DECIMOTERCERA PARTE Procedimientos experimentales

En el último momento Nirgal decidió ir a Sheffield. En la estación ferroviaria tomó el metro para el Enchufe, ciego a todo. Luego atravesó los grandes recintos hasta la sala de embarque. Y allí estaba ella.

Cuando lo vio se sintió complacida de que hubiese acudido, pero también irritada, por haberlo hecho tan tarde. Casi había llegado la hora de la partida. Subiría por el cable y embarcaría en un transbordador que la llevaría a uno de los nuevos asteroides, uno grande y lujoso, que aceleraría a gravedad marciana durante unos meses, hasta que pudieran alcanzar el adecuado porcentaje de la velocidad de la luz. Porque aquel asteroide era una nave estelar y partían hacia una estrella cercana a Aldebarán, donde un planeta semejante a Marte giraba en una órbita semejante a la terrestre alrededor de un sol semejante al sol. Un mundo nuevo, una nueva vida.

Nirgal aún no podía creérselo. Había recibido el mensaje hacía sólo dos días, y no había dormido tratando de decidir si le importaba, si debía ir a despedirla o tratar de disuadirla.

Al verla supo que no la disuadiría. Se marcharía. Quiero probar algo nuevo, le decía en el mensaje, una voz sin imagen en su consola de muñeca, la voz de Jackie: Ya no me queda nada aquí, ya he hecho lo que me correspondía. Quiero probar algo nuevo.

El pasaje de la nave estelar procedía principalmente de Dorsa Brevia. Nirgal había llamado a Charlotte para intentar averiguar el por qué. Es complicado, dijo Charlotte, hay muchas razones. El planeta al que se dirigen está relativamente cerca y es ideal para la terraformación. Que la humanidad vaya allí supone un gran paso. El primer paso hacia las estrellas.

Lo sé, había dicho Nirgal. Varias naves estelares habían partido ya rumbo a otros planetas similares. El paso ya se había dado.

Pero este planeta es aún mejor. Y en Dorsa Brevia la gente empieza a preguntarse si no será necesario poner toda esa distancia por medio para empezar de cero. Lo más difícil es dejar atrás la Tierra, y ahora la situación parece empeorar de nuevo. Esos descensos no autorizados podrían ser el principio de una invasión. Y si te detienes a pensar que Marte es la nueva sociedad democrática y la Tierra el viejo feudalismo, esa afluencia puede interpretarse como lo viejo tratando de aplastar a lo nuevo antes de que crezca demasiado. Nos sobrepasan en una proporción de veinte mil millones a dos. Y parte de ese feudalismo es patriarcado. Por eso en Dorsa Brevia se preguntan sino seria mejor alejarse. Sólo hay veinte años hasta Aldebarán y ellos van a vivir mucho tiempo. Por eso muchos se han decidido a hacerlo: grupos familiares, parejas sin hijos, personas solas. Como los Primeros Cien cuando vinieron a Marte, como en los días de Chalmers y Boone.

Por eso Jackie estaba sentada sobre el suelo alfombrado de la sala de embarque. Nirgal se sentó a su lado. Jackie alisaba la alfombra con la mano y luego escribía en el pelo. Escribió: Nirgal.

Permanecieron sentados. La sala de embarque estaba atestada pero silenciosa. Los rostros mostraban gravedad, tristeza, nerviosismo, alegría. Algunos partían, otros despedían a los que se iban. A través del amplio ventanal se veía el Enchufe, donde las cabinas del ascensor subian en silencio y el extremo de los treinta y siete mil kilómetros descansaba suspendido a diez metros del suelo de hormigón.

Así que te vas, dijo Nirgal.

Sí, contestó Jackie. Quiero empezar de nuevo. Nirgal guardó silencio.

Será una aventura, dijo ella.

Es cierto. Nirgal no sabía qué más decir.

En la alfombra ella escribió: Jackie Boone se fue a la luna.

Cuando te paras a pensarlo es una perspectiva estremecedora. La humanidad diseminándose por la galaxia. Estrella tras estrella, siempre más lejos. Es nuestro destino. Es lo que debemos hacer. Incluso se rumorea que Hiroko anda por ahí, que ella y su grupo partieron en una de las primeras naves estelares, la que se dirigía a la estrella de Barnard, para empezar en un nuevo mundo, para encontrar la viriditas.

Es tan verosímil como las otras historias, dijo Nirgal. Y era cierto; podía imaginar a Hiroko partiendo de nuevo, uniéndose a la diaspora de la humanidad por las estrellas, colonizando los planetas y luego adelante. Un paso fuera de la cuna, el fin de la prehistoria.

Nirgal contempló su perfil mientras ella dibujaba en la alfombra. Sería la última vez que la vería. Para ambos era como si el otro fuera a morir y podía decirse lo mismo de muchas de las parejas que se encontraban silenciosas en la habitación.

Como los Primeros Cien. Por eso habían sido tan extraños: habían abandonado a los que conocían y se habían embarcado con noventa y nueve desconocidos. Algunos eran famosos científicos, todos tenían padres, presumiblemente, pero ninguno tenía hijos, ni cónyuges excepto los integrantes de las seis parejas casadas. Personas solteras y sin hijos, de mediana edad, deseosos de empezar de nuevo. Eso eran ellos. Y eso era Jackie ahora: sin hijos, sola.

Nirgal volvió a mirarla: sonrojada, el cabello negro resplandeciendo. Ella lo miró brevemente y volvió a bajar la vista. Dondequiera que vaya, allí estaré, escribió.

Volvió a mirarlo. ¿Qué crees que nos pasó?, preguntó. No lo sé.

Miraron pensativamente la alfombra. En la cámara del cable, un ascensor levitaba lentamente. La cabina se enganchó a él y una cinta transportadora serpenteó y se acopló a su pared exterior.

No te vayas, quería decirle. No te vayas. No abandones este mundo para siempre. No me abandones. ¿Recuerdas que los sufíes nos casaron?

¿Recuerdas que una vez hicimos el amor al calor de un volcán? ¿Te acuerdas de Zigoto?

Pero no dijo nada. Ella recordaba. No lo sé.

Nirgal alargó la mano y borró el último verbo. Con el índice escribió en su lugar estaremos.

Jackie esbozó una sonrisa melancólica. Contra todos aquellos años, ¿qué podía una palabra?

Los altavoces anunciaron que el ascensor partiría en breve. La gente se levantó, hablando agitadamente. Nirgal se encontró de pie frente a Jackie, que lo miraba, y la abrazó. Tenía su cuerpo entre sus brazos, real como una roca, y su pelo le cosquilleaba en la nariz. Aspiró su fragancia y contuvo el aliento. Luego la soltó. Ella se alejó sin una palabra. A la entrada de la cinta transportadora miró atrás otra vez, y luego desapareció.

Más tarde Nirgal recibió un mensaje procedente del espacio exterior. Dondequiera que vaya, allí estaremos. No era cierto, pero le hacia sentirse mejor. Eso podían conseguir las palabras. Muy bien, se dijo mientras continuaba su vagabundeo incesante por el planeta, en vuelo hacia Aldebarán.


La isla polar norteña había sido quizás el paisaje marciano que más deformaciones había sufrido. Al menos eso era lo que Sax había oído, y caminando por el acantilado que flanqueaba el río Chasma Borealis comprendía a qué se referían. Aproximadamente la mitad del casquete polar se había fundido y las inmensas murallas de hielo de Chasma Borealis habían desaparecido a consecuencia de un deshielo que Marte no conocía desde mediados del período hespérico, y en la primavera y el verano esas aguas habían corrido impetuosas sobre la arena estratificada y el loess desgarrándolos con violencia. Los declives del terreno se habían convertido en profundos cañones de paredes arenosas orientados hacia el mar del Norte que encauzaron las aguas de los subsiguientes deshielos primaverales, modificándose rápidamente a medida que las pendientes se colapsaban y los desprendimientos de tierra creaban lagos de corta vida que desaparecían a su vez cuando la corriente se llevaba los diques, dejando sólo terrazas colgadas y deslizaderos.

Contemplando uno de éstos, Sax calculó cuánta agua debía de haberse acumulado en el lago antes de que el dique cediera. No era aconsejable acercarse demasiado al borde, por la extrema inestabilidad de las paredes de los nuevos cañones. La vida vegetal era escasa, aquí y allá una franja pálida de liquen en la cual la vista descansaba de los tonos minerales. El río Borealis era una corriente ancha y poco profunda de aguas glaciares lechosas y revueltas, unos ciento ochenta metros más abajo. Los tributarios cortaban valles colgantes menos profundos y desaguaban en opacas cascadas, como si se derramara pintura poco densa.

Sobre los cañones, en lo que había sido el suelo de Chasma Borealis las corrientes tributarias habían grabado en la meseta un flujo semejante a las nervaduras de una hoja. Antaño aquél habia sido terreno laminado cuyas curvas de nivel parecían ingeniosamente talladas en el paisaje, y los cortes de las corrientes revelaban que las láminas descendían hasta una gran profundidad.

Estaban casi a mitad del verano, y el sol permanecía en el cielo todo el día. En el norte, las nubes vertían su carga sobre el hielo cuando el sol estaba en su punto más bajo, el equivalente a media tarde esas nubes derivaban hacia el sur, hacia el mar, formando densas nieblas broncíneas, purpúreas, lilas o de algún otro color intenso y sutil. Una delgada capa de flores de fellfield adornaba la meseta y Sax se acordó del glaciar Arena, el primer paisaje que había captado su interés, mucho antes de su incidente. Aunque lo recordaba con dificultad, ese primer encuentro se le había grabado como ciertas imágenes de la infancia. Grandes bosques cubrían las regiones templadas, donde las gigantescas secoyas sombreaban un sotobosque de pinos. Había acantilados espectaculares, hogar de grandes bandadas de aves de voces chillonas, cráteres que albergaban junglas de todo tipo, y en invierno, las interminables llanuras de nieve sastrugi. Había escarpes que parecían mundos verticales, vastos desiertos de inestables arenas rojas, pendientes volcánicas de escoria ennegrecida, gran diversidad de biomas, grandes y pequeños; pero para Sax la roca desnuda era el mejor biopaisaje.

Caminaba sobre las rocas. Su pequeño coche lo seguía como podía, cruzando los tributarios del Borealis río arriba por los vados. Aunque apenas se distinguía si uno se encontraba a más de diez metros de distancia, la floración estival mostraba un rico colorido, a su manera tan espectacular como el de una pluviselva. El suelo creado por generaciones de esas plantas era extremadamente delgado y ganaría grosor con lentitud. Y aumentarlo era complicado: el suelo que se esparcía en los cañones acababa en el mar del Norte, arrastrado por el viento, y los inviernos eran tan crudos sobre el terreno laminado que el suelo se convertía en parte del permafrost. Por eso dejaban que los fellfields siguieran su lento curso hacia la tundra y reservaban el suelo para zonas mas prometedoras en el sur, lo que no le parecía mal a Sax, porque dejaba un paisaje que muchos podrían disfrutar en los siglos venideros, el primer areobioma, desnudo y extraterrestre.

Avanzando con dificultad sobre las piedras, alerta para no pisar ninguna planta, Sax se desvió hacia el coche, ahora fuera de su campo de visión, hacia la derecha. El sol estaba a la misma altura que durante el resto del día, y lejos del angosto y profundo nuevo Chasma Borealis, que nacía en la base del antiguo, era difícil orientarse; el norte podía estar en cualquier punto del arco de 180 grados «a su espalda». Y no era conveniente acercarse al mar del Norte, en algún punto delante de él, porque los osos polares medraban bien en ese litoral gracias a las colonias de focas.

Sax se detuvo un momento y comprobó su posición y la del coche en el mapa de su muñeca. Ahora llevaba un buen programa de posición en la consola. Se encontraba en 31,63844 grados de longitud y 84,89926 grados de latitud norte, metro más o menos, y su coche en 31,64114 y 84,86857. Si trepaba a la cima de ese pequeño montículo con forma de rebanada de pan al oeste noroeste por una exquisita escalera natural vería el coche. Sí, allá estaba, rodando perezosamente. Y allí, en las grietas de esa rebanada (aquella analogía era muy adecuada) había algunas saxífragas purpúreas que se obstinaban en vivir bajo la protección de la roca quebrada.

Ese paisaje lo satisfacía de un modo indefinible: el terreno laminado, las saxífragas, el delicioso cansancio de sus piernas. Y tenía que admitir que se trataba de algo inexplicable porque los elementos de la experiencia por sí mismos no bastaban para explicar el placer que proporcionaban, casi una euforia. Supuso que aquello era amor, espíritu del lugar y amor por el lugar, la areofanía, no sólo como Hiroko la definía sino también como probablemente la había experimentado. Ah, Hiroko, ¿era posible que hubiera sentido un bienestar tan profundo continuamente? ¡Criatura afortunada! No le extrañaba que proyectase un aura tan intensa y que gozase de tantos adeptos. Estar cerca de esa beatitud, aprender a sentirla… amor por el planeta, amor por la vida del planeta. Si bien el componente biológico de la escena constituía la parte esencial de la estima con que se miraba el paisaje. Incluso Ann habría tenido que admitirlo si hubiese estado a su lado. Una hipótesis interesante de comprobar. Mira, Ann, esa saxífraga púrpura. Observa cómo capta la atención en medio de este paisaje curvilíneo, y el amor espontáneo que genera.

Para él ese paisaje sublime era una imagen del universo, al menos en cómo relacionaba lo vivo y lo inerte. Había seguido las teorías biogenéticas de Deleuze, un intento de matematizar en una escala cosmológica algo semejante a la viriditas de Hiroko. Por lo que Sax sabía, Deleuze mantenía que la viriditas había sido una fuerza filiforme durante el Big Bang, un complejo fenómeno límite que actuaba entre las fuerzas y las partículas y había irradiado hacia el exterior como una mera potencialidad hasta que los sistemas planetarios de segunda generación habían reunido los elementos pesados, de los cuales surgió la vida, en pequeñas extensiones al final de cada hebra de viriditas. Las hebras eran pocas y se habían repartido uniformemente por el universo, siguiendo los cúmulos galácticos y en parte dándoles forma; y así cada pequeña explosión al final de una hebra distaba tanto de las demás como había sido posible. Por eso las islas de vida estaban ampliamente separadas en el espaciotiempo, y el contacto entre ellas era poco menos que imposible, pues se trataba de fenómenos tardíos y distantes; sencillamente no había habido tiempo para el contacto. Si era correcta, esta hipótesis le parecía una explicación adecuada del fracaso del SETI, del silencio de las estrellas durante siglos. Un parpadeo comparado con los miles de millones de años-luz que separaban las islas de vida en la estimación de Deleuze.

La viriditas existía, pues, en el universo como aquellas saxífragas en las grandes dunas de arena de la isla polar: pequeñas, aisladas, magníficas. Sax veía un universo curvo ante él, pero Deleuze mantenía que vivían en un universo plano, en el vértice entre la expansión permanente y el modelo de expansión-contracción, en un precario equilibrio, y que el punto crítico, cuando el universo empezaría a contraerse o bien a expandirse más allá de cualquier posibilidad de contracción, parecía muy cercano al momento presente. Esto le sonaba sospechoso a Sax, porque implicaba que podían intervenir en el fenómeno de un modo u otro: pateando el suelo podían hacer salir al universo disparado hacia el exterior, hacia la disolución y la muerte por calor; o si contenían el aliento podían atraerlo hacia el interior hasta el inimaginable punto omega del eskaton. Era absurdo: la primera ley de la termodinámica, entre otras consideraciones, reducía esto a una especie de alucinación cosmológica, al existencialismo de un diosecillo, tal vez incluso el resultado psicológico del súbito aumento de los poderes físicos de la humanidad. O bien a la tendencia a la megalomanía del propio Deleuze al creer que podía explicarlo.

De hecho Sax desconfiaba de la cosmología de aquellos tiempos, que colocaba a la humanidad en el centro del universo, como siempre. Tenía la impresión de que todas aquellas formulaciones no eran más que productos de la percepción humana, el arraigado principio antropocéntrico que infiltraba cuanto veían, como los colores. Aunque tenía que admitir que algunas de las observaciones parecían muy sólidas y difícilmente atribuibles a la intrusión de la percepción humana o la coincidencia. Era difícil creer que el tamaño del sol y el de la Luna fueran exactamente iguales observados desde la Tierra, pero así era. Las coincidencias se daban. Sax estaba convencido de que muchas de esas actitudes antropocéntricas limitaban la comprensión; seguramente había cosas mayores que el universo y otras más pequeñas que las cuerdas y entidades aparentemente últimas que podían descomponerse en otras más pequeñas, todo fuera del alcance de la percepción humana, incluso matemáticamente. Si eso era cierto, quedarían explicadas algunas de las inconsistencias de las ecuaciones de Bao: si se aceptaba que las cuatro macrodimensiones de espaciotiempo guardaban una relación con dimensiones mayores semejante a la que guardaban las seis microdimensiones con las cuatro conocidas, las ecuaciones funcionarían con elegancia… Imaginaba incluso una formulación posible…

Tropezó y estuvo a punto de caer. Otro pequeño banco de arena, tres veces mayor que los corrientes. Muy bien, ahora al coche. ¿En qué estaba pensando?

No pudo recordarlo. Se trataba de algo interesante, era lo único que recordaba. Calculaba algo, sí, pero por más que se esforzó no pudo recuperarlo. Rodaba por su mente como una china en el zapato. Era muy molesto, incluso exasperante. Le parecía recordar que ya le había ocurrido, y últimamente con cierta frecuencia. Perdía el hilo de sus pensamientos.

Llegó al coche sin ver siquiera por dónde pisaba. Amor por el lugar, sí, ¡pero había que recordar las cosas para amarlas! ¡Había que recordar los propios pensamientos! Confuso, afrentado, preparó la cena y la engulló sin apreciarla.

Esos problemas de memoria no eran nada buenos.

En realidad, ahora que lo pensaba, lo de perder el hilo le venía sucediendo con frecuencia; era un problema extraño. Era consciente de haber perdido pensamientos interesantes. Incluso había tratado de hablar para su consola de muñeca cuando se producían esas avalanchas de ideas, cuando advertía que diferentes cursos se entrelazaban para formar algo nuevo. Pero el acto de hablar interrumpía el proceso. Al parecer no pensaba con palabras, sino con imágenes, a veces con el lenguaje matemático, y otras en una especie de flujo rudimentario e indefinible que las palabras interrumpían. O bien los pensamientos perdidos eran mucho menos impresionantes de lo que creía; porque las grabaciones de su muñeca contenian unas pocas frases vacilantes, inconexas y sobre todo lentas, en nada semejantes a los pensamientos que esperaba recordar, pues durante esos estados su pensamiento fluía rapido y libre, con coherencia y sin esfuerzo. Ese proceso no podía ser aprendido. Y a Sax le sorprendía la pequeña parte del pensamiento propio que se recordaba o se transmitía a los demás; la impetuosa corriente de la conciencia apenas se compartía, incluso el matemático más prolífico, incluso el que llevaba un diario más minucioso.

En fin, esos incidentes eran sólo uno de los fenómenos a los que debían adaptarse en su vejez artificialmente prolongada. Perjudicial e irritante. Sin duda sería objeto de un cuidadoso estudio, aunque la memoria siempre había puesto en un atolladero a las neurociencias. En cierto modo el problema se asemejaba a un techo con goteras. Inmediatamente después de olvidar lo que pensaba, la excitación y la forma sin contenido de lo perdido vagando por su mente casi lo volvían loco; pero puesto que el contenido del pensamiento se había olvidado, media hora más tarde todo aquello no parecía más importante que el olvido de los sueños a los pocos minutos de despertar. Tenía otras muchas preocupaciones.

Como la muerte de sus amigos. Yeli Zudov esta vez, uno de los Primeros Cien al que nunca había conocido bien. De todos modos fue a Odessa y después del funeral, un asunto lúgubre durante el cual el recuerdo obsesivo de Vlad, Spencer, Phyllis y también Ann no le abandonó, fueron al apartamento de Michel y Maya en el edificio de Praxis. No era el mismo donde habían vivido antes de la segunda revolución, pero Michel se había esforzado por darle un aspecto parecido por el bien de Maya, ya que sufría trastornos mentales cada vez más graves. Sax nunca había podido con los rasgos más melodramáticos de la personalidad de Maya, y no había prestado demasiada atención a lo que Michel le había contado sobre ella la última vez que se habían visto: era siempre diferente, y siempre lo mismo.

Tomó la taza de té que le ofrecía Maya y la miró regresar a la cocina. En la mesa atestada de álbumes de Michel había una fotografia de Frank muy apreciada por Maya, que había estado clavada encima del fregadero de la cocina del otro apartamento. Sax la recordaba bien, porque era una especie de representación heráldica de aquellos tensos años: luchaban desesperadamente mientras el joven Frank se reía de ellos.

Maya se detuvo y miró la fotografía con atención, recordando sin duda a sus primeros muertos, a aquellos que habían desaparecido hacía tanto tiempo.

Pero dijo:

—Qué cara tan interesante.

Sax sintió una contracción en la boca del estómago. ¡Eran tan claras las manifestaciones fisiológicas de la angustia! Perder la sustancia de un razonamiento, de una incursión en la metafísica era una cosa, pero esto, perder el propio pasado, el pasado de todos… era insoportable. Él no lo toleraría.

Maya advirtió la conmoción de ellos, aunque ignoraba la causa. Nadia tenía los ojos arrasados en lágrimas, algo insólito, y Michel parecía muy afligido. Maya notó que algo no andaba bien y salió corriendo del apartamento. Nadie la detuvo.

—Esto le ocurre cada vez más a menudo —murmuró Michel con expresión atormentada—. Cada vez más a menudo. Y a mí también, pero para ella… —Meneó la cabeza con desaliento. Ni siquiera Michel podía encontrar algo positivo en aquello, él, que había paliado con su alquimia y optimismo las metamorfosis previas del grupo y los había integrado en la gran saga histórica, en el mito de Marte que no se sabía cómo había conseguido arrancar del pantano de la vida cotidiana. Pero aquello significaba la muerte de la historia, y era por tanto difícil de mitificar. Seguir viviendo después de la muerte de la memoria era una farsa, inútil y espantosa. Tenían que hacer algo.

Sax seguía sumido en esas meditaciones, en los resultados de los últimos trabajos experimentales en el campo de la memoria, cuando en la cocina se escuchó un golpe y un grito de Nadia. Sax acudió deprisa y encontró a Art y Nadia inclinados sobre Michel, que yacía en el suelo con la cara pálida. Avisó al conserje y poco después un grupo de altos nativos irrumpió en el apartamento. Echaron a Art a un lado sin ceremonias y rodearon a Michel con el equipo que traían, dejando a los ancianos como meros espectadores de la lucha de su amigo.

Sax se sentó entre los médicos y apoyó una mano en el hombro y el cuello de Michel. No respiraba ni tenía pulso, y estaba muy pálido. Los intentos de resucitación eran violentos, las descargas eléctricas fueron subiendo de intensidad y después conectaron a Michel a la máquina cardiopulmonar. Los jóvenes médicos trabajaban en silencio, hablando sólo cuando era necesario. Hicieron lo que pudieron, pero Michel continuó obstinada, misteriosamente muerto.

El fallo de memoria de Maya lo había alterado, pero no parecia una causa suficiente. Hacía tiempo que conocía el problema de Maya y le preocupaba, de modo que un episodio más no debería haber importado. Una coincidencia, una terrible coincidencia. Mucho más tarde, cuando ya todo había sido en vano, se habían llevado a Michel y los médicos estaban recogiendo el equipo, Maya regresó y tuvieron que comunicarle lo sucedido.

La noticia la trastornó. Uno de los médicos trató de consolarla (eso no servirá de nada —se dijo Sax—, yo mismo lo he intentado) y obtuvo una bofetada. Furioso, salió al pasillo y se dejó caer pesadamente en una silla.

Sax fue tras él y se sentó a su lado. El joven sollozaba.

—No puedo seguir haciendo esto —dijo el médico al rato. Sacudió la cabeza, como disculpándose—. Es inútil. Venimos y hacemos lo que podemos, pero da lo mismo. Nada detiene el declive súbito.

—¿Y eso qué es? —preguntó Sax.

El joven encogió sus hombros inmensos y sorbió por la nariz.

—Ése es el problema, que nadie sabe lo que es.

—Seguro que hay teorías. ¿Qué dicen las autopsias?

—Arritmia cardíaca —contestó un médico que salía con parte del equipo.

—Ése es sólo el síntoma —espetó el otro, y volvió a sorber—. ¿Qué provoca la arritmia y por qué la resucitación cardiopulmonar fracasa?

Nadie respondió.

Otro misterio por resolver. A través de la puerta Sax veía a Maya llorando en el sofá. Nadia estaba a su lado, como una estatua de sí misma. Y de pronto Sax comprendió que aunque encontraran una explicación, Michel seguiría estando muerto.

Art se ocupó de los médicos e hizo algunos preparativos. Sax tecleó en su consola y miró la lista de artículos que trataban del decline súbito:

8.361 títulos. Había estudios, tablas confeccionabas por las IA, pero nada que pareciera definitivo. Estaban aún en un estadio de observación y planteamiento de hipótesis, buscando. En muchos aspectos se parecía a los trabajos sobre la memoria que había estado leyendo. La muerte y la mente; ¡llevaban tiempo estudiando esos temas tan refractarios! El mismo Michel había sugerido la existencia de una narrativa profunda que explicaba lo que no podían explicar de sí mismos… Michel el hombre que lo había rescatado de la afasia, que le había enseñado a comprender partes de su personalidad cuya existencia ignoraba. Se había ido, y no regresaría. Acababan de llevarse la última versión de su cuerpo. Rondaba la edad de Sax, unos doscientos veinte años, una edad avanzada según los antiguos estándares. Entonces, ¿por qué sentía aquella opresión en el pecho, por qué aquellas lágrimas? No tenía sentido. Pero Michel lo habría comprendido. Mejor eso que la muerte de la memoria, habría dicho. Pero Sax no estaba tan seguro; sus problemas de memoria parecían menos graves ahora, y también los de Maya. Recordaba lo suficiente como para sentirse devastada, igual que él. Recordaba lo importante.

De pronto cayó en la cuenta de que la había acompañado en los velatorios de sus tres consortes, John, Frank y ahora Michel. Y cada vez era peor para ella. Y para él.

Un globo esparció las cenizas de Michel sobre el mar de Hellas. Reservaron una parte para Provenza.

La literatura sobre longevidad y senescencia era tan vasta y especializada que Sax tuvo dificultades para organizar su asalto de la materia. Los últimos trabajos sobre el declive súbito eran obviamente el punto de partida, pero para comprender esos artículos tenía que remitirse a los anteriores y estudiar en profundidad los tratamientos de longevidad, materia que Sax había evitado siempre debido a su confusa naturaleza biológica, inexplicable y casi milagrosa. Un sujeto de estudio muy próximo al núcleo de la gran incógnita. De buen grado lo había dejado para Hiroko y el extraordinariamente dotado Vladimir Taneev, que en colaboración con Marina y Ursula había diseñado y supervisado los primeros tratamientos y las principales modificaciones posteriores.

Pero Vlad había muerto y Sax tenía interés. Había llegado el momento de sumergirse en la viriditas, en el dominio de lo complejo.

Había comportamiento ordenado y comportamiento caótico, y allí donde interaccionaban se abría una zona amplia y llena de circunvoluciones, el dominio de lo complejo. Allí era donde aparecía la viriditas, el lugar en el que la vida podía existir. Mantener la vida en el centro de esa zona de complejidad era, en sentido filosófico, lo que pretendía el tratamiento de longevidad, impidiendo que las diversas incursiones del caos (como la arritmia) o del orden (como la proliferación de células malignas) alteraran fatálmente el organismo.

Una irrupción hasta ahora desconocida del caos o del orden en la zona fronteriza del complejo, concluyó después de una larga sesión de lecturas sobre el fenómeno, que le sugirieron vías de investigación gracias a las descripciones matemáticas de la frontera complejidad-caos y la frontera orden-complejidad. Pero uno de sus apagones se llevó la visión holística del problema y la sustancia de la matemática. Se consoló diciéndose que seguramente era una visión demasiado filosófica para serle útil. Al fin y al cabo, la causa no podía ser evidente, pues de otro modo los esfuerzos concertados de toda la ciencia médica ya habrían dado con ella. Por el contrario, debía de tratarse de algún cambio sutil en la bioquímica cerebral, algo que había resistido quinientos años de intentos de penetración científica cual una hidra: cada descubrimiento generaba nuevos misterios…

De todas formas, insistió. Y tras unas semanas de lectura había logrado orientarse en aquella escurridiza materia. Siempre había creído que el tratamiento de longevidad consistía en una inyección directa del ADN del sujeto y que las cadenas producidas artificialmente reforzaban las cadenas de las células, y de ese modo reparaban las roturas y errores provocados por el tiempo. Eso era correcto, pero el tratamiento iba mucho más lejos, al igual que la senescencia era mucho más que una simple división celular defectuosa. No se trataba sólo de separar cromosomas, sino que era un cúmulo de procesos complejos, y sólo algunos elucidados. El envejecimiento tenía lugar en todos los niveles: molécula, célula, órgano, organismo. Algunos procesos senescentes de origen hormonal beneficiaban a los organismos jóvenes en fase reproductiva y sólo resultaban perjudiciales para el animal que ya había pasado esa fase, cuando en términos evolutivos ya no importaba. Algunas líneas celulares eran virtualmente inmortales; la médula ósea y la mucosidad intestinal se replicaban mientras el medio estuviera vivo, sin mostrar alteraciones debidas al paso del tiempo. Otras células, como las proteínas no reemplazadas del cristalino del ojo, soportaban los cambios provocados por la exposición a la luz o el calor con regularidad suficiente como para actuar como una suerte de cronómetro biológico. Cada línea celular envejecía con un ritmo propio, o no envejecía; de modo que no era «cuestión de tiempo» newtoniano trabajando entrópicamente en un organismo. Esa clase de tiempo no existía. Se trataba más bien de una gran cantidad de fenómenos físicos y químicos específicos con distintas velocidades y efectos. Líneas con un numero fantásticamente grande de mecanismos de reparación celular, un eficaz sistema inmunitario; los tratamientos de longevidad a menudo complementaban esos procesos, actuaban directamente sobre ellos o bien los reemplazaban. El tratamiento incluía en esos momentos suplementos de enzima fotoliasa, para corregir el ADN defectuoso, y de la hormona pineal melatonina, además de dehidroepiandrosterona, una hormona esteroide producida por las glándulas suprarrenales… Había casi doscientos componentes de ese tipo en los tratamientos actuales.

Vasto y complejo. Algunas veces Sax interrumpía sus lecturas y se acercaba paseando al rompeolas, se sentaba con Maya en la cornisa y se detenía a observar el burrito que estaba comiendo: contemplaba todo lo que iba a ser digerido por él, todo lo que los mantenía vivos, sentía su respiración, aunque jamás le había prestado atención, y de pronto se ahogaba, perdía el apetito y la fe en que un sistema tan complejo pudiera existir durante más de un momento antes de hundirse en el caos primordial y las simplicidades de la astrofísica. Como un castillo de naipes de cien pisos en medio de un vendaval. Afortunadamente Maya no necesitaba una compañía activa, porque Sax se sumía en largos silencios, abismado en la contemplación de su propia imposibilidad.

No obstante, perseveró. Ésa era la respuesta del científico cuando se enfrentaba a un enigma. Y había otros que seguían investigando, en las fronteras y en campos relacionados que iban de lo pequeño (como la virología, donde las investigaciones sobre formas de vida diminutas como los priones y los viroides estaban poniendo de manifiesto formas aún más pequeñas, casi demasiado parciales para calificarlas de vida: víridos, viris, virs, vis, vs, que tal vez jugaran un papel importante en los macroniveles…) a los grandes temas orgánicos, como el ritmo de las ondas cerebrales y su relación con el corazón y otros órganos, o la producción en la glándula pineal de la melatonina, siempre menguante, una hormona que parecía regular muchos aspectos del envejecimiento. Sax seguía todas las rutas, tratando de obtener un nuevo enfoque, más amplio y bien fundado. Tenía que estudiar lo que su intuición señalaba como más importante.

Evidentemente, no ayudaba que algunos de sus mejores razonamientos sobre la materia se hubieran perdido cuando Sax llegaba a la conclusión. ¡Tenía que encontrar una manera de grabar esas ráfagas de pensamiento antes de que se esfumaran! Empezó a hablar para sí en voz alta, incluso en público, esperando anticiparse con ello a los apagones, pero no obtuvo nada, porque no se trataba de un proceso verbal.

En medio de esa labor, los encuentros con Maya eran deliciosos. Si advertía que había caído la tarde, dejaba sus lecturas y bajaba hasta la cornisa, y allí, en un banco, veía a Maya contemplando el mar. Se acercaba a alguno de los quioscos del parque compraba un burrito, un giros, una ensalada o un perrito de maíz y luego iba a sentarse a su lado. Ella lo saludaba con una inclinación de cabeza y comían en silencio. Luego miraban el mar.

—¿Cómo te ha ido el día?

—Bien. ¿Y a ti?

Él no hablaba demasiado sobre sus lecturas y ella no decía gran cosa sobre sus labores hidrológicas o sobre montajes teatrales, a los que acudía en cuanto oscurecía. En realidad tenían muy poco que decirse, pero había entre los dos una atmósfera de camaradería. Y una tarde en que el crepúsculo mostró un brillo lavanda inusual, Maya dijo:

—Me pregunto qué color será ése.

—¿Lavanda? —aventuró Sax.

—Pero el lavanda es más claro, ¿no?

Sax consultó la carta cromática que utilizaba desde hacía mucho tiempo para identificar los colores. Maya dio un respingo al verla, pero él siguió estudiando su muñeca de todos modos y comparó varios cuadros de muestra con el cielo.

—Necesitamos una pantalla más grande. —Y al fin encontraron uno que parecía coincidir: violeta claro. O algo entre violeta claro y violeta pálido.

A partir de entonces aquél se convirtió en un hobby compartido. Era notable el variado colorido de los crepúsculos de Odessa, que afectaban el cielo, el mar, las paredes blanqueadas de la ciudad. Una variedad infinita para la que faltaban nombres. La pobreza del lenguaje en esta área no dejaba de sorprender a Sax, por no hablar de la pobreza de la carta cromática. El ojo podía distinguir unos diez millones de tonalidades distintas, leyó; el libro de consulta que él utilizaba contenía 1.266 muestras, y sólo una pequeña fracción de éstas tenía nombre. Así que muchas tardes mantenían en alto sus brazos y contrastaban diferentes colores con el cielo, y con frecuencia, cuando encontraban uno que se correspondía, no tenía nombre. En esos casos los improvisaban: 2 de octubre, el undécimo naranja, púrpura del afelio, hoja de limón, casi verde, barba de Arkadi. A Maya se le ocurrían infinidad de apelativos. Y en las raras ocasiones en que encontraban una muestra nominada para el color del cielo aprendían el significado de una nueva palabra, lo que satisfacía a Sax profundamente. Pero en la franja comprendida entre el azul y el rojo el inglés era increíblemente parco, no estaba preparado para Marte. Una tarde después de un crepúsculo malva, consultaron la carta metodicamente, sólo para comprobar: púrpura, magenta, lila, amaranto, berenjena, malva, amatista, ciruela, violáceo, violeta, heliotropo, clemátide, lavanda, índigo, jacinto, ultramarino… y llegaron a los prolijos azules. Pero para la gama rojo-azul eso era todo si se dejaban de lado las adjetivaciones: violeta real, lavanda agrisado, etcétera.

Una tarde despejada, cuando el sol se había puesto detrás de los Hellespontus aunque seguía iluminando el aire sobre el mar, el cielo adquirió un color familiar mezcla de naranja, rojizo y marrón. Maya lo asió del brazo y exclamó:

—¡Ése es el naranja marciano, mira, ése es el color del planeta visto desde el espacio, lo que vimos desde el Ares! ¡Mira! Deprisa, ¿qué color es ése, qué color es?

Consultaron la carta.

—Rojo paprika. Rojo tomate. Rojo oxidado, tendría que ser éste. Después de todo es la afinidad del hierro con el oxígeno lo que forma ese color.

—Pero es mucho más oscuro, fíjate.

—Es cierto.

—Rojo pardo.

—Pardo rojizo.

Cinamomo, siena, naranja pérsico, tostado, camello, marrón oxidado, Sahara, naranja cromo… Se echaron a reír. No acababan de encontrarlo.

—Lo llamaremos naranja marciano —decidió Maya.

—De acuerdo. Pero fíjate cuántos nombres hay para esos colores en comparación con los que se refieren a los púrpuras. ¿Por qué será?

Maya se encogió de hombros. Sax leyó el material explicativo que acompañaba a la carta para ver si aclaraba algo.

—Ah, al parecer los bastoncillos de la retina captan mejor los tres colores primarios, y por eso las gamas cercanas a ellos tienen tantas distinciones. —Entonces, en la semipenumbra purpúrea, tropezó con una frase que lo sorprendió tanto que la leyó en voz alta:— El rojo y el verde forman un par en el que no pueden percibirse simultáneamente como componentes del mismo color.

—No es cierto —apostilló Maya de inmediato—. Eso es porque utilizan un círculo de colores y esos dos se oponen.

—¿Qué quieres decir? ¿Que hay otros colores además de ésos?

—Pues claro. Los colores de los artistas; si pones una mancha de rojo y otra de verde, obtienes un color que no es ni rojo ni verde.

—¿Pues qué es? ¿Tiene nombre?

—No lo sé. Mira la paleta de un artista. Y eso hicieron. Ella lo encontró primero:

—Aquí está. Ocre tostado, rojo indio, alizarino… todos mezclas de rojo y verde.

—¡Interesante! ¡Mezclas de rojo y verde! ¿No te parece sugerente? Ella le echó una mirada.

—Estamos hablando de colores, Sax, no de política.

—Lo sé, lo sé, pero…

—Vamos, no seas tonto.

—Pero ¿no crees que necesitamos una mezcla de rojo y verde?

—¿Políticamente? Ya existe, Sax, ése es el problema. Marte Libre consiguió el apoyo de los rojos para detener la inmigración, por eso tiene tanto éxito. Se proponen cerrar Marte, y cuando lo consigan volveremos a estar en guerra. Créeme, lo veo venir. Hemos vuelto a entrar en la espiral.

Sax no estaba al corriente de la politica del sistema solar, pero sabía que Maya, con ojo crítico en esas cuestiones, sentía una creciente inquietud, aunque comentara con su habitual mordacidad la aproximación de la crisis. Quizá las cosas no estuvieran tan mal como ella pensaba. Tendría que dedicarle alguna atención, pero mientras tanto…

—Mira, el cielo encima de las montañas ha cambiado a índigo.

Una silueta dentada de un negro intenso abajo, azul púrpura encima…

—Eso no es índigo, es azul marino.

—Pues no deberían llamarlo azul si contiene algo de rojo.

—No deberían, es cierto. Mira, azul marino, azul de Prusia, azul real, todos contienen algo de rojo.

—Pero el color del horizonte no se corresponde con ninguno de ellos.

—Tienes razón. No clasificado.

Lo señalaron en sus cartas. Ls 24, año marciano 91, septiembre de 2206; un nuevo color. Y así transcurrió otra tarde.

Y un atardecer de invierno, sentados en el banco más occidental en la hora que precede al crepúsculo, el mar de Hellas inmóvil como una lámina de cristal, el cielo despejado, puro, transparente, mientras el sol se ponía, todas las cosas recorrían el espectrocromático hasta el azul, y Maya levantó la vista de su ensalada Niza y agarró a Sax del brazo:

—¡Oh, Dios mío, mira! —y dejó a un lado el plato de papel y ambos se levantaron instintivamente, como dos veteranos al oír el himno nacional en un desfile. Sax saboreó el bocado de hamburguesa y miró.

—Ah —dijo. Todo era azul, azul celeste, el azul del cielo terrano, que lo bañó todo durante casi una hora, inundando sus retinas y las vías neurales de sus cerebros, sin duda hambrientos precisamente de ese color, del hogar que habían dejado para siempre.

Los atardeceres eran agradables, pero durante el día todo se complicaba. Sax dejó de estudiar los problemas del cuerpo en general y se centró en el cerebro. Eso era como querer reducir el infinito a la mitad, pero aún así disminuyó enormemente la cantidad de material; al fin y al cabo, y según todos los indicios, el cerebro era el corazón del problema, por así decir. Los cerebros hiperenvejecidos sufrían cambios apreciables, tanto en las autopsias como en los distintos escaneos del torrente sanguíneo, la actividad eléctrica, el uso de las proteínas y el azúcar, el calor y en los tests indirectos que habían inventado con el correr de los siglos para estudiar el cerebro vivo durante las diferentes manifestaciones de la actividad mental. Los cambios observados incluían la calcificación de la glándula pineal, lo que reducía su producción de melatonina. Los suplementos de melatonina sintética formaban parte del tratamiento de longevidad, pero sin duda lo aconsejable era evitar que se produjera la calcificación, porque probablemente tenía también otros efectos. Se producía además un notable aumento de los nudos neurofibrilares, agregados de filamentos de proteína que se formaban entre las neuronas y ejercían una presión física sobre ellas, tal vez análoga a la presión que Maya decía experimentar durante sus presque vus. La proteína beta-amiloide se acumulaba en los vasos sanguíneos cerebrales y en el espacio extracelular en torno a las terminaciones nerviosas e impedía su funcionamiento. Y las neuronas piramidales del córtex frontal y el hipocampo acumulaban calpeína, lo cual las hacía vulnerables a los aportes de calcio, que las dañaban. Y luego estaban las células que no se dividían, de la misma edad que el organismo; los daños en éstas eran permanentes, como le había ocurrido a Sax. Había perdido buena parte de su cerebro durante la embolia, aunque prefería no pensar en ello. Y la capacidad de las moléculas de esas células para autorreemplazarse también podía resultar dañada, una pérdida menor en principio, pero con el tiempo igualmente significativa. Las autopsias de personas de más de doscientos años que habían fallecido a causa del declive súbito mostraban importantes calcificaciones de la glándula pineal asociadas al aumento de los niveles de calpeína en el hipocampo. Y según las últimas investigaciones el hipocampo y la calpeína intervenían en los procesos memorísticos. Una relación interesante.

Pero poco concluyente. Y nadie resolvería el misterio leyendo. Sin embargo, los experimentos que habrían permitido dilucidar algo no eran practicables, dada la inaccesibilidad del cerebro vivo. Podían matar gallinas, ratones, ratas, perros, cerdos, lémures y monos, individuos de todas las especies, diseccionar los cerebros de sus fetos y embriones, pero nunca encontrarían lo que buscaban, porque las autopsias así como los escaneos en vivo eran insuficientes: los procesos implicados escapaban a la penetración de los escáners, o eran más holísticos o más combinatorios…

Con todo, los resultados de algunos experimentos parecían prometedores; el aumento de calpeína parecía alterar el funcionamiento de las ondas cerebrales, y ése y otros hechos le sugirieron posibles líneas de investigación. Se interesó por los efectos de las proteínas fijadoras de calcio, por los corticoesteroides, la circulación de calcio en las neuronas piramidales y la calcificación de la glándula pineal. Al parecer existían algunos efectos sinérgicos que podían afectar la memoria y el funcionamiento general de las ondas cerebrales, y por extensión los ritmos orgánicos, incluyendo los cardíacos.

—¿Tenía Michel problemas de memoria? —le preguntó a Maya—. ¿La sensación de haber perdido trenes enteros de pensamientos útiles?

Maya se encogió de hombros. Había pasado casi un año de la muerte de Michel.

—No me acuerdo.

Esto inquietó a Sax. Maya parecía retroceder, su memoria empeoraba día a día. Ni siquiera Nadia podía ayudarla. Sax se encontraba con ella en la cornisa con frecuencia; era un hábito con el que parecían disfrutar, aunque nunca hablaban de ello. Sencillamente se sentaban, comían algo comprado en los quioscos, contemplaban el crepúsculo y consultaban sus cartas cromáticas para ver si descubrían algún color nuevo. Pero si no hubiera sido por las anotaciones que hacían en las cartas ninguno de los dos habría sabido si los colores eran nuevos o no. Sax experimentaba apagones con más frecuencia, quizá de cuatro a ocho diarios, aunque no estaba seguro. Programó su consola para que mantuviera una grabadora de sonido activada por la voz, y en vez de intentar expresar su pensamiento completo decía sólo unas cuantas palabras que tal vez más tarde le ayudaran a reconstruirlo. Al final del día se sentaba, ansioso o esperanzado, y escuchaba lo que la IA había registrado; por lo general eran cosas que recorda haber pensado, aunque de cuando en cuando se oía decir algo como: «Las melatoninas sintéticas pueden ser mejores antioxidantes que las naturales, de manera que no hay suficientes radicales libres». O bien: «La viriditas es un misterio fundamental, nunca existirá una gran teoría unificada». No recordaba haberlo dicho y no sabía siquiera qué podía significar. Pero a veces las declaraciones eran interesantes, y su sentido se podía extraer.

Siguió con su empeño, que lo llevó a la conclusión de sus años de estudiante: la estructura de la ciencia era hermosa, uno de los mayores logros del espíritu humano, una suerte de formidable partenón de la mente, un trabajo en constante progreso, como un poema sinfónico épico de miles de estrofas que todos componían en un gigantesco esfuerzo de colaboración. El lenguaje del poema eran las matemáticas porque parecía ser el lenguaje de la naturaleza; no había otra explicación de la asombrosa traducibilidad de los fenómenos naturales a expresiones matemáticas de gran complejidad y sutileza. Y ese maravilloso lenguaje exploraba las manifestaciones de la realidad en los distintos campos de la ciencia, y cada ciencia creaba sus propios modelos para explicar las cosas, que gravitaban a cierta distancia alrededor de los principios de la física de las partículas, dependiendo del nivel que se investigara, de modo que todos los modelos estaban felizmente interconectados en una estructura coherente y mayor. Esos modelos guardaban una cierta semejanza con los paradigmas de Kuhn, pero eran más flexibles y variados, un proceso dialogístico en el que miles de mentes habían participado en el curso de los siglos anteriores. Así, figuras como Newton, Einstein o Vlad no eran los gigantes aislados de la percepción pública, sino las cumbres más altas de una gran cadena montañosa, como Newton mismo había querido señalar al hablar de estar en los hombros de un gigante. Para ser honestos, la labor científica era un proceso comunal que se remontaba más allá del nacimiento de la ciencia moderna, hasta la prehistoria, como Michel había sostenido siempre, un esfuerzo constante por comprender. Ahora estaba altamente estructurada y articulada y quedaba fuera del alcance de un solo individuo. Pero esto era debido a su vastedad; el espectacular florecimiento de la estructura no era incomprensible, aún se podían recorrer libremente las salas del partenón y aprehender al menos la forma del todo, y elegir dónde estudiar, dónde comprender, dónde contribuir. Pero primero había que aprender el dialecto del lenguaje necesario para el estudio, lo cual ya podía ser una tarea formidable, como en la teoría de las supercuerdas o del caos recombinante en cascada; luego podía examinarse la literatura previa y con suerte encontrar algún trabajo sincrético de alguien que hubiera pasado años trabajando en la vanguardia y fuera capaz de ofrecer un informe coherente del estatus del campo para los novatos. Esta «literatura gris», menospreciada por muchos científicos y considerada como unas vacaciones o como rebajarse a la síntesis, solía ser de gran valor para alguien que provenía de otros campos. Con una visión general uno podía moverse entre las revistas, la «literatura blanca» de los pares, donde se reflejaba el trabajo actual y podía obtenerse una visión general de quién atacaba qué parte del problema. Público, explícito… Y en los problemas específicos estaban aquellos que constituían la avanzadilla del progreso, un reducido grupo, con un núcleo aún más reducido de sintetizadores e innovadores, que inventaban nuevas jergas para transmitir sus hallazgos, discutir resultados, sugerir nuevas vías de investigación, que mantenían sus laboratorios en comunicación y se reunían en congresos dedicados a temas concretos. En los laboratorios y en los bares de los congresos la investigación avanzaba gracias al diálogo y al infatigable e imaginativo trabajo de experimentación.

Y toda esa vasta estructura articulada de una cultura salía a la luz, era accesible a cualquiera que quisiera participar y estuviera capacitado para ello. No había secretos, ni puertas cerradas, y si cada laboratorio y cada especialidad tenía su política, era sólo política, que no afectaba materialmente la estructura, el edificio matemático de su interpretación del mundo fenomenológico. Eso había creído siempre, y ningún análisis sociológico ni la experiencia traumática del proceso de terraformación marciano le había hecho vacilar en su convicción. La ciencia era un producto social, pero tenía un espacio propio que se conformaba sólo a la realidad; ahí radicaba su belleza. La verdad es bella, había dicho el poeta, hablando de la ciencia. Y tenía razón.

Y Sax se desplazaba por la gran estructura, cómodo, capacitado, y en algunos aspectos satisfecho.

Sin embargo, pronto comprendió que, aunque bella y poderosa, la ciencia no alcanzaba a penetrar los misterios de la senescencia biológica. Eran de difícil aunque no imposible solución, y probablemente no la hallarían en su tiempo. La comprensión de la materia, el espacio y el tiempo era incompleta, y tal vez siempre conllevaría un poco de metafísica, como las especulaciones sobre el cosmos antes del Big Bang o sobre cosas más pequeñas que las cuerdas. Por otra parte el mundo podía llegar a explicarse de forma progresiva hasta que todo él (al menos de las cuerdas-cosmos) entrase finalmente en el dominio del gran partenón. Existían ambas posibilidades y los próximos mil años dirían cuál prevalecería.

Mientras tanto, el experimentaba varios apagones al día, y a veces se quedaba sin aliento y el corazón le latía con demasiada fuerza. Apenas dormía por la noche. Y Michel estaba muerto, de manera que su percepción del significado de las cosas se desdibujaba y necesitaba ayuda. Cuando se las arreglaba para razonar satisfactoriamente, se sentía como si participara en una carrera. Él y todos, pero en especial los científicos que trabajaban en el problema; una carrera contra la muerte, y para ganarla tenían que despejar una de las grandes incógnitas.

Y una tarde, sentado en un banco en compañía de Maya después de pasar el día delante de la pantalla, pensando en la vastedad de aquella ala del partenón que se ampliaba constantemente, comprendió que era una carrera que no podía ganar. La especie humana tal vez lo hiciera algún día, pero aún quedaba mucho por andar. En realidad no le sorprendió, siempre lo había sabido. El hecho de etiquetar la forma más actual de ese grave problema no le había ocultado su profundidad, «el declive súbito» no era más que un nombre, impreciso, simplista, no científico de hecho, sino más bien un intento (como el Big Bang) de minimizar y contener la realidad aún no comprendida. En este caso el problema era la muerte, un declive súbito. Y dada la naturaleza de la vida y el tiempo, era un problema que ningún organismo vivo resolvería nunca. Posposiciones, pero no soluciones.

—La realidad es mortal —dijo.

—Pues claro —replicó Maya, absorta en la puesta de sol.

Necesitaba un problema más simple como una forma de posponer, como un paso hacia problemas más complicados o sencillamente algo que pudiera resolver. La memoria, quizá, combatir los apagones. Era un problema que tenía a mano, y su memoria necesitaba ayuda urgente. Trabajar en ello tal vez arrojara alguna luz sobre el declive súbito. Y aunque no fuera así, tenía que intentarlo, sin importar lo que costara. Porque todos morirían, pero al menos podrían morir con sus recuerdos intactos.

De manera que se centró en los trastornos de la memoria, abandonando el declive súbito y las cuestiones relacionadas con la senescencia. Al fin y al cabo, sólo era mortal.

Los últimos trabajos sobre la memoria ofrecían múltiples vías de aproximación. Este frente científico estaba relacionado en ciertos aspectos con el trabajo de aprendizaje que le había permitido recuperarse de su embolia. No le sorprendía, pues la memoria era la retención de lo aprendido. Las neurociencias avanzaban coordinadamente en su conocimiento. Sin embargo la retención y el recuerdo seguían siendo facultades cuyos mecanismos apenas se comprendían.

Pero aparecían indicios, pistas clínicas. Muchos ancianos experimentaban trastornos de la memoria de diversa índole, y detrás de los ancianos venía la gigantesca generación nisei, que esperaba librarse de ese mal. Era por tanto un problema candente. Miles de laboratorios se habían volcado en la investigación, y en consecuencia algunos aspectos empezaban a clarificarse. Sax se sumergió en la literatura especializada, como tenía por costumbre, y durante meses leyó intensivamente, y al cabo pudo decir que entendía el funcionamiento de la memoria, en términos generales. Aunque, como el resto de científicos, tropezó con la ineficiente comprensión de las cuestiones fundamentales, conciencia, materia y tiempo. Y en ese punto, a pesar de lo detallado de sus conocimientos, Sax era incapaz de encontrar una manera de reforzar o mejorar la memoria. Necesitaban algo más.

La hipótesis de Donald Hebb, planteada en 1949, aún se consideraba acertada, debido a su generalidad. El aprendizaje modificaba algunas características físicas del cerebro, y esta modificación codificaba de algún modo lo aprendido. En los tiempos de Hebb el rasgo físico (el engrama) se situaba en el nivel sináptico, y puesto que había cientos de miles de sinapsis por cada diez billones de neuronas cerebrales, los investigadores llegaron a la conclusión de que el cerebro podía almacenar 1014 bits de datos. En aquel momento pareció una explicación más que adecuada de conciencia humana, y como además estaba dentro de lo posible para los ordenadores, inauguró la breve moda del concepto de Inteligencia Artificial fuerte, así como la versión de la época de la «falacia de la máquina», lo contrario de la falacia patética según la cual el cerebro era la máquina del tiempo más potente. Las investigaciones de los siglos XXI y XXII, sin embargo, dejaron claro que no existía una localización exacta para los «engramas». Ninguno de los experimentos logró encontrar esas supuestas localizaciones, incluyendo uno en el que se extirparon varias porciones de cerebros de ratas después de que hubieran aprendido una tarea, con el resultado de que al parecer ninguna parte del cerebro era esencial. Los frustrados experimentadores concluyeron que la memoria estaba en todas partes y en ninguna, y esto llevó a la analogía del cerebro con el holograma, todavía más absurda que las anteriores analogías mecanicistas. Evidentemente, habían fracasado. Experimentos posteriores parecieron demostrar que los hechos significativos relacionados con la conciencia tenían que asociarse a niveles más profundos que el neuronal, lo que Sax juzgaba como una manifestación de la generalizada tendencia científica a la miniaturización durante el siglo XXII. En esa exaltación de lo diminuto empezaron a examinar los citoesqueletos de las neuronas, compuestos por series de microtúbulos huecos compuestos a su vez por treinta columnas de dímeros de tubulina, pares de proteínas globulares con forma de cacahuete de ocho por cuatro por cuatro nanómetros, que presentaban dos configuraciones distintas, según su polarización eléctrica. Así pues, los dímeros eran interruptores de encendido y apagado del esperado engrama, pero tan pequeños que el estado eléctrico de cada dímero se veía alterado por el de los que lo rodeaban, debido a las interacciones establecidas por Van der Waals. De ese modo cualquier mensaje podía transmitirse a través de las columnas de microtúbulos y los puentes proteínicos que las conectaban. En los últimos tiempos se había dado un paso más en la miniaturización: cada dímero contenía unos cuatrocientos cincuenta y cinco aminoácidos, que podían retener información mediante cambios en las secuencias. Y en las columnas de dímeros había pequeños hilos de agua, llamada agua vecinal, capaz de transmitir oscilaciones cuánticas coherentes a lo largo de los túbulos. Numerosos experimentos con cerebros de monos vivos habían establecido que mientras la conciencia pensaba, las secuencias de aminoácidos cambiaban y la configuración de los dímeros de tubulina de muchas zonas del cerebro se alteraba en fases pulsátiles. Los microtúbulos se movían, en ocasiones con un crecimiento notable, y las espinas de las dendritas crecían y establecían nuevas conexiones, provocando a veces una modificación permanente de las sinapsis.

Así pues, el modelo actual afirmaba que los recuerdos se codificaban como oscilaciones cuánticas coherentes y permanentes fijadas por los cambios de los microtúbulos y sus partes constituyentes, que actuaban en el interior de las neuronas. Aunque había investigadores que sugerían la existencia de actividades significativas en niveles ultramicroscópicos que escapaban a la experimentación. Algunos veían indicios de que las oscilaciones se estructuraban siguiendo las pautas de las redes de spin descritas en los trabajos de Bao, en nodos agrupados y redes que a Sax le recordaban extrañamente el plano de un palacio: habitaciones y pasillos, como si los antiguos griegos hubiesen intuido la geometría del espaciotiempo.

En cualquier caso, de lo que no cabía duda era de que esa actividad ultramicroscópica intervenía en la plasticidad cerebral, formaba parte de los mecanismos de aprendizaje y memorización. La memoria, pues, residía en un nivel infinitamente más profundo que el supuesto hasta entonces, lo cual confería al cerebro unas posibilidades computacionales muy superiores, quizá de hasta 1024 operaciones por segundo, o incluso 1043 en algunos cálculos, lo que llevó a decir a un investigador que la mente humana era en cierto modo mucho más complicada que el resto del universo (excepto su otra conciencia, por supuesto). Sax encontraba esta explicación sospechosamente semejante a los insistentes fantasmas antropocéntricos que poblaban la cosmología, aunque a la vez le parecía interesante.

No sólo se estaba avanzando, sino que también se penetraba en niveles donde intervenían los efectos cuánticos. La experimentación había revelado que en el cerebro se producían fenomenos cuánticos a gran escala; se manifestaban allí, tanto en la coherencia cuántica global como la conexión cuántica entre los diferentes estados eléctricos de los microtúbulos, y eso implicaba que los fenómenos contrarios a la intuición y las paradojas de la realidad cuántica eran parte esencial de la conciencia. Hacía muy poco que un equipo de investigadores franceses, estimando efectos cuánticos en los citoesqueletos, había conseguido proponer una explicación razonable del funcionamiento de los anestésicos generales, después de siglos de utilizarlos alegremente.

Se enfrentaban, pues, a otro extraño mundo cuántico en el se producía actividad a distancia, en el que las decisiones no tomadas podían afectar sucesos que se habían producido de verdad, en el que ciertos sucesos parecían desencadenarse teleológicamente, o lo que es lo mismo, provocados por sucesos que parecían ser posteriores en el tiempo… A Sax no le sorprendían estas implicaciones, porque reforzaban su creencia de que la mente humana era profundamente misteriosa, una caja negra que la ciencia no podría desentrañar. La investigación tropezaba con las grandes incógnitas de la realidad.

Aun así, uno podía aprovechar lo que la ciencia había descubierto y admitir que la realidad en el nivel cuántico era un ultraje para los sentidos y la experiencia corriente. Habían tenido trescientos años para acostumbrarse y al fin se las habían arreglado para incorporar ese conocimiento a su visión del mundo y seguir adelante. Sax habría afirmado incluso que se movía con comodidad entre las familiares paradojas cuánticas. Los fenómenos eran extraños pero explicables, cuantificables, o al menos descriptibles mediante los números complejos, la geometría de Riemann y otras ramas de las matemáticas. Encontrar eso en el estudio del cerebro no debería ser una sorpresa. De hecho, comparado con la historia, la psicología o la cultura, era incluso confortante. Sólo se trataba de mecánica cuántica, algo que podía formularse matemáticamente. Y eso era mucho.

En un nivel extremadamente fino de la estructura cerebral se conservaba todo nuestro pasado, codificado en una compleja red de sinapsis, microtúbulos, dímeros y agua vecinal, y cadenas de aminoácidos, todo suficientemente diminuto y próximo para que se produjeran efectos cuánticos. Fluctuaciones cuánticas, divergencias y colapsos, eso era la conciencia. Y las pautas de fluctuación se conservaban o generaban en partes específicas del cerebro, eran el resultado de una estructura física articulada en múltiples niveles. El hipocampo, por ejemplo, tenía una importancia crítica, sobre todo la región de las circunvoluciones dentadas y la vía de nervios perforados que llevaba a ella. Y el hipocampo era extremadamente sensible a la acción del sistema límbico, justo debajo de él en el cerebro; y el sistema límbico era en muchos aspectos el asiento de las emociones, lo que los antiguos habrían llamado el corazón. De ahí que la carga emocional de un suceso estuviera estrechamente relacionada con el grado de arraigo de éste en la memoria. Las cosas sucedían y la conciencia las experimentaba, e inevitablemente esa experiencia modificaba el cerebro, se convertía en parte de él para siempre, sobre todo los sucesos realzados por la emoción. Esa descripción le parecía adecuada: recordaba mejor lo que había sentido con más intensidad… o lo olvidaba con más facilidad, como sugerían algunos experimentos, con un constante esfuerzo inconsciente que no era olvido, sino represión.

Tras ese primer cambio en el cerebro, sin embargo, se iniciaba el lento proceso de degradación. Por ejemplo, la capacidad de recordar variaba según la persona, pero era siempre menor que la capacidad de retención de la memoria, y muy difícil de gobernar. Había muchas cosas almacenadas en el cerebro que nunca se recuperaban. Lo que uno no rememoraba no se reforzaba, y después de ciento cincuenta años almacenado sufría una rápida degradación —así lo sugerían los experimentos—, debida al parecer a la acumulación de los efectos cuánticos de los radicales libres reunidos al azar en el cerebro. Según todos los indicios eso era lo que les estaba ocurriendo a los ancianos; un proceso de destrucción que empezaba inmediatamente después de que el suceso se hubiese grabado en el cerebro, y que con el tiempo alcanzaba un nivel de acumulación de efectos catastrófico para las oscilaciones implicadas, y por tanto para los recuerdos. Se trataba probablemente de un proceso como el empañamiento termodinámico del cristalino del ojo, pensó Sax lúgubremente.

Aun así, si uno pudiera enumerar todos sus recuerdos, ecforizarlos, como alguien había escrito (la palabra procedía del griego, y significaba algo así como «ecotransmisión»), reforzaría los circuitos y pondría el reloj de la degradación en el punto de partida. Una especie de tratamiento de longevidad para los más debilitados, anamnesis, o pérdida del olvido. Y desde ese tratamiento sería más fácil recordar un suceso dado, o al menos tan fácil como lo era poco después de que se produjera. En esa dirección avanzaban los trabajos de refuerzo de la memoria. Algunos llamaban a las drogas y el instrumental eléctrico empleado en el proceso nootrópicos, una palabra que Sax interpretaba como «que actúa sobre la mente». Había numerosos términos que se repetían en la literatura especializada; la gente había echado mano de los diccionarios de griego y latín para bautizar los fenómenos. Sax había encontrado mnemónica y mnemosínico, en honor de la diosa de la memoria; o bien mimenskesthains, del verbo griego «recordar». Sax preferia refuerzo de la memoria, aunque también le gustaba anamnesis, parecia mas adecuado para lo que trataban de hacer. Deseaba preparar un anamnésico.

Pero las dificultades prácticas de la ecforización (de recordar todo el pasado propio, o incluso una parte) eran grandes. No ya encontrar el anamnésico que estimulara el proceso, sino averiguar cuánto tiempo llevaría. Cuando uno había vivido dos siglos, no era desatinado pensar que se tardarían años en ecforizar todos los sucesos significativos de una vida. Un recorrido cronológico era impracticable en más de un aspecto. Sería preferible limpiar de alguna manera el sistema, fortaleciendo la red sin necesidad de recordar conscientemente cada uno de sus componentes. Que tal limpieza fuera electroquímicamente posible aún estaba por ver, y se desconocía asimismo cómo la experimentaría el paciente. Pero si excitaban eléctricamente la vía perforada hasta el hipocampo y se conseguía filtrar al torrente sanguíneo cerebral una gran cantidad de trifosfato de adenosina, por ejemplo, estimulando así la potenciación a largo plazo que favorecía el aprendizaje, se fijaba una secuencia de ondas cerebrales que estimulara y soportara las oscilaciones cuánticas de los microtúbulos y se forzaba a la conciencia a repasar los recuerdos que uno creía más importantes, mientras los demás eran igualmente reforzados de manera inconsciente…

Cayó en un nuevo decelerando de ideas y volvió a sufrir un apagón. Allí estaba, en la salita de su apartamento, en blanco, maldiciéndose por no haber tratado al menos de murmurarle algo a su IA. Tenía la sensación de que había dado con algo, algo sobre el ATP, ¿o era el LTP? Bueno, si se trataba de un pensamiento útil, ya lo recordaría. Tenía que creer en ello.

Del mismo modo que, cuanto más se adentraba en sus estudios, más convencido estaba de que el shock provocado por el episodio amnésico de Maya había precipitado a Michel en el declive súbito. Era una explicación que no podría probar nunca, y ni siquiera importaba probarla. Pero Michel no habría querido sobrevivir ni a su memoria ni a la de ella. Había amado a Maya como el proyecto de su vida, su definición de sí mismo. Ver a Maya olvidándose de algo tan básico, tan importante (como una llave para la recuperación de la memoria)… Y la conexión entre la mente y el cuerpo era tan fuerte que la distinción probablemente era falsa, un vestigio de la metafísica cartesiana o de anteriores concepciones religiosas sobre el alma. La mente era la vida del cuerpo. La memoria era mente. Y así, mediante una simple ecuación transitiva, memoria era igual a vida, y cuando la memoria desaparecía, la vida desaparecía. En aquella traumática media hora final, Michel debía de haber caído en la arritmia fatal oprimido por la angustia y la pena ante la muerte mental de su amada. Tenían que recordar para estar verdaderamente vivos. Y por eso tendrían que probar la ecforización, si es que conseguían descubrir el anamnésico apropiado.

Aunque sería peligroso, por descontado. Si se las arreglaba para crear un reforzante de la memoria, tal vez limpiara todo el sistema al mismo tiempo, y nadie podía prever cuál sería el impacto subjetivo. No quedaba más remedio que probarlo. Un experimento en carne propia, pero caramba, no sería la primera vez. Vlad se había administrado el tratamiento gerontológico antes que nadie, aunque podía haberlo matado. Jennings se había inoculado la vacuna de la viruela. Alexander Bogdanov, el antepasado de Arkadi, había cambiado su sangre por la de un hombre joven que padecía malaria y tuberculosis, y había muerto, mientras que el joven había vivido treinta años más. Y los jóvenes físicos de Los Álamos habían provocado la primera explosión nuclear preguntándose si no quemaría la atmósfera de todo el planeta, un caso inquietante, había que admitirlo. Comparado con eso ingerir unos cuantos aminoácidos no parecía gran cosa, poco más que el doctor Hoffman probando el LSD. Presumiblemente la ecforización sería menos desorientadora que un viaje con LSD, porque si todos los recuerdos se reforzaban a la vez, la conciencia no tendría capacidad para todos ellos. La llamada corriente de conciencia no era lineal en opinión de Sax. Por tanto, como mucho uno podía experimentar una rápida sucesión de recuerdos asociados o un revoltijo sin orden ni concierto, no distinto de sus propios procesos mentales cotidianos, la verdad. Podía hacerles frente. Y afrontaría de buena gana riesgos más traumáticos si era necesario. Voló a Acheron.

Una nueva generación ocupaba los viejos laboratorios de Acheron, que se habían ampliado hasta ocupar la alta aleta en toda su longitud. La ciudad tenía ahora doscientos mil habitantes y la aleta de roca seguía siendo espectacular, quince kilómetros de largo por seiscientos metros de alto, con no más de un kilómetro de ancho en toda su extensión. El complejo de laboratorios recordaba lo que había sido hacía mucho tiempo el Mirador de Echus; parecido a Da Vinci y con una organización similar. Después de que Praxis renovara la infraestructura, Vlad, Ursula y Marina se habían hecho cargo de la formación de una nueva estación de investigación biológica. Ahora Vlad había muerto, pero Acheron tenía una vida propia y no parecían echarle de menos. Marina y Ursula dirigían un pequeño laboratorio propio y vivían aún en la casa que habían compartido con Vlad, bajo la cresta de la aleta, un lugar parcialmente tapiado, poblado de árboles y muy ventoso. Seguían tan reservadas como siempre, recluidas en su mundo aún más que cuando Vlad vivía, y en Acheron no se las apreciaba en lo que valían; los científicos más jóvenes las trataban como a abuelas o meros colegas de laboratorio.

Sin embargo a Sax sí que le prestaron atención, tan apabullados como si les hubieran presentado a Arquímedes. Resultaba tan desconcertante ser tratado de aquella forma como lo habría sido encontrarse con aquel anacronismo, y durante varias conversaciones de una torpeza sin igual, Sax luchó denodadamente por convencerlos de que no poseía el secreto mágico de la vida, que empleaba las categorías conceptuales que empleaban ellos, que no tenía el cerebro destrozado por la edad, etcétera.

Pero ese extrañamiento podía serle útil. Los jóvenes científicos como clase tendían a ser ingenuos empíricos, idealistas y entusiastas. De manera que al venir de fuera, viejo y nuevo a la vez Sax podía impresionarlos en los seminarios organizados por Ursula para discutir el estado de los estudios sobre la memoria. Sax planteó su hipótesis para la creación de un anamnésico y señaló varias líneas de investigación, y pudo comprobar que sus sugerencias tenían para los jóvenes científicos una especie de poder profético, a pesar de que se trataba de generalidades conocidas. Si aquellas vaguedades coincidían con alguna línea de investigación ya emprendida por alguno de ellos, la respuesta sería entusiasta. De hecho, cuanto más indeterminado fuese, mejor, lo que no era una actitud demasiado científica, pero qué se le iba a hacer.

Mientras los observaba, Sax descubrió que la naturaleza altamente versátil, sensible y bien focalizada a la que se había acostumbrado en Da Vinci no era un rasgo exclusivo de allí, sino que podía hallarse en todos los laboratorios organizados como cooperativas; era la naturaleza de la ciencia marciana en general. Con el gobierno de los científicos de su propio trabajo hasta un grado nunca visto en su juventud en la Tierra, el trabajo avanzaba con una rapidez y un poder también desconocidos. En sus tiempos los recursos necesarios para la investigación habrían pertenecido a otros, a instituciones con intereses y burocracias, lo que creaba una dispersión que restaba eficacia a las investigaciones, que incluso llegaban a dedicarse a trivialidades, y a conseguir beneficios para las instituciones que controlaban los laboratorios. En Marte, Acheron era una comunidad semiautónoma y autosuficiente, responsable ante los tribunales medioambientales y ante la constitución, pero ante nadie más. Declaraban el empeño al que se entregarían, y cuando se les pedía ayuda, si les interesaba, respondían de inmediato.

De modo que no tendría que desarrollar el reforzador de la memoria él solo, pues los laboratorios de Acheron estaban muy interesados y Marina seguía trabajando en el laboratorio de laboratorios de la ciudad, que mantenía una estrecha relación con Praxis y por tanto tenía acceso a todos sus recursos. Muchos laboratorios ya llevaban tiempo trabajando en la memoria. Era una parte primordial del proyecto de longevidad, por razones obvias. Y la longevidad era inútil si la memoria no duraba lo mismo que el resto del sistema. Era razonable, pues, que un complejo como Acheron se dedicara a investigarla.

Poco después de su llegada, Sax se reunió con Ursula y Marina. Desayunaron en el comedor de su casa, los tres solos, rodeados de paredes portátiles cubiertas de batiks de Dorsa Brevia y árboles en grandes tiestos. No recordaron a Vlad, ni siquiera lo mencionaron. Consciente de lo insólito del hecho de que lo hubieran invitado a su casa, Sax apenas pudo concentrarse en el tema que los ocupaba. Conocía a aquellas mujeres desde el principio y las respetaba, sobre todo a Ursula, por su gran capacidad empática, pero lo cierto era que no las conocía bien. Y las miraba mientras comían, y también miraba por los ventanales abiertos y percibía el viento. En el norte se divisaba una estrecha franja de azul, la bahía de Acheron, una profunda entrada del mar del Norte. Al sur, sobre el horizonte, la mole de Olympus Mons. En medio, el campo de golf del Diablo, una tierra áspera, nudosa, cubierta de antiguas coladas de lava erosionada, y en cada hondonada un pequeño oasis verde salpicaba el ennegrecido yermo de la meseta.

—Hemos estado preguntándonos por qué los psicólogos experimentales de cada generación han registrado sólo algunos casos de memorias realmente excepcionales, y por qué no han intentado nunca explicarlos según los modelos de la época —dijo Marina.

—De hecho, los relegan al olvido en cuanto pueden —señaló Ursula.

—Sí, y cuando se desempolvan los informes nadie los cree veraces, o los atribuyen a la credulidad de otros tiempos. Como no hay nadie vivo que pueda reproducir las proezas descritas se concluye que los investigadores se equivocaban o que los engañaron. Pero muchos de los informes parecen tener fundamento.

—¿Cuáles? —preguntó Sax. No se le había ocurrido examinar informes que juzgaba invariablemente anecdóticos. Pero era lógico remitirse a ellos.

—El director de orquesta Toscanini sabía de memoria las notas de todos los instrumentos de unas doscientas cincuenta obras sinfónicas — contestó Marina—, y la letra y la música de unas cien óperas, además de infinidad de obras menores.

—¿Está comprobado?

—Digamos que al azar. Un fagotista rompió una llave de su instrumento y se lo comunicó a Toscanini, y tras pensar un momento éste le dijo que no se preocupara porque esa noche no tendría que utilizarla. Dirigía sin partitura y anotaba las partes que faltaban en las de los músicos. Cosas así.

—Humm…

—El musicólogo Tovey tenía una capacidad semejante —dijo Ursula—. No es raro entre los músicos. Como si la música fuese un lenguaje en el que a veces son posibles increíbles proezas de memorización.

—Humm.

—El profesor Athens, de la Universidad de Cambridge —continuó Marina—, de principios del siglo veintiuno, poseía un vasto conocimiento sobre infinidad de temas, música, cómo no, pero también poesía, historia, matemáticas, y recordaba su propio pasado siguiendo una cronología diaria. «La clave está en el interés —decía—. El interés centra la atención.» —Es cierto —dijo Sax.

—Utilizaba su memoria principalmente para lo que le parecía interesante. Interés en el significado, lo llamaba él. Pero en dos mil sesenta recordó una lista de veintitrés palabras de un test de dos mil treinta y dos sin importancia para él.

—Me gustaría saber más de ese hombre.

—Era menos anormal que otros de su especie. Los llamados «calculadores de calendario» o los que podían recordar las imágenes que les presentaban con gran lujo de detalles, solían tener problemas en otros aspectos de su vida.

Marina asintió.

—Como los latvios Shereskevskii y un tal VP, que recordaban un número increíble de cosas, en los tests y en cualquier otra circunstancia, pero experimentaban sinestesias.

—Humm. Hiperactividad del hipocampo, tal vez.

—Tal vez.

Mencionaron algunos ejemplos más. En la década de 1930, en Estados Unidos un tal Finkelstein sumaba los resultados electorales de todo el país más deprisa que cualquier calculadora. Eruditos talmúdicos que no sólo memorizaban el Talmud, sino también la localización de cada palabra en cada página. Narradores orales que sabían todo Homero de memoria. Y los que habían utilizado el método renacentista del palacio de la memoria con gran éxito. El propio Sax lo había probado después de su embolia, con buenos resultados. La lista era larga.

—Esas extraordinarias habilidades no parecen lo mismo que la memoria corriente —comentó Sax.

—Memoria eidética —dijo Marina—. Basada en imágenes que retornan con gran nitidez. Se dice que es así como recuerdan los niños. En la pubertad esto cambia, al menos para la mayoría ellos, como si la memoria de esa gente no sufriera la metamorfosis de la adolescencia.

—Aun así —dijo Sax—, me pregunto si no serán los ejemplos sobresalientes de una distribución continua de esa capacidad o si son ejemplares de una rara distribución bimodal.

Marina se encogió de hombros.

—No lo sabemos. Pero estamos estudiando a uno de ellos.

—¿Cómo? ¿Aquí?

—Sí. Es Zeyk. Él y Nazik se han mudado aquí para que podamos estudiarlo y colabora de buen grado. Nazik lo alienta porque cree que le reportará algún bien. Él no disfruta especialmente de su capacidad, ¿sabes?, que no parece tener relación con trucos de cálculo, aunque es mejor en eso que la mayoría. Pero recuerda su pasado con extraordinario detalle.

—Me parece recordar que algo he oído, sí —dijo Sax. Las dos mujeres se echaron a reír y él, sorprendido, se unió a ellas—. Me gustaría ver cómo trabajan con él.

—Claro. Está en el laboratorio de Smadar. Es interesante. Le pasan vídeos de acontecimientos que él presenció y le hacen preguntas; y mientras él narra lo que recuerda, le aplican lo último en materia de escáners cerebrales.

—Parece muy interesante.

Ursula lo llevó a un laboratorio en penumbra en el que se alineaban varias camillas ocupadas por sujetos a quienes se les estaban practicando diferentes escáners; unas imágenes coloridas parpadeaban en las pantallas y el aire. Las camillas vacías tenían un aspecto siniestro.

Después de los pacientes nativos que había visto, Zeyk le pareció un espécimen de homo habilis arrancado de la prehistoria para comprobar su capacidad mental. Llevaba un casco erizado de conexiones y su barba blanca estaba empapada; los ojos hundidos en su rostro pálido y manchado miraban con cansancio. Nazik estaba sentada junto al lecho y le sostenía una mano. Sobre un hológrafo próximo flotaba una imagen tridimensional de alguna parte del cerebro de Zeyk, surcada por relámpagos de verde, rojo, azul y oro pálido. En la pantalla contigua a la camilla oscilaban las imágenes de una pequeña ciudad-tienda en la oscuridad. Una mujer joven, presumiblemente la investigadora Smadar, le hacía preguntas a Zeyk.

—¿Dice que la Ahad atacó a la Fetah?

Había graves disensiones entre ambas, y mi impresión era que las estaba provocando la Ahad. Aunque creo que había alguien más, alguien que las azuzaba una contra otra, llenando las ventanas de pintadas ofensivas y cosas por el estilo.

—¿Se daban a menudo conflictos tan graves en el seno de la Hermandad Musulmana?

—En aquel entonces los hubo. Sin embargo, ignoro qué los provocó aquella noche. En ello veo la mano de alguien, porque fue como sí de repente todos se hubieran vuelto locos.

Sax sintió un nudo en el estómago y un repentino frío, como si el sistema de ventilación hubiese dejado entrar el gélido aire de la mañana. La pequeña ciudad que aparecía en las pantallas era Nicosia y estaban hablando de la noche que asesinaron a John Boone. Smadar miraba los vídeos y hacía preguntas: estaban grabando a Zeyk. Éste levantó la vista y saludó a Sax con un movimiento de la cabeza.

—Russell también estaba allí.

—¿Es cierto? —preguntó Smadar echándole a Sax una mirada especulativa.

—Sí.

Hacía muchos años que Sax no pensaba en aquel episodio, quizá casi un siglo. Cayó en la cuenta de que no había vuelto a pisar Nicosia desde aquella noche, como si hubiera estado evitándola. Represión, sin duda. Apreciaba mucho a John, que había trabajado para él durante varios años antes de que lo asesinaran. Habían sido amigos.

—Vi que lo atacaban —dijo, para sorpresa de todos.

—¿De veras? —exclamó Smadar; todos lo miraban—. ¿Qué fue lo que vio? —le preguntó después, echando una breve mirada a la imagen del cerebro de Zeyk, en el que relampagueaba una silenciosa tormenta. Aquello era el pasado, una muda tormenta eléctrica. La tarea que habían acometido.

—Había una pelea —dijo Sax hablando despacio, con malestar, mirando la imagen holográfíca como si fuera una bola de cristal—. En una pequeña plaza donde una calle lateral confluía con el bulevar principal.

Cerca de la medina.

—¿Eran árabes? —preguntó la joven.

—Es posible —dijo Sax. Cerró los ojos, y aunque no podía evocar ninguna imagen, tuvo una especie de visión ciega—. Sí, creo que sí.

Al abrir los ojos vio que Zeyk lo miraba.

—¿Los conocías? —graznó Zeyk—. ¿Recuerdas qué aspecto tenían? Sax meneó la cabeza y el movimiento pareció desatar una imagen, oscura. El vídeo mostraba las calles oscuras de Nicosia, en las que la luz parpadeaba como los pensamientos en el cerebro de Zeyk.

—Un hombre alto de rostro enjuto y bigote negro. Todos tenian bigote negro, pero el suyo era más largo. Les gritaba a los hombres que estaban atacando a Boone.

Zeyk y Nazik intercambiaron una mirada.

—Yussuf —dijo Zeyk—. Yussuf y Nejm. Lideraban la Fetah en aquel entonces y su rencor hacia Boone superaba el de la Ahad, Y cuando Selim se presentó en casa horas más tarde, agonizante, dijo: «Boone me ha matado, Boone y Chalmers». No dijo: «He matado a Boone»; dijo:

«Boone me ha matado». —Miró a Sax.— ¿Qué ocurrió después? ¿Qué hiciste?

Sax se estremeció. Por eso no había vuelto nunca a Nicosia ni había querido recordarlo: aquella noche, en el momento crítico, había vacilado, había sentido miedo.

—Los vi desde el otro lado de la plaza, estaba lejos y no supe qué hacer. Derribaron a John y se lo llevaron a la rastra. Yo… yo me quedé mirando. Después… después me encontré corriendo con un grupo que salió en su persecución; ignoro quiénes eran, y casi me llevaron a la fuerza. Los atacantes arrastraron a John por el laberinto de calles laterales y los perdimos en la oscuridad.

—Seguramente había cómplices de los atacantes en vuestro grupo — dijo Zeyk—. Como parte del plan, para guiar la persecución en la dirección equivocada.

—Ah —dijo Sax. Recordó que había hombres con bigote en el grupo—. Probablemente.

Se sintió enfermo. Se había quedado paralizado, no había movido un dedo. Las imágenes de la pantalla parpadeaban, fogonazos en la oscuridad, y el córtex de Zeyk hervía de vida, con relámpagos microscópicos.

—Así pues no fue Selim —dijo Zeyk dirigiéndose a su esposa—. No fue Selim, y por tanto tampoco Chalmers.

—Deberíamos decírselo a Maya —dijo Nazik—. Tenemos que decírselo.

Zeyk se encogió de hombros.

—No cambiará las cosas. Que Frank azuzara a Selim contra John y luego fueran otros los autores materiales del crimen, ¿acaso importa?

—¿Pero es que cree que los asesinos fueron otros?

—Sí. Yussuf y Nejm. De la Fetah. O quienquiera que fuera el que estaba calentando los ánimos de unos y otros. Tal vez Nejm…

—Que ha muerto.

—O Yussuf —dijo Zeyk con aire sombrío—. Y el que provocó los disturbios aquella noche… —Meneó la cabeza y la imagen suspendida osciló ligeramente.

—Cuénteme lo que sucedió después —dijo Smadar mirando su pantalla.

—Unsi al-Khan llegó corriendo a la hajr y nos dijo que habían atacado a Boone. Unsi… bueno, el caso es que unos cuantos fuimos hasta la Puerta Siria para averiguar si alguien la había utilizado. El método árabe de ejecución en la época era arrojarte al exterior. Y descubrimos que habían abierto la puerta.

—¿Recuerda el código de apertura? —preguntó Smadar.

Zeyk frunció el ceño, sus labios se movieron, apretó los párpados.

—Recuerdo haber advertido que era parte de la secuencia de Fibonacci. 581321.

Sax se quedó boquiabierto. Smadar asintió.

—Continúe.

—Una mujer que no conocía pasó corriendo y nos gritó que habían encontrado a Boone en la granja. La seguimos hasta el flamante hospital de la medina, limpio y reluciente; aún no habían tenido tiempo de colgar cuadros en las paredes. Sax, tú estabas allí, y los demás de los Primeros Cien que había en la ciudad: Chalmers, Toitovna y Samantha Hoyle.

Sax no guardaba ningún recuerdo del hospital. Un momento… Veía a Frank, sonrojado, y a Maya, con un dominó blanco, la boca una línea pálida. Pero eso había sucedido fuera, en el bulevar lleno de cristales rotos. Él les había dicho que habían atacado a John y Maya había gritado:

¿Por qué no los detuviste? ¿Por qué no los detuviste? Y de pronto él se había dado cuenta de que no había hecho nada para detenerlos, que le había fallado a John, que se había quedado paralizado por la sorpresa y se había limitado a mirar mientras atacaban a su amigo y se lo llevaban. Lo intentamos, le había dicho a Maya. Lo intenté. Aunque no era cierto.

Pero del hospital no recordaba nada, no guardaba ningún recuerdo del resto de la noche. Cerró los ojos, como Zeyk, y apretó los párpados como si asi pudiera exprimir otra imagen. La memoria era extraña: recordaba los momentos críticos del drama, su comportamiento, que se le había clavado como un puñal, pero el resto había desaparecido. Sin duda el sistema límbico y la carga emocional desempeñaban un papel crucial en el encadenamiento, la codificación o la fijación de un recuerdo.

Y sin embargo, ahí estaba Zeyk, nombrando a todos los conocidos que esperaban en la salita del hospital, que debían de haber sido muchos, y describiendo la expresión de la doctora que había salido para comunicarles la muerte de Boone.

—Dijo: «Ha muerto. Ha estado demasiado tiempo en el exterior». Maya apoyó una mano en el hombro de Frank y él dio un respingo.

—Tenemos que decírselo a Maya —musitó Nazik.

—Frank le dijo: «Lo siento», lo que me pareció extraño, y ella replicó que él nunca había apreciado a John, o algo por el estilo, y era cierto. Incluso Frank lo admitió, pero de pronto se marchó, furioso con Maya. Le dijo: «¿Qué sabrás tú de lo que aprecio o no aprecio?» Habló con mucha amargura; no le agradó que ella presumiera de conocerlo a fondo. —Zeyk meneó la cabeza.

—¿Y yo estaba allí mientras eso sucedía?

—… Sí, estabas sentado al lado de Maya, pero parecías ausente y llorabas.

Sax no recordaba nada de aquello, y de pronto se le ocurrió que así como había muchas cosas que había hecho de las que nadie sabría nunca nada, había también muchas que otros recordaban y él ya había olvidado.

¡Sabía tan poco, tan poco!

Zeyk prosiguió con su relación de lo acaecido aquella noche: la aparición de Selim, su muerte, la partida de Zeyk y Nazik a la mañana siguiente, el día después. Más tarde Ursula dijo que podía narrar con todo detalle cada semana de su vida.

Esa vez, sin embargo, Nazik interrumpió la sesión.

—Este episodio es muy penoso —le dijo a Smadar—. Será mejor que continuemos mañana.

Smadar asintió y tecleó algo en la consola que tenía al lado. Zeyk miraba el techo oscuro como un hombre atormentado, y Sax comprendió que entre los muchos trastornos de la memoria podía incluirse una memoria que funcionaba con demasiada eficacia. ¿Pero cómo? ¿Qué mecanismo la regía? Aquella imagen del cerebro de Zeyk indicando las pautas de actividad cuántica, el relámpago recorriendo su córtex… una mente que recuperaba el pasado infinitamente mejor que las demás, insensible a la aflicción de una memoria que se desmoronaba, un proceso inexorable a juicio de Sax… Bueno, estaban sometiendo el cerebro a todos los exámenes de que disponían, pero era muy probable que el secreto quedara sin resolver; sencillamente, ocurrían demasiadas cosas que ignoraban. Como aquella noche en Nicosia.

Muy agitado, Sax se puso ropa más abrigada y salió a pasear. La tierra que rodeaba Acheron ya le había proporcionado un agradable bienestar cuando descansaba de su trabajo en el laboratorio, y le alegró tener un lugar al que huir.

Echó a andar hacia el norte, en dirección al mar. Algunas de sus ideas más brillantes sobre la memoria se le habían ocurrido yendo hacia esa costa, por rutas tan laberínticas que jamás repetía la misma, en parte porque la vieja lava de la meseta estaba muy fracturada por grábenes y escarpes, en parte porque nunca prestaba atención a la topografía general, siempre perdido en sus pensamientos o bien en el paisaje inmediato, y sólo intermitentemente miraba alrededor para saber dónde estaba. En realidad, allí era imposible perderse: subías cualquier pequeña cresta y aparecía Acheron, semejante al lomo de un dragón inmenso. Y en la dirección contraria, ocupando cada vez más campo de visión a medida que se acercaba, el azul de la bahía de Acheron. Entre ambas, un millón de microentornos, la meseta rocosa salpicada de oasis escondidos, y cada grieta repleta de plantas. Un paisaje bastante distinto de la orilla polar, al otro lado del mar, destrozado por el deshielo. Esa meseta y sus pequeños y recónditos hábitats parecían inmemoriales a pesar de que los ecopoetas de Acheron eran los responsables de su existencia. Muchos eran experimentos y Sax los trataba como tales: se asomaba a las dolinas y las examinaba a distancia, preguntándose qué trataba de descubrir con su trabajo el ecopoeta responsable. Allí podía esparcirse suelo sin temor de que fuese arrastrado al mar, aunque los estridentes verdes que cubrían estuarios y valles demostraban que parte del suelo se había desplazado hacia abajo. Los marjales de los estuarios se llenarían con los suelos erosionados, al tiempo que se volvían más salados, como el mar del Norte…

Durante ese paseo, sin embargo, el recuerdo de John interrumpió con frecuencia sus observaciones. John Boone había trabajado para él durante los últimos años de su vida y habían mantenido más de una discusión a propósito del rápido desarrollo de la situación marciana; años vitales durante los cuales John había conservado su alegría, su optimismo; digno de confianza, leal, servicial, amistoso, cortés, bondadoso, obediente, alegre, valeroso, puro y reverente… No, no exactamente; también era brusco, impaciente, arrogante, perezoso, negligente, adicto a las drogas, orgulloso. A pesar de todo Sax había llegado a confiar en él y lo había amado como a un hermano mayor que lo protegía en el vasto mundo exterior. Pero lo habían asesinado. Esas personas son siempre el objetivo de los asesinos, que no pueden soportar su coraje. Lo habían matado y Sax se había quedado mirando sin hacer nada. Paralizado por el miedo y la sorpresa. ¿Por qué no los detuviste?, había gritado Maya; recordaba la voz áspera de ella.

No estaba asustado, no, no hice nada. De todos modos, habría podido hacer muy poco a aquellas alturas. Antes, cuando empezaron a producirse los ataques contra John, podía haberle encomendado otras tareas y asignado guardaespaldas, o, puesto que John los habría rechazado, contratarlos para que lo siguieran en secreto y lo protegieran mientras los amigos se quedaban paralizados por el terror. Pero no lo había hecho. Y su hermano había acabado asesinado, el hermano que se reía de él pero también lo amaba, que lo había amado mucho antes de que nadie reparara en él.

Sax vagó por la llanura fracturada, afligido por la pérdida de su amigo ciento cincuenta y tres años antes. A veces el tiempo parecía no existir.

De pronto se detuvo en seco, devuelto al presente por la visión de la vida. Unos pequeños roedores blancos husmeaban en un prado húmedo, seguramente pikas de la nieve, aunque su blancura las hacía tan semejantes a las ratas de laboratorio que Sax se sobresaltó. Ratas blancas de laboratorio, pero sin rabo, ratas de laboratorio mutantes, libres al fin, fuera de sus jaulas, merodeando por los pastos verdes, una alucinación surrealista, parpadeando y olisqueando en busca de alimento, mascando semillas, nueces y flores. A John siempre le había divertido el mito de Sax y las cien ratas de laboratorio. La mente de Sax, liberada y dispersa. Éste es nuestro cuerpo.

Se puso en cuclillas y observó los pequeños roedores hasta que sintió frío. Había criaturas mayores en esa llanura que no dejaban de sorprenderlo: venados, wapitis, alces, carneros, renos, caribúes, osos pardos, osos grises, incluso manadas de lobos, grises sombras fugitivas, y todos le parecían salidos de un sueño, lo sobresaltaban y desconcertaban; nada de eso era natural, y sin embargo allí estaban. Como aquellas pikas de la nieve, felices en su oasis. No era naturaleza, ni cultura: era Marte.

Pensó en Ann. Quería que ella los viera.

Pensaba en ella a menudo. Ann estaba viva, y por tanto aún existía la posibilidad de hablar con ella. En el curso de sus averiguaciones había descubierto que vivía integrada en una pequeña comunidad de escaladores rojos que ocupaban la caldera de Olympus Mons. Por lo visto la habitaban por turnos, para mantener la densidad de población baja a pesar del atractivo que tenían para ellos las condiciones primitivas imperantes en las paredes escarpadas de aquellos grandes agujeros, aunque por lo que había oído, Ann podía quedarse cuanto quisiera, y de hecho abandonaba la caldera muy raramente. Eso le había contado Peter, que se había enterado por terceros. Era triste ver el distanciamiento al que madre e hijo habían llegado; absurdo, pero entre familiares parecían producirse los distanciamientos más intransigentes.

El caso es que Ann estaba en Olympus Mons, y por tanto casi a la vista, tras el horizonte meridional. Y él quería hablar con ella. Todas sus reflexiones sobre lo que sucedía en Marte parecían darse en el marco de una conversación interior con Ann, no tanto una discusión como un continuo intento de persuasión. Si la realidad de Marte azul lo había cambiado tanto a él, ¿por qué no podía hacerlo con Ann también? ¿No era casi inevitable, incluso necesario? ¿Había ocurrido ya, tal vez? Para Sax los años de amar aquello que Ann amaba de Marte habían pasado, había llegado la hora de que ella le correspondiera, si eso era posible. Para su profundo malestar, Ann se había convertido en el rasero con el que medía cuanto había hecho, su valor, su admisibilidad; algo insólito para él, pero incuestionable.

Otro nudo incómodo en su mente, como el sentimiento de culpabilidad por la muerte de John súbitamente redescubierto, que trataría de olvidar de nuevo. Si los pensamientos interesantes podían desaparecer de su cabeza, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con los desagradables? John había muerto y probablemente nada de lo que Sax hubiera podido hacer lo habría evitado. De todos modos era algo que nunca llegarían a saber y no se podía volver atrás. Habían asesinado a John y Sax no lo había ayudado, y así estaban las cosas, Sax vivía y John había muerto, no era más que un sistema de nodos y redes en la mente de cuantos lo habían conocido.

Pero Ann estaba viva, escalando las paredes de la caldera de Olympus. Podía hablar con ella si quería, aunque ella no saldría de su refugio. Él tendría que ir en su busca, y ahí estaba el quid de la cuestión, que podía hacerlo. El aguijón de la muerte de John obedecía a la muerte de esa posibilidad; ya nunca podría hablar con él, pero con Ann aún sí.

Las investigaciones para encontrar el paquete anamnésico continuaban. Acheron era una delicia en ese aspecto: los días en el laboratorio, comentando con los científicos los experimentos y colaborando en la medida de sus posibilidades, seminarios donde podían reunirse delante de las pantallas y compartir resultados y elaborar teorías y estrategias. La gente interrumpía su trabajó para ayudar en la granja o en otras tareas comunales, o para viajar; pero otros los reemplazaban, y quienes regresaban traían a menudo nuevas ideas y siempre energías renovadas. Sax se sentaba en la sala de seminarios después de los resúmenes semanales y miraba las tazas, los círculos marrones de café y las manchas negras de kava en los tableros de las mesas, las blancas pantallas cubiertas de esquemas y diagramas químicos con grandes flechas que señalaban acrónimos y símbolos alquímicos, que a Michel le habrían gustado mucho, y experimentaba un fervor tan intenso que llegaba a producirle dolor físico, seguramente alguna reacción parasimpática que desbordaba su sistema límbico… Aquello era ciencia, por Dios, la ciencia marciana, en manos de los científicos, que trabajaban concertadamente para alcanzar un objetivo que redundaría en el bien común, que llevaban al límite sus conocimientos, retrocediendo y avanzando, descubriendo cada semana algo más, persiguiendo algo más, y extendían el gran partenón invisible hasta el territorio ignoto de la mente humana, de la vida. Eso lo hacía tan feliz que casi dejaba de importarle que tal vez nunca desentrañaran el misterio; el placer estaba en la búsqueda.

Pero su memoria a corto plazo estaba dañada. Se quedaba en blanco y le ocurría tener las cosas en la punta de la lengua a diario. A veces en los seminarios tenía que interrumpirse a mitad de una frase, sentarse e indicar a los otros que continuasen. Necesitaba solucionar aquello. Ya habría otros enigmas que perseguir, el declive súbito, por ejemplo, o la senescencia en general. No, desde luego no faltaban incógnitas, ni faltarían nunca. Mientras tanto el anamnésico ya presentaba suficientes complicaciones.

A pesar de todo, su perfil empezaba a vislumbrarse. Una parte la constituiría un cóctel de fármacos, una mezcla de potenciadores de la síntesis de proteínas que incluiría anfetaminas y parientes químicos de la estricnina, y también neurotransmisores como la serotonina, estimulantes de la recepción de glutamato, colinesterasa, AMP cíclico y otros. Todos ellos ayudarían a reforzar las estructuras de la memoria. Otros intervendrían en el tratamiento de plasticidad cerebral que Sax había recibido después de sufrir la embolia, en dosis mucho menores. Los experimentos con estimulación eléctrica parecían indicar que un shock seguido de una oscilación en consonancia con las ondas cerebrales naturales del sujeto iniciarían los procesos neuroquímicos fomentados por el paquete de fármacos. Después, el sujeto tendría que dirigir la rememoración como buenamente pudiera, yendo de un nodo a otro, si era posible, con la idea de que a medida que se recordaban los nodos, la oscilación limpiaría y reforzaría la red que los rodeaba. En esencia se trataría de recorrer las distintas salas del teatro de la memoria. Todos estos aspectos se estaban experimentando en voluntarios, a menudo los mismos científicos, que comentaban apabullados el incremento de recuerdos; las perspectivas eran prometedoras. Semana a semana perfeccionaban las técnicas y progresaban en la dirección correcta.

Los experimentos habían puesto de manifiesto que el entorno era un componente esencial para el éxito de la labor de rememoración. Las listas memorizadas bajo el agua se recordaban mucho mejor cuando el sujeto volvía al fondo marino que cuando intentaba recordarlas en tierra. Los sujetos inducidos mediante la hipnosis a sentirse felices o desdichados durante la memorización de una lista la recordaban mejor cuando se los hipnotizaba de nuevo, y la congruencia de los temas de las listas también ayudaba. Se trataba de experimentos muy rudimentarios, era cierto, pero la relación entre contexto y capacidad de recordar quedaba suficientemente probada, de tal manera que Sax empezó a pensar dónde recibiría el tratamiento cuando lo completaran, dónde y con quién.

Para la fase final del diseño del tratamiento Sax le pidió a Bao Shuyo que se desplazara a Acheron para hacerle algunas consultas. El trabajo de la mujer era ahora aún más teórico y sutil, pero después de ver los resultados de su colaboración con el grupo de fusión de Da Vinci, sentía un saludable respeto por su capacidad para dilucidar cualquier cuestión relacionada con la gravedad cuántica y la ultramicroestructura de la materia. Estaba seguro de que valía la pena que ella le echara un vistazo a lo que habían conseguido y lo valorara.

Desgraciadamente las obligaciones de Bao en Da Vinci eran muchas, como lo habían sido desde su cacareado regreso de Dorsa Brevia, y Sax se vio en la insólita posición de intentar birlarle a su propio laboratorio uno de sus teóricos más brillantes, aunque lo hizo sin remordimientos. Bela se ocupó de presionar a la administración, que finalmente dio su brazo a torcer.

—¡Ka, Sax! —exclamó Bela durante una llamada—. ¡Nunca habría imaginado que acabarías siendo un infatigable cazador de cabezas!

—Es mi propia cabeza la que ando persiguiendo —replicó Sax.

Por lo general seguirle el rastro a alguien era tan simple como contactar con la consola de muñeca de la persona y mirar su localización. Sin embargo, Ann había dejado la suya en la estación de descenso del borde de la caldera de Olympus Mons, cercana a los campos de la fiesta del cráter Zp. Un acto extraño, puesto que todos habían llevado consolas de muñeca de una u otra clase desde los tiempos de la Colina Subterránea. Ir sin ellas en esos tiempos era imitar uno de los comportamientos de los nómadas neo-primitivos que vagaban por los cañones y la costa del mar del Norte, un estilo de vida que nunca habría juzgado del interés de Ann. Uno no podía vivir a la usanza del paleolítico en lo alto de Olympus Mons, pues se requería un continuo soporte tecnológico, ahora innecesario en buena parte del planeta, consolas incluidas. Tal vez sólo quisiera escapar.

Su hijo Peter desconocía sus motivos, pero sí sabía cómo llegar hasta ella.

—Tendrás que ir a buscarla —le dijo a Sax.

Se echó a reír al ver la expresión del anciano.

—No es tan complicado. En la caldera sólo viven unas doscientas personas, y cuando no están en sus cabañas, están en los acantilados.

—¿Se ha convertido en una escaladora?

—Sí.

—¿Escala por… diversión?

—Escala. No me preguntes por qué.

—¿Así que sólo tengo que buscarla en los acantilados?

—Así tuve que hacerlo cuando Marión murió.

La cima de Olympus Mons permanecía en su mayor parte inalterada. Sí, había algunos pequeños eremitorios de piedra en los miradores del borde, y una pista sobre la colada de lava que quebraba el anillo escarpado que circundaba el volcán en su punto nororiental para facilitar el acceso a los terrenos de la fiesta del cráter Zp. Pero aparte de eso no se apreciaban señales de lo ocurrido en el resto de Marte, invisible bajo el horizonte. Desde el borde Olympus Mons parecía el mundo entero. Los rojos de la zona se habían pronunciado contra el tendido de una cúpula protectora sobre la caldera como habían hecho en Arsia Mons; por tanto debía de haber bacterias y tal vez hasta liqúenes que habian venido con los vientos y habían logrado sobrevivir. Pero con presiones apenas superiores a los diez milibares del principio, desde luego no medrarían. Los sobrevivientes eran seguramente chasmoendolíticos, de manera que no se apreciarían señales de su presencia. Era una bendición para el proyecto rojo que la formidable escala vertical de Marte mantuviera la presión atmosférica tan baja en los gandes volcanes; una efectiva técnica de esterilización.

Sax tomó el tren a Zp y luego viajó hasta el borde en un taxi-caravana de los rojos que controlaban el acceso a la caldera. El coche alcanzó el borde y Sax se asomó.

La caldera estaba formada por múltiples anillos y era enorme: noventa kilómetros por sesenta, más o menos la extensión de Luxemburgo. El anillo principal, el mayor con diferencia, tenía anillos más pequeños superpuestos al noreste, centro y sur. El más meridional partía por la mitad un anillo más alto, algo más antiguo, en el sudeste; la confluencia de esas tres paredes curvas estaba considerada como uno de los mejores lugares de escalada del planeta, una caída desde los veintiséis mil metros por encima de la línea de referencia (preferían el antiguo término a hablar de nivel del mar) hasta los veintidós mil quinientos metros en el fondo del cráter más meridional. Un acantilado de diez mil pies, reflexionó el joven de Colorado que Sax guardaba en el interior.

El suelo de la caldera principal estaba surcado por un gran número de fallas curvas, concéntricas con respecto a las paredes de la caldera: crestas y cañones atravesados por algunos escarpes rectilíneos. Los sucesivos colapsos de la caldera provocados por el drenaje de la cámara magmática principal del volcán por sus flancos habían originado todos aquellos accidentes; pero mientras la contemplaba asomado desde lo alto, le pareció una montaña misteriosa, un mundo: nada era visible salvo el vasto borde circular y los cinco mil metros cuadrados de la caldera. Anillo sobre anillo, altas paredes curvas y círculos de suelos llanos, bajo un oscuro cielo estrellado. En ningún punto tenían los acantilados circundantes menos de diez mil metros de altura, aunque no eran del todo verticales; la pendiente media superaba en poco los 45 grados, pero había secciones más empinadas. Sin duda los escaladores preferían aquellas secciones, dada la naturaleza de sus intereses. Parecía haber caras muy verticales e incluso un par de salientes, como aquel sobre el que estaban, sobre la confluencia de las tres paredes.

—Estoy buscando a Ann Clayborne —dijo Sax a las conductoras, extasiadas ante el paisaje—. ¿Saben dónde podría encontrarla?

—¿Es que no sabe dónde está? —preguntó una.

—Me han dicho que está escalando en la caldera de Olympus.

—¿Sabe ella que la está buscando?

—No. No atiende las llamadas.

—¿Ella le conoce?

—Oh, sí. Somos viejos… amigos.

—¿Y usted quién es?

—Sax Russell.

Se lo quedaron mirando y al fin una dijo:

—Conque viejos amigos, ¿eh? Su compañera le dio un codazo.

Muy sensatamente llamaban al lugar donde se encontraban Las Tres Paredes. Algo más allá del coche, sobre una pequeña terraza, había una estación-ascensor. Sax la examinó con los binoculares: antecámaras exteriores, techos reforzados… podía haber sido una construcción de los primeros años. Era el único medio para el descenso en aquella sección de la caldera, a menos que se quisiera hacer rappel.

—Ann se abastece en la Estación Marión —dijo la que había dado el codazo a su compañera—. ¿La ve? Ese rectángulo donde los canales de lava del suelo principal cortan Círculo Sur.

Eso estaba en el extremo opuesto del círculo más meridional, que el mapa llamaba «6». Sax tuvo dificultades para encontrar el punto, incluso con los binoculares, pero al fin lo vio: un pequeño bloque demasiado regular para ser natural, aunque lo habían pintado con un gris oscuro y oxidado, similar al basalto de la zona.

—Ya la veo. ¿Cómo se llega hasta allí?

—Tome el ascensor; luego tendrá que caminar.

Mostró a los encargados del ascensor el pase que le habían proporcionado sus guías e inició el largo descenso de la pared de Círculo Sur. El ascensor se deslizaba por unos rieles fijados al acantilado y disponía de ventanas; era como un descenso en helicóptero o como recorrer el último tramo del cable sobre Sheffield. Alcanzaron el suelo de la caldera bien entrada la tarde; se inscribió en la espartana posada y cenó bien y sin prisas, pensando de cuando en cuando qué le diría a Ann. Poco a poco fue elaborando una autojustificación coherente, o una confesión, un cri de coeur. Pero de pronto uno de sus apagones se la llevó. De modo que estaba en Olympus, en el suelo de una caldera volcánica, bajo un reducido círculo de cielo oscuro y estrellado, buscando a Ann Clayborne, sin nada que decirle. Qué contrariedad.

Al día siguiente, después del desayuno, se metió en un traje. Aunque los materiales habían mejorado, el tejido elástico le oprimía el torso y los miembros como los antiguos. Curiosamente, la cinética de la acción evocó recuerdos fugaces: el aspecto de la Colina Subterránea cuando construían la bóveda padrada, e incluso una especie de Epifanía somática, que parecía ser el recuerdo de su primer paseo por la superficie después de salir del desembarcador, con aquellos sorprendentes horizontes cercanos y el color rosado del cielo. De nuevo, contexto y memoria.

Avanzó por el fondo de Círculo Sur. Esa mañana el cielo tenía un índigo oscuro muy próximo al negro: la carta decía que era azul marino, una extraña denominación considerando lo oscuro que era. Se veían muchas estrellas. El horizonte era un acantilado que se elevaba en derredor: el semicírculo meridional de tres mil metros de altura, el cuadrante nororiental, dos mil, y el noroccidental, de sólo mil metros intensamente fracturados. Un paisaje asombroso de cámaras y gargantas magmáticas. Las paredes circundantes provocaban vértigo: la misma altura en todas direcciones, un ejemplo de manual de cómo el escorzo menguaba la percepción de las distancias verticales.

Marchaba a buen ritmo. El suelo de la caldera era bastante regular, salpicado por alguna que otra bomba volcánica, impactos posteriores de meteoritos y grábenes curvos poco profundos, algunos de los cuales tuvo que circunvalar, una palabra curiosamente adecuada en ese contexto. Pero por lo general pudo avanzar directamente hacia el acantilado fracturado del cuadrante noroccidental.

Tardó seis horas en cruzar el fondo de Círculo Sur, menos de un diez por ciento del área total del complejo de la caldera, que durante toda la caminata se mantuvo fuera de su campo visual. No había señales de vida, ni alteraciones en el suelo o las paredes, y la atmósfera era muy tenue, calculó que en torno a los diez milibares primitivos, y todo se perfilaba con extrema nitidez. Lo inmaculado del entorno le hacía sentir agudamente su intrusión, y procuraba pisar siempre sobre roca y evitar las zonas polvorientas. Contemplaba con una extraña satisfacción aquel rojizo paisaje primigenio, ese color que cubría el negro basalto. Su carta cromática no era demasiado buena para identificar mezclas inusuales de color.

Sax nunca había bajado a ninguna de las grandes calderas y ni siquiera haber pasado muchos años en el interior de cráteres de impacto lo preparaba a uno para la profundidad de las cámaras, la inclinación de las paredes, la llanura del suelo, para aquellas proporciones.

Cerca de mediodía se acercó al pie del arco noroccidental. El punto de encuentro entre el acantilado y el suelo apareció en el horizonte y descubrió con alivio el refugio, delante de él, donde su sistema de localización por satélite le había indicado. Aunque no se trataba de un trayecto complicado, en un lugar tan expuesto siempre era aconsejable saber exactamente dónde estaba. Después de su experiencia en la tormenta de nieve el miedo a extraviarse no lo había abandonado del todo. Aunque allí arriba no hubiera tormentas.

Cuando se acercaba a la antecámara del refugio un grupo de personas apareció en la base de un escarpado barranco a cosa de un kilómetro al oeste. Cuatro figuras cargadas con mochilas. Sax se detuvo con el corazón agitado: había reconocido a la última figura de inmediato. Ann venía a reabastecerse. Ya no le quedaba más remedio que decidir lo que diría. Y recordarlo.

En el interior del refugio Sax se quitó el casco, presa de un familiar malestar en el estómago, que cada vez que se encontraba con Ann era peor. Se volvió hacia la puerta y esperó. Ann entró al fin, se quitó el casco y lo vio. Lo miró como si estuviera viendo un fantasma.

—¿Sax…? —exclamó.

Él asintió. Recordó el último encuentro, hacía mucho tiempo, en Da Vinci, casi en una vida anterior. Se había quedado sin habla.

Ann meneó la cabeza y sonrió. Cruzó la habitación con una expresión que él no alcanzaba a interpretar, lo tomó de los brazos, se inclinó y le besó la mejilla afectuosamente. Después se separo un poco de él, pero una de sus manos siguió aferrándole el brazo, y luego se deslizó hasta la muñeca. Lo miraba a los ojos y le apretaba con mano de hierro. Sax anhelaba hablar. Sin embargo no tenía nada que decir, o quizá demasiado. Esa mano en su muñeca lo paralizaba aún más que un comentario sarcástico o una mirada furiosa.

Una oleada pareció recorrer a Ann, y recuperó el aire de la mujer que Sax conocía, mirándolo con suspicacia y después con alarma.

—Todos están bien, ¿no?

—Sí, sí —dijo Sax—. ¿Porque te enteraste de lo de Michel?

—Sí. —Apretó los labios y por un momento fue la Ann sombría de sus sueños. Pero una nueva oleada trajo a la extraña, que le aferraba la muñeca como si quisiera quebrársela.— Entonces has venido sólo para verme.

—Si. Quería… —Buscó frenéticamente una conclusión para la frase— ¡Hablar! Sí… hacerte algunas preguntas. Estoy teniendo algunos problemas con mi memoria y me preguntaba si podrías subir allá arriba y hablar un poco. Caminar… —tragó con dificultad— o escalar. ¿Me enseñarías parte de la caldera?

Una Ann distinta sonreía.

—Puedes escalar conmigo si quieres.

—No soy alpinista.

—Tomaremos una ruta sencilla. Por el Barranco de Wang y más allá del gran círculo, hasta Círculo Norte. Quería subir allá antes de que terminara el verano.

—Ya es ele ese doscientos; pero en fin, suena bien. —El corazón le latía a ciento cincuenta pulsaciones por minuto.

Resultó que Ann disponía de todo el equipo que necesitaban. La mañana siguiente, mientras se vestían, le dijo, señalando la consola de muñeca de Sax:

—Un momento, quítate eso.

—Ay Dios —dijo él—, ¿no forma parte del sistema del traje? En efecto, así era, pero ella negó con la cabeza.

—El traje es autónomo.

—Semiautónomo. Ann sonrió.

—Sí, pero la consola no es necesaria. Verás, eso te conecta con todo el mundo, es lo que te encadena al espaciotiempo. Por un día limitémonos a estar en el Barranco de Wang. Con eso bastará.

Y bastaba. El Barranco de Wang era un salto de agua ancho y erosionado que cortaba acantilados más altos, como una alcantarilla gigantesca. Sax pasó la mayor parte del día siguiendo a Ann por barrancas más pequeñas que se abrían en el cuerpo de la mayor, subiendo a gatas escalones de más de un metro de altura, utilizando sobre todo las manos, y cuando le pasaba por la cabeza una posible caída, pensaba que podría torcerse un tobillo y nunca matarse.

—Esto no es tan peligroso como yo creía —comentó—. ¿Es el tipo de escalada que sueles practicar?

—Esto no es escalada.

—Ah.

Entonces ella subía pendientes más escarpadas que aquélla, corría riesgos, estrictamente hablando, injustificados.

Esa tarde alcanzaron una pared no muy alta con fisuras horizontales. Ann empezó a escalarla sin cuerdas ni clavijas y, apretando los dientes, Sax la siguió. Cerca de la culminación de aquel ascenso al estilo lagarto, aprovechando cualquier grieta para encajar las punteras de las botas y los dedos enguantados, miró abajo y el barranco de pronto le pareció mucho más escarpado y sus músculos fatigados temblaron de excitación. No le quedaba más remedio que terminar la subida, cada vez más arriesgada, porque la ansiedad le hacía menos metódico. El basalto, cuyo gris oscuro aparecía teñido de rojo y siena, estaba apenas carcomido. Se encontró estudiando una grieta, a poco más de un metro sobre su cabeza, que se vería forzado a utilizar. ¿Tendría profundidad suficiente para que sus dedos encontraran apoyo? Respiró hondo y la alcanzó: era apenas más que un arañazo. Pero se impulsó y con un gemido de esfuerzo la dejó atrás utilizando asideros que no había visto conscientemente. Y se encontró al lado de Ann, respirando afanosamente. Ella se había sentado en un estrecho saliente.

—Utiliza más las piernas —le sugirió.

—Ah.

—Y mayor concentración, ¿eh?

—Sí.

—Ningún problema de memoria, confío.

—No.

—Por eso me gusta escalar.

Avanzado el día, cuando la pendiente del barranco se había suavizado un poco, Sax dijo:

—Así pues has tenido problemas de memoria.

—Hablemos de eso más tarde —dijo Ann—. Cuidado con esa grieta.

—Como tú digas.

Esa noche durmieron en sacos en una tienda-seta transparente con capacidad para diez personas. A esa altura, con la atmósfera tan tenue, impresionaba la resistencia del material de la tienda, que soportaba una presión interna de 450 milibares sin abombarse; se mantenía tenso, pero no duro como la piedra; sin duda contenía muchos menos bares de los que podía soportar. Cuando Sax recordaba la roca y los sacos de arena que habían tenido que acumular en los primeros hábitats para evitar que explotaran no podía menos que sentirse impresionado por el avance de la ciencia de los materiales.

Ann concordó con él.

—Hemos avanzado más allá de nuestra capacidad para comprender la tecnología.

—Bueno, es comprensible, aunque casi increíble.

—Creo que percibo la distinción —dijo ella, relajada. Más cómodo, Sax volvió a sacar el tema de la memoria.

—He estado sufriendo lo que llamo apagones, durante los cuales soy capaz de recordar mis pensamientos de los minutos anteriores, a veces hasta de una hora completa. Fallos de la memoria a corto plazo que al parecer guardan relación con la fluctuación de las ondas cerebrales. Y el pasado remoto es cada vez más confuso, me temo.

Ann asintió, y luego dijo:

—Yo he olvidado mi personalidad entera. Ahora comparto mi interior con otra persona, una especie de opuesto. Mi sombra o la sombra de mi sombra, que ha echado raíces y crece día a día.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sax con aprensión.

—Es como un opuesto que piensa cosas que yo nunca habría pensado. —Volvió la cabeza, como si le diera vergüenza.— Yo la llamo Contra-Ann.

—¿Y cómo la definirías?

—Ella es… no sé emocional, sentimental, estúpida. Llora cuando ve una flor. Cree que todo el mundo está haciendo lo mejor. Tonterías de ese tipo.

—Tú no eras así antes, ¿no?

—No, no. Son todo tonterías, pero lo siento como si fuera real. Por eso ahora existe Ann y su contraria. Y tal vez una tercera.

—¿Una tercera?

—Eso creo. Alguien que no es ninguna de las otras dos.

—¿Y cómo llamas a esa tercera?

—No tiene nombre. Es esquiva, más joven, analiza menos las cosas, y sus ideas son extrañas. Ajenas a las de las otras dos. En cierto modo se parece a Zo; ¿la conociste?

—Sí —contestó Sax, sorprendido—. Me gustaba.

—¿De veras? Yo opinaba que era monstruosa. Y sin embargo… hay algo de ella en mi interior. Tres personas.

—Es una extraña manera de verlo. Ella rió.

—¿No eras tú el que tenía un laboratorio mental que contenía todos tus recuerdos archivados por salas y número de estante o algo así?

—Era un sistema muy eficaz.

Ann se echó a reír de nuevo y él sonrió, aunque tenía miedo. ¿Tres Ann distintas? Una sola ya era más de lo que podía comprender.

—Pero estoy perdiendo algunas salas —dijo Sax—. Unidades completas de mi pasado. Algunos describen la memoria como un sistema de nodos y redes, de modo que es posible que el metodo del palacio de la memoria imite de modo intuitivo el sistema físico. Pero si por alguna razón se pierde un nodo, la red que lo rodea se pierde también. Por ejemplo, sí encuentro una referencia en los libros a algo que hice y trato de recordar a qué problemas metodológicos nos enfrentábamos, pongamos por caso, descubro que toda esa época ha desaparecido como si nunca hubiese existido —Un problema con el palacio.

—Sí, un problema que no había previsto. Después de mi accidente… siempre pensé que nada afectaría mi capacidad de razonamiento.

—No parece que tengas dificultades para pensar.

Sax meneó la cabeza, recordando sus apagones, los vacíos de memoria, los presque vus, como los llamaba Michel, la confusión. El pensamiento no era solamente una capacidad cognitiva o analítica, sino algo más general. Intentó explicarle a Ann lo que le había estado sucediendo y ella pareció escucharlo con atención.

—Por eso he estado estudiando las investigaciones que se realizan en el campo de la memoria. Siguen derroteros interesantes; acuciantes, diría yo. Estoy colaborando con Ursula y Marina y los laboratorios de Acheron, y creo que hemos dado con algo que podría ayudarnos.

—¿Una droga para la memoria?

—Sí. —Le explicó la acción del nuevo complejo anamnésico.— Mi idea era que para el primer ensayo me utilizaran a mí, pero he llegado a la conclusión de que sería mejor si unos cuantos de los Primeros Cien nos reuniéramos en la Colina Subterránea y lo probáramos juntos. El contexto es primordial para el recuerdo, y vernos podría facilitar el proceso. Algunos no están interesados, pero un sorprendente número está dispuesto a hacerlo.

—No tan sorprendente. ¿Quiénes?

Nombró a todos aquellos con los que había contactado, todos los que quedaban vivos; aproximadamente una docena.

—Y les gustaría que tú también estuvieras allí. A mí me gustaría mucho.

—Parece interesante —dijo Ann—. Pero primero tenemos que cruzar esta caldera.

Caminando sobre la roca, aquel mundo volvió a sorprender a Sax. Lo fundamental: roca, arena, polvo, partículas. Un oscuro cielo de chocolate el de aquel día, sin estrellas. Largas distancias que no se desdibujaban. La extensión de diez minutos. La longitud de una hora cuando sólo se caminaba. La sensación en las piernas, y los anillos de las calderas circundantes, que se elevaban hacia el cielo aun cuando Ann y Sax se encontraban en el centro del circulo central, desde donde las calderas más tardías y profundas parecían una única gran ensenada. Allí la curvatura del planeta no afectaba la perspectiva, y los acantilados curvos eran visibles incluso a treinta kilómetros de distancia. A Sax le parecía hallarse dentro de un cercado. Un parque, un jardín de piedra, un laberinto al que sólo una pared separaba del mundo exterior, que, aunque invisible, lo condicionaba todo. La caldera era grande, pero no lo suficiente para esconderse. El mundo se abatía sobre ella e inundaba la mente, sobrepasaba sus cien billones de bits de capacidad. Sin importar lo grande que fuera la red neural, seguía habiendo un único hilo de pensamiento extasiado, de conciencia, que decía: roca, acantilado, cielo, estrella.

Empezaron a aparecer profundas fisuras en la roca, arcos cuyo centro se encontraba en medio del círculo central: antiguas grietas relacionadas con los grandes agujeros de los anillos del norte y el sur, llenas de piedras y polvo, que dificultaban enormemente la marcha; avanzaban por un laberinto poco menos que intransitable.

Pero lograron salvarlo y finalmente alcanzaron el borde de Círculo Norte, el número 2 en el mapa de Sax. Asomarse a su interior les dio una nueva perspectiva, una idea exacta de la forma de la caldera y sus ensenadas, que caía abruptamente hasta el suelo invisible, mil metros más abajo.

Había una ruta que llevaba hasta ese suelo, pero al ver la expresión de desaliento de Sax cuando ella la señaló (implicaba hacer rappel) Ann se echó a reír. Sólo tendrían que escalar para salir de la caldera, dijo con tranquilidad, y la pared ya era suficientemente elevada. Darían un rodeo.

Sorprendido por su flexibilidad, y agradecido, Sax la siguió por la circunferencia occidental. Se detuvieron a pasar la noche en la gran muralla de la caldera principal.

Después de la puesta de sol, Fobos pasó velozmente sobre la pared occidental como una pequeña llamarada gris. Pavor y Terror, vaya nombres.

—He oído que volver a poner las lunas en órbita fue idea tuya —dijo Ann desde el saco de dormir.

—Es cierto.

—Eso es lo que yo llamo restauración del paisaje —comentó ella complacida.

Sax se sonrojó ligeramente.

—Quería complacerte.

—Me gusta verlas —dijo ella tras un silencio.

—¿Qué te pareció Miranda?

—Muy interesante. —Le habló de algunas características geológicas de aquella extraña luna. La colisión de dos planetesimales que habían quedado unidos imperfectamente.

—Hay un color entre el rojo y el verde —dijo Sax cuando ella terminó de hablar de Miranda—. Una mezcla de los dos. A veces lo llaman alizarino y puede verse en algunas plantas.

—Aja.

—Me hace pensar en la situación política, en si no podría existir una síntesis rojo-verde.

—Pardos.

—Sí, o alizarinos.

—Creía que la coalición Marte Libre-rojos lo era, Irishka y los que echaron a Jackie del poder.

—Una coalición contraria a la inmigración, sí. La combinación equivocada de rojo y verde. Están llevándonos a un conflicto con la Tierra que no era necesario.

—¿No?

—No. La presión demográfica muy pronto empezará a disminuir. Los issei… estamos llegando al final, creo. Y los nisei no van muy por detrás de nosotros.

—Te refieres al declive súbito, ¿no?

—Exactamente. Cuando le sobrevenga a nuestra generación y luego a la siguiente, la población humana en el sistema solar quedará reducida a la mitad de la actual.

—Ya maquinarán algo para llevar las cosas al límite otra vez.

—No lo dudo. Pero ya habremos dejado atrás la era hipermaltusiana. Ellos elegirán sus problemas. De modo que tanta preocupación por la inmigración, hasta el punto de provocar un conflicto que amenaza con desembocar en una guerra interplanetaria… es superflua. Es una actitud miope. Si hubiera un movimiento en Marte que llamara la atención sobre esto, que se ofreciera ayudar a la Tierra a pasar los últimos años de superpoblación, evitaría un baño de sangre inútil. Daría una nueva perspectiva de Marte.

—Una nueva areofanía.

—Sí. Así lo llama Maya. Ella rió.

—Pero Maya está loca de atar.

—Caramba, no —dijo Sax con acritud—. No está loca.

Ann no dijo más y Sax no quiso insistir. Fobos cruzaba el cielo, retrocediendo por el zodíaco.

Durmieron bien. Al día siguiente treparon arduamente por una escarpada barranca que al parecer los escaladores consideraban una suerte de paseo para salir de la caldera. Sax nunca había hecho un esfuerzo físico tan duro, y ni siquiera alcanzaron la cima, sino que tuvieron que montar la tienda a toda prisa al atardecer, sobre un estrecho saliente. Completaron la ascensión al día siguiente, alrededor de mediodía.

En el amplio borde de Olympus Mons todo se conservaba como antaño. Un gigantesco círculo de tierra llana, una banda de cielo color violeta sobre el lejano horizonte bajo, un oscuro zenit. Pequeños eremitorios ocupaban bloques de piedra vaciados. Un mundo aparte, integrado, aunque no del todo, en el Marte azul.

La cabaña en la que se detuvieron estaba ocupada por unos viejos rojos mendicantes que vivían allí esperando el declive súbito, tras el cual sus cuerpos serían incinerados y las cenizas arrojadas a la corriente de chorro.

A Sax le pareció en exceso fatalista. Ann tampoco parecía muy impresionada.

—Muy bien —dijo, viéndolos comer sus magras raciones—. Probaremos ese tratamiento para la memoria.

Muchos de los Primeros Cien propusieron lugares distintos de la Colina Subterránea, pero Sax se mostró inflexible y descartó candidatos como Olympus Mons, órbita baja, Pseudofobos, Sheffield, Odessa, La Puerta del Infierno, Sabishii, Senzeni Na, Acheron, el casquete polar sur, Mángala y alta mar. Insistía que el escenario para un proceso de esa especie era un factor critico, como habían demostrado los experimentos. Coyote soltó una carcajada irreverente ante su descripción del experimento con estudiantes en escafandra aprendiendo listas de palabras en el fondo del mar del Norte; pero los datos eran los datos, y por tanto ¿por qué no llevar a cabo la experiencia en el lugar que ofrecía más garantías de éxito? Había mucho en juego, y ello justificaba cualquier esfuerzo. Como señaló Sax, si recuperaban sus recuerdos intactos, podía suceder cualquier cosa: avances en otros frentes, la derrota del declive súbito, longevidad saludable, una comunidad siempre en expansión en mundos paradisíacos, e incluso el ingreso en un cambio de fase emergente que los llevaría a un nivel superior de progreso dominado por la sabiduría, casi inimaginable. Para Sax se hallaban en la aurora de una edad dorada, que no obstante dependía de la integridad de la mente. Nada avanzaría sin ella. Y de ahí su insistencia en la Colina Subterránea.

—Muy seguro estás tú —se quejó Marina; ella había propuesto Acheron—. No tienes la mente abierta a otras posibilidades.

—Sí, sí. —La mente abierta. Para Sax era fácil, pues su mente era un laboratorio destruido por un incendio, y ahora estaba al aire libre. Quienes objetaban la elección de la Colina lo hacían movidos por el miedo, miedo al poder del pasado. No querían reconocer ese poder ni entregarse por completo a él. Pero eso era justamente lo que debían hacer. Michel habría aplaudido esa elección. El lugar era crucial, y sus propias vidas lo demostraban. Indecisos, escépticos, aterrados, es decir, todos ellos, tenían que admitir que la Colina Subterránea era el lugar apropiado. Finalmente acordaron encontrarse allí.

La Colina Subterránea se había convertido en algo parecido a un museo; se había tratado de conservar el aspecto que presentaba en 2138, el año en que dejó de ser una parada de la pista. En consecuencia no era la misma que ellos habían ocupado; pero las zonas más antiguas subsistían casi intactas. Al poco de llegar, Sax y algunos otros salieron a echar un vistazo, y allí estaban todas las viejas construcciones: los cuatro hábitats originales, arrojados desde el espacio, los vertederos, el cuadrado de cámaras abovedadas de Nadia, con su cúpula central, el invernadero de Hiroko, del que sólo quedaba la estructura, pues el material de cubierta había desaparecido, la galería de Nadia al noroeste, Chernobil, las pirámides de sal. Sax acabó en el Cuartel de los Alquimistas y vagó por el laberinto de edificios y tuberías tratando de prepararse para la experiencia del día siguiente. Tratando de mantener una mente abierta.

Y su memoria hervía, como intentando probar que no necesitaba ayuda para hacer su trabajo. Entre aquellas construcciones había sido testigo del poder transformador de la tecnología sobre la desnuda materialidad de la naturaleza; habían empezado con rocas y gases, y de ellos habían extraído, purificado, transformado, recombinado y moldeado de tantas maneras que era imposible seguir y mucho menos imaginar sus efectos. Había visto, pero no había comprendido, y habían actuado con un total desconocimiento de sus verdaderos poderes y, tal vez como resultado de ello, sin saber muy bien qué buscaban. Pero entonces no se percataba de eso. Había actuado con el pleno convencimiento de que aquel mundo que empezaba a verdear sería un lugar agradable para vivir. Ahora, con la cabeza descubierta bajo un cielo azul, en el tórrido segundo agosto, miraba alrededor e intentaba pensar, recordar. Era difícil dirigir la memoria, los recuerdos sencillamente afloraban. Los objetos de la parte vieja de la ciudad le resultaban muy familiares, como indicaba la palabra, «de la familia». Incluso piedras, hondonadas y cúmulos le resultaban familiares, ocupando el lugar que les correspondía. Las perspectivas para el experimento no podían ser mejores; estaban en el lugar apropiado, en el contexto apropiado, situados, orientados. En casa. Regresó al cuadrado de cámaras abovedadas, donde se alojarían.

Durante su paseo habían llegado algunos coches y pequeños trenes turísticos. La gente se congregaba. Allí estaban Nadia y Maya, abrazando a Mary y Andrea, que habían llegado juntas. Sus voces resonaban en el aire como una ópera rusa, como recitativos a punto de convertirse en canto. De los ciento uno originales sólo vendrían catorce: Sax, Ann, Maya, Nadia, Desmond, Ursula, Marina, Vasili, George, Edvard, Roger, Mary, Dmitri, Andrea. Todos los que estaban vivos y en contacto con el mundo; los demás habían muerto o desaparecido. Si Hiroko y los siete seguían vivos, no habían dado señales de ello. Tal vez se presentarían sin anunciarse, como en aquella primera fiesta organizada por John en Olympus…

Así pues eran catorce, y por tanto pocos. La Colina Subterránea parecía vacía, y aunque podían ocupar el espacio que se les antojara se congregaron en el ala sur de las cámaras abovedadas, lo que realzó la vacuidad del resto. Era como si el lugar fuese una imagen de sus flaqueantes memorias, con sus laboratorios, terrenos y compañeros perdidos. Todos sufrían pérdidas de memoria y trastornos de distinta especie; por lo que Sax sabía, todos los trastornos mentales mencionados en la literatura especializada, y la sintomatología comparada había utilizado buena parte de sus declaraciones para describir las distintas experiencias, sublimes y/o terroríficas, que los habían afligido en la pasada década. Aquella noche, mientras trajinaban en la pequeña cocina de la esquina suroeste, con la alta ventana que miraba al invernadero central, a oscuras aún bajo su gruesa cúpula de cristal, el ánimo general osciló, a trechos alegre, a trechos sombrío. Tomaron una cena fría y charlaron y luego se diseminaron por el ala sur para preparar los dormitorios del piso superior para una noche que se preveía inquieta. Postergaron la hora de acostarse cuanto pudieron, pero al fin se dieron por vencidos y trataron de dormir un poco. Las pesadillas despertaron a Sax varias veces, y oyó idas y venidas a los aseos, conversaciones en voz baja en la cocina y murmullos propios del sueño agitado de los viejos. Pero se las arregló para retomar el sueño, un sueño ligero poblado de visiones.

La mañana llegó al fin. Se levantaron con las primeras luces tomaron un desayuno rápido: fruta, cruasanes, pan y café. Las colinas proyectaban familiares sombras largas hacia el oeste.

Respiraban hondo, reían nerviosamente, evitaban mirarse a los ojos. Estaban dispuestos a empezar, excepto Maya, que seguía negandose a someterse al tratamiento. Ninguno de sus argumentos la conmovieron.

—He dicho que no —había repetido la noche anterior—. Por otra parte, si se vuelven locos necesitarán a alguien, y quién mejor que yo para eso.

Sax había pensado que cambiaría de opinión, que sólo estaba haciendo alarde de su carácter. Se plantó delante de ella, frustrado:

—Creía que eras tú quien sufría los peores trastornos de memoria.

—Es posible.

—Entonces sería aconsejable que probaras el tratamiento. Recuerda que Michel te administró muchos fármacos.

—No deseo hacerlo —dijo, mirándolo a los ojos. Él suspiró.

—No te comprendo, Maya.

—Lo sé.

Y se fue al viejo dispensario para asumir el papel de enfermera. Todo estaba presto, y Maya los fue llamando de uno en uno, y mediante unos inyectores ultrasónicos aplicados en el cuello, les administró una parte del cóctel de fármacos, y luego les dio las pildoras que contenían el resto. Después los ayudó a colocarse los auriculares que transmitirían las silenciosas ondas electromagnéticas. Los que ya estaban preparados esperaban en la cocina sumidos en un tenso silencio. Cuando acabó con todos, Maya los acompañó a la puerta y los ayudó a salir. Y empezaron.

Una imagen se adueñó de Sax: luces brillantes, la sensación de que le aplastaban el cráneo; se ahogaba, jadeaba, escupía. Aire frío y la voz de su madre, como el gemido de un animal. Después yació mojado sobre el pecho de ella, helado.

—¡Madre mía!

El hipocampo era una de las varias áreas específicas del cerebro estimuladas por el tratamiento. Eso significaba que el sistema límbico, extendido bajo el hipocampo como una red bajo un nogal, recibía una estimulación análoga, como si las nueces rebotaran en un trampolín de nervios y lo hicieran resonar o incluso castañetear. Así experimentó Sax el inicio de lo que sin duda sería una oleada de emociones, que registraba no por separado sino agrupadas y con la misma intensidad, sin relación: alegría, dolor, amor, odio, euforia, melancolía, esperanza, temor, generosidad, celos… El resultado de aquel saturado revoltijo era, al menos para Sax, sentado en un banco, respirando con agitación, un incremento de su percepción de la significación. Un baño de sentido que lo inundaba todo, que le desgarraba el corazón o lo henchía, como si albergara océanos de nubes en el pecho que le impedían respirar, una suerte de nostalgia elevada a la enésima potencia, una plenitud, una dicha sublimes. ¡Estaban allí sentados y vivían! Unido sin embargo a un agudo sentimiento de pérdida, de lamento por el tiempo perdido, de miedo a la muerte, a todo, de congoja por Michel, por John, por todos. Era tan diferente de la habitual serenidad de Sax, de su flema, podría decirse, que durante un tiempo no pudo moverse. Llegó a reprocharse amargamente haber iniciado un experimento como aquél, insensato y estúpido… Seguramente todos lo odiarían.

Aturdido y abrumado, decidió caminar para ver si se despejaba la cabeza. Se levantó, tratando de mantener el equilibrio, y empezó a andar, esquivando a los otros, que vagaban perdidos en mundos propios, evitándose como si fueran objetos. Y de pronto se encontró en el espacio abierto que rodeaba la Colina Subterránea, sintiendo la fría brisa de la mañana, dirigiéndose a las pirámides de sal bajo un cielo extrañamente azul.

Se detuvo y miró alrededor, meditó, gruñó sorprendido, se quedó inmóvil, incapaz de seguir. Porque de pronto podía recordarlo todo.

Bueno, no todo. No podía recordar qué había desayunado el 13 del segundo agosto de 2029, por ejemplo; eso concordaba con los experimentos que sugerían que las actividades cotidianas habituales no estaban lo suficientemente diferenciadas para permitir que el individuo las recordase. Pero… A finales de 2020 empezaba sus días en las cámaras abovedadas de la esquina sureste, donde compartía dormitorio con Hiroko, Evgenia, Rya e Iwao. Experimentos, incidentes, conversaciones danzaban en su mente que visualizaba aquella habitación. Un nodo de espaciotiempo hacía vibrar la red de los días. La hermosa espalda de Rya mientras se lavaba las axilas al otro lado de la habitación. Comentarios hirientes por lo irreflexivos. Vlad hablando de empalmar genes. Vlad y él se habían detenido en ese mismo lugar en su primer minuto en Marte, mudos, absortos en la gravedad, el rosa del cielo y los horizontes cercanos, que aún ahora, tantos años después, conservaban el mismo aspecto: tiempo areológico, tan lento y prolongado como una gran sístole. Metido en un traje se tenía la sensación de estar hueco. Para Chernobil habían necesitado más hormigón del que podían fraguar en aquel aire tenue, seco y frío. Nadia lo había conseguido. ¿Cómo? Calentándolo, eso era. Nadia había hecho muchas cosas durante aquellos años: las bóvedas, las fábricas, la galería… ¿Quién habría sospechado que alguien tan tranquilo en el Ares se revelaría tan competente y enérgico? Hacía años que no recordaba la impresión que producía Nadia en el Ares. La muerte de Tatiana Durova, aplastada por una grúa, la había afligido mucho; había supuesto una conmoción para todos, excepto para Michel, sorprendentemente disociado de aquella primera tragedia. ¿Lo recordaría Nadia? Sí, lo recordaría si pensaba en ello. No tenía por qué ser exclusivo de Sax, o más preciso; si el tratamiento alcanzaba buenos resultados con él, tenía que ocurrir lo mismo con los demás. Aquél era Vasili, que había luchado del lado de la UNOMA en las dos revoluciones; ¿qué estaría recordando? Parecía afligido, o quizás extasiado. Seguramente la sensación de plenitud, de experimentarlo todo, por lo visto uno de los primeros efectos del tratamiento. ¿Acaso recordaba la muerte de Tatiana, como él? Una vez, Sax y Tatiana fueron a pasear por la Antártida durante el año de selección, y ella tropezó y se torció un tobillo, y tuvieron que esperar en Nussbaum Riegel a que un helicóptero de McMurdo los rescatase. El episodio había caído en el olvido durante años hasta que Phyllis se lo recordó la noche que lo arrestaron, pero luego, rápidamente, había vuelto a olvidarlo. Dos rememoraciones en doscientos años; pero ahora lo recuperaba de veras: el sol bajo, el frío, la belleza de los Valles Secos, la envidia de Phyllis por la extraordinaria belleza de Tatiana. Que esa belleza hubiese de morir primero… parecía una señal, una maldición, Marte como Plutón, planeta de terror y pavor. Y ahora que las dos mujeres llevaban tanto tiempo muertas, él recordaba ese día en la Antártida, era el único que conservaba aquel día precioso, que sin él desaparecería. Sí, lo que uno recordaba era precisamente la parte del pasado que más emociones le había provocado, los sucesos que sobrepasaban un determinado umbral emocional: las grandes alegrías, las grandes crisis, los grandes desastres. Y también los pequeños. Lo habían excluido del equipo de baloncesto de séptimo curso, había llorado, solo, en una fuente del patio del colegio, después de leer la lista, y había pensado: Recordarás esto toda la vida. Y así había ocurrido. Las primeras veces en que a uno le ocurría algo o hacía algo tenían una carga especial, como el primer amor (por cierto, no recordaba quién había sido). Una imagen borrosa, allá en Boulder, una cara… la amiga de un amigo; pero aquello no había sido amor y ni siquiera recordaba su nombre. No, estaba pensando en Ann Clayborne, delante de él, mirándolo fijamente, hacía mucho tiempo. ¿Qué intentaba recordar? La marea de pensamientos era tan intensa y rápida que no podría recordar algunos de los episodios, estaba seguro. Una paradoja, pero sólo una de las muchas causadas por el hilo de conciencia del vasto campo de la mente. Diez a la cuadragésimo tercera potencia, la matriz en la que florecían todos los big bangs. El cráneo albergaba un universo tan vasto como el universo exterior. Ann… Había salido a pasear con ella también en la Antártida. Ella era muy fuerte. Le pareció curioso que durante la marcha por la caldera de Olympus Mons no hubiese recordado el paseo por el Valle Wright en la Antártida, a pesar de las similitudes, durante el cual habían tenido una fervorosa discusión sobre el destino de Marte; él había intentado tomarla de la mano, o había sido ella, ¡caramba, estaba coladito por Ann! Y él, con su chip de rata de laboratorio, que nunca había experimentado esa clase de sentimientos, había dado un respingo, de pura timidez. Ella lo había mirado con curiosidad, sin comprender la importancia del suceso, y le había preguntado por qué tartamudeaba tanto. Había tartamudeado bastante de niño a causa de un problema bioquímico al parecer solucionado por la pubertad, pero cuando estaba nervioso a veces recaía. Ann, Ann… veía su cara mientras discutía con él en el Ares, en la Colina Subterránea, en Dorsa Brevia, en el almacén de Pavonis. ¿Por qué aquel continuo ataque a la mujer que tanto le había atraído, por qué? Ella era muy fuerte, y sin embargo la había visto tan deprimida que había yacido indefensa en el suelo, en aquel rover-roca, durante días, mientras su Marte rojo moría. Allí tendida. Pero luego se había obligado a continuar. Había hecho callar a Maya cuando ésta había increpado a Sax a gritos, había colaborado en el entierro de su compañero Simón. Había hecho todas esas cosas, y nunca, nunca había sido Sax más que una carga para ella, parte de su dolor. Se había enfadado con ella en Zigoto y en Gameto, veía su rostro demacrado, y después había estado veinte años sin verla. Y más tarde, después de someterla al tratamiento de longevidad sin su consentimiento, había estado otros treinta años sin verla. ¡Cuánto tiempo malgastado! Ni vivir mil años bastaría para justificar aquel despilfarro.

Recorría el Cuartel de los Alquimistas. Volvió a encontrar a Vasili, sentado en el polvo con el rostro bañado en lágrimas. Los dos habían amañado el experimento de las algas en aquel edificio, pero Sax dudaba de que aquello fuera la causa del llanto de Vasili. Tal vez algo relacionado con los años que había pasado al servicio de la UNOMA… En fin, siempre podía preguntar; pero vagar por la ciudad viendo caras y recordando al instante todo lo que se sabía de ellas no era una situación que favoreciera los interrogatorios. Dejaría a Vasili con su pasado; no deseaba saber de qué se arrepentía. Además, una figura avanzaba hacia el norte a grandes trancos, sola… Ann. Era extraño verla con la cabeza descubierta y los cabellos blancos flotando al viento, tanto que interrumpió la afluencia de recuerdos. La había visto antes así, en el Valle Wright, sí, con los cabellos claros, rubio sucio lo llamaban, poco caritativamente. Era muy peligroso desarrollar vínculos afectivos bajo la atenta mirada de los psicólogos. Estaban allí por trabajo, sometidos a una gran presión, no había lugar para relaciones personales que además eran peligrosas, como Natalia y Sergei habían demostrado. Pero de todos modos ocurría. Vlad y Ursula formaron una pareja sólida y estable, igual que Hiroko e Iwao y Nadia y Arkadi. Pero era peligroso, arriesgado. Ann lo había mirado desde el otro lado de la mesa de laboratorio mientras desayunaban, y algo en su mirada, una cierta expresión… no podía precisar qué, la gente era un misterio para él. El día que recibió la notificación de su admisión en el grupo de los Primeros Cien una gran tristeza lo invadió. ¿Cuál era la causa? Lo ignoraba. Vio la notificación en el cajón del fax y el arce a través de la ventana; había llamado a Ann para saber de su suerte, y sorprendentemente la habían aceptado, a pesar de que era una solitaria. Y él se sintió feliz al saberlo, y al mismo tiempo triste. Las hojas del arce estaban rojas; era otoño en Princeton, una estación tradicionalmente melancólica, pero no era por eso. Simplemente estaba triste, como si haberlo logrado significara sólo que habían pasado unos cuantos de los tres mil millones de latidos del corazón, que ahora ya eran diez mil millones y seguían. No alcanzaba a explicarlo. Los humanos eran seres misteriosos. Por eso cuando Ann había dicho: «¿Quieres dar un paseo hasta el Punto Bajo?», en aquel laboratorio de los valles secos, había accedido al instante, sin vacilar. Y sin haberlo planeado, habían salido por separado: ella había ido sola hasta el Mirador y él la había seguido, y allí, sentados lado a lado, contemplando las cabañas arracimadas y la cúpula del invernadero, una especie de proto-Colina Subterránea, él había tomado su mano enguantada entre las suyas mientras departían amigablemente sobre la terraformación. Y ella había retirado la mano sobresaltada y se había estremecido (hacía mucho frío), y él había tartamudeado tanto como después de sufrir la embolia. Una hemorragia límbica que había matado en el acto ciertos elementos, ciertas esperanzas y anhelos. La muerte del amor. Y desde entonces la había estado acosando. ¡Y eso no significaba que aquellos acontecimientos funcionaran como explicaciones causales coherentes, por más que dijera Michel! El frío antartico mientras regresaban a la base… Ni siquiera en la transparencia eidética de su actual capacidad para recordar podía visualizar aquel trayecto. Distraído. ¿Por qué, por qué lo había rechazado de aquel modo?

¿Un hombre mezquino, una rata de laboratorio? Pero había sucedido y había dejado su impronta para siempre. Y ni siquiera Michel lo había sabido.

Represión. Pensar en Michel le hizo recordar a Maya. Ann estaba ahora en la línea de horizonte, nunca la alcanzaría, aunque no estaba seguro de quererlo en ese preciso momento, todavía aturdido por aquel sorprendente y doloroso recuerdo. Decidió ir en busca de Maya. Dejó atrás el lugar donde Arkadi se había reído de sus oropeles cuando bajó de Fobos, el invernadero donde Hiroko lo había seducido con su impersonal simpatía, como primates en la sabana, la hembra alfa que escogía a un macho del grupo, un alfa, un beta, o un miembro de la clase «podría ser alfa pero no parece interesado», la manera de actuar más decente a juicio de Sax; pasó ante el parque de remolques donde habían dormido en el suelo todos juntos, como una familia. Con Desmond en algún armario. Desmond había prometido mostrarles los escondites en los que había vivido. Un revoltijo de imágenes de Desmond brotó de pronto: el vuelo sobre el canal en llamas, el vuelo sobre Kasei Vallis en llamas, el miedo en Kasei cuando los agentes de seguridad lo habían atrapado en su demencial dispositivo; aquél había sido el fin de Saxifrage Russell. Ahora era algo más, y Ann era también Contra-Ann, y una tercera mujer distinta de las otras dos. Casi podían hablarse como dos extraños que acababan de conocerse. Más que aquellos dos que se habían encontrado en la Antártida.

Maya estaba sentada en la cocina, esperando que el contenido de una gran tetera empezara a hervir.

—Maya —dijo Sax, las palabras como guijarros en la boca—, deberías probarlo. No es tan malo.

Ella negó con la cabeza.

—Recuerdo todo lo que quiero recordar. Incluso ahora, sin tus fármacos, incluso ahora que apenas recuerdo nada, recuerdo más de lo que tú nunca recordarás. Con eso me basta.

Era posible que pequeñas cantidades del complejo de drogas hubiesen pasado al aire y luego atravesado la piel de Maya, proporcionándole una fracción de aquella experiencia hiperemocional. O quizás era una manifestación de su estado habitual.

—¿Por qué no iba a bastarme? —decía ella—. No quiero recuperar mi pasado, porque no puedo soportarlo.

—Tal vez más adelante —dijo Sax.

¿Qué podía decirle? Ella ya era así en la Colina Subterránea, impredecible, voluble. No dejaba de sorprenderle que hubieran seleccionado tantos excéntricos para el grupo de los Primeros Cien. Pero ¿qué otra opción tenía el comité seleccionador? La gente era así, a menos que fuera estúpida. Y no habían mandado estúpidos a Marte, al menos no ai principio, o no demasiados. E incluso los poco dotados tenían sus complejidades.

—Tal vez —contestó ella, palmeándole la cabeza; luego apartó la tetera del fuego—. O tal vez no. Recuerdo demasiadas cosas tal como estoy.

—¿Frank? —inquirió Sax.

—Naturalmente. Frank, John, Michel… todos están aquí —dijo golpeándose el pecho con el pulgar—. Duele lo suficiente, no necesito más.

—Ah.

Sax salió sintiéndose atiborrado, inseguro de todo, desequilibrado. El sistema límbico vibraba bajo el impacto de su vida entera, bajo el impacto de Maya, tan hermosa y marcada por la desgracia. Deseaba fervientemente su felicidad, pero ¿qué podía hacer? Ella vivía su infelicidad hasta las heces, casi podría decirse que la hacía feliz, o de algún modo la completaba. ¡Hasta era posible que experimentara constantemente aquella desagradable sobrecarga emocional! Caramba, era demasiado fácil mostrarse flemático. Y sin embargo, estaba tan llena de vida. La manera en que los había espoleado para sacarlos del caos, al sur del refugio de Zigoto… cuánta energía. Había entre ellos muchas mujeres fuertes. Porque necesitaban serlo para afrontar el horror de la vida, sin negarlo, admitirlo y seguir adelante. John, Frank, Arkadi, incluso Michel, habían tenido su optimismo, su pesimismo, su idealismo, sus mitologías y sus diferentes ciencias para enmascarar el dolor de la existencia, pero estaban muertos, los habían asesinado de un modo u otro, y Nadia, Maya y Ann se habían visto obligadas a continuar. Era un hombre afortunado por tener unas hermanas tan tenaces. La misma Phyllis, con la tenacidad del estúpido, se había abierto camino con mucho éxito, al menos durante un tiempo, sin rendirse jamás.

Spencer le había dicho que ella había protestado cuando supo que lo estaban torturando; Spencer y todas sus horas de aerodinámica juntos, que después de beber mucho whisky le había explicado que ella se presentó ante el jefe de seguridad de Kasei Vallis y exigió su liberación, a pesar de que Sax la había dejado inconsciente y casi la había matado con óxido nitroso, y la había engañado en su propia cama. Al parecer le había perdonado, y Spencer nunca le había perdonado a Maya que la matara, aunque fingiera que sí. Y Sax la había perdonado aunque durante años actuara como si no lo hubiera hecho para mantener un cierto ascendiente sobre ella. ¡En qué extraño embrollo recombinante habían convertido sus vidas como resultado de la sobreextensión! O quizás en todos los pueblos sucedía lo mismo. ¡Pero tanta tristeza y traición! Tal vez la pérdida desencadenaba los recuerdos, pues todo se perdía inevitablemente. Pero ¿y la alegría? Trató de recordar: ¿era posible volver al pasado siguiendo categorías emocionales? Vagar por las salas del congreso de terraformación, por ejemplo, y ver el póster que estimaba la contribución calórica del Cóctel Russell en doce kelvins. Despertarse en el Mirador de Echus y descubrir que la Gran Tormenta había terminado y lucía un radiante cielo. Visualizar los rostros del tren que salió de la Estación Libia. Que Hiroko le besara la oreja en los baños un día de invierno en Zigoto, cuando toda la tarde era noche. ¡Hiroko! Ah, estaba encogido en el frío, avergonzado por estar a punto de morir en una torménta cuando las cosas se estaban poniendo tan interesantes, tratando de idear un modo de que el coche viniera a él, pues era evidente que él no lo alcanzaría nunca, y entonces ella había surgido de la nieve, una figura menuda en traje espacial de color rojo orín brillante en la blanca tormenta de viento y nieve, tan ruidosa que el micrófono del intercom sólo había transmitido susurros: «¿Hiroko?», había gritado, y había visto su rostro a través del visor y ella había contestado: «Sí», y le había aferrado la muñeca para ayudarlo a levantarse. ¡Esa mano en la muñeca! La sintió. Y le levantó, como la viriditas, la gran fuerza verde corrió por sus venas, a través de la blanca estática que pasaba velozmente junto a él; el tacto de la mano de ella era cálido y seguro, pleno. Hiroko había estado allí, lo había llevado hasta el coche y salvado la vida, y después había vuelto a desaparecer. Y a pesar de la certeza de Desmond de que había muerto en Sabishii, de lo convincentes que fueran los argumentos y de que a menudo, a causa del agotamiento, los montañeros solos sufrieran alucinaciónes.

Sax estaría seguro a causa de esa mano en su muñeca, esa visita en la nieve de Hiroko en carne y hueso, tan real como la roca y viva, podía apoyarse en aquel conocimiento, en la inexplicable filtración de la incógnita en todas las cosas, podía apoyarse en el hecho de que Hiroko vivía, tomarlo como punto de partida y seguir adelante, convertirlo en el axioma de toda una vida de alegría, e incluso tratar de convencer a Desmond para darle paz.

Estaba fuera buscando a Coyote, una tarea nada fácil. ¿Qué recordaba Desmond de la Colina Subterránea? Escondites, susurros, el desaparecido grupo de la granja, la colonia perdida a la que se había unido… Recorrer Marte en rovers-roca, ser amado por Hiroko, volar sobre la superficie nocturna en un avión camuflado, vivir en el demimonde, dar cohesión a la resistencia… Aquellos recuerdos le parecían casi suyos. Una transferencia telepática de sus respectivas historias: cien metros cuadrados bajo las bóvedas. Pero no, sería demasiado. Imaginar la realidad de otro ya era asombroso, y era toda la telepatía que se necesitaba o que podía manejarse.

Pero ¿adonde había ido Desmond? Era inútil, no se lo podía encontrar, había que esperar a que él lo encontrara a uno. Aparecería cuando lo decidiera. Al noroeste de las pirámides de sal y el Cuartel de los Alquimistas estaba el esqueleto de un antiquísimo contenedor, probablemente de los que se lanzaron antes de la misión con el equipo del asentamiento; la pintura se había descascarillado y estaba recubierto de una costra de sal. El principio de sus esperanzas, ahora un esqueleto de metal viejo, nada en realidad. Hiroko y él lo habían descargado.

En el Cuartel de los Alquimistas, las máquinas encerradas en los edificios ya habían quedado anticuadas, incluso el inteligente procesador Sabatier. Había disfrutado mucho viéndolo funcionar. Nadia lo había arreglado un día, cuando todos los demás se habían dado por vencidos; la rechoncha mujercita canturreando enfrascada en su tarea en un tiempo en que aún se podía entender a las máquinas. Gracias a Dios por Nadia, el ancla que los unía a la realidad, la persona con la que siempre podía contarse. Quiso abrazar a su hermana bienamada, que al parecer estaba intentando poner en marcha una excavadora del museo.

Pero en el horizonte una figura avanzaba hacia el oeste sobre una loma: Ann. ¿Había recorrido todo el horizonte? Corrió hacia ella, tambaleándose, como durante la primera semana en Marte, y cuando estuvo cerca se detuvo, jadeante.

—¡Ann! ¡Ann!

Ella se volvió y Sax advirtió el miedo instintivo en su rostro, como la expresión de un animal perseguido. Él era una criatura de la que habia que huir, o eso había sido para ella.

—Cometí errores —le soltó, delante ella. Podían hablar al aire libre, en el aire que él había fabricado contra la voluntad de Ann—. No advertí la belleza hasta que fue demasiado tarde. Lo siento, lo siento. —Había intentado decirlo otras veces, en el coche de Michel cuando escapaban de la inundación, en Zigoto, en Tempe Terra, pero siempre había fracasado. Ann y Marte, entrelazados… sin embargo no tenía porqué disculparse ante Marte: los hermosos atardeceres, los distintos tonos del cielo, signo azul del poder y la responsabilidad que tenían, del lugar que ocupaban en el cosmos y de su poder en este marco, tan nimio y sin embargo tan importante; habían llevado la vida a Marte y estaba seguro de que eso era provechoso.

Pero necesitaba pedirle perdón a Ann. Por los años de fervor misional, por la presión ejercida sobre ella para que accediera, por la caza de la fiera salvaje de su negativa, con ánimo de matarla. Sentía tanto todo aquello… tenía el rostro bañado en lágrimas, y ella lo miraba como en aquella roca fría en la Antártida, en aquel primer rechazo que él había recuperado. Su pasado.

—¿Recuerdas? —le preguntó con curiosidad—. Fuimos hasta el Mirador juntos, quiero decir, uno detrás del otro, pero para encontrarnos y conversar a solas. Salimos separados por lo de aquí, la pareja de rusos que se habían peleado y que habían mandado casa. ¡Nos escondíamos de la gente del comité de selección! —Rió ante la imagen de sus profundamente irracionales comienzos. ¡Y en todo lo que habían hecho después habían intentado mantenerse a tono con aquellos principios! Habían llegado a Marte, y habían repetido sus actos, como siguiendo una recurrencía, una repetición de pautas.— Nos sentamos allí y yo pensé que nos entendíamos y te tomé la mano, pero tú la retiraste, no te gustó que lo hiciera. Me sentí mal y regresamos, y nunca más volvimos a hablar con aquella confianza. Y por eso durante todos estos años te acosé, creyendo que era a causa de… —Señaló el cielo azul.

—Lo recuerdo.

Lo miraba fijamente y él se sintió conmocionado: uno nunca tenía ocasión de hacer aquello, uno nunca llegaba a decirle «lo recuerdo» al amor perdido de la juventud, aún hace daño. Y sin embargo, allí estaba ella, mirándolo con sorpresa.

—Sí —dijo frunciendo el ceño—, pero no ocurrió así. Yo apoye una mano en tu hombro, me gustabas, y parecía que llegaríamos a algo…

¡pero saltaste! ¡Caramba, saltaste como si te hubiera clavado un aguijón! La electricidad estática era acusada allí, pero… —Soltó una risa áspera.— No, fuiste tú. Supuse que no estabas acostumbrado a esas cosas. ¡Ni tampoco yo! Y que justamente por eso era adecuado, pero no fue así. Y luego olvidé el episodio por completo.

—No —dijo Sax.

Sacudió la cabeza en un primitivo esfuerzo por recomponer sus pensamientos, por organizar sus recuerdos. Aún tenía en el escenario de su mente el episodio del Mirador, casi palabra por palabra, y todos sus movimientos. Es una red que gana en orden, había dicho, tratando de explicar el propósito de la ciencia; y por eso destruirás la superficie del planeta, había respondido ella. Lo recordaba.

Pero mientras rememoraba el incidente la expresión de Ann era la de quien se halla en completa posesión de un momento del pasado, que había cobrado vida al ser recuperado. Ella recordaba, pero de manera distinta. Uno de ellos tenía que estar equivocado.

—¿Es posible…? —Se interrumpió y empezó de nuevo:— ¿Es posible que fuéramos tan torpes como para salir con intención de revelar nuestros sentimientos y…?

Ann rió.

—¿Y que nos separásemos sintiéndonos rechazados por el otro? —Rió de nuevo.— Más que posible.

Sax también se echó a reír. Volvieron las caras al cielo y rieron largamente.

Pero de pronto Sax meneó la cabeza, abatido por un pesar agónico. Nunca sabrían con certeza lo ocurrido. Incluso con aquel afloramiento de sus recuerdos semejante a un pozo artesiano, una de las cataclísmicas inundaciones causadas por los acuíferos reventados, nunca sabrían qué había ocurrido de verdad.

Se estremeció. Si no podía confiar en la veracidad de los recuerdos que afloraban, si algo tan crucial en la vida quedaba en entredicho, ¿qué pasaba con los otros, con Hiroko en la tormenta, llevándolo hasta el coche agarrado de la muñeca? ¿Sería aquello también…? No, no podía haber imaginado aquella mano en su muñeca. Sin embargo, Ann había retirado la mano bruscamente, y él conservaba memoria somática de aquel movimiento, sólido y real, físico, un movimiento recordado por su cuerpo, conservado en sus células mientras viviera. Ambos recuerdos tenían que ser ciertos.

¿Y bien?

Pues que aquello pertenecía al pasado. Toda su vida estaba allí y no estaba. Si lo único real era el momento, un cuántico tras otro, una membrana inimaginablemente tenue, el devenir entre pasado y futuro, su vida, sin un pasado o un futuro tangibles, no era más que una llamarada, un hilo de pensamiento perdido en el acto de pensar. La realidad era tan tenue, tan exiguamente real… ¿a qué podía aferrarse?

Vacilante, intentó compartir con Ann estos pensamientos, pero tuvo que darse por vencido.

—Bueno —dijo Ann, que había comprendido—, al menos recordamos eso. Me refiero a que los dos recordamos haber estado allí. Teníamos nuestros planes, que fracasaron, sucedió algo que ninguno de los dos entendió en aquel momento, y por tanto no ha de sorprendernos que conservemos recuerdos incompletos o distintos.

—¿Eso crees?

—Sí. Por eso los niños de dos años no pueden recordar. Sienten muchas cosas pero no las recuerdan sencillamente porque no las comprenden.

—Tal vez.

No estaba seguro de que la memoria funcionase así. Los recuerdos de la primera infancia eran imágenes eidéticas. Pero si ella estaba en lo cierto, él seguramente había visto a Hiroko, porque había comprendido su aparición en la tormenta. Esas cuestiones emocionales, en el corazón de la tormenta…

Ann se adelantó un paso y lo abrazó. Sax ladeó la cabeza y apoyó la oreja en su clavícula; ella era más alta. Sintió el cuerpo de la mujer contra el suyo y le devolvió el abrazo. Siempre recordarás esto, pensó. Ann lo apartó un poco y lo asió de los brazos.

—Eso es el pasado —dijo—. No explica lo sucedido entre nosotros en Marte, creo. Es una cuestión distinta.

—Tal vez.

—No estábamos de acuerdo pero empleábamos los mismos términos. Nos importaban las mismas cosas. Recuerdo que trataste de consolarme en aquel rover-roca en Marineris, durante el reventón del acuífero.

—Y tú también. Cuando Maya empezó a gritarme después de la muerte de Frank.

—Sí —dijo ella, volviendo atrás. ¡Tenían una capacidad asombrosa para recordar en esos momentos! Ese coche había sido un crisol en el que todos se habían metamorfoseado—. Supongo que sí. No era justo, sólo tratabas de ayudarla. Y la expresión de la cara…

Contemplaron las estructuras dispersas y chatas que conformaban la Colina Subterránea.

—Y aquí estamos —dijo Sax finalmente.

—Sí. Aquí estamos.

Otro momento incómodo. La vida con los demás era una sucesión de momentos incómodos. Tendría que acostumbrarse. Dio un paso atrás, tomó la mano de Ann y la oprimió. Luego la soltó. Ella dijo que quería visitar el yermo inalterado que se extendía al oeste de la ciudad, más allá de la galería de Nadia. Estaba experimentando una afluencia de recuerdos demasiado intensa para concentrarse en el presente. Necesitaba caminar. Él comprendía. Ann se alejó e hizo un gesto de despedida con la mano. ¡Se despedía! Y allí estaba Coyote, cerca de las pirámides de sal, que resplandecían a la luz de la tarde. Sintiendo la gravedad de Marte por primera vez en muchos años, Sax echó a andar a saltitos hacia el único hombre del grupo que era más bajo que él. Su camarada de armas.

Dando tumbos por su vida, perpetuamente sorprendido, le costó bastante aprehender el rostro asimétrico de Coyote, facetado como Deimos. El aspecto de Desmond había sufrido pocos cambios con el paso del tiempo. Dios sabía qué debía de parecerle Sax a los otros, o qué vería si se miraba en un espejo. La idea le pareció interesante: comprobar si mientras uno recordaba un episodio de la juventud la imagen en el espejo se distorsionaba. Desmond, un trinitario de ascendencia hindi, le estaba diciendo algo imcomprensible, algo sobre el éxtasis de las profundidades, sin precisar si se refería a la memoria o a un incidente náutico de su juventud. Sax deseaba comunicarle que Hiroko estaba viva, pero se reprimió. Desmond parecía muy feliz en ese momento, y además no le creería. Diciéndoselo sólo conseguiría angustiarlo. El conocimiento adquirido mediante la experiencia no siempre podía traducirse a conocimiento discursivo; le parecía vergonzoso, pero así estaban las cosas. Desmond no le creería porque no había sentido aquella mano en la muñeca. Y además, ¿por qué habría de hacerlo?

Sus pasos los llevaron hacia Chernobil. Hablaban de Arkadi y Spencer.

—Nos estamos haciendo viejos —dijo Sax.

Desmond lanzó una carcajada. Seguía teniendo una risa alarmante, aunque contagiosa, y Sax también rió.

—¿Que nos hacemos viejos? ¿Viejos…?

La visión del pequeño Rickover desató en ellos una especie de paroxismo patético, aunque también valeroso, estúpido, complaciente. Los sistemas límbicos de ambos aún estaban sobrecargados y en ellos resonaban todas las emociones. El pasado iba aclarándose en secuencias superpuestas, cada episodio con su carga emocional irrepetible, y se sentían pletóricos… ¿la mente?, ¿el alma? Más de lo que era posible. Desbordado, así se sentía.

—Desmond, me siento desbordado.

Desmond soltó una risa aún más estruendosa.

Su vida había excedido su capacidad de sentirla toda a la vez. Excepto un murmullo límbico, el poderoso bramido del viento en las coniferas, tendido en un saco de dormir, de noche, en las Montañas Rocosas, escuchando el tamborileo del viento en las agujas de los pinos. Interesante. Seguramente uno de los efectos del fármaco, que pasaría, aunque esperaba que algunos perduraran, porque ¿quién podía asegurar que aquel aspecto no era fundamental también como parte del todo? Si uno recordaba su pasado y éste era muy largo, necesariamente se sentiría muy lleno, lleno de emociones y experiencias, lo cual quizá le impediría seguir mucho más. Incluso era posible que sintieran con más intensidad de la conveniente, que se hubieran convertido en personas terriblemente sentimentales que se afligían si pisaban una hormiga o lloraban de alegría al contemplar la salida del sol. Una consecuencia desafortunada. Bastaba con lo suficiente. Comer suficiente era tan bueno como darse un festín. De hecho, Sax siempre había creído que la amplitud de la respuesta emocional de quienes lo rodeaban podía reducirse sin menoscabo de su humanidad. Pero no servía intentar atenuar conscientemente las propias emociones, eso era represión, sublimación, con el consiguiente aumentó de la presión. Curiosamente el modelo freudiano de mente como una máquina de vapor seguía siendo muy útil: compresión, descarga, todo el proceso, como si James Watt hubiese diseñado el cerebro. Pero los modelos reduccionistas eran útiles, formaban parte esencial de la ciencia. Y él había tenido que soltar vapor durante mucho tiempo.

Vagaron por Chernobil, tirando piedras, riendo, hablando arrebatadamente y enmudeciendo de pronto, más una transmisión simultánea que una conversación, pues ambos estaban absortos en sus pensamientos. Una charla deslavazada pero llena de camaradería; era tranquilizador escuchar a alguien tan confuso como uno mismo. Además, era agradable sentirse tan cerca de Coyote, de aquel hombre tan distinto a el en muchos aspectos, que sin embargo le hablaba de la escuela, de los paisajes nevados de la región polar meridional, de los parques del Ares, después de todo se parecían mucho.

—Todos vivimos las mismas cosas.

—¡Es cierto, es cierto!

Era curioso que ese hecho no afectara más el comportamiento humano.

Regresaron al parque de remolques y lo cruzaron despacio, retenidos por una densa telaraña de asociaciones. Se acercaba la puesta de sol. En las cámaras abovedadas sus compañeros preparaban la cena. Casi todos habían estado demasiado ocupados con sus recuerdos para pensar en comida, y el fármaco parecía suprimir el apetito; pero ahora estaban famélicos. Maya había preparado una gran olla de estofado con muchas patatas. ¿Borscht? ¿Bullabesa? Había tenido la previsión de poner en marcha la panificadora por la mañana, y el cálido olor a levadura llenaba las bóvedas.

Se reunieron en la gran sala de doble bóveda de la esquina sudoeste, donde Ann y Sax habían protagonizado el famoso debate en los primeros tiempos de la terraformación. Con un poco de suerte, pensó Sax, Ann no lo recordaría, si regresaba después del anochecer, como solía, porque el vídeo del debate discurría en una pequeña pantalla en un rincón. Parecía una noche corriente en la Colina Subterránea: hablando del trabajo, de las diferentes obras, comiendo, rodeados de los rostros familiares. Como si Arkadi, John o Tatiana fuesen a entrar en cualquier momento, como lo hacía Ann en ese momento, a la hora acostumbrada, pataleando para calentarse los pies, haciendo caso omiso de los otros, como siempre.

Pero esta vez se acercó y se sentó al lado de Sax y comió (un estofado provenzal que Michel solía preparar) en silencio, naturalmente, lo que aumentó la curiosidad de los otros. Nadia los miraba con los ojos llenos de lágrimas. Sentimentalismo a flor de piel; podía ser un problema. Más tarde, en medio del alboroto de platos y voces (todos hablaban al mismo tiempo) Ann se inclinó hacia él y dijo:

—¿Adonde piensas ir cuando esto acabe?

—Bueno —dijo él, de pronto nervioso—, algunos colegas de Da Vinci me han invitado a… a… a navegar. Quieren que pruebe un nuevo barco que han diseñado para mis travesías marítimas. Un velero. En Chryse…

en el golfo de Chryse.

—Ah.

A pesar del ruido, un silencio terrible reinó entre ellos. Después de una eternidad, Ann preguntó:

—¿Puedo acompañarte?

Sax sintió que la piel de la cara le ardía; congestión capilar qué extraño. ¡Dios santo, había olvidado contestar!

—Pues claro.

Sentados a la mesa todos conversaban, pensaban, recordaban. Bebían el té de Maya, que parecía contenta ocupándose de ellos. Mucho más tarde, cuando la mayoría dormitaba en las sillas o se inclinaba sobre las estufas, Sax decidió acercarse al parque de remolques en el que habían pasado los primeros meses, sólo para echar un vistazo.

Nadia ya estaba allí, tendida en uno de los colchones. Sax se sentó en su viejo colchón. Y entonces llegó Maya con los demás, que arrastraban a un reacio y asustado Desmond. Lo acomodaron en el colchón, en el centro y se reunieron en torno a él, algunos en sus viejas camas, y los que habían dormido en los otros remolques, ocupando los jergones vacíos de los ausentes. Ahora un solo remolque los albergaba con comodidad. Y se tendieron y se dejaron llevar por el sueño. Aquello también era un recuerdo, soñoliento y cálido, como sumergirse en el baño rodeado de los amigos, agotados por el trabajo del día, el apasionante trabajo de construir una ciudad y un mundo. Duerme, memoria, duerme, cuerpo; déjate llevar con gratitud por el momento y sueña.

Zarparon de La Florentina un día ventoso y despejado, Ann al timón y Sax en la proa de estribor del flamante catamarán, asegurando el ancla, que chorreaba barro anaeróbico. Sax pasó un buen rato colgado de la borda, examinando muestras con su lupa: una gran cantidad de algas muertas y otros organismos del fondo. Sería interesante saber si aquella fauna y flora era típica del fondo del mar del Norte o por alguna razón sólo del golfo de Chryse o La Florentina, o de las aguas poco profundas en general.

—¡Sax, ven! —gritó Ann—. Se supone que eres tú el que sabe navegar.

—Y es verdad.

Aunque en realidad la IA del barco podía hacerlo todo; si se le ordenaba, por ejemplo: «Ve a Rhodos», ellos ya no tendrían nada más que hacer para navegar durante el resto de la semana. Pero a Sax le agradaba sentir la caña del timón en las manos, así que dejó el barro del ancla para otro momento y se abrió paso hasta la ancha cabina suspendida entre los dos estrechos cascos.

—Da Vinci está a punto de desaparecer por el horizonte, mira.

—Es cierto.

Las crestas del borde del cráter eran lo único de la península de Da Vinci visible sobre el agua, aunque no estaban a más de veinte kilómetros: la intimidad del pequeño globo marciano. Y el barco era veloz; hidroplaneaba con cualquier viento que superara los cincuenta kilómetros por hora y las quillas estaban provistas de botalones submarinos que se extendían y adoptaban posturas copiadas de los delfines, que junto con un ingenioso sistema de contrapesos mantenían el casco de barlovento en contacto con el agua y evitaban que el de sotavento se hundiera demasiado. Incluso con vientos moderados, como el que en ese momento embestía la velamástil aún recogida, el barco se deslizaba sobre el agua como un trineo sobre el hielo, a una velocidad algo menor que la del viento. Observando los otros barcos advirtió que en muy pocos casos se mantenía el casco en contacto con el agua. Daba la sensación de que sólo el timón y los botalones impedían que salieran volando. Los últimos vestigios de Da Vinci desaparecieron detrás de un horizonte dentado y móvil a no más de cuatro kilómetros del barco. Sax miró brevemente a Ann: se aferraba a la borda y contemplaba el blanco encaje de la estela.

—¿Habías estado en el mar antes? —preguntó Sax, refiriéndose a perder de vista tierra firme.

—No.

—Ah.

Navegaron hacia el norte, adentrándose en el golfo de Chryse. La isla de Copérnico apareció a la derecha y detrás de ella Galileo, pero pronto retrocedieron hacia el horizonte azul, donde las crestas de las olas eran una monótona sucesión. El mar de fondo venía del norte, casi directamente delante de ellos, de manera que mirando a babor o estribor el horizonte era una línea ondulante de agua azul contra el cielo azul, una reducida circunferencia en torno al barco, como si el recuerdo del horizonte en la Tierra se obstinase en perturbar la percepción óptica del cerebro, de modo que siempre tendrían la sensación de estar en un planeta demasiado pequeño. Ciertamente el rostro de Ann tenía una expresión de profundo malestar: miraba con desconfianza las olas, que levantaban primero la proa y luego la popa. Al mar de fondo se oponía un oleaje cruzado levantado por el viento del oeste que ondulaba la superficie más ancha de las grandes olas. La física del tanque de olas en acción; eso le recordó a Sax el laboratorio de física del instituto, donde las horas se le pasaban volando contemplando las maravillas que agitaban el tanque. Aquí el mar de fondo tenía su origen en el perpetuo desplazamiento hacia el este del mar del Norte alrededor del globo; la magnitud de la marejada dependía de los vientos locales, que la reforzaban o se interponían en su camino. La gravedad ligera favorecía las olas grandes y anchas, rápidamente generadas por los fuertes vientos. Sí el viento ese día arreciaba, las aguas picadas del oeste crecerían y sobrepasarían el oleaje de fondo. Las olas del mar del Norte eran famosas por su tamaño y mutabilidad, por sus sorprendentes recombinaciones, aunque se desplazaban con lentitud: grandes colinas, como las gigantescas dunas de Vastitas, migrando alrededor del planeta. A veces su tamaño era impresionante; en la estela dejada por los tifones que asolaban el mar del Norte se había informado de olas de setenta metros.

Ese mar picado parecía suficiente para Ann, a juzgar por su expresión angustiada. A Sax no se le ocurría qué decirle. Dudaba de que sus pensamientos sobre la mecánica de las olas fuesen apropiados, aunque eran muy atractivos para cualquiera interesado en las ciencias físicas, como era el caso de Ann. Pero quizás en otro momento. Por lo pronto la sensación física del agua, el viento y el cielo le bastaban. El silencio parecía lo más indicado.

El mar empezó a cabrillear y Sax comprobó la velocidad del viento: treinta y dos kilómetros por hora, la velocidad aproximada con la que empezaba a achatar las olas, una sencilla relación entre superficie de tensión y velocidad del viento que incluso podía calcularse. Sí, la ecuación de la dinámica de fluidos indicaba que empezarían a derrumbarse con vientos de treinta y cinco kilómetros por hora, y así era: cabrillas de sorprendente blancura contra el azul oscuro del agua, azul de Prusia, a juicio de Sax. El cielo ostentaba un azul celeste, teñido apenas de púrpura en el zenit y algo palidecido en torno al sol, y una lámina metálica separaba el sol del horizonte.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ann con acento irritado.

Sax se lo explicó y ella le escuchó, silenciosa y pétrea. Sax no alcanzaba a imaginar qué podía estar pensando. Para él siempre había sido un consuelo que el mundo fuera explicable. Pero Ann… en fin, quizá sólo estaba mareada. O quizás algo del pasado la turbaba, como le había ocurrido a él en las semanas que siguieron al experimento en la Colina Subterránea, cuando inesperadamente lo asaltaba algún recuerdo. Memoria involuntaria. Y para Ann eso podía incluir incidentes negativos, pues Michel le había hablado de malos tratos en la infancia. A Sax le escandalizaba tanto que apenas podía creerlo. En la Tierra había hombres que violaban a las mujeres; en Marte, jamás, aunque no podía afirmarlo con total seguridad. Ésa era una de las ventajas de vivir en una sociedad racional, lo que la hacía tan valiosa. Tal vez Ann conociese mejor que él la situación actual en ese terreno, pero no tenía la confianza suficiente para preguntarle. Estaba contraindicado.

—Estás más callado que un muerto —dijo ella.

—Disfrutaba del paisaje —se apresuró a responder. Quizá fuera mejor hablar de la mecánica de las olas después de todo. Le explicó el origen del mar de fondo, de las olas cruzadas, las interferencias negativas y positivas que provocaba su encuentro. Y de pronto dijo:— ¿Recordaste algo de tu vida en la Tierra durante el experimento en la Colina Subterránea?

—No.

—Ah.

Debía tratarse de una forma de represión, exactamente lo contrario del método psicoterapéutico que Michel habría recomendado. Pero ellos no eran máquinas de vapor y algunas cosas era mejor olvidarlas. Él tendría que volver a olvidar la muerte de John, por ejemplo, o esforzarse por recordar las etapas de su vida en que había sido más sociable, como los años en que trabajó para Biotique en Burroughs. En el otro lado de la cabina estaba sentada Contra-Ann, o la tercera mujer de la que había hablado, mientras que él era, al menos en parte, Stephen Lindholm.

Extraños a pesar del sorprendente encuentro en la Colina Subterránea, o quizá por eso mismo. Hola, encantado de conocerte.

Una vez que dejaron atrás los fiordos e islas de la base del golfo de Chryse, Sax viró al noreste, cortando la espuma, con viento de popa. La velamástil desplegó entonces su versión de spinnaker y los cascos de la embarcación se deslizaron sobre las blandas crestas de las olas antes de rendirse a la superior velocidad de éstas. La costa oriental del golfo de Chryse apareció ante sus ojos, menos espectacular que la occidental, pero en muchos aspectos más hermosa. Edificios, torres, puentes: una costa densamente poblada, como la mayoría. Después de Olympus cualquier ciudad debía de suponer un shock.

Franquearon la ancha boca del fiordo Ares y Punto Soochow emergió en el horizonte, y más allá, las islas Oxia, una detrás de otra; antes de que hubiera agua habían sido una colección de colinas redondas, los Montes Oxia, con la altura adecuada para convertirse en un archipiélago. Sax se internó en los estrechos canales que separaban estas islas, que se elevaban unos cuarenta o cincuenta metros sobre el mar. Los únicos habitantes de buena parte del archipiélago eran las cabras, pero en las islas mayores, particularmente las que tenían forma de riñon y disponían de bahía, las piedras que cubrían las colinas habían servido para levantar muros que dividían las pendientes en sembrados y pastos. En esas islas irrigadas destacaba el verde de los huertos cargados de fruto y los pastos salpicados por blancas ovejas o vacas enanas. La carta de navegación daba los nombres de las islas: Kipini, Wahoo, Wabash, Naukan, Libertad. Al leerlos Ann dio un respingo.

—Son los nombres de los cráteres que quedaron sumergidos en el centro del golfo.

—Ah.

Pero a pesar de ello eran unas islas preciosas. Los pueblos de pescadores de las bahías lucían paredes encaladas y puertas y ventanas azules, de nuevo el modelo egeo. En efecto, en un promontorio en los acantilados se levantaba un pequeño templo dórico, cuadrado y orgulloso. Amarrados en las bahías había balandros, barcas de pesca y botes. Sax señaló un molino de viento en una colina en la cual pastaba un rebaño de llamas.

—Parece una vida tranquila.

Empezaron a hablar de los nativos, sin crispación. De Zo, de los hombres salvajes y su extraña existencia de cazadores-recolectores, de los nómadas agrícolas, que trabajaban como temporeros siguiendo las cosechas aunque eran los dueños de las granjas, de la fertilización cruzada de todos esos estilos de vida; de los nuevos asentamientos terranos que se hacían un hueco en el paisaje, del creciente número de ciudades portuarias. En el centro de la bahía descubrieron uno de los nuevos barcos-ciudad, islas flotantes con miles de habitantes. Aquélla era demasiado grande para entrar en el archipiélago de Oxia y parecía estar cruzando el golfo en dirección a Nilokeras o los fiordos del sur. Puesto que las tierras de Marte se consideraban ya demasiado pobladas y con demasiada frecuencia los tribunales frustraban la fundación de nuevos asentamientos, cada vez más gente se mudaba al mar del Norte y convertía aquellos barcos-ciudad en sus hogares.

—Visitémosla —dijo Ann—. ¿Es posible?

—No veo por qué no —contestó Sax, sorprendido—. No tendremos problemas para alcanzarla.

Hizo virar el catamarán hacia el sudoeste, ciñéndose mucho para impresionar a quienes lo observaban. En menos de una hora habían alcanzado el costado de la ciudad, un escarpe semicircular de unos dos kilómetros de largo y cincuenta metros de altura. El muelle, un poco por encima de la línea de flotación, tenía una especie de ascensor abierto al que subieron una vez que amarraron el barco.

Los llevó a la cubierta de la ciudad, casi tan ancha como larga, con la zona central ocupada por una granja con algunos arbolitos que impedían ver lo que había del otro lado. Una especie de calle arcada recorría el perímetro de la cubierta, flanqueada de edificios de dos a cuatro pisos, los exteriores coronados por mástiles y molinos de viento, los interiores abiertos a amplios espacios ocupados por parques y plazas que se extendían hasta los cultivos y arboledas de la granja y un gran estanque de agua dulce. Una ciudad flotante muy semejante a las ciudades amuralladas de la Toscana renacentista en apariencia, pero extraordinariamente pulcra y ordenada. Una pequeña comisión de ciudadanos los recibió en la plaza que dominaba el muelle, y cuando descubrieron la identidad de los visitantes se entusiasmaron. Insistieron en que los acompañaran a una comida y les ofrecieron un paseo concertado por el perímetro de la ciudad, o «hasta donde lo deseen, porque es un buen trecho».

Con cinco mil habitantes, aquélla era una ciudad pequeña, y desde su botadura había sido autosufíciente.

—Cultivamos casi todo lo que consumimos y pescamos lo que falta. Ahora hay discusiones con otros barcos-ciudad a propósito de la sobreexplotación de algunas especies. Practicamos la policultura perenne, plantamos nuevas cepas de maíz, girasoles, soja y otras cosas, todo sembrado y cosechado robóticamente, porque cosechar es una labor dura. En resumidas cuentas, hemos conseguido la tecnología necesaria para pasar la recolección en casa. También hay a bordo mucha industria casera. Tenemos bodegas, allí pueden ver los viñedos, y también destiladores de coñac. Eso lo hacemos artesanalmente. Y semiconductores especiales y una famosa tienda de bicicletas.

—Por lo general navegamos por el mar del Norte. A veces se levantan violentas tempestades, pero con nuestro tamaño las aguantamos sin demasiadas dificultades. Muchos llevamos aquí desde que se inauguró la ciudad, hace diez años. Es una forma de vida estupenda, y el barco te da todo lo que necesitas. Aunque de cuando en cuando viene bien tomar tierra. Amarramos en Nilokeras cada Ls cero para las fiestas de primavera. Vendemos nuestros productos, compramos lo que necesitamos y pasamos toda la noche de fiesta. Y luego, de vuelta al mar.

—Sólo utilizamos sol y viento, y un poco de pescado. Los tribunales medioambientales nos respetan porque nuestro impacto es mínimo. La población del área del mar del Norte habría crecido si nos hubiésemos quedado en tierra. Ahora hay cientos de barcos-ciudad.

—Miles. Y las ciudades con astilleros y los puertos que visitamos se benefician.

—¿Creen que éste es un buen método para acoger una parte del exceso de población de la Tierra? —preguntó Ann.

—En efecto, uno de los mejores. Es un gran océano y podría albergar muchos barcos como éste.

—Siempre que no dependan demasiado de la pesca. Continuaron con el paseo y Sax le dijo a Ann:

—Ésta es otra razón por la que no vale la pena forzar una crisis con respecto a la inmigración.

Ann no contestó. Miraba las aguas bruñidas por el sol, y luego los mástiles, veinticuatro, cada uno con su vela cangreja. La ciudad parecía un iceberg tabular conquistado por la tierra. Una isla flotante.

—Hay tantas clases de nomadismo —comentó Sax—. Por lo visto muy pocos nativos sienten la necesidad de instalarse en un lugar.

—Igual que nosotros.

—Touché. Pero me pregunto si eso implica una cierta inclinación hacia el rojo, si entiendes a qué me refiero.

—Pues la verdad es que no. Sax trató de explicarse.

—En general los nómadas toman lo que la tierra ofrece, sin alterarla. Se desplazan y viven de los frutos de la estación. Y los nómadas marinos con mayor razón, dado que el mar se muestra refractario a buena parte de los intentos por cambiarlo.

—Excepto los de quienes intentan regular su nivel o el contenido de sales. ¿Sabes algo de ellos?

—Sí, pero no creas que tendrán mucha más suerte. La mecánica de la salinización apenas se conoce.

—Si tienen éxito muchas especies de agua dulce morirán.

—Así es. Pero las de agua salada estarán en su salsa.

Cruzaron la ciudad por el centro para visitar la plaza que dominaba el muelle, pasando entre largas hileras de parras podadas en forma de T de un metro de altura; de la maraña de ramas horizontales colgaban racimos de uvas de color índigo y heléchos. Más allá de los viñedos el suelo aparecía cubierto de una mezcla de plantas, una especie de pradera atravesada por numerosos senderos angostos.

En un restaurante que daba a la plaza los invitaron a comer pasta con gambas, y la conversación abordó infinidad de temas. De pronto uno de los cocineros salió corriendo de la cocina señalando su consola de muñeca: se habían producido incidentes en el ascensor espacial. Las tropas de la UN que compartían las labores aduaneras en Nuevo Clarke habían tomado la estación y habían enviado a la policía marciana abajo; los acusaban de corrupción y decían que la UN se haría cargo de la administración del extremo superior del ascensor a partir de ese momento. El Consejo de Seguridad de la UN se apresuró a asegurar que sus agentes locales habían actuado con exceso de celo, pero no invitaban a los marcianos a regresar al ascensor. Para Sax no era más que una cortina de humo.

—¡Madre mía! —exclamó—. Me temo que Maya estará furiosa. Ann puso los ojos en blanco.

—Eso no es precisamente lo más importante, si quieres saber mi opinión. —Parecía afectada y, por primera vez desde que la encontrara en la caldera de Olympus, inmersa en la situación, sin su habitual distanciamiento. No era para menos. Incluso los marinos estaban visiblemente turbados, aunque, como Ann, hubiesen parecido ajenos a las circunstancias que imperaban en tierra. Las noticias habían invadido las conversaciones y los había arrojado al mismo tema: agitación, crisis, la amenaza de guerra. Las voces reflejaban incredulidad, los rostros, furia.

Sus compañeros de mesa los miraban, deseosos de conocer su reacción.

—Tendrían que hacer algo respecto a esto —dijo uno de sus guías.

—¿Por qué nosotros? —replicó Ann con acidez—. Son ustedes quienes tendrían que hacer algo. Ustedes son los responsables ahora. Nosotros sólo somos un par de viejos issei.

El comentario los desconcertó. Uno hasta se echó a reír. El que había hablado meneó la cabeza.

—Eso no es cierto. Pero tiene razón, nos mantendremos a la expectativa y decidiremos cómo actuar de acuerdo con los demás barcos-ciudad. Cumpliremos con nuestra obligación. Lo que he querido decir es que la gente los observará para ver qué hacen ustedes. No se puede decir lo mismo de nosotros.

Ann calló ante la sensatez del comentario. Sax siguió comiendo, mientras pensaba frenéticamente. Descubrió que necesitaba hablar con Maya.

La cena continuó a trancas y barrancas; todos intentaban recuperar el ambiente de normalidad. Sax reprimió una sonrisa; podría haber una crisis interplanetaria, pero mientras tanto había que terminar la cena con estilo. Y aquellos marinos no parecían personas que se preocuparan por el sistema solar en su conjunto. Los ánimos se recobraron y durante los postres celebraron la presencia de Russell y Clayborne entre ellos. Y con las últimas luces del día ellos dos se disculparon y fueron escoltados hasta su cuarto. Las olas del golfo eran mucho mayores de lo que les parecido desde la cubierta.

Zarparon en silencio, sumidos en sus pensamientos. Sax se volvió y contempló la ciudad, pensando en lo que había visto ese día. Parecía una forma de vida placentera. Pero había algo que le inquietaba… persiguió el pensamiento y al final de la rápida carrera de obstáculos consiguió atraparlo y retenerlo. Ya no sufría apagones y eso lo satisfacía enormemente, aunque el contenido de aquel pensamiento en particular fuera bastante melancólico. ¿Debía compartirlo con Ann? ¿Era posible expresarlo con palabras?

—A veces lamento… cuando veo a esos marinos y la vida que llevan, me parece una ironía que estemos al borde de una edad de oro… —lo estaba diciendo, pero se sentía estúpido— que empezará cuando nuestra generación haya muerto. Hemos trabajado para hacerla realidad durante toda la vida, pero estamos condenados a morir antes de que llegue.

—Como Moisés a las puertas de Israel.

—¿Sí? ¿No entró? —Sax meneó la cabeza.— Esas viejas historias… — Unían tantas cosas, como ocurría en el corazón de la ciencia, como los relámpagos perceptivos durante un experimento cuando todos sus misterios se aclaraban y uno comprendía algo.— Bueno, pues puedo imaginar cómo se sintió. Es frustrante, ¡a veces siento tanta curiosidad! Por la historia que no conoceremos, por el futuro después de nuestra muerte y todo lo que reserva. ¿Me comprendes?

Ann lo miraba fijamente. Al fin dijo:

—Todo muere en un momento u otro, y me parece mejor morir pensando que vas a perderte una edad dorada que pensando que dejas a tus descendientes expuestos a toda clase de deudas letales. Eso sería deprimente. Ahora al menos sólo tenemos que lamentarnos por nosotros mismos.

—Tienes razón.

La que había dicho aquello era Ann Clayborne. Sax se sintió arrebolado. La acción de los capilares producía sensaciones muy agradables.

Regresaron al archipiélago de Oxia y navegaron entre las islas. Hablando mucho, comían en la cabina y dormían en habitaciones distintas, uno en el casco de estribor, el otro, en el de babor. Una mañana que soplaba un ligero viento de la costa, fresco y fragante, Sax dijo:

—Sigo preguntándome si será posible crear una especie de ideología parda.

Ann lo miró.

—¿Y dónde está el rojo?

—Pues en el deseo de mantener estables las cosas. De mantener grandes extensiones de tierra sin mancillar. En la areofanía.

—Eso siempre ha sido verde. Suena verde con un ligero toque rojo, en mi opinión. Los Caquis.

—Supongo que tienes razón. Eso vendría a ser la coalición de Irishka y Marte Libre, ¿no? Pero también Ocres tostados, Sienas, Alizarinos, Rojos indios.

—Me parece que los rojos indios no existen —dijo ella, y soltó una carcajada sombría.

También reían con frecuencia, aunque el humor expresado fuera a menudo mordaz. Una noche él estaba en su camarote y ella en cubierta, cerca de la proa de babor, y la oyó reír en voz alta. Salió deprisa, pensando que se reía por la aparición del Pseudofobos (muchos lo llamaban Fobos a secas), que volvía a subir velozmente por el oeste, como antaño. Las lunas de Marte volvían a recorrer la noche como patatas grises, no demasiado distinguidas, pero de todos modos allí. Como aquella risa sombría al verlas.

—¿Crees que lo del ascensor va en serio? —preguntó Ann una noche cuando se retiraban a sus camarotes.

—No lo sé. A veces creo que sólo se trata de un gesto amenazador, porque si no… carecería de toda lógica. Saben que Clarke es muy vulnerable.

—A Kasei y Dao no les resultó tan fácil.

—No, pero… —Sax no quería decirle que habían frustrado aquel intento, pero temió que ella lo leyera en su silencio.— El grupo de Da Vinci emplazó un complejo de láser en la caldera de Arsia Mons, tras una cortina de roca en la pared norte; si lo activamos, el cable se fundirá justo en el punto areosincrónico. Ningún sistema defensivo podría impedirlo.

Ann lo miraba con incredulidad y él se encogió de hombros. No era personalmente responsable de las iniciativas de Da Vinci, aunque todos lo creyeran.

—Pero derribar el cable causaría muchas víctimas —dijo ella meneando la cabeza.

Sax recordó que Peter había logrado sobrevivir a la caída del primer cable saltando al espacio. Lo habían rescatado por casualidad. Tal vez Ann no estaría dispuesta a tolerar la inevitable pérdida de vidas.

—Es cierto, pero podría hacerse y apostaría a que los terranos lo saben.

—Entonces puede ser sólo una amenaza.

—Sí, a menos que quieran llegar más lejos.

Al norte del archipiélago de Oxia pasaron ante la bahía McLaughlin, el costado oriental de un cráter sumergido. Al norte estaba Punto Mawrth, y detrás de éste la entrada al fiordo Mawrth, uno de los más largos y angostos. Navegar por él significaba virar continuamente, empujado por los vientos traicioneros que remolineaban entre las escarpadas y sinuosas paredes, pero Sax se arriesgó porque era un fiordo hermoso, en el extremo de un canal de desagüe profundo y angosto que se ensanchaba hacia el interior. Con aquella visita esperaba mostrarle a Ann que la existencia de los fiordos no significaba forzosamente la inundación de los canales de desagüe; Ares y Kasei conservaban también largos cañones por encima del nivel del mar, igual que Al-Qahira y Ma'adim. Pero no dijo nada de esto y Ann no hizo comentarios.

Después de maniobrar en Mawrth se dirigió al oeste. Para salir del golfo de Chryse e internarse en la región de Acidalia del mar del Norte era preciso costear un largo brazo de tierra que llamaban la península de Sinaí, una prolongación del extremo occidental de Arabia Terra que penetraba en el océano. El estrecho que conectaba el golfo de Chryse con el mar del Norte tenía quinientos kilómetros de ancho, pero de no ser por la península de Sinaí habrían sido mil quinientos.

Navegaron hacia el oeste con el viento a favor durante días. Retomaron muchas veces la discusión sobre el significado de ser pardo.

—Tal vez habría que llamar azul a la combinación —dijo Ann una noche contemplando las aguas—. El pardo no es demasiado atractivo y apesta a compromiso. Quizá debiéramos pensar en algo del todo nuevo.

—Quizá.

Por la noche, después de cenar y de pasar un rato mirando las estrellas en la agitada superficie del mar, se daban las buenas noches y se retiraban a sus respectivas cabinas, y la IA dirigía la travesía nocturna esquivando los ocasionales icebergs que empezaban a aparecer en aquellas latitudes, empujados por las corrientes marinas.

Una mañana Sax se despertó temprano, sacudido por una fuerte ola que había hecho oscilar su cama, y que antes de despertar había interpretado como un gigantesco péndulo que lo llevaba de un lado a otro. Se vistió con dificultad y subió, y Ann, en las drizas, gritó:

—¡Parece que el mar de fondo y la marejada han entrado en un patrón de interferencia positiva!

—¿En serio? —Intentó llegar a ella, pero una brusca subida del barco lo aplastó contra un asiento.— ¡Oh!

Ann rió. Sax se agarró al pasamanos y se impulsó hasta donde ella estaba. Comprendió de inmediato lo que Ann había querido decir: había un fuerte viento, de unos sesenta y cinco kilómetros por hora, que ululaba en los aparejos del barco. El mar espumeaba y el sonido del viento sobre las aguas agitadas era muy distinto del que habría producido sobre la roca: allí habría sido un penetrante aullido, pero aquí, sobre millones de burbujas que estallaban, originaba un profundo y sólido bramido. Las olas aparecían coronadas de cabrillas y la espuma ocultaba las grandes colinas del mar de fondo. El cielo tenía un sucio color ocre, opaco y ominoso, y el sol parecía una pálida moneda; se difundía una oscuridad, aunque no había nubes. Partículas en suspensión: una tormenta de polvo. Las olas eran enormes, tardaban una eternidad en subirlas pero las bajaban a velocidad de vértigo. La interferencia positiva señalada por Ann doblaba el tamaño de algunas olas. El agua que no espumeaba adquirió el opaco color del cielo, pero más oscuro, aunque seguía sin verse una sola nube, únicamente aquel color siniestro, semejante al del aire asfixiado de polvo de la Gran Tormenta. El sordo bramido ganó intensidad; unos hilachos de hielo cubrieron el mar, la capa más gruesa de cristales de hielo que llamaban nilas. Y pronto las aguas volvieron a encresparse.

Sax bajó a la cabina y estudió el informe meteorológico de la IA. Un viento katabático encauzado por Kasei Vallis soplaba sobre el golfo de Chryse. Un aullador, como dirían los aviadores de Kasei. La IA tenía que haberles advertido, pero, como muchas tormentas katabáticas, se había formado en apenas una hora y era un fenómeno muy localizado, y sin embargo muy poderoso; el barco estaba atrapado en una montaña rusa y oscilaba bajo los martillazos del aire. El viento parecía aplastar las olas, pero las subidas y bajadas del barco demostraban que no las había vencido, que se ocultaban bajo la espuma. La velamástil se había replegado casi por completo. Sax se inclinó para examinar la IA; el volumen del busca estaba al mínimo, así que quizá sí había intentado avisarlos.

Las borrascas se formaban muy deprisa. La cercanía de los horizontes, a cuatro kilómetros, no favorecía la prevención, y los vientos en Marte no habían menguado con el espesamiento de la atmósfera. El barco se estremeció; parecía avanzar entre fragmentos de hielo. Quizá la superficie del mar se hubiese helado durante la noche, pero la espuma no permitía confirmarlo. De cuando en cuando sentían el impacto inconfundible de los pequeños témpanos que habían cruzado el Estrecho de Chryse arrastrados por la corriente del norte, que ahora los empujaba hacia la costa sur de la península de Sinaí. Y ellos seguían el mismo camino.

Tuvieron que tender la cubierta transparente de la cabina, y bajo su impermeabilidad entraron en calor de inmediato. Seguramente sería todo un aullador, ya que Kasei Vallis encauzaba poderosos chorros de aire. La IA dio un listado de velocidades del viento en Santorini que estaban entre los ciento ochenta y los doscientos veinte kilómetros por hora, que no disminuirían durante el cruce del golfo. De todas maneras, una corriente de ciento sesenta kilómetros por hora era un buen viento, que parecía desintegrar la superficie del agua, aplastando las crestas de las olas o desgarrándolas. El barco se preparaba para hacer frente a la situación: el mástil se plegaba, la cabina estaba cubierta, se aseguraban las escotillas y del ancla surgió algo parecido a una manga submarina que restó velocidad al barco y mitigó los impactos de los témpanos, más frecuentes ahora, pues se amontonaban a sotavento. Con los dos cascos sumergidos, el barco se estaba convirtiendo en una especie de submarino que se mantenía ligeramente por debajo de la superficie. Los materiales podían soportar acometidas mucho más vigorosas que la de aquella borrasca y la de cualquier iceberg. Mientras se sacudía con violencia sujeto a la silla por los arneses Sax se dijo que el punto débil de todo aquel dispositivo eran los cuerpos. El catamarán subió una ola, descendió vertiginosamente, embistió un témpano y Sax fue sacudido hasta quedar sin aliento. Sin duda corría el riesgo de encontrar una muerte muy desagradable, órganos internos dañados por los cinturones de seguridad; pero si se soltaban rebotarían por la cabina, chocarían entre sí o contra algo agudo, y algo se rompería o reventaría. Era una situación insostenible. Quizá los arneses de la cama fueran más suaves, pero las deceleraciones cuando el barco chocaba contra las masas de hielo eran tan bruscas que dudaba de la conveniencia de la posición horizontal.

—¡Veré si puedo conseguir que la IA nos lleve a la bahía Arigato! —le gritó a Ann en el oído. Ella asintió, y Sax gritó las instrucciones en el receptor. Con todas aquellas sacudidas era imposible oír los motores del barco, pero un ligero cambio del ángulo con respecto al mar de fondo lo convenció de que habían incrementado la potencia para adaptarse a las exigencias de la IA, que intentaba llevarlos más al oeste.

Cerca de la punta de la península de Sinaí, en la cara meridional, un cráter inundado, el Arigato, formaba una bahía, sesenta grados de su circunferencia, que miraba al sudoeste. El viento y las olas venían también del sudoeste, de manera que la boca de la bahía, poco profunda, sería un hervidero de aguas embravecidas difícil de salvar. Pero una vez que hubieran penetrado en ella, el borde del cráter los protegería del mar de fondo y del viento, sobre todo si se refugiaban tras el cabo occidental. La carta de navegación indicaba que sólo tenía diez metros de profundidad, y sin duda el oleaje de fondo chocaría contra ella. Sin embargo, para un barco que se convertía en submarino (en menos de dos metros de agua) salvar las rompientes no debería representar un problema. La IA parecía considerar sus instrucciones dentro del dominio de lo posible, pues el barco había recogido el ancla y con sus pequeños pero poderosos motores se impulsaba hacia la bahía invisible, puesto que nada podía distinguirse en aquel aire sucio.

Así pues, se aferraron a las barandillas y aguardaron en silencio. Había poco que decir y el aullido estruendoso del viento dificultaba la comunicación. Tenían los brazos cansados pero no les quedaba más remedio que seguir agarrados. A pesar de la incomodidad y de la incertidumbre sobre lo que les depararía la entrada de la bahía, era una experiencia extraordinaria contemplar cómo el viento pulverizaba la superficie del agua.

Poco después (aunque la IA indicaba que habían transcurrido setenta y dos minutos) Sax divisó tierra, una oscura cresta que asomaba entre la espuma a sotavento. Eso probablemente significaba que estaban bastante cerca, pero la tierra desaparecía delante y reaparecía más al oeste: la entrada de la bahía Arigato. El timón se movió junto a su rodilla y notó un cambio en el curso del barco. Por primera vez pudo oír el zumbido de los pequeños motores situados en la popa de los cascos. Los impactos del hielo arreciaron y tuvieron que agarrarse con fuerza. El oleaje de fondo aumentaba y el viento hendía las crestas. En medio de la espuma Sax distinguió porciones de agua helada y grandes icebergs, transparencias azules, verde jade, aguamarina, carcomidos, irregulares, lustrosos. El oleaje debía de haber amontonado una buena cantidad de hielo en la boca de la bahía; si estaba obstruida por el hielo y las olas rompían contra él sería una travesía arriesgada. Gritó un par de preguntas a la IA, pero las respuestas no le parecieron satisfactorias: el barco aguantaría cualquier impacto, pero los motores no tenían potencia para atravesar hielo compactado. Y el hielo se compactaba con mucha rapidez; pronto quedarían atrapados en aquella congregación de icebergs. Sus chirridos y explosiones se habían unido al insoportable bramido de la tormenta. A esas alturas parecía que ya no podrían salir ni siquiera a mar abierto. Aunque Sax no deseara exponerse de nuevo al embate de unas olas cada vez más embravecidas que podían partir el barco, el inesperado grosor del hielo en la boca de la bahía le obligaba a considerar el mar abierto como la mejor opción, que ahora parecía cerrada. Por lo tanto, los esperaba una buena paliza.

Ann parecía incómoda en su arnés y se aferraba a la barandilla como a un clavo ardiendo, una visión que explicaba parte de la satisfacción mental de Sax: no parecía dispuesta a soltarse. Y se inclinó para poder gritarle al oído.

—¡No podemos seguir aquí! ¡Cuando nos cansemos, los porrazos nos destrozarán como a muñecos!

—¡Podemos atarnos a las camas! —gritó el.

Ella frunció el entrecejo con escepticismo. Y Sax reconoció que aquellos arneses seguramente no serían mucho mejores. Nunca los había probado y quedaba la cuestión de cómo amarrarse uno mismo.

El estrépito era increíble: la estridencia del viento, el bramido del agua, los estampidos del hielo. Las olas ganaban altura; el barco tardaba diez o doce segundos en alcanzar las crestas. Una vez arriba veían bloques de hielo que salían despedidos junto con la espuma y caían sobre otros bloques o, a veces, sobre la cubierta, incluso sobre la transparente y fina lámina de la cabina, con una fuerza que los estremecía de pies a cabeza.

Gritando como siempre Sax le dijo a Ann:

—¡Creo que ésta es una situación indicada para utilizar la función bote salvavidas!

—¿… bote salvavidas? Sax asintió.

—¡Este barco es su propio bote salvavidas! —gritó—. ¡Vuela!

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡Que vuela!

—¡Bromeas!

—¡No! ¡Se convierte en un… un dirigible! —Puso la boca en la oreja de Ann.— El casco y la quilla y la base de la cabina vacían el lastre y se llenan con el helio de los tanques de proa. Y se despliegan unos globos. Me lo explicaron en Da Vinci, pero nunca lo he visto. ¡Nunca pensé que tendría que utilizarlo! —Los de Da Vinci, ufanos de la versatilidad de su nuevo ingenio, le habían dicho que podía convertirse también en un submarino. Pero el hielo que se estaba acumulando desaconsejaba esa opción, y Sax no lo lamentaba; por alguna razón indeterminada, no le hacía gracia hundirse con el barco.

Ann se separó un poco para poder mirarlo, sorprendida.

—¿Sabes cómo hacerlo volar? —gritó.

—¡No!

Era de suponer que la IA se haría cargo de ello, si conseguía despegar antes de que fuese demasiado tarde. Sólo tenían que encontrar el panel de emergencia y pulsar las teclas adecuadas. Señaló el panel de control y entonces se inclinó para hablarle al oído, pero Ann se volvió inesperadamente y su cabeza le golpeó la nariz y la boca. Los ojos se le llenaron de lágrimas y la sangre manó de su nariz. Un impacto como el de dos planetesimales; sonrió y los labios se le rajaron aún más, un error doloroso. Se los lamió y saboreó su propia sangre.

—¡Te quiero! —gritó, pero ella no lo oyó.

—¿Cómo despegaremos? —preguntó Ann.

Él indicó el panel de control de nuevo, junto a la IA; el tablero de emergencia estaba protegido por una barra.

Si elegían escapar por aire habría un momento peligroso. Una vez que se movieran a la velocidad del viento el barco tendría que soportar muy poca presión, simplemente se deslizarían. Pero al despegar el aullador podía golpearlos con fuerza, y seguramente darían tumbos y eso podría inutilizar los globos y arrojar el barco de nuevo a las olas heladas o contra la masa de hielo. Ann también contemplaba esa perspectiva. Pero sucediera lo que sucediera, sería preferible a seguir expuestos a aquellos terribles impactos.

Ann lo miraba alarmada: debía de estar cubierto de sangre.

—¡Vale la pena intentarlo! —gritó.

Sax retiró la barra de protección del panel de emergencia y, con una última mirada a Ann, una mirada a los ojos con un contenido que no podía articular pero que era cálido, puso las manos sobre los mandos. Con un poco de suerte los controles de altitud aparecerían cuando llegara el momento. Se lamentó de no haber pasado más tiempo volando.

Cuando el barco alcanzaba la cresta de una ola, durante un momento, antes de volver a caer en el seno de la siguiente, quedaban sumidos en una suerte de ingravidez. En uno de esos momentos Sax accionó el interruptor. El barco cayó de todos modos, chocó como siempre contra los témpanos y de pronto saltó hacia arriba, flotó y se inclinó a sotavento, de modo que quedaron suspendidos de los arneses. Los globos estaban enredados sin duda, la próxima ola los haría pedazos; pero inesperadamente el barco empezó a avanzar sobre el hielo, el agua y la espuma, rozándolos apenas, y los dos pasajeros acabaron cabeza abajo. Después de un intervalo salvaje y agitado el barco se enderezó y empezó a oscilar como un gran péndulo, de un lado a otro, adelante y atrás, sin orden ni concierto, Ann y Sax sacudidos como trapos; el hombro de Sax se soltó del arnés y chocó con el de Ann; el timón le estaba destrozando la rodilla y se agarró a él; un nuevo bandazo y se aferró a Ann, y al fin parecieron dos hermanos siameses abrazados, esperando que sus huesos se rompieran. Se miraron durante un segundo, con las caras muy próximas, ensangrentadas por los cortes o por la herida de la nariz de Sax. Ella tenía una expresión impasible. De pronto salieron disparados hacia el cielo.

Le dolía la clavícula, donde la frente o el codo de Ann lo habían golpeado, pero volaban, torpemente abrazados. Y cuando el barco aceleró hasta igualar la velocidad del viento, la turbulencia disminuyó enormemente. Los globos parecían estar conectados al extremo del mástil. Y justo cuando Sax esperaba mantener una estabilidad semejante a la de los zepelines el barco salió disparado de nuevo hacia arriba y el horrible zarandeo se reanudó. Una corriente ascendente, no había duda. Seguramente estaban sobrevolando tierra y era más que probable que los hubiera absorbido un cúmulo de tormenta, como si fueran una bola de granizo. En Marte había cúmulos de diez kilómetros de altura, a menudo alimentados por los aulladores desde el lejano sur, y las bolas de granizo pasaban mucho tiempo subiendo y bajando por aquellas nubes. Algunas veces habían caído pedriscos del tamaño de las antiguas bolas de cañón que habían devastado cosechas e incluso matado personas.

Si subían demasiado morirían por la altitud, como aquellos primeros viajeros en globo franceses; ¿no les había ocurrido eso a los Montgolfier? Sax no se acordaba. No dejaban de ascender, rasgando el viento y una bruma rojiza que les impedía ver…

¡Bomm! Dio un salto y el cinturón de seguridad le lastimó. Un trueno. Rodaba alrededor con sus poderosos ciento treinta decibelios. Apretada a él, Ann parecía desmayada, y Sax le retorció la oreja e intentó volverle la cabeza.

—¡Eh! —gritó ella, aunque pareció un susurro en medio del bramido del viento.

—Perdona —dijo él, aunque tuvo la certeza de que no le oía.

Estaban girando otra vez, pero con escasa fuerza centrífuga. El barco chirriaba con el empuje ascendente del viento. De pronto se precipitaron y sintió un insoportable dolor en los tímpanos. Volvieron a subir y fue como si arrancaran dolorosamente unos tapones de sus oídos. Se preguntó qué altura alcanzarían; seguramente morirían por el aire tenue, aunque quizá los técnicos de Da Vinci se habían acordado de presurizar la cabina. Lamentó no haber estudiado previamente el funcionamiento de aquel dirigible improvisado, o al menos el sistema de ajuste de altitud. Aunque poco podía hacerse contra la fuerza de aquellas corrientes ascendentes y descendentes. Un súbito repiqueteo de granizo contra la cubierta de la cabina. En el panel de emergencia había unas pequeñas palancas; en un momento de relativa calma se las arregló para leer la terminal informativa. Altitud… No era obvio, desde luego. Trató de calcular cuánto podía subir el barco antes de que su peso lo estabilizara, un asunto complicado puesto que ignoraba el peso y la cantidad de helio consumida. Una turbulencia los vapuleó de nuevo. Arriba, abajo, arriba, otra vez abajo, un largo descenso. Sax tenía el corazón en un puño y el dolor de la clavícula era insoportable. La nariz no dejaba de sangrarle y cuando ascendían le faltaba el aire. Se preguntó de nuevo a qué altitud estarían y si seguían ascendiendo, pero desde la cabina no se veía nada más que polvo y nube. De todos modos no creía que llegara a desmayarse. Ann seguía a su lado, inmóvil, y quiso tirarle de la oreja otra vez para ver si estaba consciente, pero no pudo mover el brazo. Le dio un codazo en el costado y ella le respondió con otro. Si el codazo había sido tan fuerte como el que ella le había devuelto tendría que intentar ser más gentil en el siguiente. Probó con uno más suave, y recibió uno menos violento. Quizá podían recurrir al sistema Morse, él lo había aprendido de niño, no sabía por qué, y ahora su memoria renacida lo oía claramente, cada punto y cada raya. Pero quizás Ann lo desconocía, y no era momento para lecciones.

El violento viaje se prolongó tanto que perdió la noción del tiempo. En un determinado momento el ruido disminuyó y tuvieron ocasión de intercambiar unos gritos, pero había poco que decir.

—¿Estamos en un cúmulo tormentoso?

—¡Sí!

Ella señaló abajo con un dedo. Se veían unas manchas rosadas. Descendían rápidamente y los tímpanos estaban matando a Sax. La nube los escupía como si fueran granizo. Rosado, pardo, orín, ámbar, ocre. Sí, la superficie del planeta, no muy distinta de como se veía desde el espacio. Recordó que Ann y él habían bajado al planeta en el mismo vehículo.

El barco atravesaba velozmente la base de la nube en medio del granizo y la lluvia, pero el helio podía devolverlos al interior de la nube. Accionó una palanca que parecía la apropiada y empezaron a bajar. Ese par de palancas parecía bastar para subir o bajar. Reguladores de altitud.

Descendían. Al rato el aire se aclaró. Volaban sobre crestas melladas y mesas; ésa debía de ser Cydonia Mensa, en Arabia Terra. No era el mejor lugar para aterrizar.

Pero la tormenta continuó arrastrándolos y pronto se encontraron sobre las llanuras de Arabia, al este de Cydonia. Tenían que bajar y deprisa, antes de que acabaran en el mar del Norte, que seguramente estaría tan lleno de hielo como el golfo de Chryse. Debajo se extendía una colcha de campos y huertas, canales de irrigación y corrientes sinuosas flanqueadas de árboles. Parecía que había estado lloviendo mucho, la tierra estaba mojada y el agua se acumulaba en estanques, canales, pequeños cráteres y en las zonas bajas de los campos. Las viviendas se apiñaban en pequeñas aldeas y en los campos sólo había establos, graneros, abrevaderos. Un paisaje encantador y muy llano. Había agua por todas partes. Seguían bajando, pero con mucha lentitud. Las manos de Ann mostraban un blanco azulado con las últimas luces de la tarde, igual que las suyas.

Estaba muy cansado, pero trató de sobreponerse. El descenso sería importante. Asió la palanca con energía.

Sobrevolaron una hilera de árboles y luego un ancho campo en cuyo extremo el agua llenaba los surcos. Más allá había un huerto. Un aterrizaje en terreno fangoso no estaría nada mal. Pero se desplazaban horizontalmente muy deprisa y a unos diez o quince metros del suelo. Ajustó la altura y vio que los cascos se inclinaban hacia adelante como delfines que se sumergen, y de pronto la tierra se acercó y el barco se arrastró ruidosamente y por último embistió una hilera de árboles jóvenes y se detuvo. Un hombre y varios niños corrieron hacia ellos con caras llenas de asombro.

Sax y Ann se incorporaron con dificultad, y luego él abrió la cabina. Un agua parda y cálida invadía la cubierta. La tarde era ventosa y la bruma se extendía por la campiña árabe. Ann, con la cara mojada y los cabellos erizados, como si la hubiesen electrocutado, esbozó una sonrisa torcida.

—Buen trabajo —comentó.

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