SÉPTIMA PARTE Poniendo las cosas en marcha

Un mar ahogado por el hielo cubría ahora buena parte del norte. Vastaos Borealis descansaba uno o dos kilómetros por debajo de la línea de referencia, y en algunos puntos hasta tres. Ahora que el nivel del mar parecía haberse estabilizado definitivamente en la curva menos uno, Vastitas había quedado bajo las aguas. Si en la Tierra hubiese existido un océano de figura similar, habría sido un gran océano Ártico, que habría cubierto Rusia, Canadá, Alaska, Groenlandia y Escandinavia, y dos mares angostos que penetrarían profundamente en el sur y alcanzarían el ecuador. Por consiguiente el Atlántico habría quedado reducido a una estrecha franja norte y una gran isla cuadrada habría ocupado el centro del Pacífico norte.

En este Oceanus Borealis había varias islas de hielo de gran tamaño y una península larga y estrecha que interrumpía su circunnavegación del globo y conectaba la zona del continente al norte de Syrtis con el extremo de una península polar. El verdadero polo norte estaba sobre el hielo del golfo de Olympia, a algunos kilómetros de la costa de esa isla polar.

Y eso era todo. En Marte no habría ningún equivalente del Pacífico y el Atlántico sur, ni del océano Indico o el Antartico. En el sur todo era desierto, con la excepción del mar de Hellas, un círculo de agua de aproximadamente la extensión del Caribe. Así, mientras que en la Tierra los océanos cubrían el setenta por ciento de la superficie, en Marte cubrían sólo un veinticinco.

En el año 2130 casi la totalidad del Oceanus Borealis estaba cubierto por el hielo. Sin embargo, debajo había grandes bolsas de agua y en el verano los lagos de deshielo se diseminaban por la superficie, y se abrían numerosas grietas. Debido a que buena parte de esa agua había sido bombeada o en su defecto extraída del permafrost, tenía la pureza de las que brotaban de la tierra, es decir, casi destilada: el Borealis era un océano de agua dulce. De todos modos, se daba por supuesto que pronto se volvería salado, pues los ríos discurrían a través del regolito altamente salado y transportaban los sedimentos al mar, el agua se evaporaba, precipitaba y el proceso empezaba de nuevo —el paso de las sales del regolito al agua hasta que se alcanzara un equilibrio—, un proceso que tenía intrigados a los oceanógrafos, porque la salinidad de los océanos terrestres, estable durante millones de años, aún no se comprendía del todo.

Las costas eran abruptas. La isla polar, oficialmente innominada, recibía distintos nombres: península polar, isla polar o Caballito de Mar, debido a su forma. Su costa en muchos puntos seguía aún desbordada por el hielo del antiguo casquete polar y en todas partes aparecía cubierta por un manto de nieve en el que el viento tallaba gigantescas sastrugi. Esa blanca superficie ondulada se extendía sobre el mar por muchos kilómetros, hasta que las corrientes submarinas la quebraban y uno llegaba a una «costa» poblada de grietas, cadenas montañosas levantadas por la presión y enormes icebergs tabulares de bordes caóticos, así como zonas cada vez más extensas de aguas abiertas. En medio de todo aquel caos de hielo asomaban grandes islas volcánicas o meteoríticas, incluyendo algunos cráteres pedestal que emergían de la blancura como grandes y oscuros icebergs tabulares.

Las costas meridionales del Borealis estaban mucho más expuestas y eran infinitamente más variadas. Allí donde el hielo lamía las faldas del Gran Acantilado varias regiones de mensae y collados se habían convertido en archipiélagos independientes, que al igual que la costa continental tenían un perfil accidentado: amenazadores acantilados cortados a pico, cráteres bahía, fiordos fossa y largas playas bajas. El agua de los dos grandes golfos meridionales permanecía líquida bajo la superficie, y en verano afloraba. El golfo de Chryse tenía probablemente la costa más agreste, porque ocho grandes canales de desagüe con mucho hielo desembocaban allí y con el deshielo se originaban escarpados fiordos. En el extremo meridional del golfo cuatro de esos fiordos se entrelazaban y formaban varias islas de buen tamaño de abruptos acantilados, un paisaje marino espectacular.

Por encima de toda esta agua revoloteaban grandes bandadas de aves. Las nubes florecían y eran arrastradas por el viento, moteando con sus sombras el blanco y el rojo. Los icebergs flotaban sin rumbo en los mares líquidos y se estrellaban contra las orillas, y las tormentas se abatían desde el Gran Acantilado con una fuerza aterradora, descargando granizo y rayos sobre la roca. Para entonces había en Marte aproximadamente cuarenta mil kilómetros de costa, y con el rápido ciclo de congelación y deshielo de los días y las estaciones, bajo el azote constante del viento, toda su extensión cobraba vida y mudaba.


Cuando el congreso terminó Nadia hizo planes para abandonar Pavonis de inmediato. Estaba harta de las peleas en el complejo de almacenes, de discusiones, de política; harta de la violencia y la amenaza de la violencia, de revoluciones, sabotajes, de la constitución, el ascensor, la Tierra y la amenaza de la guerra. Tierra y muerte, eso era Pavonis Mons: la Montaña del Pavo Real, y todos los pavos reales andaban pavoneándose y cacareando Yo, Yo, Yo. Era el último lugar de Marte donde Nadia deseaba estar.

Quería alejarse de allí y respirar aire fresco, trabajar en cosas tangibles. Quería construir, con sus nueve dedos, sus hombros, su cerebro, construir lo que fuera, no sólo estructuras, aunque eso sería perfecto, sino también cosas como aire o tierra, partes de un proyecto nuevo para ella como era la terraformación. Desde aquel primer paseo al aire libre en el cráter Du Martheray, sin otra cosa que una pequeña máscara para filtrar el CO2, comprendía la obsesión de Sax. Estaba dispuesta a unirse a él y su grupo para llevar adelante aquel proyecto, y ahora más que nunca, ya que la retirada de los espejos orbitales había provocado un largo invierno que amenazaba convertirse en una edad de hielo. Crear aire, crear suelo, desplazar agua, introducir plantas y animales: le parecía fascinante, por más que los proyectos de construcción más convencionales también la atrajeran. Cuando el nuevo mar del norte se derritiera y sus orillas se estabilizaran, habría que construir ciudades portuarias por todas partes, con sus malecones y paseos marítimos, canales, puertos y muelles, y los pueblos detrás de ellas treparían por las colinas. En las zonas más elevadas habría que erigir muchas ciudades-tienda y cubrir cañones. Se hablaba incluso de cubrir alguna de las grandes calderas y de conectar mediante funiculares los tres volcanes regios, o de tender un puente sobre los desfiladeros al sur de Elysium; se hablaba de habitar la península polar; habían surgido nuevos conceptos de biohabitación, planes para viviendas y edificios en árboles genéticamente manipulados, lo mismo que Hiroko había hecho con el bambú, pero a mayor escala. Sí, una constructora dispuesta a aprender algunas de las últimas técnicas tenía delante mil años de atractivos proyectos. Era un sueño hecho realidad.

Pero entonces un pequeño grupo la abordó. Le dijeron que estaban explorando posibles candidatos para ocupar los cargos del primer consejo ejecutivo del nuevo gobierno global.

Nadia los miró. Veía lo que le ofrecían como una gran trampa que avanzaba lentamente e intentó escapar antes de que se cerrara sobre ella.

—Hay infinitas posibilidades —dijo—. Hay diez veces más gente apropiada que puestos en el consejo.

Sí, admitieron con aire pensativo. Pero se preguntaban si ella se lo había planteado en alguna ocasión.

—No —contestó.

Art, que había advertido su nerviosismo, se reía.

—Me propongo construir cosas —aseguró Nadia con rotundidad.

—Podrías hacerlo igualmente —dijo Art—. El consejo es una ocupación a tiempo parcial.

—Y un cuerno.

—No, de veras.

El concepto de gobierno ciudadano figuraba en todos los capítulos de la nueva constitución, desde el cuerpo legislativo global a los tribunales y las tiendas. En teoría eran funciones a tiempo parcial. Sin embargo, Nadia estaba convencida de que el consejo ejecutivo no entraría dentro de esa categoría.

—¿No tenían los miembros del consejo ejecutivo que ser elegidos entre los del cuerpo legislativo? —preguntó.

Elegidos por el cuerpo legislativo, le contestaron alegremente. Por lo general los elegidos serían miembros del cuerpo legislativo, pero no necesariamente.

—¡Miren, ahí tienen un error en la constitución! —dijo Nadia—. Qué bueno que lo hayamos advertido tan pronto. Restrínjanlo a los legisladores elegidos y reducirán enormemente el número de candidatos…

Enormemente…

—Y aún así les seguirá quedando mucha gente válida —añadió, escurriendo el bulto.

Pero ellos insistieron. La abordaban continuamente, en diferentes combinaciones, y Nadia retrocedía hacia los dientes de la trampa. Acabaron por rogarle. Aquél era el momento crucial para el nuevo gobierno, necesitaban un consejo ejecutivo en el que todos confiaran, sería el que lo pondría todo en marcha, etcétera. Ya se había elegido el senado, ya se habían asignado los puestos de la duma por sorteo. Ahora las dos cámaras estaban eligiendo a los siete miembros del consejo ejecutivo. Entre los candidatos propuestos figuraban Mijail, Zeyk, Peter, Marina, Etsu, Nanao, Ariadne, Marión, Irishka, Antar, Rashid, Jackie, Charlotte, los cuatro embajadores a la Tierra y algunos otros que Nadia había conocido en el congreso.

—Mucha gente válida —les recordó Nadia. Aquélla era la revolución policéfala.

Pero a la gente no acababa de convencerle la lista, le repetían. Se habían acostumbrado a que ella fuese el centro equilibrador, tanto durante el congreso como durante la revolución, y antes de eso en Dorsa Brevia, y para el caso, durante los años de clandestinidad y desde el principio. Todos la querían en el consejo como influencia moderadora, como cabeza sensata, como parte neutral, etcétera.

—Lárguense —dijo ella, de pronto furiosa, aunque no sabía por qué. Parecieron preocupados por su enfado—. Lo pensaré —añadió mientras los echaba.

Al final sólo quedaron en la habitación Charlotte y Art, que tenían una expresión solemne, como si no hubiesen conspirado para atraparla.

—Parece que te quieren a toda costa en el consejo —dijo Art.

—¡Oh, cállate!

—Pero si es verdad. Quieren a alguien en quien puedan confiar.

—Querrás decir que quieren a alguien a quien no teman. Quieren a una vieja bábushka que no intentará hacer nada, de manera que puedan mantener a sus oponentes fuera del consejo y perseguir sus fines particulares.

Art frunció el entrecejo; eso no se le había ocurrido, era un hombre demasiado ingenuo.

—La constitución es una suerte de cianotipo —dijo Charlotte con aire pensativo—. Crear un gobierno real a partir de ella es el verdadero acto constructivo.

—Fuera —dijo Nadia.

Acabó accediendo a presentarse. Aquella gente era implacable, y además eran muchos y no parecían dispuestos a rendirse. Nadia no quería dar la impresión de que les volvía la espalda, y así dejó que la trampa se cerrara sobre ella.

Los miembros del legislativo se reunieron y votaron. Nadia fue uno de los siete elegidos, junto con Zeyk, Ariadne, Marión, Peter, Mijail y Jackie. Ese mismo día Irishka fue elegida primera autoridad del Tribunal Medioambiental Global, un verdadero espaldarazo para ella y para los rojos; aquello formaba parte del «gran gesto» que Art había promovido al final del congreso para ganar el apoyo de los rojos. Aproximadamente la mitad de los nuevos jueces eran rojos en mayor o menor grado, lo que convertía el gesto en algo exagerado en opinión de Nadia.

Inmediatamente después de aquellas elecciones, otra delegación, formada esta vez por sus compañeros del consejo, la abordó. Había obtenido más votos que nadie en las dos cámaras, le dijeron, y por eso querían nombrarla presidenta.

—Oh, no —dijo ella.

Ellos asintieron con gravedad. El presidente era un miembro más del consejo, le dijeron, uno entre iguales. Sólo era una posición ceremonial. El brazo ejecutivo seguía el modelo suizo, y los suizos por lo general ignoraban quién era su presidente. Pero necesitaban desde luego su consentimiento (los ojos de Jackie brillaron levemente cuando dijeron esto) para nombrarla.

—Basta —fue la respuesta de Nadia.

Después de que se fueran, Nadia se dejó caer en la silla, aturdida.

—Eres la única persona en Marte en la que todo el mundo confía — dijo Art amablemente. Se encogió de hombros, como queriendo decir que él no había tenido nada que ver en aquel asunto, aunque ella sabía que era mentira—. ¿Qué puedes hacer? —añadió, poniendo los ojos en blanco con la exagerada teatralidad de los niños—. Concédeles tres años, para entonces las cosas estarán encarriladas y podrás decir que ya has cumplido con tu cometido y retirarte. Además, ¡el primer presidente de Marte! ¿Cómo puedes resistirte?

—Es fácil.

Art esperó. Nadia le echó una mirada furibunda. Al fin él dijo:

—Pero aceptarás de todas maneras, ¿verdad?

—¿Me ayudarás?

—Claro. —Apoyó la mano en el puño apretado de ella.— En lo que quieras. Me refiero a… vaya, que estoy a tu disposición.

—¿Es ésa la posición oficial de Praxis?

—Caramba, pues sí, estoy seguro de que lo sería. ¿Asesor del presidente marciano? Puedes apostar a que sí.

En ese caso, ella podría obligarlo a cumplir la palabra dada.

Nadia soltó un gran suspiro y trató de aliviar la tensión de su estómago. Podía aceptar el puesto y después desviar la mayor parte del trabajo hacia Art o los asistentes que le asignaran. No sería el primer presidente que lo hiciera, ni tampoco el último.

—Asesor de Praxis del presidente marciano —anunciaba Art con expresión complacida.

—¡Oh, cállate! —exclamó ella.

—Sí, sí.

La dejó sola para que se fuese haciendo a la idea y regresó con un cazo humeante de kava y dos tacitas. Lo sirvió; ella tomó la taza que él le ofrecía y bebió el líquido amargo.

—Hagas lo que hagas soy tuyo, Nadia. Ya lo sabes.

—Humm, humm.

Ella lo observó beber ruidosamente el kava. Sabía que no hablaba sólo de la esfera política. Art la amaba. Llevaban mucho tiempo trabajando, viviendo, viajando juntos, compartiendo espacio. Y él le gustaba. Un oso de andar ágil y lleno de buen humor. Le gustaba el kava, se leía en sus facciones. Había transmitido a todo el congreso la fuerza de aquel buen humor, que se propagaba como una epidemia… la idea de que no había cosa más divertida que redactar una constitución, ¡vaya disparate! Pero había dado resultado. Y durante el congreso se habían convertido en una especie de pareja. Sí, tenía que admitirlo.

Pero ella había cumplido ciento cincuenta y nueve años, absurdo pero cierto. Y Art debía de andar por los setenta u ochenta, no estaba segura, aunque aparentaba cincuenta, como ocurría a menudo cuando se empezaba a recibir el tratamiento pronto.

—Tengo edad para ser tu bisabuela —dijo.

Art se encogió de hombros, abochornado. Sabía a qué se refería Nadia.

—Y yo podría ser el bisabuelo de esa mujer —dijo él señalando a una alta joven nativa que pasaba frente a la puerta de la oficina—. Y ella tiene edad suficiente para ser madre. En fin, llega un punto en que eso carece de importancia.

—Para ti tal vez.

—Pues claro. Pero eso es ya la mitad de la opinión que de veras importa.

Nadia no dijo nada.

—Mira —dijo Art—, vamos a vivir mucho tiempo. En algún momento las cifras dejarán de importar. Me refiero a que si bien yo no estuve contigo en los primeros años, llevamos juntos mucho tiempo y hemos compartido muchas cosas.

—Lo sé. —Nadia bajó la mirada, recordando. Sobre la mesa descansaba el muñón de su dedo perdido hacía mucho tiempo. Toda esa vida se había ido. Ahora era presidenta de Marte.— Mierda.

Art terminó el kava y la observó con afecto. Ella le gustaba, él le gustaba. Ya eran una pareja.

—¡Tendrás que ayudarme con el maldito asunto del consejo! —dijo ella, desolada al ver cómo se desvanecían sus tecnofantasías.

—Claro que lo haré.

—Y después, bien… Ya veremos.

—Ya veremos —dijo él, y sonrió.

Así que allí estaba, atrapada en Pavonis Mons. El nuevo gobierno estaba reunido en los almacenes porque iban a trasladarse a la ciudad de Sheffield propiamente dicha, donde ocuparían los voluminosos edificios revestidos de piedra pulida abandonados por las metanacs; se discutía si las indemnizarían por esos edificios y demás infraestructuras o si por el contrario todo había quedado «globalizado» o «cooptado» por la independencia y el nuevo orden.

—Indemnícenlos —le gruñó Nadia a Charlotte, furiosa. Pero no parecía que la presidencia de Marte fuera un cargo que hiciera saltar a la gente a una orden suya.

En cualquier caso, el gobierno se iba a trasladar allí y Sheffield iba a convertirse, si no en capital, sí en sede temporal del gobierno. Con Burroughs inundada y Sabishii arrasada por el fuego no quedaba ningún otro lugar y, para ser francos, no parecía que ninguna de las otras ciudades-tienda quisiera acogerlos. Se hablaba incluso de construir una ciudad capital, pero eso llevaría tiempo y mientras tanto tenían que reunirse en algún sitio. Por eso se trasladaron a la tienda de Sheffield, bajo su cielo oscuro, a la sombra del cable del ascensor, que se elevaba tieso y negro en el barrio oriental, como un defecto en la realidad.

Nadia encontró un apartamento en la tienda más occidental, detrás del parque del borde, un cuarto piso desde el que gozaba de una excelente vista de la sobrecogedora caldera de Pavonis. Art tomó un apartamento en la planta baja del mismo edificio, en la parte trasera; al parecer la caldera le daba vértigo. Y las oficinas de Praxis estaban en el edificio contiguo, un cubo de jaspe pulido que ocupaba toda una manzana, con ventanas de color azul cromado.

Pues bien, había llegado la hora de respirar hondo y emprender el trabajo que le habían encomendado. Era como una pesadilla en la que de pronto se había decidido prolongar el congreso constitucional tres años, tres años marcianos.

Empezó con la intención de escapar de allí de cuando en cuando y participar en algún proyecto de construcción. Cumpliría con sus obligaciones en el consejo, pero trabajar para aumentar la producción de gases de invernadero, por ejemplo, le parecía muy interesante, puesto que el proyecto tenía que afrontar simultáneamente los problemas técnicos y las exigencias de la nueva política medioambiental. Además, la llevaría a las tierras del interior, donde se hallaban las materias primas para los gases de invernadero. Desde allí podía ocuparse de los asuntos del consejo a través de la pantalla.

Pero los acontecimientos se confabulaban para retenerla en Sheffield, uno detrás de otro, aunque nada particularmente importante o atractivo comparado con lo que había sido el congreso, sólo detalles necesarios para poner las cosas en marcha. En cierto modo era como Charlotte había dicho; después de la fase de diseño venían las interminables minucias de la construcción.

Era previsible, tenía que armarse de paciencia. Podía trabajar duro en el primer asalto y luego marcharse. Mientras tanto, además del proceso de arranque, la requerían los medios de comunicación y la nueva oficina de asuntos marcianos de las Naciones Unidas, muy interesados en las nuevas políticas y trámites de inmigración, y también los miembros del consejo. ¿Dónde se reunirían? ¿Con qué frecuencia? ¿Cuáles serían sus directrices? Nadia convenció a los otros seis de que contratasen a Charlotte como secretaria del consejo y jefa de protocolo, y a su vez Charlotte contrató un gran equipo de auxiliares de Dorsa Brevia, con lo que se obtuvo una plantilla elemental. Y Mijail había acumulado mucha experiencia práctica en el gobierno de Bogdanov Vishniac. Es decir, que había gente mucho mejor preparada que Nadia para ese trabajo; sin embargo, seguían llamándola un millón de veces al día para conferenciar, discutir, decidir, designar, adjudicar, arbitrar, administrar. Era interminable.

Y cuando Nadia se reservó algo de tiempo para sí, casi por decreto, resultó que ser presidenta implicaba enormes dificultades para unirse a un proyecto particular. Todo lo que se ponía en marcha dependía de una tienda o una cooperativa, que a menudo eran empresas comerciales involucradas en operaciones mixtas, en parte obras públicas no lucrativas y en parte incluidas en el mercado competitivo. Por tanto, que la presidenta de Marte colaborase con una cooperativa en particular sería un signo de patrocinio oficial, lo cual no podía permitirse si uno quería ser justo. Planteaba un conflicto de intereses.

—¡Mierda! —le gritó a Art, con mirada acusadora.

Él se encogió de hombros, tratando de fingir que no había previsto que surgirían aquellos conflictos.

Nadia no tenía escapatoria, era una prisionera del poder. Tenía que estudiar la situación como si se tratase de un problema de ingeniería, como tratar de aplicar fuerza en un medio difícil. Si quería, por ejemplo, fábricas de gases de invernadero, estaba obligada a no unirse a una cooperativa determinada. Por tanto tenía que buscar una alternativa, la emergencia en un nivel superior: tal vez podría coordinar cooperativas.

Nadia era del parecer que había buenas razones para promover la construcción de fábricas de gases de invernadero. El Año Sin Verano había deparado violentas tormentas originadas en el Gran Acantilado que se habían abatido sobre el norte, y los meteorólogos en su mayoría coincidían en que las «tormentas interecuatoriales Hadley» tenían su causa en la desaparición de los espejos orbitales y la consiguiente disminución súbita de la insolación. Una edad glacial con todas las de la ley era una clara probabilidad, y bombear gases de invernadero parecía una de las mejores maneras de contrarrestarla. Nadia pidió a Charlotte que organizara un congreso con el propósito de obtener sugerencias ante aquella amenaza. Charlotte contactó con gente de Da Vinci, Sabishii y otros lugares, y pronto lo tuvo todo dispuesto. El congreso se celebraría en Sabishii y se denominaría «Estrategias para paliar los efectos de la disminución de insolación. M-53», sin duda a propuesta de algún saxaclón de Da Vinci.

Pero Nadia no pudo asistir a ese congreso. Los asuntos en Sheffield, relacionados con la instauración de un nuevo sistema económico, cuestión que le pareció lo suficientemente importante, la retuvieron. El cuerpo legislativo estaba elaborando la ley de ecoeconomía, poniendo músculos al esqueleto pergeñado en la constitución, y para ello se animaba a las cooperativas ya existentes antes de la revolución a que ayudaran a las subsidiarias locales de las metanacs a transformarse en cooperativas similares. Este proceso, llamado horizontalización, tenía un apoyo mayoritario, sobre todo por parte de los jóvenes nativos, y por tanto progresaba sin obstáculos. Toda empresa marciana debía ser propiedad de sus trabajadores. Ninguna cooperativa podía tener más de mil miembros, y las empresas mayores tenían que constituirse como asociaciones de cooperativas. En cuanto a la estructura interna, la mayoría elegía variantes de los modelos bogdanovistas, que a su vez seguían el modelo cooperativo de la comunidad vasca de Mondragón, en España, donde todos los trabajadores eran copropietarios y compraban su parte aportando el equivalente del sueldo de un año de trabajo al fondo de equidad, que luego se convertía en acciones cuyo valor crecía durante su permanencia en la empresa, y que finalmente se les devolvía en forma de pensión. Los consejos elegidos entre los trabajadores contrataban a los gerentes, generalmente de fuera, que podían tomar decisiones ejecutivas y cuyas actuaciones los consejos examinaban anualmente. El crédito y el capital se obtenían de los bancos centrales de las cooperativas o de los fondos iniciales del gobierno global, o de organizaciones de ayuda como Praxis y los suizos. En un nivel superior, las cooperativas del mismo ramo se asociaban para emprender proyectos de mayor envergadura y enviaban representantes a las corporaciones industriales, que ofrecían equipos de práctica profesional, centros de arbitraje y mediación y asociaciones comerciales.

La comisión económica estaba ocupada en la creación de una moneda marciana para uso interno y para el cambio de valores terranos. Se deseaba una moneda resistente a la especulación terrana; pero en ausencia de un mercado de valores marciano, toda la fuerza de la inversión terrana tendía a recaer en la moneda, el único juego de inversión que se les ofrecía. Esto provocaba una cierta tendencia a inflar el cequí marciano en los mercados monetarios terranos, y en los viejos tiempos habría disparado su valor hasta las nubes, en perjuicio de la balanza comercial marciana; pero como las metanacionales de la Tierra estaban ocupadas luchando contra su disgregación y la cooperativización, las finanzas terranas andaban algo desordenadas y carentes del viejo espíritu de especulación feroz. De manera que el cequí alcanzó una fuerte cotización en la Tierra, aunque no excesiva, y en Marte sólo era dinero. Praxis resultó muy útil en este proceso, porque se convirtió en una especie de banco federal para la nueva economía, que proporcionaba préstamos sin interés y servía como mediador en los intercambios con divisas terranas.

En vista de todo esto, el consejo ejecutivo se reunía durante largas horas cada día para discutir la legislación y programas de gobierno. La tarea era tan absorbente que Nadia casi olvidó que se estaba celebrando en Sabishii un congreso que ella había promovido. A pesar de todo, las noches en que estaba de humor pasaba una última hora frente a la pantalla conversando con amigos de Sabishii, donde al parecer las cosas marchaban bastante bien. Muchos de los científicos dedicados al medioambiente habían asistido y todos coincidían en que un aumento masivo de la emisión de gases de invernadero mitigaría los efectos de la pérdida de los espejos orbitales. Naturalmente el CO2 era el gas de invernadero más fácil de liberar, pero —dado que se intentaba reducir su presencia en la atmósfera— la opinión general era que se podían producir cantidades satisfactorias de gases alternativos más complejos y eficaces. Y en principio no pensaban que fuera a suponer un problema, políticamente hablando, porque si bien la constitución exigía una atmósfera que no superase los 350 milibares en la franja de los seis mil metros, no decía nada sobre los gases que podían utilizarse. Si se liberaban los halocarbonos y el resto de gases de invernadero del cóctel Russell hasta que constituyesen cien partes por millón de la atmósfera en vez de las veintisiete partes de ese momento, la retención de calor aumentaría varias unidades Kelvin, calculaban, y podrían evitar una era glacial, o al menos acortarla. Por tanto, el plan abogaba por la producción y liberación de toneladas de tetrafluoruro de carbono, hexafluoretano, hexafluoruro de azufre, metano, óxido nitroso y pequeñas cantidades de otros elementos químicos que ayudaban a disminuir la destrucción de halocarbonos por los rayos ultravioletas.

Completar el deshielo del mar de hielo boreal era el otro objetivo obvio mencionado con más frecuencia en el congreso. Hasta que el mar no fuera totalmente líquido, el albedo del hielo reflejaría enormes cantidades de energía al espacio e impediría la existencia de un ciclo de agua activo. Si lograban un océano líquido, o, dada la alta latitud, un océano líquido al menos en verano, pondrían coto a una probable era glacial y en esencia se habría completado la terraformación: tendrían corrientes impetuosas, olas, evaporación, nubes, precipitaciones, deshielo, arroyos, ríos, deltas… un ciclo hidrológico completo. Ése era un objetivo primario, y por eso se proponían gran variedad de métodos para acelerar el deshielo: derivar el excedente de calor de las centrales nucleares al océano, diseminar algas negras sobre el hielo, desplegar transmisores de microondas y ultrasonidos como calefactores, e incluso utilizar grandes rompehielos en las banquisas más superficiales para facilitar su fractura.

Naturalmente el aumento de la emisión de gases de invernadero ayudaría en ese proceso. El hielo de la superficie del océano se derretiría cuando el aire se mantuviera regularmente por encima de 273° kelvin. Pero a medida que avanzaba el congreso empezaron a enumerarse los problemas que comportaban los gases de invernadero. El esfuerzo industrial sería ingente, similar al de los monstruosos proyectos de las metanacs, como los cargamentos de nitrógeno de Titán o la misma soletta. Y no era algo que sólo se haría una vez: la radiación ultravioleta destruía constantemente los gases, de manera que tenían que producirlos masivamente para alcanzar los niveles deseados y luego seguir produciéndolos durante todo el tiempo que los necesitaran. En consecuencia, extraer las materias primas y transformarlas en los gases deseados eran empeños faraónicos que precisaban un enorme esfuerzo robótico que incluía máquinas de minería autónomas y autorreplicantes, factorías autoconstruidas y reguladas y aviones teledirigidos en la alta atmósfera; en resumen, una empresa enteramente automatizada.

El desafío técnico no era el problema; como Nadia señaló a sus amigos en el congreso, la tecnología marciana había sido altamente robotizada desde el principio. En este caso, miles de pequeños vehículos robóticos recorrerían Marte en busca de depósitos de carbono, azufre, fluorita, emigrando de un yacimiento a otro como las viejas caravanas mineras árabes en el Gran Acantilado. Allá donde las materias se encontrasen en grandes concentraciones, los robots construirían pequeñas plantas procesadoras con arcilla, hierro, magnesio y metales vestigiales, y cuando recibieran las piezas que no pudieran fabricarse en el lugar, ensamblarían el conjunto. Flotas de excavadoras y vagonetas automatizadas transportarían el material procesado a fábricas donde sería transformado en gases que se expulsarían a la atmósfera a través de altas chimeneas móviles. No difería mucho de la extracción de gases atmosféricos en los primeros tiempos, sólo suponía un esfuerzo más amplio.

Pero como algunos señalaban, ya se habían explotado los depósitos más accesibles y la minería de superficie ya no podía realizarse como antaño; las plantas crecían por todas partes y en muchos lugares estaba formándose una superficie desértica como resultado de la hidratación, la acción bacteriana y las reacciones químicas de las arcillas. Esa costra contribuía enormemente a reducir las tormentas de polvo, que seguían siendo un problema importante; de manera que arrancarla para llegar a los depósitos minerales era inaceptable, tanto ecológica como políticamente. Los miembros rojos del cuerpo legislativo proponían prohibir la explotación minera de superficie, y por buenas razones, incluso en términos de terraformación.

Una noche al apagar la pantalla, Nadia pensó que era duro afrontar los efectos contrapuestos de sus acciones. Las cuestiones medioambientales estaban tan estrechamente ligadas que era difícil decidir qué hacer en cada caso. Y era igualmente penoso que alguien se viera constreñido por las leyes que había contribuido a promulgar; las organizaciones ya no podían actuar unilateralmente, porque muchas de sus acciones tenían ramificaciones globales. De ahí la necesidad de una regulación medioambiental y del Tribunal Medioambiental Global, que ya había tenido que fallar en varios casos y que sin duda acabaría regulando cualquier plan que saliera de aquel congreso. Los días de la terraformación desaforada habían pasado.

Y como miembro del consejo ejecutivo, Nadia tenía que limitarse a decir que el aumento de la emisión de gases de invernadero era una buena idea, para no invadir la jurisdicción del tribunal medioambiental, que Irishka defendía con uñas y dientes. Por eso Nadia pasaba mucho tiempo en contacto virtual con un grupo que estaba diseñando nuevos robots mineros que alterarían mínimamente la superficie, o conversando con un grupo que trabajaba en la creación de fijadores del polvo que podrían rociarse sobre la superficie o incluso mezclarse con ella, «suelos finos rápidos» los llamaban. Pero todos los asuntos medioambientales empezaban a entrañar problemas espinosos.

Y hasta ahí llegó la participación de Nadia en el congreso de Sabishii que ella había promovido. Pero como todos los problemas técnicos planteados se habían enredado en consideraciones políticas, Nadia pensaba que en verdad no se había perdido nada. El trabajo real había brillado por su ausencia mientras en Sheffield el consejo enfrentaba diversos problemas de su competencia: dificultades no previstas para instituir la ecoeconomía; quejas de que el Tribunal Medioambiental se estaba extralimitando en sus atribuciones; quejas sobre la nueva policía y el sistema de justicia penal; comportamiento indisciplinado y estúpido en las dos cámaras del cuerpo legislativo; resistencia roja y de otros grupos en las tierras interiores, y así hasta el infinito. Una gama que iba de lo muy importante a lo increíblemente mezquino, hasta que al fin Nadia perdió todo sentido de los límites de cada problema en aquella serie continua.

Por ejemplo, ocupaba buena parte de su tiempo con las disputas internas del consejo, que consideraba triviales pero que no podía evitar, en general relacionadas con los esfuerzos de Jackie para formar una mayoría que la apoyara en las votaciones y le permitiera imponer la línea de partido de Marte Libre o, en otras palabras, la suya propia. Eso suponía para Nadia conocer mejor a los miembros del consejo y averiguar cómo trabajar con ellos. Zeyk era un viejo conocido; a Nadia le gustaba y era una figura poderosa entre los árabes, pues había logrado ser elegido como representante de esa cultura tras derrotar a Antar. Afable, inteligente, bondadoso, coincidía con Nadia en muchos temas, incluyendo los más delicados, y eso hacía que mantuviesen una relación distendida, e incluso que estuviera naciendo una buena amistad. Ariadne era una de las diosas del matriarcado de Dorsa Brevia y el papel le venía como anillo al dedo: imperiosa e inflexible en sus principios, era una ideóloga, probablemente lo único que le impedía convertirse en una seria amenaza para el liderazgo de Jackie entre los nativos. Marión era la consejera roja, también una ideóloga, pero ya lejos de su radicalismo de antaño, aunque seguía siendo una polemista infatigable y nada fácil de derrotar. Peter, el pequeño de Ann, se había convertido en una figura poderosa en diferentes esferas de la sociedad marciana, incluyendo el equipo de investigación espacial de Da Vinci, la resistencia verde y el grupo del cable, y también, en cierto modo, debido a Ann, era el rojo más moderado. Esa versatilidad formaba parte de su naturaleza y Nadia tenía dificultades para calibrarlo; era un hombre reservado, como sus padres, y parecía desconfiar de Nadia y el resto de los Primeros Cien; como nisei que era, quería mantener las distancias. Mijail Yangel, uno de los primeros issei en seguir a los Primeros Cien a Marte, había colaborado con Arkadi casi desde el principio. Había sido uno de los propulsores de la revolución de 2061 y, en opinión de Nadia, uno de los rojos más extremistas en aquella ocasión, lo que aún la ponía furiosa, una estupidez que le impedía mantener una conversación normal con él. Sin embargo, a pesar de que había cambiado mucho, Mijail era un bogdanovista dispuesto a comprometerse. Su presencia en el consejo sorprendió a Nadia. Podía decirse que había sido un gesto en homenaje a Arkadi, y a ella le parecía conmovedor.

Y luego estaba Jackie, probablemente la figura política más popular y poderosa de Marte. Al menos hasta que Nirgal regresara.

Nadia lidiaba con esas seis personas todos los días, aprendiendo a conocerlos conforme resolvían las cuestiones de sus apretadas agendas. De lo importante a lo trivial, de lo abstracto a lo personal; a Nadia aquello se le antojaba parte de un tejido en el que todo estaba interrelacionado. El trabajo del consejo no sólo no era una ocupación a tiempo parcial sino que consumía todo el tiempo de vigilia. Consumía su vida. Y sin embargo, sólo llevaba dos meses ejerciendo un mandato que duraría tres años marcianos.

Art veía que aquello la estaba agotando y hacía cuanto podía para aliviarla. Cada mañana le subía el desayuno al apartamento, como si perteneciera al servicio de habitaciones. A menudo lo había preparado él mismo y siempre estaba bueno. En cuanto entraba con la bandeja en alto, le pedía a la IA de Nadia música de jazz, no sólo de Louis Armstrong, tan querido por Nadia (aunque le buscaba viejas grabaciones de Satch para entretenerla, como Give Peace a Chance o Stardust Memories), sino también de estilos más tardíos que a ella nunca le habían agradado porque eran demasiado frenéticos, pero que parecían ser el tempo de aquellos días. Y así Charlie Parker se deslizaba y echaba a volar majestuosamente por la habitación y Charles Mingus hacía que su banda sonara como Duke Ellington atiborrado de pandorfos, que era justo lo que Ellington y el resto del swing necesitaban, en opinión de Nadia… una música muy divertida y agradable. Y, lo mejor de todo, muchas mañanas Art convocaba a Clifford Brown, un descubrimiento que había hecho en el curso de sus investigaciones para ella y del que se sentía muy orgulloso. Siempre lo presentaba ante Nadia como el lógico sucesor de Armstrong: una trompeta vibrante, alegre, positiva y melódica como la de Satch, y también brillantemente rápida, ingeniosa y complicada; Parker, pero en feliz. Era la banda sonora perfecta para aquellos tiempos agitados, frenética e intensa pero increíblemente positiva.

Art le traía el desayuno cantando All of Me bastante bien y con la filosofía básica de Satchmo de que las letras de las canciones estadounidenses sólo podían considerarse chistes tontos. «Toda yo / por qué no me llevas toda. / ¿Es que no te das cuenta / de que no soy nada sin ti?» Pedía música, se sentaban de espaldas a la ventana y las mañanas eran divertidas.

Pero sin importar lo bien que empezaran los días, el consejo estaba devorando la vida de Nadia y ella se sentía cada vez más asqueada de tantas disputas, negociaciones, compromisos, conciliaciones, del trato constante con la gente. Empezaba a odiarlo.

Art lo advertía y estaba preocupado. Y un día, después del trabajo, llevó a Ursula y Vlad al apartamento de Nadia y preparó la cena para los cuatro. Nadia disfrutó de la compañía de sus viejos amigos; estaban en la ciudad por otros asuntos, pero invitarlos a cenar había sido un acierto. Art era un hombre muy dulce, pensó Nadia mientras lo miraba trajinar en la cocina. Ingenuo simplón y diplomático astuto a partes iguales. Como una versión benigna de Frank, o una mezcla del oficio de Frank y la alegría de Arkadi. Rió para sí al advertir que siempre catalogaba a la gente según los modelos de los Primeros Cien, como si de algún modo todo el mundo fuera una recombinación de las características de los miembros de esa familia original. Era un mal hábito.

Vlad y Art hablaban de Ann. Sax había llamado a Vlad desde el transbordador que lo llevaba de vuelta a Marte, trastornado por una conversación con Ann. Se preguntaba si Ursula y Vlad considerarían la posibilidad de someter a Ann al mismo tratamiento de plasticidad cerebral que habían empleado con él después de la embolia.

—Ann nunca lo aceptaría —dijo Ursula.

—Y yo me alegraría de que lo rechazara —dijo Vlad—. Eso sería excesivo. Su cerebro no está dañado y no sabemos los efectos que el tratamiento tendría en un cerebro sano. Y uno sólo debe utilizar aquello que comprende, a menos que esté desesperado.

—Quizás Ann está desesperada —comentó Nadia.

—No. Es Sax quien está desesperado. —Vlad sonrió brevemente.— Quiere encontrar una Ann distinta cuando regrese.

—Tampoco querías someter a Sax a ese tratamiento —le recordó Ursula.

—Es cierto. No me lo habría aplicado ni a mí mismo. Pero Sax es un hombre audaz, impulsivo. —Vlad miró a Nadia.— Debemos ceñirnos a cosas como tu dedo. Ahora podemos arreglarlo.

Sorprendida, Nadia exclamó:

—¿Qué le pasa a mi dedo? Ellos rieron.

—¡El que te falta! —dijo Ursula—. Podemos hacerlo crecer de nuevo, si quieres.

—¡Ka! —exclamó Nadia. Se recostó en la silla y miró el muñón del dedo meñique de su delgada mano izquierda—. Bueno, la verdad es que no lo necesito.

Se echaron a reír de nuevo.

—Has estado a punto de engañarnos —dijo Ursula—. Pero mujer, si cuando trabajas siempre te estás quejando del dedo.

—¿Ah, sí? Asintieron.

—Podrás nadar con más facilidad —dijo Ursula.

—Pero si ya no nado.

—Tal vez dejaste de hacerlo a causa de tu mano. Nadia volvió a mirársela.

—Ka. No sé qué decir. ¿Están seguros de que funcionará?

—Podría crecer hasta convertirse en otra mano —sugirió Art—. Y luego en otra Nadia. Gemelas siamesas.

Nadia le dio un empujón cariñoso. Ursula negó con la cabeza.

—No, no. Ya lo hemos probado en otros casos de amputación y en muchos animales. Manos, brazos, piernas. Lo aprendimos de las ranas. Es un proceso en verdad sorprendente. Las células se diferencian igual que cuando el dedo se formó por primera vez.

—Una demostración bastante literal de la teoría de la emergencia — dijo Vlad con una pequeña sonrisa, por la que Nadia comprendió que él había contribuido a diseñar el procedimiento.

—¿Funciona? —le preguntó.

—Funciona. Haremos que un nuevo dedo brote de tu muñón. Es una combinación de células radicales embrionarias con algunas células de la base del meñique que conservas. Actúa como el equivalente de los homeogenes que tenías cuando eras un feto. De manera que los determinantes del desarrollo que colocamos allí hacen que las nuevas células radicales se diferencien correctamente. Después se inyecta por ultrasonido una dosis semanal de factor de crecimiento fibroblástico, además de unas cuantas células del nudillo y la uña en el momento adecuado… y funciona.

Mientras Vlad lo explicaba, Nadia sintió una oleada de calor por el cuerpo. Una persona entera. Art la observaba con cariñosa curiosidad.

—Pues, bueno, sí —dijo al fin—. Por qué no.

Durante la semana siguiente realizaron varias biopsias del dedo meñique y le pusieron inyecciones ultrasónicas en el muñón y en el brazo, y le dieron algunas pastillas. Y eso fue todo. Sólo faltaban las inyecciones semanales y esperar.

Sin embargo pronto se olvidó de su dedo, porque Charlotte llamó con un problema: Cairo hacía caso omiso de una orden del Tribunal Medioambiental concerniente al bombeo de aguas.

—Será mejor que venga. Creo que los de Cairo están probando al tribunal, porque una facción de Marte Libre desea desafiar al gobierno global.

—¿Jackie? —preguntó Nadia.

—Creo que sí.

Cairo se levantaba en el borde de una meseta y dominaba el valle en forma de U más noroccidental de Noctis Labyrinthus. Nadia y Art salieron de la estación ferroviaria a una plaza flanqueada por altas palmeras y ella miró en derredor con disgusto; algunos de los peores acontecimientos de su vida habían ocurrido en esa ciudad, durante el asalto de 2061. Sasha había sido asesinada, entre otros muchos, y Nadia había volado Fobos, ¡con sus propias manos!, y todo eso sólo pocos días después de haber encontrado los restos carbonizados de Arkadi. Nunca había regresado a esa ciudad; la odiaba.

Descubrió que había salido mal parada de la reciente revolución. Habían volado algunas secciones de la tienda y la planta física estaba muy dañada. Estaban reconstruyéndola y añadiendo nuevos segmentos de tienda sobre esa vieja ciudad que se extendía de este a oeste por el borde del altiplano. Parecía una de aquellas ciudades nacidas de un boom económico, lo que a Nadia le parecía curioso dada su altitud, diez mil metros sobre la línea de referencia. Nunca podrían prescindir de las tiendas o salir de la ciudad sin trajes, y por esa razón Nadia había supuesto que la ciudad languidecería. Pero se encontraba en la intersección de la pista ecuatorial y la pista de Tharsis que llevaba al norte y al sur, el último lugar por el que uno podía cruzar el ecuador entre ese punto y el caos, a todo un cuadrante del planeta de distancia. A menos que se construyera un puente transMarineris en algún lugar, Cairo seguiría siendo una encrucijada estratégica.

Pero estratégica o no, quería más agua. El acuífero Compton, bajo el tramo final de Noctis y la cabecera de Marineris, había sido reventado en 2061, y el agua que contenía había recorrido los cañones de Marineris en toda su extensión, inundación que casi había acabado con Nadia y sus compañeros durante la huida apresurada después de la toma de Cairo. Gran parte del agua se había congelado en los cañones, creando un glaciar largo e irregular, o se había estancado y helado en el caos de la parte inferior de Marineris. Y por supuesto, una parte seguía en el acuífero. En años posteriores, el agua del acuífero había abastecido a las ciudades del este de Tharsis y el glaciar Marineris había avanzado lentamente cañón abajo, retrocediendo en su cabecera, donde no existía ninguna fuente que lo realimentara, y dejando detrás tierras devastadas y un rosario de lagos helados de poca profundidad. Por tanto, Cairo iba a quedarse sin su suministro regular de agua. El gabinete hidrológico de la ciudad había respondido tendiendo una tubería hacia el gran brazo meridional del mar boreal, en la depresión de Chryse, y bombeando agua hacia Cairo. Hasta ahí ningún problema; todas las tiendas conseguían el agua de algún sitio. Pero últimamente los cairotas habían empezado a acumular agua en un embalse situado en el cañón de Noctis bajo la ciudad, y habían creado una corriente que discurría hacia Ius Chasma, donde acababa represándose detrás de la cabecera del glaciar de Marineris o corriendo paralela a éste. En esencia habían creado un nuevo río que bajaba por el gran sistema de cañones, muy lejos de la ciudad, y estaban fundando numerosos asentamientos ribereños y comunidades agrícolas a lo largo del río. Un equipo judicial de rojos había denunciado esta acción ante el Tribunal Medioambiental, basándose en el estatuto legal de Valles Marineris como tesoro natural, ya que era el cañón más largo del sistema solar; si no se ejercía ninguna acción, sostenían ellos, el glaciar terminaría por desaguar en el caos y dejaría el suelo de los cañones de nuevo descubierto. Y el Tribunal Medioambiental coincidía con ellos y había emitido un requerimiento (que Charlotte llamaba «geco», por las siglas del tribunal en inglés, GEC, Global Environmental Court) exigiendo a Cairo interrumpir la extracción de agua del depósito de la ciudad. Cairo se había negado, asegurando que el gobierno global no tenía ninguna jurisdicción sobre lo que ellos llamaban «cuestiones de soporte vital de la ciudad». Mientras, seguían construyendo nuevos asentamientos río abajo todo lo rápido que podían.

Se trataba evidentemente de una provocación, un desafío al nuevo sistema.

—Esto es un examen —murmuró Art cuando cruzaban la plaza—, sólo es un examen. Si fuese una verdadera crisis oirías un pitido por todo el planeta.

Un examen, justo aquello para lo que Nadia ya no tenía paciencia. Atravesó la ciudad de un humor de perros. Y no ayudó que la plaza, los bulevares y el muro de la ciudad en el borde del cañón, que se conservaban como entonces, le trajesen a la memoria los espantosos días de 2061 con tanta nitidez. Decían que la memoria más débil era la que abarcaba los años intermedios, y de buena gana habría perdido aquellos recuerdos si hubiera podido; pero el miedo y la rabia debían de actuar como una suerte de fijadores de pesadilla. Porque allí estaba todo: Frank tecleando como un loco delante de los monitores, Sasha comiendo pizza, Maya gritando furiosa por un motivo u otro, las tensas horas de espera, cuando no sabían si los pedazos de Fobos caerían sobre ellos. Veía el cuerpo de Sasha, con los oídos ensangrentados, y a ella misma accionando el transmisor que había derribado Fobos.

Por consiguiente apenas pudo controlar su irritación cuando entró en la sala donde se mantendría la primera reunión con los cairotas y encontró a Jackie entre ellos, respaldándolos. Estaba embarazada de algunos meses, sonrosada, radiante, hermosa, y nadie sabía quién era el padre, porque ella había actuado a su manera, una tradición de Dorsa Brevia, transmitida a través de Hiroko, que irritaba profundamente a Nadia.

La reunión se celebró en un edificio contiguo al muro de la ciudad que miraba sobre el cañón inferior, llamado Nilus Noctis. La materia en disputa era visible cañón abajo, un ancho embalse de agua recubierta de hielo contenida por una presa, que no alcanzaba a verse desde allí, justo delante de las Puertas Ilirias y el nuevo caos del acuífero Compton.

Charlotte, sentada de espaldas a la ventana, preguntaba a los cairotas lo mismo que Nadia habría preguntado, pero sin el menor rastro de la irritación de ésta.

—Ustedes estarán siempre bajo una tienda. Las posibilidades de crecimiento serán limitadas. ¿Por qué inundar Marineris si no les va a reportar ningún beneficio?

Nadie parecía interesado en contestar. Finalmente Jackie dijo:

—Quienes viven en la zona se beneficiarán, y ellos forman parte de Cairo. El agua en cualquier estado es un recurso en estas altitudes.

—El agua discurriendo libremente por Marineris no es ningún recurso —replicó Charlotte.

Los cairotas defendieron la utilidad del agua en Marineris.

Entre los presentes había representantes de los colonos ribereños, la mayoría egipcios, que insistían en que llevaban generaciones viviendo en Marineris y eso les daba derecho a estar allí, que era la mejor tierra de cultivo de todo Marte, que lucharían antes de abandonarla, y más de lo mismo. Jackie y los cairotas parecían defender unas veces a sus vecinos y otras su propio derecho a utilizar Marineris como depósito de aguas. Pero sobre todo defendían su derecho a hacer lo que les viniera en gana. La ira de Nadia crecía por momentos.

—El tribunal emitió un veredicto —dijo—. No estamos aquí para volver a discutirlo, sino para hacerlo efectivo. —Y abandonó la reunión antes de decir algo de lo que después se arrepentiría.

Esa noche se sentó con Charlotte y Art, tan irritada que no pudo saborear la deliciosa comida etíope que le sirvieron en el restaurante.

—¿Qué es lo que quieren? —le preguntó a Charlotte.

Charlotte, con la boca llena, se encogió de hombros. Después de tragar dijo:

—¿Has notado que la presidencia de Marte no es una posición particularmente ventajosa?

—Vaya que sí. Habría sido difícil no caer en la cuenta.

—Bueno, pues ocurre lo mismo con el consejo ejecutivo. Da la impresión de que el verdadero poder reside en el Tribunal Medioambiental, que se le confió a Irishka como parte del gran gesto. Y ella ha hecho mucho para legitimar a los rojos moderados, lo que permite un gran desarrollo bajo el límite de los seis mil metros, pero por encima de éste el tribunal se muestra muy estricto. Todo eso está respaldado por la constitución, y así pueden validar todas sus disposiciones. El cuerpo legislativo se mantiene al margen, todavía no ha puesto reparos a ninguna de sus decisiones. Es decir, que ha sido una sesión de apertura impresionante para Irishka y el equipo de jueces.

—Y Jackie está celosa —dijo Nadia. Charlotte se encogió de hombros.

—Es probable.

—Es más que probable —dijo Nadia con aire sombrío.

—Y luego está la cuestión del consejo. Jackie tal vez piense que con el apoyo de tres miembros conseguirá el control del consejo. Cairo es una refriega en la que Jackie espera que Zeyk la apoye a causa de la parte árabe de la ciudad. Entonces sólo le faltarán dos votos. Y tanto Mijail como Ariadne defienden encarnizadamente la autonomía local.

—Pero el consejo no puede impugnar las decisiones del tribunal —dijo Nadia—, sólo el cuerpo legislativo, ¿no es así? Aprobando nuevas leyes.

—Así es, pero sí Cairo continúa desafiando al tribunal, el consejo se verá obligado a ordenar a la policía que detenga a sus representantes. Eso es lo que se supone que el ejecutivo debe hacer. Y si el consejo no lo hiciera, la autoridad del tribunal quedaría socavada y Jackie se haría con el control efectivo del consejo. Dos pájaros de un tiro.

Nadia soltó el trozo de pan esponjoso que estaba comiendo.

—Que me maten si permito que eso suceda —dijo. Guardaron silencio.

—Detesto esta clase de cosas —dijo Nadia al fin.

—Dentro de unos años se habrá reunido todo un cuerpo de procedimientos, instituciones, leyes, enmiendas a la constitución, temas que la constitución nunca contempló, como por ejemplo el papel de los partidos políticos. En este momento estamos elaborando todo eso.

—Sí, pero sigue repugnándome.

—Piensa en ello como meta-arquitectura. Construir la cultura que permita la existencia de la arquitectura. Eso lo hará menos frustrante para ti.

Nadia soltó un bufido.

—Éste debería ser un caso claro —dijo Charlotte—. El veredicto se ha emitido, sólo tienen que acatarlo.

—¿Y si no lo hacen?

—La policía tendrá que intervenir.

—¡En otras palabras, la guerra civil!

—No forzarán tanto la situación. Aprobaron la constitución como todo el mundo, quedarían al margen de la ley, como los ecosaboteadores rojos. No creo que lleguen tan lejos. Sólo le están tomando el pulso a los poderes.

La mujer no estaba irritada. Su expresión parecía decir: así son los humanos. No culpaba a nadie, no se sentía frustrada. Charlotte era una mujer muy tranquila, relajada, segura de sí, capaz. Desde que se hiciera cargo de la coordinación, el trabajo del consejo ejecutivo había sido si no fácil, sí organizado. Si esa competencia era el resultado de la educación en un matriarcado como Dorsa Brevia, pensó Nadia, habría que darles más poder. No pudo evitar comparar a Charlotte con Maya y sus cambios de humor, sus ataques de ansiedad y su teatralidad. Bueno, cada cultura tenía sus rasgos específicos, pero de todas maneras sería interesante tener más mujeres de Dorsa Brevia para asumir los cargos de importancia.

En la reunión de la mañana siguiente Nadia se puso de pie y dijo:

—Ya se ha dictado una prohibición de extraer agua. Si persisten en el bombeo, las nuevas fuerzas policiales de la comunidad global tendrán que intervenir. No creo que nadie quiera llegar a ese extremo.

—No creo que puedas hablar en nombre del consejo ejecutivo —dijo Jackie.

—Naturalmente que puedo —dijo Nadia secamente.

—No, no puedes —replicó Jackie—. Sólo eres una entre siete. Y además esta cuestión no concierne al consejo.

—Eso ya lo veremos —dijo Nadia.

La reunión no se acababa nunca. La táctica de los cairotas era el obstruccionismo, y cuanto más comprendía Nadia lo que pretendían, menos le gustaba. Sus líderes ocupaban posiciones importantes en Marte Libre, y aunque no consiguieran llevar adelante aquel desafío, de la situación se derivarían concesiones a Marte Libre en otras áreas, y el partido habría ganado ascendiente. Charlotte coincidía en que aquél debía de ser el objetivo último del grupo. El cinismo implícito de la estrategia indignaba a Nadia y le resultó muy difícil mostrarse civilizada con Jackie cuando ésta se dirigía a ella con aire benevolente, como una reina embarazada que navegaba entre sus favoritos como un destructor entre barcas de remo:

—Tía Nadia, lamento tanto que hayas tenido que malgastar tu tiempo en una tontería como ésta…

Esa noche Nadia le dijo a Charlotte:

—Quiero un gobierno del que Marte Libre no pueda sacar nada. Charlotte soltó una risa breve.

—¿Ha estado hablando con Jackie, no es así?

—Sí. ¿Por qué es tan popular? ¡No comprendo por qué!

—Se muestra amable con la gente, y cree que le cae bien a todo el mundo.

—Me recuerda a Phyllis —dijo Nadia. Los Primeros Cien otra vez…— Bueno, tal vez no. De todos modos, ¿existe alguna sanción para pleitos y demandas frívolas?

—Las costas del juicio, en algunos casos.

—Pues a ver si puedes cargárselas a Jackie.

—Primero veamos si podemos ganar.

Las reuniones se prolongaron una semana más. Nadia dejó las discusiones para Art y Charlotte y pasaba el tiempo mirando por la ventana el cañón que tenían debajo y frotándose el muñón, que mostraba un bulto. Era extraño: a pesar de haber estado pendiente del muñón, no podía recordar cuándo había asomado aquel bulto caliente y rosado como los labios de un bebé, y parecía que había un hueso en el interior. Le daba miedo apretarlo demasiado; seguro que las langostas no lo hacían con los miembros que volvían a crecerles. La proliferación de las células la perturbaba: era como un cáncer, sólo que gobernado, el milagro de la capacidad instructora del ADN, la vida misma en toda su complejidad emergente. Y un dedo meñique no era nada comparado con un ojo o un embrión…

Frente a aquel proceso, las reuniones políticas le parecían vergonzosas. Nadia salió de una sin haber prestado atención a casi nada, aunque estaba segura de que no se había dicho nada significativo, y dio un largo paseo que la llevó a un mirador del extremo occidental del muro de la tienda. Llamó a Sax. Los cuatro viajeros se aproximaban a Marte y la demora en las transmisiones se reducía a unos pocos minutos. Nirgal había recuperado su aspecto saludable y estaba de buen humor. Michel parecía más agotado que el joven; la visita a la Tierra debía de haberle resultado dura. Nadia colocó el dedo delante de la pantalla para animarlo, y lo consiguió.

—Un botoncillo, ¿no?

—Sí.

—No pareces creer que vaya a dar resultado.

—No, la verdad es que no.

—Estamos en un período de transición —dijo Michel—. A nuestra edad nos cuesta creer que sigamos con vida, y por eso actuamos como si fuésemos a morir en cualquier momento.

—Lo cual puede suceder. —Pensaba en Simón, en Tatiana Durova, en Arkadi.

—Naturalmente. Pero también podemos seguir vivos durante décadas o incluso siglos. Al final tendremos que empezar a creerlo. —Parecía que también intentaba convencerse a sí mismo.— Te mirarás la mano y la verás completa, y entonces lo creerás. Y será muy interesante.

Nadia meneó el dedito rosa. Todavía no se apreciaba ninguna huella dactilar en la piel nueva y translúcida. Cuando apareciera, sería la misma que había tenido en su antiguo dedo. Muy extraño.

Art regresó preocupado de una reunión.

—He indagado por ahí sobre este asunto —dijo—, tratando de averiguar por qué se han metido en este fregado. Asigné algunos detectives de Praxis al caso, en el cañón y en la Tierra, y en la cúpula de Marte Libre.

Espías, pensó Nadia. Ahora tenían espías.

—…parece que están llegando a acuerdos con algunos gobiernos terranos, acuerdos relacionados con la inmigración. De hecho, están construyendo asentamientos y concediendo tierras a gente de Egipto y probablemente también de China. Tiene que tratarse de un quid pro quo, pero no sabemos lo que obtienen de esas naciones a cambio. Tal vez dinero.

Nadia gruñó.

Durante los dos días siguientes se reunió por pantalla o en persona con los otros miembros del consejo ejecutivo. Marión desde luego se oponía a que siguieran arrojando agua en Marineris, de manera que Nadia sólo necesitaba dos votos más. Pero Mijail, Ariadne y Peter se mostraban reacios a hacer intervenir a la policía si podían arreglarlo de otro modo, y Nadia sospechaba que les dolía tan poco como a Jackie la debilidad del consejo. Parecían deseosos de hacer concesiones para evitar la revalidación de un fallo judicial que en realidad no apoyaban.

Zeyk quería votar contra Jackie, pero se sentía constreñido por el electorado árabe de Cairo y la presión de toda la comunidad árabe; el control de la tierra y el agua era de suma importancia para ellos. Sin embargo, los beduinos eran nómadas y Zeyk, además, un firme defensor de la democracia. Nadia confiaba en que conseguiría su apoyo. Por tanto, sólo tenía que convencer a otro miembro.

La relación entre Mijail y ella nunca había sido buena, pues Mijail parecía empeñarse en ser el custodio de la memoria de Arkadi, función que Nadia, según él, había abandonado. Peter era un misterio para ella. Ariadne no le caía bien, aunque en cierto modo eso facilitaba las cosas, y además también estaba en Cairo. Nadia decidió empezar su labor de persuasión con ella.

Ariadne se había comprometido con la constitución tanto como la mayoría de los habitantes de Dorsa Brevia, pero ellos también eran localistas y sin duda pensaban en cómo conservar una cierta independencia con respecto al gobierno global. Y además se encontraban lejos de cualquier depósito de agua. Por eso Ariadne se andaba con evasivas.

—Mira, Ariadne —le dijo Nadia en una pequeña sala situada frente a las oficinas de la ciudad, al otro lado de la plaza—, tienes que olvidarte de Dorsa Brevia y pensar en Marte.

—Ya lo hago, por supuesto.

Aquella reunión la irritaba y habría despachado a Nadia sin contemplaciones. La esencia del asunto no le importaba, para ella sólo contaban las jerarquías, no tenía por qué escuchar a un issei. Nadia se dijo que todo se reducía a poder político para aquella gente, habían olvidado lo que en realidad estaba en juego, y en aquella maldita ciudad de pronto perdió la paciencia y casi gritó:

—¡No, no lo haces! ¡Nos enfrentamos al primer desafío a la constitución y tú andas viendo qué puedes sacar de la situación! ¡No lo toleraré! —Agitó un dedo ante la cara de la sorprendida Ariadne:— Si no votas para ratificar el fallo del tribunal, la próxima vez que algo para ti importante se presente ante el consejo habrá represalias. ¿Comprendes?

Los ojos de Ariadne no podían ser más elocuentes: primero, asombro, después, un instante de puro miedo. Luego, furia.

—¡Nunca dije que votaría en contra de la ratificación! —exclamó—.

¿Por qué estás tan enfadada?

Nadia moderó un poco el tono, aunque siguió mostrándose dura, tensa, implacable. Finalmente Ariadne se llevó las manos a la cabeza:

—Es lo que la mayoría del consejo de Dorsa Brevia quiere hacer, yo iba a votar a favor de todas maneras. No tienes que ponerte tan frenética —dijo, y abandonó la sala deprisa, muy alterada.

A Nadia la embargó un sentimiento de triunfo. Pero la mirada temerosa de la joven… no podía olvidarla, y al fin se sintió asqueada. Coyote había dicho en Pavonis que el poder corrompía. Había hecho uso del poder, mal uso, en realidad.

Aquella noche, mucho más tarde, la sensación de asco persistía, y casi llorando le contó a Art lo ocurrido.

—Eso suena mal —dijo él gravemente—. Parece un error. Limítate a pellizcar a la gente.

—Lo sé, lo sé. Dios, cómo odio esto. Quiero irme, quiero hacer algo real.


Él asintió y le palmeó el hombro.

Antes de la siguiente reunión, Nadia se acercó a Jackie y le dijo con tranquilidad que tenía los votos del consejo para enviar a la policía a la presa e impedir que se continuara liberando agua. Y en la reunión recordó a los presentes como al desgaire que Nirgal volvería a estar entre ellos muy pronto, igual que Maya, Michel y Sax. El comentario dejó pensativos a los miembros de Marte Libre, aunque Jackie se guardó mucho de manifestar nada. La reunión continuó y Nadia se frotaba el dedo, distraída, todavía enfadada consigo misma por lo ocurrido con Ariadne.

Al día siguiente los cairotas declararon que acatarían el fallo del Tribunal Medioambiental Global. Dejarían de soltar agua del depósito de la ciudad y los asentamientos instalados cañón abajo tendrían que contentarse con agua canalizada, lo que sin duda frenaría su crecimiento.

—Perfecto —dijo Nadia, aún resentida—. Todo este circo sólo para acabar acatando la ley.

—Apelarán —observó Art.

—Me trae sin cuidado. Están perdidos. Y aunque no lo estuvieran, se han sometido al proceso. Diablos, por lo que a mí respecta les regalo la victoria. Es el proceso lo único que cuenta, así que ganamos al fin y al cabo.

Art sonrió. Un paso en su educación política, sin duda, un paso que Art y Charlotte parecían haber dado mucho antes. Lo que les importaba no era el resultado de un desacuerdo particular, sino el buen curso del proceso. Si Marte Libre representaba ahora a la mayoría —y al parecer así era, pues contaba con la lealtad de prácticamente todos los nativos, una buena colección de jóvenes idiotas—, someterse a la constitución no significaba simplemente apartar a las minorías por la fuerza de las cifras. Cuando Marte Libre ganara algo tendría que merecerlo a juicio de todos los tribunales, que incluían a todas las facciones. Eso era bastante satisfactorio, como si un muro construido con materiales delicados soportara más peso del esperado debido a su estructura inteligente.

Sin embargo, ella había empleado amenazas para apuntalar una de las vigas, y eso le había dejado mal sabor de boca.

—Quiero hacer algo real.

—¿Un poco de fontanería? Ella asintió, muy seria.

—Sí. Hidrología.

—¿Puedo acompañarte?

—¿Quieres ser el ayudante de un fontanero? Él rió.

—Ya lo he hecho antes.

Nadia lo observó. Art la estaba haciendo sentirse mejor. Era un comportamiento peculiar, anticuado: ir a un lugar sólo para estar con alguien, algo muy poco frecuente esos días. La gente iba adonde necesitaba ir y se reunía con los amigos que tuviera allí o hacía nuevas amistades. Quizá sólo fuera un comportamiento de los Primeros Cien, o suyo.

En fin, estaba claro que viajar juntos implicaba algo más que amistad, más incluso que una relación amorosa. Pero eso no era tan malo, decidió. De hecho, no estaba nada mal. Tendría que acostumbrarse, pero siempre había algo a lo que acostumbrarse.

A un nuevo dedo, por ejemplo. Art le había tomado la mano y le estaba masajeando ligeramente el nuevo dedo.

—¿Te duele? ¿Puedes doblarlo?

Le dolía un poco; y podía doblarlo, un poco. Le habían inyectado células de la zona del nudillo y ahora era un poco más largo que la primera falange del otro meñique; la piel seguía tan rosada como la de un bebé, sin callosidades ni cicatrices. Cada día un poco más grande.

Art apretó la punta con delicadeza y notó la presencia del hueso en el interior. Tenía los ojos desorbitados.

—¿Tienes sensibilidad?

—Oh, sí. Es igual que los otros dedos, aunque quizás algo más sensible.

—Porque es nuevo.

—Supongo.

Sin embargo, el meñique desaparecido en cierto modo estaba implicado; su fantasma volvía a manifestarse ahora que llegaban señales de ese extremo de la mano. Art lo llamaba el dedo del cerebro, y sin duda existían células cerebrales consagradas a aquel dedo que habían originado el fantasma todo ese tiempo. Con los años se había debilitado por falta de estímulos, pero ahora también él crecía, reestimulado. La explicación que Vlad le había dado del fenómeno era compleja. A veces a Nadia le parecía que el dedo tenía la misma longitud que el de la otra mano, aunque lo estuviera mirando, como si una cáscara invisible lo prolongara, y otras lo sentía con su tamaño real, corto, delgado y enclenque. Podía doblarlo en la articulación de la base y un poco en la siguiente. El último nudillo aún no había surgido, pero estaba en camino. El dedo crecía. Nadia bromeó sobre si continuaría creciendo sin parar, aunque era una idea espeluznante.

—Eso estaría bien —comentó Art—. Tendrías que comprarte un perro. Nadia confiaba en que eso no sucedería. El dedo parecía saber lo que estaba haciendo. Todo iría bien, tenía un aspecto normal. Art estaba fascinado, pero no sólo por el dedo. Le masajeó la mano, un poco dolorida, y después el brazo y los hombros. Le masajearía el cuerpo entero si ella le dejara. Y a juzgar por lo bien que les había sentado al brazo y los hombros, debería dejarle. Era un hombre tan afable. La vida para él seguía siendo una aventura diaria, llena de maravillas y alegría. La gente le ponía alegre, y eso era un gran don. Corpulento, de rostro y cuerpo llenos, en algunos aspectos semejante a Nadia; calvo, sencillo, garboso. Su amigo.

Amaba a Art, lo amaba desde Dorsa Brevia como mínimo. Algo parecido a lo que sentía por Nirgal, que era como un sobrino, estudiante, ahijado, nieto o hijo muy querido; y Art era uno de los amigos de su hijo. En realidad, era algo mayor que Nirgal, pero parecían hermanos. Ése era el problema. Sin embargo todas esas consideraciones empezaban a perder relevancia con la creciente longevidad. ¿Qué importancia tenía que él fuera un cinco por ciento más joven que ella cuando habían compartido treinta años de intensas experiencias como iguales y colaboradores, arquitectos de una proclamación, una constitución y un gobierno, amigos íntimos, confidentes, apoyos, compañeros de masaje? ¿Importaba acaso el diferente número de años que los separaba de su juventud? No, en absoluto. Era obvio, sólo había que pensar en ello y luego tratar de sentirlo.

Ya no la necesitaban en Cairo, ni tampoco en Sheffield en esos momentos. Nirgal regresaría pronto y ayudaría a sujetar a Jackie; no era un trabajo divertido, pero era su problema, nadie podía ayudarlo en eso. Las cosas se complicaban cuando uno derramaba todo su amor en una persona, como a ella le había ocurrido con Arkadi durante tantos años, incluso cuando hacía ya mucho tiempo que había muerto. No tenía sentido, pero lo extrañaba y aún se enfadaba con él, porque no había vivido lo suficiente para darse cuenta de cuántas cosas se había perdido. El simplón feliz. Art era feliz, pero no simple, o no demasiado. Para Nadia cualquier persona feliz era un poco tonta por definición; de otro modo ¿cómo podrían ser tan felices? Pero de todas maneras le gustaban, los necesitaba. Eran como la música de su querido Satchmo; y en vista de lo que el mundo contenía, esa felicidad era una forma valerosa de vivir, una actitud consciente.

—Sí, ven a hacer de fontanero conmigo —le dijo a Art, y lo abrazó con fuerza, como si así pudiera capturarse la felicidad. Luego echó atrás la cabeza y lo miró: Art tenía los ojos desorbitados de la sorpresa, como cuando le acariciaba el dedo meñique.

Pero seguía siendo presidenta del consejo ejecutivo, y a pesar de su resolución cada día la ataban a su trabajo un poco más con «acontecimientos» de todo tipo. Los inmigrantes alemanes querían levantar una nueva ciudad portuaria, Bloch's Hofihung, en la península que partía en dos el mar del Norte y luego excavar un ancho canal a través de la península. Los ecosaboteadores rojos se oponían a este plan y habían realizado voladuras en la pista que recorría la península, y en la que llevaba a la cima de Biblis Patera para dejar claro que se oponían también a ésta. Los ecopoetas de Amazonia querían provocar incendios forestales masivos. Los ecopoetas de Kasei querían eliminar los bosques dependientes del fuego que Sax había plantado en la gran curva del valle (esa petición fue la primera en recibir la aprobación unánime del TMG). Los rojos que vivían alrededor de Roca Blanca, una mesa de dieciocho kilómetros de ancho de un blanco inmaculado, querían que la declarasen lugar kami de acceso prohibido a los humanos. Un equipo de diseño de Sabishii recomendaba que construyeran una nueva ciudad capital en la costa del mar boreal en la longitud 0, donde había una profunda bahía. Nuevo Clarke estaba cada vez más atestado de lo que parecían ser tropas de seguridad metanacionales. Los técnicos de Da Vinci querían delegar el control del espacio marciano en una agencia del gobierno global que no existía. Senzeni Na quería tapar su agujero de transición. Los chinos solicitaban permiso para anclar un nuevo ascensor espacial cerca del cráter Schiaparelli para acomodar a sus inmigrantes y alquilarlo a otras naciones. La inmigración aumentaba continuamente.

Nadia se ocupaba de todos esos asuntos en sesiones consecutivas de media hora programadas por Art, y los días pasaban indistintos. Llegó a hacérsele difícil discernir las cuestiones verdaderamente importantes. Los chinos, por ejemplo, inundarían Marte de inmigrantes a la mínima oportunidad. Los ecosaboteadores rojos eran cada vez más descarados. Nadia había recibido amenazas de muerte y ahora llevaba guardaespaldas cuando salía del apartamento, que a su vez era discretamente vigilado. Hizo caso omiso de las amenazas y continuó ocupándose de los problemas y ganándose una mayoría en el consejo que la respaldara en las votaciones que le parecían trascendentales. Estableció una buena relación de trabajo con Zeyk y Mijail, incluso con Marión, aunque las cosas nunca fueron del todo bien con Ariadne, una lección aprendida dos veces, pero bien aprendida justamente por eso.

Así pues, continuó trabajando. Pero estaba deseando salir de Pavonis. Art veía que la paciencia de Nadia se agotaba, y ella leía en la mirada de él que se estaba convirtiendo en una gruñona arisca y dictatorial; lo sabía pero no podía evitarlo. Después de reunirse con obstruccionistas o frívolos, a menudo daba rienda suelta a un torrente de rencorosos insultos sotto voce que evidentemente turbaban a Art. Venían delegaciones pidiendo la abolición de la pena de muerte, o el derecho a construir en la caldera de Olympus Mons, o un octavo miembro en el consejo ejecutivo, y en cuanto la puerta se cerraba Nadia decía:

—Bien, ahí tienes a un puñado de malditos idiotas, locos estúpidos a quienes nunca se les ha ocurrido pensar en los votos vinculantes, ni tampoco que quitándole la vida a otra persona abrogas tu propio derecho a la vida. —Y así hasta el infinito.

La nueva policía capturó a un grupo de ecosaboteadores rojos que habían intentado volar el Enchufe otra vez, y que durante la acción habían matado a un guardia de seguridad. Ella fue la juez más dura que tuvieron.

—¡Ejecútenlos! —exclamó—. Miren, quien mata a otro pierde su derecho a la vida. Ejecución o exilio, fuera de Marte de por vida. Que el precio sea un recuerdo imborrable para el resto de los rojos.

—Caramba —dijo Art incómodo—. Caramba, después de todo…

Pero ella estaba furiosa, y le costaba aplacarse. Y Art había advertido que cada vez le costaba más.

Un poco agitado él mismo, le recomendó que organizara otro congreso como el de Sabishii, y que asistiera contra viento y marea. Combinar los esfuerzos de varias organizaciones en pro de una sola causa; no era exactamente construcción, pensó Nadia, pero lo parecía.

La disputa en Cairo la había llevado a pensar en el ciclo hidrológico y en lo que sucedería cuando el hielo empezara a derretirse. Si podían concebir un plan para ese ciclo, aunque fuera rudimentario, reducirían en gran medida los conflictos relacionados con el agua. Decidió ver qué podía hacerse.

Como le ocurría a menudo esos días cuando pensaba en temas globales, deseó hablar con Sax. Los viajeros estaban a punto de llegar, y la demora en las transmisiones era insignificante, casi como mantener una conversación corriente por la consola de muñeca. De manera que Nadia solía pasar las tardes hablando con Sax de la terraformación. Más de una vez la sorprendió con opiniones que no esperaba de él; parecía estar cambiando constantemente.

—Deseo conservar las cosas en estado salvaje —dijo una noche.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.

El rostro de Sax adquirió la expresión perpleja de cuando pensaba con intensidad. Después de una pausa considerable, repuso:

—Muchas cosas. Es un mundo complicado. Pero pretendo conservar el paisaje primitivo en la medida de lo posible.

Nadia consiguió reprimir una carcajada, pero aún así Sax preguntó:

—¿Qué es lo que te parece divertido?

—Nada, nada. Es que hablas como algunos rojos, o como la gente de Christianopolis, que no son rojos pero me dijeron casi lo mismo la semana pasada. Quieren conservar el paisaje primitivo de las zonas remotas del sur. Los he ayudado a organizar un congreso sobre las cuencas hidrológicas meridionales.

—Creía que estabas trabajando en los gases de invernadero.

—No me dejan, tengo que ser presidenta. Pero pienso asistir a ese congreso.

—Buena idea.

Los colonos japoneses de Messhi Hoko (que significaba «Sacrificio individual en bien del grupo») se presentaron ante el consejo exigiendo que se diera más tierra y agua a su tienda, en lo alto de Tharsis Sur. Nadia los dejó con la palabra en la boca y voló con Art a Christianopolis, en el lejano sur.

La pequeña ciudad (y parecía muy pequeña después de Sheffield y Cairo) estaba situada en el Borde Phillips Cráter Cuatro, a 67 grados de latitud sur. Durante el Año Sin Verano el extremo sur había sufrido varias tormentas severas que dejaron caer unos cuatro metros de nieve, una cantidad sin precedentes. Estaban en Ls 281, justo después del perihelio, y en pleno verano en el sur, y al parecer los diferentes métodos para evitar una edad de hielo funcionaban: buena parte de la nieve se había derretido en una cálida primavera y ahora había lagos circulares en el fondo de los cráteres. El estanque del centro de Christianopolis tenía unos tres metros de profundidad y trescientos de diámetro; los cristianos estaban encantados con su hermoso parque acuático. Pero si ocurría lo mismo cada invierno —y los meteorólogos creían que los inviernos siguientes traerían aún más nieve, y los veranos siguientes serían aún más cálidos—, las aguas del deshielo inundarían rápidamente la ciudad y Borde Phillips Cráter Cuatro se convertiría en un lago lleno hasta los bordes. Y podía decirse lo mismo de todos los cráteres del planeta.

El congreso de Christianopolis discutiría estrategias para enfrentar esa situación. Nadia había utilizado su influencia para que asistiera gente importante, y meteorólogos, hidrólogos e ingenieros, y tal vez Sax, cuya llegada era inminente. El problema de la inundación de los cráteres sólo era el punto de partida de la discusión sobre cuencas de aguas y el ciclo hidrológico planetario.

El problema concreto de los cráteres tendría que resolverse como Nadia había predicho: canalizando. Tratarían los cráteres como si fueran bañeras y abrirían canales de desagüe. El material que había bajo los polvorientos suelos de los cráteres era extremadamente duro, pero los túneles podían abrirse con robots y luego instalar bombas y filtros y extraer el agua, manteniendo un estanque o lago central, si se quería, o desecando el cráter.

Pero ¿qué iban a hacer con el agua? Las irregulares tierras altas del sur estaban destrozadas: carcomidas y resquebrajadas, con pliegues, hundidas y fracturadas; cuando se las analizaba como posibles cuencas receptoras el resultado era desalentador. Nada llevaba a ninguna parte, y había grandes extensiones llanas. Todo el sur era un altiplano entre tres y cuatro kilómetros por encima de la antigua línea de referencia, con algunas lomas y depresiones. Nadia nunca había visto con más claridad la diferencia entre aquellas tierras altas y cualquiera de los continentes terrestres. En la Tierra, los movimientos tectónicos habían empujado las montañas con frecuencia y luego el agua había corrido por aquellos declives jóvenes siguiendo las líneas de menor resistencia para regresar al mar, cavando las venas fractales de las cuencas hidrológicas por todas partes. Incluso las regiones de cuencas secas de la Tierra estaban salpicadas por cauces y lagos secos. Pero en el sur marciano el bombardeo de meteoritos del noachiano había golpeado la tierra con ferocidad y dejado cráteres y deyecciones por todas partes; y después el irregular yermo vapuleado había estado expuesto a la incesante acción erosiva de los vientos cargados de polvo, que habían desgarrado todas las grietas. Si vertían agua sobre aquella tierra acabarían con una alocada colcha de arroyos cortos que se escurrirían hacia los cráteres sin borde más cercanos. A duras penas conseguiría alguna de esas corrientes alcanzar el mar boreal o las cuencas de Argyre o Hellas, circundadas por las cadenas montañosas de sus propias deyecciones.

Existían empero algunas excepciones. A la era noachiana había seguido un breve período húmedo y cálido a finales del hespérido, de no más de cien millones de años, en el que una atmósfera densa y cálida de CO2 había permitido la circulación de agua líquida por la superficie, que trazó algunos cauces en las pendientes suaves del altiplano y entre las faldas de los cráteres. Y esos cauces habían subsistido después de que la atmósfera se congelara y desapareciera, lechos secos ensanchados gradualmente por el viento, ríos fósiles, como Nirgal Vallis, Warrego Valles, Protva Valles, Patana Valles o Oltis Valles. Eran cañones angostos y sinuosos, auténticos cañones ribereños, más que grábenes o fossae.

Algunos incluso tenían sistemas tributarios rudimentarios. De manera que los esfuerzos para diseñar un sistema de macrocuencas fluviales en el sur utilizarían esos cañones como corrientes de aguas primarias, es decir, se bombearía agua a la cabecera de los tributarios. Había también algunos antiguos túneles de lava que podían transformarse fácilmente en ríos, ya que la lava, igual que el agua, había seguido el trayecto de menor resistencia pendiente abajo. Y numerosas fracturas y fisuras de grábenes inclinados, como al pie de Eridania Scopulus, que también podían utilizarse.

En el congreso se utilizaban a diario grandes globos marcianos para señalar diferentes regímenes hidrográficos. Había también salas atestadas de mapas topográficos tridimensionales y la gente se agrupaba en torno a los distintos sistemas de cuencas fluviales y discutía las ventajas e inconvenientes, o se limitaba a contemplarlos o jugueteaba con los controles para pasar, incansablemente, de una configuración a otra. Nadia vagaba por las salas observando aquellas hidrografías, aprendiendo cosas que desconocía sobre el hemisferio meridional. Había una montaña de seis mil metros de altura cerca del cráter Richardson, en el extremo sur, y el mismo casquete polar meridional era bastante alto. Por otra parte, Dorsa Brevia cruzaba una depresión que parecía un surco dejado por el impacto de Hellas, un valle profundo que podía convertirse en un lago, una idea que los habitantes de Dorsa Brevia no aprobaban. Y desde luego podían desecar la zona si querían. Había docenas de variantes, y todos los sistemas resultaban extraños para Nadia. Veía con inusitada claridad cuan diferentes eran los dibujos fractales de la gravedad de los aleatorios del impacto. En el incipiente paisaje meteorítico era posible casi cualquier cosa, porque nada era obvio, excepto que en cada posible sistema habría que construir algunos canales y túneles. Su nuevo dedo le hormigueaba, ansioso de conducir una excavadora o una perforadora.

Los planes más eficientes, lógicos o estéticamente agradables empezaron a emerger como propuestas, agrupados por zonas, formando un mosaico. En el cuadrante oriental del extremo sur, las corrientes tenderían a dirigirse hacia la Cuenca de Hellas y, a través de un par de gargantas, desaguarían en el mar de Hellas, un magnífico desarrollo. Dorsa Brevia aceptó convertir la cresta del túnel de lava de la ciudad en una presa que atravesaría una cuenca de aguas, de manera que por encima de ella habría un lago y por debajo, un río, cuyo curso llevaría hasta Hellas. Alrededor del casquete polar, la nieve permanecería congelada, pero la mayoría de los meteorólogos predecían que cuando el clima se estabilizara no nevaría demasiado en el polo, que se transformaría en un desierto helado, como la Antártida. Con el tiempo el casquete polar crecería hasta invadir una depresión bajo las Promethei Rupes, otra cuenca de impacto parcialmente borrada por la erosión. Si no deseaban un casquete polar meridional demasiado grande tendrían que derretir el hielo y conducir parte del agua al norte, tal vez al mar de Hellas. Algo similar tendría que llevarse a cabo en la Cuenca de Argyre si decidían mantenerla seca. Un grupo de abogados rojos moderados defendía esa propuesta en aquellos mismos días ante el TMG, argumentando que debían conservar al menos una de las dos grandes cuencas de impacto ocupadas por dunas. Parecía seguro que aquello obtendría un fallo favorable del tribunal, y por eso todas las cuencas hidrológicas que rodeaban Argyre debían tenerlo en cuenta.

Sax había diseñado su propio plan hidrográfico meridional, que envió al congreso mientras el transbordador aerofrenaba para la inserción en órbita. El plan minimizaba el agua en superficie, vaciaba la mayoría de cráteres, hacía un amplio uso de los túneles y dirigía casi toda el agua a los cañones de ríos fósiles. Vastas áreas del sur seguirían siendo un desierto árido, pues abogaba por un hemisferio meseta llano y seco, surcado por cañones angostos y profundos en cuyos fondos discurrirían los ríos.

—El agua es devuelta al norte —le comunicó a Nadia—, y si estás en lo alto de la meseta, tendrá el mismo aspecto de siempre, o casi.

Y a Ann le gustará, podía haber añadido.

—Buena idea —dijo Nadia.

Y en verdad el plan de Sax no difería demasiado del que estaba consiguiendo el consenso del congreso. Norte húmedo, sur seco; un nuevo dualismo que añadir a la gran dicotomía. Y que el agua volviera a correr por los viejos ríos-cañón era satisfactorio. Un plan atractivo, dado el terreno.

Sin embargo los días en los que Sax o cualquiera podía escoger un proyecto de terraformación y ponerlo en marcha habían pasado, y para Nadia era evidente que Sax aún no lo había comprendido. Desde el principio, cuando había colado molinillos calefactores llenos de algas en el campo sin el conocimiento o aprobación de nadie más que sus cómplices, había actuado por su cuenta. Era una actitud arraigada y Sax parecía ignorar que cualquier plan hidrográfico tendría que superar el examen de los tribunales medioambientales. Pero ahora era ineludible, y a causa del gran gesto, la mitad de los cincuenta jueces eran rojos, en mayor o menor grado. Cualquier propuesta de cuenca hidrográfica, incluyendo la de Sax Russell, sería objeto de un minucioso y suspicaz escrutinio.

Nadia pensaba que si los jueces rojos examinaban cuidadosamente la propuesta de Sax, tenía que sorprenderlos su enfoque. Recordaba la conversión en el camino a Damasco, inexplicable dados los antecedentes de Sax. A menos que uno conociera toda la historia. Ella lo comprendía: Sax estaba tratando de complacer a Ann, aunque dudaba de que aquello fuera posible; sin embargo le gustaba que él lo intentara.

—Un hombre lleno de sorpresas —le comentó a Art.

—Las lesiones cerebrales suelen tener esas consecuencias.

Fuera como fuese, cuando el congreso terminó habían diseñado una hidrografía completa en la que se especificaban los futuros lagos y corrientes del hemisferio sur. Con el tiempo el plan tendría que coordinarse con planes similares para el hemisferio norte, ahora bastante desordenado en comparación, porque aún no se sabía con certeza cuál sería el tamaño final del mar boreal. Ya no se extraía agua de los acuíferos y el permafrost —además, los ecosaboteadores rojos habían volado muchas de las estaciones de bombeo en el último año—, pero aún emergía agua debido al peso de la que ya había en la superficie. Y el deshielo estival descargaba en Vastitas, más copioso cada año, tanto el del casquete polar como el del Gran Acantilado; Vastitas era la cuenca de recepción de grandes cursos de aguas, de modo que cada verano acogería enormes cantidades de agua. Por otra parte, los vientos áridos arrancaban mucha agua, que acababa precipitando. Y la evaporación del agua era más rápida que la sublimación del hielo. Calcular cuánta se evaporaba y cuánta precipitaba era el trabajo de campo de un día para un diseñador, y las diferencias de estimación se reflejaban en los distintos mapas con potenciales líneas costeras que divergían en algunos casos en cientos de kilómetros.

Esa incertidumbre retrasaría cualquier GECO para el sur, pensó Nadia; en esencia el tribunal tenía que intentar correlacionar todos los datos disponibles, evaluar los modelos y entonces prescribir el nivel del mar y aprobar las cuencas hidrográficas de acuerdo con ese nivel. El destino de la Cuenca de Argyre en particular parecía indeterminable en esos momentos, a menos que se decidiera algo para el norte; algunos planes abogaban por llevar agua del mar boreal a Argyre si ese mar crecía demasiado, para evitar así la inundación de los cañones de Marineris, Fossa Sur y las ciudades portuarias en construcción. Los radicales rojos amenazaban con «asentamientos en la orilla occidental» para anticiparse a ese movimiento.

De manera que el TMG tenía otro gran problema que resolver. Evidentemente estaba convirtiéndose en el cuerpo político más importante de Marte; guiado por la constitución y sus dictámenes previos, estaba dirimiendo casi todos los aspectos del futuro de Marte. Nadia pensaba que así debía ser, o que al menos no había nada malo en que fuera así. Necesitaban que las decisiones con consecuencias globales fueran examinadas globalmente, y eso era todo.

Pero ocurriera lo que ocurriera en los tribunales, al menos habían formulado un plan provisional para el hemisferio sur. Y para sorpresa general, el TMG emitió un fallo preliminar positivo poco después: el plan podía activarse por partes a medida que el agua afluyera al sur, sin que importara en las primeras etapas el nivel del mar boreal. De manera que no había razón para retrasar su puesta en marcha.

Art entró radiante con las noticias.

—Podemos empezar a instalar cañerías.

Nadia, por supuesto, no podía abandonar Sheffield. Había reuniones pendientes, decisiones que tomar, gente que convencer o coaccionar. Y ella cumplía con su obligación obstinadamente, le gustara o no, y a medida que pasaba el tiempo fue haciéndolo cada vez mejor. Sabía cómo podía presionar sutilmente para abrirse camino, veía que la gente se plegaba a su voluntad si ella pedía o sugería de cierta manera. La constante corriente de decisiones afinó algunos de sus puntos de vista; descubrió que era mejor actuar de acuerdo con algunos principios políticos que juzgar los casos siguiendo el instinto. También era mejor tener aliados dignos de confianza, en el consejo y fuera de él, más que ser neutral e independiente. Y así, poco a poco se encontró convergiendo con los bogdanovistas, quienes, para su sorpresa, eran los que más cerca estaban de su propia filosofía política. Su lectura del bogdanovismo era en cierto modo simplona: Arkadi siempre había insistido en que las cosas tenían que ser justas y los individuos libres e iguales; el pasado no importaba, necesitaban inventar nuevas formas siempre que las viejas se revelaran injustas o poco prácticas, lo que sucedía a menudo. Marte era la única realidad que contaba, al menos para ellos. Con esas nociones como guía, le resultaba más fácil ver el curso a seguir y echar a andar sin más preámbulos.

Se volvió cada vez más despiadada. De cuando en cuando sentía en propia carne que el poder corrompía, una leve sensación de náusea, pero se estaba acostumbrando. Chocaba muy a menudo con Ariadne, y cuando recordaba su remordimiento después de aquel primer encontronazo con la joven minoica, le parecía ridículamente escrupuloso; ahora era mucho más brutal con quienes se cruzaban en su camino, mostraba los dientes en todas las reuniones, en breves y calculados estallidos muy eficaces para llevar a la gente derechita. Con aquellas pequeñas dosis de furia y desdén los gobernaba mejor y le resultaba más fácil conseguir algo útil de ellos. Sentía muy poco remordimiento, ya que por lo general se merecían un puñetazo en las narices; pensaban que habían colocado a una viejecita inofensiva en el trono mientras ellos seguían con sus maquinaciones, pero el trono era la silla del poder, y que la mataran si iba a pasar por toda aquella mierda sin usar una parte de ese poder para tratar de conseguir lo que quería.

Y por eso cada vez con menos frecuencia reparaba en la fealdad del poder. Pero una vez, después de un día particularmente poco sentimental, se dejó caer en una silla y casi se echó a llorar de puro asco. Sólo habían pasado siete meses de sus tres años marcianos. ¿En qué se habría convertido cuando el mandato terminara? Ya se había acostumbrado al poder; para entonces tal vez hasta le gustara.

Preocupado por todo esto, Art la miró con las cejas arqueadas mientras desayunaban.

—Bien —dijo, después de que ella le confiara su inquietud—, el poder es el poder. Eres el primer presidente de Marte, y en cierto modo estás definiendo el oficio. Tal vez debieras anunciar que sólo trabajarás en la presidencia periódicamente y delegar en tu equipo para los intervalos. O algo por el estilo.

Esa misma semana Nadia abandonó Sheffield rumbo al sur, y se unió a una caravana que viajaba de cráter en cráter y se ganaba la vida instalando sistemas de drenaje. Cada cráter tenía sus peculiaridades, pero básicamente se trataba de elegir el ángulo apropiado de salida en las pendientes, y después poner a trabajar a los robots. Von Karman, Du Toit, Schmidt, Agassiz, Heaviside, Bianchini, Lau, Chamberlin, Stoney, Dokuchaev, Trumpler, Keeler, Charlier, Suess… Instalaron sistemas de drenaje en todos esos cráteres y en muchos más que no tenían nombre, aunque los adquirían deprisa, antes de que ellos terminaran de perforar:

85 Sur, Demasiado Oscuro, Esperanza de los Tontos, Shanghai, Hiroko Durmió Aquí, Fourier, Colé, Proudhon, Bellamy, Hudson, Kaif, 47 Ronin, Makoto, Kino Doku, Ka Ko, Mondragón. La migración de un cráter a otro le recordaba sus viajes alrededor del casquete polar durante los años de la resistencia; salvo que ahora todo se hacia al aire libre, y durante los días casi sin noche de medio verano el equipo disfrutaba del sol y del resplandor de la luz en los lagos de los cráteres. Cruzaron accidentados pantanos helados en los que brillaban el agua derretida y los pastos, y por supuesto el paisaje rocoso, rojo y negro, que irrumpía, anillo tras anillo, cresta tras cresta. Instalaron tuberías en cráteres y cuencas, y agregaron procesadoras de gases de invernadero a las excavadoras allí donde la roca contenía depósitos.

Pero nada de eso resultó ser trabajo real en el sentido que le daba Nadia. Echaba de menos los días del pasado. Conducir un bulldozer tampoco había sido un verdadero trabajo manual, pero el golpe de la pala era algo muy físico y el cambio de marchas, agotador, y todo poseía un grado de compromiso muy superior al de su trabajo actual, que consistía en dar órdenes a las IA y luego andar de acá para allá observando la actividad de los zumbantes equipos de robots excavadores de un metro de altura, las factorías móviles del tamaño de una manzana de ciudad, los topos de túnel con dientes de diamante que crecían hacia adentro como los de un tiburón; todo fabricado con aleaciones metálicas y biocerámicas más fuertes que el cable del ascensor, y todos trabajando por su cuenta. No era precisamente lo que ella anhelaba.

Un nuevo intento. Nadia inició un nuevo ciclo: vuelta a Sheffield, compromiso con el trabajo en el consejo, asco creciente mezclado con desesperación; buscaba cualquier cosa que la sacara de allí, descubría algún proyecto prometedor y se aferraba a él, corría a estudiarlo. Como Art había dicho, podía mangonear a su antojo. También eso era poder.

La vez siguiente fue el suelo lo que la atrajo.

—Aire, agua, tierra —dijo Art—. Después serán los bosques pirófilos, ¿no?


Nadia se había enterado de que en Bogdanov Vishniac había científicos que intentaban manufacturar suelo, y eso le interesaba. De modo que voló a Vishniac, en el sur, donde no había estado hacía años. Art la acompañó.

—Será interesante ver cómo se han adaptado las viejas ciudades de la resistencia ahora que no hay necesidad de ocultarse.

—Si he de serte franca, no comprendo cómo hay gente que se queda allí —dijo Nadia mientras sobrevolaban la accidentada región polar meridional—. Están tan al sur que el invierno dura todo el año. Seis meses sin sol. ¿Quién querría quedarse?

—Siberianos.

—Ningún siberiano en su sano juicio se instalaría allí. Ya conocen el paño.

—Lapones, entonces, o innuit. Gente a la que le gustan los polos.

—Supongo.

Resultó que nadie en Bogdanov Vishniac hacía demasiado caso del invierno. Habían redistribuido la pared del agujero de transición en un anillo que rodeaba el agujero, creando de ese modo un inmenso y escalonado anfiteatro circular que miraba al vacio, la Vishniac de superficie. Durante los veranos sería un oasis verde, y durante los oscuros inviernos, un oasis blanco; pensaban iluminarla con cientos de farolas, una ciudad que se contemplaba a sí misma sobre un abismo circular, y que desde el muro superior miraba el caos helado de las tierras altas polares. Tenían intención de quedarse, era evidente. Aquél era su hogar.

En el aeropuerto, Nadia fue recibida como un huésped especial, como siempre que estaba entre bogdanovistas. Antes de unirse a ellos esto le había parecido ridículo e incluso ofensivo: ¡la novia del Fundador! Pero esta vez aceptó la suite que le ofrecían en el reborde del agujero de transición, con una ventana que sobresalía ligeramente sobre los dieciocho mil metros de caída vertical. Las luces en el fondo del agujero parecían estrellas vistas a través del planeta.

Art estaba petrificado, no por la vista sino por el mero hecho de pensar en semejante vista, y ni siquiera se acercó a esa mitad de la habitación. Nadia se rió de él, y cuando hubo visto bastante, corrió las cortinas.

Al día siguiente fue a visitar a los científicos del suelo, a quienes les halagó el interés que ella mostraba. Querían conseguir el autoabastecimiento alimentario, y en vista de que cada vez más colonos se instalaban en el sur, sin más suelo sería imposible. Pero habían descubierto que fabricar suelo era uno de los desafíos técnicos más difíciles a los que se habían enfrentado. Nadia se sorprendió al oír esto; al fin y al cabo, aquéllos eran los laboratorios de Vishniac, líderes mundiales en ecologías con soporte tecnológico, que llevaban décadas viviendo ocultos en un agujero de transición. Y el mantillo era, caramba, pues tierra, tierra con aditivos, presumiblemente, y los aditivos podían añadirse.

Cuando ella expuso estas reflexiones, el científico que le hacía de guía, un tal Arne, le dijo con cierta exasperación que el suelo era un asunto muy complejo. Alrededor de un cinco por ciento de su masa eran seres vivos, y ese cinco por ciento crítico consistía en densas poblaciones de nematodos, gusanos, moluscos, artrópodos, insectos, arácnidos, pequeños mamíferos, hongos, protozoos, algas y bacterias. Las bacterias estaban representadas por miles de especies diferentes y podían contarse cien millones de individuos por gramo de tierra. Y los demás miembros de la microcomunidad eran igualmente numerosos, tanto en variedad como en cantidad.

Una ecología tan compleja no podía fabricarse como Nadia había imaginado, es decir, produciendo los ingredientes por separado y luego mezclándolos como si fuera un pastel. Además los científicos no conocían todos los ingredientes ni podían fabricarlos todos, y algunos de los que obtenían morían al mezclarlos.

—Los gusanos son especialmente sensibles, y los nematodos. bastante delicados. Todo el sistema sucumbe y nos deja con minerales y materia orgánica muerta. Eso es el humus. Somos muy buenos fabricando humus, pero el mantillo tiene que formarse.

—Que es lo que sucede en el proceso natural.

—Así es. Sólo podemos intentar acelerar el proceso natural de formación. Además, no podemos trabajar con grandes cantidades. Y la mayoría de los componentes vivos se desarrollan mejor en suelo ya formado, así que es problemático añadir cepas de organismos a un ritmo más rápido que el del proceso natural.

—Humm —murmuró Nadia.

Arne la llevó a visitar los laboratorios e invernaderos, atestados de pedones, altas cubas y tubos cilíndricos alineados en anaqueles que contenían suelo o sus componentes. Aquello era agronomía experimental, y por su experiencia con Hiroko, seguramente no entendería nada. El esoterismo de la ciencia se le escapaba. Comprendió que estaban efectuando ensayos factoriales, alterando las condiciones en cada pedón y viendo qué ocurría. Con una fórmula describían los aspectos generales del problema:


S = f (MM, C, R, B, T)

que venía a decir que cualquier propiedad del suelo S era una función (f) de las variables semiindependientes, material matriz (MM), clima (C), topografía o relieve (R), biota (B) y tiempo (T). El tiempo era evidentemente el factor que estaban intentando acelerar; y el material matriz en muchos de sus ensayos era la ubicua arcilla de la superficie marciana. El clima y la topografía se habían alterado en algunos ensayos para imitar las diferentes situaciones de campo; pero sobre todo jugaban con los elementos bióticos y orgánicos. Eso significaba microecología altamente sofisticada, y cuanto más aprendía Nadia sobre el tema, más complicada le parecía la tarea; no era tanto construcción como alquimia. Muchos elementos tenían que sufrir una serie de transformaciones dentro del suelo para poder contribuir al crecimiento de las plantas, y cada elemento tenía su ciclo particular, influido por una serie distinta de agentes. Estaban los macronutrientes (carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, fósforo, azufre, potasio, calcio y magnesio) y luego los micronutrientes (hierro, manganeso, zinc, cobre, molibdeno, boro y cloro). Ninguno de estos ciclos de nutrientes era cerrado, puesto que se producían pérdidas a causa de la lixiviación, la erosión, la explotación minera y la desgasificación; la adición era igualmente variada e incluía la absorción, la erosión, la acción microbiana y la aplicación de fertilizantes. Las condiciones que permitían la circulación de estos elementos eran tan variadas que algunos suelos favorecían los ciclos y otros los entorpecían en diferentes grados; cada suelo tenía niveles distintos de pH, salinidad, compactación, etcétera. De manera que había cientos de suelos en aquellos laboratorios y miles más en la Tierra.

En los laboratorios de Vishniac el material matriz era la base de la mayoría de los experimentos. Eones de tormentas de polvo habían reciclado ese material por todo el planeta hasta que acabó teniendo más o menos el mismo contenido en todas partes: la típica unidad de suelo marciano estaba formada por partículas de hierro y sílice. En la superficie a menudo había partículas sueltas, y debajo los distintos grados de cementación entre partículas habían formado un material aterronado más compacto conforme se ganaba profundidad.

En otras palabras, arcillas; arcillas esmécticas, similares a la montmorillonita y nontronita terrestres, con la adición de materiales como talco, cuarzo, hematites, anhidrita, dieserita, calcita, beidellita, rutilo, yeso, maghemita y magnetita. Y todo eso revestido de oxihidróxidos férricos amorfos y otros óxidos de hierro más cristalizados, que explicaban los colores rojizos.

Aquél era su material matriz universal: arcilla esméctica rica en hierro. Su estructura suelta y porosa sostendría las raíces a la vez que les dejaría espacio suficiente para crecer. Pero no contenía seres vivos y sí demasiadas sales y escaso nitrógeno. Por tanto, el trabajo consistía en reunir material matriz y extraer por lixiviación sales y aluminio a la vez que introducían el nitrógeno y la comunidad biótica lo más deprisa posible. Expuesto así parecía simple, pero tras la frase «comunidad biótica» se ocultaba todo un mundo de problemas.

—¡Dios mío, es como intentar hacer que este gobierno funcione! — exclamó Nadia hablando con Art una tarde—. ¡Están en un buen brete!

En el campo, la gente se limitaba a introducir bacterias en la arcilla y luego algas y otros microorganismos, líquenes y por último plantas halófilas. Entonces esperaban a que esas biocomunidades transformaran la arcilla en suelo después de muchas generaciones de vivir y morir en ella. Y el método funcionaba, aunque era muy lento. En Sabishii lo habían calculado: se generaba en la superficie del planeta alrededor de un centímetro de mantillo cada siglo, y eso utilizando poblaciones genéticamente manipuladas para maximizar la velocidad.

En las granjas invernaderos los suelos utilizados habían sido profusamente mejorados con nutrientes, fertilizantes e inoculaciones de todo tipo; el resultado era algo semejante a lo que los científicos de Vishniac buscaban, pero la cantidad de suelo de un invernadero era minúscula comparada con lo que querían poner sobre la superficie. Producir suelo en masa era el objetivo, pero la empresa era mucho más ardua de lo que habían imaginado, deducía Nadia del aire absorto y vejado de los científicos, como el del perro que roe un hueso demasiado grande para su boca.

La biología, la química, la bioquímica y la ecología envueltas en estos problemas quedaban fuera del alcance de Nadia, poco podía sugerir. En ocasiones ni siquiera comprendía los procesos. No, aquello no era construcción, ni siquiera algo análogo.

Sin embargo, tendrían que incorporar la construcción a cualquier método de producción que probaran, y ahí Nadia al menos entendía de lo que se hablaba. Empezó a concentrarse en ese aspecto estudiando el diseño mecánico de los pedones y de los contenedores de los constituyentes vivos del suelo. Estudió también la estructura molecular de las arcillas matrices para ver si le sugería alguna manera de trabajar con ellas. Descubrió que las esmécticas marcianas eran aluminosilicatos, lo que significaba un patrón básico de una lámina de octaedros de aluminio emparedada entre láminas de tetraedros de sílice. En las diferentes clases de esmécticas variaba esta conformación y cuanto mayor era la divergencia más fácil le resultaba al agua filtrarse como en la arcilla más común en Marte, la montmorillonita, que mojada se expandía y seca se contraía hasta el punto de cuartearse.

A Nadia le pareció interesante.

—Miren —le dijo a Arne—, ¿qué me dicen de un pedón con una red de venas alimentadoras que diseminarían la biota por el material matriz? — Explicó que podían humedecer el material matriz, dejarlo secar, insertar en las grietas las venas alimentadoras y luego verter en ellas las bacterias y demás constituyentes que pudieran desarrollar. Si las bacterias y las otras criaturas podían abrirse camino comiendo y digiriendo material, podían acabar interactuando en la arcilla. Sería un proceso complicado, que necesitaría muchos ensayos para determinar las cantidades críticas iniciales de las diferentes biotas, para evitar explosiones y caídas demográficas, pero si conseguían las poblaciones adecuadas, tendrían suelo vivo.— Existen sistemas de venas alimentadoras similares que se emplean en ciertos materiales de construcción de fraguado rápido, y he oído decir que los médicos introducen pasta de apatita en los huesos rotos con el mismo método. Las venas alimentadoras se hacen con geles proteínicos apropiados para la sustancia que vayan a contener y poseen la estructura tubular pertinente.

Una matriz de crecimiento. Valía la pena estudiarlo, dijo Arne, y Nadia sonrió. Esa tarde siguió con la visita sintiéndose feliz, y por la noche, cuando se reunió con Art, exclamó:

—¡Eh! ¡Hoy he trabajado un poco!

—¡Bien! —dijo Art—. Salgamos a celebrarlo.

Algo fácil en Bogdanov Vishniac, porque era una ciudad bogdanovista, tan optimista como el propio Arkadi. Todas las noches de fiesta. A menudo se habían unido a los paseantes vespertinos; a Nadia le encantaba caminar por la terraza más alta, con la sensación de que Arkadi estaba allí, que de algún modo había perdurado, y nunca tan intensamente como aquella noche en que celebraba haber trabajado un poco. Tomada de la mano de Art, contempló las terrazas inferiores y sus cultivos, huertas, estanques, campos deportivos, hileras de árboles, plazas porticadas con cafés, bares y pabellones de baile; las bandas competían por el espacio sónico y la multitud se arremolinaba, algunos bailaban pero la mayoría simplemente paseaba, como ellos. Todo esto bajo la tienda que esperaban quitar algún día. Hacía calor y los jóvenes nativos lucían extravagantes conjuntos: pantalones, tocados, fajas, chalecos, collares, y Nadia recordó el vídeo de la bienvenida dispensada a Maya y Nirgal en Trinidad. ¿Era una coincidencia o estaba naciendo una suerte de cultura supraplanetaria entre los jóvenes? Y si así era, ¿significaba eso que Coyote, el trinitario, había conquistado inadvertidamente los dos mundos? ¿O su Arkadi, póstumamente? Arkadi y Coyote, reyes de la cultura. La idea la hizo sonreír, y tomó sorbos del kava ardiente de Art, la bebida preferida de aquella fría ciudad, y observó a los jóvenes moviéndose como ángeles, como si estuvieran bailando, desplazándose airosos de terraza en terraza.

—Qué gran ciudad —dijo Art.

De pronto se encontraron delante de una foto enmarcada de Arkadi, colgada en una pared. Nadia se detuvo y aferró el brazo de Art:

—¡Es él! ¡Como era en vida!

Hablaba con alguien, de pie junto al muro de la tienda, y gesticulaba, el pelo y la barba flotaban al viento y se fundían con el paisaje, exactamente del mismo color que los rizos desgreñados. Un rostro que brotaba de una colina, eso parecía, los ojos azules entornados ante el resplandor de todo ese júbilo rojo.

—Nunca he visto una foto que le representara tan bien como ésta. No le gustaba que le fotografiaran y siempre aparecía mal.

Contempló la imagen, sonrojada y extrañamente feliz; ¡era tan real como encontrarse con alguien a quien no se veía hacía años!

—En algunos aspectos eres como él, pero más distendido.

—Pues parece difícil distenderse todavía más —dijo Art observando la foto de cerca.

Nadia sonrió.

—Para él era fácil. Siempre estaba seguro de tener razón.

—Ninguno de nosotros tiene ese problema. Ella rió.

—Eres alegre como él.

—Desde luego.

Reanudaron el paseo. Nadia siguió pensando en su viejo compañero y mirando la fotografía mentalmente. Recordaba tantas cosas… Pero los sentimientos que habían acompañado aquellos hechos iban desvaneciéndose, el dolor se embotaba, el fijador se debilitaba, y de toda aquella carne herida sólo quedaba un esqueleto, un fósil, muy distinto del momento presente, tan real, su mano en la de Art, tan fugaz, el perpetuo cambio… la vida. Podía ocurrir cualquier cosa, todo se sentía.

—¿Volvemos?

Los cuatro embajadores regresaron al fin y bajaron a Sheffield. Nirgal, Maya y Michel siguieron su camino, pero Sax voló a Vishniac y se reunió con Art y Nadia, un gesto que complació profundamente a Nadia. Había llegado a tener la certidumbre de que allí donde estaba Sax estaba el centro de la acción.

Tenía el mismo aspecto de siempre, si acaso todavía más silencioso y enigmático. Quería ver los laboratorios. Lo acompañaron.

—Interesante, sí —dijo, y después de una pausa añadió—: Pero me pregunto qué más podríamos hacer.

—¿Para terraformar? —preguntó Art.

—Bueno…

Para complacer a Ann, pensó Nadia. Eso era lo que quería decir. Abrazó a Sax, que se mostró sorprendido, y mantuvo la mano sobre su hombro huesudo mientras duró la conversación. ¡Qué bueno era tenerlo allí en carne y hueso! ¿Cuándo había llegado a apreciar tanto a Sax Russell, a confiar de un modo tan absoluto en él?

Art también había comprendido a qué se refería Sax, y le dijo:

—Ya has hecho mucho, ¿no te parece? Caramba, por lo pronto has desmantelado todas las grandes obras metanacionales, ¿no? Las bombas de hidrógeno bajo el permafrost, la soletta y la lupa espacial, los transbordadores con nitrógeno de Titán…

—Ésos todavía siguen —corrigió Sax—. Ni siquiera sé cómo vamos a pararlos. Supongo que habrá que derribarlos. Aunque podemos usar el nitrógeno. No sé sí me gustará que desaparezcan.

—¿Y Ann? —preguntó Nadia—. ¿Qué le gustaría a Ann?

Sax desvió la mirada. Cuando la incertidumbre le contraía la cara, volvía a mostrar su vieja expresión ratonil.

—¿Qué os contentaría a los dos? —replanteó Art.

—Es difícil… —Y su rostro mostró una mueca de indecisión, de motivos encontrados.

—Ambos desean conservar los espacios salvajes —señaló Art.

—Los espacios salvajes son una idea, o incluso una posición ética. No pueden estar en todas partes, no pertenecen a esa clase de ideas. Pero…

—Sax agitó una mano y volvió a sumirse en sus pensamientos. Por primera vez en un siglo, desde que lo conocía, Nadia tuvo la impresión de que Sax no sabía qué hacer. Se sentó ante una pantalla y tecleó instrucciones, ajeno a sus presencias.

Nadia oprimió el brazo de Art y él le tomó la mano y apretó el meñique con suavidad. Ya casi había alcanzado las tres cuartas partes de su tamaño definitivo, la uña había empezado a crecer y en la yema habían aparecido las delicadas espirales de una huella dactilar. La sensación era placentera cuando se lo apretaban. Nadia miró brevemente a Art a los ojos y luego apartó la mirada. Él le acarició la mano antes de soltarla. Después de un rato, cuando fue evidente que Sax estaría completamente absorto en lo que hacía durante bastante tiempo, salieron de puntillas y regresaron a la habitación, a la cama.

Pasaban el día trabajando, y por la noche salían. Sax andaba parpadeando de acá para allá, como en sus días de rata de laboratorio, ansioso porque no se tenían noticias de Ann. Nadia y Art lo consolaban lo mejor que podían, que no era mucho. Al caer la tarde salían a pasear. Había un parque donde los padres se congregaban con sus pequeños, y la gente los contemplaba como si estuvieran en un pequeño zoo, sonriendo ante el espectáculo de los pequeños primates en sus juegos. Sax pasaba horas en ese parque, hablando con padres y niños, y después se iba a las pistas de baile y bailaba solo durante horas. Art y Nadia caminaban tomados de la mano. El meñique ganaba fuerza. Casi tenía el tamaño definitivo, e incluso parecía haberlo alcanzado, a menos que lo pusiera junto al otro. A veces, mientras hacían el amor, Art lo mordisqueaba con suavidad y la sensación la extasiaba.

—Será mejor que no lo comentes con nadie —murmuraba él—, podría ser espantoso… la gente amputándose partes del cuerpo para hacerlas crecer más sensibilizadas.

—Psicópata.

—Ya sabes cómo es la gente. Haría cualquier cosa por una nueva sensación.

—No lo comentes.

—De acuerdo.

Pero tenían que regresar para una reunión del consejo. Sax se marchó, para buscar a Ann o para huir de ella, no estaban seguros. Ellos volvieron a Sheffield y Nadia retomó la rutina de los días divididos en unidades de treinta minutos de banalidades. Aunque sólo algunas cosas sí eran importantes. La solicitud de los chinos para instalar otro ascensor espacial cerca de Schiaparelli exigía una pronta respuesta, y ése era sólo uno de los múltiples problemas de inmigración a los que se enfrentaban. El acuerdo Marte-UN elaborado en Berna establecía explícitamente que Marte tenía que acoger anualmente un número de inmigrantes como mínimo equivalente al diez por ciento de su población, y asimismo Marte se comprometía a tratar de incrementar este número mientras se mantuvieran las condiciones de hipermaltusianismo. Nirgal había convertido esto en una especie de promesa, había hablado con entusiasmo (de manera muy poco realista, en opinión de Nadia) sobre Marte yendo al rescate, salvando a la Tierra de la superpoblación con el regalo de la tierra vacía. ¿Pero cuánta gente podía mantener Marte en realidad, si ni siquiera eran capaces de manufacturar mantillo? ¿Cuál era su capacidad de sostén?

Nadie lo sabía y no había manera de calcularlo científicamente. Las estimaciones de la capacidad de sostén de la Tierra habían oscilado entre los cien millones y los doscientos billones, e incluso algunas de las mejor fundamentadas iban de los dos a los treinta mil millones. Lo cierto era que la capacidad de sostén era un concepto muy abstracto e impreciso, que dependía de una multitud recombinante de complejidades tales como la bioquímica del suelo, la ecología o la cultura humana. Por tanto, era casi imposible decir cuántas personas podía albergar Marte. La población terrestre superaba los quince mil millones, mientras que Marte, con casi la misma superficie emergida, tenía una población mil veces inferior, es decir, en torno a los quince millones. La disparidad era evidente. Había que hacer algo.

La transferencia masiva de población terrana a Marte ciertamente era una posibilidad, pero la velocidad dependía del sistema de transporte y la capacidad de absorción marciana. Los chinos y, cómo no, la UN, sostenían que el primer paso para la intensificación de la transferencia consistía en una mejora sustancial del sistema de transporte, mediante, por ejemplo, la construcción de un segundo ascensor espacial en Marte.

La reacción en Marte a ese plan era en general negativa. Los rojos no querían que continuara la inmigración, y aunque admitían que tendrían que acoger a algunos terranos, se oponían a cualquier desarrollo específico del sistema de transferencia, tratando de mantener el proceso en el nivel más bajo posible. Esa postura se correspondía con su filosofía general y a Nadia le parecía sensata. La posición de Marte Libre, aunque de más peso, no estaba tan definida. En la Tierra Nirgal había formulado una invitación a que enviaran tanta gente como pudieran a Marte, e históricamente Marte Libre siempre había defendido el vínculo con la Tierra, la denominada estrategia del perro que mueve la cola. La cúpula actual del partido, sin embargo, parecía poco dispuesta a mantener esa actitud. Y Jackie ocupaba el centro de esa cúpula. Ya durante el congreso constitucional el partido se había desplazado hacia una posición más aislacionista, recordó Nadia, siempre abogando por una mayor independencia con respecto a la Tierra. Por otra parte, al parecer habían llegado a acuerdos privados con ciertos países terranos. De manera que la posición de Marte Libre era ambigua, acaso hipócrita; y parecía una estrategia para acrecentar su poder en Marte.

Pero incluso fuera de Marte Libre predominaba la postura aislacionista, y no sólo entre los rojos: anarquistas, algunos bogdanovistas, las matriarcas de Dorsa Brevia, los marteprimeros… todos tendían a alinearse con los rojos en esa cuestión. Si los terranos empezaban a venir en tropel, decían, ¿qué sería de Marte, y no sólo del paisaje marciano, sino también de la cultura que habían creado? ¿No acabaría sofocada por los viejos hábitos traídos por los nuevos inmigrantes, que rápidamente sobrepasarían en número a la población nativa? La tasa de natalidad disminuía en todas partes, y las familias sin hijos o con sólo uno eran tan comunes en Marte como en la Tierra, de manera que no era de esperar un gran crecimiento de la población nativa. Muy pronto se verían desbordados.

Eso decía Jackie, al menos en público, y los dorsa brevianos y muchos otros coincidían con ella. Nirgal, que acababa de regresar de la Tierra, parecía no influir demasiado. Y aunque Nadia comprendía el razonamiento de sus oponentes, sabía también que eran poco realistas al creer que podrían cerrar la puerta. Sin duda Marte no podía salvar a la Tierra, como había parecido desprenderse de algunas declaraciones de Nirgal durante su visita, pero se había firmado y ratificado un acuerdo con la UN por el que Marte se comprometía a un mínimo especificado de acogida. Por tanto, había que ampliar el puente entre los dos mundos si querían cumplir con ese compromiso. Si no respetaban el tratado, podía ocurrir cualquier cosa.

De manera que durante el debate sobre un segundo ascensor, Nadia lo defendió. Incrementaría la capacidad de transporte, como habían prometido, y además aliviaría la presión sobre las ciudades de Tharsis y sobre toda la zona; los mapas de densidad de población revelaban que Pavonis era como un imán demográfico: la gente se instalaba tan cerca de él como podía. Un cable en el otro lado del mundo ayudaría a equilibrar las cosas.

Pero eso era de dudoso valor para quienes se oponían al cable. Querían a la población localizada, detenida. El tratado les importaba un comino, de manera que cuando el asunto se sometió al voto del consejo, que en cualquier caso sólo tenía un valor de consulta para el cuerpo legislativo, únicamente Zeyk estuvo del lado de Nadia. Fue la victoria más importante de Jackie hasta aquel momento, y la alió temporalmente con Irishka y los tribunales medioambientales, que por principio se oponían a cualquier forma de desarrollo rápido.

Aquel día Nadia regresó al apartamento desalentada e inquieta.

—Prometemos a la Tierra que acogeremos montones de inmigrantes y luego retiramos el puente levadizo. Esto nos traerá problemas.

Art asintió.

—Tendremos que idear algún plan de trabajo. Nadia bufó disgustada.

—Trabajo… Ya no trabajamos. Peleamos, regateamos, discutimos y charlamos, pero no trabajamos. —Soltó un gran suspiro.— Esto traerá cola. Pensaba que el regreso de Nirgal nos beneficiaría, pero no servirá de nada sí se queda al margen.

—No tiene una posición clara —dijo Art.

—La tendría si quisiera.

—Cierto.

Nadia le dio vueltas a la cuestión, cada vez más desanimada.

—Sólo he cumplido diez meses de mi mandato. Aún me quedan dos años marcianos y medio por delante.

—Lo sé.

—Los años marcianos son tan condenadamente largos…

—Sí, pero los meses son más cortos.

Nadia le hizo una mueca y se asomó a la ventana y contempló la caldera de Pavonis.

—El problema es que el trabajo ya no es trabajo. Salimos y participamos en esos proyectos, y con todo, el trabajo sigue sin ser trabajo. Quiero decir que nunca salimos y hacemos cosas con las manos. Cuando era joven, en Siberia, eso sí que era trabajar de verdad.

—Me parece que estás idealizándolo un poco.

—Pues claro, pero también en Marte fue así. Yo monté la Colina Subterránea, y fue muy divertido. Y un día, durante el viaje al polo norte, instalé una galería de permafrost… —Suspiró.— Lo que daría por esa clase de trabajo…

—Aún sigue habiendo muchas obras en marcha —observó Art.

—Realizadas por los robots.

—Tal vez podrías emprender algo más humano. Construir algo, una casa en el campo, o una urbanización. O una de esas nuevas ciudades costeras, sin robots, para probar diseños, métodos, nuevas técnicas. Un proceso de construcción más lento, y el TMG lo aprobaría.

—Tal vez, pero cuando concluya mí mandato, ¿no?

—No necesariamente. Podrías hacerlo durante los descansos, como esos otros viajes. Todos han sido sucedáneos, no verdadera construcción. Construye cosas reales. Pruébalo, y si te gusta, compagina las dos cosas.

—Conflicto de intereses.

—No si son proyectos públicos. ¿Qué me dices de la propuesta de construir una capital al nivel del mar?

—Humm —murmuró Nadia. Sacó un mapa y lo examinaron. En la línea de longitud cero la costa meridional del mar boreal formaba una pequeña península cuyo centro lo ocupaba un cráter bahía. Estaba a medio camino entre Tharsis y Elysium—. Habrá que echarle un vistazo.

—Sí. Anda, ven a la cama. Hablaremos de ello más tarde. En este momento tengo otra cosa en mente.

Unos meses después regresaban a Sheffield en avión desde Punto Bradbury y Nadia recordó aquella conversación con Art. Le pidió al piloto que aterrizara en una pequeña estación al norte del cráter Sklodovska, en la pendiente del cráter Zm, llamado Zoom. Mientras descendían divisaron, al este, una gran bahía, en ese momento cubierta de hielo. Más allá de la bahía se extendían las ásperas tierras montañosas de Mamers Vallis y las Deuteronilus Mensae. La bahía penetraba en el Gran Acantilado, cuya pendiente en ese punto era bastante suave. Longitud 0, latitud 46 norte. Bastante al norte, pero los vientos septentrionales eran benignos comparados con el sur. Alcanzaban a ver una extensa porción del mar helado, que formaba una larga línea de costa. La península circular que rodeaba Zoom era elevada y poco accidentada. La pequeña estación enclavada en la orilla albergaba unas quinientas personas, que trabajaban en la construcción, manejaban excavadoras, grúas y dragas. Nadia y Art se apearon, despidieron el avión, se inscribieron en una casa de huéspedes y pasaron allí una semana, hablando sobre el nuevo asentamiento con los lugareños, a quienes la propuesta de construir una nueva capital en la bahía les gustaba y desagradaba por igual. Habían pensado que la capital podía llamarse Greenwich, por su longitud 0, pero habían oído decir que los ingleses no lo pronunciaban como Green Witch1, y no sabían cómo se sentirían oyendo que la llamaban «Grenich». Podríamos bautizarla Londres, dijeron, ya se nos ocurrirá algo. Según les contaron, hacía mucho que llamaban al lugar Bahía Chalmers.

—¿De veras? —exclamó Nadia, y rió—. Qué apropiado.

Aquel paisaje la atraía mucho: el cono regular de Zoom, la curva que describía la gran bahía, la roca roja sobre el hielo blanco, presumiblemente un mar azul algún día. Mientras duró su visita las nubes volaron sobre el paisaje continuamente, cabalgando en el viento del oeste y barriendo el hielo y la tierra con sus sombras. Eran unas veces blancos cúmulos esponjosos semejantes a galeones, y otras, espigas que se desplegaban en lo alto, delimitando la cúpula oscura del cielo sobre sus cabezas y la curva tierra rocosa a sus pies. Podía ser una ciudad pequeña y hermosa, que rodeaba una bahía, como San Francisco o Sydney, tan hermosa como esas dos ciudades, pero más pequeña, a escala humana, arquitectura bogdanovista, construida a mano. Bueno, no exactamente a mano, aunque sí podían diseñarla a escala humana y trabajarla como si fuera una obra de arte. Durante sus paseos con Art por la orilla de la bahía helada, Nadia compartía con él esas ideas mientras contemplaba el desfile de las nubes.

—Claro que funcionará —dijo Art—. Va a ser una ciudad de todas 1 En inglés, «hechicera verde». (N. de la t.) maneras, eso es lo importante. Es una de las mejores bahías en este sector de costa, está destinada a ser un puerto. De manera que no será una de esas capitales en medio de ninguna parte, como Canberra o Brasilia, o Washington. Tendrá una vida propia como puerto de mar.

—Tienes razón. Será magnífico.

Siguieron paseando y Nadia pensó excitada en todas aquellas perspectivas, sintiéndose feliz después de tantos meses. El movimiento en favor de una capital que no fuera Sheffield era vigoroso y contaba con el apoyo de la mayoría de los partidos. Esa bahía ya había sido propuesta por los sabishianos, por tanto se trataría de apoyar una idea ya existente más que tratar de imponer algo nuevo. Ya contaban con el apoyo general. Y dado que era un proyecto público, ella podría participar en la construcción, como parte de la economía del regalo. Tal vez incluso pudiera tener alguna influencia en la planificación. Cuantas más vueltas le daba, más le gustaba.

El paseo los había llevado muy lejos por la orilla de la bahía; se volvieron y echaron a andar hacía el pequeño asentamiento. Las nubes pasaban velozmente arrastradas por el viento. La curva de tierra roja recibía al mar. Bajo las nubes, una desordenada formación en V de gansos que graznaban emplumó el viento en dirección al norte.

Ese mismo día, en el avión que los llevaba de vuelta a Sheffield, Art le tomó la mano y le inspeccionó el nuevo dedo.

—Caramba, levantar una familia también sería una forma de construcción.

—¿Qué…?

—Y ahora todo lo referente a la reproducción está bastante claro.

—¿Qué…?

—Quiero decir que mientras estés vivo puedes tener hijos, de un modo u otro.

—¿Qué…?

—Eso es lo que dicen. Si quieres, puedes.

—No.

—Eso es lo que dicen.

—No.

—Es una buena idea.

—No.

—La construcción está muy bien, no lo niego, uno puede pasarse la vida haciendo trabajos de fontanería, clavando clavos, conduciendo una excavadora… es trabajo interesante, supongo, pero no basta. Nos queda mucho tiempo por llenar. El único trabajo de veras interesante y de larga trayectoria sería criar a un hijo, ¿no crees?

—¡No, no lo creo!

—¿Pero es que has tenido algún hijo?

—No.

—Pues ahí lo tienes.

—Ay, Dios.

Su dedo fantasma le hormigueaba. Pero ahora se había encarnado.

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