CUARTA PARTE Tierra verde

En la Tierra, mientras tanto, la gran marea lo dominaba todo.

Violentas erupciones volcánicas bajo el casquete de hielo de la Antártida Occidental habían provocado la inundación. La tierra cubierta por el hielo, con un relieve de cuencas y cordilleras semejante al de Norteamérica, se había hundido hasta quedar bajo el nivel del mar debido al peso del hielo. Al iniciarse las erupciones, la lava y los gases fundieron el hielo y originaron vastos desprendimientos de tierra; al mismo tiempo, el agua del océano penetró bajo el hielo en varios puntos de la línea de varado, erosionándola con rapidez. Desestabilizadas y fragmentadas, las banquisas del Mar de Ross y del Mar de Ronne se resquebrajaron y enormes islas de hielo empezaron a alejarse, arrastradas por las corrientes oceánicas. El proceso avanzó acelerado por la turbulencia. En los meses que siguieron a las primeras fracturas importantes, el Mar Antártico se llenó de inmensos icebergs tabulares, y el enorme desplazamiento de agua elevó el nivel del mar en todo el planeta. El agua continuó precipitándose en la cuenca del continente antártico, otrora ocupada por el hielo, y arrancó el hielo restante pedazo a pedazo hasta que el casquete desapareció por completo, reemplazado por un mar poco profundo y agitado por las continuas erupciones submarinas, comparables en severidad a las Deccan trapps de finales del Cretáceo.

Un año después del inicio de las erupciones, la superficie de la Antártida se había reducido casi a la mitad: la Antártida Oriental tenía forma de medialuna y la Península Antártica parecía una Nueva Zelanda helada; en medio, un mar poco profundo, borboteante y salpicado de icebergs. Y en el resto del planeta, el nivel del mar había subido siete metros.

La humanidad no había sufrido una catástrofe natural de tal magnitud desde la última edad glacial, diez mil años antes. Y esta vez no afectaba solamente a unos cuantos millones de cazadores-recolectores nómadas, sino a quince mil millones de hombres civilizados que vivían en un precario edificio sociotecnológico que ya antes corría grave riesgo de derrumbamiento. Todas las grandes ciudades costeras estaban inundadas, y países enteros, como Bangladesh, Holanda y Belice, habían sido anegados. Los infortunados que vivían en esas zonas bajas por lo general habían tenido tiempo de trasladarse a lugares más elevados, porque el vehículo de la calamidad no era un maremoto sino una marea, y allí estaban, entre el diez y el veinte por ciento de la población mundial, refugiados.

Huelga decir que la sociedad humana no estaba preparada para afrontar esa situación. Aun en la mejor de las épocas no habría resultado sencillo, y los primeros años del siglo XXII no habían sido precisamente la mejor de las épocas. La población seguía creciendo, los recursos se agotaban, los conflictos entre pobres y ricos, gobiernos y metanacionales, se recrudecían: el desastre había sobrevenido en medio de una crisis.

Hasta cierto punto, la catástrofe canceló la crisis. Ante la desesperación, las luchas por el poder se recontextualizaron, y muchas resultaron ser imaginarias. Había poblaciones enteras en apuros, y todo lo relacionado con la propiedad y los beneficios palidecía. Las Naciones Unidas surgieron del caos como un ave fénix acuática y se convirtieron en la agencia distribuidora de los vastos recursos destinados a la emergencia: migraciones hacia el interior a través de fronteras nacionales, construcción de refugios, distribución de alimentos y material. Debido a la naturaleza de la labor, al énfasis en el rescate y el alivio, Suiza y Praxis se pusieron a la vanguardia en la colaboración con la UN. La UNESCO regresó de entre los muertos, además de la Organización Mundial de la Salud, India y China, las naciones devastadas mas grandes, ejercieron una poderosa influencia en la situación, porque la manera de afrontar el problema afectaría al resto del mundo. Las demás naciones se aliaron entre sí, y después con la UN, y sus nuevos aliados rechazaron la ayuda del Grupo de los Once y de las metanacionales en esos momentos estrechamente vinculadas a las actividades de la mayoría de los gobiernos del G-11.

En otros aspectos, sin embargo, la catástrofe exacerbó la crisis. Absortas antes en lo que los comentaristas habían dado en llamar metanatricidio, pugnando entre ellas por el dominio de la economía mundial, las metanacionales quedaron en una extraña posición cuando se produjo la inundación. Unos cuantos supercúmulos de metanacionales habían maniobrado para enseñorearse de las naciones industrializadas más importantes y absorber las raras entidades que aún estaban fuera de su control: Suiza, India, China, Praxis, las llamadas naciones del Tribunal Mundial… Ahora, con la mayor parte de la población de la Tierra haciendo frente a los efectos de la inundación, las metanacs luchaban principalmente por recuperar la preponderancia que habían tenido. En la imaginación popular aparecían ligadas a la inundación, unas veces como causa directa, otras, como pecadores castigados, un poco de pensamiento mágico muy conveniente para Marte y las fuerzas antimetanacionales, que intentaban aprovechar la ocasión para hacer pedazos a las metanacs. El Grupo de los Once y el resto de gobiernos industriales previamente asociados con las metanacs luchaban para mantener a sus poblaciones con vida, y por tanto no podían realizar muchos esfuerzos en ayuda de los grandes conglomerados. En todas partes, la gente abandonaba sus ocupaciones para colaborar en los trabajos de emergencia; las empresas propiedad de los trabajadores, al estilo de Praxis, estaban ganando popularidad, pues se hacían cargo de esas tareas y además ofrecían a todos sus miembros el tratamiento de longevidad. Algunas metanacionales consiguieron retener a sus trabajadores reconfigurándose según esa línea. La lucha por el poder continuó en muchos niveles, pero alterada por la catástrofe.

En ese contexto, Marte no les importaba mucho a la mayoría de los terranos. Aunque desde luego seguía proporcionándoles historias entretenidas y muchos maldecían a los marcianos como hijos ingratos que abandonaban a sus padres en la hora de la necesidad. Un ejemplo más de las muchas respuestas negativas a la inundación, que contrastaba con las igualmente numerosas respuestas positivas. Surgían héroes y villanos por todas partes esos días, y muchos veían a los marcianos como las ratas que abandonan el barco que se hunde. Otros los consideraban salvadores en potencia, pero de una manera imprecisa: otra pizca de pensamiento mágico, sin duda. Pero había algo esperanzador en el hecho de que se estuviese formando una nueva sociedad en el mundo vecino.

Mientras, al margen de lo que ocurriera en Marte, la población de la Tierra se esforzaba por hacer frente a la inundación, cuyos efectos incluían ahora rápidos cambios climáticos: las nubes, más densas, reflejaban más luz solar, lo que provocaba un descenso de las temperaturas y lluvias torrenciales, que a menudo arruinaban cosechas más que necesarias y que otras veces caían en lugares donde no eran habituales, como el Sahara, el Mojave, el norte de Chile; de esa manera, la inundación penetraba profundamente en el continente y sus efectos llegaban a todas partes. Y con la agricultura perjudicada por esas nuevas tormentas, el hambre se convirtió en una amenaza, lo que desalentó los propósitos de colaboración, puesto que al parecer el alimento no alcanzaría para todos, y los más cobardes empezaron a acaparar. En la Tierra entera reinaba la confusión, como en un hormiguero removido con un palo.

Ésa era la situación en el verano de 2128: una catástrofe sin precedentes, una crisis universal en marcha. Aquel mundo antediluviano que había quedado atrás como una pesadilla, reaparecía ahora bruscamente, pero en una versión aún más peligrosa. De la sartén al fuego; y algunos intentaban volver a la sartén mientras otros procuraban salir del fuego; y nadie sabía qué ocurriría.


Una abrazadera invisible ceñía a Nirgal, cada día más opresiva que el anterior. Maya gemía y se quejaba, pero Michel y Sax parecían no darle importancia. Michel estaba muy contento con el viaje y Sax concentraba su atención en los informes que le enviaban desde el congreso de Pavonis Mons. Vivían en la cámara rotatoria de la nave Atlantis, y durante los cinco meses de viaje dicha cámara aceleraría hasta que la fuerza centrífuga pasara del equivalente marciano al terrano, que conservaría durante casi la mitad del viaje. El método había sido desarrollado con los años para adaptar a los emigrantes que decidían regresar a casa, los diplomáticos que iban y venían y los pocos nativos marcianos que viajaban a la Tierra. Para todos era muy duro. Un número elevado de nativos había enfermado en la Tierra, y algunos habían muerto. Era importante permanecer en la cámara de gravedad, hacer los ejercicios indicados, ponerse las vacunas.

Sax y Michel hacían gimnasia en las máquinas y Nirgal y Maya se quedaban sentados en los benditos baños, compadeciéndose. Naturalmente, Maya disfrutaba de su miseria, como parecía disfrutar de todas sus emociones, incluyendo la rabia y la melancolía, mientras que Nirgal se sentía de veras mal: el espaciotiempo lo doblegaba con su cada vez más tortuoso torce, y cada célula de su cuerpo aullaba. Le asustaba el esfuerzo que le costaba simplemente respirar, la idea de un planeta tan inmenso. ¡Era casi increíble!

Trató de comunicarle su inquietud a Michel, pero éste parecía absorbido por la expectación, los preparativos, y Sax por los sucesos que se desarrollaban en Marte. A Nirgal le traía sin cuidado el congreso de Pavonis, le parecía que a la larga no tendría ninguna importancia. Los nativos de las tierras del interior habían vivido como habían querido bajo la UNTA, y continuarían haciéndolo bajo el nuevo gobierno. Era muy probable que Jackie se saliera con la suya y consiguiera la presidencia, lo cual ya sería bastante negativo. La relación entre ambos se había enrarecido hasta convertirse en una suerte de conexión telepática que a veces recordaba el antiguo y apasionado vínculo amoroso y otras una rencorosa rivalidad entre hermanos, o acaso las discusiones internas de un yo esquizoide. Tal vez eran gemelos; quién sabía qué clase de alquimia había utilizado Hiroko en los tanques… Pero no, Jackie había nacido de Esther, si es que eso probaba algo. Consternado, sentía a Jackie como su otro yo; un sentimiento que rechazaba, no deseaba la súbita aceleración de su corazón cada vez que la veía. Ésa era una de las razones por las que había decidido unirse a la expedición a la Tierra. Y ahora se estaba alejando de ella a una velocidad de cincuenta mil kilómetros por hora; pero ahí la tenía, en la pantalla, feliz por el desarrollo del congreso y por su intervención. Sin ninguna duda, ella sería uno de los siete integrantes del nuevo consejo ejecutivo.

—Ella cuenta con que la historia seguirá el curso habitual —comentó Maya mientras miraban las noticias sentados en los baños—. El poder es como la materia, tiene una gravedad propia y tiende a concentrarse. El poder local, repartido entre las tiendas… —Se encogió de hombros con un gesto irónico.

—Tal vez sea una nova —sugirió Nirgal. Ella rió.

—Sí, tal vez. Pero la concentración se produce siempre. En eso consiste la gravedad de la historia: el poder se aglutina en torno a un centro, y de cuando en cuando se produce una nova. Después, vuelta a concentrarse. Lo veremos también en Marte, fíjate en lo que digo. Y Jackie estará en el centro… —Estuvo a punto de añadir «la muy zorra», pero se contuvo por respeto a los sentimientos de Nirgal, y lo observó con los ojos entornados, preguntándose qué podría hacer con Nirgal que la favoreciera en la guerra ininterrumpida que mantenía con Jackie. Pequeñas novas del corazón.

Las últimas semanas con una g quedaron atrás, pero Nirgal no se sentía cómodo. Le asustaba el peso opresivo en su respiración y su pensamiento, y le dolían las articulaciones. Veía en las pantallas imágenes del diminuto mármol azul y blanco de la Tierra, que daba un aspecto aún más llano y muerto al botón de la Luna. Pero no eran más que imágenes en una pantalla, no significaban nada para él comparadas con sus pies doloridos y el latido presuroso de su corazón. Y de pronto un día el mundo azul floreció y ocupó las pantallas por completo: el claro contorno, el agua azul punteada por blancos remolinos nubosos, los continentes que asomaban entre las nubes como los pequeños jeroglíficos de un mito a medias recordado: Asia, África, Europa, América.

La rotación de la cámara de gravedad se interrumpió para el descenso final y el aerofrenado. Flotando, Nirgal, que se sentía incorpóreo, semejante a un globo, llegó a una ventana para verlo todo con sus propios ojos. A pesar del cristal y de los miles de kilómetros de distancia, los detalles se advertían con una asombrosa nitidez.

—El ojo tiene tanto poder —le dijo a Sax.

—Humm —murmuró éste, y se acercó a la ventana. Observaron la Tierra azul ante ellos.

—¿Tienes miedo alguna vez? —preguntó Nirgal.

—¿Miedo?

—Ya sabes… —Durante el viaje Sax no había estado en una de sus fases más coherentes; había que explicarle muchas cosas.— Miedo, aprensión. Temor.

—Sí, creo que sí. Tuve miedo, sí, no hace mucho. Cuando me descubrí… desorientado.

—Yo tengo miedo ahora.

Sax lo miró con curiosidad, y luego flotó hasta él y le apoyó una mano en el brazo, un gesto amable insólito en él.

—Estamos aquí —dijo.

Caían, caían. Había diez ascensores espaciales alrededor de la Tierra. Algunos eran lo que llamaban cables desdoblados, que se dividían en dos ramales que tocaban tierra al norte y al sur del ecuador, deplorablemente desprovistos de emplazamientos adecuados para los enchufes. Uno de los cables se bifurcaba hacia Virac, en las Filipinas, y Oobagooma, en Australia occidental, otro hacia Cairo y Durban. El cable por el que descendían ellos se dividía a unos diez mil kilómetros de la superficie terrestre, y la rama norte tocaba tierra cerca de Port of Spain, Trinidad, mientras que la sur lo hacía en Brasil, cerca de Aripuana, una ciudad que había crecido rápidamente en las márgenes de un tributario del Amazonas llamado Theodore Roosevelt.

Ellos tomarían la bifurcación norte, a Trinidad. Desde la cabina del ascensor se dominaba la mayor parte del hemisferio occidental, centrado sobre la Cuenca del Amazonas, donde las venas de agua parda atravesaban los pulmones verdes de la Tierra. Bajaban; en los cinco días que duró el descenso, el mundo fue aproximándose hasta que al fin lo llenó todo a sus pies, y la gravedad aplastante acabó de apresarlos en su puño de hierro y los estrujó sin piedad. La poca tolerancia a la gravedad que Nirgal hubiera podido desarrollar parecía haberse esfumado durante el breve regreso a la microgravedad, y ahora cada aliento suponía un esfuerzo. De pie ante la ventana y aferrado a la barandilla, vislumbró entre las nubes el azul luminoso del Caribe, los verdes intensos de Venezuela. El punto donde el Orinoco desaguaba en el mar parecía una mancha frondosa. El limbo del cielo se componía de bandas curvas de blanco y turquesa, y sobre él, el espacio oscuro. Todo era tan vivido. Las nubes eran como las marcianas, pero más densas y blancas. Tal vez la fuerte gravedad ejercía una presión adicional sobre su retina o sobre el nervio óptico, y por eso los colores aparecían más vivos y latían con tanta violencia. Y los sonidos eran más intensos.

Con ellos viajaban en el ascensor diplomáticos de la UN, asistentes de Praxis, representantes de los medios de comunicación, y todos esperaban que los marcianos les concedieran algo de tiempo para conversar. A Nirgal le costaba un gran esfuerzo prestarles atención. Todos parecían extrañamente ajenos a la posición que ocupaban en el espacio, a quinientos kilómetros de la superficie terrestre y cayendo velozmente.

El último día se hizo interminable. Ya habían entrado en la atmósfera y el cable los depositó en el cuadrado verde de Trinidad, en el enorme complejo de un enchufe ubicado junto a un aeropuerto abandonado cuyas pistas semejaban runas grises. La cabina del ascensor se hundió en la masa de hormigón, deceleró y al fin se detuvo.

Nirgal se soltó de la barandilla y echó a andar con cautela detrás de los otros, sintiendo en cada paso el peso de todo el cuerpo. Una cinta transportadora los depositó en el suelo de un edificio terrano. El interior del enchufe era igual al de Pavonis, incongruentemente familiar, porque el aire era salobre, denso, tórrido, resonante y pesado. Nirgal intentó dejar atrás las salas cuanto antes, deseoso de ver al fin el exterior. Mucha gente lo seguía, lo rodeaba, pero los asistentes de Praxis acudieron en su ayuda y le abrieron un pasillo entre la creciente multitud. El edificio era inmenso y por lo visto había perdido la oportunidad de tomar un tren subterráneo para salir. Pero delante veía una puerta luminosa. Mareado por el esfuerzo, la franqueó y salió a un resplandor cegador, una blancura inmaculada que apestaba a sal, vegetación, brea, estiércol, especias… como un invernadero desquiciado.

Los ojos se le fueron acomodando a la luz. En el cielo lucía un azul turquesa, como el de la franja central del limbo visto desde el espacio, pero más claro, que blanqueaba sobre las colinas y se acercaba al color del magnesio alrededor del sol. Unos puntos negros flotaban aquí y allá y el cable se elevaba hacia el cielo. El resplandor era demasiado intenso para mirar hacia arriba. Colinas verdes en la distancia.

Avanzó trastabillando hasta el coche descubierto que le indicaban, una antigualla pequeña y redonda con neumáticos de caucho. Un descapotable. Se quedó de pie en el asiento trasero, entre Maya y Sax, para ver mejor. Bajo la luz cegadora esperaban miles de personas, con pasmosos atavíos: sedas fluorescentes, rosados, púrpuras, verdes tornasolados, dorados, joyas, plumas, tocados varios…

—Es Carnaval —le explicó alguien desde el asiento delantero—; nos ponemos disfraces en Carnaval y también el Día del Descubrimiento, el día en que Colón llegó a la isla. Lo celebramos hace sólo una semana, y decidimos prolongar las fiestas hasta su llegada.

—¿En qué fecha estamos? —preguntó Sax.

—¡El día de Nirgal! Once de agosto.

El coche avanzó despacio por las calles atestadas de gente que aclamaba. Un grupito, vestido con las ropas que los nativos utilizaban antes de la llegada de los europeos, gritaba desaforadamente. Bocas rosadas y blancas en rostros cobrizos. Todos cantaban, y las voces mismas eran musicales. Los lugareños que iban en el coche hablaban como Coyote, y entre el público había quienes llevaban máscaras con el rostro de su padre, el rostro quebrado de Desmond Hawkins contraído en expresiones que ni siquiera él podría igualar. Y las palabras; Nirgal creía que en Marte había oído todas las posibles deformaciones del inglés, pero costaba seguir el discurso de los trinitarios; el acento, la dicción, la entonación… no sabría decir por qué. Sudaba profusamente pero seguía teniendo mucho calor.

El coche, incómodo y lento, avanzó entre muros de personas hasta llegar frente a un acantilado bajo. Más allá se extendía el barrio portuario, ahora anegado. Una sucia espuma se mecía y rodeaba los edificios; todo un barrio convertido en una piscina. Las casas semejaban gigantescos mejillones dejados al descubierto por la marea; algunas estaban medio derruidas y las olas entraban y salían por las ventanas; entre las casas había barcas de remos. Las barcas mayores estaban amarradas a farolas y postes de la electricidad más allá, donde desaparecían las construcciones. Más lejos aún, los barcos de pesca cabeceaban en el azul calcinado por el sol, con las velas tensas. Unas colinas verdes se elevaban a la derecha, formando una gran bahía abierta.

—Las barcas de pesca pueden navegar por las calles, pero las embarcaciones grandes amarran en los muelles de la bauxita, en Punto T; ¿alcanzan a verlo allá a lo lejos?

Cincuenta tonalidades distintas de verde en las colinas. Escamas y flores desparramadas por la carretera, plata y carmesí. Las palmeras, con la mitad del tronco bajo las aguas, habían muerto, y sus melenas marchitas amarilleaban. Marcaban la línea de la marea. Por encima de ella, el verde lo dominaba todo. Calles y edificios arrebatados por el hacha al mundo vegetal. Verde y blanco, como en su visión infantil, pero allí los dos colores primarios estaban separados, contenidos en un huevo azul de mar y cielo. ¡Estaban apenas por encima de las olas y sin embargo el horizonte estaba tan lejos! Una evidencia inmediata de la talla de aquel mundo. No le extrañaba que hubiesen creído que la Tierra era plana. El batir constante de las aguas espumosas en las calles, tan audible como las aclamaciones de la multitud, lo llenaba todo.

De pronto el olor de la brea predominó en el hedor.

—Vaciaron el lago de la Pez, junto a La Brea, y sólo quedó un agujero negro y un pequeño estanque que utilizamos los lugareños. El olor que ha traído el viento es el de una nueva carretera que bordea el agua.

Una carretera de asfalto en la que reverberaban espejismos. Gentes de cabellos negros se amontonaban en las márgenes de aquella carretera negra. Una joven se encaramó al coche para ponerle un collar de flores. El dulce perfume humano contrastaba con la irritante atmósfera salobre. Perfume e incienso, perseguidos por el tórrido viento vegetal, asfalto y especias. ¡El sonido metálico de los tambores, tan familiar en medio de los demás ruidos! ¡Allí tocaban música marciana! Los tejados del barrio anegado a su izquierda sostenían ahora unos patios destartalados. El hedor era semejante al de un invernadero corrompido: plantas podridas, una atmósfera opresiva y caliente, y un talco luminiscente que lo incendiaba todo. Tenía el cuerpo empapado de sudor. La gente aclamaba desde los tejados, desde las barcas, y el agua estaba cubierta de flores que la marea arrastraba de aquí para allá, y los cabellos de color azabache brillaban como quitina o joyas. En un muelle flotante de madera se amontonaban varias bandas musicales que tocaban diferentes melodías a la vez. Alfombras de escamas de pescado y pétalos de flores, puntos plateados, carmesíes y negros que flotaban. Las flores arrojadas por el gentío, arrastradas por el viento, ponían pinceladas de color en el cielo: amarillos, rosados y rojos. El conductor se volvió para hablarle, olvidándose al parecer de la carretera.

—Están oyendo a los dugla tocando música soaka, música de cacerolas. Una competición muy reñida, son las cinco mejores bandas de Port of Spain.

Cruzaron un barrio decrépito, evidentemente antiguo, de edificios con ladrillos desintegrados, coronados por techos de metal ondulado, o incluso de paja, todos antiquísimos, y pequeños, como sus ocupantes de piel cobriza.

—La zona de los hindúes, los negros de la ciudad. T y T los mezcla, eso es dugla.

La hierba cubría el suelo y aparecía en las grietas de las paredes, en los tejados, en los baches, en cualquier sitio que no hubiese sido alquitranado recientemente: una pujante marea de verde que se derramaba sobre la superficie del mundo, ¡presente hasta en el aire denso!

Dejaron atrás el viejo barrio y salieron a un ancho bulevar asfaltado flanqueado por grandes árboles y altos edificios de mármol.

—Los rascacielos de las metanacs parecían enormes cuando los construyeron, pero nada llega tan alto como el cable.

Sudor amargo, humo dulzón, el verde resplandeciente… tuvo que cerrar los ojos para no marearse.

—¿Se encuentra bien? —Los insectos zumbaban y el aire era tan tórrido que no podía determinar su temperatura, había desbordado su escala personal. Se sentó pesadamente entre Sax y Maya.

El coche se detuvo. Volvió a ponerse de pie con esfuerzo, y bajó del vehículo. Estuvo a punto de caer, porque todo oscilaba. Maya lo agarró del brazo. Nirgal se oprimió las sienes, respirando por la boca.

—¿Estás bien? —preguntó ella con brusquedad.

—Sí —contestó Nirgal y trató de asentir moviendo la cabeza.

Se encontraban en un complejo de toscos edificios nuevos. Madera sin pintar, hormigón, tierra apisonada cubierta ahora de pétalos aplastados. Gente por todas partes, la mayoría con disfraces de carnaval. El escozor del sol en los ojos no desaparecía. Lo condujeron a una tarima de madera, desde la que se dominaba el ruidoso gentío.

Una hermosa mujer de pelo negro, vestida con un sari verde ceñido por una faja blanca, presentó a los cuatro marcianos a la multitud. Las colinas que tenían detrás oscilaban como llamas verdes en el fuerte viento del oeste; hacía más fresco ahora y el aire se había llevado parte del hedor. Erguida ante micrófonos y cámaras, Maya parecía haber recuperado la juventud: empleaba frases cortas y tajantes que la muchedumbre recibía con vítores, una antífona, llamada y respuesta, llamada y respuesta. Una estrella de los medios de comunicación ante los ojos del mundo entero, carismática sin esfuerzo, que desarrollaba lo que a Nirgal le parecía el mismo discurso pronunciado en Burroughs en el momento álgido de la revolución, cuando había conseguido reunir a la muchedumbre en Princess Park.

Michel y Sax declinaron hablar y le indicaron a Nirgal que se enfrentara a la multitud y las verdes colinas que los elevaban hacia el sol. Durante un rato se quedó allí de pie, incapaz de escuchar sus pensamientos. Estática de vítores. El sonido denso en el aire aún más denso.

—Marte es un espejo —dijo al fin— en el que la Tierra contempla su propia esencia. El tránsito a Marte fue purificador, significó despojarse de todo lo que no era importante. Lo que llegó a Marte era terrano hasta la médula, y lo que ha ocurrido desde entonces ha sido la expresión del pensamiento y los genes terranos. Y por eso, más que la ayuda material, metales escasos o nuevas cepas genéticas, nuestra mayor contribución al planeta natal es servirle como espejo para que se vea a sí mismo. Proporcionarle un medio de cartografiar su inimaginable inmensidad. De esa manera aportamos nuestro pequeño grano de arena para crear la gran civilización a punto de saltar a la existencia. Somos los seres primitivos de una civilización desconocida.

Ovación.

—O al menos así lo vemos nosotros en Marte… una larga evolución a través de los siglos hacia la justicia y la paz. A medida que aprendemos, comprendemos mejor que dependemos de los demás. En Marte hemos descubierto que la mejor manera de expresar esa interdependencia es vivir para dar, en una cultura de compasión, en la que toda persona es libre e igual a los ojos de los demás, y todos trabajando para el bien común. Esa labor es la que nos da la libertad. Ninguna jerarquía es digna de consideración sino ésta: cuanto más damos, más grandes nos hacemos. Ahora, en medio de una gran marea y espoleados por ella, contemplamos el florecimiento de esta cultura de compasión que emerge en ambos mundos a la vez.

Se sentó en medio de un ruido atronador. Se habían acabado los discursos y estaban ahora en una especie de conferencia de prensa pública, respondiendo a las preguntas que formulaba la hermosa mujer del sari verde. Nirgal contestaba preguntando a su vez, sobre el lugar en que se encontraban y sobre la situación de la isla en general. Y ella respondía con el fondo de chachara y risas de la muchedumbre, que seguía observándolo todo detrás del muro de reporteros y cámaras. La mujer resultó ser la primera ministra de Trinidad y Tobago. La pequeña nación integrada por las dos islas había soportado el dominio de la metanac Armscor durante la mayor parte del siglo anterior, explicó la ministra, y sólo después de la inundación habían podido romper esa asociación «y todo lazo colonial al fin». ¡Con qué entusiasmo acogió la muchedumbre esta declaración! Y qué sonrisa la de la hermosa mujer dugla, llena de la alegría de toda una sociedad.

Se encontraban en uno de los numerosos hospitales de emergencia construidos en las islas después de la inundación. Los isleños habían erigido esos hospitales como primera manifestación de su condición de emancipados, y los centros de ayuda a las víctimas de la marea, donde se les proporcionaba vivienda, trabajo y atención médica, incluyendo el tratamiento de longevidad, habían aparecido por doquier.

—¿Todos reciben el tratamiento? —preguntó Nirgal.

—Sí —contestó la ministra.

—¡Estupendo! —exclamó Nirgal, sorprendido; había oído decir que eso era raro en la Tierra.

—¿Eso cree? —dijo la ministra—. La gente piensa que traerá demasiados problemas.

—Sí, es cierto. Pero opino que debemos hacerlo de todos modos. Proporcionar el tratamiento a todo el mundo y luego ya se nos ocurrirá qué hacer.

Pasaron un par de minutos antes de que pudieran oír algo más que el clamor ensordecedor de la multitud. La primera ministra intentó acallarlos, pero un hombre de corta estatura con un elegante traje de color tostado salió del grupo que había detrás de la ministra y proclamó por el micrófono:

—¡Nirgal, este hombre de Marte, es un hijo de Trinidad! ¡Su padre, Desmond Hawkins, el Polizón, el Coyote de Marte, es de Port of Spain, y todavía tiene muchos familiares allí! ¡Armscor compró la compañía petrolífera e intentó hacer lo mismo con la isla entera, pero eligieron la isla equivocada! ¡Tu Coyote no sacó su temple del aire, Maistro Nirgal, lo sacó de T y T! ¡Ha estado deambulando por Marte enseñando nuestra forma de vida, y los marcianos son ahora dugla, entienden esa manera de ser y la han extendido por todo Marte! ¡Marte es Trinidad Tobago en grande!

Se alzó una ovación y, siguiendo un impulso, Nirgal se acercó y abrazó al hombre, de sonrisa prodigiosa. Después localizó las escaleras y bajó a reunirse con la gente, que se apretó a su alrededor. La amalgama de fragancias le impedía respirar. Empezó a estrechar manos. La gente lo tocaba, y ¡qué expresión en las miradas! Todos eran más bajos que él y reían, y cada rostro era un mundo. De pronto unas manchas negras aparecieron ante sus ojos y todo se oscureció; miró alrededor, sobresaltado: sobre una oscura franja de mar, hacia el oeste, había aparecido un denso banco de nubes, y la vanguardia de la formación había cubierto el sol. Mientras continuaba mezclándose con la multitud, las nubes se abatieron sobre la isla. La gente se dispersó en busca del refugio de árboles, terrazas y la gran marquesina de hojalata de una parada de autobús. Maya, Sax y Michel habían desaparecido entre sus muchedumbres particulares. Las nubes, de vientres gris oscuro, se alzaban en blancos remolinos, sólidos como la roca pero fluidos, proteicos. Se levantó un viento frío y los goterones empezaron a picotear la tierra, y dieron cobijo a los cuatro marcianos bajo el techo de un pabellón abierto.

Y entonces empezó a diluviar, y Nirgal se encontró frente a un espectáculo que jamás había presenciado: del cielo caían rugientes cataratas de lluvia que salpicaban de explosiones líquidas los arroyos que se habían formado rápidamente en el suelo; el mundo fuera del pabellón se desdibujaba, se reducía a las manchas de color, verdes y pardas, de una acuarela. Maya sonreía:

—¡Es como si el océano nos estuviera cayendo encima!

—¡Cuánta agua! —exclamó Nirgal.

La primera ministra se encogió de hombros.

—Ocurre cada día durante el monzón. Ahora llueve más que antes, y ya entonces teníamos demasiada agua.

Nirgal asintió con un movimiento de cabeza y una punzada le atravesó las sienes. El dolor de respirar en el aire húmedo. Se estaba ahogando.

La primera ministra estaba explicándoles algo, pero a Nirgal la cabeza le dolía tanto que apenas podía seguirla. Cualquier miembro del movimiento independentista podía unirse a una filial de Praxis, y durante el primer año su trabajo consistía en construir centros de ayuda de emergencia como aquél. Con el ingreso en Praxis se adquiría el derecho al tratamiento de longevidad, que era administrado en los nuevos centros. Los implantes para el control de natalidad podían hacerse al mismo tiempo; eran reversibles, pero con el tiempo se convertían en permanentes. Muchos se los hacían como contribución a la causa.

—Los bebés vendrán más tarde, decimos. Ya habrá tiempo.

La gente deseaba unirse a ellos; casi todo el mundo lo había hecho ya. Armscor se había visto obligada a imitar el proceder de Praxis para conservar algunos trabajadores, y por eso ya poco importaba a qué organización se perteneciera; en Trinidad todas eran lo mismo. Los que acababan de recibir el tratamiento se dedicaban a construir más alojamientos, a trabajar en la agricultura o a la fabricación de equipamiento para hospitales. Trinidad ya era próspera antes de la inundación, como resultado de la explotación de las vastas reservas de petróleo y la inversión de las metanacs en el enchufe del cable. Una tradición progresista había puesto las bases de la resistencia en los años previos a la inoportuna llegada de la metanac. Ahora una creciente parte de la infraestructura estaba dedicada al proyecto de longevidad. La situación prometía. Cada campamento tenía su lista de espera para el tratamiento, y ellos mismos construían los lugares donde les sería administrado. Naturalmente, la población defendía con uñas y dientes esas infraestructuras. Aunque Armscor lo hubiese querido, habría sido muy difícil para sus fuerzas de seguridad apoderarse de los campamentos. Y de haberlo conseguido, no habrían encontrado nada de valor para ellos, puesto que ya habían recibido el tratamiento. Es decir, podían perpetrar un genocidio si querían, pero aparte de eso poco podían hacer para recuperar su dominio.

—Fue como si la isla echara a andar y se alejara de ellos —concluyó la primera ministra—. Ningún ejército puede impedir algo así. Es el final de la casta económica, de todas las castas. Estamos haciendo algo nuevo en la historia, instaurando un nuevo orden, como dijo en su discurso. Somos como Marte, en menor escala. Y tenerle aquí para presenciarlo, a un nieto de la isla, a usted, que tanto nos ha enseñado desde su hermoso mundo nuevo… es algo especial. Un festival, de veras. —Y al decir esto volvió a animarle el rostro aquella radiante sonrisa.

—¿Quién era el hombre que habló?

—Oh, era James.

La lluvia cesó de pronto. El sol asomó y los vapores cubrieron la tierra. Nirgal sudaba a chorros en el aire blanco y apenas podía respirar. Aire blanco, puntos negros flotando ante sus ojos.

—Creo que necesito tenderme un rato.

—Oh, sí, naturalmente. Debe de estar exhausto, abrumado.

Acompáñenos.

Lo llevaron a una pequeña dependencia en el mismo hospital. Le habían asignado una habitación luminosa con paredes de bambú, sin más mobiliario que un colchón en el suelo.

—Me temo que el colchón no es lo suficientemente largo.

—No importa.

Lo dejaron solo. Algo en la habitación le recordó el interior de la casita de Hiroko, en la arboleda de la orilla lejana del lago de Zigoto. No sólo el bambú, sino el tamaño y la forma de la habitación… y algo inaprensible, la luz verde que entraba a raudales, quizá. La sensación de la presencia de Hiroko fue tan intensa e inesperada que cuando los otros abandonaron la habitación Nirgal se dejó caer en el colchón y rompió a llorar. Se sentía muy confundido. Le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo la cabeza. Al fin dejó de llorar y cayó en un sueño profundo.

Despertó envuelto en tinieblas que olían a verde. No recordaba dónde estaba. Se volvió y quedó tendido de espaldas, y entonces recordó: estaba en la Tierra. Murmullos… se sentó, asustado. Una risa sofocada. Unas manos lo asieron y lo obligaron a tenderse de nuevo, pero sintió que eran manos amigas. «Shhh», dijo alguien, y lo besó. Otra persona manipulaba a tientas el cinturón y los botones de su pantalón. Mujeres, dos, tres, no, dos, con un perfume abrumador de jazmín y algo más, dos perfumes distintos aunque ambos cálidos. Pieles sudorosas, resbaladizas. Las arterias de la cabeza le latían con violencia. Eso le había ocurrido un par de veces cuando era más joven, cuando los cañones recién cubiertos eran mundos nuevos, y mujeres desconocidas querían quedarse embarazadas o simplemente divertirse. Después de los meses de celibato del viaje, era una delicia estrechar un cuerpo de mujer, besar y ser besado, y su miedo inicial se desvaneció en una confusión de manos y bocas, pechos y piernas entrelazadas.

—Hermana Tierra —jadeó. Se escuchaba el sonido distante de la música, piano, tambores y tablas, casi ahogada por el rumor del viento en el bambú. Una de las mujeres estaba encima y se apretaba contra él, y Nirgal supo que el tacto de las costillas de la mujer bajo sus manos le acompañaría siempre. La penetró, besándola. Pero la cabeza seguía latiéndole dolorosamente.

Cuando volvió a despertarse estaba empapado y desnudo sobre el colchón. Aún estaba oscuro. Se vistió y salió de la habitación, y avanzó por la penumbra de un pasillo hasta un porche cerrado. Había anochecido; había dormido buena parte del día. Sus compañeros de viaje estaban comiendo con un nutrido grupo. Nirgal les aseguró que estaba perfectamente, hambriento, de hecho.

Se sentó a la mesa. Fuera, entre los edificios bastos y mojados, un gran número de personas se había congregado en torno a una cocina al aire libre. Más allá el resplandor amarillo de una hoguera desgarraba la oscuridad; sus llamas dibujaban los rostros oscuros y se reflejaban en el blanco líquido de los ojos y los dientes. Los comensales del interior lo observaban. Los cabellos de color azabache de las mujeres jóvenes resplandecían como joyas, y algunas sonreían, y por un segundo Nirgal temió oler a sexo y perfume; pero el humo de la hoguera y los platos especiados sobre la mesa disiparon su preocupación: en una explosión de olores como aquélla era imposible rastrear el origen de ninguno… y además, la comida cargada de especias incapacitaba el sistema olfativo: curry, cayena, pescado con arroz y un vegetal que le abrasó la boca y la garganta; pasó la siguiente media hora parpadeando, sorbiendo por la nariz y bebiendo agua, con la cabeza ardiendo. Alguien le dio una rodaja de naranja escarchada, y como le refrescó la boca, tomó varias seguidas.

Cuando terminaron de comer, despejaron las mesas entre todos, como en Zigoto o Hiranyagarbha. Fuera los danzantes rodearon la hoguera, ataviados con los surrealistas disfraces de carnaval y máscaras de demonios y bestias, como en el Fassnacht de Nicosia, aunque las máscaras eran más pesadas y extrañas: demonios con muchos ojos y grandes dientes, elefantes, diosas. La silueta oscura de los árboles se recortaba contra el negro brumoso del cielo y las estrellas grandes y trémulas, y el follaje, en el cual alternaban el verde y el negro, se teñía de bermellón cuando las llamas saltaban hacia el cielo, como para marcar el ritmo de la danza. Una joven menuda, con seis brazos que se movían a la vez mientras bailaba, se acercó por detrás y se detuvo junto a Nirgal y Maya.

—Ésta es la danza de Ramayana —les dijo—. Es tan antigua como la civilización, y en ella se habla de Mángala.

Y acto seguido le dio a Nirgal un apretón familiar en el hombro, y él reconoció el perfume de jazmín. Sin una sonrisa, la mujer regresó a la hoguera. Los tambores seguían crescendo de las llamas y los danzantes gritaban. La cabeza de Nirgal latía a cada redoble, y a pesar de la naranja escarchada los ojos le lloraban a causa de la pimienta y le pesaban los párpados.

—Sé que parecerá extraño —dijo—, pero creo que necesito dormir otra vez.

Se despertó antes del alba y salió a la galería para contemplar el cielo que se aclaraba en una secuencia casi marciana, negro, púrpura, rojizo, rosado, antes de adquirir el sorprendente azul ciánico de una mañana tropical terrana. Todavía le dolía la cabeza, como si la tuviese atestada, pero al menos se sentía verdaderamente descansado y dispuesto a medirse con el mundo. Después de desayunar unas bananas de piel verde-parda, Sax y él se reunieron con algunos de los anfitriones para dar un paseo en coche por la isla.

Fuesen adonde fuesen, siempre había centenares de personas a la vista, menuda y de piel cobriza como la suya en el campo, más oscura en las ciudades. Unas grandes furgonetas que viajaban en grupo llevaban el mercado a aquellos poblados, demasiado pequeños para tener mercado propio. A Nirgal le sorprendió lo delgados que eran todos, de miembros afilados por el trabajo, como juncos. En ese contexto, las curvas de las mujeres jóvenes eran como los capullos de las flores, de existencia efímera.

Cuando advertían quién era corrían a saludarlo y estrecharle la mano. Sax sacudió la cabeza ante el espectáculo de Nirgal entre los nativos.

—Distribución bimodal —comentó—. No exactamente especiación… pero tal vez se produciría si pasara el tiempo suficiente. Divergencia isleña, muy darwiniano.

—Soy marciano —concedió Nirgal.

El complejo estaba situado en unos claros abiertos a golpe de machete en la jungla, que ahora intentaba recuperar el espacio en otro tiempo suyo. Los ladrillos de barro de los edificios más antiguos, ennegrecidos por el tiempo, empezaban a fundirse de nuevo con la tierra. Los cultivos de arroz estaban dispuestos en terrazas tan exquisitas que las colinas parecían más distantes. El verde luminoso de los tallos de arroz era un color desconocido en Marte. Nirgal no recordaba verdes más brillantes y esplendorosos que aquéllos; impresionaban vivamente su retina con su variedad e intensidad, mientras el sol le doraba la espalda:

—Es debido al color del cielo —explicó Sax cuando Nirgal se lo mencionó—. Los rojos del cielo marciano amortiguan los verdes.

El aire era denso, húmedo, rancio. El mar resplandeciente formaba un horizonte lejano. Nirgal tosió, respiró por la boca, se esforzó por olvidar las punzadas en las sienes y la frente.

—Padeces el síndrome de las cotas bajas —especuló Sax—. He leído que les ocurre a los habitantes del Himalaya y a los andinos cuando bajan al nivel del mar. Tiene relación con los niveles de acidez en sangre. Deberíamos haberte llevado a algún lugar más alto.

—¿Por qué no lo hicieron?

—Querían que vinieses aquí porque Desmond procede de aquí. Ésta es tu tierra natal. En realidad, la elección de nuestro próximo destino parece haber provocado un pequeño conflicto.

—¿También aquí?

—Más aún que en Marte, diría.

Nirgal gimió. El peso de aquel mundo, el aire sofocante…

—Voy a correr un poco —dijo, y salió.

Al principio sintió el habitual alivio, las sensaciones y respuestas que le recordaron que todavía era él. Pero en lugar de alcanzar aquel estado del lung-gom-pa en que correr era como respirar, algo que podía hacer indefinidamente, empezó a sentir la presión del aire pesado en los pulmones y de la mirada de la gente menuda con la que se cruzaba, y sobre todo su propio peso destrozándole las articulaciones. Era como si cargara una persona invisible a la espalda, sólo que el peso estaba en su interior, como si los huesos se hubiesen convertido en plomo. Le ardían los pulmones y al mismo tiempo los sentía encharcados, y ninguna tos conseguía despejarlos. Vio a algunos individuos altos con vestimenta occidental detrás de él, montados en triciclos que al cruzar los charcos salpicaban a los transeúntes. Pero los nativos se echaban a la carretera detrás de él, y obstaculizaban el paso de los triciclos, con los ojos y los dientes centelleantes en los rostros oscuros, hablando y riendo. Los hombres de los triciclos tenían rostros inexpresivos y no apartaban la vista de Nirgal. Pero no increpaban a la multitud. Nirgal emprendió el regreso hacia el campamento por otra carretera. Ahora las colinas resplandecían a su derecha. Sus piernas vibraban a cada tranco, y al fin pensó que lo sostenían troncos en llamas. ¡Esa carrera le haría daño! Además, le parecía llevar un globo gigantesco por cabeza y que las plantas verdes y húmedas extendían sus ramas para alcanzarle, un centenar de tonalidades de verde llameante se fundían en una única banda de color y ceñían el mundo. Unos puntos negros flotaban ante sus ojos.

—Hiroko —jadeó, y siguió corriendo con las lágrimas surcándole por el rostro, aunque nadie habría podido distinguirlas del sudor—. ¡Hiroko, esto no es como dijiste!

Avanzó vacilante sobre el suelo ocre de la urbanización y docenas de personas lo siguieron mientras se acercaba a Maya. Aunque estaba empapado, la abrazó y apoyó la cabeza en su hombro, sollozando.

—Tenemos que ir a Europa —dijo Maya, airada, a alguien detrás de él—. Ha sido una estupidez traerlo directamente a los trópicos.

Nirgal se volvió para mirar. Maya hablaba con la primera ministra.

—Así hemos vivido siempre —contestó ella, y atravesó a Nirgal con una mirada orgullosa y resentida.

Pero Maya no pareció intimidada.

—Tenemos que ir a Berna —dijo.

Volaron a Suiza en un pequeño avión espacial proporcionado por Praxis. Durante el viaje contemplaron la Tierra desde una altura de treinta mil metros: el Atlántico azul, las escarpadas montañas de España, que recordaban a los Hellespontus, Francia y después la blanca línea de los Alpes, montañas diferentes de las que había visto durante su vida. Nirgal se sentía como en casa en la atmósfera fría del avión, y le contrarió pensar que no era capaz de tolerar el aire natural de la Tierra.

—Te sentirás mejor en Europa —le consoló Maya. Nirgal recordó la recepción que les habían dispensado.

—Están encantados con ustedes —dijo. A pesar de su malestar, había advertido que los dugla recibían a los otros tres embajadores con el mismo entusiasmo que a él, y Maya había sido particularmente aclamada.

—Se alegran de que hayamos sobrevivido —dijo Maya restándole importancia—. Por lo que a ellos se refiere, hemos regresado de la muerte como por arte de magia. Creían que habíamos muerto, ¿sabes? Desde dos mil sesenta y uno hasta el año pasado, han creído que no quedaba ni uno solo de los Primeros Cien con vida. ¡Sesenta y siete años! Y durante todo ese tiempo, buena parte de ellos han muerto. Que hayamos regresado como lo hemos hecho, y en medio de esta inundación, con el mundo entero cambiando… bueno, es como un mito. El retorno del mundo subterráneo.

—Pero no todos han regresado.

—No. —Maya casi sonrió.— De eso todavía no se han enterado. Creen que Frank y Arkadi están vivos, ¡y también John, aunque lo asesinaron antes del sesenta y uno y todo el mundo lo sabía! Al menos lo supieron por un tiempo. Pero la gente empieza a olvidar. Han ocurrido tantas cosas desde entonces, y la gente desea que John esté vivo. Y por eso olvidan Nicosia y dicen que él todavía forma parte de la resistencia. —Soltó una risa áspera para ocultar su malestar.

—Igual que con Hiroko —dijo Nirgal, sintiendo una opresión en el pecho. Una oleada de tristeza semejante a la que lo había asaltado en Trinidad lo dejó desolado y dolorido. Él creía, siempre lo había creído, que Hiroko estaba viva, oculta en las tierras altas del sur junto a su gente. Sólo así había podido afrontar la noticia de su desaparición, teniendo la seguridad de que había conseguido escabullirse de Sabishii y que regresaría cuando considerase que era el momento oportuno. Lo había creído de veras. Sin embargo ahora, por alguna razón que no podía precisar, ya no estaba seguro.

Michel, sentado junto a Maya, parecía demasiado cansado. De pronto, Nirgal comprendió que estaba mirándose en un espejo, supo que su rostro mostraba la misma expresión, la sentía en los músculos. Michel y él tenían dudas, tal vez sobre el destino de Hiroko, o sobre otras cuestiones. Pero Michel no se mostraba muy comunicativo.

Y en el otro extremo del avión, Sax los observaba a los dos con su habitual expresión de pájaro.

Descendieron volando paralelamente a la gran muralla norte de los Alpes y aterrizaron entre campos verdes. Los escoltaron a través de un frío edificio semejante a los marcianos y luego bajaron unas escaleras y subieron a un tren, que se deslizó con un sonido metálico, salió del edificio y se internó en los campos. Al cabo de una hora estaban en Berna.

Numerosos diplomáticos y periodistas, con una insignia de identificación prendida en el pecho, todos con la misión de hablar con ellos, los esperaban en aquella ciudad, pequeña, prístina y sólida como la roca, donde la acumulación de poder era palpable. Las estrechas calles adoquinadas estaban flanqueadas por edificios de piedra que sustentaban pesadas arcadas, y todo parecía tan permanente como una montaña. El veloz río Aare abrazaba la mayor parte de la ciudad en un gran meandro. Los habitantes del barrio que atravesaban eran en su mayoría europeos: blancos de aspecto cuidado, no tan bajos como los demás terranos, que llenaban dicharacheros las calles y asediaban a los marcianos y sus escoltas, ahora vestidos con el uniforme azul de la policía militar suiza.

Las habitaciones asignadas a Nirgal y sus compañeros estaban en las oficinas centrales de Praxis, en un pequeño edificio de piedra que miraba sobre el río. A Nirgal le sorprendió lo cerca del agua que construían los suizos; una crecida del río de sólo dos metros supondría el desastre, pero la perspectiva no parecía inquietarlos. ¡Por lo visto dominaban el río con mano de hierro, a pesar de que bajaba de la cadena montañosa más escarpada que Nirgal había visto en su vida! Terraformación, naturalmente; no era extraño que a los suizos les fuera tan bien en Marte.

El edificio de Praxis estaba a unas pocas calles del centro histórico de la ciudad. El Tribunal Mundial ocupaba un grupo de edificios contiguos a los edificios federales suizos, casi en el centro de la península. Cada mañana bajaban por la calle principal, la Kramgasse, increíblemente pulcra y desnuda comparada con las calles de Port of Spain. Pasaban bajo la torre medieval del reloj, con su fachada ornamentada y sus figuras mecánicas, que parecía uno de los diagramas alquímicos de Michel convertido en un objeto tridimensional. Entraban luego en las oficinas del Tribunal Mundial, donde conversaban con un sinfín de grupos sobre la situación en Marte y en la Tierra: funcionarios de la UN, representantes de gobiernos nacionales, ejecutivos de las metanacionales, organizaciones de ayuda, medios de comunicación. Todos querían saber qué ocurría en Marte, cuál sería el siguiente paso de los marcianos, qué opinaban ellos de la situación en la Tierra, qué ayuda podían ofrecer. A Nirgal le resultaba bastante sencillo conversar con la mayoría de las personas que le presentaban; entendían la situación de ambos mundos y no albergaban la creencia poco realista de que Marte fuera a salvar a la Tierra; no parecían esperar recuperar el dominio de Marte, ni tampoco que el orden metanacional mundial de los años antediluvianos se instaurase de nuevo.

Era probable, sin embargo, que los estuviesen manteniendo alejados de gentes con actitudes hostiles hacia ellos. Maya estaba segura. Señaló cuan a menudo podía descubrirse en los negociadores y entrevistadores lo que ella llamaba «terracentrismo». Nada les importaba de veras salvo los asuntos terranos; Marte tenía algunas cosas interesantes, pero carecía de importancia. Una vez que le llamaron la atención sobre esa actitud, Nirgal empezó a verla en todas partes. Y en cierto modo se sintió aliviado, porque en Marte ocurría lo mismo: los nativos eran inevitablemente areocéntricos; una postura en cierto modo realista.

De hecho, empezó a tener la sensación de que precisamente los terranos que mostraban un interés más intenso por Marte eran los más imprevisibles: ejecutivos de metanacs cuyas corporaciones habían hecho fuertes inversiones en la terraformación marciana, representantes de países densamente poblados que sin duda se sentirían felices si dispusieran de un lugar al que enviar masas de población. De manera que participaba en reuniones con representantes de Subarashii, Armscor, China, Indonesia, Ammex, India, Japón y el consejo metanacional japonés, escuchaba con atención y procuraba hacer preguntas en vez de hablar demasiado. Y así descubrió que algunos de sus hasta ahora más leales aliados, en particular India y China, se convertirían de buen grado en un serio problema para ellos en el marco de la nueva distribución. Maya respondió con un vigoroso gesto de asentimiento cuando él la hizo partícipe de esta observación, y se le ensombreció la cara.

—Sólo podemos esperar que la distancia nos proteja —dijo—. Tenemos suerte de que sea necesario un viaje espacial para alcanzarnos, un cuello de botella para la emigración sin importar lo que avancen los medios de transporte. Pero tendremos que estar en guardia, siempre. Será mejor que no hables demasiado del tema. No hables demasiado de nada.

Durante el descanso para el almuerzo Nirgal solía pedir a sus escoltas —una docena o más de suizos que lo acompañaban a todas horas— que fueran dando un paseo hasta la catedral, que en suizo —eso le había contado alguien— llamaban el Monstruo. Tenía una sola torre, en cuyo interior había una estrecha escalera de caracol por la que Nirgal, después de tomar aliento, subía casi a diario, más jadeante y sudoroso cuanto más se acercaba a la cima. En los días despejados, que no eran frecuentes, a través de los arcos de la sala de la torre alcanzaba a ver la distante muralla abrupta de los Alpes que llamaban Oberland Bernés. Esa pared blanca y mellada ocupaba todo el horizonte, como los grandes escarpes marcianos, con la diferencia de que estaba totalmente cubierta de nieve, excepto unos triángulos de roca desnuda en la cara norte, una roca de color gris claro, insólita en Marte: granito. Montañas graníticas, levantadas por la colisión de las placas tectónicas. Y la violencia de esos orígenes era evidente.

Entre la majestuosa cordillera blanca y Berna se extendían unas cadenas más bajas de colinas de verdes muy similares a los de Trinidad, más oscuros en los bosques de coniferas. Había tanto verde… De nuevo Nirgal se sintió sobrecogido por la exuberancia de la vida vegetal en la Tierra, por el antiguo y espeso manto de biosfera que cubría la litosfera.

—Sí —dijo Michel cierto día que lo acompañó a contemplar el paisaje—. La biosfera a estas alturas es una parte importante de las capas superiores de la roca. La vida rebosa en todas partes.

Michel se moría por ir a Provenza. Estaban muy cerca de allí, sólo a una hora de avión o una noche de tren, y lo que estaba sucediendo en Berna se le antojaba sólo un interminable regateo político.

—¡La inundación, la revolución, que el sol se convierta en nova, todo seguirá su curso! Sax y tú pueden ocuparse de esto mucho mejor que yo.

—Y Maya todavía más.

—Sí, claro. Pero me gustaría que me acompañara. Tiene que ver Provenza o nunca comprenderá.

Pero Maya estaba absorbida por las negociaciones con la UN, que tomaban un sesgo serio ahora que los marcianos habían aprobado la nueva constitución. La UN se revelaba cada vez más como un simple portavoz de los intereses metanacionales, mientras que el Tribunal Mundial continuaba apoyando las nuevas «democracias cooperativas». Las discusiones eran acaloradas, volátiles, a veces hostiles. Importantes, en una palabra, y Maya salía a la arena cada día, no estaba para excursiones a Provenza. Había visitado el sur de Francia en su juventud, dijo, y no tenía demasiado interés en repetir la visita, ni siquiera con Michel.

—¡Dice que ya no quedan playas! —se quejó Michel—. ¡Como si las playas fueran lo importante en Provenza!

A pesar de su insistencia, Maya se negaba. Al fin, unas semanas después, Michel se encogió de hombros y se rindió, sintiéndose desgraciado, y decidió visitar Provenza solo.

El día de su partida, Nirgal lo acompañó a la estación, al final de la calle principal, y agitó la mano hasta que e¡ tren desapareció en la distancia. En el último momento Michel asomó la cabeza por la ventana y saludó a Nirgal con una gran sonrisa. A éste le sorprendió que aquella expresión reemplazara tan deprisa el desaliento por la ausencia de Maya, pero se alegró por su amigo y hasta experimentó un relámpago de envidia. Para él no existía ningún lugar, en ninguno de los dos mundos, que le infundiera tanta alegría.

Cuando el tren desapareció, Nirgal bajó por la Kramgasse seguido por la habitual nube de escoltas y medios de comunicación, y cargó sus dos cuerpos y medio en la subida de los doscientos cincuenta y cuatro peldaños de la escalera de caracol del Monstruo, para mirar al sur y contemplar el Oberland Bernés. Cada vez pasaba más tiempo allí, y solía perderse las primeras reuniones de la tarde. Pero se decía que Sax y Maya bastaban para lidiar con aquello. Los suizos se mostraban tan metódicos como siempre: las reuniones trataban unos temas determinados y empezaban con puntualidad, y si no conseguían seguir la orden del día, no era por culpa de los suizos. Eran iguales a sus compatriotas de Marte, como Jurgen, Max, Priska y Sibilla, con su sentido del orden, de la acción apropiada y bien ejecutada, y adoraban la comodidad y el decoro sin una pizca de sentimentalismo. Era una actitud risible para Coyote, que desdeñaba porque amenazaba la vida; pero viendo los resultados en la elegante ciudad de piedra que se extendía a sus pies, rebosante de flores y de gentes lozanas como flores, Nirgal pensaba que podía decirse algo en su favor. Michel podía regresar a su Provenza, pero Nirgal había carecido de hogar durante demasiado tiempo, ningún lugar había perdurado para él. Su ciudad natal yacía aplastada bajo el casquete polar, su madre había desaparecido sin dejar rastro y los lugares sólo eran lugares, y en todas partes todo estaba en perpetuo cambio. La mutabilidad era su hogar, y contemplando el paisaje suizo no era grato descubrirlo. Deseaba un hogar con algo de esos tejados a dos aguas, esos muros de piedra, que habían permanecido allí, sólidos e inmutables, durante los últimos mil años.

Trató de concentrarse en las reuniones del Tribunal Mundial y en la Bundeshaus suiza. Praxis seguía liderando la actividad frente a la inundación: sabía funcionar eficazmente sin planes previos y ya antes se había convertido en una cooperativa dedicada a ofrecer productos y servicios de primera necesidad, incluyendo el tratamiento de longevidad. De manera que sólo tuvo que acelerar el proceso para tomar la delantera en esa hora de necesidad. Los cuatro viajeros habían visto los resultados en Trinidad; los movimientos locales habían hecho la mayor parte del trabajo, pero Praxis financiaba proyectos de ese tipo por todo el planeta. Se decía que el papel de William Fort había sido decisivo en la respuesta fluida de la «transnac colectiva», como él llamaba a Praxis. Y su metanacional mutante sólo era una más entre las numerosas agencias de servicios que habían empezado a destacar en todo el mundo y se hacían cargo de la tarea de situar a las poblaciones desplazadas y construir o reubicar nuevas estructuras costeras en zonas más elevadas.

Esta red abierta de ayuda a la reconstrucción, sin embargo, topaba con la resistencia de las metanacionales, que se quejaban de que buena parte de su infraestructura, capital y mano de obra estaba siendo nacionalizada, regionalizada, expropiada, abiertamente expoliada. Las disputas eran frecuentes, sobre todo donde ya antes las había, porque la inundación había llegado justo cuando la descomposición mundial y los intentos de reordenamiento habían alcanzado el paroxismo, y aunque lo había alterado todo, esas luchas continuaban, a menudo al amparo de las acciones de emergencia.

Sax Russell era particularmente consciente de ese contexto, pues estaba convencido de que las guerras globales de 2061 no habían conseguido resolver la falta de equidad subyacente en el sistema económico terrano. Con su peculiar estilo insistía en ese punto en todas las reuniones, y Nirgal tuvo la impresión de que se las estaba arreglando para convencer a los oyentes escépticos de la UN y las metanacs de que era necesario adoptar un método similar al de Praxis si querían que la civilización sobreviviera. Como le confesó en privado a Nirgal, no importaba si lo hacían por la civilización o por ellos mismos, no importaba si se limitaban a instaurar un simulacro maquiavélico del programa de Praxis: el efecto sería el mismo a corto plazo, y todos necesitaban la tregua de una colaboración pacífica.

De manera que se involucraba en todas las reuniones y mostraba una concentración casi dolorosa y una coherencia extraña, si se la comparaba con su profundo ensimismamiento durante el viaje a la Tierra. Y Sax Russell era después de todo el Terraformador de Marte, el avalar viviente del Gran Científico, una posición muy poderosa en la cultura terrana, pensó Nirgal; algo semejante al Dalai Lama de la ciencia, una reencarnación continua del espíritu científico, creado para una cultura que únicamente parecía capaz de enfrentarse a un científico por vez. Además, para las metanacs Sax era el principal creador del mayor mercado de la historia, una parte nada desdeñable de su aura. Y como Maya había señalado, él era uno de los miembros del grupo que había regresado de la muerte, uno de los líderes de los Primeros Cien.

Y su extraña habla vacilante ayudaba a consolidar la imagen que los terranos tenían de él. La mera dificultad verbal lo convertía en una suerte de oráculo; los terranos parecían creer que Sax pensaba en un plano tan elevado que sólo podía expresarse mediante enigmas. Tal vez deseaban que fuera así. Eso era lo que la ciencia significaba para ellos; al fin y al cabo, la última teoría física definía la realidad última como bucles de cuerda ultramicroscópicos que se movían supersimétricamente en diez dimensiones. Ese tipo de cosas habituaba a la gente a las rarezas de los físicos, y el creciente empleo de las IA de traducción los estaba acostumbrando a usar locuciones extrañas. Casi todo el mundo hablaba inglés, pero especies ligeramente distintas de esa lengua, y para Nirgal la Tierra era como una explosión de idialectos en donde no había dos personas que emplearan el mismo idioma.

En ese contexto, los argumentos de Sax se escuchaban con extrema seriedad.

—La inundación marca un punto de inflexión en la historia —dijo una mañana dirigiéndose al nutrido público de una reunión general de la Cámara del Consejo Nacional de la Bundeshaus—. Ha sido una revolución natural. El clima de la Tierra ha cambiado, y también la superficie y las corrientes, y la distribución de las poblaciones humanas y animales. En esta situación, es irrazonable tratar de restablecer el mundo antediluviano. No es posible. Y existen muchas razones para instaurar un orden social mejorado. El anterior era… defectuoso. Y provocó derramamiento de sangre, hambre, esclavitud y guerra. Sufrimiento. Muerte innecesaria. Siempre habrá muerte. Pero se debe procurar que llegue lo más tarde posible, y al final de una buena vida. Éste es el objetivo de cualquier orden social racional. Y por eso vemos la inundación como una oportunidad, aquí como en Marte, de… de romper el molde.

Los funcionarios de la UN y los consejeros de las metanacs torcieron el gesto, pero escuchaban. Y el mundo entero observaba, de manera que a juicio de Nirgal lo que un cuadro de dirigentes en una ciudad europea pensara no era tan importante como lo que pensaba la gente de los pueblos que miraba al hombre de Marte a través del vídeo. Y puesto que Praxis, los suizos y sus aliados en todo el mundo habían dedicado todos sus recursos a socorrer a los refugiados y a administrar el tratamiento de longevidad, la gente se les unía en todas partes. Si podías ganarte la vida y de paso salvabas al mundo, si eso representaba tu mejor oportunidad de estabilidad y larga vida y oportunidades para tus hijos, ¿por qué no?

¿Qué podían perder? El orden metanacional anterior había beneficiado a unos pocos y excluido a millones, y tendía a exacerbar esa situación.

Por eso las metanacionales perdían trabajadores en masa. No podían encarcelarlos y cada vez era más difícil amedrentarlos; la única manera de retenerlos era instituir los mismos programas que Praxis había puesto en práctica. Y eso era lo que intentaban, al menos en teoría. Maya estaba segura de que los cambios eran una operación de maquillaje para conservar la mano de obra y los beneficios. Pero quizá Sax tuviera razón y no pudieran dominar la situación, y entonces acabarían por admitir la necesidad de un nuevo orden.

Nirgal decidió referirse a eso durante uno de sus turnos de palabra, en una conferencia de prensa en la Bundeshaus. De pie en el estrado, mirando la sala llena de periodistas y delegados, tan distinta de la mesa improvisada en el complejo de almacenes de Pavonis, tan distinta de los espacios ganados a golpe de hacha en la jungla trinitaria, de la plataforma sobre el mar de gente aquella noche frenética en Burroughs, Nirgal descubrió de pronto que su papel era el de joven marciano, la voz del nuevo mundo. Podía dejar el ser razonable a Maya y Sax, y ofrecer el contrapunto alienígena.

—Las cosas irán bien —dijo, intentando mirar a los asistentes uno por uno—. Todo momento en la historia contiene una mezcla de elementos arcaicos, elementos del pasado que se remontan hasta la misma prehistoria. El presente es siempre una mezcolanza de esos distintos elementos. Todavía existen caballeros que arrebatan las cosechas a los campesinos. Existen aún gremios y tribus. Ahora estamos viendo que muchos abandonan sus ocupaciones para trabajar en los proyectos de emergencia, y eso es nuevo, pero es también un peregrinaje. Esas personas desean ser peregrinos, desean tener un propósito espiritual, hacer un trabajo real, útil. No hay razón para seguir tolerando que los expolien. Aquellos entre ustedes que representan a la aristocracia parecen preocupados. Tal vez tendrán que trabajar con sus propias manos y vivir de ese trabajo. Vivir al mismo nivel que los demás. Es probable que eso ocurra, pero será beneficioso, incluso para ustedes. Que haya suficiente para todos es tan bueno como disfrutar de un festín. Y sólo cuando todos son iguales todos los hijos están a salvo. La distribución universal del tratamiento de longevidad del que somos testigos es el significado último de la democracia, su manifestación física, al fin aquí. Salud para todos. Y cuando eso suceda, la explosión de energía humana positiva transformará la Tierra en pocos años.

Un hombre se levantó y le preguntó sobre la posibilidad de una explosión demográfica, y Nirgal asintió.

—Sí, naturalmente ése es un problema real. No hace falta ser demógrafo para comprender que si continúan los nacimientos y la vida se prolonga, la población alcanzará rápidamente niveles increíbles, niveles insostenibles, hasta que se produzca un colapso. Por tanto hay que abordar el problema ahora. La tasa de natalidad debe reducirse drásticamente, al menos por un tiempo. No será una situación que se mantenga para siempre, ya que los tratamientos de longevidad no proporcionan la inmortalidad. Con el tiempo las primeras generaciones tratadas morirán, y en ello reside la solución del problema. Pongamos que la población actual de los dos mundos es de quince mil millones. Eso significa que empezamos mal.

»Dada la gravedad del problema, mientras puedan ser padres alguna vez, no hay por qué quejarse. Es la longevidad de ustedes la raíz del problema, después de todo, y la paternidad es la paternidad, con un hijo o con diez. Pongamos pues que cada persona forma una pareja y que cada pareja tiene un solo hijo, de manera que hay un hijo por cada dos personas de la generación anterior. Supongamos que eso representa siete mil millones de hijos de esta generación. Y a ellos también se les administrará el tratamiento, se los mimará y formarán parte de la insostenible superpoblación del mundo. Y ellos tendrán cuatro mil millones de hijos, y esa generación, dos mil millones, y así sucesivamente. Y mientras tanto todos estarán vivos y la población aumentará continuamente, aunque a un ritmo cada vez más lento. Y entonces, en un momento dado, quizá dentro de cien años, esa primera generación morirá. Corto o largo, cuando el proceso termine la población total se habrá reducido a la mitad, y se podrá estudiar la situación, las infraestructuras, el medioambiente de los dos planetas, la capacidad de soporte del sistema solar, sea cual fuere. Tras la desaparición de las generaciones más numerosas, se podrá empezar a tener dos hijos para reponer población y mantener una situación estable. Cuando se pueda tener esa opción, la crisis demográfica habrá pasado. Podría tardarse mil años.

Nirgal se interrumpió para mirar a la audiencia; la gente lo observaba en silencio, extasiada. Hizo un ademán que los abarcó a todos.

—Mientras tanto, tenemos que ayudarnos, tenemos que regularnos, cuidar de la tierra. Y es en esta parte del proyecto donde Marte puede ayudar a la Tierra. En primer lugar, constituimos un experimento para el cuidado de la tierra, y todos pueden aprender de ello y aplicar sus lecciones. En segundo lugar, y más importante, aunque el grueso de la población vivirá siempre aquí, una porción considerable puede radicarse en Marte. Ayudará a aliviar la situación y nosotros nos sentiremos felices de acogerlos. Tenemos la obligación de acoger el mayor número posible de personas, porque en Marte seguimos siendo terranos y somos solidarios. La Tierra y Marte… y hay otros mundos habitables en el sistema solar, aunque ninguno tan grande como estos dos. Cooperando podremos dejar atrás los años superpoblados, y entrar en una edad dorada.

El discurso causó una gran impresión, por lo que podía calibrarse desde el ojo del huracán de los medios de comunicación. Después de aquello Nirgal se pasaba los días hablando con grupos, elaborando las ideas que había expuesto en la reunión. Era un trabajo extenuante, y después de varias semanas de ese ritmo sin interrupciones, una mañana despejada miró por la ventana, salió de la habitación y propuso a sus escoltas hacer una excursión. Y ellos comunicaron a la gente de Berna que ese día Nirgal viajaría en privado. Luego tomaron un tren a los Alpes.

El tren se dirigió hacia el sur y pasó junto a un largo lago azul llamado Thunersee, flanqueado por empinadas montañas verdes y murallas y agujas de granito gris. Las ciudades de sus orillas tenían tejados de pizarra, árboles viejísimos y algún que otro castillo, todo en perfecto estado. Las vastas praderas verdes que se extendían entre las ciudades estaban salpicadas de grandes granjas de madera, con macetas de claveles rojos en todas las ventanas y balcones, un estilo que no había cambiado en quinientos años, le dijeron los escoltas. Se asentaban en la tierra como si formaran parte de ella. Habían despejado de piedras y árboles las montañas herbosas, otrora cubiertas de bosques. De manera que en realidad eran espacios terraformados, enormes colinas con hierba para forraje, agricultura que no tenía una razón de ser económica según el espíritu capitalista; pero los suizos habían mantenido las granjas de alta montaña contra viento y marea porque creían que eran importantes, o hermosas, o ambas cosas. Muy suizo. «Existen valores más elevados que los económicos», había insistido Vlad en el congreso que se celebraba en Marte, y Nirgal comprendía ahora que en la Tierra siempre había habido gente que lo creía de veras, o al menos en parte. Werteswandel, lo llamaban en Berna, mutación de valores; pero también podía ser evolución, retorno de valores; cambio gradual más que equilibrio discontinuo; benévolos arcaísmos residuales que habían perdurado para que, lentamente, esos valles aislados de alta montaña, con sus grandes granjas flotando en olas verdes, enseñaran al mundo cómo vivir. Un amarillo rayo de sol hendió las nubes e iluminó la colina a espaldas de una de aquellas granjas, y la montaña centelleó como una esmeralda, con un verde tan intenso que Nirgal se sintió desorientado y luego mareado. ¡Era tan difícil contemplar un verde tan radiante!

La heráldica colina desapareció. Otras pasaron ante la ventana, una ola verde tras otra, con su propia realidad luminosa. En Interlaken el tren viró y empezó a ascender por la ladera de un valle tan escarpada que en algunos puntos las vías se internaban en túneles excavados en las paredes rocosas y describían una circunferencia completa antes de emerger al sol. El tren circulaba sobre vías porque los suizos estaban convencidos de que los nuevos aportes de la tecnología no bastaban para justificar la sustitución de lo que ya tenían. Y así el tren vibraba e incluso se balanceaba de un lado a otro mientras rodaba rechinando colina arriba, acero sobre acero.

Se detuvieron en Grindelwald, y Nirgal siguió a los escoltas hasta un tren diminuto que los llevaría más arriba, bajo la inmensa cara norte del Eiger. Desde allí la muralla de piedra no parecía muy elevada, pero Nirgal había podido apreciar mejor su gran altura desde el Monstruo de Berna, a cincuenta kilómetros de distancia. Esperó pacientemente mientras el tren se internaba zumbando en el corazón de la montaña y zigzagueaba y trazaba espirales en la oscuridad del túnel, rota por las luces del tren y la fugaz claridad de un túnel lateral. Los hombres de la escolta, unos diez, y muy corpulentos, hablaban entre sí en voz baja en un gutural suizo-alemán.

Cuando salieron a la luz, se detuvieron en una pequeña estación, Jungfraujoch, «la estación ferroviaria más alta de Europa», como indicaba un cartel en seis idiomas; lo que no sorprendía pues estaba en un desfiladero helado entre dos grandes picos, el Monch y el Jungfrau, a 3.454 metros sobre el nivel del mar.

Nirgal se apeó, seguido por la escolta, y salió de la estación a una estrecha terraza exterior. El aire era tenue, limpio, vivificante, a unos 270° kelvins, el mejor que Nirgal había respirado desde que dejara Marte, y le resultó tan familiar que los ojos se le llenaron de lágrimas. ¡Ah, aquél era un lugar para él!

Incluso tras las gafas de sol la luz era demasiado brillante. El cielo tenía un color cobalto oscuro y la nieve cubría la mayor parte de las superficies, pero aquí y allá asomaba el granito, sobre todo en las caras septentrionales de la montaña, donde las rampas eran demasiado pronunciadas para soportar la nieve. Allí arriba, los Alpes ya no parecían una mole homogénea, cada masa rocosa tenía un aspecto y una presencia propios, separada del resto por grandes volúmenes vacíos y valles glaciales, profundas quebradas en forma de U. Hacia el norte aquellas macrotrincheras descendían mucho, predominaba el verde e incluso albergaban algún lago. Hacia el sur, los valles eran altos, y sólo mostraban nieve, hielo y roca. Ese día el viento venía de la cara sur, y traía el frío del hielo.

En el valle helado más cercano hacia el sur del desfiladero, Nirgal pudo distinguir una enorme y rugosa llanura blanca, gran confluencia de los glaciares de las altas cuencas circundantes. Era la Concordiaplatz, le dijeron. Cuatro grandes glaciares se encontraban allí y formaban el Grosser Aletschgletscher, el glaciar más largo de Suiza, que fluía hacia el sur.

Nirgal fue hasta el extremo de la terraza para tener una perspectiva más amplia de aquella desolación de hielo y descubrió un sendero de peldaños tallados en la nieve compacta que descendía hasta el glaciar, y de allí a la Concordiaplatz.

Pidió a sus guardaespaldas que esperasen en la estación; quería caminar solo. Ellos protestaron, pero en verano el glaciar no estaba cubierto por la nieve, las grietas eran bien visibles y el sendero discurría lejos de ellas. Y no había nadie allá abajo en aquel glacial día de verano. De todas maneras, los miembros de la escolta vacilaban, y dos insistieron en acompañarlo, al menos parte del camino, algo más atrás, «sólo por si acaso».

Finalmente Nirgal accedió, se echó la capucha y empezó a bajar por el sendero, cada paso una dolorosa sacudida, hasta que alcanzó la extensión llana del Jung-fraufirn. Las crestas que bordeaban aquel valle de nieve corrían hacia el sur desde el Jungfrau y el Monch, y después de unos cuantos kilómetros caían abruptamente hacia la Concordiaplatz. Desde el sendero la roca que las formaba parecía negra, tal vez por el contraste con la blancura de la nieve. Aquí y allá aparecían manchas de color rosa pálido en la nieve: algas. Incluso allí había vida, aunque escasa. El paisaje era una extensión de blanco y negro inmaculados bajo el arco pronunciado de la cúpula azul de Prusia del cielo, y un frío viento recorría el cañón de Concordiaplatz. Nirgal quería bajar hasta aquella gran confluencia y echarle un vistazo, pero no sabía si disponía del tiempo suficiente. En aquel lugar era difícil determinar las distancias y podía muy bien estar más lejos de lo que creía. Bien, podía caminar hasta que el sol estuviese a medio camino del horizonte occidental y luego volver. Echó a andar a buen paso colina abajo por el nevero siguiendo las señales de color anaranjado, sintiendo el peso adicional de la persona que cargaba en su interior y también la presencia de los dos escoltas que lo seguían a unos doscientos metros.

Caminó sin detenerse durante mucho tiempo. No le costaba tanto. La superficie almenada del hielo crujía bajo sus botas marrones. El sol había ablandado la capa superior a pesar del viento glacial. La superficie centelleante no le permitía ver con claridad, incluso con las gafas de sol; el hielo oscilaba delante de él con un resplandor oscuro.

Las crestas a derecha e izquierda empezaron a descender y llegó a la Concordiaplatz. Alcanzaba a ver los glaciares de los cañones superiores como los dedos de una mano de hielo tendidos hacia el sol. La muñeca corría hacia el sur, el Grosser Aletschgletscher, y él estaba de pie sobre la blanca palma como una ofrenda al sol, junto a una línea de la vida de piedras caídas. El hielo, carcomido y nudoso, tenía una tonalidad azul.

Sintió la embestida del viento, remolineando en su corazón, y se volvió despacio, como un pequeño planeta, como una peonza a punto de caer, intentando soportarlo, encararlo. ¡La gran masa de aquel mundo blanco era tan brillante, tan ventosa y vasta, tan aplastante! Y sin embargo presentía una suerte de oscuridad tras ella, como el vacío del espacio, visible detrás del cielo. Se quitó las gafas para ver qué aspecto tenía esa realidad, y la llamarada fue tan violenta que tuvo que cerrar los ojos y ocultar la cabeza en el hueco del brazo, y aun así unas manchas luminosas latieron ante sus ojos, hiriéndolos.

—¡Caramba! —gritó, y rió, determinado a intentarlo otra vez en cuanto desaparecieran las manchas, pero antes de que las pupilas se dilataran de nuevo.

Y así lo hizo, pero el segundo intento fue tan desastroso como el primero. ¿Cómo te atreves a querer verme como en realidad soy?, gritó silenciosamente el mundo.

—¡Dios mío! —exclamó Nirgal, sobrecogido.

Volvió a colocar las gafas sobre sus ojos cerrados, y miró a través de las móviles manchas de luz; gradualmente el paisaje primitivo de hielo y roca se restableció tras las franjas negras, blancas y verde neón que latían en su campo de visión. El blanco y el verde, y aquél era el blanco. La desnudez del universo inanimado. Aquel lugar tenía la misma entidad que el paisaje marciano primitivo. Aún más vasto que el paisaje marciano, sí, debido a los horizontes lejanos y la abrumadora gravedad; y más escarpado, blanco, ventoso, ka, cuyo frío le calaba la parka. De pronto sintió como si un viento le traspasara el corazón: el súbito conocimiento de que la Tierra era tan vasta que en su variedad albergaba regiones más marcianas que las del mismo Marte, que además de todos los aspectos en los que superaba a Marte, poseía una grandeza que eclipsaba su orgullo de ser marciano.

Lo inesperado del descubrimiento lo dejó petrificado, y entonces contempló el mundo. El viento cesó. El mundo se detuvo. Ni un movimiento, ni un sonido.

Cuando percibió el silencio, empezó a escuchar y no oyó nada, y el silencio mismo de algún modo se hizo cada vez más palpable. No se parecía a nada que hubiera experimentado. Y se le ocurrió que en Marte siempre estaba metido en un traje o una tienda, siempre rodeado de maquinaria, excepto en sus raros paseos por la superficie en los últimos años. Pero siempre se oía el viento o alguna maquinaria cercana. O quizá nunca se había detenido a escuchar realmente. En aquel momento sólo había un gran silencio, el silencio del universo. Ningún sueño podía imaginarlo.

Y entonces empezó a percibir sonidos de nuevo: la sangre en sus oídos, el aliento en sus narices, el quedo zumbido de su pensamiento, que parecía tener un sonido propio. Esta vez escuchaba su propio sistema de soporte vital, su cuerpo, con sus bombas, ventiladores y generadores orgánicos. Los mecanismos siempre estaban en su interior, emitiendo sus sonidos. Pero ahora estaba libre de todo lo demás, inmerso en un gran silencio que le permitía escucharse a sí mismo, sólo él en aquel mundo, un cuerpo libre posado sobre la madre tierra, libre en la roca y el hielo donde todo había empezado. Madre Tierra; pensó en Hiroko, esta vez sin la angustia desgarradora que había sentido en Trinidad. Cuando regresara a Marte podría vivir de esa manera. Podría internarse en el silencio como un ser libre, vivir en el exterior, expuesto al viento, en una vasta extensión blanca e inmaculada y sin vida semejante a aquélla, con una cúpula azul oscura sobre su cabeza semejante a aquélla, el azul, una exhalación visible de la vida: el oxígeno, el color de la vida. Allí arriba, una cúpula sobre la blancura. Una suerte de señal. El mundo blanco y el mundo verde, sólo que allí el verde era azul.

Con sombras. Entre las débiles manchas luminosas que aún persistían en su visión había sombras alargadas que venían del oeste. Estaba a bastante distancia del Jungfraujoch, y había bajado considerablemente además. Se volvió y emprendió el regreso sobre el Jungfraufirn. A lo lejos, sendero arriba, sus dos compañeros asintieron y se volvieron también, caminando deprisa.

Muy pronto estuvieron bajo la sombra de la cresta occidental; el sol había desaparecido y el viento empujaba a Nirgal, ayudándolo en la marcha. Era muy frío. Pero después de todo aquélla era la temperatura con la que se sentía cómodo, y aquel aire también, con un agradable toque de densidad; y por tanto, a pesar del peso en su interior, inició un ligero trote sobre el hielo compacto y crujiente, inclinado el cuerpo hacia adelante, sintiendo que los músculos de sus muslos respondían al esfuerzo, y encontró su viejo ritmo de lung-gom-pa: los pulmones y el corazón bombeaban con fuerza para llevar el peso adicional. Pero Nirgal era fuerte, y aquélla era una de las altas regiones de la Tierra con una cualidad marciana; y subió por el crepitante sendero sintiéndose cada vez más fuerte y asombrado, lleno de regocijo y también atemorizado: un planeta sorprendente si podía combinar tanto verde y tanto blanco, y su órbita era tan exquisita que al nivel del mar el verde brotaba con profusión y a tres mil metros el blanco lo cubría todo; la zona natural de la vida estaba comprendida en esos tres mil metros. Y la Tierra giraba con esa diáfana burbuja de biosfera en la franja más apropiada de una órbita de ciento cincuenta millones de kilómetros de amplitud. Era demasiada suerte para admitirla.

La piel le hormigueaba por el esfuerzo y sentía todo el cuerpo acalorado, hasta los pies. Empezó a sudar. El aire frío era deliciosamente vigorizante y supuso que podría mantener aquel ritmo de marcha durante horas; pero, ¡ay!, un poco más adelante ya le esperaba la escalera de nieve con su barandilla de cuerda y sus balizas. Sus custodios caminaban muy por delante de él, subiendo deprisa la última pendiente. Pronto también él estaría allí, en la pequeña estación ferroviaria/espacial. ¡Esos suizos, qué cosas se les ocurría construir! ¡Poder visitar la formidable Concordiaplatz en un viaje de un día desde la capital de la nación! No le extrañaba que fueran tan comprensivos con Marte, ellos eran el elemento terrano más cercano a Marte, en verdad: constructores, terraformadores, habitantes del aire tenue y frío.

Cuando al fin puso los pies en la terraza y entró en la estación, se sintió inclinado a la benevolencia con respecto a ellos; y cuando se acercó a sus escoltas y a los demás pasajeros que esperaban junto al tren, su sonrisa era tan radiante, estaba de tan buen humor, que los rostros ceñudos del grupo (comprendió que los habían obligado a esperarle) se distendieron, se miraron unos a otros, rieron y sacudieron la cabeza como diciendo: ¿qué podemos hacer, sino reír y aguantarlo? Ellos también habían sido jóvenes y habían estado en los Alpes por primera vez, un soleado día de verano, y habían conocido el mismo entusiasmo, recordaban lo que se sentía. De modo que le estrecharon la mano, le abrazaron, lo hicieron subir al tren y éste se puso inmediatamente en marcha, porque, no importaba lo que sucediese, no era bueno tener un tren esperando. Y una vez en ruta notaron que tenía las manos y el rostro calientes, y le preguntaron dónde había estado y le dijeron cuántos kilómetros significaba aquello, y cuántos metros de desnivel. Le pasaron una pequeña petaca de schnapps. Y cuando el tren se introdujo en el túnel lateral que llevaba a la cara norte del Eiger, le hablaron del fallido intento de rescate de los malhadados escaladores nazis, excitados, y luego conmovidos al ver que él parecía muy impresionado. Y después se acomodaron en los compartimientos iluminados del tren, que bajaba rechinando por el tosco túnel de granito.

Nirgal se quedó en el extremo de uno de los vagones, mirando el veloz paso de la roca dinamitada y después, cuando salieron una vez más a la luz, la muralla del Eiger delante. Un pasajero que se dirigía a otro vagón se detuvo y se lo quedó mirando:

—Qué curioso verlo aquí. —Tenía acento británico.— La semana pasada me encontré con su madre.

Confundido, Nirgal balbuceó:

—¿Mi madre?

—Sí, Hiroko Ai. ¿No es así? Estaba en Inglaterra, colaborando con la gente de la desembocadura del Támesis. Una curiosa coincidencia que ahora me haya encontrado con usted. Me hace pensar que en cualquier momento voy a ver hombrecitos rojos.

El hombre soltó una carcajada y siguió su camino.

—¡Eh! —gritó Nirgal—. ¡Espere! Pero el hombre no se detuvo.

—Lo siento, no quería entrometerme —dijo por encima del hombro—. Eso es todo lo que sé, de todas maneras. Tendrá que ir a visitarla, tal vez a Sheerness…

Y entonces el tren entró rechinando en la estación de Klein Scheidegg y el hombre se apeó de un salto, y cuando Nirgal corrió tras él, tropezó con mucha gente y sus escoltas se acercaron y le dijeron que tenían que bajar a Grindelwald inmediatamente si querían llegar a casa esa noche. Nirgal no pudo oponerse. Pero mirando por la ventanilla mientras se alejaban de la estación, vio al inglés que lo había abordado siguiendo a buen paso el sendero que bajaba al valle en sombras.

Aterrizó en un gran aeropuerto del sur de Inglaterra y fue conducido al norte y al este, a una ciudad que sus acompañantes llamaron Faversham, más allá de la cual las carreteras y puentes estaban bajo las aguas. Había decidido llegar sin anunciarse y su escolta allí era un grupo de policías que recordaban más a las unidades de seguridad de la UNTA en Marte que a sus custodios suizos: ocho hombres y dos mujeres, lacónicos, vigilantes, engreídos. Al principio pretendían encontrar a Hiroko interrogando a la gente en comisaría. Pero Nirgal estaba seguro de que aquello haría que se ocultara e insistió en salir a buscarla sin aspavientos, y consiguió convencerlos.

El vehículo avanzó en el alba gris hasta el nuevo frente marítimo, allí mismo entre los edificios: en algunos lugares había hileras de sacos apilados entre las paredes cenagosas, en otros, sólo calles anegadas por aguas oscuras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Algunas planchas tendidas aquí y allá salvaban los charcos y el barro.

En el extremo de una de las hileras de sacos vislumbró unas aguas pardas, más allá de las cuales ya no había edificios, y unos cuantos botes de remos amarrados a la reja de una ventana medio cubierta de espuma sucia. Nirgal siguió a uno de sus custodios hasta un gran barco de pesca, donde los recibió un hombre enjuto y rubicundo que llevaba un gorro mugriento calado hasta las orejas. Una especie de policía portuario, al parecer. El hombre le dio un flojo apretón de manos y acto seguido partieron, remando en el agua opaca, seguidos por otros tres botes con el resto de la preocupada escolta de Nirgal. El remero de su barca dijo algo y Nirgal tuvo que pedirle que lo repitiera; era como sí al hombre le faltara la mitad de la lengua.

—¿El dialecto que habla usted es cockney?

—Sí, cockney —dijo el hombre, y se echó a reír.

Nirgal rió también y se encogió de hombros. Era una palabra que recordaba haber leído, pero no sabía qué quería decir exactamente. Había oído centenares de dialectos ingleses, pero aquél presumiblemente debía de ser el principal, y apenas entendía algo. El hombre habló más despacio, pero fue peor aún. Le estaba describiendo y señalando el barrio por el que navegaban. El agua casi llegaba a los tejados.

—Barriadas —repitió varias veces, señalando con los remos.

Llegaron a un muelle flotante, junto a lo que parecía ser una señal de autopista que rezaba «OARE». Había varias embarcaciones mayores amarradas al muelle o meciéndose sujetas a sus anclas. El policía de puertos remó hasta una de ellas e indicó la escalerilla metálica unida al casco oxidado.

—Adelante.

Nirgal trepó al barco. En cubierta le esperaba un hombre tan bajo que tuvo que empinarse para estrechar la mano de Nirgal con un vigoroso apretón.

—Así que es usted un marciano —dijo, en un inglés parecido al del remero, pero mucho más comprensible—. Bienvenido a bordo de nuestro pequeño navío de investigación. Me dicen que ha venido buscando a la anciana dama asiática, ¿no es así?

—Sí —dijo Nirgal, con el pulso acelerado—. Es japonesa.

—Humm. —El hombre frunció el entrecejo.— Sólo la vi una vez, pero hubiera jurado que era asiática, de Bangladesh quizá. Están por todas partes desde la inundación. Pero ¿quién puede asegurarlo, eh?

Cuatro de los acompañantes de Nirgal subieron a bordo y el patrón apretó el botón que ponía en marcha el motor, giró la rueda del timón y fijó la vista delante mientras el motor de popa impulsaba el barco vibrante y lo alejaba de la línea de edificios inundados. El cielo estaba encapotado, con nubes bajas; mar y cielo se confundían en una bruma grisácea.

—Iremos al embarcadero —dijo el pequeño capitán. Nirgal asintió.

—¿Cuál es su nombre?

—Mi nombre es Bly. Be, ele, y griega.

—Yo soy Nirgal.

El hombre inclinó la cabeza.

—¿Así que esto era antes el puerto? —preguntó Nirgal.

—Esto era Faversham. Aquí estaban las marismas: Ham, Magden… era casi todo marisma, hasta la isla de Sheppey. El Swale. Más pantanos que agua, si usted me entiende. Ahora te metes aquí en un día ventoso y es como si estuvieras en el mar del Norte. Y Sheppey sólo es aquella colina que se ve allá a lo lejos. Ahora es una isla de verdad.

—¿Y allí es dónde usted vio…? —Nirgal no supo cómo referirse a ella.

—La abuela asiática de usted vino en el ferry de Flessinga a Sheerness, al otro lado de esa isla. Sheerness y Minster tienen al Támesis haciendo las veces de calles, y cuando sube la marea también de tejado. Ahora estamos sobre las marismas de Magden. Rodearemos el promontorio Shell, porque el Swale está demasiado espeso.

El agua de aspecto fangoso se rizaba, surcada por largas y onduladas franjas de espuma amarillenta. En el horizonte el agua se veía grisácea. Bly viró y encontraron mar picada. El barco cabeceaba, arriba y abajo, arriba y abajo. Era la primera vez que Nirgal navegaba. Nubes grises se cernían sobre ellos y sólo había una cuña de aire entre los vientres de las nubes y el agua agitada. El barco avanzaba como podía, sacudido como un corcho. Un mundo líquido.

—Ahora se tarda mucho menos en rodearlo —dijo el capitán Bly desde el timón—. Si el agua estuviese más clara, podría ver Sayes Court justo debajo de nosotros.

—¿Qué profundidad hay? —preguntó Nirgal.

—Depende de la marea. La isla estaba más o menos una pulgada sobre el nivel del mar antes de la inundación, así que la profundidad es todo lo que haya subido el nivel del mar. ¿Cuánto dicen que es ahora, veinticinco pies…? Más de lo que esta vieja muchachita necesita, eso seguro. Tiene muy poco calado.

Hizo girar la rueda del timón a la izquierda y el oleaje embistió el costado del barco, que avanzó espasmódicamente. Bly señaló a barlovento:

—Allí, cinco metros. Harty Marsh. ¿Ve ese bancal de patatas, el agua picada de allí? Eso emergerá cuando la marea esté a medio bajar, parece un gigante ahogado sepultado en el barro.

—¿Cómo está la marea ahora?

—Casi pleamar. Cambiará dentro de una media hora.

—Cuesta creer que la Luna pueda arrastrar el mar de esa forma.

—Caramba, ¿acaso no cree en la gravedad?

—Claro que creo en ella, en este momento me está aplastando. Es sólo que cuesta creer que algo tan lejano ejerza tal atracción.

—Humm —dijo el capitán, taladrando con la mirada el banco de niebla que tenía delante—. Lo que de verdad cuesta creer es que un puñado de icebergs haya podido desplazar el agua necesaria para que los océanos suban lo que han subido.

—Es difícil de creer.

—Es sorprendente. Pero tenemos la prueba flotando ante nuestras narices. Ah, se ha levantado la niebla.

—¿Tienen ahora peor tiempo que antes? El capitán soltó una carcajada.

—No sé qué decirle. Es como comparar cosas absolutas.

La niebla tendía sobre ellos largos velos de humedad, y las aguas agitadas siseaban y humeaban. Había oscurecido. De pronto Nirgal se sintió feliz, a pesar del malestar de su estómago durante la deceleración al pie de cada ola. Viajaba en barco en un mundo de agua y la luz tenía un nivel tolerable al fin. Por primera vez desde que llegara a la Tierra podía dejar de entornar los párpados.

El capitán giró el timón de nuevo y navegaron en la dirección del oleaje, hacia el noroeste, hacia las bocas del Tamesis. A la izquierda, una cresta verdosa emergió de las aguas pardas; unos edificios coronaban su pendiente.

—Eso es Minster, o lo que queda de ella. Era la única zona alta de la isla. Sheerness queda por allá, donde el agua se ve tan agitada.

Bajo el techo opresivo de la niebla Nirgal divisó lo que parecía un arrecife batido por aguas impetuosas, negras bajo la espuma blanca.

—¿Eso es Sheerness?

—Sí.

—¿Y todo el mundo se trasladó a Minster?

—O a otros sitios. La mayoría, sí, pero todavía queda alguna gente muy testaruda en Sheerness.

El capitán calló y se concentró en guiar el barco a través del sumergido paseo marítimo de Minster. En una zona donde emergían los tejados entre las olas se veía un edificio al que habían despojado del techo y de la pared que daba al mar y servía ahora como pequeño puerto: las tres paredes restantes albergaban una porción de mar y los pisos superiores de la parte trasera eran el puerto propiamente dicho. Había tres barcas de pesca amarradas allí, y mientras el barco que llevaba a Nirgal hacía las maniobras de aproximación, algunos hombres se asomaron y saludaron.

—¿Quién es ése? —preguntó uno cuando Bly atracó.

—Uno de los marcianos. Estamos buscando a la dama asiática que estaba trabajando en Sheerness la semana pasada, ¿la has visto?

—Hace tiempo que no la veo. Un par de meses, en verdad. Oí que había cruzado a Southend. En el submarino lo sabrán.

Bly asintió y se volvió hacia Nirgal.

—¿Le apetece ver Minster? —le preguntó. Nirgal frunció el entrecejo.

—Preferiría ver a la gente que tal vez sepa de su paradero.

—Claro. —Bly dio marcha atrás, sacó el barco del atracadero y luego viró. Nirgal observó las ventanas cegadas, el yeso manchado, los estantes en la pared de una oficina, algunas notas sujetas con chinchetas a una viga. Mientras se dirigían hacia el sector inundado de Minster, Bly tomó el micrófono de la radio y apretó unos botones. Mantuvo unas cuantas conversaciones breves que Nirgal apenas pudo seguir, con expresiones pintorescas y respuestas envueltas en una estática explosiva.

—Lo intentaremos en Sheerness, pues. La marea está bien.

Avanzaron directamente hacia las aguas espumosas que se encrespaban sobre la ciudad sumergida y siguieron las calles lentamente. Donde la espuma era más densa las aguas estaban más tranquilas. En el líquido gris asomaban chimeneas y postes de teléfonos, y de cuando en cuando Nirgal vislumbraba los edificios bajo el mar, pero había tanta espuma en la superficie y el fondo era tan oscuro que poco se podía ver: la pendiente de un tejado, la visión fugaz de una calle, la ventana ciega de una casa.

En el otro extremo de la ciudad había un muelle flotante anclado a un pilar de hormigón que asomaba entre la resaca.

—Éste es el antiguo muelle de los ferries. Separaron una sección y la reflotaron, y ahora han achicado el agua de las oficinas inferiores y las han vuelto a ocupar.

—¿Es posible…?

—Ya lo verá.

Bly saltó por la borda al embarcadero y alargó una mano para ayudar a Nirgal a hacer lo mismo; de todas maneras Nirgal cayó pesadamente sobre una rodilla al tocar el suelo.

—Ánimo, Spiderman. Allá vamos.

El pilar de hormigón se elevaba aproximadamente un metro y medio y resultó estar hueco. Habían atornillado una escalerilla metálica en el interior. De un cable revestido de goma y enrollado a uno de los postes de la escalerilla colgaban varias bombillas. El cilindro de hormigón terminaba unos tres metros más abajo, pero la escalera bajaba hasta una gran sala, cálida, húmeda y maloliente, dominada por el ruido de varios generadores que debían de estar allí mismo o en el edificio contiguo. Las paredes, el suelo, los techos y ventanas estaban revestidos de algo semejante a una lámina de plástico transparente. Se encontraban en el interior de una burbuja; fuera, el agua, lóbrega, como el agua sucia en un fregadero.

El rostro de Nirgal sin duda reflejaba su sorpresa, ya que Bly esbozó una sonrisa y dijo:

—Era un edificio sólido. Esto, que podría llamarse lámina de roca, es algo parecido al material de las tiendas que ustedes utilizan en Marte, sólo que se endurece. Ya se han reocupado varios edificios, los que tienen el tamaño y la profundidad apropiadas, desde luego. Colocas un tubo y soplas, como si soplaras vidrio. Así que muchos de los antiguos habitantes de Sheerness están regresando y se hacen a la mar desde el puerto o desde el tejado de sus casas. Los llaman la gente de la marea. Supongo que es mejor que ir a pedir limosna a Inglaterra, ¿no?

—¿En qué trabajan?

—Pescan, como siempre. Y hacen labores de salvamento. ¡Eh, Karna! Aquí está mi marciano, ven a saludarle. En el lugar del que viene es bajito, ¡imagínate! Lo llamo Spiderman.

—Pero si es Nirgal, ¿no? Que me maten si llamo Spiderman a Nirgal cuando viene a visitarme. —Y el hombre, de cabellos negros y piel oscura, oriental en apariencia, aunque no por el acento, estrechó la mano de Nirgal con gentileza.

La intensa iluminación de la sala procedía de unos focos inmensos dirigidos hacia el techo. El suelo reluciente estaba atestado: mesas, bancos, maquinaria en distintos estadios de montaje, motores de embarcaciones, bombas, generadores, bobinas, y cosas que Nirgal no pudo reconocer. Los generadores que se oían estaban al final de un pasillo, aunque no por ello producían menos estrépito. Nirgal se acercó a una pared para inspeccionar el material de la burbuja. Sólo tenía un grosor de unas pocas moléculas, le informaron los amigos de Bly, y sin embargo podía soportar miles de libras de presión. Nirgal imaginó cada libra como un puñetazo, miles de ellos a un tiempo.

—Estas burbujas seguirán aquí cuando se haya desgastado el hormigón.

Nirgal preguntó por Hiroko. Karna se encogió de hombros.

—Nunca me dijeron su nombre. Yo creía que era tamil, del sur de la India. He oído que ha pasado a Southend.

—¿Ella les ayudó con esto?

—Sí. Nos trajo las burbujas de Flessinga, ella y un puñado de gente como ella. Lo que han hecho aquí es extraordinario; antes de que vinieran, nos arrastrábamos en High Halstow.

—¿Por qué vinieron?

—No lo sé. Seguramente formaban un grupo de ayuda a las poblaciones costeras. —El hombre rió.— Aunque nadie lo hubiera dicho. Por lo que parecía iban bordeando la costa y rehabilitando construcciones entre las ruinas por pura diversión. Civilización entre mareas, la llamaban.

—¡Karnasingh! ¡Bly! Un día precioso, ¿eh?

—Sí.

—¿Os apetece un poco de bacalao?

En la gran sala contigua había una cocina y un comedor con muchas mesas y bancos. En ese momento comían allí unas cincuenta personas, y Karna presentó a voz en grito a Nirgal. Unos murmullos indistintos lo recibieron. La gente estaba ocupada con la comida: cuencos de estofado de pescado que se servían de unas grandes marmitas negras con aspecto de llevar siglos de uso ininterrumpido. Nirgal se sentó a comer; el estofado estaba bueno, pero el pan era duro como la mesa. Le rodeaban rostros curtidos, carcomidos, castigados por la sal, rojizos cuando no eran cobrizos; Nirgal no había visto nunca unos semblantes tan expresivos y feos, maltratados y modelados por la dura existencia en el opresivo abrazo de la Tierra. Conversaciones ruidosas, salvas de carcajadas, gritos; el ruido del generador apenas era audible. Después de comer, se acercaron a saludarlo y echarle una ojeada. Varios habían conocido a la mujer asiática y sus amigos y la describieron con entusiasmo. Ni siquiera les había dicho cómo se llamaba. Su inglés era bueno, pausado y claro.

—Yo pensaba que era paquistaní. Sus ojos no parecían demasiado orientales, si usted me entiende. Vaya, que no eran como los de usted, no había ningún pliegue cerca de la nariz.

—Pliegue epicántico, ignorante.

Nirgal sintió que se le aceleraba el corazón. Hacía mucho calor allí, y la atmósfera era húmeda y viciada.

—¿Y los que la acompañaban?

Algunos eran orientales. Asiáticos, excepto dos blancos.

—¿Alguno era alto? —preguntó Nirgal—. ¿Como yo?

Ninguno. Si Hiroko había decidido regresar a la Tierra, era muy probable que los más jóvenes no la hubieran acompañado. Hasta era posible que Hiroko ni siquiera les hubiera comunicado lo que pensaba hacer. ¿Abandonaría Frantz Marte, lo haría Nanedi? Nirgal lo dudaba. Regresar a la Tierra en la hora de necesidad… los más viejos lo harían. Sería muy propio de Hiroko; podía imaginarla navegando por las nuevas costas terrestres, organizando la rehabitación…

—Se fueron a Southend. Iban a seguir toda la costa trabajando. Nirgal miró a Bly, que asintió; ellos también irían.

Pero la escolta de Nirgal quería corroborar los datos primero. Exigían un día para organizarlo todo. Mientras, Bly y sus amigos charlaban sobre proyectos de rescate submarino, y cuando Bly se enteró del retraso, le preguntó a Nirgal si le gustaría participar en una de esas operaciones, a la mañana siguiente, «aunque no es una tarea agradable». Nirgal aceptó y la escolta no se opuso, siempre y cuando algunos los acompañasen. Todos quedaron de acuerdo.

Pasaron la tarde en el ruidoso y húmedo almacén submarino, y Bly y sus amigos lo revolvieron todo en busca de equipo apropiado para Nirgal. Y pasaron la noche en los cortos y estrechos catres del barco de Bly, como mecidos en una cuna grande y tosca.

A la mañana siguiente hicieron los últimos preparativos rodeados de una leve neblina de tonalidades marcianas: los rosados y anaranjados flotaban aquí y allá sobre una vitrea agua muerta de color malva. La marea estaba casi en el punto más bajo y el equipo de rescate, Nirgal y tres guardaespaldas siguieron la embarcación de Bly a bordo de un trío de pequeñas lanchas motoras, maniobrando entre chimeneas, señales de tráfico y postes de electricidad, conferenciando a menudo. Bly había sacado un manoseado libro de mapas, y mencionaba ciertas calles de Sheerness, pues se dirigían a un punto determinado. Muchos almacenes de la zona del puerto al parecer ya habían sido vaciados, pero quedaban algunos, desperdigados por los bloques de pisos situados detrás del paseo marítimo, en los que no habían operado, y uno de ellos era el objetivo de esa mañana.

—Aquí es adonde vamos: el número dos de Carleton Lane. —Una joyería, cerca de un pequeño mercado.— Buscaremos joyas y comida enlatada, un botín equilibrado, podría decirse.

Amarraron a la parte superior de una valla publicitaria y pararon los motores. Bly lanzó por la borda un pequeño objeto sujeto a un cordón y fue a reunirse con tres hombres frente a la pequeña pantalla de la IA empotrada en el panel de instrumentos del puente. Soltaron un fino cable por el costado, y el carrete emitió un chirrido espeluznante. En la pantalla, el lóbrego color de la imagen fluctuaba entre el marrón y el negro.

—¿Cómo saben qué están viendo? —preguntó Nirgal.

—No lo sabemos.

—Pero, miren, eso de ahí es una puerta, ¿ven?

—No.

Bly pulsó en el diminuto teclado numérico bajo la pantalla.

—Allá vas, pequeña. Ya estamos dentro. Eso de ahí debería ser el mercado.

—¿Es que no tuvieron tiempo de poner a salvo las cosas? —preguntó Nirgal.

—No todo. Toda la población de la costa este de Inglaterra tuvo que trasladarse al mismo tiempo, de manera que no había suficientes medios de transporte para llevar más que lo que pudieras cargar en el coche. Como mucho. Mucha gente dejó su casa intacta. Así que rescatamos lo que vale la pena.

—¿Y qué opinan los dueños?

—Oh, existe un registro. Lo consultamos y nos ponemos en contacto con los dueños cuando es posible, y les cobramos unos honorarios por el salvamento si quieren recuperar sus cosas. Si no están en el registro, lo vendemos en la isla. La gente busca muebles y esas cosas. Ahí, miren… vamos a ver qué es eso.

Apretó una tecla y la pantalla se aclaró.

—Ah, sí, un frigorífico. Nos vendrá bien, pero sudaremos tinta para subirlo.

—¿Y la casa?

—La volaremos. Una explosión limpia si se colocan bien las cargas. Pero no será esta mañana. La señalaremos y seguiremos adelante.

Continuaron avanzando. Bly y otro hombre seguían atentos a la pantalla, discutiendo amigablemente adonde irían después.

—Esta ciudad nunca fue gran cosa, ni siquiera antes de la inundación —dijo Bly a Nirgal—. Llevaba un par de siglos entregada a la bebida, desde el fin del imperio.

—Desde el fin de la navegación a vela, querrás decir —corrigió el otro hombre.

—Es lo mismo. El viejo Támesis empezó a usarse cada vez menos después de aquello, y los pequeños puertos del estuario empezaron a decaer. Y de eso hace ya mucho.

Al fin Bly paró el motor y los miró a todos. Nirgal vio en los rostros barbudos una curiosa mezcla de resignación torva y alegre expectación.

—Ahí lo tenemos.

Los demás empezaron a sacar el equipo de inmersión: trajes completos, tanques, máscaras, algunas escafandras.

—Pensamos que el equipo de Eric le irá bien —dijo Bly—. Era un gigante. —Sacó un largo traje negro de inmersión, sin pies ni guantes, de la atestada taquilla, para utilizar con máscara y no con escafandra.— También están las botas.

—Me los probaré.

Él y dos hombres se desnudaron y se pusieron los trajes, sudando y resoplando mientras se los acomodaban y cerraban las cremalleras de los cuellos ceñidos. El traje de Nirgal tenía un desgarrón triangular en el costado izquierdo, afortunadamente, porque si no no le habría cabido; le iba muy ajustado en el torso y demasiado holgado en las piernas. Uno de los submarinistas cerró el desgarrón con cinta aislante.

—Esto bastará, al menos para una inmersión. Pero ya ve lo que le sucedió a Eric, ¿no? —dijo, dándole unos golpecitos en el costado—. Procure no quedar atrapado en alguno de los cables.

—Lo haré.

Nirgal sintió un hormigueo generalizado bajo el traje, que de pronto le pareció enorme. Atrapado por un cable en movimiento y golpeado contra el hormigón, ka, qué agonía… un golpe fatal… ¿cuánto tiempo debió de conservar la conciencia después de eso, un minuto, dos? Debatiéndose en la oscuridad…

Nirgal se esforzó por salir de su representación del final de Eric, estremecido. Le sujetaron un respirador a la parte superior del brazo y la máscara, y de pronto se encontró inhalando un aire seco y frío; oxígeno puro, le dijeron. Bly le volvió a preguntar si se sentía bien para bajar, porque Nirgal temblaba ligeramente.

—Sí, sí —repuso Nirgal—. Me siento bien con el frío, y esa agua no está tan fría. Además, ya he empapado el traje de sudor.

Los otros submarinistas, también sudorosos, asintieron. Prepararse era más duro que bucear. Bajó por la escalerilla y de pronto se vio libre del peso aplastante de la gravedad, entró en algo muy semejante a la g marciana, o aún más ligero, ¡qué alivio! Nirgal aspiró alegremente el frío oxígeno embotellado, casi sollozando por la súbita liberación de su cuerpo, flotando en una cómoda penumbra. Sí, su mundo en la Tierra estaba bajo las aguas.

En la profundidad todo era tan oscuro y amorfo como en la pantalla, a excepción de los conos de luz que brotaban de los faros de sus dos compañeros, obviamente muy potentes. Nirgal los seguía un poco rezagado y a menor profundidad, y de ese modo tenía una panorámica de la situación. El agua del estuario estaba fría, a unos 285° kelvins calculó Nirgal, pero la que se filtraba por las muñecas y alrededor de la capucha era escasa y, atrapada en el interior del traje, se calentaba por su esfuerzo, lo cual compensaba el frío de las manos y el rostro, y del costado izquierdo.

Los conos de luz barrían la penumbra cuando los hombres miraban alrededor. Nadaban siguiendo una calle estrecha. Envolviendo los edificios, las calzadas y las aceras, el agua gris y tenebrosa se parecía extrañamente a la niebla de la superficie.

Se encontraron delante de un edificio de ladrillo de tres plantas que ocupaba la esquina de una intersección de calles en ángulo agudo. Kev le indicó con un ademán que los esperase fuera, y Nirgal estuvo encantado de complacerlo. El otro buceador, que sostenía un cable tan fino que apenas se distinguía, fijó una pequeña polea en el umbral de la puerta principal y pasó el cable por ella. El tiempo se arrastró; Nirgal nadaba lentamente alrededor del edificio en forma de cuña y espiaba por las ventanas del segundo piso las oficinas, las habitaciones vacías, los apartamentos. Algunos muebles flotaban junto a los techos. Un movimiento lo hizo apartarse con sobresalto; tenía miedo del cable, pero en realidad no había motivo para ello, puesto que estaba en el otro lado del edificio. Se le coló un poco de agua en la boquilla y la tragó para quitarla de en medio. Sabía a sal, limo y plantas, y a algo desagradable. Siguió nadando.

En el otro lado, Kev y el otro hombre intentaban hacer pasar una pequeña caja fuerte por la puerta. Cuando lo consiguieron, movieron las piernas para mantener la posición vertical y esperaron hasta que el cable se tensó sobre sus cabezas. Luego ejecutaron un torpe ballet acuático y la caja fuerte flotó hacia la superficie y desapareció. Kev volvió a entrar en el edificio y luego salió impulsándose con fuerza y cargando dos pequeños sacos. Nirgal se acercó a él, tomó uno de los sacos y con enérgicas y voluptuosas patadas se impulsó hacia el barco. Emergió a la brillante luz de la niebla. Le habría gustado bajar otra vez, pero Bly no quería que permanecieran más tiempo allí abajo y Nirgal arrojó las aletas al barco y trepó por la escalerilla lateral. Cuando se sentó estaba sudando, y sintió un alivio inmenso al quitarse la capucha del traje, aun cuando estuvo a punto de arrancarse los cabellos con ella. Le ayudaron a despojarse del traje de buceo, y el contacto con el aire pegajoso le pareció muy agradable.

—¡Mírenle el pecho, pero si parece un galgo!

—Como si hubiera respirado vapores toda la vida.

La niebla empezó a disiparse y descubrió un cielo blanco atravesado por una banda más blanca y brillante de sol. El peso había regresado e hizo varias inspiraciones profundas para devolverle a su cuerpo ese ritmo de trabajo. Notaba el estómago extraño y los pulmones le dolían un poco al respirar. Todo se mecía más de lo que el movimiento del océano justificaba. El cielo se volvió de cinc y el cuadrante del sol adquirió un resplandor cegador. Nirgal permaneció sentado, con una respiración cada vez más rápida y superficial.

—¿Le gustó?

—¡Sí! —dijo—. Me gustaría sentirme así en todas partes. Los hombres se rieron.

—Tome, beba algo.

Tal vez sumergirse en las aguas había sido un error. Ya no volvió a sentirse bien con la g. Le costaba mucho respirar. El aire allí abajo, en el almacén, era tan húmedo que le parecía que podría apretar el puño y obtener agua. Le dolían la garganta y los pulmones. Bebía té constantemente, pero seguía sediento. El agua chorreaba de las paredes centelleantes, y no acertaba a comprender lo que la gente decía, todo era ay y eh y lor y da, nada que se pareciera al inglés marciano. Un idioma distinto. Todos ellos hablaban un idioma distinto. Las obras de Shakespeare no lo habían preparado para aquello.

Volvió a dormir en el pequeño catre de la embarcación de Bly. Al día siguiente la escolta dio el visto bueno y abandonaron Sheerness y cruzaron el estuario del Támesis en dirección norte, envueltos en una niebla rosada más densa incluso que la del día anterior.

Nada era visible en el estuario, fuera del mar y la niebla. Nirgal había estado dentro de nubes antes, sobre todo en la pendiente occidental de Tharsis, donde los frentes subían muy deprisa, pero nunca en el mar. Las veces que lo habían atrapado las nubes, la temperatura siempre había estado por debajo del punto de congelación, y las nubes se asemejaban a nieve, muy blanca, menuda y seca, rodando sobre la tierra y cubriéndola con un manto de polvo blanco. Nada que ver con aquel mundo líquido, donde apenas había diferencia entre las aguas revueltas y las ráfagas de niebla que las cubrían, entre el estado líquido y el gaseoso. El barco cabeceaba con violencia. Unos objetos oscuros aparecieron en los límites de la visión, pero Bly no pareció prestarles atención, mirando hacia adelante a través de la ventana tan perlada de agua que casi era opaca, o atento a las diferentes pantallas bajo la ventana.

De pronto Bly detuvo el motor y el cabeceo del barco se transformó en violentos bandazos. Nirgal se agarró a la mampara de la cabina y miró a través de la ventana empañada, intentando descubrir la causa de la parada.

—Un gran navío se acerca desde Southend —declaró Bly, haciendo avanzar el barco muy despacio.

—¿Por dónde?

—A babor. —Señaló una pantalla y luego a la izquierda. Nirgal no vio nada.

Bly guió el barco hasta un malecón bajo y alargado, con numerosas embarcaciones amarradas, que se extendía hacia el norte hasta la ciudad de Southend-on-Sea, que se elevaba y desaparecía en la niebla de la pendiente.

Varios marineros saludaron a Bly:

—Precioso día, ¿eh…? Magnífico… —Y empezaron a descargar las cajas de la bodega.

Bly preguntó por la mujer asiática de Flessinga, y los hombres negaron con la cabeza.

—¿La japonesa? No está aquí, chico.

—Pues en Sheerness decían que ella y su grupo habían venido a Southend.

—¿Y por qué decían tal cosa?

—Porque creían que eso era lo que había sucedido.

—Eso es lo que se consigue escuchando a gente que vive debajo del agua.

—¿La abuela paquistaní? —dijeron en el surtidor de gasoil al otro lado del malecón—. Hace ya tiempo que se marchó a Shoeburyness.

Bly echó una rápida mirada a Nirgal.

—Está a unas pocas millas al este. Si ella estuvo aquí, esos hombres lo sabrán.

—Probémoslo entonces.

Después de repostar, dejaron el malecón y avanzaron lentamente hacia el este, rodeados de niebla. De cuando en cuando vislumbraban la colina edificada a la izquierda. Bordearon un promontorio y viraron hacia el norte. Bly volvió a acercarse a otro malecón flotante, bastante menos frecuentado que el anterior a juzgar por las escasas barcas amarradas.

—¿El grupo de los chinos? —gritó un viejo desdentado—. ¡Se fueron a Pig's Bay! ¡Nos dieron un invernadero! Una especie de santuario.

—Pig's Bay es el siguiente malecón —dijo Bly, con una mirada pensativa mientras maniobraba para salir del atracadero.

Siguieron hacia el norte. La costa, allí, era una ristra ininterrumpida de edificios inundados. ¡Habían construido tan cerca del mar! Era evidente que no tenían motivos para temer un cambio del nivel del mar. Pero había ocurrido, y había creado esa extraña zona anfibia, una civilización entre mareas, acunada por las aguas en la niebla.

Un grupo de edificios de ventanas centelleantes. Los habían recubierto con el material transparente de las burbujas y después de bombear el agua los habían ocupado; sólo los pisos superiores asomaban sobre las olas espumosas. Bly maniobró entre los muelles flotantes, donde encontraron a un grupo de mujeres con botas e impermeables amarillos remendando una gran red negra. Bly redujo la marcha y preguntó:

—¿Las ha visitado también a ustedes la señora asiática?

—Oh, sí, está abajo, allí, en el edificio al final del malecón.

A Nirgal le dio un vuelco el corazón. Perdió el equilibrio y tuvo que agarrarse a la barandilla. Bajó a tierra, avanzó por el muelle hasta el último edificio, en el paseo marítimo, una pensión o algo parecido, de paredes resquebrajadas y brillantes en las grietas, una burbuja llena de aire. Plantas verdes, vislumbradas vagamente a través de las aguas grises. Se había apoyado en el hombro de Bly. Cruzaron una puerta, bajaron unas escaleras estrechas y entraron en una habitación con una de las paredes abierta al mar, como un sucio acuario.

Una mujer diminuta con un mono de color rojizo apareció por una puerta lejana. Cabellos blancos, ojos negros, ágil y precisa, como un pájaro. No era Hiroko. La mujer los miró.

—¿Es usted la mujer que vino de Flessinga? —preguntó Bly después de echarle una mirada a Nirgal—. ¿La persona que ha estado construyendo estos submarinos?

—Sí —dijo la mujer—. ¿Puedo hacer algo por ustedes? —Su voz era aguda y tenía acento británico. Dirigió a Nirgal una mirada inexpresiva. Había personas en la habitación, y otras entraban. La misma expresión que en el rostro visto en el acantilado, en Medusa Vallis. Tal vez otra Hiroko, una Hiroko distinta, que recorría ambos mundos construyendo…

Nirgal sacudió la cabeza. El aire era como el de un invernadero corrompido y la luz, muy pálida. Casi no pudo volver a subir las escaleras. Bly se había encargado de las despedidas. De vuelta a la niebla brillante. De vuelta al barco. Persiguiendo hebras de humo. Una treta para alejarlo de Berna o bien una equivocación. O simplemente una empresa descabellada.

Bly lo ayudó a sentarse en la cabina del barco, junto a una barandilla.

—Ah, bien.

El barco cabeceaba y daba guiñadas en medio de la densa niebla. Un día oscuro y lúgubre sobre las aguas, que estallaban en los cambios de fase de las ondas, y entonces el agua y la niebla se confundían, intercambiaban los papeles. Nirgal se sentía soñoliento. Ella no había abandonado Marte, seguía trabajando en secreto. Había sido absurdo pensar lo contrario. Cuando regresara, la encontraría. Sí, era el objetivo, la tarea que se imponía. La encontraría y la obligaría a vivir al descubierto de nuevo. Se aseguraría de que había sobrevivido. Era la única manera de aliviar el peso terrible que le oprimía el corazón. Sí, la encontraría.

Lentamente la niebla se levantó. Unas nubes grises y bajas cruzaban velozmente el cielo y dejaban caer remolinos de lluvia. La marea estaba bajando y el Támesis fluía con toda su fuerza. En un caos de olas, las aguas pardas y espumosas del estuario corrían rápidamente hacia el este, hacia el mar del Norte. Y de pronto el viento cambió y empujó la marea y las olas se precipitaron mar adentro. Entre la espuma flotaban toda clase de objetos: cajas, muebles, tejados, casas enteras, botes zozobrados, trozos de madera. Los restos del naufragio. Los tripulantes del barco estaban en cubierta y se inclinaban sobre las barandillas con pequeños garfios y binoculares, y le gritaban a Bly que se alejara para evitar los objetos o que intentara acercarse para poder pescarlos. Estaban absortos en el trabajo.

—¿Qué son todas esas cosas? —preguntó Nirgal.

—Es Londres —dijo Bly—. El mar se lo lleva.

La parte baja de las nubes pasaba rauda sobre sus cabezas, hacia el este. Al mirar alrededor Nirgal vio otras barcas pequeñas en las aguas revueltas de la gran desembocadura del río, recuperando despojos o simplemente pescando. Bly saludaba a unos y otros al pasar, con la mano o haciendo sonar la sirena. Sobre el estuario salpicado de gris flotaban roncos sonidos de sirena, al parecer emitiendo mensajes que la tripulación comentaba.

De pronto, Kev exclamó:

—¡Eh! ¿Qué es eso? —y señaló corriente arriba.

Del banco de niebla que cubría la desembocadura del Támesis había surgido un barco con velas, muchas velas, dispuestas en los tres mástiles según la configuración típica, muy familiar para Nirgal aunque nunca antes la había visto. Un coro de bocinazos enloquecidos recibió esta aparición, como los perros de un vecindario ladrando desvelados por la noche, entusiasmados. Sobre esa barahúnda explotó la penetrante sirena del barco de Bly, uniéndose al coro. Nirgal no había oído en su vida un sonido tan demoledor. El aire más denso, los sonidos más penetrantes… Bly sonreía sin dejar de tocar la sirena, y la tripulación y la escolta de Nirgal, en las barandas, gritaban sin ser oídos ante la súbita aparición.

Al fin Bly dio un respiro a la sirena.

—¿Qué es eso? —gritó Nirgal.

—¡Es el Cutty Sark! —exclamó Bly y echó la cabeza hacia atrás con una carcajada—. ¡Lo tenían encerrado a cal y canto en Greenwich!

¡Amarrado en un parque! Algún loco bastardo debe de haberlo liberado. Qué idea tan brillante. Tienen que haberlo remolcado alrededor de la barrera. ¡Miren cómo navega!

El viejo clíper tenía cuatro o cinco velas desplegadas en cada uno de los tres mástiles, y algunas velas triangulares entre ellos y entre el trinquete y el bauprés. Navegaba en pleno reflujo y con el viento a favor, cortando la espuma y los despojos, y la proa puntiaguda engendraba una rápida sucesión de olas blancas. Nirgal vio hombres en lo alto de la arboladura, la mayoría inclinados sobre los penóles, saludando con el brazo a la desordenada flotilla de lanchas al pasar entre ellas. Los gallardetes flameaban en lo alto de los mástiles, y una gran bandera azul con cruces rojas… Cuando pasó junto al barco de Bly, éste hizo sonar la sirena frenéticamente y los hombres rugieron. Un marinero encaramado en la verga de la vela mayor del Cutty Sark los saludó con los dos brazos, inclinándose sobre el cilindro de madera pulida. De pronto, como en cámara lenta, todos vieron que perdía el equilibrio y, con la boca abierta, caía hacia atrás y se precipitaba a las aguas espumosas a un costado del navío. Todos en el barco de Nirgal gritaron «¡Nooo!». Bly soltó una palabrota y aceleró el motor, que atronó en el silencio dejado por la bocina. La popa del barco se hundió en el agua y avanzaron refunfuñando hacia la figura en el agua, ahora un punto negro más, que agitaba frenéticamente un brazo.

Los pitos y sirenas de todas las barcas sonaron al unísono; pero el Cutty Sark no aminoró la marcha. Se alejó a toda velocidad, con las velas hinchadas por el viento, un espectáculo en verdad hermoso. Cuando consiguieron alcanzar al marinero caído, la popa del clíper estaba ya muy baja y sólo se distinguían el blanco de las velas y el negro del aparejo, y abruptamente todo desapareció, engullido por otra muralla de niebla.

—¡Qué visión gloriosa! —repetía uno de los hombres—. ¡Qué visión gloriosa!

—Sí, sí, gloriosa, pero será mejor que pesquemos a ese pobre idiota. Bly dio marcha atrás. Luego arrojó una escalerilla por el costado y ayudó a trepar por ella al marinero, que se quedó agarrado a la borda, inclinado hacia adelante y temblando, mojado como una rata.

—Gracias —dijo entre arcadas. Kev y el resto de la tripulación lo despojaron de las ropas y lo envolvieron con unas mugrientas y gruesas mantas.

—Eres un estúpido idiota —gritó Bly desde el timón—. Estabas a punto de navegar por todo el mundo en el Cutty Sark y ahora estás a bordo de La dama de Faversham. Eres un idiota.

—Lo sé —dijo él.

Los hombres le echaron unas chaquetas sobre los hombros, riendo.

—¡Tonto rematado, mira que saludarnos de esa manera! —Durante toda la travesía de regreso a Sheerness proclamaron su inutilidad, sin olvidarse de dar calor al pobre hombre y ponerlo a reparo del viento en la timonera, donde lo vistieron con ropas que le iban pequeñas. Él rió con ellos, maldijo su suerte, describió la caída, reconstruyó la catástrofe. Una vez en Sheerness lo ayudaron a bajar al almacén submarino y le metieron en el cuerpo un poco de estofado caliente y varias pintas de cerveza, mientras relataban a la gente del almacén y a los que iban llegando su caída desde el estado de gracia.— ¡Miren, este cretino estúpido se cayó del Cutty Sark esta tarde, el muy torpe, cuando salían con la marea a todo trapo, rumbo a Tahití!

—A Pitcairn —corrigió Bly.

El propio marinero, borracho perdido, narró el acontecimiento tantas veces como sus rescatadores.

—Sólo me solté un segundo, y el barco dio una pequeña guiñada y me encontré volando. No se me ocurrió que podía pasar, no se me ocurrió. Mientras bajábamos por el Támesis me había estado soltando todo el tiempo. Oh, un momento, perdónenme, pero tengo que vomitar.

—Ah, Dios, fue una visión gloriosa, de veras brillante. Llevaban más trapo del necesario, desde luego, sólo era para irse con estilo, pero Dios los bendiga por eso. Qué visión.

Nirgal estaba mareado y sentía una cierta desazón. Veía la habitación invadida por una oscuridad brillante, excepto en algunos puntos, donde había unas franjas que lo deslumbraban, un claroscuro de objetos confusos, Brueghel en blanco y negro, y había tanto ruido.

—Recuerdo la inundación de la primavera del trece, cuando el mar del Norte entró en mi dormitorio…

—¡Ah, no, la inundación del trece otra vez no, no me la pienso tragar otra vez!

Nirgal fue al vestuario de hombres, en un rincón de la sala, pensando que se sentiría mejor si aliviaba las tripas. El marinero rescatado estaba en el suelo de uno de los compartimientos, vomitando con violencia. Nirgal retrocedió y se sentó a esperar en el banco más cercano. Una mujer joven pasó junto a él y alargó la mano para tocarle la frente.

—¡Está caliente!

Nirgal se llevó la palma de la mano a la frente para juzgar.

—Trescientos diez kelvins —aventuró—. Mierda.

—Tiene fiebre —dijo ella.

Uno de los guardaespaldas se sentó a su lado. Nirgal le dijo lo de su temperatura y el hombre preguntó:

—¿Puede comprobarlo en su consola de muñeca? Nirgal asintió y pidió una medición. 309° kelvins.

—Mierda.

—¿Cómo se siente?

—Caliente. Pesado.

—Será mejor que lo llevemos a que lo vea un médico.

Nirgal asintió con un movimiento de cabeza, y lo acometió una oleada de vértigo. Observó a los guardaespaldas haciendo los preparativos. Bly se acercó y les hizo algunas preguntas.

—¿Por la noche? —dijo Bly. La conversación continuó en voz baja. Bly se encogió de hombros; no era una buena idea, parecía decir, pero puede intentarse. Los escoltas salieron y Bly se echó al coleto el último trago de su pinta y se levantó. Aunque Nirgal había deslizado el cuerpo para apoyar la espalda contra la mesa, la cabeza de Bly estaba al mismo nivel que la suya. Una especie diferente, un anfibio achaparrado y poderoso. ¿Eran conscientes de ello antes de la inundación? ¿Lo sabían ahora?

Todos se despidieron, estrujándole o mimándole la mano. Trepar por la torreta de la escalera le resultó muy penoso. Salieron a la noche, fría y húmeda, amortajada de niebla. Sin una palabra, Bly los llevó al barco, y permaneció en silencio mientras ponía en marcha el motor y se alejaba del muelle. Navegaban con la marea baja, y por primera vez el balanceo del barco mareó a Nirgal. Las náuseas eran peores que el dolor. Se sentó junto a Bly en un banquillo y contempló el cono gris de agua y niebla iluminadas a proa. Cuando algún objeto oscuro se perfilaba en la niebla, Bly reducía e incluso daba marcha atrás. Una vez siseó. Siguieron así mucho tiempo. Cuando al fin atracaron en las calles de Faversham, Nirgal se sentía tan mal que no pudo despedirse adecuadamente; sólo consiguió agarrarle la mano a Bly y mirar brevemente los ojos azules del hombre. Qué caras. Se puede ver el alma de las personas en la cara. ¿Eran conscientes de ello antes? De pronto Bly ya no estaba y él viajaba en un coche que zumbaba a través de la noche. Se sentía cada vez más pesado, como durante el descenso en el ascensor. Un avión subiendo en la oscuridad; bajando en la oscuridad, los oídos le explotaron dolorosamente, náusea; estaba en Berna con Sax a su lado; sintió un gran consuelo.

Estaba en una cama, ardiendo de fiebre, y su respiración era turbia y dolorosa. Del otro lado de la ventana, los Alpes. El blanco brotaba del verde, como la muerte surgiendo de la vida, para recordarle que la viriditas era una espoleta verde que un día encendería una nova de blancura, retornando así a la misma configuración de elementos que existía antes de que la tormenta de polvo los hubiera levantado y alterado. El mundo blanco y el mundo verde; le parecía que el Jungfrau empujaba en el interior de su garganta. Quería dormir, escapar de aquella sensación.

Sax estaba sentado a su lado, sosteniéndole la mano.

—Creo que necesita volver a la gravedad marciana —le decía a alguien que no parecía estar en la habitación—. Podría ser una forma del mal de las alturas. O un vector vírico. O una alergia. Una respuesta sistémica. Edema, en cualquier caso. Metámoslo inmediatamente en un avión espacial y llevémoslo a un anillo con gravedad marciana. Si tengo razón, eso le ayudará, y si no, no le hará daño.

Nirgal trató de hablar, pero no podía respirar. Aquel mundo lo había infectado, lo había aplastado y cocido en vapor y bacterias. Sintió un golpe en las costillas: era alérgico a la Tierra. Apretó la mano de Sax e inspiró, y fue como si una cuchillada le alcanzara el corazón.

—Sí —dijo con un jadeo, y vio que Sax desviaba la mirada—. A casa, sí.

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