DÉCIMA PARTE Werteswandel

Poco después de medianoche, las oficinas estaban silenciosas. El asesor jefe empezó a servir café del samovar. Tres colegas esperaban en torno a una mesa atestada de pantallas.

—Las esferas de deuterio y helio3 —dijo el asesor— reciben impactos de láser, implosionan y se produce la fusión. La temperatura de ignición es de setecientos millones de kelvins, pero no supone ningún problema ya que se trata de una temperatura local y de breve duración.

—Cuestión de nanosegundos.

—Bien, eso me parece alentador. La energía resultante se expresa en partículas cargadas, contenibles en campos electromagnéticos; es decir, que no hay neutrones sueltos que frían a los pasajeros. Los campos sirven al mismo tiempo como blindaje y placa impulsora, y también como colectores de la energía que alimenta los láseres. Las partículas cargadas son dirigidas hacia la parte trasera a través del sistema de espejos que es el arco de entrada de los láseres, y el pasaje colima el producto de la fusión.

—Exacto, ésa es la parte más lograda —dijo el ingeniero.

—Muy lograda. ¿Cuánto combustible consume?

—Si se quiere conseguir una aceleración equivalente a la gravedad marciana, tres coma setenta y tres metros por segundo al cuadrado, para una nave de mil toneladas, trescientas cincuenta toneladas el pasaje y la nave, y seiscientas cincuenta el dispositivo y el combustible… hay que quemar trescientos setenta y tres gramos por segundo.

—¡Ka!, ¿y eso es mucho?

—Representa unas treinta toneladas diarias, pero se traduce en una gran aceleración también. Los viajes son muy cortos.

¿Y esas esferas qué tamaño tienen?

—Un centímetro de radio, masa 0,29 gramos —contestó el físico—. Quemamos mil doscientas esferas por segundo. Eso proporciona a los pasajeros de la nave la sensación de gravedad continua.

—Ya veo. Pero ¿no es un elemento muy raro el helio?

—Un colectivo de Galileo ha empezado a recogerlo de la atmósfera superior de Júpiter —dijo el ingeniero—. Y parece que en la Luna hay recolección de superficie, aunque allí rinde poco. Pero Júpiter posee todo el que necesitamos.

—Y las naves llevarán quinientos pasajeros.

—Ésa es la cifra que hemos usado para nuestros cálculos. Puede variarse, naturalmente.

—O sea que aceleras hasta la mitad de tu viaje, giras y durante la segunda mitad deceleras.

El físico asintió con un movimiento de cabeza.

—En los viajes cortos si, pero no asi en los largos. Sólo es necesario acelerar durante unos días para alcanzar bastante velocidad. En los viajes más largos hay que seguir un curso recto para ahorrar combustible.

El asesor jefe hizo un gesto significativo con la cabeza y fue pasando las tazas. Bebieron.

—La duración de los viajes cambiará radicalmente —dijo la matemática—. Tres semanas de Marte a Urano, diez días a Júpiter y tres a la Tierra. ¡Tres días! —Miró las caras en torno a la mesa, ceñuda.— Eso convertirá el sistema solar en algo parecido a la Europa del siglo diecinueve; ya saben, la de los viajes en tren o trasantlántico.

Los otros asintieron y el ingeniero comentó:

—Ahora nuestros vecinos viven en Mercurio, Urano o Plutón. El asesor jefe se encogió de hombros.

—O para el caso, en Alfa Centauro. Eso no debe preocuparnos. El contacto siempre es bueno. Conecten, dice el poeta, conecten. Sólo que ahora conectaremos de verdad. —Alzó su taza—. Salud.


Nirgal seguía el mismo ritmo todo el día. Lung-gom-pa, la religión de la carrera, la carrera como meditación o plegaria. Zazen, ka zen. Parte de la areofanía, pues la gravedad marciana formaba parte de ella; lo que el cuerpo humano podía conseguir sometido sólo a dos quintas partes de la gravedad para la que había evolucionado proporcionaba una euforia de esfuerzo. Se corría como un peregrino, a medias adorador, a medias dios. Una religión con bastantes adeptos en los últimos tiempos, solitarios que recorrían el mundo. Había algunos certámenes, carreras organizadas: el Cruce del Caos, el Sendero del Laberinto, la Transmarineris, la Vuelta al Mundo. Y entre éstas, la disciplina diaria. Una actividad sin propósito, el arte por el arte. Para Nirgal significaba adoración, meditación, olvido. Dejaba su mente vagar o la concentraba en su cuerpo o en el sendero; o simplemente no pensaba. En aquel momento corría al compás de la música, Bach, Bruckner y después Bonnie Tyndall, un autor neo-clasicista cuya música fluía como el día, en acordes altos que seguían modulaciones internas, en cierto modo semejante a la de Bach o Bruckner pero más lenta y regular, más inexorable y grandiosa. Una música apropiada para correr, aunque pasara horas sin escucharla conscientemente, absorto en la carrera.

Se acercaba la fecha de la Vuelta al Mundo, que se celebraba cada dos perihelios. Se partía de Sheffield, y los participantes podían ir hacia el este o el oeste para dar la vuelta al planeta, sin consolas ni dispositivos de navegación, dependiendo sólo de la intormación que les proporcionaran sus sentidos y de una pequeña mochila con alimentos, bebida y alguna ropa. Se les permitía cualquier itinerario que se mantuviera en una franja de veinte grados a ambos lados del ecuador (si sobrepasaban ese límite los descalificaban, pues los seguían por satélite), y todos los puente se podían utilizar, incluido el del Estrecho de Ganges, lo cual engendraba rutas competitivas tanto al norte como al sur de Marineris, y las escogidas eran finalmente tantas como el número de participantes. Nirgal había ganado la carrera en cinco de las nueve ediciones, más por su habilidad para encontrar buenas rutas que por su velocidad; muchos corredores de los páramos consideraban que en el método de Nirgal había algo de naturaleza mística, lleno de extravagancias contrarias a la intuición, y en las dos últimas ediciones algunos le habían seguido con la intención de dejarlo atrás al final de la carrera. Pero cada año Nirgal tomaba una ruta distinta y hacía elecciones aparentemente tan desastrosas que sus seguidores habían abandonado la persecución y seguido itinerarios más promisorios. Otros no podían mantener su ritmo durante los aproximadamente doscientos días necesarios para recorrer más de veinte mil kilómetros; para ello se requería verdadera resistencia, ser capaz de hacer de la carrera una forma de vida. En suma, correr a diario.

A Nirgal le gustaba. Quería ganar en la próxima edición, pues así contaría en su palmares con más de la mitad de triunfos en las primeras diez carreras. Había salido a preparar el itinerario. Cada año se construían nuevos caminos: últimamente había surgido la moda de empotrar senderos escalonados en las paredes de los acantilados de los cañones y dorsas. El que estaba siguiendo no existía la última vez que había visitado aquella zona; descendía por una empinada pared de Medusa 16, y en la pared opuesta corría un sendero gemelo. Cruzar directamente las Medusas añadiría muchas pendientes al recorrido, pero las rutas más llanas daban un amplio rodeo hacia el norte o el sur, y Nirgal pensó que si todos los senderos eran tan buenos como aquél, valdría la pena el coste de la pendiente.

El sendero ocupaba las grietas transversales de la pared rocosa y los escalones encajaban como piezas de un rompecabezas, tan regulares que era como bajar por la escalera del castillo medio derruido de un gigante. La construcción de semejantes sendas era un arte, una ocupación hermosa en la que Nirgal participaba de cuando en cuando, trasladando las piedras talladas con grúa y colocándolas en su lugar; eso significaba pasar horas suspendido de un arnés de seguridad, tirando de las finas cuerdas verdes con manos enguantadas, guiando los grandes prismas de basalto hasta su posición definitiva.

Nirgal había conocido aquella actividad al tropezar con una mujer que construía un sendero que seguía el lomo de los Geryon Montes, la extensa cadena que se alzaba en el corazón de Ius Chasma. Había pasado casi todo un verano trabajando con ella, cubriendo la mayor parte de la cadena. Ella andaba aún por Marineris con herramientas manuales, potentes motosierras, sistemas de poleas con cables muy resistentes y materiales de cementación más fuertes que la roca, creando con esmero un sendero o una escalera. Algunas de sus obras parecían accidentes naturales milagrosamente útiles, otras recordaban las calzadas romanas o las imponentes construcciones incas o faraónicas, enormes bloques ensamblados con precisión milimétrica.

Contó trescientos peldaños y luego tardó una hora en cruzar el suelo del cañón. El crepúsculo estaba cerca y la franja de cielo visible ostentaba un violeta aterciopelado que resplandecía sobre las oscuras paredes del acantilado. No había senderos en la arena en sombras y avanzó procurando evitar los pedruscos y plantas diseminados por doquier. El destello de los pálidos colores de las flores que coronaban los rechonchos cactos atraía poderosamente su mirada. Su cuerpo resplandecía también, anunciando el final de un día de marcha y la cena, pues el hambre lo roía y se sentía débil e inquieto.

Alcanzó el sendero escalonado de la pared occidental y trepó por él, adoptando el paso adecuado, admirando en las revueltas la elegancia con que se había aprovechado el sistema de fallas del escarpe, que proporcionaba un parapeto de un par de metros de altura en el lado que se abría al vacío, excepto en el tramo de una extraña pendiente de roca desnuda, donde los constructores se habían visto forzados a colocar una sólida escalera de magnesio. La subió deprisa, sintiendo los cuadríceps como grandes bandas de goma: estaba fatigado.

Un plinto a la izquierda del sendero ofrecía una vista magnífica del largo y angosto cañón. Dejó el sendero y se sentó en una especie de sitial de piedra; el viento arreciaba. Su pequeña tienda de campaña se hinchó como una seta transparente en la penumbra. Vació a toda prisa la mochila; el saco de dormir, la lámpara, el atril, todo bruñido por años de uso y ligero como una pluma, su equipo completo no pesaba más de tres kilos. Y allí en el fondo estaban el hornillo y la bolsa de vituallas.

El crepúsculo agotó su majestuosidad tibetana mientras Nirgal preparaba un puchero de sopa sentado con las piernas cruzadas sobre el saco de dormir y apoyado contra la pared transparente de la tienda, sintiendo la lasitud de sus músculos cansados. Otro hermoso día pasado.

Durmió mal esa noche y despertó poco antes del alba ventosa y fría. Empacó deprisa, tiritando, y reanudó la carrera hacia el oeste. La última de las Medusa Fossae se abría a la orilla meridional de la bahía de Amazonis y corrió con la lámina azul del mar a su derecha. Allí las largas playas estaban respaldadas por anchas dunas de arena cubiertas de un césped corto que le facilitaba la marcha. Nirgal flotó con su ritmo habitual, echando fugaces miradas al mar o al bosque de taiga a la izquierda. Habían plantado millones de árboles a lo largo de aquella estribación baja del Gran Acantilado con el propósito de estabilizar el suelo y poner fin a las tormentas de polvo. Ese gran bosque era una de las regiones menos pobladas de Marte; durante los primeros años de su existencia había recibido escasas visitas y nunca se había hablado de fundar una ciudad-tienda allí: los profundos depósitos de polvo y arenas finas desaconsejaban los viajes. Ahora esos depósitos habían sido fijados por el bosque, pero bordeando los cursos de agua había pantanos y lagos de arenas movedizas, e inestables farallones de loess que hendían la cubierta vegetal. Nirgal se mantuvo entre el bosque y el mar, en las dunas o entre los pequeños grupos de árboles jóvenes. Cruzó varios puentes sobre las anchas desembocaduras de los ríos, y pernoctó en la playa, acunado por el sonido de las olas.

Al alba siguió el sendero que se internaba bajo la bóveda de hojas verdes, pues la costa describía una curva hacia el noroeste. La luz era pálida y fría y a aquella hora todo parecía una sombra de sí mismo. El sendero se desgajaba en otros más desdibujados que se perdían colina arriba a la izquierda. Aquél era un bosque de coniferas, altas secoyas rodeadas de pinos y enebros de menor altura, y el suelo aparecía sembrado de sus agujas secas. En lugares húmedos los heléchos se abrían paso a través de aquella alfombra parda y añadían sus fractales arcaicos al suelo salpicado de sol, y un arroyo discurría entre los estrechos islotes herbosos. No alcanzaba a ver más allá de cien metros de camino. El marrón y el verde eran los colores dominantes y el único rojo visible era el de la corteza vellosa de las secoyas. Las manchas de sol danzaban como esbeltas criaturas en el suelo y Nirgal corría extasiado entre ellas. Vadeó un arroyo poco profundo en un claro cubierto de heléchos saltando de piedra en piedra, como si atravesara una habitación de la que partían pasillos que llevaban a habitaciones similares. Una corta cascada borboteaba a su izquierda. Se detuvo a beber un sorbo del arroyo, se incorporó y, con un sobresalto, descubrió una marmota que anadeaba sobre el musgo, bajo la cascada. El animal bebió y después se lavó las patas y el hocico. No había visto a Nirgal.

Se oyó un súbito rumor de hojas y la marmota intentó escapar, pero acabó en una confusión de piel moteada y dientes blancos, un lince le apresaba la garganta entre sus fauces poderosas y la sacudía con violencia, sujetándola con una gran garra.

Nirgal había saltado en el momento del ataque, pero el lince sólo después de reducir a su presa miró en su dirección. Los ojos le brillaban en la penumbra y tenía el morro ensangrentado. Nirgal se estremeció y cuando sus miradas se encontraron pensó que el felino lo embestiría con sus afilados y brillantes colmillos.

Pero no. El animal desapareció con su botín dejando una oscilación de heléchos.

Nirgal reanudó la carrera. De pronto el día se tornó más oscuro de lo que cabía esperar de las nubes que invadían el cielo, reinaba una oscuridad maligna, y tuvo que observar con atención el sendero. La luz parpadeaba, el blanco picoteando el verde, el cazador y la presa. Estanques ribeteados de hielo en la penumbra. Musgo en la corteza de los árboles, vagas formas de heléchos. Aquí un montón de piñas de nogal americano, allá un hoyo de arenas movedizas. El día era frío, la noche sería glacial.

Corrió todo el día. La mochila rebotaba en su espalda, casi vacía. Se alegraba de encontrarse cerca de uno de sus refugios. A veces en las carreras sólo llevaba unos pocos puñados de cereales y se las arreglaba con lo que le proporcionaba la naturaleza para sobrevivir; recogía bayas y semillas y pescaba; pero tenía que dedicarle medio día y no era mucho lo que se obtenía. Cuando los peces picaban podía considerarse increíblemente afortunado. Los dones de los lagos. Pero en la presente ocasión corría a toda velocidad entre guarida y guarida, consumía siete u ocho mil calorías diarias y aún así llegaba famélico a la noche. De manera que cuando llegó al cauce seco en el que se encontraba su madriguera y descubrió que la pared se había derrumbado y la había sepultado gritó de consternación y rabia. Incluso removió un rato la pila de piedras sueltas; había sido un desprendimiento pequeño, pero aun así habría que sacar un par de toneladas. No había nada que hacer. Tendría que apretar el paso hasta el próximo refugio, y correr hambriento. Partió de inmediato. Mientras corría buscaba cosas comestibles, piñones, cebolletas silvestres, lo que fuera. Consumió los escasos alimentos que le quedaban muy despacio, masticando largamente, atribuyéndoles un valor nutritivo mayor, saboreando cada bocado. El hambre lo mantenía despierto buena parte de la noche, aunque caía agotado en el sueño unas horas antes del alba.

El tercer día de esa inesperada carrera contra la inanición salió del bosque al sur de Juventa Chasma, a una tierra fracturada por el antiquísimo reventón del acuífero Juventa. Era dificultoso en extremo atravesar aquella zona en una línea limpia, tenía más hambre que nunca y el refugio estaba aún a dos días de marcha. Su cuerpo había consumido todas sus reservas de grasa y devoraba ahora los músculos. El autocanibalismo confería a los objetos una terrible claridad aureolada: emitían una luz lechosa, como si la realidad se estuviera volviendo translúcida. Muy pronto, como sabía por experiencias anteriores, el estado del lung-gom-pa daría paso a las alucinaciones. Numerosos gusanos reptaban ya en sus ojos, puntos negros y pequeñas setas azules, y en la arena, delante de sus pies borrosos, veía formas verdes que se escabullían como lagartijas.

Necesitó toda su voluntad para franquear aquella tierra quebrada. Vigilaba la roca que pisaba y lo que tenía delante con igual atención, su cabeza subía y bajaba con un ritmo ajeno al de su pensamiento, que ramoneaba aquí y allá, cerca y lejos. El caos de Juventa, abajo a su derecha, era una depresión poco profunda y bastante revuelta más allá de la cual se divisaba el horizonte; era como mirar el interior de un gigantesco bol destrozado. Delante el terreno era desigual: hoyas y morones cubiertos de arena y piedras, sombras demasiado oscuras, zonas iluminadas demasiado brillantes. Oscuro y también deslumbrante. Atardecía y la luz le hería las pupilas. Arriba, abajo, arriba, abajo; alcanzó la cima de una vieja duna y descendió por la arena y los guijarros como en un sueño, izquierda, derecha, izquierda… cada paso lo llevaba unos metros más abajo y la arena y la grava le envolvían los pies. Era demasiado fácil acostumbrarse. De nuevo en suelo llano le costó un gran esfuerzo retomar el paso de carrera, y la próxima subida, aunque corta, fue devastadora. Pronto tendría que buscar un lugar donde acampar, tal vez la siguiente hondonada o un lugar llano y arenoso próximo a una cornisa de roca. Estaba famélico, debilitado por la falta de alimento, y no le quedaba nada en la mochila salvo unas cebolletas silvestres que había arrancado antes. Pero afortunadamente estaba exhausto y caería rendido a pesar del hambre.

Cruzó a trompicones una depresión poco profunda entre dos bloques de piedra del tamaño de una casa, y el relámpago blanco de una mujer desnuda que agitaba un pañuelo verde apareció delante de Nirgal, que se detuvo abruptamente y se tambaleó, sobresaltado por la aparición, y luego preocupado por el mal cariz de sus alucinaciones. Pero allí seguía ella, vivida como una llama, con franjas de sangre en piernas y pechos y agitando el pañuelo verde en silencio. Otras figuras humanas pasaron corriendo junto a la mujer y treparon a una colina siguiendo la dirección que ella les había indicado. La mujer miró a Nirgal, señaló hacia el sur, como si quisiera enviarlo hacia allí, y luego echó a correr. Su cuerpo esbelto y claro flotaba como si fuera visible en más de tres dimensiones: espalda poderosa, piernas largas, trasero redondo, ya lejana, el pañuelo verde volando en esta o aquella dirección, pues lo usaba para señalar.

De pronto Nirgal vio tres antílopes en una colina, al oeste; el sol bajo recortaba sus siluetas. Ah, cazadores. Los humanos, diseminados en un semicírculo detrás de los antílopes, los empujaban hacia el oeste agitando pañuelos desde detrás de las rocas. Todo en silencio, como si el sonido hubiese desaparecido del mundo: no había viento, ni gritos. Los antílopes se detuvieron en lo alto de la colina, y todos se detuvieron, cazadores y presas inmovilizados en un cuadro que paralizó a Nirgal, que temía parpadear por miedo a borrar la escena.

El antílope macho se movió, rompiendo la composición, y avanzó con cautela. La mujer del pañuelo verde salió tras él, erguida y resuelta. Los otros cazadores aparecían y desaparecían aquí y allá. Iban descalzos y llevaban taparrabos o camisetas, algunos con la cara y la espalda pintadas de rojo, negro u ocre.

Nirgal los siguió. Se dividieron y él se encontró en el ala izquierda, que avanzó en dirección oeste. Esto resultó acertado, pues el antílope macho trató de escapar por ese lado y Nirgal le salió al paso agitando frenéticamente las manos. Los tres antílopes se volvieron como uno solo y corrieron hacia el oeste de nuevo. La tropa de cazadores los siguió deprisa, manteniendo el semicírculo. Nirgal tuvo que esforzarse mucho para no perderlos de vista; eran muy veloces a pesar de ir descalzos. Costaba distinguirlos entre las sombras y seguían silenciosos; en la otra ala del semicírculo alguien aulló una vez, el único sonido distinto del rechinar de la arena y la grava y las respiraciones jadeantes. Los cazadores aparecían y desaparecían y los antílopes mantenían las distancias en cortas carreras. Ningún humano podría alcanzarlos. Aún así Nirgal se sumaba jadeante a la cacería. De pronto, delante, vio que los antílopes se habían detenido. Habían llegado al borde de un acantilado, la pared de un cañón; Nirgal alcanzó a ver el espacio vacío y la pared opuesta. Una fossa de poca profundidad, pues asomaban las copas de los árboles. ¿Sabían los antílopes que allí había un cañón? ¿Conocían la región? El cañón ni siquiera era visible a pocos centenares de metros de distancia…

Pero era probable que estuvieran familiarizados con el lugar, porque con un derroche de gracia, a medias trotando, a medias saltando, siguieron el borde del acantilado hacia el sur hasta una pequeña cala, que resultó ser la cima de un abrupto barranco por el cual rodaban las rocas hacia el fondo del cañón. Cuando los antílopes desaparecieron por esa hendidura, todos los cazadores se precipitaron hacia el borde, desde donde contemplaron el impresionante despliegue de poder y equilibrio de los tres animales en su descenso, con saltos formidables y resonar de roca y pezuñas. Uno de los cazadores aulló y los demás corrieron hacia la boca de la barranca con gemidos y gruñidos. Nirgal los siguió en el insensato descenso, y aunque tenía las piernas casi insensibles, sus largos días de lung-gom-pa le permitieron dejar atrás a los demás, saltando de roca en roca, dejándose resbalar por los tramos de tierra, manteniendo el equilibrio con ayuda de las manos, dando grandes brincos desesperados, absorto en la empresa de bajar rápidamente sin sufrir una mala caída.

Sólo cuando estuvo a salvo en el fondo del cañón miró alrededor y descubrió que estaba en el bosque que había vislumbrado desde arriba. Los árboles se elevaban sobre una alfombra de agujas cubierta de nieve vieja; grandes abetos y pinos, y hacia el sur, cañón arriba, los troncos inmensos, inconfundibles, de las secoyas, árboles tan grandes que de pronto el cañón pareció de poca profundidad, aunque el descenso le había llevado un buen rato. Aquéllas eran las copas que asomaban por el borde del cañón, secoyas gigantes diseñadas de doscientos metros de altura, que se alzaban como grandes santos silenciosos que extendían los brazos sobre sus vastagos, abetos y pinos, las manchas de nieve y el lecho de agujas pardas.

Los antílopes se habían adentrado en aquel bosque virgen y se dirigían hacia el sur, y soltando unos gritos festivos los cazadores salieron en pos de ellos, corriendo velozmente entre los cilindros imponentes de corteza rojiza y cuarteada que empequeñecían todo lo demás. La piel de la espalda y los flancos le hormigueaba y estaba sin resuello y mareado. Era evidente que no atraparían a los antílopes e ignoraba en qué consistía el juego. De todas formas corrió entre aquellos árboles, siguiendo a los cazadores. La mera persecución le bastaba.

Las torres de secoya empezaron a ralear, como en la periferia de un barrio de rascacielos, y Nirgal se detuvo en seco: al otro lado de un angosto claro una muralla de agua bloqueaba el cañón y su masa transparente se cernia sobre él.

Un dique. Ahora los construían con láminas transparentes, un entramado de diamante sobre un fundamento de hormigón, que en aquel caso era una gruesa línea blanca que bajaba por las paredes del cañón.

La masa de agua se elevaba como el cristal de un gigantesco acuario, cerca del fondo poblada de algas que flotaban en el limo oscuro. Más arriba unos peces plateados tan grandes como los antílopes se acercaban a la pared y luego volvían a las turbias profundidades.

Los tres antílopes se movían nerviosos ante aquella barrera, la hembra y el cervato imitando los rápidos giros del macho. Cuando los cazadores los cercaron, de súbito el macho saltó y estrelló la cabeza contra el dique con un poderoso impulso, sus astas transformadas en cuchillos de hueso. El terror ante ese acto violento, de ferocidad casi humana, paralizó a Nirgal y a los demás, pero el macho retrocedió tambaleándose. Entonces se volvió y cargó contra ellos. Volaron unas bolas y una cuerda se enrolló en torno a las patas por encima de los corvejones; el animal se desplomó hacia adelante. Algunos cazadores se abalanzaron sobre él mientras otros la emprendían a pedradas y lanzazos con la hembra y el cervato. Un gritó se elevó en el aire: habían degollado a la hembra con un puñal de obsidiana y la sangre se derramaba por la arena, a los pies del fundamento del dique. Los grandes peces aparecían fugazmente en lo alto, observándolos.

Nirgal no veía por ninguna parte a la mujer del pañuelo verde. Un cazador, ataviado sólo con algunos collares, echó la cabeza hacía atrás y aulló, rompiendo el extraño silencio; describió un circulo en una suerte de danza y de pronto corrió hacia el dique y arrojó su lanza contra él. El arma rebotó y el exultante cazador asesto un puñetazo contra la dura membrana transparente.

Una mujer con las manos ensangrentadas volvió la cabeza y reprendió al hombre con mirada desdeñosa.

—Deja ya de hacer el tonto —dijo. El lancero soltó una carcajada.

—No hay por qué preocuparse. Estos diques son cien veces más fuertes de lo necesario.

La mujer meneó la cabeza con disgusto.

—Es una estupidez tentar a la suerte.

—Es sorprendente las supersticiones que sobreviven en las mentes temerosas.

—Eres un idiota —dijo la mujer—. La suerte es real.

—¡Suerte! ¡Destino! ¡Ka! —El hombre recogió su arma y volvió a arrojarla contra el dique; rebotó y estuvo a punto de herirlo; él soltó una risa salvaje.— Qué afortunado —dijo—. La fortuna favorece al osado, ¿no?

—Necio. Un poco más de respeto.

—Todo el honor es para el antílope por embestir el dique como lo hizo —dijo el hombre, y volvió a soltar una carcajada estridente.

Los otros cazadores no parecían hacer caso de ellos, enfrascados en el decapitamiento de los animales.

Las manos le temblaban a Nirgal mientras observaba; olía la sangre y la boca se le llenaba de saliva. Las pilas de intestinos humeaban en el aire gélido. De las bolsas que llevaban al cinto los cazadores sacaron unas varas plegadas que extendieron para transportar los cadáveres decapitados colgados por las patas. Dos hombres, en los extremos de las varas, alzaron las presas.

—Será mejor que ayudes a cargarlos si quieres comer algo —le gritó la mujer de las manos ensangrentadas al de la lanza.

—Jódete —repuso él, pero ayudó a cargar al macho.

—Vamos —le dijo la mujer a Nirgal, y echaron a andar apresuradamente hacia el oeste por entre la gran muralla de agua y las últimas secoyas gigantes. Nirgal los siguió con el estómago rugiente.

Había petroglifos en la pared occidental del cañón, animales, lingams, yonis, huellas de manos, cometas y naves espaciales, diseños geométricos, el flautista jorobado Kokopelli, apenas visibles en la oscuridad. Un sendero escalonado en el acantilado seguía unas cornisas que formaban una Z casi perfecta. Los cazadores subieron por él y Nirgal cambió el ritmo; su estómago lo devoraba desde dentro y la cabeza le oscilaba. Un antílope negro se extendía por la roca junto a él.

Unas secoyas solitarias se elevaban en el borde del cañón. Cuando alcanzaron la cima, a las últimas luces del crepúsculo, vio que esos árboles formaban un anillo alrededor del hoyo de una gran hoguera.

La cuadrilla penetro en el circulo y unos encendieron el fuego, otros desollaron las piezas y otros cortaron grandes bistecs. Nirgal se quedó de pie, mirando, con las piernas temblorosas y salivando profusamente mientras el aroma de la carne asada se difundía con el humo bajo las primeras estrellas. La luz de la hoguera formó una burbuja en la penumbra y transformó el círculo de árboles en una parpadeante habitación sin techo. El fulgor de las agujas parecía ilustrar la red capilar de un cuerpo. Unas escaleras de madera subían en espiral por los troncos y se perdían entre las ramas. Muy arriba sonaban voces como de alondra entre las estrellas.

Tres o cuatro cazadores ofrecieron a Nirgal tortas que sabían a cebada y un licor abrasador que sirvieron de unas jarras de arcilla. Le contaron que habían encontrado el círculo de secoyas unos años antes.

—¿Qué le ha pasado a la líder de la cacería? —preguntó Nirgal, mirando alrededor.

—Oh, es que la Diana cazadora no puede dormir con nosotros esta noche.

—La muy jodida no quiere.

—Pues claro que quiere. Pero ya conoces a Zo, siempre tiene un motivo.

Rieron y se acercaron al fuego. Una mujer sacó un bistec ennegrecido con ayuda de un palo afilado y lo agitó para que se enfriara.

—Te comeré entera, pequeña hermana —dijo y le dio una dentellada. Nirgal comió con ellos, carne húmeda y caliente, masticando con energía, pero engullendo, tembloroso y mareado por el hambre. ¡Comida, comida!

Dio cuenta del segundo bistec con menos ansia, observando a los otros. Su estómago se llenaba deprisa. Recordó el insensato descenso por la barranca: era sorprendente lo que el cuerpo podía hacer en tales circunstancias; había sido en realidad una experiencia extracorpórea, o más bien una experiencia tan dentro del cuerpo que rozaba la inconsciencia, se hundía profundamente en el cerebelo, en esa mente subterránea que sabía cómo hacer las cosas. Un estado de gracia.

Una rama resinosa chisporroteó entre las llamas. La visión aun no se le había estabilizado y todo saltaba y se desdibujaba en manchas luminosas.

El hombre de la lanza y otro cazador se acercaron a él.

—Ten, bebe esto —le dijeron, y aplastaron una bolsa de piel contra sus labios, riendo; un líquido lechoso y amargo llenó la boca de Nirgal—. Bebe un poco del hermano blanco, hermano.

Algunos hombres recogieron piedras y empezaron a entrechocarlas acompasadamente, sonidos graves y agudos. Los demás empezaron a bailar alrededor de la hoguera, aullando, cantando o salmodiando.

«Auqakuh, Qahira, Harmakhis, Kasei. Auqakuh, Mángala, Ma'adim, Bahram.» Nirgal se unió a la danza, desterrado el cansancio. Era una noche fría y uno podía acercarse o alejarse del calor del fuego, sentir su radiación contra la piel desnuda, internarse de nuevo en el frío.

Sudorosos, volvieron al cañón, tambaleándose, envueltos en las sombras nocturnas. Una mano le aferró el brazo y Nirgal pensó en la Diana cazadora brillando en la noche, pero estaba demasiado oscuro, y de pronto se encontró en las gélidas aguas de la represa con los demás, hundido hasta la cintura en limo y arena y casi paralizado por el frío. Se sumergió y volvió a la superficie con los sentidos agudizados, jadeante y risueño. Intentó salir del agua, pero una mano le aferró el tobillo y él cayó, chapoteando y riendo. Regresaron ateridos, a trompicones, al calor y la luz del círculo de árboles y bailaron al calor de la lumbre. El fuego teñía los cuerpos de rojo y las agujas de las secoyas relampagueaban bajo la girándula de estrellas, parecían vibrar en respuesta a la percusión de las piedras.

Cuando entraron en calor el fuego se extinguió, y lo guiaron por una de las escaleras de las secoyas. Las grandes ramas altas protegían las plataformas donde dormían, que oscilaban imperceptiblemente con la fría brisa que despertaba el coro de sonidos profundos del bosque. Lo dejaron solo en la plataforma más elevada, y se tendió sobre su saco. Pronto se durmió, acunado por la voz del viento en las agujas de las secoyas.

Despertó al despuntar el día. Se incorporó y apoyó la espalda en la baranda de la plataforma, sorprendido de que la noche pasada no hubiera sido sólo un sueño. Miró en derredor: era como estar en la torre del vigía de un enorme navio, y recordó su habitación de bambú en Zigoto. Pero en ese bosque todo era vasto, la cúpula estrellada del cielo, la línea negra del horizonte lejano. La tierra tendía un manto arrugado y oscuro y el agua de la represa parecía una celosía de plata.

Bajó lentamente los cuatrocientos peldaños de la escalera. El árbol debía de tener unos ciento cincuenta metros de altura, como el despeñadero del cañón que dominaba. A la luz mortecina del alba observó la pared rocosa por la que habían intentado conducir al antílope y la garganta por la que habían descendido, el dique transparente, la masa de agua.

Volvió al círculo arbóreo. Algunos cazadores estaban ya reavivando los rescoldos de la hoguera, tiritando en el frío del amanecer. Nirgal les preguntó si partirían ese día y ellos contestaron afirmativamente: hacia el norte a través de Juventa Chaos y luego hacia la orilla sudoccidental del golfo de Chryse. Una vez allí, no sabían adonde irían.

Preguntó si le permitirían acompañarlos un tiempo y la petición pareció sorprenderlos. Lo examinaron y parlamentaron largamente en un idioma desconocido para Nirgal, que entretanto se preguntaba por qué les había pedido aquello. Quería ver de nuevo a Diana, sí, pero había otros motivos más poderosos. El lung-gom-pa no le había proporcionado nunca las sensaciones que habia experimentado durante la última media hora de la cacería. La carrera seguramente había propiciado la experiencia —el hambre, el agotamiento…—, pero había sucedido algo inesperado y nuevo. El suelo nevado del bosque, la persecución entre los árboles, el veloz descenso de la garganta, la escena en el dique… Los cazadores dieron su beneplácito. Los acompañaría.

Caminaron todo ese día hacia el norte, siguiendo un intrincado sendero a través del caos de Juventa. Al caer la noche alcanzaron una pequeña mesa cuya cima estaba cubierta por un huerto de manzanos al que se accedía por una empinada rampa. Habían podado los árboles dándoles la forma de copas de cóctel y en las nudosas ramas se erguían los nuevos brotes. Hasta que oscureció estuvieron ocupados en los retoños con ayuda de una escalera, recogiendo de paso algunas pequeñas manzanas aún verdes, duras y acidas.

En el centro de la arboleda había una estructura de techo circular, una casa-disco la llamaron. Nirgal admiró su diseño. Sobre una base circular de hormigón, pulida hasta darle un acabado como el del mármol, se levantaban las paredes interiores, que formaban una T y sostenían el techo. En uno de los semicírculos estaban la cocina y la sala de estar, y en el otro, los dormitorios y el baño. La circunferencia, abierta en ese momento, podía cerrarse en caso de mal tiempo corriendo unas paredes transparentes de material de tienda como si fueran cortinas.

La mujer que había descuartizado el antílope le dijo que había casas-disco por toda Lunae, compartidas por varios grupos de cazadores, que atendían los huertos cuando se alojaban en ellas. Pertenecían a una cooperativa de nómadas que practicaban la típica agricultura de subsistencia, la caza y la recolección.

Algunos miembros del grupo empezaron a hervir las pequeñas manzanas para preparar conserva mientras otros asaban bistecs de antílope en un pequeño fuego en el exterior o trabajaban en el ahumadero.

Los dos baños circulares contiguos a la casa humeaban, y los que no se ocupaban de las tareas de cocina se despojaron de sus ropas y se asearon para la cena: habían pasado mucho tiempo en las tierras salvajes del interior. Nirgal siguió a la mujer, cuyas manos aún estaban manchadas de sangre seca, a los baños, al mundo del agua caliente, fuego transmutado en líquido que uno podía tocar, en el que podía sumergir el cuerpo.

Se despertaron al alba y holgazanearon alrededor de un fuego, prepararon café y kava, zurcieron ropas, charlaron, trabajaron alrededor de la casa. Después, reunieron sus pocos arreos de viaje, apagaron la hoguera y partieron. Todos cargaban una mochila o llevaban una bolsa al cinto, pero viajaban tan ligeros de equipaje como Nirgal, o incluso más, pues llevaban sólo unos delgados sacos de dormir y poca comida, y algunos lanzas o arcos y flechas coleados a la espalda. Caminaron a buen paso toda la mañana, y luego se dividieron en grupos para recoger piñas piñoneras, bellotas, cebolletas y maíz salvaje, o para cazar marmotas, conejos o ranas, o quizás alguna pieza mayor. Eran gente delgada, de rostros enjutos y costillas marcadas. La mujer le explicó que les gustaba permanecer un poco hambrientos porque eso hacía que la comida supiera mejor. Y Nirgal no lo ponía en duda, porque cada noche, tembloroso y famélico, todo le parecía saber a ambrosía. Recorrían a diario una buena distancia, y durante las grandes cacerías a menudo acababan en tierras tan ásperas que pasaban cuatro o cinco días hasta que conseguían reunirse de nuevo en la siguiente casa-disco y su huerto. Como Nirgal desconocía el emplazamiento de las casas, procuraba no separarse de algún miembro del grupo. Una vez lo dejaron a cargo de los cuatro niños para que cruzara el terreno cubierto de cráteres de Lunae Planum por una ruta más asequible, y los niños le indicaron la dirección a tomar cada vez que llegaban a una encrucijada. Fueron los primeros en llegar a la casa-disco. Los niños adoraban aquello. Los mayores solían consultar con ellos sobre cuándo creían conveniente partir, y los pequeños contestaban casi de inmediato y concordando. Una vez dos adultos se pelearon y después presentaron su caso ante los cuatro niños, que fallaron contra uno de ellos.

—Nosotros les enseñamos, ellos nos juzgan. Son severos pero justos —le explicó la matarife a Nirgal.

Recogieron frutos del huerto: melocotones, peras, albaricoques, manzanas. Si la fruta empezaba a pasarse, la recolectaban y preparaban conservas, que guardaban en grandes despensas en los sótanos de las casas para otros grupos o para ellos cuando volvieran por allí. Partieron de nuevo hacia el norte, por Lunae hasta su descenso en el Gran Acantilado, una caída dramática de cinco mil metros desde el elevado altiplano hasta el golfo de Chryse en sólo cien kilómetros.

La marcha era dificultosa en aquella tierra inclinada y desgarrada por innumerables pequeñas deformidades. Allí no había senderos, tenían que subir y bajar, trepar, retroceder, bajar, subir. La caza y los frutos silvestres escaseaban y no había casas-disco cerca. Uno de los pequeños resbaló cuando cruzaban una hilera de cactos coral que parecía una cerca de alambre viviente y cayó sobre una rodilla en un nido de espinas. Las varas de magnesio sirvieron para improvisar unas angarillas en las que cargaron al lloroso niño. Los mejores cazadores avanzaban en los flancos con arcos y flechas, preparados para disparar sobre cualquier cosa comestible que se pusiera a tiro. Fallaron varias veces, pero al fin el largo vuelo de una flecha alcanzó en plena carrera a una liebre, que se debatió hasta que finalmente la remataron. Celebraron la caza con gran algarabía, y quemaron en ello más calorías de las que obtuvieron de las escasas raciones. La matarife se mostró desdeñosa.

—Canibalismo ritual de nuestro hermano roedor —bufó mientras comía su tira de carne—. No quiero oír nunca más que la suerte no existe.

—Pero el impulsivo hombre de la lanza se le rió en la cara, y los otros parecieron satisfechos con el magro botín.

Ese mismo día descubrieron un ejemplar joven de caribú, solo y desorientado. Si conseguían atraparlo, sus problemas de comida estarían resueltos. Pero a pesar de su aire confuso, el animal se mostró desconfiado y se mantuvo fuera del alcance de los arcos, en la pendiente del Gran Acantilado, bien a la vista de los cazadores.

Acabaron por ponerse a cuatro patas y empezaron a arrastrarse con dificultad sobre la roca, ardiente bajo el sol del mediodía, tratando de moverse con la rapidez suficiente para rodear al caribú. Pero el viento soplaba a favor del animal, que cambiaba de dirección caprichosamente, ramoneando mientras andaba y echando miradas cada vez más curiosas a sus perseguidores, como si se preguntara por qué seguían con aquella farsa. También Nirgal se lo preguntaba, y al parecer no era el único; el escepticismo del caribú se había contagiado a todo el grupo. Diferentes silbidos, algunos sutiles, llenaron el aire en lo que sin ninguna duda era un debate sobre estrategia. Nirgal comprendió entonces que la caza era difícil, y que el grupo fracasaba a menudo. Tal vez ni siquiera eran buenos cazadores. Se estaban achicharrando sobre la roca y hacía un par de días que no comían decentemente. Formaba parte de la vida de aquella gente, pero ese día no era divertido.

De pronto, el horizonte oriental pareció desdoblarse: el golfo de Chryse, una llanura de azul centelleante, todavía muy lejana. A medida que bajaban, tras el caribú, el mar fue ocultando el resto del globo; la pendiente del Gran Acantilado era allí tan pronciada que a pesar de la estrecha curvatura de Marte alcanban a ver muchos kilómetros sobre el golfo de Chryse. ¡El mar, el mar azul!

Tal vez pudieran acorralar al caribú contra el agua. Pero ahora avanzaba en diagonal hacia el norte. Se arrastraron tras él, treparon a una pequeña cresta y de repente apareció ante sus ojos la costa entera: un bosque verde bordeaba el agua y bajo los árboles se veían pequeños edificios encalados. Más allá, en lo alto de un acantilado, un faro blanco.

Hacia el norte se divisaba una curva de la costa y un poco más allá una ciudad portuaria que trepaba por las paredes de una bahía con forma de medialuna en el extremo meridional de lo que entonces se reveló como un estrecho, o para ser más precisos, un fiordo, pues del otro lado de un angosto brazo de agua se elevaba una pared aún más empinada que aquella en la que estaban: tres mil metros de roca roja que emergían del mar como el borde de un continente, con profundas bandas horizontales talladas por millones de años de viento. De pronto Nirgal cayó en la cuenta de que estaban frente al imponente acantilado de la península de Sharanov, y por tanto el fiordo era Kasei y la ciudad portuaria, Nilokeras. Habían recorrido un largo camino.

Los silbidos de los cazadores se tornaron estridentes y expresivos. La mitad del grupo se sentó: un puñado de cabezas en medio de un campo de piedras que se miraban como si a todos se les hubiese ocurrido la misma idea. Poco después se pusieron en pie y echaron a andar hacia la ciudad, olvidándose del caribú, que ronzaba despreocupadamente. Bajaron la pendiente a saltos, gritando y riendo, y los porteadores del niño herido quedaron rezagados.

Los esperaron más abajo, sin embargo, bajo unos altos pinos de Hokkaido, en las afueras de la ciudad. Cuando los otros los alcanzaron se internaron en las calles altas de la ciudad, caminando entre pinos y huertas, una pandilla estridente y regocijada, dejaron atrás las casas de frentes revestidos de cristal que miraban sobre el bullicioso puerto y fueron al hospital, donde dejaron al pequeño herido. Entraron luego en unos baños públicos y después de una ducha rápida se dirigieron al barrio comercial, detras de los muelles, e invadieron tres o cuatro restaurantes contiguos con mesas debajo de sombrillas adornadas con ristras de bombillas incandescentes. Nirgal se sentó con los niños en un restaurante de cocina marinera, y al rato se les unió el herido con la rodilla y la pantorrilla vendadas, y todos comieron y bebieron copiosamente: gambas, almejas, mejillones, trucha, pan fresco, quesos, ensalada campesina, agua, vino, ouzo a mares. Tan desmedida fue la comida que cuando se levantaron se tambaleaban, borrachos, con los estómagos tensos como tambores.

Algunos fueron directamente a dormir o vomitar al hostal donde solían alojarse. El resto siguió con paso vacilante hasta un parque cercano, donde tras una representación de la ópera de Tyndall Phyllis Boyle habría baile.

Nirgal se tendió en el césped, detrás de los espectadores. Como a los demás, le maravillaba la habilidad de los cantantes, la exuberancia de los sonidos orquestales de Tyndall. Cuando la ópera terminó algunos ya habían digerido lo suficiente para bailar, Nirgal entre ellos, y después de una hora de danza se unió a los músicos y tocó la batería hasta que todo su cuerpo vibró como el magnesio de los platillos.

Pero había comido demasiado y decidió ir al hostal con algunos más. En el camino, alguien gritó «¡Ahí van los salvajes!» o algo por el estilo y el hombre de la lanza aulló; en cuestión de segundos él y otros cazadores se abalanzaron sobre los transeúntes, los empujaron contra la pared y los insultaron:

—¡Vigilen su lengua o les sacudiremos el polvo! —gritó alegremente el de la lanza—. No son más que ratas enjauladas, drogadictos, sonámbulos, condenadas lombrices que creen que tomando drogas llegarán a sentir lo que nosotros sentimos! ¡Una buena patada en el trasero y entonces sí que sentirán algo real, entonces comprenderán a qué me refiero!

En ese momento intervino Nirgal, que lo sujetó diciendo:

—Vamos, vamos, no queremos problemas. —Y de pronto un grupo de ciudadanos se les echó encima con un bramido, con los puños apretados; no estaban bebidos y no le veían la gracia a todo aquello. Los jóvenes cazadores se vieron obligados a retroceder y dejaron que Nirgal se los llevara de allí cuando los otros se dieron por satisfechos con haberlos ahuyentado. Pero siguieron profiriendo insultos, tambaleándose calle abajo, desafiantes, ufanos de su comportamiento:— ¡Malditos sonámbulos en cajas de regalo, les daremos una patada en el culo! ¡Les patearemos el trasero hasta que salgan de su maldita casa de muñecas y se den a la bebida! ¡Borregos, más que borregos!

Nirgal los reprendió, aunque se le escapaba la risa. Los camorristas estaban muy borrachos y él no se sentía precisamente sobrio. Cuando llegaron al hostal echó una ojeada al bar de enfrente, vio a la matarife y entró con los revoltosos muchachos. Los observó mientras paladeaba una copa de coñac. Los habían llamado salvajes. La mujer no le quitaba el ojo de encima, preguntándose sin duda qué pensaba. Mucho después Nirgal se levantó con dificultad y dejó el bar con los otros. Cruzaron con paso vacilante la calle empedrada, él tarareando y los otros cantando a voz en cuello Swing Low, Sweet Chariot. Las estrellas oscilaban sobre el agua de obsidiana del fiordo. Mente y cuerpo colmados de sensaciones, la dulce fatiga, un estado de gracia.

Durmieron hasta bien entrado el día, y despertaron atontados y con resaca. Holgazanearon un rato en el dormitorio comunal, bebiendo kavajava, y luego bajaron al comedor, y aunque juraban y perjuraban que aún estaban llenos, embaularon un copioso almuerzo. Mientras comían decidieron ir a volar. Los vientos que bajaban encañonados por el fiordo de Kasei eran poderosos, y windsurfistas y aviadores de todas las especies acudían a Nilokeras para aprovecharlos. Naturalmente en cualquier momento uno de los aulladores podía poner fin a la diversión, salvo la de los grandes jinetes eólicos. Pero la velocidad media de las ráfagas ese día era ideal.

La base de operaciones de los aviadores estaba en un cráter-isla mar adentro llamado Santorini. Después de almorzar bajaron a los muelles, tomaron un ferry, desembarcaron media hora después en la pequeña isla arqueada y se dirigieron en tropel con los otros pasajeros hacia el aeródromo.

Nirgal llevaba años sin volar y le resultó muy placentero amarrarse a la góndola de un dirigible, ascender por el mástil, soltarse y elevarse con las potentes ráfagas que surgían del cráter. Mientras subía advirtió que la mayoría de los aviadores llevaban trajes de pájaro, y le pareció que volaba con una bandada de criaturas de alas desmesuradas, más semejantes a murciélagos zorro o a híbridos míticos, como el grifo o Pegaso, que a pájaros. Había trajes para todos los gustos, que imitaban las características de algunas especies: albatros, águilas, vencejos, quebrantahuesos. Encerraban a quienes los llevaban en un exoesqueleto adaptable que respondía a la presión ejercida por el cuerpo para mantener la posición o hacer determinados movimientos, de manera que los músculos humanos podían batir las grandes alas o inmovilizarlas contra el gran torce de las ráfagas del viento y al mismo tiempo mantener el casco y las plumas caudales en la posición adecuada. Las IA del traje ayudaban a los aviadores si éstos lo deseaban e incluso podían actuar como pilotos automáticos, pero la mayor parte de ellos preferían pensar por sí mismos y controlar el traje, que exageraba la fuerza de sus músculos.

Sentado bajo el dirigible Nirgal contemplaba con una mezcla de placer e inquietud las evoluciones de aquellas aves humanas: se lanzaban en terribles picados sobre el mar, luego desplegaban las alas, describían un amplio giro y regresaban a la corriente ascendente del cráter. Nirgal pensaba que se requería una gran habilidad para volar con aquellos trajes, mientras que con los dirigibles se subía y bajaba sin sobresaltos.

Cuando volaba en una espiral ascendente, pasó junto a una de aquellas aves y reconoció el rostro de la Diana cazadora, la mujer del pañuelo verde. Ella también lo reconoció, alzó la barbilla y sus dientes aparecieron en una breve sonrisa; entonces plegó las alas, giró y se lanzó en picado con un sonido desgarrador. Nirgal la observó desde lo alto con excitación y luego aterrado cuando ella pasó rozando el filo del acantilado de Santorini; él había creído que se estrellaría. Volvió a elevarse, en espirales cerradas. Parecía tan grácil que Nirgal deseó aprender a utilizar un traje, aunque aún tenía el pulso acelerado después de presenciar semejante zambullida; ningún dirigible podía volar así, ni de lejos. Los pájaros eran los mejores aeronautas, y Diana volaba como ellos. Ahora, además de otras muchas cosas, los humanos también eran pájaros.

Se mantenía junto a él, lo dejaba atrás, volaba a su alrededor, como si ejecutara una de esas danzas de cortejo de algunas especies; después de una hora de piruetas, ella le dedicó una última sonrisa y descendió en perezosos círculos hacia el aeropuerto de Phira. Nirgal la siguió y aterrizó media hora más tarde, deteniéndose a poca distancia de ella, que lo esperaba con las alas extendidas en el suelo.

La mujer describió un círculo alrededor de Nirgal, como si continuara aún con la danza, y luego se acercó y echó hacia atrás la capucha, dejando que su negrísima cabellera se derramara. Diana cazadora. Se empinó y besó a Nirgal en la boca; luego retrocedió y lo miró con gravedad. Él la recordó corriendo desnuda delante de los otros, con el pañuelo verde ondeando en su mano.

—¿Almorzamos? —preguntó ella.

Era media tarde y estaba hambriento.

—Claro.

Comieron en el restaurante del aeródromo, con vistas al arco de la pequeña bahía de la isla y la inmensidad de los acantilados de Sharanov, y contemplaron las acrobacias de los que seguían en el aire. Conversaron sobre vuelos y marchas pedestres, sobre la caza de los tres antílopes y las islas del mar del Norte y el gran fiordo de Kasei, que derramaba los vientos sobre ellos. Flirtearon y Nirgal sintió una placentera expectación por lo que se avecinaba. Hacía tanto tiempo… Aquello también formaba parte del descenso a la ciudad, a la civilización. El flirteo, la seducción, ¡qué maravilloso era todo eso cuando uno estaba interesado y veía que la otra persona también! Ella era bastante joven, pero en su rostro tostado por el sol la piel se arrugaba alrededor de los ojos… no era una adolescente, le había contado que había estado en las lunas jovianas y había impartido clases en la nueva universidad de Nilokeras, y que ahora pasaba una temporada con los salvajes. Unos veinte años marcianos, quizás un poco más, era difícil decirlo en esos tiempos. Adulta en cualquier caso; en esos primeros veinte años la gente adquiría la mayor parte de lo que la experiencia podía proporcionarles; después todo se reducía a la repetición. Había conocido a viejos insensatos y jóvenes sabios y viceversa. Ambos eran adultos compartiendo el presente.

Nirgal observó el rostro de la mujer mientras hablaba. Despreocupada, inteligente, segura de sí. Una minoica: tez y ojos oscuros, nariz aquilina, labio inferior dramático; ascendencia mediterránea, tal vez, griega, árabe, hindú; como ocurría con la mayoría de los yonsei, era imposible determinarlo. Era simplemente una mujer marciana que hablaba un inglés de Dorsa Brevia y que lo miraba de una manera peculiar… ¡Ah, cuántas veces en sus viajes le había ocurrido; la conversación había cambiado su curso y de pronto se había encontrado en el prolongado vuelo de la seducción con alguna mujer, y el cortejo había conducido a una cama o una hondonada oculta en las colinas…!

—¡Eh, Zo! —saludó la matarife, y se acercó a ellos—. ¿Te vienes con nosotros al cuello ancestral?

—No —contestó Zo.

—¿El cuello ancestral? —preguntó Nirgal.

—El Estrecho de Boone —dijo Zo—. La ciudad que hay en la península polar.

—¿Por qué ancestral?

—Ella es la bisnieta de John Boone —explicó la matarife.

—¿Por parte de quién? —preguntó Nirgal mirando a Zo.

—Jackie Boone —dijo ella—. Es mi madre.

Nirgal se las arregló para asentir y se reclinó en la silla. El bebé que amamantaba Jackie en Cairo. La semejanza con la madre era evidente una vez que se conocía el parentesco. Se le erizó el vello, y se asió los brazos, tembloroso.

—Debo estar haciéndome viejo —musitó.

Ella sonrió y de pronto Nirgal comprendió que había sabido todo el tiempo quién era él. Había estado jugando con él, le había tendido una celada, sin duda como experimento o tal vez para disgustar a su madre, o por razones que no atinaba a imaginar. Para divertirse.

Zo lo miraba tratando de parecer seria.

—No importa —dijo.

—No —coincidió él. Porque había otros salvajes en las tierras agrestes del interior.

Загрузка...