre el lago. En invierno la oscuridad se abatía temprano sobre el mar, y las aguas cercanas a la orilla se cubrían de hielo, que reflejaba los colores del cielo, salpicado de patinadores y veloces trineos de vela.

Durante una de esas solitarias cenas crepusculares de Maya una compañía teatral puso en escena El círculo de tiza caucasiano en un callejón contiguo, y algo en la iluminación de la obra la obligó a mirar por entre las rendijas de las tablas. Apenas pudo seguir la trama, pero algunos momentos la impresionaron por su fuerza, sobre todo los apagones durante los cuales se suponía que la acción se detenía, con los actores inmóviles sobre el escenario en la luz pálida, y que sólo necesitaban un toque de azul para ser perfectos, pensó.

Después la compañía fue a cenar al restaurante y Maya conversó con la directora, una nativa de mediana edad llamada Latrobe, que se mostró muy interesada en conocerla y discutió con ella acerca de la obra y las teorías de Brecht sobre el teatro político. Latrobe resultó ser una pro terrana. Quería poner en escena obras que hablaran en favor de un Marte abierto y de la asimilación de los inmigrantes en la areofanía. Era aterrador, dijo, el escaso número de piezas del repertorio clásico que fomentaban esos sentimientos. Necesitaban nuevas obras. Maya le habló de las veladas políticas de Diana en los tiempos de la UNTA, celebradas a veces en los parques, y también de su idea de que a la producción de aquella noche le faltaba luz azul. Latrobe invitó a Maya a visitarlos, hablarles de política y ayudarlos con la iluminación si lo deseaba, el punto débil de la compañía, que había nacido en los mismos parques donde Diana y su grupo se reunían. Tal vez podrían volver a hacer teatro al aire libre y representar más a Brecht.

Y Maya los visitó, y con el tiempo, sin decidirlo conscientemente, se convirtió en uno de los luminotécnicos, aunque también ayudaba con el vestuario, que era moda de otra clase. Les habló largamente sobre el concepto de teatro político y los ayudó a encontrar nuevas obras. Se convirtió en una especie de asesor político-estético. Pero se negaba en redondo a subir al escenario, aunque Michel y Nadia, además de la compañía, insistieron.

—No —dijo ella—. No me apetece. Si lo hiciera acto seguido me pedirian que interpretara el papel de Maya Toitovna en esa obra sobre John.

—Es una ópera —dijo Michel—. Tendrías que ser soprano.

—Da lo mismo.

No deseaba actuar, la vida cotidiana ya era suficiente, pero disfrutaba del mundo del teatro. Representaba una nueva manera de llegar a la gente y cambiar sus valores, menos agotadora que la aproximación directa de la política, más entretenida, y tal vez en cierto modo más efectiva, porque el teatro tenía fuerza en Odessa. El cine era un arte muerto, la incesante sobresaturación de imágenes había acabado por hacer todas las imágenes igualmente tediosas. Lo que parecía gustar a los ciudadanos de Odessa era la inmediatez y el riesgo de la representación espontánea, el momento que nunca volvería, que nunca se repetiría. El teatro era el espectáculo más saludable de la ciudad, y podía decirse lo mismo de muchas otras ciudades marcianas.

Con los años, la compañía de Odessa montó varias piezas de contenido político, incluyendo todas las del sudafricano Athol Fugard, obras corrosivas y apasionadas que analizaban los prejuicios institucionalizados, la xenofobia del alma, las mejores piezas teatrales en lengua inglesa desde Shakespeare en opinión de Maya. Además la compañía jugó un papel fundamental en el descubrimiento y el lanzamiento a la fama de media docena de jóvenes autores nativos tan feroces como Fugard, conocidos más tarde como el Grupo de Odessa, que en sus creaciones exploraban los acuciantes problemas de los nuevos issei y nisei y su dolorosa integración en la areofanía: un millón de pequeños Romeos y Julietas, un millón de pequeños lazos de sangre rotos o anudados. Aquello se convirtió para Maya en la mejor ventana al mundo contemporáneo y en su manera de relacionarse con él, de formularlo, un método muy satisfactorio pues muchas de las obras daban mucho que hablar e incluso despertaban las iras de algunos, ya que atacaban al gobierno antiinmigracionista aún en el poder en Mángala. Era otra clase de política, la más satisfactoria que había practicado, y muchas veces ansiaba hablar con Frank para mostrarle cómo era aquello.

Durante esos mismos años, Latrobe montó algunas versiones vibrantes de los clásicos, que atraparon a Maya por su intensidad. Pero las que la conmovían más profundamente, eran las viejas tragedias terranas, y cuanto más trágicas, mejor. La catarsis tal como la describía Aristóteles parecía sentarle bien: salía de una buena representación conmovida, purificada, en cierto modo más feliz. Una noche se dio cuenta de que eran el sustituto de sus peleas con Michel, como él habría dicho, una sublimación, más benévola para él y más digna, más noble. Y estaba además la conexión con los antiguos griegos, que estaba llevándose a cabo de múltiples maneras por toda la cuenca de Hellas, en las ciudades y en las comunidades salvajes, un neoclasicismo que Maya creía beneficioso para todos, ya que confrontaba y trataba de estar a la altura de la gran honestidad de los griegos, de la mirada impávida con que observaban la realidad. La Orestíada, Antigona, Electro, Medea, Agamenón (que debería haberse llamado Clitemnestrá), aquellas increíbles mujeres que se rebelaban con amargo poder contra los extraños destinos que los hombres les imponían y devolvían el golpe, como cuando Clitemnestrá asesinaba a Agamenón y Casandra y explicaba cómo lo había hecho, y finalmente miraba al auditorio, a Maya:

¡Basta de desgracias! No provoquemos más. Nuestras manos están rojas.

Regresad a vuestras casas y no tentéis al destino, no sea que sufráis más. Hemos hecho lo que debía hacerse.

Hemos hecho lo que debía hacerse. ¡Era tan cierto, tan cierto! Amaba la verdad del teatro y su música triste, los trenos, los tangos gitanos, Prometeo encadenado, incluso las obras jacobinas revanchistas, cuanto más oscuras, mejores, más verdaderas. Ella fue la encargada de la iluminación de Tito Andrónico y la gente salió asqueada, sobrecogida de la representación; se quejaban de que era un mero baño de sangre, y por Dios que había usado los rojos: durante la escena en que Lavinia, sin manos y sin lengua, trataba de indicar quién le había hecho aquello, o se arrodillaba para tomar la mano cortada de Tito entre los dientes, como un perro, el público se había quedado paralizado. Nadie podía decir que Shakespeare no tenía sentido de la escenografía, con baños de sangre o sin ellos, y cada nueva obra era más intensa, más electrizante, tenebrosa y veraz a pesar de la edad avanzada del autor. Maya había salido de una desgarradora e inspirada representación de Rey Lear llena de júbilo y energía y riendo, y había zarandeado a un joven del equipo de iluminación y le había dicho:

—¿No ha sido extraordinaria, magnífica?

—Ka Maya; pero yo habría preferido la versión de la restauración, ésa en la que Cordelia se salva y se casa con Edgar, ¿la conoces?

—¡Bah! ¡Estúpido muchachito! ¡Esta noche hemos contado la verdad, eso es lo importante! ¡Puedes volver a tus mentiras por la mañana! —Se había reído con aspereza en su cara y con un empujón lo había dejado con sus amigos.— ¡Necia juventud!

—Es Maya —explicó el joven a sus amigos.

—¿Toitovna? ¿La de la ópera?

—Sí, pero la real.

—Real —bufó Maya, despidiéndolos con un ademán—. No pueden imaginar lo real que es. —Y hablaba con sinceridad.

Los amigos iban a la ciudad y pasaban una o dos semanas con ellos. Los veranos fueron haciéndose cada vez más cálidos y tomaron el hábito de pasar uno de los diciembres en un pueblecito costero al oeste de la ciudad, en una cabaña detrás de las dunas, donde durante todo el perihelio nadaban, navegaban, hacían windsurf, dormían o leían tumbados en la playa bajo una sombrilla. Luego regresaban a Odessa, a las familiares comodidades del apartamento y la ciudad, bajo la luz bruñida del otoño meridional, la estación más larga del año marciano. Se acercaban al afelio, cada día más lóbrego que el anterior hasta que en Ls 70 lo alcanzaban. Entre ese momento y el solsticio de invierno, en Ls 90, se celebraba el Festival del Hielo, y patinaban en el blanco mar helado bajo la cornisa y contemplaban el paseo marítimo, cubierto de nieve bajo los oscuros nubarrones, o navegaban sobre el hielo en trineo de vela tan lejos que la ciudad se convertía en una simple mancha en la gran curva blanca del borde. O comía sola en restaurantes ruidosos y llenos de humo, esperando que empezara la música mientras afuera la nieve caía a raudales. O entraba en un pequeño teatro que olía a cerrado y a risa. O tomaba la primera comida de la primavera en el balcón, abrigada aún con un jersei, mirando las yemas que despuntaban en las ramas de los arboles, de un verde distinto, como pequeñas lágrimas de viriditas. Y asi año tras año, en las profundidades del hábito y sus ritmos, feliz en el déjá vu que uno mismo crea.

Pero una mañana encendió la pantalla y recibió la noticia de que se había descubierto un importante asentamiento chino en Huo Hsing Vallis (como si el nombre justificara la intrusión); una sorprendida policía global los había conminado a marcharse, pero ellos, impasibles, rehusaban hacerlo. Y el gobierno chino advertía a Marte que cualquier injerencia en el asentamiento sería interpretada como un ataque contra ciudadanos chinos y tendría la respuesta apropiada.

—¿Qué? —gritó Maya—. ¡No!

Empezó a llamar a los pocos conocidos que en Mángala ocupaban puestos de importancia, les preguntó por el caso y exigió una explicación de por qué no se había escoltado a los colonos al ascensor para devolverlos a la Tierra.

—¡Es inaceptable, tienen que detener esto ahora!

Pero las incursiones, en general apenas menos descaradas que aquélla, eran continuas desde hacía algún tiempo, como ella bien sabía. Los inmigrantes llegaban al planeta en toscos vehículos y eludían los controles de Sheffield. Muy poco podía hacerse al respecto sin provocar un incidente interplanetario. Los diplomáticos trabajaban frenéticamente entre bastidores, porque la UN respaldaba a China. Sin embargo, aunque lentamente, se avanzaba sobre seguro. No tenía por qué preocuparse.

Apagó la pantalla. Una vez había sufrido a consecuencia de su convicción de que si se esforzaba lo suficiente el mundo entero cambiaría. Ahora sabía que no era así, aunque le costaba admitirlo.

—Esto basta para convertirte en rojo —le comentó a Michel cuando salía para ir a trabajar—. Es razón suficiente para que regresemos a Mángala.

Pero la crisis remitió a la semana. Se acordó la permanencia del asentamiento, y a cambio los chinos se comprometieron a reducir el número de inmigrantes legales al año siguiente. Poco satisfactorio, pero era todo lo que había. La vida continuó bajo esa nueva sombra.

Una tarde de finales de primavera, cuando regresaba a casa después del trabajo, una hilera de rosales le llamó la atención y se acercó para verlos mejor. Detrás del seto la gente pasaba rápidamente ante los cafés de la avenida Harmakhis. Los rosales tenían muchas hojas nuevas de un color marrón que era el resultado de la mezcla de rojo y verde. Las rosas eran de un rojo puro e intenso y sus aterciopelados pétalos resplandecían en la luz dorada. La etiqueta del tallo rezaba Lincoln. Una variedad de rosa y también el estadounidense más grande, una combinación de John y Frank, según ella entendía esa figura histórica. Un miembro de la compañía había escrito una gran obra sobre él, oscura, angustiosa, sobrecogedora, en la que el acababa asesinado, víctima de la insensatez. Necesitaban a Lincoln en esos tiempos. El rojo de las rosas brillaba, y de pronto la deslumhró, como si hubiese mirado el sol.

Y de súbito aparecieron múltiples imágenes.

Formas, colores… Pero no las reconocía. Se esforzó por reconocerlas…

Lo recuperó todo con la misma brusquedad: rosas, Odessa, como si nunca hubiera desaparecido. Se tambaleaba y luchó por mantener el equilibrio.

—¡Ah, por favor, no! —exclamó—. ¡Dios mío! —Tragó con dificultad; tenía la garganta muy seca. Ahogó un grito, rígida en el sendero de grava, delante del seto verde y pardo manchado de un rojo lívido. Tendría que memorizar esa combinación de colores para la próxima obra jacobina que llevaran a escena.

Siempre había sabido que ocurriría, siempre. El hábito, menudo embustero; ella lo sabía. En su interior una bomba hacía tictac. Había oído de la existencia de un reloj que consumía un número de horas determinado, presumiblemente las que te quedaban por vivir, o las que eligieras. Elige un millón y relájate. Elige una, y presta atención al instante. O sumérgete en los hábitos y no te preocupes más, como el resto de la gente.

De buena gana lo habría hecho. Pero en ese momento había sucedido algo que la había colocado de nuevo en el interregno, el momento desnudo entre series de hábitos, a la espera de la siguiente exfoliación.

¡No, no! ¿Por qué? Ella no quería esos momentos, eran demasiado crueles, ni siquiera podía soportar la sensación del paso del tiempo que se adueñaba de ella durante esos períodos, la sensación de que todo ocurría por última vez. La odiaba con toda el alma. ¡Y esa vez ni siquiera había cambiado de hábitos! Todo seguía igual, la sensación había brotado de la nada. Quizás había pasado demasiado tiempo desde la última vez, a pesar de los hábitos, quizás ahora los episodios se presentarían de manera fortuita, y a menudo.

Regresó a casa (pensando: Sé dónde está mi casa) y entre sollozos intentó explicarle a Michel lo sucedido, pero al final desistió.

—¡Sólo hacemos las cosas una vez! ¿Comprendes?

Michel estaba muy preocupado aunque trató de no demostrarlo. Con crisis de desorientación o sin ellas Maya no tenía dificultad para reconocer los estados de ánimo de monsieur Duval. El le dijo que su ligero jamáis vu tal vez fuera un breve ataque epiléptico o una microembolia, pero no estaba seguro y los tests no les aclararían gran cosa. El jamáis vu era un gran desconocido, una variante del déjá vu; en realidad, su contrario.

—Parece producirse una interferencia temporal en las ondas cerebrales. Pasan de las alfa a las delta directamente. Si llevaras un monitor lo averiguaríamos la próxima vez que te sucediera, si es que se repite. Es una especie de sueño de vigilia durante el cual gran parte de las facultades cognitivas dejan de actuar.

—¿Es posible no salir de ese estado?

—No, no conozco ningún caso en que haya sucedido. Son episodios raros y transitorios.

—Hasta el momento.

Él hizo un gesto para darle a entender que aquél era un miedo infundado.

Maya fue a la cocina a preparar la comida. Saca las cacerolas, abre la nevera, saca las verduras, córtalas y échalas a la sartén. Chop, chop, chop. Deja de llorar, deja de dejar de llorar; incluso eso había sucedido diez mil veces antes. Los desastres inevitables, el hábito de comer. En la cocina, tratando de no hacer caso de nada y de preparar la comida.

¿Cuántas veces?

Después de aquello evitó el seto de rosales, temerosa de otro incidente. Pero se veía desde cualquier punto en esa zona de la cornisa, porque se extendía hasta el rompeolas, y casi siempre estaba florido, era sorprendente. Y una vez, con esa misma luz crepuscular que se derramaba sobre los Hellespontus y confería a las cosas que miraban al oeste una apariencia descolorida y opaca, su ojo captó las cabezuelas rojas del seto, aun cuando caminaba por el rompeolas, y al ver el tapiz de espuma sobre las aguas oscuras a un lado y las rosas y Odessa al otro, se detuvo, paralizada por algo impreciso en aquella visión, por una súbita comprensión, casi al borde de una Epifanía, y sintió que una vasta verdad la empujaba desde el exterior, o más bien dentro de su cráneo pero fuera de sus pensamientos, presionando la duramadre que encerraba el cerebro… Todo quedaría explicado, claro al fin.

Pero la Epifanía nunca cruzó la barrera, quedó sólo en sensación, turbia y dilatada. La presión sobre su mente cesó y la tarde recuperó su luminiscencia de peltre. Regresó a casa pictórica, con océanos de nubes en el pecho, a punto de estallar con algo semejante a la frustración o una angustiosa alegría. Despues le explicó a Michel lo que había sucedido y él asintió; tambien para aquello tenía un nombre.

Presque vu. Casi visto. Yo los experimento con frecuencia —dijo con su característica mirada de secreta tristeza.

Pero todas sus categorías sintomatológicas de pronto se le antojaron a Maya un subterfugio para enmascarar lo que de verdad le ocurría. A veces se sentía muy confusa, creía entender cosas que no existían, o bien olvidaba otras definitivamente, y se asustaba terriblemente. Y eso era lo que Michel trataba de contener con sus nombres y sus combinatoires.

Casi visto. Casi comprendido. Y luego de vuelta al mundo de la luz y el tiempo. Y no podía hacer otra cosa que seguir adelante. Con el paso de los días llegaba a olvidar lo que había sentido, lo aterrada o lo próxima a la alegría que había estado. Era algo lo suficientemente extraño como para olvidarlo con facilidad. Presta atención a la vida cotidiana y sus trabajos, amigos y visitantes.

Ahí estaban Charlotte y Ariadne, que venían de Mángala para comentar con Maya la cada vez más grave situación con la Tierra. Almorzaron en la cornisa y le comunicaron los temores de Dorsa Brevia. Aunque los minoicos habían abandonado la coalición de Marte Libre porque les desagradaba que ambicionara dominar las colonias de los satélites exteriores, entre otras cosas, empezaban a pensar que Jackie tenía razón en lo referente a la inmigración, al menos hasta cierto punto.

—No es que Marte esté alcanzando el límite de su capacidad de soporte —dijo Charlotte—, en eso se equivocan. Podríamos apretarnos el cinturón, poblar más las ciudades. Y esas nuevas ciudades flotantes del mar del Norte podrían acomodar a mucha gente, muchos más podrían vivir aquí. Apenas afectan el medio, excepto, en cierto modo, en las ciudades costeras, pero hay espacio para muchas más, en el mar del Norte al menos.

—Muchas más —dijo Maya. A pesar de las incursiones terranas, le disgustaba cualquier chachara antiinmigracionista.

Pero Charlotte volvía a estar en el consejo ejecutivo, y durante años habia defendido una estrecha relación con la Tierra, de manera que debió de costarle mucho decir:

—No se trata de las cifras, sino de quiénes son, de sus creencias. Los problemas de asimilación se están agravando.

Maya asintió.

—He leído algo.

—Hemos intentado integrar a los recién llegados como buenamente hemos podido, pero ellos se agrupan y no hay manera de separarlos.

—No.

—Están surgiendo infinidad de problemas: casos de sharia, maltrato familiar, bandas étnicas envueltas en peleas, inmigrantes que atacan a nativos, generalmente hombres que atacan a mujeres. Y se forman bandas de nativos que toman presalias hostigando los nuevos asentamientos, y cosas por estilo. Es un grave problema. Y eso con los cupos de inmigración reducidos, al menos en los papeles. Y la UN está furiosa con nosotros porque quieren enviar aún más gente. Sí lo hacen, nos convertiremos en una especie de basurero, y todo nuestro esfuerzo habrá sido en vano.

—Humm. —Maya meneó la cabeza. Conocía el problema, pero la deprimía pensar que aliados como aquéllos se pasarían al otro bando sólo porque el problema se agudizaba.— Aun así, hagan lo que hagan, cuenten con la UN. Si prohiben la inmigración y a pesar de todo ellos siguen viniendo, nuestro trabajo fracasará deprisa. Es lo que ha sucedido con esas incursiones, ¿comprenden? Es mejor conseguir la inmigración más baja posible negociando con la UN y tratar con los inmigrantes conforme vayan llegando.

Las dos mujeres asintieron con malestar. Siguieron comiendo en silencio, contemplando el fresco azul matutino del mar.

—Las ex metanacionales son un problema también —dijo Ariadne—. Codician este planeta aún más que la UN.

—Como no podía ser de otro modo.

A Maya no la sorprendía que las antiguas metanacs ostentaran aún tanto poder en la Tierra. Habían imitado el modelo de Praxis para sobrevivir, y debido a ese cambio fundamental habían dejado de ser feudos totalitarios dispuestos a conquistar el mundo; pero seguían siendo grandes y fuertes, y contaban con un gran capital, tanto de recursos humanos como monetario. Y querían seguir obteniendo beneficios, ganando el sustento de sus miembros. A veces hacían cosas que la gente necesitaba de veras, nuevas y mejores, pero con mayor frecuencia se aprovechaban de la situación para crear necesidades ficticias y sacar partido. Muchas ex metanacionales intentaban estabilizarse mediante la diversificación, como en los tiempos de las inversiones, y eso hacía aún más difícil evitar las estrategias peligrosas. Y ahora muchos de esos antiguos monstruos comerciales se habían embarcado en activos programas marcianos. Trabajaban para los gobiernos terranos transportando gente a Marte, construyendo ciudades y poniendo en marcha las minas, sistemas de producción y comercialización. Y pensar que la emigración de la Tierra a Marte no cesaría hasta que se alcanzase un perfecto equilibrio entre sus poblaciones, lo cual, dado el hipermaltusianismo imperante en la Tierra, sería un desastre para Marte.

—Sí, sí —dijo Maya con impaciencia—. Aun así, tenemos que ayudarlos, y mantenernos en el dominio de lo aceptable para ambos. O de lo contrario habrá guerra.

Charlotte y Ariadne se marcharon muy preocupadas, y Maya comprendió que si buscaban su ayuda era porque debían de estar en un grave aprieto.

Retomó su vieja actividad política directa, aunque trató de mantenerla dentro de unos límites. Raras veces abandonaba Odessa, salvo por asuntos de CFE. Tampoco dejó de colaborar con la compañía teatral, que se había convertido en el verdadero núcleo de su actividad política. Pero empezó a asistir a mítines y manifestaciones, y algunas veces intervenía. El Werteswandel adoptaba múltiples formas. Una noche hasta se dejó llevar por el entusiasmo y accedió a presentarse como candidata a senadora por Odessa, como miembro de la Sociedad Terrana de Amigos, si no encontraban otro candidato. Más tarde, cuando tuvo oportunidad de meditarlo, les suplicó que buscaran a otra persona y al final decidieron presentarse con un joven autor teatral del Grupo que trabajaba en la administración local de Odessa; una buena elección. Una vez libre de eso siguió ayudando a los Cuáqueros de la Tierra, aunque menos activamente, cada vez más distante, porque no se podía desbordar la capacidad de soporte de un planeta sin provocar un desastre; eso era lo que la historia de la Tierra a partir del siglo XIX demostraba. Como en un número de funambulismo, tenian que admitir gente pero no demasiada; al fin y al cabo, mantenía en las reuniones, era mejor afrontar un período limitado de superpoblación que una invasión directa.

Y durante todo ese tiempo Nirgal anduvo por las tierras del interior, vagando como un nómada y hablando con salvajes y granjeros; y Maya, que albergaba muchas esperanzas en la presion marciana, esperaba que causara el habitual efecto sobre lo que Michel llamaba el inconsciente colectivo. Mientras tanto ella se enfrentaba como podía a esa otra faceta, la historia, la faceta más oscura, pues se entretejía con su vida y la devolvía a los presagios de su pasado en Odessa.

Se trataba, pues, de una especie de déjá vu maligno. Y entonces los déjá vus reales regresaron, absorbiendo la vida de todas las cosas, como siempre. Si la sensación era fugaz se sobresaltaba, un aterrador recordatorio, visto y no visto. Pero si duraba todo un día era una tortura, y una semana, el infierno. Según Michel, en las revistas médicas lo llamaban estado estereotemporal o bien sensación de ya vivido, y parecía ser un problema común entre los muy ancianos. Nada podía ser peor que aquello para sus emociones. Cuando ocurría, desde el momento en que se despertaba vivía cada instante como una exacta repetición de un instante pretérito, como si el concepto de Nietzsche del eterno retorno, la repetición infinita de todas las posibles series espaciotemporales, cobrara realidad en su experiencia. ¡Horrible! Y tenía que avanzar a trompicones por el ya vivido de esos días previstos, como un zombie, hasta que la maldición se levantaba, a veces lentamente, como se levanta una niebla espesa, otras como un brusco retorno al estado no estereotemporal, como cuando uno deja de ver doble y enfoca las cosas y aprecia su verdadera profundidad. De vuelta a lo real, con su bendita sensación de novedad, contingencia, ciego devenir, donde podía experimentar cada momento con sorpresa y sentir las familiares subidas y bajadas de su sinusoide emocional, una ola rompiendo contra la orilla que, aunque molesta, al menos significaba movimiento.

—Muy bien —dijo Michel cuando ella salió de uno de esos encantamientos, preguntándose sin duda cuál de las drogas del cóctel que le había administrado lo había conseguido.

—Tal vez si pudiera alcanzar el otro lado del presque vu… —dijo Maya débilmente—. Ni el deja ni el presque ni el jamáis, simplemente el vu.

—Una especie de iluminación —aventuró Michel—. Saton, o Epifanía. Una unión mística con el universo. Me han dicho que por lo general es un fenómeno de corta duración, una experiencia cumbre.

—¿Pero con residuo?

—Sí, después uno se siente mejor con el entorno. Pero la verdad es que para ello hay que alcanzar una cierta…

—¿Serenidad?

—No… bueno, sí. Una cierta tranquilidad mental, podría decirse.

—Que no va conmigo precisamente, quieres decir. Michel esbozó una sonrisa.

—Puede cultivarse. Uno puede prepararse para ella. Eso es lo que persigue el budismo zen, si lo he entendido correctamente.

Maya empezó a leer textos zen, pero todos lo dejaban claro: zen no era información sino comportamiento. Si el comportamiento de uno era correcto, era posible alcanzar la claridad mística aunque no seguro, e incluso si se alcanzaba, solía ser un episodio breve, una visión.

Estaba demasiado aferrada a sus hábitos para lograr esa clase de cambio de actitud mental, y desde luego no tenía el dominio de sus pensamientos necesario para preparar una experiencia cumbre. Vivía su vida y los disturbios mentales se entrometían en ella. Pensar en el pasado favorecía su manifestación al parecer, de manera que se ocupaba del presente cuanto podía. En eso consistía el zen, y llegó a ser toda una experta; al fin y al cabo había sido su estrategia instintiva de supervivencia durante años. Pero una experiencia cumbre… Ver por fin lo casi visto… Un presque vu se abatía sobre ella, el mundo adquiría esa aura de significado impreciso y poderoso en el limite de sus pensamientos, y ella empujaba, o se relajaba, o trataba de seguirlo, de atraparlo, intrigada, temerosa, esperanzada; y entonces se desvanecía y pasaba. Algún día, quizá… ¡cuánto la ayudaría, después! ¡Y a veces sentía tanta curiosidad por conocer lo que guardaba! ¿Qué era aquella comprensión que se cernía en esos momentos sobre su mente sin entrar en ella? Era demasiado real para ser una ilusión…

De manera que aunque al principio no lo supo, eso era lo que buscaba al aceptar la invitación de Nirgal de acompañarlo al festival de Olympus Mons. A Michel le pareció una gran idea. Una vez al año en la primavera septentrional la gente se reunía en la cima del Monte Olimpo, cerca del cráter Zp, para celebrar una fiesta en el interior de una cascada de tiendas con forma de medialuna, sobre baldosas de piedra y azulejos, una especie de réplica de aquella primera reunión para celebrar el final de la Gran Tormenta, durante la cual el asteroide de hielo había surcado llameante el cielo y John les había hablado de la venidera sociedad marciana.

Sociedad que podría decirse que ya había llegado, al menos ciertos momentos y lugares, pensó Maya mientras su tren subía por la pendiente del gran volcán. Estaban en Olympus en Ls 90, para recordar la promesa de John y celebrar su cumplimiento. La mayoría de los participantes eran jóvenes nativos, aunque también había muchos recién inmigrados que acudían a aquel festival tan famoso con la intención de pasar una semana haciendo música o bailando, o ambas cosas. Maya prefería bailar, porque no sabía tocar más que la pandereta. Y como había perdido de vista a todos sus amigos, a Michel, Nadia y Art, Sax, Marina y Ursula, Mary, Nirgal y Diana, pudo bailar con extraños y olvidarse de todo, limitarse a mirar los rostros luminosos de los que pasaban, diminutos pulsares de conciencia que gritaban: ¡Estoy vivo, estoy vivo, estoy vivo!

El baile se prolongaba toda la noche, una señal de que la asimilación se estaba produciendo, de que la areofanía tendía su red invisible sobre todo aquel que llegaba al planeta, de manera que sus tóxicos terranos se diluían, y la verdadera cultura marciana se alcanzaba al fin como una creación colectiva. Sí, y era bueno, pero no una experiencia culminante. Aquél no era lugar para eso, no para ella. La mano muerta del pasado pesaba demasiado allí, todo se conservaba casi intacto en la cumbre de Olympus Mons, el cielo aún negro y estrellado con una banda púrpura en el horizonte… Según Marina, habían llenado el inmenso borde de hoteles para alojar a los peregrinos en su circunnavegación por la cima, y había también refugios en la caldera, para los alpinistas rojos que se pasaban la vida en aquel mundo de convexos acantilados superpuestos. Era extraño lo que llegaba a hacer la gente, pensó Maya, y los extraños destinos que aguardaban en Marte en esos tiempos.

Pero no a ella en Olympus Mons; era demasiado alto, y por tanto estaba demasiado anclado en el pasado. No sería allí donde alcanzaría la experiencia que buscaba.

Sin embargo, tuvo ocasión de charlar largamente con Nirgal en el viaje de regreso a Odessa. Compartió con él las preocupaciones de Charlotte y Ariadne y él le habló de sus aventuras en las tierras salvajes, muchas de las cuales ilustraban el progreso de la asimilación.

—Al final ganaremos —predijo—. Marte es ahora el campo de la batalla entre pasado y futuro, y aunque el pasado es poderoso, todos nos dirijimos al futuro, y eso le confiere un poder inexorable, como el vacío que empuja hacia adelante. Últimamente casi puedo palparlo. —Y parecía feliz.

Entonces bajó el equipaje del estante y la besó en la mejilla. Estaba delgado y fuerte, y mientras se alejaba se volvió y dijo:

—Seguiremos trabajando en ello, ¿de acuerdo? Iré a visitaros a Odessa. Te quiero.

Y eso la hizo sentirse mejor, como siempre. Ninguna experiencia cumbre, sólo un viaje en tren con Nirgal, la oportunidad de conversar con aquel escurridizo nativo, aquel hijo bienamado.

Sin embargo, en Odessa continuó aquejada por los «episodios mentales», como Michel los llamaba. Esos «episodios» y otros semejantes eran bastante comunes entre los clientes de Michel de más edad. El tratamiento gerontológico parecía incapaz de preservar los recuerdos de sus cada vez más largos pasados. Y a medida que los recuerdos se desdibujaban, los incidentes aumentaban, hasta el punto de que algunos ancianos habían tenido que ser internados.

O bien morían. El número de miembros del Instituto de los Primeros Colonos para el que Michel continuaba trabajando mermaba año a año. Incluso Vlad murió. Después de ello Marina y Ursula se mudaron a Odessa. Nadia y Art vivían en Odessa Oeste, porque su hija, ya adulta, se había trasladado allí. Incluso Sax Russell tomó un apartamento en la ciudad, aunque pasaba la mayor parte del año en Da Vinci.

Para Maya esos cambios eran a la vez beneficiosos y perjudiciales. Beneficiosos porque amaba a todas aquellas personas y parecía que se estaban congregando en torno a ella, lo cual satisfacía su vanidad, y además le proporcionaba un gran placer estar con ellos. Se unió a Marina para ayudar a Ursula a superar la desaparición de Vlad. Al parecer ellos dos eran la verdadera pareja, aunque Marina y Ursula… en fin, el léxico relacionado con el ménage á trois era muy pobre. Ursula y Marina eran lo que quedaba, una pareja con una pena compartida, en nada distinta de las parejas de jóvenes nativos del mismo sexo que uno veía en Odessa, los hombres abrazados por la calle (una visión consoladora), las mujeres tomadas de la mano.

La hacía feliz verlas, o a Nadia, o a cualquiera del viejo clan. Pero no siempre podía recordar los incidentes que relataban como si fueran inolvidables, y eso la irritaba. Otra especie de jamáis vu, pero de su propia vida. Era mejor atender el momento, a trabajar en hidrología o en la próxima representación teatral, o sentarse a charlar en los bares con nuevos amigos o con completos desconocidos. Esperando que la iluminación se produjera un día…

Murió Samantha, y luego Jeremy, y aunque sus muertes estuvieron separadas por un par de años, después de tantas décadas durante las cuales nadie había desaparecido esa frecuencia parecía aterradoramente alta. Sobrellevaban los funerales lo mejor que podían mientras todo se ensombrecía alrededor, como en la cornisa cuando se acercaba una borrasca por los Hellespontus: las naciones terranas seguían enviando colonos no autorizados, la UN seguía amenazándolos, China e Indonesia se habían enzarzado en una lucha encarnizada, los ecosaboteadores rojos ponían bombas a diestro y siniestro, temerariamente, asesinando incluso. Y un día Michel entró en la casa acongojado:

—Yeli ha muerto.

—¿Qué? ¡No, oh, no!

—Una especie de arritmia cardíaca.

—¡Dios mío!

Maya no había visto a Yeli desde hacía años, pero perder a otro de los Primeros Cien, perder la oportunidad de volver a ver la tímida sonrisa de Yeli… No oyó el resto de lo que decía Michel, no ya por la pena, sino distraída por sus pensamientos, o por la autocompasión.

—Esto va a suceder cada vez más a menudo, ¿no es cierto? —dijo al fin cuando advirtió que Michel la miraba. Él suspiró.

—Seguramente.

Los sobrevivientes de los Primeros Cien volvieron a reunirse en Odessa para el funeral organizado por Michel. Maya aprendió mucho sobre Yeli de las intervenciones, sobre todo de la de Nadia. Dejó la Colina Subterránea para instalarse en Lasswitz, participó en la construcción de la ciudad y su cúpula y se convirtió en un experto en hidrología de acuíferos. En el 61 vagó de acá para allá con Nadia, tratando de reparar estructuras y mantenerse lejos de los conflictos, pero en Cairo, donde Maya lo había visto brevemente, se separó de los otros y no pudo escapar a Marineris. Dieron por supuesto que lo habían asesinado como a Sasha, pero se las había arreglado para sobrevivir, como buena parte de la población de Cairo, y después de la revolución se mudó a Sabishii y volvió a trabajar en los acuíferos, ligado a la resistencia, y contribuyó a convertir Sabishii en la capital del demimonde. Había vivido durante un tiempo con Mary Dunkel, y cuando Sabishii fue tomada por la UNTA, él y Mary pasaron a Odessa. Estaban allí para la celebración del nuevo año, que era la última vez que Maya recordaba haberlo visto. Despues Mary y el se separaron y fue a Zenzeni Na, donde se convirtió en uno de los lideres en la segunda revolución. Cuando Senzeni Na se unió a Nicosia, Sheffield y Cairo en la alianza de Tharsis Este, acudió a Sheffield para ayudar a calmar los ánimos en la ciudad. Después regresó a Senzeni Na, donde sirvió en el primer consejo independiente de la ciudad y con el tiempo terminó siendo uno de los ancianos de la comunidad, igual que muchos de los Primeros Cien en otros lugares. Se había casado con una nisei nigeriana con la que tuvo un hijo. Fue en dos ocasiones a Moscú, y era un popular comentarista de la televisión rusa. La muerte lo había sorprendido trabajando en el proyecto de la cuenca de Argyre con Peter, vaciando algunos grandes acuíferos bajo los Charitum Montes sin alterar la superficie. Una bisnieta suya que vivía en Calisto estaba embarazada. Y un día, durante un picnic en el agujero de transición de Senzeni Na, Yeli se desmayó y fue imposible reanimarlo.

Ahora eran los Dieciocho. Aunque Sax, hecho insólito, incluía provisionalmente a siete más, por la posibilidad de que el grupo de Hiroko estuviera vivo en alguna parte. Maya lo veía como una fantasía, pura ilusión, aunque Sax no fuera precisamente una persona proclive a las ilusiones, así que quizás hubiese algo de verdad en el rumor. De existencia indiscutible sólo quedaban dieciocho, y Mary, la más joven (a menos que Hiroko estuviera viva), tenía doscientos doce años, la más vieja, Ann, doscientos veintiséis; y Maya, doscientos veintiuno, un absurdo, pero ahí estaban, año 2206 en las noticias terranas…

—Pero hay gente en la segunda cincuentena —comentó Michel—, y es muy probable que el tratamiento siga funcionando durante mucho tiempo más. Tal vez no sea más que una desgraciada coincidencia.

—Tal vez.

Cada muerte parecía desgarrarlo. Se ensombrecía día a día, lo que irritaba a Maya. No había duda de que aún pensaba que debería haberse quedado en Provenza; aquélla era su ilusión, el hogar imaginario que persistía a pesar de que Marte era su hogar desde el momento en que había llegado, o desde que se uniera a Hiroko, ¡o quizás desde que había visto el planeta por primera vez en el cielo siendo niño! Nadie podía decir cuándo había sucedido, pero Marte era su hogar, y eso era obvio para todos menos para él. Seguía aferrado a Provenza y consideraba a Maya la responsable de su exilio y su tierra de exilio, y el cuerpo de Maya era el sustituto de Provenza, sus pechos las colinas, su vientre el valle, su sexo las playas y el océano. Era desde luego una empresa imposible ser la patria de alguien pero como se trataba de nostalgia y Michel consideraba beneficiosas las empresas imposibles, por lo general marchaba bien, y era inherente a la relación. Aunque a veces representaba una pesada carga para ella, y más que nunca cuando la muerte de uno de los Primeros Cien lo llevaba a ella y por tanto a pensar en el hogar.

Sax parecía enfadado en los funerales. Era evidente que veía la muerte como cruda imposición, una ostentosa fracción de la gran incógnita que sacudía el capote rojo en sus narices. Le parecía intolerable, un problema científico que había que resolver. Pero incluso a él le desconcertaban las manifestaciones del declive súbito, siempre diferentes, excepto en la rapidez y en la ausencia de alguna causa obvia. Un colapso de las ondas semejante al jamáis vu de Maya, una especie de jamáis vivre… Se barajaban múltiples teorías. Era una preocupación vital para los ancianos y para los jóvenes que esperaban envejecer; en suma, para todos. Y por eso estaba siendo objeto de un intenso estudio. Pero hasta el momento nadie había descubierto qué ocurría, y las muertes seguían produciéndose.

En el funeral de Yeli también colocaron una parte de sus cenizas en un globo que subió velozmente para soltarlas en el aire, y la ceremonia se realizó en el mismo sitio del rompeolas desde donde habían lanzado a Spencer, donde podían volverse y contemplar la ciudad. Después se retiraron al apartamento de Maya y Michel. Terapéutica también, se aferraban unos a otros. Revisaron los álbumes de recortes de Michel, hablaron de la Colina Subterránea, de Olympus Mons, del 61. El pasado. Maya parecía ausente y les sirvió té y pastel, y al final sólo Sax, Michel y Nadia quedaron en el apartamento. Todo había acabado y ella podía relajarse. Delante de la mesa de la cocina, apoyó la mano en el hombro de Michel y miró una vieja foto en blanco y negro, salpicada de salsa boloñesa y cafe, la imagen desvaída de un hombre joven sonriendo directamente a la cámara, con una sonrisa confiada e inteligente.

—Qué cara tan interesante —comentó.

Bajo su mano Michel se puso rígido. Nadia tenía una expresión afligida y Maya supo que había dicho algo inconveniente. Incluso Sax parecía turbado. Maya observó con atención al joven de la foto, pero no le recordó nada.

Salió del apartamento. Recorrió las calles de Odessa, dejó atras las paredes encaladas y las puertas y ventanas color turquesa, los gatos y las jardineras de terracota, y subió a la parte alta de la ciudad, desde donde contempló la extensa lámina índigo del mar de Hellas. Lloraba, pero sin saber por qué, sólo sentía una extraña desolación. También aquello había sucedido antes.

Más tarde se encontró en la parte occidental de la ciudad. Allí estaba el Paradeplatz Park, donde habían representado El lazo de sangre, ¿o había sido Cuento de invierno? Sí, Cuento de invierno. Pero ellos no regresarían a la vida.

Descendió lentamente las callejas escalonadas y se dirigió a su apartamento, pensando en el teatro, con ánimo más ligero conforme descendía. Había una ambulancia en la puerta del edificio y una ola helada la golpeó; siguió andando hasta la cornisa.

La recorrió hasta que el cansancio la obligó a sentarse en un banco. Enfrente, en un café terraza, un hombre calvo con mostacho blanco, bolsas bajo los ojos, mejillas regordetas y nariz roja tocaba un asmático bandoneón. Llevaba la tristeza de su música en la cara. El sol se ponía y el mar estaba en calma, con esas anchas franjas de lustre viscoso que las superficies líquidas mostraban a veces, todo teñido de naranja por el sol que se hundía detrás de las montañas. Relajada, acariciada por la brisa marina, miró las gaviotas que planeaban en lo alto. De pronto el color del cielo le resultó familiar y recordó haber mirado desde el Ares la bola moteada de naranja de Marte, el planeta no mancillado, antes de que entraran en órbita, como un símbolo de la felicidad que los aguardaba. Nunca había sido más feliz que entonces.

Y sobrevino de nuevo la sensación, el aura preepiléptica del presque vu, el mar centelleante, una vasta significación que lo bañaba todo, inmanente pero inalcanzable. Y un pequeño estallido de comprensión le reveló que cada aspecto del fenómeno era significativo, y que el significado último de las cosas siempre estaría lejos, en el futuro, arrastrándolos hacia adelante, no de los detritos del pasado sino de las imprevisibles posibilidades del futuro vivo… Sí, podía ocurrir cualquier cosa, cualquiera. Y por eso cuando el presque vu pasó, de nuevo no visto y sin embargo esta vez hasta cierto punto comprendido, se recostó en el banco, pletórica, vibrante: después de todo, las posibilidades de ser feliz siempre estarían en su horizonte.

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