SEXTA PARTE Ann en las tierras salvajes

Verás, decidir no volver a recibir el tratamiento de longevidad es una actitud suicida.

¿Y qué?

Pues que el suicidio se considera normalmente un signo de disfunción psicológica.

Normalmente.

Me parece que descubrirías que eso es cierto en la mayoría de los casos. En el tuyo, como mínimo eres infeliz.

Como mínimo.

Justamente. ¿Porqué? ¿Qué es lo que te falta? El mundo.

Cada día sales a ver la puesta de sol. Hábito.

Afirmas que la destrucción del Marte primigenio es la causa de tu depresión. Y yo creo que las razones filosóficas aducidas por quienes sufren de depresión son máscaras que los protegen de otras heridas más crueles.

Todo puede ser cierto.

¿Te refieres a todas las razones?

Sí. ¿De qué acusaste a Sax? ¿De monocausotaxofilia?

Touché. Pero siempre hay algo que origina esos procesos, entre todas las razones reales existe una que te hizo seguir ese camino. A menudo es necesario retroceder hasta ese punto para poder emprender un nuevo camino.

El tiempo no es como el espacio. La metáfora del espacio no es cierta en lo referente a aquello que es de verdad posible en el tiempo. Uno nunca puede volver atrás.

No, no. Se puede volver atrás, metafóricamente. En los viajes mentales uno puede regresar al pasado, volver sobre sus pasos, descubrir dónde torció y por qué, y después avanzar en una dirección que es distinta porque incluye esos bucles de comprensión. Una mayor comprensión da más sentido. Tu insistencia en que es el destino de Marte lo que más te preocupa es para mí indicio de un desplazamiento tan fuerte que te ha confundido. También es una metáfora, tal vez cierta, sí, pero hay que identificar los dos términos de la metáfora.

Yo veo lo que veo.

Pero eres incapaz de ver cómo es la realidad. Hay tantas cosas del Marte rojo que todavía están ahí. ¡Tienes que salir y mirar! Salir y dejar la mente en blanco y ver lo que hay afuera. Ve al exterior en las zonas bajas y camina con una simple máscara para el polvo. Sería bueno para ti, bueno en el aspecto fisiológico. Y significaría beneficiarse de la terraformación, experimentar la libertad que nos da, el vínculo que establece con este mundo. ¡Es extraordinario que podamos caminar desnudos sobre su superficie y sobrevivir! Nos integra en una ecología. Ese proceso merece consideración, y deberías salir para poder considerarlo, para estudiarlo como una forma de areoformación.

Eso no es más que una palabra. Hemos destripado este planeta. Se está derritiendo bajo nuestros pies.

Pero al derretirse libera agua nativa, no importada de Saturno o cualquier otro sitio. Ha estado aquí desde el principio, es parte de la acreción original, ¿no es cierto? Evaporada de la mole de Marte, y ahora parte de nuestro cuerpo. Nuestros propios cuerpos son formas de agua marciana. Sin los marcadores minerales, seríamos transparentes. Somos agua marciana, y ha habido agua circulando por la superficie de Marte antes, saliendo al exterior en un apocalipsis artesiano. ¡Esos canales son tan grandes!

Fue permafrost durante dos mil millones de años.

Y nosotros la ayudamos a volver a la superficie. La majestuosidad de las grandes inundaciones eruptivas. Estuvimos allí, presenciamos una con nuestros propios ojos, casi perecimos en ella….

Sí, sí….

Sentiste cómo las aguas arrastraban el coche, tú ibas al volante….

¡Sí! Pero se llevaron a Frank. Sí.

Arrastró al mundo entero. Y nos dejó varados en la playa. El mundo sigue aquí. Si sales podrás verlo.

No quiero ver. ¡Ya lo he visto!

Tú no. Un tú anterior. Tú eres el tú que vive ahora. Lo sé, lo sé.

Creo que tienes miedo. Miedo de intentar una transmutación, de metamorfosearte en algo nuevo. El alambique está ahí fuera, alrededor de ti. El fuego es intenso. Te derretirás, renacerás; ¿quién sabe si después de eso seguirás aquí?

No deseo cambiar.

No deseas dejar de amar a Marte. Sí. No.

Nunca dejarás de amar a Marte. Después de la metamorfosis, la roca aún es roca, y por lo general más dura que la roca madre, ¿no es así? Tú siempre amarás a Marte. Tu tarea consiste ahora en ver el Marte que perdura, denso o tenue, cálido o frío, húmedo o árido. Eso es efímero, pero Marte perdura. Esas inundaciones ya se habían producido antes, ¿no es cierto? Sí.

El agua de Marte. Todos esos elementos volátiles provienen del mismo Marte.

Excepto el nitrógeno de Titán. Sí, sí. Hablas igual que Sax. No digas tonterías.

Ustedes dos se parecen más de lo que crees, y todos nosotros somos elementos volátiles de Marte.

Pero la destrucción de la superficie… Está destrozada. Todo ha cambiado.

Eso es la areología. O la areofanía.

Es destrucción. Teníamos que haber intentado vivir en Marte tal como era cuando llegamos.

Pero no lo hicimos. Y por eso ahora ser rojo significa luchar para mantener el planeta en las condiciones lo más semejantes posible a las primitivas en el marco de la areofanía, es decir, el proyecto de creación de biosfera que concede al humano la libertad de la superficie por debajo de una altitud determinada. Eso es lo único que puede significar ser rojo ahora. Y hay muchos rojos de esa clase. Creo que te preocupa que se opere en ti un cambio, aunque fuese el más mínimo, porque eso podría implicar el fin del espíritu rojo en todas partes. Pero el espíritu rojo es más grande que tú. Tú lo expresaste y ayudaste a definirlo, pero nunca fuiste la única. Si lo hubieses sido, nadie te habría escuchado.

¡Y no lo hicieron!

Algunos sí. Muchos. El espíritu rojo continuará vivo sin importar lo que hagas. Puedes retirarte, puedes transformarte en una persona totalmente distinta, en verde lima, y el espíritu rojo seguirá adelante. Podría incluso convertirse en algo más rojo de lo que nunca imaginaste.

He imaginado todo lo rojo que puede llegar a ser.

Todas esas alternativas. Vivimos una de ellas y seguimos adelante. El proceso de coadaptación en este planeta se prolongará durante miles de años. Pero aquí estamos ahora. Deberías preguntarte en todo momento:

¿qué me falta?, y procurar conseguir una cierta aceptación de tu realidad actual. Eso es cordura, así es la vida. Tienes que imaginar tu vida de aquí en adelante.

No puedo, lo he intentado pero no puedo.

De veras que deberías salir a echar un vistoso, dar un paseo y observarlo todo con atención, incluso los mares de hielo, aunque no sea más que para confrontar. Pero no sólo eso. La confrontación no es necesariamente perjudicial, pero primero hay que mirar, reconocer. Después podrías subir a las colinas, Tharsis, Elysium. Subir a las zonas altas es viajar al pasado. Tu labor debe ser encontrar el Marte que perdura en las cosas. Es extraordinario, de veras. No puedes imaginarte la cantidad de gente que no tiene por delante una labor tan extraordinaria como la tuya. Eres muy afortunada.

¿Y tú?

¿Qué?

¿Cuál es tu tarea?

¿Mi tarea? Sí, tu tarea.

…No estoy seguro. Ya te lo he dicho, te envidio. Mis tareas son… confusas. Ayudar a Maya y ayudarme. Y al resto de nosotros. Reconciliar… Me gustaría encontrar a Hiroko….

Llevas mucho tiempo siendo nuestro psiquiatra. Sí.

Más de cien años. Sí.

Y nunca has obtenido ningún resultado.

Mujer, me gusta pensar que he ayudado, aunque haya sido poco. Pero no te lo crees.

Tal vez no.

¿Crees que la gente se interesa en el estudio de la psicología porque tienen una mente atormentada?

Es una teoría bastante extendida. Pero nadie ha sido tu psiquiatra. Oh, he tenido mis terapeutas.

¿Te han ayudado?

¡Sí! Mucho. Bastante. Quiero decir que hacían lo que podían. Pero sigues sin saber cuál es tu misión.

No. Oh, yo… desearía regresar a casa.

¿Qué casa?

Ése es el problema. Es duro no saber dónde está el hogar, ¿eh? Sí, aunque yo creía que te quedarías en Provenza.

No, no. Provenza es mi hogar, pero… Pero ahora vuelves a Marte.

Sí.

Decidiste regresar.

…En cierto modo, sí.

No sabes qué hacer, ¿verdad?

No, pero tú sí. Tú sabes dónde está tu hogar. ¡Tienes eso y es precioso! ¡Deberías recordarlo y no despreciar un regalo así o considerarlo como una carga! ¡Eres tonta si piensas eso! ¡Es un regalo, maldita sea, un precioso regalo!, ¿me comprendes?

Tendré que pensar en ello.


Ann abandonó el refugio en un rover de estudios meteorológicos del siglo anterior, un trasto cuadrado y alto con una fastuosa cabina acristalada para el conductor arriba. No difería demasiado de la mitad frontal del rover en que había viajado al polo Norte en aquella primera expedición con Nadia, Phyllis, Edmund y George. Y como desde entonces había pasado miles de horas en aquellos vehículos, al principio tuvo la impresión de que todo lo que hacía era lo habitual, concordaba con su vida precedente.

Avanzó cañón abajo, hacia el nordeste, hasta que alcanzó el lecho del pequeño canal sin nombre en la longitud 60, 53 grados norte. Aquel valle había sido excavado por el reventón de un pequeño acuífero que se encauzó por una falla de graben más antigua y se desbordó por las pendientes bajas del Gran Acantilado a finales del amazónico. Los efectos de la erosión producida por el agua aún se apreciaban en los bordes de las paredes del cañón y en las islas lenticulares de roca madre del fondo del canal.

Que ahora discurría hacia el norte y se internaba en un mar helado.

Salió del coche pertrechada con un impermeable con relleno de fibra, mascarilla de CO2, gafas y botas calefactoras. El aire era tenue y gélido, aunque allí en el norte estaban en primavera… Ls 10, M-53. Gélido y ventoso; unas hilachas de nubes algodonosas avanzaban raudas hacia el este. Empezaría una era glacial o, si las manipulaciones de los verdes se anticipaban a ella, un año sin verano, como 1810 en la Tierra, cuando la explosión del volcán Tambori había enfriado el mundo.

Recorrió la orilla del nuevo mar. Estaba al pie del Gran Acantilado, en Tempe Terra, un lóbulo de las antiquísimas tierras del sur que se internaba en el norte. Probablemente Tempe había escapado al arrasamiento general del hemisferio norte porque estaba situado más o menos en el lado opuesto al punto del Gran Impacto, que en esos momentos la mayoría de areólogos coincidían en situar cerca de Hrad Vallis, por encima de Elysium. Por tanto el paisaje resultante era curioso: unas colinas abolladas que miraban sobre un mar cubierto de hielo. La roca tenía el aspecto de la superficie encrespada de un mar rojo; el hielo parecía una pradera en lo más crudo del invierno. Agua nativa, como había dicho Michel; había estado allí desde siempre, y en la superficie. Era un hecho difícil de asimilar para ella. Sus pensamientos, dispersos y confusos, corrían de acá para allá, un estado semejante a la locura pero, con todo, distinto, conocía la diferencia. El murmullo y el lamento del viento no le hablaba con el tono de un disertante del MIT; no le sobrevenía una sensación de ahogo cuando trataba de respirar. No, se trataba de pensamiento acelerado, inconexo, impredecible, como la bandada de pájaros que veía volar en zigzag sobre el hielo para soportar el embate del viento del oeste. Ah, también ella sentía ese mismo viento embistiéndola, empujándola, como si aquel aire denso fuese la garra de un gran animal…

Los pájaros luchaban en el aire con una habilidad temeraria. Los observó durante un rato: págalos cazando sobre oscuras franjas de agua. Esas bolsas en la superficie delataban la existencia de inmensas bolsas líquidas bajo el hielo; había oído decir que un canal ininterrumpido de agua abrazaba el mundo, aguas que circulaban hacia el este sobre la antigua Vastitas y rasgaban el hielo de la superficie, y esos rasgones permanecían líquidos durante horas o semanas. Incluso en aquel aire tan frío, las aguas subterráneas recibían calor de los agujeros de transición sumergidos de Vastitas y de las miles de explosiones termonucleares de las metanacionales a finales del siglo anterior. En teoría esas bombas habían sido enterradas profundamente en el megarregolito para que éste retuviera la radioactividad pero no el calor, que ascendía como un pulso térmico a través de la roca, un pulso que continuaría durante años. Sí, Michel podía decir que aquélla era agua marciana, pero no había mucho más que fuera natural en aquel mar.

Ann trepó a una cresta para obtener una panorámica más amplia. Allí estaba: hielo llano en su mayor parte, fracturado en algunos puntos. Inmóvil como una mariposa posada en una rama, como si aquella extensión blanca estuviese a punto de echar a volar. El vuelo de los pájaros y el paso veloz de las nubes revelaban la tremenda fuerza del viento, que lo arrastraba todo hacia el este, pero el hielo permanecía inmóvil. La voz del viento era profunda y estremecedora y chirriaba sobre innumerables bordes helados. Las ráfagas estriaban una franja de aguas grises como las zarpas de un gato; cada nuevo embate modelaba la superficie con exquisita sensibilidad. Agua. Y bajo aquella superficie barrida por el viento, plancton, krill, peces, calamares; había oído decir que producían en viveros todas las criaturas de la extremadamente corta cadena trófica antártica y que luego las soltaban en el mar. Que hervía de vida.

Los págalos revoloteaban en el cielo. Una nube de ellos se precipitó sobre algo en la orilla, detrás de unas rocas. Ann echó a andar hacia allí. De pronto descubrió el objetivo de las aves, en una hendidura al borde del hielo: los restos semidevorados de una foca. ¡Focas! El cadáver yacía sobre hierba de la tundra, al abrigo de unas dunas de arena protegidas por una cresta rocosa que penetraba en el hielo. El blanco esqueleto emergía entre la carne de color rojo oscuro, rodeada de grasa blanca y piel negra, desgarrada y expuesta al cielo. Le habían sacado los ojos a picotazos.

Dejó atrás el cadáver y trepó a otra pequeña cresta, una especie de cabo que se adentraba en el hielo, más allá del cual había una bahía circular: un cráter lleno de hielo. Dado que se encontraba al nivel del mar y tenía una brecha el agua y el hielo lo habían llenado, y ahora era una bahía perfecta para un puerto. Un día habría allí un puerto. Unos tres kilómetros de diámetro.

Ann se sentó en un peñasco del cabo y contempló la nueva bahía. Respiraba a trompicones y su caja torácica se sacudía con violencia sin que pudiese evitarlo, como durante las contracciones del parto. Sollozos, sí. Se apartó la máscara, se sonó con los dedos y se enjugó los ojos, sin dejar de llorar furiosamente. Aquél era su cuerpo. Recordó la primera vez que había tropezado con la inundación de Vastitas, en un viaje que había realizado sola, hacía mil años. Entonces no lloró, y Michel dijo que era un shock, la parálisis del shock, como cuando se sufre una herida: huía de su cuerpo y de sus sentimientos. Michel diría sin duda que la respuesta de ahora era más sana, pero ¿por qué? Le hacía daño: el cuerpo se le sacudía con un temblor espasmódico. Pero cuando cesara, diría Michel, se sentiría mejor. Drenada. La tensión habría desaparecido… la tectónica del sistema límbico. Ann desdeñaba las analogías simplistas que Michel le ofrecía, la mujer como planeta, era absurdo. Sin embargo, allí estaba, sentada, sollozando, contemplando la blanca bahía de hielo bajo las nubes veloces, sintiéndose vacía.

Nada se movía, salvo las nubes en el cielo y las zarpas de gato sobre el agua, una ráfaga detrás de otra, un centelleo gris, malva, gris. El agua se movía, pero la tierra estaba quieta.

Finalmente Ann se puso de pie y bajó por una cresta de dura shishovita que dividía dos largas playas. A decir verdad, las zonas cubiertas de hielo se parecían mucho al estado primitivo. Al bajar a la costa, la cosa cambiaba. Allí los vientos alisios sobre las aguas abiertas de la bahía en el período estival habían creado olas lo suficientemente grandes como para producir lo que llamaban hielo quebrado. Hileras de esos despojos estaban varados por encima del nivel actual del hielo, como esculturas que evocaban la fuerza del viento. Pero en el verano esos bloques habían contribuido a triturar la arena de las nuevas playas, cubiertas ahora por una mezcolanza de hielo, barro y arena, helada como el glaseado marrón de un pastel.

Ann avanzó despacio por aquel caos. Más allá había una pequeña caleta atestada de icebergs que habían encallado en los bajíos y habían quedado atrapados en el agua del mar cuando ésta se heló. La exposición al viento y al sol los había trabajado hasta convertirlos en barrocas fantasías de hielo con transparencias azuladas y rojas opacidades, semejantes a agregados de zafiro y sanguinaria. Las caras meridionales se habían derretido de forma irregular, y el agua del deshielo había vuelto a solidificarse formando carámbanos, barbas, sábanas, columnas.

Al volver la vista a la orilla reparó de nuevo en los poderosos surcos que desgarraban la arena y alcanzaban a veces los dos metros de profundidad; ¡una fuerza increíble había abierto aquellas trincheras! Los sedimentos deberían de haber sido loess formado por depósitos eólicos sueltos y ligeros, pero ahora todo era una hosca amalgama de hielo sucio y barro helado, como si un bombardeo hubiese devastado las trincheras de algún desventurado ejército.

Siguió avanzando sobre hielo opaco, luego sobre la superficie de la bahía. Parecía un mundo cubierto de semen. En un determinado momento, el hielo crujió bajo sus pies.

Se detuvo, bien adentro en la bahía, y miró alrededor. Como siempre, horizontes cercanos. Se encaramó a un iceberg de cima llana, lo que le permitió ver toda la extensión del hielo, hasta el borde circular del cráter, que parecía tocar las nubes galopantes. Aunque resquebrajado, revuelto y estriado por las crestas de presión, el hielo sugería sin embargo la lisura del agua que había debajo. En el norte se divisaba el desfiladero que se abría al mar. En el hielo asomaban unos icebergs tabulares, semejantes a castillos deformados. Un yermo blanco.

Después de intentar en vano reconciliarse con el espectáculo bajó a gatas del iceberg, caminó hasta la orilla y se dispuso a regresar al rover. Cuando cruzaba la pequeña cresta-cabo, advirtió por el rabillo del ojo un movimiento. Una cosa blanca, una persona con un mono blanco, a cuatro patas… No, un oso. Un oso polar que avanzaba por la orilla del hielo.

El animal vio los págalos revoloteando sobre la foca muerta. Ann se acuclilló detrás de un bloque de piedra y luego se tendió boca abajo en la arena. La parte delantera del cuerpo se le quedó helada. Se asomó por encima de la piedra y espió.

La pelambre de color marfil del oso amarilleaba en los flancos y las patas. Alzó una cabeza pesada, husmeó como un perro, miró alrededor con curiosidad. Echó a andar con paso cansino hacia los despojos de la foca, haciendo caso omiso de la columna de pájaros chillones. Devoró como un perro de un cuenco y después alzó la cabeza, con el hocico enrojecido. El corazón de Ann dio un vuelco. El oso se sentó sobre los cuartos traseros y se lamió una garra y luego, con la melindrosidad de un gato, se frotó el hocico hasta que quedó limpio. De pronto, volvió a ponerse a cuatro patas y empezó a subir la pendiente de roca y arena, en dirección al escondite de Ann. Trotaba, moviendo simultáneamente las patas de un lado del cuerpo y luego las del otro, izquierda, derecha, izquierda.

Ann se dejó caer rodando por la otra cara del pequeño cabo, se puso de pie y corrió por una fractura poco profunda que la llevó hacia el sudoeste. Calculó que el rover estaba al oeste, pero el oso se acercaba por el noroeste. Subió como pudo la corta pendiente de la pared del cañón, corrió sobre una franja de terreno elevado y encontró otro pequeño cañón de fractura que se dirigía algo más hacia el oeste. Otra vez arriba, sobre el terreno elevado que separaba esas fossae. Miró hacia atrás. Ya jadeaba y su rover se hallaba al menos a dos kilómetros de distancia, al oeste y un poco al sur. Aún no estaba a la vista, oculto por las desiguales colinas. El oso venía ahora por el noreste; si se dirigía directamente hacia el rover se acercaría al animal. ¿Cazaba guiándose por el olfato o necesitaba ver? ¿Era capaz de deducir la trayectoria que seguiría su presa e interceptarla?

Sin duda podía hacerlo. Ann sudaba profusamente dentro del impermeable. Bajó presurosa al siguiente cañón, que corría en dirección oeste sudoeste, y lo siguió durante un rato. Entonces descubrió una rampa suave, por la que subió. Miró hacia atrás y vio al oso polar. Avanzaba por una de las elevaciones, dos cañones más atrás, y parecía un perro grande o un cruce de persona y perro, envuelto en su pelaje blanco y paja. Le sorprendía la presencia de aquella criatura allí, pues era improbable que la cadena alimenticia pudiera sostener a un depredador tan grande. Seguramente lo alimentaban en alguna estación de apoyo. Así lo esperaba, porque si no estaría hambriento. El animal bajó al segundo cañón y desapareció de su vista, y Ann corrió en dirección al coche. A pesar del rodeo que había dado y del horizonte accidentado y cercano, confiaba en haber situado correctamente la posición del rover.

Se desplazaba con un ritmo que creía poder mantener durante el trecho que le quedaba. Era difícil contenerse y no echar a correr a toda velocidad, lo cual la llevaría al colapso en poco tiempo. Tranquila, pensó, jadeando. Baja a uno de los grábenes y quítate de la vista. Mantén la dirección, ¿estás demasiado al sur del vehículo? Regresó a la franja elevada sólo un momento, para comprobarlo. Detrás de una colina baja de cima llana, un pequeño cráter en realidad, con una giba en el extremo sur del borde, allí, estaba segura, aunque no alcanzaba a verlo, y en aquel terreno desigual era fácil confundirse. Mil veces le había ocurrido perderse, incapaz de precisar su posición exacta en relación con un punto determinado, por lo general su rover aparcado, aunque no era tan grave como parecía pues el sistema de localización por satélite de su consola de muñeca siempre la guiaba. Como lo haría ahora también, aunque estaba convencida de que se escondía detrás de aquel cráter.

El aire gélido le ardía en los pulmones. Recordó que llevaba una máscara de emergencia en la mochila y se detuvo, escarbó en ella, se arrancó la máscara de CO2 y se colocó la de aire. Contenía un reducido suministro de aire comprimido en el marco, y cuando la activó se sintió más fuerte, capaz de mantener un ritmo más rápido. Corrió sobre otra elevación y saltó varias veces intentando ver el rover detrás del cráter.

¡Ah, allí estaba! Inhaló el frío oxígeno triunfalmente; tenía un sabor agradable, pero no bastaba para acabar con sus jadeos. La cuenca que tenía a la derecha parecía llevar directamente hasta el rover.

Se volvió y vio que el oso también corría: una especie de galope desgarbado, pesado, con el que sin embargo devoraba terreno, cuyas desigualdades no parecían suponer ningún obstáculo para él, pues volaba sobre ellas como en una pesadilla, hermoso y terrible; bajo la pelambre blanca y amarillenta se advertía el movimiento fluido de sus músculos. Esto lo vio Ann en un momento de inusitada claridad en que todo cuanto había en su campo de visión quedó definido y luminoso, como iluminado desde dentro. Incluso corriendo tan rápido como podía, concentrada en el terreno para evitar tropiezos, seguía viendo al oso volando sobre la pendiente rojiza, como una de esas manchas que persisten después de mirar el sol. Pesado y rápido danzaba sobre las rocas, y las anfractuosidades del terreno no le detenían, pero también ella era un animal y había pasado muchos años en los ásperos parajes de Marte, muchos más que aquel joven oso, y podía correr como un íbex, de la roca madre al peñasco, del peñasco a la arena y de allí a los derrubios, con esfuerzo pero equilibradamente, con dominio de la marcha, y corriendo para salvar su vida. Y además el vehículo estaba cerca. Sólo faltaba subir la pendiente de un último cañón… casi se estampó contra el rover. Dio un golpe triunfal en el curvo costado metálico, como si se tratara del morro del oso, y después de otro golpe más preciso en la consola de la entrada de la antecámara ya estaba dentro, dentro, y la puerta exterior se cerró a su espalda.

Subió las escaleras que llevaban al nido de águila del conductor para echar una ojeada al exterior. A través del cristal vio al oso polar abajo, inspeccionando el vehículo desde una respetable distancia, fuera del alcance de la pistola de dardos, olfateando con actitud pensativa. Ann estaba cubierta de sudor y todavía jadeaba, ¡qué violentos paroxismos podían sacudir la caja torácica! ¡Pero estaba a salvo en el asiento del conductor! Sólo tenía que cerrar los ojos para ver de nuevo la heráldica imagen del oso flotando sobre la roca; pero cuando los abría, encontraba el centelleo del salpicadero, artificial y familiar. ¡Era tan extraño!

Dos días después aún seguía como en estado de shock, alterada, y podía evocar la imagen del oso si cerraba los ojos y pensaba en él. Por las noches el hielo de la bahía crujía y retumbaba, y a veces se escuchaban estampidos que la devolvían en sueños al asalto de Sheffield y la angustiaban. De día conducía con tanta dejadez que finalmente recurrió al piloto automático, al que dio instrucciones de bordear la bahía del cráter.

Mientras el vehículo rodaba ella vagaba por el compartimiento del conductor. Su pensamiento corría desbocado. No podía hacer otra cosa que reír y aguantar, golpear las paredes, mirar por las ventanas. El oso se había ido, pero no del todo. Buscó información sobre el animal: ursits maritimus, oso del océano; los inuit lo llamaban Tornássuk, «el que da poder». Era como el deslizamiento de tierra que casi la había alcanzado en Melas Chasma, que formaría parte de su vida para siempre. Al enfrentarse al deslizamiento, no había movido ni un músculo; pero esta vez había corrido como un demonio. Marte podía acabar con ella, y sin duda lo haría, pero ninguna criatura del zoo de la Tierra la mataría si ella podía evitarlo. No era que tuviese un especial amor por la vida, nada más lejos, sino que uno debía poder elegir cómo moriría. Como lo había hecho en el pasado, al menos dos veces. Pero Simón y después Sax, como dos pequeños osos pardos, le habían arrebatado la muerte. Aún no sabía cómo enfrentarse a eso, cómo sentirse, su pensamiento era demasiado frenético. Se apoyó en el respaldo del asiento. Finalmente se inclinó hacia adelante y tecleó la vieja frecuencia de Sax entre los Primeros Cien, XY23, y esperó que la IA desviara la llamada al transbordador en el que Sax viajaba de vuelta a Marte. Poco después allí estaba él, con su nuevo rostro, en la pantalla.

—¿Por qué lo hiciste? —le gritó—. ¡Mi muerte es asunto mío!

Esperó a que el mensaje llegara a Sax, y cuando eso ocurrió él dio un salto y su imagen se sacudió.

—Porque… —balbuceó, y se interrumpió.

Aquello le produjo a Ann un escalofrío. Era lo que había dicho Simón después de rescatarla del caos. Nunca tenían una razón, sólo el idiota porque de la vida.

—No quería… —continuó Sax—, me parecía una pérdida inútil… Qué sorpresa… Estoy contento de que hayas llamado.

—Vete al infierno.

Estaba a punto de cortar la conexión cuando él empezó a hablar otra vez; en ese momento la transmisión era simultánea y los mensajes se alternaban.

—Fue para poder hablar contigo, Ann. Quiero decir que lo hice por egoísmo… No quería perderte. Quería que me perdonaras, quería seguir discutiendo contigo, y… hacerte comprender por qué lo hice.

Su chachara se interrumpió con la misma brusquedad con que había empezado; parecía confuso, asustado. Quizá acababa de recibir el «Vete al infierno». Era evidente que ella podía asustarlo.

—Eso no es más que basura —dijo Ann. Después de un rato llegó la respuesta:

—Sí. Hum… ¿Qué tal te encuentras? Pareces…

Ann cortó. ¡Acabo de escapar de las garras de un oso polar!, gritó para sus adentros. ¡Casi me ha devorado uno de tus estúpidos juegos!

No, no se lo diría. El muy entrometido. Necesitaba un buen arbitro para someterse al Metaperiódico de la historia marciana, a eso se reducía todo. Así se aseguraba de que su ciencia fuera examinada con ojo crítico. Y con ese propósito pisotearía los más íntimos deseos de cualquiera, ¡la libertad esencial de escoger entre la vida y la muerte, de ser libre!

Al menos Sax no había intentado mentir.

Bueno… Rabia, remordimiento injustificado, una angustia inexplicable, una alegría extrañamente dolorosa; todos esos sentimientos la embargaban a un tiempo. El sistema límbico vibraba sin freno e infiltraba en cada pensamiento emociones violentas y contradictorias, sin relación con el contenido de los pensamientos: Sax la había salvado, ella lo odiaba, sentía una alegría feroz, Kasei estaba muerto, Peter, no, ningún oso podría matarla… y así hasta el infinito. ¡Oh, era tan extraño!

Divisó un pequeño rover verde en lo alto de un acantilado que caía a plomo sobre el hielo de la bahía. Siguiendo un impulso, se puso al volante y se dirigió hacia allí. Una pequeña cara se asomó y la miró; Ann saludó sacudiendo una mano ante el parabrisas. Ojos negros, gafas, calvo. Como su padrastro. Detuvo el rover junto al otro. El hombre la invitó a entrar agitando una cuchara de madera. Parecía algo ido, como si sólo hubiese salido de sus pensamientos a medias.

Ann se puso una chaqueta de plumón, y mientras recorría el trecho que separaba los vehículos sintió el choque del aire como si se hubiese zambullido en agua helada. Era agradable poder ir de un rover a otro sin ponerse el traje o, para ser sinceros, sin arriesgarse a morir. Era sorprendente que no hubiese muerto más gente por descuido o por el mal funcionamiento de las antecámaras. Por supuesto, había habido muertos, muchos, si sumabas. Pero ahora sólo una pizca de aire frío.

El hombre calvo abrió la puerta interior.

—Hola —dijo, y le tendió la mano.

—Hola —dijo Ann, y se la estrechó—. Soy Ann.

—Y yo Harry, Harry Whitebook.

—Ah. He oído hablar de usted. Diseña animales. Él sonrió amablemente.

—Sí. —Sin avergonzarse, sin ponerse a la defensiva.

—Hoy me ha perseguido uno de sus osos polares.

—¿Ah, sí? —Los ojos como platos.— ¡Son muy rápidos!

—Y que lo diga. Pero no son simples osos polares, ¿verdad?

—Tienen algunos genes de osos grizzly, por la altura. Pero en su mayor parte son ursus maritimus. Criaturas muy resistentes.

—Muchas criaturas lo son.

—Sí, ¿no es maravilloso? Oh, perdóneme, ¿ha comido ya? ¿Le apetece un poco de sopa? Estaba preparando una sopa de puerro. Supongo que es evidente.

Lo era.

—Sí, gracias —dijo Ann.

Mientras comían la sopa con pan, Ann le hizo preguntas relacionadas con el oso polar.

—¿Puede haber aquí una cadena trófica para una criatura tan grande?

—Pues la hay. En esta zona la hay. Tiene bastante renombre por eso: la primera biorregión lo suficientemente robusta para mantener osos. El agua de la bahía es líquida hasta el fondo, ¿sabe? El agujero de transición Ap ocupa el centro del cráter, de manera que es como un lago sin fondo, con la superficie helada durante el invierno, desde luego; pero los osos están acostumbrados a eso en el Ártico.

—Los inviernos son largos.

—Sí. Pero las hembras cavan guaridas en la nieve, cerca de alguna cueva en los afloramientos del dique que hay hacia el oeste. En realidad no hibernan del todo, su temperatura corporal baja unos pocos grados y sólo tardan uno o dos minutos en despertarse si necesitan reajustar la temperatura de la guarida. Pasan todo el tiempo que pueden dentro durante el invierno y vagan en busca de alimento hasta la primavera. En la primavera remolcamos algunas de las placas de hielo a mar abierto para despejar la bahía, y a partir de entonces todo se desarrolla con normalidad, desde el fondo hasta la superficie. Las cadenas marinas básicas proceden del Antártico, y las terrestres del Ártico. Plancton, krill, peces y calamares, focas Weddell, y en tierra, conejos y liebres, lémmings, marmotas, ratones, linces, gatos monteses. Y los osos. Estamos intentando introducir caribúes, renos y lobos, pero todavía no hay pasto suficiente para los ungulados. Los osos llevan pocos años ahí fuera, porque la presión atmosférica no era la adecuada hasta no hace mucho. Pero ahora es la equivalente a cuatro mil metros y hemos descubierto que los osos se las arreglan muy bien. Se adaptan muy deprisa.

—Los humanos también.

—Hombre, aún no hemos visto demasiados a cuatro mil metros de altitud. —Se refería a cuatro mil metros sobre el nivel del mar en la Tierra. Una cota mayor que la de cualquier asentamiento humano permanente, como ella recordó.

El hombre seguía hablando:

—… con el tiempo la cavidad torácica se ensanchará, está destinado a suceder… —Un hombre que hablaba para sí mismo. Grande, corpulento; una estrecha franja de pelo le rodeaba la calva. Los ojos negros nadaban detrás de las gafas redondas.

—¿Conoció usted a Hiroko? —preguntó Ann.

—¿Hiroko Ai? Sí, hablé con ella una vez. Una mujer encantadora. Dicen que ha regresado a la Tierra para ayudarlos a adaptarse a la inundación. ¿La conoció usted?

—Sí. Soy Ann Clayborne.

—Ya me lo parecía. La madre de Peter Clayborne, ¿no?

—Sí.

—Su hijo estuvo en Boone hace poco.

—¿Boone?

—Es la pequeña estación que hay al otro lado de la bahía. Ésta es la Bahía Botánica y la estación es Puerto Boone. Una especie de chiste. Al parecer en Australia existe una pareja igual.

—Claro. —Ann sacudió la cabeza. John los acompañaría siempre, y no era el peor de los fantasmas que los acosaban.

Como, por ejemplo, ese hombre, el famoso diseñador de animales. Se movía con estrépito por la cocina, tentando como un miope. Ella comía echándole miradas furtivas. Él sabía quién era ella, pero no parecía incómodo, ni trataba de justificarse. Ella era una areóloga roja, él diseñaba nuevos animales marcianos. Trabajaban en el mismo planeta, pero eso para él no significaba que fueran enemigos. La devoraría sin malicia. Había algo estremecedor en él, intimidatorio a pesar de sus modales educados. La inconsciencia era tan brutal. Y sin embargo a Ann el hombre le caía bien; su poder desapasionado, o su vaguedad, no podía determinarlo. Whitebook cruzó la cocina tropezando con todo, se sentó y comió con ella, deprisa y con ruido, y la sopa le chorreó por la barbilla. Después cortó unas rebanadas de pan. Ann le hizo preguntas sobre Puerto Boone.

—Tiene una buena panadería —dijo él, señalando la hogaza—. Y un buen laboratorio. El resto es como cualquier puesto de avanzada. Pero quitaron la tienda el año pasado y ahora hace mucho frío, sobre todo en invierno. Sólo estamos en la latitud cuarenta y seis, pero nos sentimos como si estuviéramos en un lugar del norte. Tanto es así que algunos hablan de volver a colocar la tienda, al menos en invierno. Y hay quien opina que deberíamos dejarla hasta que esto se caliente más.

—¿Hasta que pase la era glacial?

—No creo que tengamos ninguna era glacial. El primer año sin la soletta fue malo, no lo niego, pero hay varias maneras de contrarrestarlo. Un par de años fríos, en eso quedará todo.

Agitó una garra: podía ir en cualquier dirección. Ann estuvo a punto de arrojarle el pedazo de pan. Pero sería mejor no sobresaltarlo. Se dominó con un estremecimiento.

—¿Peter está todavía en Boone? —preguntó.

—Creo que sí. Hace unos días estaba.

Siguieron hablando sobre el ecosistema de la Bahía Botánica. La ausencia de una gama completa de vida vegetal limitaba enormemente a los diseñadores. En ese aspecto se parecía más a la Antártida que al Ártico. Tal vez los nuevos métodos de mejora del suelo acelerarían la aparición de plantas superiores. Por el momento aquélla era tierra de líquenes. Las plantas de la tundra serían las siguientes.

—Pero eso le disgusta —observó él.

—Me gustaban las cosas como estaban antes. Vastitas Borealis era un mar de dunas, arena negra de granate.

—¿No quedarán algunas cerca del casquete polar?

—El casquete polar quedará por debajo del nivel del mar en muchos puntos. Como dijo usted antes, algo semejante a lo sucedido en la Antártida. No, las dunas y el terreno laminado quedarán bajo las aguas, de un modo u otro. Todo el hemisferio norte desaparecerá.

—Estamos en el hemisferio norte.

—En una península de tierras altas. Y en cierto modo ya ha desaparecido. La Bahía Botánica era antes el cráter Ap de Arcadia.

El hombre la observó a través de las lentes.

—Tal vez sí viviera en las zonas elevadas las cosas tendrían el mismo aspecto que en el pasado. Sólo que con aire.

—Tal vez —dijo ella con cautela. El hombre se movió con pasos pesados y empezó a limpiar unos grandes cuchillos de cocina en el fregadero. Sus torpes garras tenían dificultades para manejar los objetos pequeños.

Ann se puso de pie.

—Gracias por la cena —dijo, retrocediendo hacia la puerta. Agarró la chaqueta y ante la mirada sorprendida del hombre salió deprisa dando un portazo. La recibió la bofetada del frío nocturno, y se puso la chaqueta. Nunca hay que huir de un predador. Regresó a su rover y entró sin mirar atrás.

Las antiquísimas tierras altas de Tempe Terra estaban salteadas de pequeños volcanes, y por eso había llanuras formadas por la lava y canales por todas partes, además de rasgos del relieve derivados del deslizamiento de materiales viscosos causado por el hielo de la superficie y algún que otro canal que había discurrido por la pared del Gran Acantilado. Y además, de la colección habitual de deformidades y señales de impactos antiquísimos que convertían los mapas areológicos de Tempe en la paleta de un artista, pues aparecían salpicados de colores que indicaban los diferentes aspectos de la larga historia de la región. Demasiados colores, en opinión de Ann; para ella las divisiones menores en diferentes unidades areológicas eran artificiales, vestigios de la areología del cielo, que intentaban distinguir entre regiones en las que predominaban los cráteres, o que estaban más disecadas o más labradas que el resto, cuando sobre el terreno todo era lo mismo, y esos rasgos de identidad podían verse por doquier. Se trataba sencillamente de una región accidentada, del paisaje accidentado de la antigüedad.

El fondo de los largos cañones rectos que llamaban las Tempe Fossae era demasiado anfractuoso para conducir por él, y Ann rodó por rutas alternativas en terreno más elevado. Las últimas coladas de lava (hacía mil millones de años) eran más duras que las deyecciones disgregadas sobre las que fluyeron y ahora yacían como largos diques o bermas. En la tierra más suave que había entre ellas había numerosos cráteres de salpicadura cuyas faldas eran remanentes de coladas líquidas. En medio de todos esos derrubios se alzaban algunas islas de roca madre erosionada, pero en general era regolito que revelaba además la presencia de un suelo empapado de agua y de permafrost, que provocaban lentos hundimientos y deslizamientos. Y ahora, con el aumento de las temperaturas y quizá por el calor procedente de las explosiones subterráneas en Vastitas, la inestabilidad del suelo se había agravado. Por todas partes se producían nuevos deslizamientos: una conocida ruta de los grupos rojos había desaparecido cuando la rampa que bajaba a Tempe 12 quedó sepultada; las paredes de Tempe 18 se habían colapsado y transformado el cañón en forma de U en otro en forma de V; Tempe 21 había desaparecido bajo los escombros de su colapsada pared occidental. En todas partes la tierra se derretía. Ann llegó a ver taliks, zonas licuefactas en la superficie del permafrost, en esencia ciénagas heladas. Y la mayoría de las hoyas de las grandes dolinas albergaban estanques que se derretían de día y se helaban por la noche, una acción que rompía el suelo aún más deprisa.

Pasó junto a las faldas lobuladas del cráter Timoshenko, cuyo flanco norte había sido sepultado por las oleadas de lava más meridionales del volcán Coriolano, el mayor de los pequeños volcanes de Tempe. Allí la mayor parte de la superficie estaba muy carcomida, y la nieve caída se había derretido y había vuelto a helarse en miríadas de cuencas de recepción. El suelo se hundía según las pautas características del permafrost: crestas poligonales de guijarros, terraplenes concéntricos en los cráteres, pingos, crestas de solifluxión en las laderas. En cada depresión se formaba un estanque o charco de aguas heladas. El suelo se estaba derritiendo velozmente.

En las pendientes soleadas que miraban al sur, los árboles crecían allí donde estuviesen un poco resguardados del viento, por encima de las capas más bajas de musgos, hierbas y arbustos. Los árboles enanos del krummholz, retorcidos en torno a sus enmarañadas agujas, ocupaban las hondonadas de solana; en las hondonadas umbrías, nieve sucia y neveros. Tanta tierra devastada. Tierra quebrada, vacía, aunque no del todo, la roca, el hielo y las praderas pantanosas surcadas por crestas bajas y fracturadas. Las nubes aparecían de la nada y se hinchaban con el calor de la tarde, y sus sombras añadían nuevas manchas al paisaje, una alocada colcha que combinaba el rojo y el negro, el verde y el blanco. Nadie podría quejarse nunca de homogeneidad en Tempe Terra. El paisaje aguardaba inmóvil bajo el paso veloz de las sombras de las nubes. Y sin embargo allí, una tarde, cuando ya oscurecía, una rauda mole blanca se había ocultado tras una roca. El corazón le dio un vuelco, pero no alcanzó a distinguir nada.

Sin embargo, antes de que oscureciera del todo, llamaron a la puerta. Ann se estremeció como el rover sobre sus amortiguadores y corrió a la ventana. Figuras del color de la roca que agitaban las manos. Seres humanos.

Era un pequeño grupo de ecosaboteadores. Cuando los invitó a entrar, ellos le dijeron que habían reconocido su rover por la descripción que hicieran las gentes del refugio de Tempe. Se alegraban de haberla encontrado, porque habían salido con ese propósito. Reían, parloteaban, se acercaban para tocarla, jóvenes nativos de elevada estatura con un colmillo de piedra y los ojos brillantes, algunos orientales, otros blancos, otros negros, todos felices. Los conocía de Pavonis Mons, no individualmente, sino como grupo: los jóvenes fanáticos. Volvió a sentir un escalofrío.

—¿Adonde se dirigen? —preguntó.

—A la Bahía Botánica —contestó una mujer—. Nos proponemos acabar con los laboratorios de Whitebook.

—Y también con la estación de Boone —añadió otro.

—Ah, no —dijo Ann.

Se quedaron petrificados, mirándola fijamente. Como Kasei y Dao en Lastflow.

—¿Qué quiere decir? —preguntó la mujer.

Ann respiró hondo, tratando de averiguarlo. No le quitaban la vista de encima.

—¿Estuvieron en Sheffield? —preguntó. Ellos asintieron; sabían a lo que se refería.

—Entonces ya deberían saberlo —dijo hablando despacio—. No tiene sentido conseguir un Marte rojo derramando sangre sobre el planeta. Tenemos que encontrar otra manera. No podemos hacerlo asesinando gente, ni siquiera matando animales o plantas o volando máquinas. No daría resultado porque es destructivo. Eso no atrae a la gente, ¿no lo comprenden? Así no se ganan adeptos a la causa, más bien se los aleja. Cuantas más cosas de ese estilo hacemos, más verdes se vuelven ellos. Y así nosotros mismos desbaratamos nuestros planes. Si lo sabemos pero insistimos en actuar así, traicionamos a la causa. ¿Comprenden? El propósito de nuestras acciones no es dar rienda suelta a nuestros sentimientos, a nuestra furia o a nuestra ansia de emociones fuertes. Tenemos que encontrar otra manera.

La miraban sin comprender, molestos, sorprendidos, desdeñosos. Pero atentos. Después de todo era Ann Clayborne quien hablaba.

—Aún no sé con certeza cuál es esa otra manera —continuó—, pero ahí es donde debemos empezar a trabajar. Tiene que ser una suerte de areofanía roja. Siempre se ha entendido la areofanía como algo verde, supongo que a causa de Hiroko, porque fue ella quien la definió y quien la creó. Y por eso la areofanía siempre ha estado ligada a la viriditas. Pero no tiene por qué ser así. Y si no cambiamos eso, nunca lograremos nada. Es necesario crear una forma de veneración roja de este lugar que la gente aprenda a sentir. El espíritu rojo del planeta primitivo tiene que transformarse en un contrapunto de la viriditas. Tenemos que teñir ese verde hasta que se convierta en un color distinto, un color como el que a veces se ve en ciertas rocas, como el jaspe o la serpentina férrica. Y eso implicará llevar a la gente al exterior, a las tierras altas, para que puedan ver de qué hablamos. Significará trasladarse a esa región y fijar derechos de arrendamiento y administración que nos permitan hablar en representación de la tierra, y ellos tendrán que escuchar. Derechos de los errantes, de los areólogos, de los nómadas. La areoformación puede significar todas esas cosas. ¿Comprenden?

Se detuvo. Los jóvenes nativos seguían atentos, aunque parecían preocupados por ella o por lo que había dicho.

—Ya hemos hablado de esto antes —dijo un muchacho—. Y hay gente que ya lo está haciendo, nosotros mismos a veces. Pero creo que una resistencia activa es una parte necesaria de la lucha. De otro modo nos aplastarán y lo harán todo verde.

—No si lo teñimos desde el interior, desde sus corazones. El sabotaje, el asesinato… de todo eso sólo brota verde, créanme, porque lo he visto. Llevo tanto tiempo como ustedes en la lucha y lo he visto. Pisoteas la vida y sólo consigues que resurja con más fuerza.

El razonamiento no convenció al muchacho.

—Nos concedieron el límite de los seis mil metros porque nos temían, porque éramos la fuerza motriz de la revolución. Si no fuera por nosotros, las metanacs seguirían dominándolo todo.

—Se trataba de un oponente distinto. Cuando luchábamos contra los terranos, impresionamos a los marcianos verdes. Pero luchando contra los marcianos verdes no los impresionamos, los ponemos furiosos. Y se vuelven más verdes que nunca.

El grupo guardó un silencio pensativo, desalentado.

—Pero entonces ¿qué hacemos? —preguntó una mujer de pelo cano.

—Vayan a algún lugar amenazado —sugirió Ann. Señaló la ventana—. Este donde nos encontramos no estaría mal. O algún otro punto situado cerca del límite de los seis mil metros. Instálense, funden una ciudad, conviértanla en un refugio de lo primitivo, en un lugar extraordinario. Bajaremos arrastrándonos desde las tierras altas.

Consideraron la propuesta con expresión sombría.

—O vayan a las ciudades y creen un grupo de viajes para mostrar el paisaje a la gente. Opónganse con la ley en la mano a cualquier cambio que propongan.

—Mierda —dijo el chico, meneando la cabeza—. Suena espantoso.

—Y lo es —dijo Ann—. Nos espera una labor ingrata. Pero para cambiarlos, tenemos que trabajar desde dentro, y eso significa vivir donde ellos viven.

Caras largas. Siguieron sentados un rato más, hablando de cómo vivían, de cómo deseaban vivir, de las estrategias para persuadir a otros, de la imposibilidad de continuar con la vida de guerrilleros después del fin de la guerra… Hubo muchos suspiros, algunas lágrimas, recriminaciones, palabras de aliento.

—Vengan conmigo mañana y miren de frente ese mar de hielo —propuso Ann.

Al día siguiente la célula guerrillera viajó al sur con ella siguiendo la longitud sesenta, interminables kilómetros de terreno impracticable. Los árabes lo llamaban khala, la tierra vacía. Y si bien el corazón de los jóvenes se alegraba ante aquellos desolados paisajes rocosos de la antigüedad, también permanecían silenciosos, apagados, como si realizaran un peregrinaje fúnebre. Alcanzaron el gran cañón Nilokeras Scopulus y bajaron por una ancha rampa natural. Al este tenían Chryse Planitia, cubierta de hielo: otro brazo del mar norteño. No habían conseguido escapar. Delante, hacia el sur, las Nilokeras Fossae, el extremo final de un complejo de cañones que empezaba muy lejos en el sur, en la enorme depresión de Hebes Chasma. Hebes Chasma no tenía salida, pero ahora se sabía que su subsidencia había sido provocada por el reventón de un acuífero al oeste, en la cima de Echus Chasma. Una ingente cantidad de agua se había derramado por Echus y su embate en la dura pared occidental de Lunae Planum había tallado el alto y escarpado acantilado del Mirador de Echus. Después había encontrado una brecha en aquella formidable pared y se había precipitado desgarrando la gran curva de Kasei Vallis y excavando un profundo canal que desembocaba en las tierras más bajas de Chryse. Había sido uno de los reventones de acuífero más brutales de la historia marciana.

El mar del norte había vuelto a ocupar Chryse y el agua empezaba a llenar el extremo inferior de Nilokeras y Kasei. La colina roma del cráter Sharanov se elevaba como una gigantesca torre de guardia en el alto promontorio que dominaba la boca del nuevo fiordo, en el que se hallaba una isla alargada y estrecha, una de las islas lemniscatas formadas por la antigua inundación, aislada de nuevo, obstinadamente roja en el mar de hielo blanco. Con el tiempo ese fiordo sería un puerto aún mejor que el de la Bahía Botánica, pues aunque era de paredes escarpadas, había terrazas en la roca aquí y allá que podrían convertirse en ciudades portuarias. Naturalmente tendrían que hacer frente al viento que se encauzaba por Kasei, ráfagas katabáticas que alejarían a los barcos y los arrojarían al golfo de Chryse…

Era muy extraño. Guió al silencioso grupo de rojos por una rampa que bajaba hasta una ancha terraza al oeste del fiordo helado. Caía la tarde y Ann les propuso un paseo crepuscular por la orilla.

La puesta del sol los encontró agrupados, muy juntos, desalentados, de pie delante de un solitario bloque de hielo de unos cuatro metros de altura cuyas convexidades eran tan lisas como un músculo. Se habían situado de modo que el sol quedaba detrás del bloque y la luz lo atravesaba. La arena mojada cabrilleaba, como una advertencia luminosa, innegable, brillantemente real. ¿Qué harían? Contemplaron el espectáculo en silencio.

Cuando el último destello del sol se hundió en el negro horizonte, Ann dejó el grupo y regresó sola a su rover. Giró la cabeza y miró hacia abajo: los rojos seguían junto al iceberg varado. Se erguía entre ellos como un dios blanco con un tinte naranja, como la lámina irregular de la bahía de hielo. Dios blanco, oso, bahía, un dolmen de hielo marciano: el océano los acompañaría siempre, tan real como la roca.

Al día siguiente Ann enfiló Kasei Vallis en dirección oeste, hacia Echus Chasma. El camino subía continuamente por una serie de anchas cornisas conectadas que facilitaban la marcha. Pronto alcanzó el punto en que Kasei doblaba a la izquierda y desembocaba en el suelo de Echus. La curva era uno de los mayores accidentes del planeta que era evidente que habían sido tallados por el agua. Sin embargo, descubrió que el suelo llano del cauce seco estaba cubierto de árboles enanos, tan pequeños que casi parecían arbustos, de cortezas negras, espinosos y con hojas de un verde oscuro tan brillantes y afiladas como las del acebo. Un manto de musgo cubría el suelo bajo aquellos árboles negros, pero fuera de eso, no crecía nada más. Era un bosque de especie única que cubría Kasei Vallis de pared a pared y llenaba la gran curva como un tizón de tamaño descomunal.

Ann se vio obligada a conducir por aquel bosque bajo, y el rover avanzó zarandeándose, pues las ramas, resistentes como las del acerolo, cedían bajo las ruedas pero recuperaban su posición anterior en cuanto quedaban libres. Ya nadie podría volver a pasear por aquel cañón, pensó Ann, aquel cañón de altas paredes, estrecho y circular, una suerte de Utah de la imaginación, convertido ahora en el bosque negro de un cuento de hadas, ineludible, lleno de oscuras formas volantes, y con una figura blanca entrevista en la oscuridad… No había señales del complejo de seguridad de la UNTA que una vez había ocupado la curva del valle. Una maldición sobre tu casa hasta la séptima generación, una maldición sobre la tierra inocente. Habían torturado a Sax allí y él había sembrado semillas de fuego y había incendiado el lugar, y un bosque de espinos lo había cubierto, ¡Y llamaban a los científicos criaturas racionales! Una maldición sobre su propia casa también, pensó Ann con los dientes apretados, hasta la séptima generación y otras siete después de ésas.

Siseó y siguió avanzando por Echus hacia el escarpado cono volcánico de Tharsis Tholus, que albergaba una ciudad en el flanco donde la pendiente era menos pronunciada. El oso le había dicho que Peter estaría allí, así que la evitó. Peter, la tierra cubierta por las aguas; Sax, la tierra arrasada por el fuego. En otro tiempo Peter había sido suyo. Sobre esta piedra edificaré. Peter Tempe Terra, la Roca del País del Tiempo. El hombre nuevo, el homo martialis, que los había traicionado. Recuerda.

Continuó hacia el sur, por la pendiente de la mole de Tharsis, y al fin el cono de Ascraeus apareció delante. Una montaña continente que destacaba en el horizonte. Pavonis había sido infestado y se había desarrollado tanto a causa de su posición ecuatorial y las pocas ventajas que eso proporcionaba al cable del ascensor. Pero a Ascraeus, a sólo quinientos kilómetros al nordeste de Pavonis, lo habían dejado en paz. Nadie vivía allí, y muy pocos habían subido, sólo algún areólogo de cuando en cuando, que iba a estudiar su lava y los ocasionales flujos de cenizas piroclásticas, ambas de un tono rojo cercano al negro.

Alcanzó las estribaciones más bajas, suaves y onduladas. Ascraeus había sido uno de los clásicos nombres de accidentes del albedo, debido a que era una montaña fácilmente visible desde la Tierra. Ascraeus Lacus. Fue durante la manía de los canales, y por eso decidieron que se trataba de un lago. Pavonis en aquella época era el Phoenicus Lacus, el lago Fénix. Ascra, leyó, era el lugar de nacimiento de Hesíodo, «situado a la derecha del monte Helicón, sobre un lugar alto y escarpado». Así que, aunque creían que era un lago, le habían dado el nombre de una montaña. Tal vez sus subconscientes habían interpretado bien las imágenes del telescopio después de todo. «Ascraeus» era un nombre poético para referirse a los pastores, pues el Helicón era un monte de Beocia consagrado a Apolo y a las musas. Cierto día Hesíodo había alzado los ojos del arado, y al ver la montaña había descubierto que tenía una historia que contar. El nacimiento de los mitos era extraño, y también los viejos nombres entre los que vivían y que desconocían, mientras repetían las viejas historias una y otra vez durante sus vidas.

Era el más empinado de los cuatro grandes volcanes, pero carecía de acantilado circundante, como el de Olympus Mons; podía poner el coche en primera y subir tranquilamente, como si estuviese en una nave espacial que despega en cámara lenta, y recostarse en el asiento y relajarse. Se despabilaría al llegar, a veintisiete mil metros sobre el nivel del mar, la misma estatura de los otros tres gigantes. Ésa era la máxima altura que podía alcanzar una montaña en Marte, era el límite isostático, más allá del cual la litosfera empezaba a hundirse bajo el peso de toda esa roca. Los cuatro grandes habían alcanzado su máxima altura y no crecerían más. Una señal de su gran antigüedad.

Muy viejo, sí, pero la lava de la superficie de Ascraeus se contaba entre las rocas ígneas más jóvenes de Marte, apenas erosionada por el viento y el sol. Las capas de lava que se habían solidificado mientras bajaban por el flanco de la montaña habían formado masas que era preciso rodear. La bien trazada pista de rovers subía zigzagueando, evitando los tramos escarpados al pie de esas coladas y aprovechando una amplia red de rampas y reflujos. En las zonas de umbría permanente la nieve se había amontonado, pendientes sucias y compactas. Las sombras presentaban una neblina blancuzca, como si estuviese conduciendo a través de un negativo fotográfico, y su ánimo inexplicablemente iba cayendo en picado conforme subía. A su espalda aparecía una porción cada vez más extensa del cónico flanco norte del volcán, y más allá, de Tharsis Norte y la pared de Echus, una línea baja a unos cien kilómetros de distancia. Buena parte de lo que veía estaba salpicado de blanco: ventisqueros, láminas de hielo formadas por el viento, neveros. Los flancos umbríos de los conos volcánicos a menudo albergaban grandes glaciares.

Sobre la superficie de una roca, moho de color verde esmeralda. Todo se estaba volviendo verde.

Pero a medida que ascendía, día tras día, a una altura más allá de lo imaginable, la nieve empezó a tener menos grosor y a escasear. Alcanzó los veinte mil metros sobre la línea de referencia —veintiuno sobre el nivel del mar—, casi setenta mil pies, más de dos veces la altura a la que el Everest se elevaba sobre los océanos terrestres, ¡y sin embargo, el cono del volcán aún estaba siete mil metros más arriba! Subía hasta el cielo que se oscurecía, hasta el espacio.

Muy abajo flotaban las volutas de una capa de nubes que oscurecía Tharsis, como si el mar blanco la persiguiera pendiente arriba. A la altura en que ella se encontraba no había nubes, al menos ese día. A veces se formaban torres de cúmulos junto a la montaña, otros días los cirros flotaban en lo alto, acuchillando el cielo con hoces sutiles. Ese día el cielo tenía un color índigo purpúreo transparente, con algunas estrellas diurnas en el cénit y el brillo tenue del solitario Orion. Al oeste de la cima ondeaba una nube, una bandera en lo alto del pico, tan delgada que podía verse el cielo a través de ella. No había mucha humedad allí, ni tampoco atmósfera. La presión atmosférica en lo alto de los volcanes gigantes siempre sería diez veces menor que al nivel del mar; debía de ser por tanto de unos treinta y cinco milibares, apenas superior a la existente cuando llegaron al planeta.

A pesar de todo descubrió diminutas manchas de liquen en las oquedades de la roca, en hoyos muy soleados que retenían alguna nieve. Eran tan pequeñas que apenas se distinguían. Liquen: un equipo simbiótico de algas y hongos que se unían para sobrevivir incluso a treinta milibares. Era casi increíble lo que la vida llegaba a soportar.

Tan extraño que se puso el traje y salió a examinarlas. Allí arriba uno tenía que recuperar la meticulosidad de los viejos hábitos: asegurar el traje, las antecámaras y salir al brillante resplandor del espacio.

La roca que hospedaba el liquen era la típica solana llana donde las marmotas habrían tomado sus baños de sol si hubiesen podido vivir a aquella altura. Pero sólo había cabezas de aguja de color amarillo verdoso o gris naval. Liquen crustáceo, le dijo la guía de su consola. Fragmentos arrancados por una tormenta, arrastrados por el viento y que al caer sobre la roca se aferraban a ella como pequeñas lapas vegetales. Una de esas cosas que sólo Hiroko podía explicar.

Los seres vivos. Michel había dicho que ella amaba las rocas y no a los hombres porque la habían maltratado y había sufrido daño psicológico. Un hipocampo significativamente más pequeño, reacciones de miedo desproporcionadas, tendencia a la disociación. Y por eso había buscado un hombre muy semejante a una piedra. Michel también había amado esa cualidad de Simón, le confesó; en los años pasados en la Colina Subterránea había sido un alivio tener al menos a una persona así a cargo, un hombre en el que se podía confiar, tranquilo, sólido, que se podía tomar en la mano y sopesar.

Pero Simón no era único, había señalado Michel. Otras personas poseían esa cualidad, quizá mezclada o menos pura, pero presente. ¿Por qué no podía ella apreciar esa inflexible resistencia en otros, en todas las cosas vivas? Sólo intentaban existir, como cualquier roca o planeta. Había una obstinación mineral implícita en todos.

Oyó el penetrante lamento del viento en su casco y sobre la escoria volcánica, murmurando en el tubo del aire, ahogando el sonido de su respiración. El cielo era allí más negro que índigo, excepto sobre el horizonte, donde mostraba un violeta purpúreo calinoso cubierto por una franja transparente de azul oscuro… Oh, ¿quién podía creer, allí, en la pendiente de Ascraeus Mons, que nunca cambiaría, por qué no se habían instalado en ese lugar elevado para que les recordara de dónde procedían, y lo que Marte les había dado y ellos habían despilfarrado tan alegremente?

Regresó al rover y continuó la ascensión.

Había sobrepasado la altitud de unos cirros plateados suspendidos al oeste de la banderola transparente de la cima, al abrigo de la corriente del chorro. Ascender era viajar al pasado, dejando atrás líquenes y bacterias. Aunque a ella no le cabía ninguna duda de que seguían allí, ocultos en el interior de las primeras capas de la roca. Vida chasmoendolítica, como el mítico pequeño pueblo rojo, los dioses microscópicos que habían hablado a John Boone, su Hesíodo local. Eso decía la gente.

Vida por todas partes. El mundo estaba volviéndose verde. Pero si uno no podía ver el espíritu verde, si no afectaba el paisaje, ¿había que darle entonces la bienvenida? Los seres vivos. ¡Michel le había dicho que amaba las rocas por la cualidad pétrea que tenía la vida! Todo acababa reduciéndose a la vida. Simón, Peter; sobre esta piedra edificaré mi iglesia. ¿Por qué no podía amar esa cualidad pétrea en todas las cosas?

El rover salvó las últimas terrazas concéntricas de lava que se allanaban y describían una suave curva asintótica hasta alcanzar el ancho borde circular de la cima. Una ligera cuesta, con menor inclinación a cada metro, hasta que al fin estuvo en el borde propiamente dicho.

Dominando la caldera. Salió del coche; sus pensamientos revoloteaban como págalos.

La caldera de Ascraeus estaba formada por ocho cráteres superpuestos; los más recientes se habían colapsado sobre las circunferencias de los más antiguos. La caldera más grande y joven ocupaba casi el centro exacto del complejo, y las calderas más antiguas, de suelos más elevados, rodeaban su circunferencia como los pétalos de un diseño floral. Los suelos de las calderas estaban a diferente altura y marcados por fracturas circulares. Si se caminaba siguiendo el borde la perspectiva se modificaba: al variar las distancias la elevación de los suelos parecía cambiar, como si flotaran en un sueño. En conjunto, un hermoso paisaje de ochenta kilómetros de diámetro.

Como una lección sobre la mecánica de las chimeneas volcánicas. Las coladas que se deslizaban por los flancos del volcán habían vaciado de magma la chimenea activa de la caldera y el suelo de ésta se había desplomado; ése era el origen de las formas circulares, ya que la chimenea activa se había ido desplazando durante milenios. Acantilados arqueados; pocos lugares en Marte exhibían paredes tan verticales como aquéllas, una verticalidad casi perfecta. Mundos circulares basálticos. Debería haber sido la Meca de los escaladores, pero no ocurría así. Algún día, tal vez.

La complejidad de Ascraeus era tan distinta del inmenso agujero único de Pavonis. ¿Por qué la caldera de Pavonis se había colapsado siempre en la misma circunferencia? ¿Era posible que el último desplome hubiera borrado los otros anillos? ¿Había sido su cámara magmática más pequeña o tenía chimeneas laterales? ¿Se había desviado más la chimenea de Ascraeus? Recogió piedras sueltas del filo del borde y las examinó. Bombas volcánicas, deyecciones de impactos tardíos de meteoritos, ventifacts de los vientos incesantes… Temas que aún podían estudiarse. Nada de lo que hicieran alteraría la vulcanología allí arriba, al menos no lo suficiente para impedir los estudios. De hecho, la Revista de Estudios Areológicos publicaba muchos artículos sobre esos temas, como ella había comprobado de cuando en cuando. Michel tenía razón: los lugares altos conservarían siempre aquel aspecto. Escalar las grandes vertientes sería como viajar al pasado prehumano, a la areología pura, tal vez incluso a la areofanía, con Hiroko o sin ella, con liquen o sin él. Algunos habían propuesto cubrir con una cúpula o una tienda aquellas calderas para mantenerlas en un medio estéril, pero eso sólo las convertiría en zoos, parques naturales, espacios ajardinados con sus muros y tejados. Invernaderos vacíos. No. Se irguió y contempló el vasto paisaje circular, que parecía ofrecerse al espacio. A la vida chasmoendolítica que tal vez luchaba por sobrevivir allí arriba le dedicó un gesto que decía «Vive, cosa». Pronunció la palabra en voz alta y le sonó extraña:

—Vive.

Marte para siempre, su roca inalterada bajo el sol. Pero entonces vislumbró el oso blanco por el rabillo del ojo, desapareciendo detrás de un bloque de roca mellada. Dio un salto; no había nada. Regresó al rover, sintiendo la necesidad de su protección. Pero durante toda la tarde la acompañó la sensación de que los ojos de expresión vaga detrás de las gafas la miraban desde la pantalla de la IA del vehículo, a punto de hablarle. Un amable hombre oso, que la devoraría si la atrapaba. Pero ninguno de ellos podría atraparla; podía ocultarse en aquellas altas fortalezas de roca para siempre. Era libre y sería libre, para ser o para no ser, ella decidiría, hasta que la roca desapareciera. Sin embargo, allí estaba de nuevo, en la puerta de la antecámara, con ese relámpago blanco en el rabillo del ojo. Ah, era tan difícil.

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