Fueron tiempos agitados en los que la presión demográfica lo determinaba todo. El plan general para pasar los años hipermaltusianos estaba claro y había resultado bastante efectivo: cada generación era más reducida. A pesar de todo la Tierra tenía dieciocho mil millones de habitantes, y Marte dieciocho, y los nacimientos seguían produciéndose, igual que la emigración de la Tierra a Marte, y en ambos mundos gritaban «¡Basta!, ¡Basta!».
Cuando ciertos terranos oyeron quejarse a los marcianos se enfurecieron. El concepto de capacidad de sostén perdía todo sentido ante las cifras, ante las imágenes que aparecían en las pantallas. El gobierno global marciano intentó refrenar esa cólera explicando que la nueva biosfera de Marte, demasiado pobre, no podría sostener a tanta gente como la vieja y gorda Tierra. También empujó a la industria astronáutica marciana a meterse en el negocio de los transbordadores y desarrolló con rapidez un programa para convertir los asteroides en ciudades flotantes. Este programa fue una ramificación inesperada del sistema penitenciario marciano. Durante muchos años en Marte el castigo por crímenes graves había sido el exilio permanente del planeta, que empezaba con algunos años de confinamiento y trabajos forzados en las nuevas colonias de los asteroides. Después de cumplir la condena al gobierno marciano le era indiferente el destino de los exiliados, siempre que no volvieran a Marte. Por tanto, inevitablemente, un flujo continuo de personas llegaba a Hebe, desembarcaba, cumplía su condena y luego se marchaba a otro sitio, a veces a los aún escasamente poblados satélites exteriores, otras, de vuelta al sistema solar, pero más a menudo a alguna de las colonias instaladas en los numerosos asteroides perforados. Da Vinci y otras cooperativas fabricaban y distribuían material para esos nuevos asentamientos, porque el programa era en verdad sencillo. Los equipos de exploración habian encontrado miles de candidatos en el cinturón de asteroides y dejaban lo necesario para la transformación en los más adecuados. Un equipo de excavadoras robóticas autorreplicantes empezaba a trabajar en un extremo del asteroide: taladraban y arrojaban buena parte de los escombros al espacio, y utilizaban el resto para fabricar mas excavadoras y como combustible. Cerraban el extremo abierto del agujero e imprimían un movimiento rotatorio al asteroide, de manera que la faena centrífuga creara un equivalente de la gravedad. Se encendían dentro de esos huecos cilindricos unas potentes lámparas llamadas lincas o manchas de sol, que proporcionaban niveles lumínicos equivalentes al día terrano o marciano. La gravedad se ajustaba también a uno u otro modelo: había ciudades marcianas y otras terranas, y algunas con características entre ambos extremos, e incluso mas allá, al menos en lo concerniente a la luz; muchos de esos pequeños mundos estaban experimentando con gravedades muy bajas.
Existían algunas alianzas entre esas nuevas ciudades-estado, y a menudo vínculos con la organización fundadora en el mundo natal, pero ninguna organización general. Habitadas sobre todo por exiliados marcianos, en los primeros tiempos habían surgido actitudes hostiles hacia los transeúntes e intentos de cobrar peaje a las naves espaciales, extremadamente descarados y abusivos. Pero los transbordadores que cruzaban los cinturones viajaban a gran velocidad y ligeramente por encima o por debajo del plano de la eclíptica para evitar el polvo y los escombros, presencia agravada por la perforación de los asteroides. Era difícil exigir un peaje a esas naves sin amenazar con destruirlas. Y por eso la moda de los peajes tuvo corta vida.
Tanto la Tierra como Marte se veían sometidos a presiones demográficas cada vez más intensas, y las cooperativas marcianas hacían lo posible por favorecer el rápido desarrollo de las nuevas ciudades asteroidales. Se construían además grandes asentamientos cubiertos con tiendas en las lunas de Júpiter y Saturno, y en los últimos tiempos, de Urano, a los que probablemente seguirían Neptuno y Plutón. Los grandes satélites de los gigantes gaseosos eran en realidad pequeños planetas, y sus moradores trabajaban en proyectos de terraformación, en general a largo plazo, todo dependía de la situación local. Ninguno podría ser terraformado deprisa, pero en todos el proceso parecía viable, al menos hasta cierto punto, y ofrecían la tentadora oportunidad de un mundo nuevo. Titán, por ejemplo, empezaba a salir de su bruma de nitrógeno, pues los colonos que vivían en tiendas en las pequeñas lunas cercanas calentaban y enviaban el oxígeno de superficie del gran satélite a su atmósfera. Titán tenía los gases adecuados para la terraformación, y aunque se encontraba a gran distancia del sol y recibía sólo un uno por ciento de la insolación de la Tierra, un conjunto de espejos añadía cada vez más luz, y los lugareños consideraban la posibilidad de colocar linternas de fusión de deuterio en su órbita para luminarlo aún más. Ésa sería una alternativa a otro ingenio que los saturninos se habían resistido a utilizar hasta el momento, las linternas de gas que cruzaban las atmósferas superiores de Júpiter y Urano recogiendo y quemando helio y otros gases, llamaradas cuya luz era reflejada hacia el exterior mediante discos electromagnéticos. Pero los saturninos habían desechado su empleo porque no querían alterar el aspecto del planeta de los anillos.
Por tanto las cooperativas marcianas estaban muy atareadas en las órbitas exteriores ayudando a marcianos y terranos a emigrar a los nuevos y diminutos mundos. Pronto un centenar y luego un millar de asteroides y lunas estuvieron habitados y recibieron un nombre, y el proceso prosperó, convirtiéndose en lo que algunos dieron en llamar la diáspora explosiva y otros el Accelerando. La gente lo acogió con entusiasmo y en todas partes creció el sentimiento del poder de la humanidad para crear, de su vitalidad y su flexibilidad. El Accelerando se entendió como la respuesta a la crisis suprema de la oleada demográfica, tan grave que la inundación terrana de 2129 parecía en comparación poco más que una molesta marea alta. Esa crisis podía haber desencadenado un desastre definitivo, un descenso al caos y la barbarie, pero en cambio había provocado el florecimiento de la civilización más importante de la historia, un nuevo renacimiento.
Muchos historiadores y sociólogos intentaban explicar la vibrante naturaleza de esa edad de acendrada conciencia. Una escuela de historiadores, el Grupo del Diluvio, se remontaba a la inundación terrana y veía en ella la causa del renacimiento: un salto forzado a un nivel superior. Otra proponía la llamada Explicación Técnica: la humanidad había pasado a un nuevo nivel de competencia tecnológica, afirmaban, como lo había hecho aproximadamente cada medio siglo desde la revolución industrial. El Grupo del Diluvio tendía a utilizar el término diáspora, y los Técnicos, Accelerando. En la década de 2170 la historiadora marciana Charlotte Dorsa Brevia publicó en varios volúmenes una densa metahistoria analítica, como ella la llamaba, en la que sostenía que la gran inundación había actuado como factor desencadenante y los avances técnicos lo habían hecho posible. Pero que el carácter específico del nuevo renacimiento provenía de algo mas fundamental, del cambio de un modelo socioeconómico global a otro, exponía un «complejo de paradigmas residuales/emergentes superpuestos», según el cual toda gran era socioeconómica se componía más o menos a partes iguales de los sistemas inmediatamente anteriores y posteriores, que no obstante no eran los únicos; constituían el grueso del complejo y aportaban los factores más contradictorios, pero otras características relevantes provenían de sistemas más arcaicos y de vislumbres de tendencias que no florecerían hasta mucho después.
Así por ejemplo, el feudalismo era para Charlotte resultado del choque de un sistema residual de monarquía absoluta religiosa y del sistema emergente del capitalismo, con importantes ecos de las castas tribales, más arcaicas, y débiles presagios del humanismo individualista posterior. La relación entre esas fuerzas cambió con el tiempo hasta que el Renacimiento del siglo XVI dio paso a la era capitalista. El capitalismo incluía, a su vez, elementos contrapuestos del feudalismo residual y de un orden futuro emergente que empezaba a perfilarse en esos momentos y que Charlotte llamaba democracia. Y ahora estaban en plena era democrática, afirmaba, al menos en Marte. La incompatibilidad de sus constituyentes quedaba subrayada por la desgraciada experiencia de la sombra crítica del capitalismo, el socialismo, que había teorizado la verdadera democracia y la había escogido, pero en el intento de ponerla en práctica había empleado los métodos disponibles en su tiempo, los mismos métodos feudales del capitalismo; las dos versiones de la mezcla habían resultado ser tan destructivas e injustas como el padre residual común. Las jerarquías feudales del capitalismo habían tenido sus equivalentes en los experimentos socialistas, y aquélla había sido una era tensa y caótica de lucha dinámica entre feudalismo y democracia.
Pero en Marte la era democrática había surgido al fin de la era capitalista, según la lógica del paradigma de Charlotte, una lucha entre los residuos belicosos y competitivos del sistema capitalista y algunos aspectos emergentes de un orden más allá de la democracia, orden que aún no podía ser caracterizado con detalle pues nunca había existido, pero para el cual Charlotte aventuraba el nombre de Armonía, o Buena Voluntad General. Ella realizaba un estudio detenido de las diferencias evidentes entre la economía cooperativa y el capitalismo desde una perspectiva metahistórica más amplia y la identificación de un extenso movimiento en la historia que los comentaristas llamaban Gran Péndulo, un movimiento desde los arraigados vestigios de las jerarquías dominantes de nuestros ancestros, primates de la sabana, hacia la lenta, incierta, dificultosa, no predeterminada y libre emergencia de una armonía e igualdad que caracterizarían la verdadera democracia. Ambos elementos en pugna habían existido siempre, y el equilibrio entre ambos había ido cambiando lentamente a lo largo de la historia de la humanidad: la dominación de las jerarquías se había ocultado detrás de todos los sistemas aparecidos hasta ese momento, pero al mismo tiempo los valores democráticos se habían expuesto siempre como esperanza, expresados en la conciencia del valor del individuo y en el rechazo de las jerarquías, que al fin y al cabo eran impuestas. Y mientras el péndulo de la metahistoria oscilaba a lo largo de los siglos, los intentos notablemente imperfectos de instituir la democracia habían ido ganando poder. En un reducido círculo de seres humanos había imperado el igualitarismo, en las sociedades esclavistas de la antigua Grecia o la Norteamérica revolucionaria, por ejemplo, pero el círculo de iguales se había ampliado algo más en las últimas «democracias capitalistas», y en el momento presente no solamente todos los humanos eran iguales (al menos en teoría), sino que se tomaba en consideración a los animales, e incluso a las plantas, los ecosistemas y los mismos elementos. Charlotte incluía estas últimas extensiones de la «ciudadanía» entre los rasgos precursores del sistema emergente que tal vez siguiese a las llamadas democracias, el período de utópica «armonía» postulado en su teoría. Los destellos eran tenues, y el distante y esperado sistema una vaga hipótesis. Cuando Sax Russell leyó los últimos volúmenes de la obra, examinando ávidamente los interminables ejemplos y argumentos, leyendo con creciente excitación porque al fin encontraba un paradigma general que le posibilitaría la comprensión de la historia, no pudo dejar de preguntarse si aquella era putativa de armonía y buena voluntad universales sobrevendría alguna vez; él opinaba que en la historia humana existía una suerte de curva asintótica, el lastre del cuerpo tal vez, que mantendría a la civilización luchando en la edad de la democracia, luchando siempre por elevarse, lejos de la reincidencia pero no obstante sin avanzar demasiado; pero ese estado de cosas le parecía lo suficientemente bueno como para llamarlo civilización lograda. Comer lo suficiente era tan bueno como darse un festín, despues de todo.
En cualquier caso, la metahistoria de Charlotte tuvo mucha influencia, pues proporcionaba a la explosiva diaspora algo semejante a un relato maestro. Y de este modo ella pasó a engrosar la pequeña lista de historiadores cuyos análisis habían afectado el curso de su propio tiempo, gentes como Platón, Plutarco, Bacon, Gibbon, Chamfort, Carlyle, Emerson, Marx y Spengler, y en Marte, antes de Charlotte, Michel Duval. Se aceptaba que el capitalismo había sido el conflicto entre feudalismo y democracia y que el presente era la edad democrática, el conflicto entre capitalismo y armonía, susceptible de transformarse en algo distinto (Charlotte insistía en que no existía el determinismo histórico, sino sólo los repetidos esfuerzos de la humanidad por dar vida a sus esperanzas; era el reconocimiento retroactivo del analista de esas esperanzas hechas realidad lo que creaba la ilusión del determinismo). Cualquier cosa habría sido posible: caer en la anarquía general o convertirse en un estado policial universal para «pasar» los años de crisis; pero puesto que las grandes metanacionales terrestres se habían transmutado en cooperativas propiedad de sus trabajadores, al estilo de Praxis, estaban en la democracia. Habían hecho realidad esa esperanza.
Y en esos momentos la civilización democrática conseguía lo que el anterior sistema no habría conseguido nunca, sobrevivir al período hipermaltusiano. Advertían ahora el cambio fundamental de los sistemas en ese siglo XXII que estaban escribiendo; habían alterado el equilibrio para sobrevivir a las nuevas condiciones. En la economía democrática cooperativista todos sabían que las apuestas eran altas, se sentían responsables del destino colectivo y se beneficiaban del frenético arrebato de construcción coordinada que reinaba por todo el sistema solar.
Esta floreciente civilización incluía no sólo el sistema solar más allá de Marte, sino también los planetas interiores. En el flujo de energía y confianza la humanidad emprendía proyectos en zonas antaño consideradas inhabitables, y Venus atraía a un gran número de terraformadores, que habían aceptado el desafío planteado por Sax Russell al recolocar los grandes espejos orbitales de Marte y tenían una definida y grandiosa visión de la habitabilidad del planeta, hermano de la Tierra en muchos aspectos.
Incluso Mercurio tenía su asentamiento, aunque había que admitir que para muchos propósitos estaba demasiado cerca del sol. Su día duraba cincuenta y nueve terranos, su año, ochenta y ocho días terranos, y tres de sus días equivalían a dos años, patrón que lo llevaría a quedar atrapado en una marea gravitatoria, como la Luna alrededor de la Tierra. En la lenta revolución del día solar de Mercurio el hemisferio iluminado se calentaba en exceso, mientras que el hemisferio a oscuras se enfriaba terriblemente. La única ciudad del planeta era por tanto una especie de tren enorme que circulaba alrededor del planeta a cuarenta y cinco grados de latitud norte sobre vías de una aleación metalocerámica, la primera de las muchas travesuras alquímicas de los físicos mercuriales, que soportaba los 800° kelvins del hemisferio iluminado. La ciudad, llamada Terminador, rodaba sobre esas vías a unos tres kilómetros por hora, lo que la mantenía dentro del terminador del planeta, la zona de sombra que precede al amanecer, una banda de unos veinte kilómetros de ancho. La ligera dilatación de las vías expuestas al sol matutino en el este llevaba a la ciudad siempre hacia el oeste, y ésta se deslizaba sobre raíles adaptables para evitar roces. La resistencia a ese movimiento inexorable en otras secciones generaba grandes cantidades de energía eléctrica, como los colectores solares que seguían a la ciudad, situados en lo alto del elevado Muro del Amanecer, y captaban los primeros rayos cegadores del sol. Incluso en una civilización donde la energía era barata, Mercurio era extraordinariamente afortunado. Y así se unió a los mundos lejanos y se convirtió en uno de los más brillantes. Y un centenar de nuevos mundos flotantes surgía cada año: pequeñas ciudades-estado en vuelo, con sus propios estatutos, mescolanza de colonos, paisaje y estilo.
No obstante, en medio de este florecimiento del esfuerzo humano y de la confianza en el Accelerando, se mascaba la tensión. Porque a pesar de las construcciones, la emigración y la colonización, en la Tierra seguía habiendo dieciocho mil millones de almas, y dieciocho millones en Marte, y la membrana semipermeable entre los dos planetas estaba demasiado tensa a causa de la presión osmótica de ese desequilibrio demográfico. Las relaciones eran tirantes, y muchos temían que al menor pinchazo la membrana se desgarrara. En esa situación crítica, la historia proporcionaba un escaso consuelo; hasta el momento habían capeado el temporal con bastante acierto, pero la humanidad nunca antes había respondido a una crisis con cordura y sensatez duraderas; la locura colectiva no era insólita entre ellos, y se trataba exactamente de los mismos animales que en siglos anteriores, enfrentados a problemas de supervivencia, se habían exterminado unos a otros sin misericordia. Era por tanto probable que ocurriese de nuevo. La gente construía, discutía, enfurecía; esperaban, inquietos, señales de que los muy viejos se acercaban a la muerte y miraban con ojo crítico a los recién nacidos. Un renacimiento tenso, vivido deprisa y al límite, una edad dorada frenética: el Accelerando. Y nadie sabía qué pasaría después.
Zo estaba sentada en la parte trasera de una sala atestada de diplomáticos, contemplando el paso majestuoso de Terminador sobre los yermos abrasados de Mercurio. El espacio semielipsoidal delimitado por la alta cúpula transparente de la ciudad habría sido adecuado para el vuelo, pero las autoridades locales lo habían prohibido por demasiado peligroso, una de las muchas regulaciones fascistas que restringían la vida allí; el estado como niñera, lo que Nietzsche llamaba con tan buen tino la mentalidad del esclavo, aún vivita y coleando al final del siglo XXII, brotando en todas partes; la jerarquía volvía a erigir su estructura consoladora en todos aquellos nuevos asentamientos provincianos, Mercurio, los asteroides, los planetas exteriores… en todas partes excepto en el noble Marte.
En Mercurio el fenómeno era particularmente acentuado. Las reuniones entre la delegación marciana y los mercuriales se habían prolongado durante semanas, y Zo estaba harta tanto de éstas como de los negociadores mercuriales, un importante grupo de reservados y oligárquicos mullahs, altaneros y aduladores a un tiempo, que aún no habían asimilado el nuevo orden imperante en el sistema solar. Deseaba olvidarlos, a ellos y a su mezquino mundo, regresar a casa y volar.
En su papel ficticio de modesta adjunta, sin embargo, hasta el momento había pasado desapercibida, y ahora que las negociaciones habían llegado a un punto muerto a causa de la estupidez de aquellos esclavos felices, era su turno. Cuando se disolvió la reunión se llevó aparte al secretario de la figura más relevante de Terminador, al que daban el pintoresco nombre de El León de Mercurio, y solicitó una audiencia privada. El joven, un ex terrano, accedió (Zo se habia asegurado antes de que el hombre no la miraba con indiferencia) y se retiraron a una terraza del ayuntamiento.
Posando una mano en el brazo del joven, Zo dijo con amabilidad:
—Nos preocupa enormemente que si Mercurio y Marte no establecen una sólida alianza, Terra siembre cizaña y nos enfrente. Somos la fuente más importante de metales pesados que queda en el sistema solar, y cuanto más se expanda la civilización más valor adquirirán. Y la civilización ciertamente se está expandiendo, estamos en pleno Accelerando. Los metales son muy valiosos.
Y los yacimientos de metales de Mercurio, aunque difíciles de explotar, eran en verdad espectaculares; el planeta era apenas mayor que la Luna y sin embargo su gravedad casi igualaba la de Marte; un indicio tangible de su pesado corazón de hierro y su estela de metales preciosos, cuyas vetas recorrían la superficie castigada por los meteoritos.
—¿Y…? —dijo el joven.
—Creemos necesario establecer de manera más explícita…
—¿Un cártel?
—Una asociación.
El joven mercurial sonrió.
—No nos preocupa que alguien intente indisponernos con Marte.
—Es evidente. Pero a nosotros, sí.
En los primeros tiempos de su colonización el futuro de Mercurio se auguraba próspero. Los colonos no sólo disponían de abundantes metales, sino que además, estando tan cerca del sol, podían almacenar gran cantidad de energía solar. Sólo la resistencia y dilatación de los raíles sobre los que se deslizaba la ciudad creaba ingentes cantidades de energía, y en cuanto a la solar, el potencial era enorme; los colectores en órbita mercurial habían empezado a desviar parte de ella a las colonias de los planetas exteriores. Desde que la primera flota de vehículos empezara a tender los railes en 2142 y durante las primeras décadas, los mercuriales se habían creído muy ricos.
Sin embargo, estaban en 2181, y con el desarrollo de varios tipos de energía de fusión la energía era barata y la luz razonablemente abundante. Los llamados satélites-lámpara y las linternas de gas que ardían en la atmósfera superior de los gigantes gaseosos se estaban distribuyendo por todo el sistema exterior. En consecuencia, los abundantes recursos de energía solar de Mercurio resultaban ahora insignificantes. Volvía a ser un planeta rico en metales pero terriblemente tórrido y frío, y no terraformable por añadidura. Una situación poco grata. Una tragedia para sus fortunas, como le recordó Zo al hombre, sin miramientos. Lo que significaba que necesitaban cooperar con sus aliados.
—De otro modo, el riesgo de que la Tierra gane preeminencia de nuevo será excesivo.
—Terra está demasiado enredada en sus propios problemas para amenazar a nadie —contestó el hombre.
Zo meneó la cabeza con expresión benigna.
—Cuantos más problemas tenga Terra, más grave es la amenaza para los demás. Nos inquieta, y por eso hemos decidido que en caso de no llegar a un acuerdo con ustedes, no nos quedará más alternativa que construir una nueva ciudad en Mercurio, en el hemisferio meridional, donde están los mejores yacimientos de metales.
El hombre parecía alarmado.
—No podrían hacer eso sin nuestro consentimiento.
—¿Ah, no…?
—Si nosotros no queremos, no habrá ninguna otra ciudad en Mercurio.
—Caramba, ¿y qué piensan hacer para impedirlo? El hombre no respondió, y Zo añadió:
—Cualquiera puede hacer lo que se le antoje, y eso es así para todos.
—No hay suficiente agua —sentenció el hombre después de meditarlo.
—Cierto. —Las existencias de agua de Mercurio se reducían a pequeños campos de hielo dentro de algunos cráteres en los polos, donde estaban permanentemente a la sombra. Contenían suficiente agua para Terminador, pero no mucha más.— Sin embargo unos cuantos cometas dirigidos a los polos añadirían alguna.
—¡Eso si el impacto no evapora toda el agua de los polos! ¡No, no funcionaría! El hielo de esos cráteres polares es sólo una pequeña fracción del agua implicada en los millones de impactos de cometas. La mayor parte del agua salió despedida al espacio o se evaporó, y volvería a ocurrir lo mismo. Se perdería más de lo ganado.
—Las simulaciones de las IA sugieren varias posibilidades. Siempre podemos probar, a ver qué pasa.
El hombre retrocedió como si lo hubiesen golpeado, pues la amenaza no podía ser más explícita. Pero para la moral del esclavo la bondad y la estupidez solían ir de la mano, de manera que había que ser explícito. Zo se mantuvo impasible, aunque la indignación del hombre tenía un toque de commedia del Varte que la divertía. Se acercó a él para enfatizar la diferencia de estatura: le sacaba medio metro.
—Transmitiré su mensaje al León —dijo él entre dientes.
—Gracias —dijo Zo, y se inclinó y lo besó en la mejilla.
Aquellos esclavos habían creado una casta dirigente de físicosacerdotes, una caja negra para quienes estaban fuera, pero, como las oligarquías, predecibles y poderosos en sus acciones viables. Se darían por aludidos y actuarían en consecuencia, de lo cual resultaría una alianza. Zo abandonó el ayuntamiento y bajó alegre por las calles escalonadas del Muro del Amanecer. Había cumplido su misión, y por tanto pronto regresaría a Marte.
Entró en el consulado marciano y envió un mensaje para comunicar a Jackie que ya había dado el siguiente paso. Luego salió al balcón a fumar un pitillo.
Su visión de los colores se intensificó por efecto de los cromotropos del cigarrillo, y la pequeña ciudad a sus pies se transformó en una fantasía fauvista. Las terrazas que jalonaban el Muro del Amanecer subían en franjas cada vez más estrechas, y los edificios más altos (las oficinas de los gobernantes de la ciudad, naturalmente) eran simples hileras de ventanas bajo los Grandes Portales y la cúpula transparente. Debajo de las grandes copas verdes de los árboles se acurrucaban techos de tejas y balcones con mosaicos. En la llanura oval que albergaba la mayor parte de la ciudad los tejados se apretaban unos contra otros, y las manchas de verde centelleaban bajo la luz que derramaban los espejos filtrantes de la cúpula; el conjunto semejaba un gran huevo de Fabergé, elaborado, colorido, hermoso, como la mayor parte de las ciudades. Pero estar atrapado en uno… Bueno, no quedaba otro remedio que pasar las horas restantes de la manera más divertida posible, hasta que recibiera la orden de regresar a casa. Después de todo, la devoción al deber también expresaba la nobleza de una persona.
Bajó a grandes trancos las calles-escalera del Muro hasta Le Dome, para reunirse con Miguel, Arlene y Jerjes, y con la banda de músicos, compositores, escritores y estetas que pululaban por el café. Formaban un grupo pintoresco. Los cráteres de Mercurio habían recibido los nombres de los artistas más famosos de la historia terrana, y Terminador rodaba alrededor del planeta dejando atrás a Durero y Mozart, Fidias y Purcell, Turguéniev y Van Dyck; y en otros lugares del planeta estaban Beethoven, Imhotep, Mahler, Matisse, Murasaki, Milton, Mark Twain; los bordes de Homero y Holbein se rozaban; Ovidio marcaba el borde de Pushkin, más grande, en una inversión de su respectiva importancia; Goya se superponía a Sófocles, Van Gogh estaba en el interior de Cervantes; Chao Meng-fu rebosaba de hielo, y así por el estilo, caprichosamente, como si el comité de nomenclatura de la Unión Astronómica Internacional hubiera agarrado una borrachera descomunal una noche y se hubiera dedicado a arrojar dardos con topónimos sobre un mapa; parecía haber incluso una conmemoración de esa juerga, un gran escarpe llamado Pourquoi Pas.
Zo aprobaba decididamente el método. Pero el efecto en los artistas que vivían en Mercurio había sido catastrófico. Confrontados siempre con el canon sin parangón de la Tierra, un abrumador miedo a las influencias los paralizaba. Pero sus fiestas habían alcanzado una indudable grandeza, de la que Zo disfrutaba.
Esa tarde, después de beber prodigiosamente en Le Dome, mientras la ciudad se deslizaba entre Stravinski y Vyasa, el grupo se internó en las callejas en busca de camorra. Unas cuantas manzanas más allá alborotaron una ceremonia de mitraístas o zoroástricos, adoradores del sol en cualquier caso, influyentes en el gobierno local, quizás en su mismo corazón. Los maullidos desbarataron muy pronto la reunión y provocaron una pelea a puñetazos, y al poco tuvieron que huir para evitar que la policía local, la spasspolizei, como la pandilla de Le Dome la llamaba, los detuviera.
Luego fueron al Odeón, pero los echaron por revoltosos; recorrieron las calles del barrio de los espectáculos y bailaron a las puertas de un bar donde sonaba a todo volumen pésima música industrial. Pero faltaba algo. La alegría forzada era demasiado patética, pensó Zo mirando los rostros sudorosos.
—Salgamos —propuso—. Salgamos a la superficie y toquemos la flauta a las puertas del amanecer.
Nadie salvo Miguel se mostró interesado. Eran gusanos dentro de una botella, habían olvidado que existía la superficie. Pero Miguel había prometido llevarla afuera muchas veces, y ahora que la estancia de Zo en Mercurio tocaba a su fin, él estaba lo bastante aburrido para acceder.
Los raíles de Terminador eran muchos, cilindros lisos y grises a varios metros del suelo sobre una hilera infinita de gruesos postes. En su majestuoso deslizamiento hacia el oeste, la ciudad pasaba junto a unas pequeñas plataformas que llevaban a búnkers subterráneos de transporte, abrasadas pistas ballardianas para aviones espaciales y refugios en los bordes de los cráteres. Abandonar la ciudad era una actividad restringida (menuda sorpresa), pero Miguel tenía un pase y gracias a él abrieron las puertas meridionales, y a través de una antecámara, pasaron a una estación subterranea llamada Martillador. Se pusieron los voluminosos y flexibles trajes espaciales y salieron a un túnel que los llevó al polvo abrasado de Mercurio.
Nada habría podido ser más limpio y austero que aquel yermo negro y ceniza. En ese contexto la risa de borracho de Miguel incomodaba a Zo más de lo habitual y bajó el volumen del intercomunicador hasta reducirla a un susurro.
Caminar al este de la ciudad era peligroso, y detenerse aún más pero querían ver el arco del sol a toda costa. Zo pateó las piedras mientras avanzaba hacia el sudoeste para contemplar la ciudad desde otro ángulo. Deseó poder volar sobre aquel mundo ennegrecido; un cohete-mochila serviría para el caso, pero por lo que ella sabía nadie se había molestado en diseñarlo. Así que avanzó con paso decidido, sin perder de vista el este. Muy pronto el sol se elevaría sobre aquel horizonte; sobre ellos, en la tenue atmósfera de neón-argón, el polvo levantado por el bombardeo de electrones se estaba transformando en una neblina blanca. A su espalda el arco del Muro del Amanecer era una llamarada blanca que no se podía mirar directamente ni siquiera con la protección del potente filtrado diferencial del visor de los cascos.
De pronto, delante de ellos, el llano horizonte rocoso oriental, junto al cráter Stravinski, se convirtió en una imagen en nitrato de plata de sí mismo. Zo contempló extasiada la danzante y explosiva línea fosforescente de la corona del Sol, semejante al incendio de un bosque de plata. El espíritu de Zo llameó al unísono; habría volado como Icaro hacia el sol si hubiera podido; se sentía como una polilla atraída sin remedio por la llama, con una especie de apetito sexual y espiritual; había empezado a gritar involuntariamente ante aquel fuego, ante tanta belleza. Los habitantes de Terminador lo llamaban el éxtasis solar, una caracterización muy acertada. Miguel lo sentía también: avanzaba hacia el este saltando de piedra en piedra, con los brazos extendidos, como Icaro tratando de alzar el vuelo.
De pronto cayó pesadamente y Zo oyó su grito incluso con el intercomunicador al mínimo. Corrió hacia él y vio su pierna izquierda torcida en un ángulo insólito; también ella gritó entonces y se arrodilló junto a él en el suelo helado. Ayudó a Miguel a levantarse y puso el brazo de él alrededor de sus hombros. Subió el volumen del intercom a pesar de que el hombre se quejaba a voz en grito.
—¡Cállate! —dijo ella—. Concéntrate, presta atención.
Avanzaron a saltos hacia el oeste, hacía el Muro del Amanecer incandescente que se alejaba de ellos. No había tiempo que perder. Cayeron repetidamente, y en la tercera caída el paisaje era ya una cegadora mezcla de blanco y negro inmaculados. Miguel soltó un alarido de dolor y entre jadeos pudo decir:
—¡Vete, Zo, y sálvate! ¡No hay razón para que los dos muramos aquí!
—¡Oh, maldita sea! —exclamó Zo, poniéndose en pie.
—¡Vete!
—¡No me iré! Cállate, cállate un momento, intentaré llevarte en brazos.
Miguel pesaba unos setenta kilos con el traje, calculó ella, así que sería sólo una cuestión de equilibrio. Mientras él balbucía histéricamente «¡Suéltame, Zo, la verdad es hermosa, la hermosura es verdad, eso es todo lo que necesitamos saber», se inclinó y le pasó los brazos por detrás de la espalda y las rodillas, y él chilló de dolor.
—¡Cállate! —gritó Zo—. En este momento ésta es la verdad, y por tanto, hermosa. —Y riéndose echó a correr con él en los brazos.
El cuerpo de Miguel le impedía ver el suelo y la obligaba a mirar la llanura enceguecedora. La marcha era dura; el sudor le inundaba los ojos y en dos ocasiones volvió a caer, pero siguió corriendo a buen paso hacia la ciudad.
De súbito sintió los alfilerazos del sol en la espalda, a pesar del traje aislante. Una descarga abrumadora de adrenalina y la luz la cegó. Estaban en una especie de valle alineado con el amanecer, y poco después alcanzó la zona de sombras, atravesadas aquí y allá por la luz. Ingresaron lentamente en el Terminador propiamente dicho, la penumbra turbada por el fiero resplandor del lejano muro de la ciudad. Zo jadeaba, cubierta de sudor, más por el esfuerzo que por el sol. La visión del arco incandescente sobre la ciudad bastaba para convertirlo a uno al mitraísmo.
Aunque la ciudad estaba sobre ellos, no podían entrar directamente. Tenía que correr, dejarla atrás y alcanzar la siguiente estación subterránea. Avanzó, abismada en la marcha. Los músculos se le agarrotaban. Y allí la tenía, delante, una puerta en una colina detrás de los raíles. Corrió pesadamente sobre el liso regolito y aporreó la puerta hasta que los dejaron entrar en una antecámara, donde les dijeron que quedaban detenidos. Pero Zo se rió de los spasspolizei y se quitó el casco; luego quitó el de Miguel y besó repetidamente al sollozante y torpe joven. En su dolor, él no lo advirtió porque se aferraba a ella como un náufrago a un salvavidas. Ella sólo consiguió soltarse de su abrazo asestándole un golpe en su rodilla herida. Soltó una carcajada ante el aullido de Miguel, y se sintió arrebatada; ¡tanta adrenalina, era tan hermoso, mucho más raro que un orgasmo sexual, y por tanto mas precioso! Volvió a besar a Miguel, besos que él no sintió, y luego se abrió paso entre los spasspolizei reivindicando su estatus diplomático y la necesidad de que se apresuraran.
—Estúpidos, denle algún fármaco —dijo—. Esta noche sale un transbordador para Marte, tengo que irme.
—¡Gracias, Zo! —gritó Miguel—. ¡Gracias! ¡Me has salvado la vida!
—He salvado mi viaje a casa —replicó ella, y rió. Se acercó a él para besarlo una vez más—. ¡Soy yo quien debería darte las gracias por brindarme esta oportunidad! Gracias, gracias.
—¡No, gracias a ti!
—¡No, a ti!
Y a pesar del dolor, él rió.
—Te quiero, Zo.
—Y yo a ti.
Pero si no se apresuraba, perdería el transbordador.
El transbordador era un cohete de pulsofusión y llegarían a la Tierra dos días después. Y con una gravedad decente todo el tiempo, excepto durante la vuelta de campana.
Muchas cosas estaban cambiando debido a este súbito encogimiento del sistema solar. Una pequeña consecuencia era que ya no se necesitaba a Venus como trampolín gravitatorio para los viajes espaciales, y por tanto era pura casualidad que la nave en que viajaba, Nike de Samotracia, pasara tan cerca del planeta en sombras. Zo se unió al resto del pasaje en la gran sala de baile con claraboya y lo observó. Las nubes de la tórrida atmósfera del planeta, un gran círculo gris contra el espacio negro, eran oscuras. La terraformación de Venus avanzaba rápidamente, pues todo el planeta permanecía a la sombra del parasol, que no era sino la vieja soletta de Marte con sus espejos realineados para hacer lo contrario: en vez de dirigir la luz hacia el planeta, la desviaban hacia el exterior. Venus rotaba en la oscuridad.
Ése era el primer paso de un proyecto de terraformación que muchos consideraban insensato. Venus no tenía agua y sí una densa y muy caliente atmósfera de dióxido de carbono, un día más largo que su año y unas temperaturas en superficie que fundirían el plomo y el zinc. Un punto de partida nada prometedor, sin duda, pero iban a intentarlo de todas maneras, pues la humanidad seguía estirando más el brazo que la manga, aunque el brazo fuese casi divino. A Zo le parecía extraordinario. Quienes habían puesto en marcha el proyecto llegaban a afirmar que el proceso sería más rápido que la terraformación de Marte. Lo decían porque la ausencia total de insolación había tenido profundas consecuencias: la temperatura de la densa atmósfera de dióxido de carbono (¡95 bares en la superficie!) había ido bajando a razon de cinco unidades Kelvin anuales durante el medio siglo anterior. Pronto empezaría a caer la «Gran Lluvia», y en unos cientos el dióxido de carbono estaría sobre la superficie del planeta formando glaciares de hielo seco que cubrirían las hondonadas. Llegado ese momento, habría que recubrir ese hielo con una capa aislante de diamante o de roca-espuma, y luego introducir océanos de agua. El agua procedería del exterior, ya que las existencias naturales de Venus sólo alcanzarían a formar una capa de un centímetro o menos. Los terraformadores venusianos, místicos de una nueva clase de viriditas, estaban negociando con la Liga Saturnina por los derechos sobre la luna de hielo Enceledus, que esperaban arrastrar a la órbita venusiana para fundirla en sucesivos pasajes por la atmósfera, lo cual crearía océanos poco profundos sobre aproximadamente un setenta por ciento del planeta, que cubrirían los glaciares cautivos de dióxido de carbono. Quedaría una atmósfera de hidrógeno y oxígeno, se dejaría pasar alguna luz a través del parasol y entonces los asentamientos humanos serían ya factibles en los continentes elevados de Istar y Afrodita. Después de eso, quedarían por resolver los mismos problemas de terraformación a los que se enfrentaba Marte y habría que afrontar los proyectos a largo plazo específicamente venusianos, como eliminar las láminas de hielo carbónico e imprimir al planeta una velocidad de rotación suficiente para darle un ciclo diurno razonable; a corto plazo los días y las noches se regularían utilizando el parasol como una gigantesca ventana veneciana, pero en el futuro preferían no depender de algo tan frágil. Zo se hacía cargo, podía imaginar una tragedia semejante unos siglos después, cuando en Venus hubiera una biosfera y una civilización, y los dos continentes estuvieran habitados, con la Falla de Diana, un hermoso valle, miles de millones de personas y animales, y de pronto, un día, el parasol se tuerce y ssssss, todo un mundo achicharrado. Una perspectiva nada halagüeña. Por eso, antes de la inundación y erosión masivas de la Gran Lluvia, intentaban colocar bandas metálicas como líneas de latitud físicas alrededor del planeta, que luego, cuando una flota de generadores aumentados con energía solar fuese colocada en órbitas fluctuantes alrededor de Venus, constituirían la armadura de un gigantesco motor eléctrico cuyas fuerzas magnéticas originarían el torce que aumentaría la velocidad de rotación. Los creadores del sistema afirmaban que aproximadamente en el mismo tiempo que se tardaría en refrigerar la atmósfera y dejar caer la lluvia el impulso de este «motor Dyson» aceleraría la rotación lo suficiente para crear un día de una semana; y así, dentro de tal vez trescientos años, estarían cultivando en aquel mundo metamorfoseado. La superficie sufriría una erosión terrible, el planeta seguiría teniendo una considerable actividad volcánica, el dióxido de carbono atrapado bajo los mares podría escapar a la menor oportunidad y envenenarlos y esos días largos como semanas los cocerían y congelarían alternativamente; pero allí estarían, contra viento y marea, en un mundo descarnado, desnudo, nuevo.
El plan era descabellado, pero hermoso. Zo contempló con excitación el giboso globo gris a través de la claraboya, horrorizada y admirada, esperando vislumbrar los puntos diminutos de los nuevos asteroides-luna, hogar de los místicos de la terraformación, o quizá la corona de algún reflejo del espejo anular otrora marciano. No hubo suerte y sólo vio el disco grisáceo del lucero de la tarde en sombras, el sello de quienes habían acometido una tarea que hacía pensar la humanidad como una suerte de bacteria-dios que mascaba los mundos, que morían para abonar el terreno de una vida posterior, grandiosamente empequeñecidos en el esquema universal de las cosas por un heroísmo masoquista casi calvinista, una parodia del proyecto de Marte, y sin embargo igualmente magnífico. ¡No eran sino partículas en aquel universo, partículas, pero qué ideas tenían! La humanidad haría cualquier cosa, cualquiera, por una idea.
Incluso visitar la Tierra. Humeante, coagulada, infecciosa, un revuelto hormiguero humano; el continuo pulular frenético en el espantoso amasijo de la historia, la pesadilla hipermaltusiana elevada a la máxima potencia; tórrida, húmeda y pesada, y no obstante, o quizá por eso mismo, un magnífico lugar para visitar. Además, Jackie quería que contactara con un par de personas en la India. Por eso Zo había embarcado en el Nike, y más tarde tomaría un transbordador a Marte desde la Tierra.
Antes de ir a la India hizo su habitual peregrinaje a Creta para ver las ruinas que allí seguían llamando minoicas, aunque en Dorsa Brevia le habían enseñado a llamarlas ariádneas. Al fin y al cabo, Minos había sido el individuo que acabó con el antiguo matriarcado, así que era una de las muchas burlas de la historia que la civilización destruida llevara el nombre de su destructor. Pero los nombres podían cambiarse.
Llevaba un exoesqueleto alquilado, ideado especialmente para los visitantes extraplanetarios oprimidos por la gravedad. La gravedad era destino, decían, y la Tierra tenía mucho destino.
Estos eran semejantes a los de un pájaro, pero sin alas, mallas ajustables que acompañaban el movimiento de los músculos a la vez que sostenían; sujetadores de cuerpo entero en suma. No aliviaban del todo el efecto de la atracción del planeta, porque respirar seguía costando un esfuerzo adicional y sentía los miembros pesados, por así decir, desagradablemente comprimidos por el tejido. Se había acostumbrado a moverse con ellos en anteriores visitas y era un ejercicio fascinante, como levantar pesas, aunque no fuera especialmente de su agrado. Pero era mejor que la alternativa. La había probado también, pero distraía demasiado, impedía ver de verdad, estar allí de verdad.
Paseó entre las ruinas de la antigua Gournia inmersa en el peculiar y de algún modo submarino flujo del traje. Las ruinas de Gournia eran sus preferidas, la única localidad corriente que habían descubierto; los otros yacimientos eran palacios. Del pueblo, probablemente un satélite del palacio de Malia, no quedaba más que un laberinto de muros de piedra de metro y medio de altura cubriendo la cima de una colina que miraba al mar Egeo. Las habitaciones eran muy pequeñas, por lo general de un metro por dos, con estrechos pasillos entre ellas; todo aquello no difería demasiado de las aldeas encaladas que aún salpicaban la campiña. Se decía que Creta había sido duramente castigada por la gran inundación, igual que los ariádneos por la que siguió a la explosión de Thera, y los pequeños y pintorescos puertos pesqueros habían sido anegados en mayor o menor medida, y las ruinas de Malia y Zakros estaban bajo las aguas. Pero lo que Zo veía en Creta era vitalidad imperecedera. Ningún otro lugar de la Tierra había afrontado la explosión demográfica con tanto tino; por toda la isla las aldeas se aferraban a la tierra como colmenas, cubrían colinas, llenaban valles, siempre rodeadas de campos cultivados y huertas entre los que asomaban las calvas cabezas de las colinas, crestas esculpidas que formaban la espina dorsal de la isla. La población sobrepasaba los cuarenta millones y sin embargo la isla apenas había cambiado; había más pueblos, sí, pero habían conservado el estilo de los ya existentes, incluso de los muy antiguos como Gournia o Itanos. Una planificación urbana con una continuidad de cinco mil años que arrancaba de aquella primera cumbre de la civilización, o cumbre final de la prehistoria, tan elevada que hasta la Grecia clásica la vislumbró mil años después, conservada en la tradición oral como el mito de Atlantis, y ahora presente en sus vidas, no sólo en Creta, sino en Marte también. Debido a los nombres usados en Dorsa Brevia y la valoración del matriarcado ariádneo de esa cultura, existían fuertes vínculos entre ambos lugares; muchos marcianos visitaban Creta; había hoteles, a escala mayor, para acomodar a los jóvenes peregrinos de elevada estatura que visitaban los lugares santos: Faistos, Gournia, Itanos, las sumergidas Malia y Zakros, e incluso la ridicula «reconstrucción» de Knossos. Iban a ver cómo había empezado todo en la mañana del mundo. También Zo, envuelta en la azul luminosidad egea, recorriendo un pasadizo de piedra de cinco mil años de antigüedad, sentía que aquella grandeza se filtraba a través de las esponjosas piedras rojas que pisaba y le alcanzaba el corazón. Una nobleza que nunca tendría fin.
Para Zo, el resto de lo que en la Tierra le importaba era Calcuta. Bueno, no exactamente así, pero Calcuta era insustituible. Una humanidad fétida en su más alto grado de compactación; en cuanto salía de la habitación nunca tenía menos de quinientas personas a la vista, y por lo general, unos cuantos miles. La visión de toda esa vida en las calles proporcionaba una alegría monstruosa: un mundo de enanos que en cuanto la veían se congregaban a su alrededor como polluelos. Aunque Zo tenía que admitir que la actitud de las masas obedecía más a la curiosidad que al hambre; y se interesaban más en su exoesqueleto que en ella. Y no parecían del todo infelices, delgados pero no demacrados, a pesar de vivir en las calles, que se habían convertido en cooperativas: la gente las arrendaba, las barría, regulaba los millones de pequeños mercados, cultivaba cada plaza y dormía en ellas. Así era la vida en la Tierra a finales del holoceno. Después de Ariadna, la caída había sido continua.
Zo fue a Prahapore, un enclave en las colinas al norte de la ciudad. Allí estaba uno de los espías terranos de Jackie, en una atestada residencia de agobiados funcionarios que vivían delante de las pantallas y dormían bajo las mesas. El contacto de Jackie era una programadora-traductora que dominaba el mandarín, el urdú, el dravídico y el vietnamita, además de su hindi nativo y del inglés. Era una pieza clave en una amplia red de escuchas y mantenía a Jackie al tanto de las conversaciones entre India y China sobre Marte.
—Naturalmente enviarán más gente a Marte —le dijo la corpulenta mujer a Zo en cuanto hubieron salido al pequeño jardin—. Es así. Pero tengo la impresión de que los dos gobiernos creen que sus problemas demográficos alcanzarán una solución a largo plazo. Nadie espera tener más de un hijo. Y no sólo por ley, pues también lo dicta la tradición.
—La ley uterina —comentó Zo.
La mujer se encogió de hombros.
—Seguramente. Una tradición arraigada, de cualquier modo. La gente mira alrededor y comprende el problema. Esperan recibir el tratamiento de longevidad y el implante de esterilización al mismo tiempo. En India, se sienten afortunados si les dan permiso para que les quiten los implantes, y después del primer hijo esperan la esterilización definitiva. Incluso los fundamentalistas hindúes lo han aceptado, pues la presión social era excesiva. Y los chinos llevan siglos practicándolo.
—Entonces Marte tiene menos que temer de ellos de lo que Jackie piensa.
—Bueno, siguen con la intención de enviar emigrantes, forma parte de la estrategia general. Y la resistencia a la ley de hijo único es fuerte en algunos países católicos y musulmanes; además, a varias naciones les gustaría colonizar Marte como si estuviera vacío. La amenaza se desplaza ahora de India y China a las Filipinas, Brasil y Pakistán.
—Humm —murmuró Zo. Hablar de emigración siempre le producía una sensación opresiva. Amenazada por los lémmings—. ¿Qué me dice de las ex metanacs?
—El Ge Once está reagrupandose para apoyar a las viejas metanacionales más fuertes, y buscarán lugares donde afianzarse. Son infinitamente más débiles que antes de la inundación, pero siguen teniendo mucha influencia en Norteamérica, Rusia, Europa y Sudamérica. Dígale a Jackie que vigile los movimientos de Japón en los próximos meses, comprenderá a qué me refiero.
Conectaron las consolas de muñeca para que la mujer hiciera una transferencia segura de información a Jackie.
—Muy bien —dijo Zo. De pronto se sentía cansada, como si un hombre pesado se hubiese metido en el exoesqueleto con ella e intentara arrastrarla hacia abajo. La Tierra y su gravedad. Algunos decían que les gustaba el peso, como si lo necesitaran para convencerse de que eran reales. No era el caso de Zo. La Tierra era el exotismo por definición, y muy interesante, pero de pronto anheló estar en casa. Desconectó la consola imaginando ese perfecto término medio, ese equilibrio entre voluntad y carne: la exquisita gravedad de Marte.
Tras el descenso en el ascensor espacial desde Clarke, viaje que duraba más que el vuelo desde la Tierra, al fin puso los pies en el único mundo real, Marte el magnífico.
—No hay nada como el hogar —dijo Zo a la gente que esperaba en la estación de Sheffield, y luego se sentó feliz en el tren, que siguió las pistas que descendían por Tharsis y enfiló hacia el norte, hacia el Mirador de Echus.
La pequeña ciudad había crecido desde sus tímidos comienzos como cuartel general de la terraformación, pero no demasiado; quedaba fuera de las rutas transitadas y había sido excavada en la empinada pared oriental de Echus Chasma, de manera que de sus tres kilómetros verticales apenas eran visibles una pequeña franja en el altiplano de la cima y otra en la base, casi como dos pueblos separados conectados por un metro vertical. De hecho, de no ser por los aviadores, el Mirador de Echus pronto habría caído en la categoría de monumento histórico aletargado, como la Colina Subterránea o Senzeni Na, o los escondites helados del sur. Pero la pared oriental de Echus Chasma se encontraba en la ruta de los vientos del oeste que descendían por la Protuberancia de Tharsis, y al tropezar con ella se formaban poderosas corrientes ascendentes, un paraíso para los hombres pájaro.
Zo debía ir a informar a Jackie y los apparatchiks de Marte Libre que trabajaban para ella, pero antes de enredarse en todo eso quería volar. Comprobó el estado de su viejo traje de halcón de Santorini, en el depósito del aeródromo, y después se lo enfundó, sintiendo la musculosa textura del exoesqueleto flexible. Avanzó por la pista arrastrando las plumas caudales hasta llegar al borde, la Plataforma de Picados, un saliente natural que habían alargado añadiéndole una plancha de hormigón. Se asomó y estudió el suelo de color ocre de Echus Chasma, tres mil metros más abajo, y con la habitual descarga de adrenalina se precipitó al abismo. Caía de cabeza y el viento embestía su casco con un penetrante bramido cuando alcanzó la velocidad terminal; entonces extendió los brazos y el traje se endureció y ayudó a sus músculos a mantener desplegadas las hermosas alas, y con un fuerte estampido del viento viró y ascendió hacia el sol. La corriente la impulsaba con fuerza; con un movimiento coordinado de brazos y pies frenó la ascensión, y revoloteando en círculos contempló el acantilado y el fondo del abismo. Zo el halcón volaba, libre y salvaje. Reía de felicidad y la gravedad barría rápidamente sus lágrimas en las gafas.
El espacio sobre Echus estaba casi vacío aquella mañana. Después de cabalgar en la corriente ascendente, muchos aviadores volaban hacia el norte o descendían por alguna de las grietas del acantilado, donde la corriente más débil les permitía lanzarse en veloces picados. Zo también lo haría. Cuando alcanzó los cinco mil metros sobre el Mirador, inhalando el oxígeno puro del sistema de respiración de su casco, volvió la cabeza a la derecha, inclinó el ala derecha y se lanzó contra el viento, que la sometió a un masaje ligeramente sensual acentuado por el traje. No había más sonido que el estridente aullido del viento en las alas. El traje se ajustaba como un guante, lo había utilizado durante tres años marcianos antes de viajar a Mercurio. Era estupendo volver a llevarlo.
Se acercó a una cometa y luego realizó la maniobra llamada Caída de Jesús. Mil metros más abajo plegó las alas y empezó a impulsarse con las piernas como un delfín, para acelerar la caída; el viento chillaba, y cuando pasó el borde del acantilado superaba con creces la velocidad terminal. El borde era la señal para empezar a enderezarse, porque a pesar de la gran profundidad del abismo, el suelo se abalanzaba sobre uno como una bofetada, e incluso con mucha fuerza y destreza se necesitaba bastante espacio para salir del picado a tiempo. Arqueó la espalda, desplegó las alas y la tensión de los pectorales y los bíceps fue tremenda a pesar de la ayuda del traje. Bajó los alerones de cola, y con cuatro aleteos vigorosos sobrevoló el suelo arenoso del abismo; habría podido pillar un ratón al paso.
Viró y se dejó elevar por la corriente hacia las altas formaciones de nubes. Era muy placentero dar tumbos y jugar con el viento errático. Aquél era el sentido último de la vida, el propósito del universo: el goce puro, la ausencia del yo, la mente como mero espejo del viento. Según decían, volaba como un ángel, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez.
Volvió a la realidad y descendió hacia el Mirador, pues tenía los brazos cansados. De pronto descubrió un halcón y decidió seguirlo. Como la mayoría de los aviadores, lo observó con la atención de un ornitólogo, imitando cada giro y cada aleteo, tratando de emular la sabiduría de su vuelo. Ocurría a veces que un halcón sobrevolaba inocentemente el acantilado en busca de comida seguido de toda una escuadrilla de aviadores ansiosos por aprender. Era divertido.
Se transformó en la sombra del ave, girando cuando ella lo hacía, imitando la disposición de las alas y la cola. La criatura tenía un dominio del aire que Zo nunca conseguiría. Aunque podía intentarlo: el sol radiante entre las nubes veloces, el cielo índigo, el viento contra su cuerpo, la sensación orgásmica en la boca del estómago cuando se lanzaba en picado… momentos eternos de inconsciencia. El tiempo más puro y mejor empleado por un humano.
Pero el sol siguió su curso hacia el oeste y ella se sintió sedienta, así que dejó al halcón y descendió describiendo perezosas y amplias eses hasta el Mirador, y remató su aterrizaje con un aleteo y un paso, en el verde Kokopelli, como si nunca hubiera alzado el vuelo.
El barrio que había detrás del aeródromo, llamado La Cubierta, era un amasijo de dormitorios y restaurantes baratos frecuentados casi exclusivamente por aviadores, que comían, bebían, merodeaban, hablaban, bailaban y buscaban pareja para la noche. Y allí estaban sus amigos alados, Rose, Imhotep, Ella y Estavan, reunidos en el Adler Hofbrauhaus, muy animados y encantados de tener a Zo de nuevo entre ellos. Tomaron una copa para celebrar el reencuentro y después fueron al Mirador del Mirador y se sentaron en la balaustrada; se pusieron al corriente de los chismes, pasándose una gran pipa cargada de pandorfo, haciendo comentarios soeces a propósito de la gente que desfilaba abajo y saludando a gritos a los amigos entre el gentío.
Después dejaron el Mirador del Mirador y se adentraron en la abarrotada Cubierta, y bar a bar fueron progresando lentamente hacia los baños. Se amontonaron en el vestuario, se desnudaron y vagaron por las salas oscuras, humeantes y cálidas, ora juntos, ora separados, manteniendo relaciones sexuales con extraños apenas entrevistos. Zo fue llegando al orgasmo a través de varios amantes, ronroneando de placer a medida que su cuerpo se cerraba sobre sí mismo y su mente vagaba lejos. Sexo, sexo, no había nada como el sexo excepto volar, que se le parecía mucho: el éxtasis del cuerpo, un eco del Big Bang, aquel primer orgasmo. El regocijo de ver las estrellas a través de la claraboya del techo, de sentir el calor del agua y un éxtasis sexual continuado. Más tarde Zo se dirigió al bar, donde encontró a los otros. Estavan afirmaba en ese momento que el tercer orgasmo de la noche era el mejor, pues permitía una aproximación exquisitamente dilatada al climax y dejaba aún una buena cantidad de semen por eyacular.
—Después sigue estando bien, pero hay que hacer un esfuerzo para arrancar y no se alcanza ni de lejos la calidad del tercero. —Zo y las otras mujeres coincidieron en que en eso, como en muchas otras cosas, las mujeres eran superiores: en una noche en los baños tenían varios orgasmos extraordinarios, que no podían compararse sin embargo con el status orgasmus, un éxtasis continuo que podía prolongarse media hora sí una tenía suerte y el compañero era hábil. Era todo un arte, que estudiaban con dedicación: tenían que estar excitadas pero no en exceso, en el seno de un grupo pero no en una multitud… En los últimos tiempos habían adquirido gran pericia, le dijeron a Zo, y ella exigió pruebas.
—Vamos, quiero que me entabléis. —Estavan silbó y abrió la marcha hasta una sala con una gran mesa que sobresalía del agua. Imhotep se tendió de espaldas sobre la mesa, pues sería el colchón de Zo en la sesión; los demás la alzaron, también de espaldas, la tendieron sobre Imhotep y con bocas, manos y genitales establecieron contacto con cada milímetro de la piel de Zo; pronto formaron una masa indiferenciada de sensaciones eróticas. Zo ronroneaba ruidosamente, y cuando el orgasmo se acercaba se arqueó y la violencia del espasmo la separó de Imhotep. Los demás siguieron atormentándola sutilmente, sin soltarle las manos, y de pronto ella voló y el contacto de un dedo bastó para mantener el éxtasis. Al fin gritó «¡No puedo más!» y ellos rieron y dijeron «Sí, sí puedes», y continuaron hasta que los músculos de su estómago se encogieron y rodó a un costado de Imhotep. Estavan y Rose la sostuvieron, porque no se tenía en pie. Alguien dijo que la habían mantenido en vuelo veinte minutos, aunque a ella le habían parecido dos, o una eternidad. Tenía la musculatura abdominal dolorida, igual que los muslos y el trasero—. Necesito un baño frío —dijo, y se arrastró hasta la bañera de la habitación contigua.
Ya no quedaba nada interesante en los baños. Ulteriores orgasmos le dolerían. Ayudó a entablar a Estavan y Jerjes, y después a una mujer delgada que no conocía, y se divirtió mucho, pero luego aquello empezó a aburrirla. Carne, carne, carne. Después de una sesión en la mesa, uno podía sumergirse en el placer o hastiarse de tanta carne, pelo, piel, interiores y exteriores.
Se vistió y salió. El sol matinal brillaba sobre las desnudas planicies de Lunae. Avanzó como flotando por las calles vacías hasta el hotel, relajada, purificada y adormecida. Un copioso almuerzo y caería en un delicioso sueño.
Pero en el restaurante del hotel la esperaba Jackie.
—Que me aspen si no es nuestra Zoya. —Zo siempre había odiado ese nombre, que ella misma había escogido.
—¿Me has seguido hasta aquí? —preguntó Zo, sorprendida. Jackie parecía disgustada.
—Recuerda que también es mi cooperativa. ¿Por qué no fuiste a informar en cuanto llegaste?
—Quería volar.
—Ésa no es excusa.
—No me estoy excusando.
Zo fue hasta el bufé, llenó un plato de huevos revueltos y bollos, regresó a la mesa de Jackie y la besó en la coronilla antes de sentarse.
—Tienes buen aspecto.
Parecía más joven que Zo, que siempre estaba bronceada y por tanto arrugada, aunque más que joven se la veía bien conservada, como una hermana gemela de Zo embotellada durante algún tiempo y decantada recientemente. Su madre nunca le había dicho cuántas veces se había sometido al tratamiento gerontológico, pero Rachel le había confiado que probaba continuamente nuevas variantes, que aparecían a razón de dos o tres por año, y no dejaba pasar más de tres años sin recibir el paquete básico. Rondaba su quinta década marciana, pero se habría dicho que tenía la edad de Zo de no ser por ese aire de conserva, no tanto del cuerpo como del espíritu: algo en la mirada, una cierta dureza y tirantez, una cierta fatiga o hastío. Costaba mucho esfuerzo ocupar la posición de mujer alfa año tras año, y esa lucha heroica había dejado huellas visibles en su tersa tez de bebé aunque seguía siendo una beldad. Pero envejecía. Pronto los hombres jóvenes que la rodeaban dejarían de bailar al son que ella tocaba y se marcharían.
Entre tanto seguía conservando una gran presence, y en ese momento parecía bastante enfadada. La gente apartaba los ojos como si su mirada pudiera fulminarlos, y a Zo se le escapó una carcajada. No era la manera más educada de recibir a su amada madre, pero ¿qué otra cosa podían hacer? Estaba demasiado relajada para irritarse.
Sin embargo había sido un error reírse de ella. Jackie la miró con frialdad hasta que Zo se serenó.
—Cuéntame lo ocurrido en Mercurio. Zo se encogió de hombros.
—Te lo dije. Aún creen que el sol es de su propiedad y que pueden venderlo al sistema exterior, y se les ha subido a la cabeza.
—Supongo que la energía solar que almacenen seguirá interesando a otros planetas.
—La energía siempre es útil, pero los satélites exteriores ya son capaces de generar la que necesitan.
—Lo cual sólo deja los metales a la gente de Mercurio.
—Así es.
—Pero ¿qué piden por ellos?
—Todos quieren la independencia. El tamaño de esos pequeños mundos les impide ser autosufícientes y los obliga a comerciar con lo que tienen para conservar la independencia. Mercurio tiene sol y metales; los asteroides, metales; los satélites exteriores, gases como mucho. De modo que venden sus recursos y buscan alianzas para evitar caer bajo el dominio de la Tierra o de Marte.
—No se trata de dominación.
—Naturalmente —dijo Zo con expresión seria—. Pero, ya se sabe, los planetas grandes…
—Son grandes, comprendo. Pero muchos pequeños juntos hacen algo grande.
—¿Y quién va a unirlos? —preguntó Zo.
Jackie hizo caso omiso de la pregunta. La respuesta era obvia de todas maneras: ella los uniría. Su madre se había embarcado en una larga guerra contra varias fuerzas terranas por el control de Marte; intentaba evitar que el inmenso mundo natal los inundara, y a medida que la civilización se dispersaba por el sistema solar utilizaba los nuevos asentamientos como peones. Y si conseguía los suficientes desnivelaría la balanza.
—No hay motivo para preocuparse por Mercurio —la tranquilizó Zo—. Es un callejón sin salida, una pequeña ciudad de provincias gobernada por un culto. Nunca será un gran núcleo habitado, nunca. Es decir que aunque se pusieran de nuestro lado, no tendrían ningún peso.
El rostro de Jackie adoptó su expresión de hastío, como si el análisis de la situación hecho por Zo fuese infantil, como si existieran ocultas fuentes de poder político en Mercurio, en todas partes. Zo no dejó traslucir su irritación.
Antar entró en el restaurante, buscándolas. Al verlas sonrió y se acercó, besó a Jackie brevemente y a Zo con más largueza, y después deliberó en susurros con Jackie. Cuando todo estuvo dicho Jackie lo despidió.
Zo advirtió una vez más las ansias de poder de su madre, manifiestas por ejemplo en las continuas órdenes gratuitas a Antar; esa ostentación se advertía en muchas nisei, sobre todo en las que habían crecido en patriarcados y ahora reaccionaban con virulencia. Esas mujeres no comprendían que aquellas cuestiones carecían ya de importancia, que acaso nunca la habían tenido, que el patriarcado nunca había escapado de las garras de la ley uterina de Kegel, un poder biológico que ninguna fuerza política doblegaría nunca. El dominio femenino del placer sexual masculino, de la vida, eran realidades indiscutibles para los patriarcas a pesar de la represión; y su miedo a la mujer se expresaba de infinitas maneras: la ocultación, la ablación del clítoris, los pies vendados y cosas por el estilo. Un asunto feo, una última trinchera defensiva, desesperada y despiadada, que durante un tiempo había funcionado, pero que al fin había saltado por los aires sin dejar huella. Ahora los pobres tipos tenían que valerse por sí mismos, y les costaba. Las mujeres como Jackie andaban arreándolos con látigos, y además disfrutaban haciéndolo.
—Quiero que visites el sistema uraniano —dijo Jackie—. Acaban de instalarse y quiero sujetarlos cuanto antes. De paso podrías dar un toque de atención a los galileos; parece que están descarriándose.
—Tendría que hacer algo en la cooperativa, o será demasiado obvio que no es más que una tapadera —dijo Zo.
Después de muchos años viviendo en una cooperativa de salvajes de Lunae, Zo se había incorporado a una de las que servían de tapadera a las actividades de Marte Libre y permitía a Zo y otros agentes secretos trabajar para el partido sin que se notara que ésa era su actividad principal. La cooperativa construía e instalaba pantallas de cráter, pero hacía más de un año que no trabajaba con ellos.
Jackie asintió.
—Dedícale algún tiempo, y luego te tomas otro permiso. Dentro de un mes más o menos.
—Muy bien.
Zo tenía mucho interés en visitar los satélites exteriores, de modo que no le costó mucho acceder, pero evidentemente a Jackie ni se le había pasado por la cabeza que pudiera negarse, pues no era una persona muy imaginativa. No cabía duda de que su padre era la fuente de las cualidades opuestas de Zo, ka lo bendijera. Aunque no quería conocer su identidad, que a esas alturas sólo habría supuesto más trabas a su libertad, sentía una enorme gratitud hacia él por darle sus genes, que la habían salvado de ser otra Jackie.
Zo se levantó, incapaz de soportar mas tiempo a su madre.
—Pareces cansada y yo estoy muerta —dijo. La besó en la mejilla y mientras se dirigía a la salida añadió—: Te quiero. Quizá deberías plantearte recibir el tratamiento de nuevo.
La cooperativa de Zo tenía su sede en el cráter Moreux, en las Protonilus Mensae, entre Mángala y Punto Bradbury, un gran cráter en la extensa pendiente del Gran Acantilado en su caída hacia la península del Estrecho de Boone. La cooperativa desarrollaba nuevas variedades de redes moleculares para reemplazar el viejo material de las tiendas. La malla que habían instalado sobre Moreux era su última creación: el polihidroxibutirato plástico de sus fibras procedía de soja manipulada genéticamente para que produjera el PHB en sus cloroplastos. La malla soportaba el equivalente a una capa de inversión diaria, lo que hacía que el aire del interior del cráter fuese un treinta por ciento más denso y considerablemente más cálido que el exterior. Aquellas mallas hacían más fácil la dura transición de los biomas de la tienda al exterior, y cuando se instalaban permanentemente creaban benignos mesoclimas en latitudes o alturas elevadas. Moreux estaba a 43 grados norte, y los inviernos fuera del cráter siempre serían crudos. La malla les permitía mantener bosques templados de altura con un exótico abanico de plantas procedentes de los volcanes de África oriental, Nueva Guinea y el Himalaya manipuladas genéticamente. En verano, en el fondo del cráter los días eran tórridos, y el perfume de los extraños y erizados árboles floridos llenaba el aire.
Los habitantes de Moreux vivían en amplios apartamentos excavados en el arco norte del borde, cuatro niveles con anchos ventanales que miraban sobre las verdes frondas del bosque de la pendiente del Kilimanjaro. Los balcones eran abrasados por el sol en invierno y disfrutaban de la protección de emparrados de enredaderas en verano, cuando las temperaturas diurnas alcanzaban los 305° kelvins, y la gente hablaba de cambiar la malla por una más tosca que permitiera escapar el aire caliente, o incluso diseñar un sistema para retirarla durante el verano. Zo pasaba casi todo el día trabajando duramente en la ladera o bajo ella para justificar su partida hacia los satélites exteriores. Esta vez el trabajo era interesante e incluía largos viajes subterráneos por túneles mineros siguiendo vetas y estratos en la antigua falda del cráter. El impacto había originado numerosas rocas metamórficas útiles, y abundaban los minerales precursores de los gases de invernadero. Así pues, además de la extracción, la cooperativa desarrollaba nuevos métodos de minería que, sin alterar la superficie, permitieran la explotación intensiva del regolito, y que esperaban comercializar en breve. Los robots se encargaban de la mayor parte del trabajo subterráneo, pero siempre había actividades que sólo los humanos podían realizar, circunstancia corriente en la minería. A Zo la satisfacía profundamente cavar en el oscuro mundo submarciano, pasarse el día en las entrañas del planeta entre grandes placas de roca en cuyas toscas paredes negras centelleaban los cristales bajo los potentes focos, estudiar las muestras y explorar las nuevas galerías, bosques de pálidos pilares de magnesio colocados por las excavadoras robóticas, trabajar como un troglodita en busca de raros tesoros subterráneos y luego salir de la cabina del ascensor parpadeando ante el súbito resplandor del atardecer, que se teñía de bronce, salmón o ámbar a medida que el sol transitaba por el cielo púrpura como un viejo amigo que los calentaba mientras subían cansados hasta el portón del borde, desde donde divisaban el bosque circular de Moreux, abajo, un mundo perdido, hogar de jaguares y buitres. Una vez dentro de la malla, se descendía con un tranvía, pero Zo solía ir a la casa del portón, se ponía su traje de pájaro, se lanzaba desde la pista y volaba en lentas espirales descendentes hasta la zona norte del arco de la ciudad, donde cenaba en una terraza rodeada de loros, cotorritas y cacatúas que trataban de conseguir algo de comida. No estaba mal para ser un trabajo. Dormía bien.
Cierta vez un grupo de ingenieros atmosféricos fue a comprobar cuánto aire escapaba a través de la malla en un día de pleno verano. Había muchos ancianos en el grupo, gente con los ojos marchitos y el aire difuso de los areólogos que han pasado demasiado tiempo en trabajos de campo. Uno de ellos era el mismísimo Sax Russell, un hombre pequeño y calvo de nariz torcida y piel tan arrugada como la de las tortugas que pululaban por el suelo del cráter. Zo no podía dejar de mirarlo: era una de las figuras más importantes de la historia marciana. Era curioso que alguien saliera de los libros y la saludara, como si George Washington o Arquímedes fueran a pasar por allí al momento siguiente, como si el pasado tendiera su mano muerta sobre ellos, pasmado ante los últimos avances.
Russell ciertamente parecía pasmado; no perdió el aire de aturdimiento en toda la reunión de orientación, dejó las preguntas atmosféricas para sus colegas y se pasó el tiempo mirando el bosque. Durante la cena alguien le presentó a Zo, y él parpadeó con la oscura astucia de una tortuga.
—Yo fui uno de los maestros de tu madre.
—Lo sé.
—¿Me llevarías a ver el fondo del cráter?
—Normalmente lo sobrevuelo —contestó Zo, sorprendida.
—Esperaba poder caminar un poco —insistió el, y la miró parpadeando.
La novedad era tan valiosa que accedió a acompañarlo.
Salieron con el fresco de la mañana y avanzaron bajo la sombra del borde oriental. Las ramas de balsa y saal se entrecruzaban en lo alto formando una elevada bóveda donde los lémures gritaban y saltaban. El anciano caminaba despacio, observando a las despreocupadas criaturas del bosque, y hablaba sólo para preguntarle a Zo el nombre de los distintos heléchos y árboles. Ella sólo podía identificar las aves.
—Los nombres de las plantas me entran por un oído y me salen por el otro, lo siento —admitió sin empacho.
El hombre frunció el entrecejo.
—Creo que eso me ayuda a verlas mejor —añadió ella.
—¿De veras? —Él miró alrededor, como para probar.— ¿Significa eso que miras de distinto modo aves y plantas?
—Son diferentes. Los pájaros son mis hermanos, tienen que tener nombres. Forma parte de ellos. Pero esto… —señaló con un ademán las frondas verdes que los rodeaban, heléchos gigantescos bajo los erizados árboles en flor— esto no tiene nombre. Se los ponemos, pero en verdad no son suyos.
Esas palabras dejaron a Sax pensativo.
—¿Por dónde vuelas? —preguntó después de que hubieran avanzado un kilómetro por el sendero cubierto de maleza.
—Por todas partes.
—¿Hay algún lugar que prefieras?
—Me gusta el Mirador de Echus.
—¿Buenas corrientes ascendentes?
—Excelentes. Estuve allí hasta que Jackie cayó sobre mí y me puso a trabajar.
—¿No es ése tu trabajo?
—Sí, claro, pero mi cooperativa tiene horarios flexibles.
—Ah. Entonces ¿te quedarás aquí un tiempo?
—Sólo hasta que parta el transbordador para Galileo.
—¿Es que te propones emigrar?
—No, no. Es una misión diplomática.
—Ah. ¿Visitarás Urano?
—Sí.
—Me gustaría ver Miranda.
—A mí también. Ésa es una de las razones por las que voy.
—Ah.
Cruzaron un arroyo poco profundo pisando sobre las piedras planas que asomaban. Piaban los pájaros y zumbaban los insectos, y el sol inundaba el cuenco del cráter, pero bajo la bóveda verde aún hacía fresco y columnas e hilos paralelos de luz dorada atravesaban oblicuamente el aire. Russell se acuclilló para mirar el agua del arroyo que acababan de cruzar.
—¿Cómo era mi madre de niña? —inquirió Zo.
—¿Jackie? —dijo Russell. Parecía haberse sumido en sus pensamientos, y justo cuando Zo concluía exasperada que el hombre había olvidado la pregunta, contestó—: Era una corredora muy veloz. Hacía muchas preguntas. Por qué, por qué, por qué. Me gustaba eso. Creo que era la mayor de aquella generación de ectógenos. La líder, en cualquier caso.
—¿Estaba enamorada de Nirgal?
—No lo sé. ¿Por qué, es que conoces a Nirgal?
—Me parece que sí. Lo encontré una vez, con los salvajes. ¿Y qué me dice de Peter Clayborne, estaba enamorada de él?
—¿Enamorada? Más tarde, tal vez. Ya mayores. En Zigoto, no lo sé.
—No es usted de mucha ayuda.
—No.
—¿Es que ha olvidado todo aquello?
—No, en absoluto, pero es difícil de describir. Recuerdo que Jackie me preguntó por John Boone, igual que tú me has preguntado por ella. Más de una vez. Se enorgullecía de ser su nieta, estaba orgullosa de él.
—Aún lo está. Y yo de ella.
—Y… recuerdo que una vez lloró.
—¿Por qué? ¡Y no me diga que no lo sabe!
Sorprendido, no contestó en seguida, pero al fin la miró con una sonrisa casi humana y dijo:
—Estaba triste.
—Porque su madre se había ido. Esther, ¿no?
—Exacto.
—Kasei y Esther se separaron y Esther se marcho a… no sé adonde, pero Kasei y Jackie se quedaron en Zigoto. Un día ella vino a la escuela temprano, un día que yo daba clase. Preguntaba siempre el por qué de muchas cosas, y ese día también lo hizo, pero sobre Kasei y Esther. Y entonces se echó a llorar.
—¿Qué le dijo?
—No lo sé… Nada, supongo. No sabía qué decirle. Humm… pensaba que tal vez habría debido irse con Esther. El vínculo con la madre es esencial.
—No me venga con ésas.
—¿No estás de acuerdo? Creía que ustedes los jóvenes nativos eran todos sociobiólogos.
—¿Qué es eso?
—Humm… alguien que cree que la mayor parte de las características culturales tienen una explicación biológica.
—En ese caso, no lo soy. Somos mucho más abiertos. La maternidad puede ejercerse de muchas maneras, y algunas madres no son más que incubadoras.
—Supongo que…
—Créame.
—…pero Jackie lloró.
Siguieron caminando en silencio. Como muchos cráteres grandes, Moreux tenía numerosos cauces cuneiformes que convergían en una ciénaga y lago centrales. En este caso el lago era pequeño y tenía forma de riñon, y ceñía unos montículos toscos e irregulares. Zo y Russell dejaron atrás la bóveda del bosque siguiendo el difuso sendero, que pronto se desvaneció bajo la densa hierba elefante, y de no ser por el arroyo, que serpenteaba entre la hierba hacia una pradera y el lago pantanoso, se habrían extraviado. Incluso la pradera estaba invadida por la hierba elefante, grandes matas circulares que se elevaban muy por encima de sus cabezas y a menudo les impedían ver otra cosa que no fuera el cielo. Las largas hojas centelleaban bajo el lila del mediodía. Russell avanzaba a trompicones muy por detrás de Zo, mirando en derredor, y la hierba se reflejaba en sus redondas gafas de espejo. Parecía perplejo, maravillado por cuanto le rodeaba, y murmuraba para una vieja consola de muñeca que le colgaba de la muñeca.
En un meandro del lago encontraron una playa de guijarros y arena fina, y después de comprobar con un palo que no había arenas movedizas, Zo se despojó de su sudada camiseta y se metió en el agua, fresca y límpida a unos metros de la orilla. Buceó, nadó, tocó el fondo con la cabeza. En una zona de aguas profundas asomaba un bloque de piedra y trepó a él para utilizarlo como trampolín. Se lanzaba de cabeza y daba una vuelta de campana justo después de penetrar en el agua. Esa rápida pirueta, difícil y sin gracia en el aire, le proporcionaba un ligero estremecimiento de placer ingrávido en la boca del estómago, la sensación más cercana al orgasmo que había experimentado en actividades no sexuales. Repitió el salto varias veces, hasta que la sensación se amortiguó y empezó a sentir frío. Salió del agua y se tendió en la arena, y el calor de ésta y la radiación solar la envolvieron. Un orgasmo de verdad habría sido perfecto, pero a pesar de que yacía tendida ante él como un mapa sexual, Russell seguía sentado en la orilla con las piernas cruzadas, al parecer absorto en el barro, sin más atuendo que las gafas de sol y la consola de muñeca. Un pequeño primate, bronceado, calvo y arrugado como un higo, la imagen que ella tenía de Gandhi o del homo habilis. Eso casi lo hacía sexualmente atractivo, tan anciano y pequeño, como el macho de alguna especie de tortugas sin caparazón. Apartó la rodilla a un lado y se arqueó en una inconfundible postura de ofrecimiento; su vulva expuesta ardía bajo el sol.
—Este bioma es sorprendente —comentó él—. Nunca había visto nada semejante.
—Humm.
—¿Te gusta?
—¿Que si me gusta? Supongo que sí. Hace demasiado calor y hay demasiada vegetación, pero es interesante. Algo distinto.
—Entonces no tienes nada que objetar. No eres una roja.
—¿Una roja? —Rió.— No, soy una whig.
—¿Quieres decir que rojos y verdes no constituyen ya una división política? —preguntó él pensativo.
Ella señaló la hierba elefante y los árboles de saal que rodeaban la pradera.
—¿Cómo podrían seguir existiendo?
—Qué interesante. —Carraspeó y luego preguntó:— Cuando viajes a Urano, ¿invitarías a una amiga mía?
—Tal vez —dijo Zo, y desplazó ligeramente las caderas hacía atrás.
Él captó la indirecta y tras una vacilación se inclinó hacia delante, y empezó a masajear el muslo que tenía más cerca. A Zo le pareció que la estaban acariciando las diminutas manos de un modo hábil y experto, que empezaron a merodear por el vello pubico, actividad que parecía agradarle, porque la repitió varias veces y le provocó una erección, que ella fomentó hasta alcanzar el orgasmo. No era lo mismo que ser entablada, pero cualquier orgasmo era bueno, sobre todo bajo una tórrida lluvia de sol. Y aunque las caricias de Russell eran muy básicas, él no manifestaba ese anhelo de afecto simultáneo propio de tantos viejos, un sentimentalismo que impedía los placeres intensos que podían alcanzar dos personas por separado. Cuando dejó de temblar, rodó sobre un costado y tomó el miembro erecto de Russell con la boca, un índice que ella podía envolver enteramente con la lengua, mientras le ofrecía una buena vista de las espléndidas y estrictas formas de su cuerpo. Sus caderas eran tan anchas como los hombros de él. Continuó con la labor de su vagina dentata… Eran tan absurdos esos mitos engendrados por los temores patriarcales… Los dientes eran del todo superfluos, ¿acaso necesitaba dientes una pitón, necesitaba una trituradora de roca dientes? Bastaba con agarrar a las infelices criaturas por la polla y succionar y estrujar hasta que gimoteaban, ¿y qué podían hacer ellos? Podían intentar mantenerse fuera de esa trampa en la que deseaban estar, y así quedaban atrapados en una patética confusión. Y siempre estaba el riesgo de los dientes; lo mordisqueó para recordárselo y luego lo dejó correrse. Los hombres tenían suerte de no ser seres telepáticos.
Después tomaron otro baño y compartieron la hogaza de pan que él había traído en la mochila.
—¿Era un ronroneo lo que he oído antes? —preguntó Sax.
—Aja.
—¿Has hecho que te inserten ese rasgo? Ella asintió y tragó.
—La última vez que recibí el tratamiento.
—¿Los genes proceden de los gatos?
—De los tigres.
—Ah.
—Sólo produce un cambio menor en la laringe y las cuerdas vocales. Debería probarlo, es muy agradable.
El parpadeó pero no respondió.
—A ver, ¿quién es esa amiga para llevar a Urano?
—Ann Clayborne.
—¡Ah! Su vieja Némesis.
—Algo parecido, sí.
—¿Qué le hace pensar que irá?
—Puede que no quiera, puede que sí. Michel dice que está probando cosas nuevas, y creo que Miranda le resultaría interesante. Una luna destrozada por un impacto que se ha vuelto a aglutinar, luna y proyectil juntos. Es algo que me gustaría que viera. Toda esa roca, ya sabes. Ella ama la roca.
—Eso he oído.
Russell y Clayborne, el verde y la roja, dos de los más famosos antagonistas de la melodramática saga de los primeros años de colonización. Esos años transmitían una sensación tan claustrofóbica que Zo se estremecía sólo de pensar en ellos. Era evidente que la experiencia había agrietado las mentes de quienes la habían sufrido. Y encima Russell había tenido lesiones aún más espectaculares, le parecía recordar, aunque le era difícil estar segura, porque los relatos sobre los Primeros Cien se confundían en su imaginación: la Gran Tormenta, la colonia oculta, las traiciones de Maya, las discusiones, líos amorosos, asesinatos, rebeliones y demás, todo sórdido y casi desprovisto de momentos felices. Como si los viejos hubiesen sido bacterias anaerobias viviendo en un medio venenoso y lentamente hubiesen excretado las condiciones necesarias para la emergencia de una vida oxigenada.
Excepto quizás Ann Clayborne, quien a juzgar por las historias parecía haber llegado a la conclusión de que para sentir alegría en un mundo rocoso había que amar la roca. A Zo le gustaba esa actitud, y por eso dijo:
—Pues se lo propondré. Aunque debería hacerlo usted, ¿no? Propóngaselo y dígale que yo estoy de acuerdo. Podemos hacerle un hueco en el equipo diplomático.
—¿Es un grupo de Marte Libre?
—Sí.
—Humm.
Russell la interrogó sobre las ambiciones políticas de Jackie y ella contestó sinceramente en la medida de lo posible, admirando mientras tanto su propio cuerpo, los músculos trabajados suavizados por la grasa bajo la piel, los huesos de la cadera que flanqueaban el vientre, el ombligo, el erizado vello púbico (apartó unas migas que habían caído en él), los muslos largos y vigorosos. El cuerpo femenino era de proporciones más exquisitas que el masculino, Miguel Ángel se había equivocado, aunque su David apoyaba el punto de vista del escultor: un cuerpo de hombre pájaro donde los hubiera.
—Me gustaría que subiéramos volando hasta el borde —dijo ella.
—No sé volar con los trajes.
—Podría cargarlo a la espalda.
Ella echó una ojeada. Treinta o treinta y cinco kilos más…
—Desde luego. Dependería del traje.
—Es sorprendente lo que pueden hacer.
—No son sólo los trajes.
—No pero nosotros no estamos diseñados para volar. Los huesos pesados y todo eso, ya me entiendes.
—Entiendo. Ciertamente los trajes son necesarios, pero no suficientes.
—Sí —Estudió el cuerpo de ella.— Es interesante ver lo mucho que crece la gente ahora.
—Sobre todo los genitales.
—¿Tú crees?
Ella soltó una carcajada.
—Estaba tomándole el pelo.
—Ah.
—Aunque sería lógico pensar que las partes más usadas aumentaran de tamaño, ¿no?
—Sí. La caja torácica se ha ampliado, según he leído. Ella volvió a reír.
—El aire tenue, ¿no?
—Probablemente. Ocurre en los Andes. La distancia entre la columna y el esternón en los andinos es dos veces mayor que en la gente que vive al nivel del mar.
—¿De veras? Como la cavidad torácica de las aves.
—Supongo.
—Añada grandes pectorales y pechos… Él no contestó.
—Estamos evolucionando hacia algo semejante a las aves. El negó con la cabeza.
—Es fenotípico. Si criaras a tus hijos en la Tierra, su tórax se encogería de nuevo.
—Dudo que llegue a tener hijos.
—Ah, ¿por el problema demográfico?
—Sí. Es preciso que ustedes los issei empiecen a morir. Ni siquiera los nuevos mundos están sirviendo de mucho. La Tierra y Marte se están convirtiendo en hormigueros. Ustedes nos han arrebatado el mundo. Son unos cleptoparásitos.
—Eso suena redundante.
—Pues es un término que se usa para referirse a los animales que roban la comida de sus crías en los inviernos excepcionalmente severos.
—Muy acertado.
—Deberíamos acabar con ustedes en cuanto sobrepasaran los cien años.
—O en cuanto tuviéramos hijos.
Ella sonrió. ¡Aquel hombre era imperturbable!
—Lo que llegara primero.
Él asintió, como ante una sugerencia sensata, y ella volvió a reír, aunque en cierto modo irritada.
—Naturalmente, no sucederá nunca.
—No, y además no sería necesario.
—¿No? ¿Es que van a actuar como los lémmings y van a arrojarse por los acantilados?
—No. Pero están apareciendo enfermedades resistentes al tratamiento. Los más viejos empiezan a morir. Es inevitable.
—¿Lo es?
—Eso creo.
—¿No cree que encontrarán una cura para esas nuevas enfermedades y seguirán llevando la situación al límite?
—En algunos casos. Pero la senectud es compleja, y antes o después… —Se encogió de hombros.
—Una perspectiva tétrica —comentó Zo.
Se levantó y se puso la camiseta seca. Él la imitó.
—¿Conoces a Bao Shuyo? —preguntó Russell.
—No, ¿quién es?
—Una matemática que vive en Da Vinci.
—No. ¿Por qué lo pregunta?
—Sólo por curiosidad.
Avanzaron colina arriba a través del bosque, deteniéndose de cuando en cuando para mirar el paso veloz de algún animal. Un gran urogallo, algo semejante a una hiena solitaria observándolos desde lo alto de un desaguadero… Zo descubrió que estaba disfrutando de la excursión. Aquel issei era imperturbable y sus opiniones imprevisibles, un rasgo insólito en los viejos y, de hecho, en cualquiera. Muchos de los ancianos que había conocido parecían atrapados sin remedio en el espaciotiempo retorcido de sus valores, y como la manera en que la gente aplicaba sus valores a la vida cotidiana era inversamente proporcional a lo estrechamente que estuvieran ligados a ellos, los viejos habían acabado siendo Tartufos, en opinión de Zo, hipócritas con los que no tenía ninguna paciencia. Despreciaba a los viejos y sus preciosos valores, pero aquél en particular no parecía tener ninguno. Eso la hacía desear hablar más con él.
Cuando llegaron a la ciudad, ella le palmeó la calva.
—Ha sido divertido. Hablaré con su amiga.
—Gracias.
Unos días más tarde llamó a Ann Clayborne. El rostro que apareció en la pantalla era tan espeluznante como una calavera.
—Hola, soy Zoya Boone.
—¿Y…?
—Así me llamo —dijo Zo—. Así es como me presento a los desconocidos.
—¿Boone?
—La hija de Jackie.
—Ah.
Era evidente que Jackie no le caía bien. Una reacción corriente; Jackie era tan extraordinaria que mucha gente la detestaba.
—También soy amiga de Sax Russell.
—Ah.
Imposible interpretar esa exclamación.
—Le dije que viajaría al sistema uraniano y pensó que tal vez a usted le interesaría acompañarme.
—¿Eso dijo?
—En efecto. Por eso la llamo. Salgo para Júpiter y después Urano, y pasaré dos semanas en Miranda.
—¡Miranda! —exclamó Ann—. ¿Quién ha dicho que es?
—¡Soy Zo Boone! ¿Es que está senil?
—¿Ha dicho Miranda?
—Sí. Dos semanas, tal vez más, si me gusta.
—¿Si le gusta?
—Claro. Yo no me quedo en los sitios que no me agradan.
Clayborne asintió, como reconociendo la sensatez de aquella actitud, y Zo añadió con pretendida solemnidad, como si hablara con un niño:
—Hay mucha roca por allí.
—Ya, ya.
Una larga pausa. Zo estudió el rostro: demacrado y arrugado, como el de Russell, sólo que en ella las arrugas eran verticales. Un rostro tallado en madera. Al fin la mujer contestó:
—Lo pensaré.
—Se supone que tiene que probar cosas nuevas —le recordó Zo.
—¿Qué?
—Me ha oído perfectamente.
—¿Eso se lo ha dicho Sax?
—No, le pregunté a Jackie sobre usted.
—Lo pensaré —repitió, y cortó la conexión.
Qué le vamos a hacer, pensó Zo. Pero al menos lo había intentado, y se sentía virtuosa, una sensación desagradable. Los issei tenían una extraña habilidad para arrastrarlo a uno a sus realidades, y además todos estaban locos.
Y eran impredecibles; al día siguiente Clayborne la llamó y dijo que iría con ella.
En persona Ann Clayborne ofrecía un aspecto tan castigado y marchito como Russell, y era aún más silenciosa y extraña: mordaz, lacónica, volátil y malhumorada. Apareció en el último momento con una mochila y una nueva y fina versión de consola de muñeca, negra. Su piel era de color avellana, llena de quistes, verrugas y cicatrices. Una larga vida pasada a la intemperie y en los primeros tiempos bajo un bombardeo intenso de rayos ultravioleta. En suma, estaba achicharrada. Una cabeza tostada, como los llamaban en Echus. Tenía los ojos grises y una fina raya por boca, y las líneas que iban de las comisuras de la boca a las fosas nasales parecían hachazos. No podía existir nada más severo que aquel rostro.
Pasó la semana de viaje a Júpiter en el pequeño parque de la nave, paseando entre los árboles. Zo prefería el comedor o la gran burbuja de observación, donde cada tarde se reunía un pequeño grupo que tomaba pastillas de pandorfo y jugaba al pillapilla, o fumaba opio y contemplaba las estrellas, y apenas vio a Ann en ese tiempo.
Pasaron sobre el cinturón de asteroides, ligeramente fuera del plano de la eclíptica, cerca de alguno de aquellos pequeños mundos ahuecados, sin duda, aunque no podían asegurarlo: las patatas de roca que aparecían en las pantallas de la nave podían ser cascaras vacías de minas abandonadas o albergar hermosas ciudades-estado ajardinadas, sociedades anárquicas y peligrosas, grupos religiosos o colectivos utópicos que disfrutaban de una paz dificil. La variedad tan amplia de sistemas que coexistían en un estado semianárquico hacía dudar a Zo del éxito de los planes de Jackie para organizar los satélites exteriores a la sombra de Marte; sospechaba que el cinturón de asteroides se convertiría en el modelo de la organización política futura del sistema solar. Pero Jackie discrepaba: la estructura política del cinturón venía determinada por su particular naturaleza, mundos diseminados en una ancha franja alrededor del sol. Por otra parte, los satélites exteriores se agrupaban alrededor de sus gigantes gaseosos y con toda seguridad formarían ligas, y además eran mundos tan enormes comparados con los asteroides que con el tiempo su elección de aliados en el sistema solar interior sería determinante.
Esto no convencía a Zo, y la deceleración los llevó al sistema joviano, donde podría comprobar si las teorías de Jackie tenían alguna validez. La nave trazó varias diagonales a través de los galileos para disminuir la velocidad y disfrutaron de unos magníficos primeros planos de las cuatro grandes lunas, que tenían ambiciosos planes de terraformación ya en marcha; en las tres exteriores, Calisto, Ganímedes y Europa, había problemas similares que resolver: estaban cubiertas de hielo de agua, Calisto y Ganímedes hasta una profundidad de mil kilómetros, y Europa hasta los cien. El agua no era rara en el sistema solar exterior, pero tampoco podía decirse que fuera ubicua, y por eso los mundos acuosos tenían algo con lo que comerciar. La superficie helada de las tres lunas estaba cubiena de rocas, vestigios de impactos de meteoritos en su mayor parte, condrito carbonoso, un material de construcción muy versátil. A su llegada, unos treinta años marcianos antes, los colonos habían fundido los condritos y construido las estructuras de las tiendas con nanotubo de carbono similar al utilizado en el ascensor espacial de Marte, y después de cubrir espacios de veinte o cincuenta kilómetros de diámetro con material de tienda de múltiples capas, habían diseminado debajo roca triturada para crear una delgada capa de suelo alrededor de los lagos que habían producido fundiendo el hielo.
En Calisto la ciudad-tienda se llamaba Lago Ginebra; allí tenía que encontrarse la delegación marciana con los diferentes líderes y grupos políticos de la Liga Joviana. Como de costumbre, Zo intervenía en calidad de funcionaría menor u observadora, y buscaría la oportunidad de transmitir los mensajes de Jackie a la gente que actuaría discretamente.
La reunión de aquel día formaba parte de una serie bianual que los jovianos celebraban para discutir la terraformación de los galileos, y por tanto era un contexto propicio para exponer los intereses de Jackie. Zo se sentó al fondo de la sala con Ann, que había decidido asistir. Los problemas técnicos de la terraformación de aquellas lunas eran grandes en escala, pero simples en concepto. Calisto, Ganímedes y Europa seguían un proceso similar, al menos en principio: unos reactores móviles de fusión recorrerían las superficies calentando el hielo y enviando gases a unas rudimentarias atmósferas de hidrógeno y oxigeno. Con el tiempo contaban tener cinturones ecuatoriales en los que se habría distribuido roca triturada para crear un suelo que cubriera el hielo; las temperaturas atmosféricas se mantendrían en torno al punto de congelación, y podrían establecerse ecologías de tundra alrededor de un rosario de lagos ecuatoriales, en una atmósfera respirable de oxígeno/hidrógeno.
Io, la luna interior, planteaba más dificultades, lo que la hacía más fascinante. Disparaban sobre ella grandes misiles de hielo y caldarios desde las otras lunas; al estar tan cerca de Júpiter apenas tenia agua y su superficie estaba formada por capas alternas de basalto y azufre; éste último se desparramaba sobre la superficie en espectaculares nubes volcánicas provocadas por las mareas gravitatorias de Júpiter y los otros galileos. El plan de terraformación de Io era a larguísimo plazo y sería impulsado en parte por la infusión de bacterias que se alimentaban en los arroyos de azufre que rodeaban los volcanes.
Los cuatro proyectos se veían frenados por la falta de luz, y se estaban construyendo unos espejos espaciales de increíble tamaño en los puntos de Lagrange de Júpiter, donde las complicaciones originadas por los campos gravitatorios del sistema joviano eran menores; la luz del sol sería dirigida desde los espejos a los ecuadores de las cuatro lunas, atrapadas en la marea gravitatoria de Júpiter, de modo que la duración de sus días solares dependía de la longitud de sus órbitas alrededor del planeta, que iban de las cuarenta y dos horas de Io a los quince días de Calisto; y fuese cual fuere la duración del día, recibían un cuatro por ciento de la insolación recibida en la Tierra, que en realidad era excesiva, ya que el cuatro por ciento era una gran cantidad de luz, diecisiete mil veces la luz de la luna llena en la Tierra, pero sin el suficiente calor para terraformar. Por tanto tomaban luz de donde podían: Lago Ginebra y las colonias de las otras lunas estaban situadas de cara a Júpiter para aprovechar la luz reflejada por el gigantesco globo, y en la atmósfera superior de éste flotaban linternas de gas que quemaban el helio, originando puntos demasiado brillantes para mirarlos directamente más de un segundo; los ingenios de fusión estaban suspendidos delante de discos reflectantes electromagneticos que vertían toda la luz en el plano de la eclíptica del planeta, y el gigante con franjas ofrecía ahora un aspecto aún más espectacular gracias a los puntos dolorosamente brillantes de las aproximadamente veinte linternas de gas.
Los espejos espaciales y las linternas de gas por sí solos no proporcionarían a las colonias más de la mitad de la luz que recibía Marte, pero era todo lo que podían hacer. Así era la vida en el sistema solar exterior, un asunto en cierto modo oscuro en opinión de Zo. Incluso para reunir esa cantidad de luz se requeriría una infraestructura formidable, y ahí era donde intervenía la delegación marciana. Jackie había optado por ofrecer mucha ayuda, incluyendo más ingenios de fusión y linternas de gas, y también la experiencia marciana en espejos orbitales y técnicas de terraformación a través de una asociación de cooperativas aeroespaciales interesadas en conseguir proyectos ahora que la situación en el espacio marciano se había estabilizado. Contribuirían con capital y experiencia a cambio de acuerdos comerciales favorables, helio de la atmósfera superior de Júpiter y la oportunidad de explorar, explotar y participar en las obras de terraformación de las dieciocho lunas de Júpiter.
Inversión de capital, experiencia, comercio; ésa era la zanahoria, y suculenta. Si los galíleos aceptaban la asociación con Marte, Jackie establecería alianzas políticas a su antojo y atraparía las lunas jovianas en su red. Eso era tan obvio para los jovianos como para los demás, y estaban haciendo lo posible para conseguir lo que querían sin dar demasiado a cambio. Sin lugar a dudas muy pronto recibirían ofertas similares de las ex metanacionales terranas y otras organizaciones.
Ahí era donde entraba Zo; ella era el palo. La zanahoria en público, el palo en privado, ése era el método de Jackie en todos los terrenos.
Zo dejaba entrever las amenazas de Jackie, lo que las hacía aún más amenazadoras. En una breve reunión con los funcionarios de Io, Zo les dijo al desgaire que el plan ecopoético parecía demasiado lento. Pasarían miles de años antes de que las bacterias transformaran el azufre en gases útiles, y mientras tanto el intenso campo de radio de Júpiter, que envolvía a Io y añadía más problemas, mutaría las bacterias hasta hacerlas irreconocibles. Necesitaban una ionosfera y agua; incluso era necesario que se plantearan arrastrar la luna a una órbita más elevada alrededor del gran dios de gas. Marte, hogar de la terraformación y de la civilización más sana y próspera del sistema solar, podría ofrecerles una ayuda especial o incluso hacerse cargo del proyecto para acelerarlo.
Y también en conversaciones informales con las autoridades de los Galíleos de hielo en los cócteles que seguían a los seminarios, en los bares, despues de las fiestas, paseando por el bulevar que daba nombre a la ciudad, bajo los focos sonoluminiscentes suspendidos de la estructura de la tienda. Les explicaba a esas gentes que los delegados de Io intentaban firmar un acuerdo por cuenta propia, pues partían con ventaja: un suelo sólido, calor, metales pesados, gran potencial turístico. Zo dejó caer que parecían deseosos de usar esas ventajas para volar por su cuenta y separarse de la Liga Joviana.
Ann acompañaba a Zo en algunos de esos paseos, y ésta le permitió estar presente en un par de conversaciones, intrigada por lo que opinaría de ellas. Los siguió por la orilla del lago, enclavado en el cráter. Los cráteres de salpicadura eran allí más imponentes que sus similares marcianos; el borde helado sólo se alzaba unos pocos metros sobre la superficie de la luna y formaba un malecón circular desde el que podían verse las aguas del lago, las calles herbosas de la ciudad y, más allá, la irregular planicie helada fuera de la tienda curvándose hacia el horizonte cercano. La extrema llaneza del paisaje exterior daba una indicación de su naturaleza: un glaciar que cubría todo un mundo, hielo de mil kilómetros de grosor, que sepultaba las huellas de los impactos y las fisuras causadas por la atracción gravitatoria de Júpiter.
En el lago pequeñas olas negras erizaban la lámina de agua blanca como el hielo del fondo, teñida de amarillo por la gran esfera de Júpiter, cuya giba suspendida en el cielo mostraba sus bandas de amarillo y naranja cremosos, turbulentas en los extremos y alrededor de los diminutos puntos brillantes de las linternas.
Pasaron ante una hilera de construcciones de madera, que procedía de las islas arboladas que flotaban como balsas en el extremo más alejado del lago. El verde de la hierba centelleaba y los jardines crecían en enormes bateas detrás de los edificios, bajo unas potentes lámparas alargadas. Zo enseñó el palo a sus compañeros de paseo, confusos funcionarios de Ganímedes, recordándoles el poder militar marciano, mencionando de nuevo que Io se planteaba desertar de la liga.
Ellos se fueron a cenar con expresión desolada.
—Qué sutil —comentó Ann cuando ya no podían oírlas.
—Estamos siendo un poco sarcásticas —dijo Zo.
—Eres una delincuente, digámoslo así.
—Tendré que matricularme en la escuela roja de sutileza diplomática. Tal vez uno de los asistentes accedería a acompañarme y podríamos volar alguna de las propiedades de esta gente.
Ann dejó escapar un siseo y siguió andando, con Zo a su lado.
—Es curioso que el Gran Punto Rojo haya desaparecido —comentó Zo cuando cruzaban un puente sobre un canal de fondo blanco—. Una suerte de señal. Aún espero que aparezca de un momento a otro.
La gente con la que se cruzaban en medio de aquel aire gélido y húmedo era en su mayoría de origen terrano, parte de la diáspora. Algunos hombres pájaro describían perezosas espirales cerca de la estructura de la tienda y Zo los observó atravesar la faz del gran planeta. Ann se detenía a menudo para inspeccionar las superficies talladas de las rocas, sin prestar ninguna atención a la ciudad de hielo y sus moradores, que andaban graciosamente, como de puntillas, y vestían ropas irisadas, ni a las tropillas de jóvenes nativos que pasaban corriendo.
—Es cierto que le interesan más las rocas que las personas —dijo Zo, con una mezcla de admiración e irritación.
Ann le echó una mirada de basilisco, pero Zo se encogió de hombros, la tomó del brazo y la arrastró.
—Esos jóvenes nativos tienen menos de quince años marcianos, han vivido en una gravedad cero toda la vida y no les importan ni Marte ni la Tierra. Su credo son las lunas jovianas, el agua, la natación y el vuelo. La mayoría ha adaptado genéticamente sus ojos al bajo nivel de luz y algunos hasta desarrollan branquias. Su plan para terraformar esas lunas les ocupará cinco mil años y son el siguiente escalón evolutivo, por el amor de ka, y aquí está usted, mirando unas piedras que son las mismas que en el resto de la galaxia. Está tan loca como dicen.
Ann saltó como sí le hubiesen dado una pedrada.
—Has hablado como yo cuando trataba de sacar a Nadia de la Colina Subterránea —dijo.
Zo se encogió de hombros y dijo:
—Démonos prisa, tengo otra reunión.
—La mafia nunca descansa, ¿eh? —dijo Ann, pero la siguió, mirando alrededor como un bufón marchito y enano con su viejo mono pasado de moda.
Algunos miembros del consejo de Lago Ginebra las saludaron nerviosos, junto a los muelles, y ellas subieron a un pequeño ferry que se abrió paso entre una flota de barcas de vela. Soplaba viento en el lago. Pasaron junto a una de las islas forestales. Especímenes de balsa y teca se elevaban sobre el pantanoso y cálido suelo de la isla, en la orilla los leñadores trabajaban en un aserradero insonoro que no alcanzaba a apagar el aullido de las sierras. Zo se sentía tan entusiasmada como cuando volaba, y compartió su euforia con los lugareños.
—Es todo tan hermoso. Ahora comprendo por qué la gente de Europa habla de transformarlo en un mundo acuoso y vivir navegando sobre él. Podrían incluso enviar agua a Venus y crear algunas islas. No sé si les habrán hablado de ello, o sólo era una ocurrencia, como la de crear un pequeño agujero negro y arrojarlo en la atmósfera superior de Júpiter.
¡Estelarizar Júpiter! Entonces tendrían toda la luz que quisieran.
—¿Júpiter no acabaría por consumirse? —preguntó alguien.
—Claro, claro, pero tardaría millones de años.
—Y después, una nova —señaló Ann.
—Sí, sí. Todo menos Plutón quedaría destruido. Pero cuando llegara ese momento ya habríamos desaparecido por una razón u otra. Y si no, ya se las arreglarían.
Ann soltó una risa áspera. Los lugareños, que intentaban asimilar todo aquello, no parecieron advertirlo.
Cuando regresaron a la orilla, Zo y Ann recorrieron el paseo.
—Eres muy descarada —dijo Ann.
—Al contrario. Soy muy sutil. No saben a quién atribuir mis palabras, si a mí, a Jackie o a Marte. Puede que no sea más que chachara, pero les recuerda que están incluidos en un contexto mayor. Es demasiado fácil para ellos abismarse en las cuestiones jovianas y olvidar lo demás, el sistema solar como cuerpo político único. La gente necesita que la ayuden a tenerlo presente, porque no pueden conceptualizarlo.
—Tú sí que necesitas ayuda urgente. No estamos en la Italia renacentista.
—Maquiavelo siempre será una figura válida, si es a eso a lo que se refiere.
—Me recuerdas a Frank.
—¿Frank?
—Frank Chalmers.
—Vaya, ahí tiene a un issei que admiro —dijo Zo—. Lo que he leído sobre él, al menos. El único de ustedes que no era un hipócrita. Y fue el que hizo buena parte del trabajo.
—Tú no sabes nada sobre eso —dijo Ann. Zo se encogió de hombros.
—El pasado es igual para todos. Yo se tanto como usted.
Se cruzaron con un grupo de jovianos, pálidos y de grandes ojos, absortos en su charla. Zo los señaló con un ademán y dijo:
—¡Mírelos! Están tan concentrados. Los admiro, de veras; se han entregado con energía a un proyecto que no se completará hasta mucho después de su muerte. Es un gesto absurdo, un gesto de desafío y libertad, una locura divina, como espermatozoides contoneándose frenéticamente hacia un destino desconocido.
—Eso nos describe a todos —dijo Ann—. Eso es evolución. ¿Cuándo iremos a Miranda?
Alrededor de Urano, a cuatro veces la distancia que separaba Júpiter del sol, los objetos sólo recibían la cuarta parte del uno por ciento de la luz que habrían recibido en la Tierra. Eso dificultaba la obtención de energía para los grandes proyectos de terraformación, aunque como Zo comprobó al entrar en el sistema uraniano, proporcionaba iluminación suficiente; la luz solar era mil trescientas veces más brillante que la luna llena terrestre, y el sol seguía siendo una brizna deslumbrante entre las pálidas estrellas, y aunque todo parecía descolorido, la visibilidad era perfecta. El espíritu humano era poderoso, y seguía actuando lejos del hogar.
Pero Urano no tenía grandes lunas que suscitaran proyectos terraformadores importantes. Su familia se componía de quince diminutos satélites, y ninguno superaba los seis kilómetros de diámetro de Oberon y Titania. En suma, una colección de pequeños asteroides que llevaban los nombres de los personajes femeninos de Shakespeare y rodeaban el más templado de los gigantes gaseosos, el verde azulado Urano, que rotaba con los polos en el plano de la eclíptica y cuyos once angostos anillos de grafito eran rizos encantados apenas visibles. En conjunto, un sistema poco acogedor.
Sin embargo, la gente se había instalado allí. Eso no sorprendía a Zo; había equipos de exploración que empezaban a construir en Tritón, Plutón o Caronte, y si se descubría un décimo planeta y se enviaba una expedición, no cabía duda de que encontrarían una ciudad-tienda cuyos habitantes andarían a la greña y rechazarían de plano cualquier interferencia exterior en sus asuntos. Así era la vida en el Accelerando.
La ciudad-tienda más importante del sistema uraniano era Oberon, la mayor y más lejana de las quince lunas. Zo, Ann y el resto de los viajeros marcianos aparcaron en órbita de Oberon y tomaron el ferry para hacer una breve visita al principal asentamiento.
La ciudad, Hipólita, ocupaba uno de los grandes valles encajonados, típicos de todas las lunas de Urano. Debido a que la gravedad era aún más exigua que la luz, la ciudad abundaba en barandas, cuerdas para deslizarse y sistemas de suspensión con pesas, balcones y ascensores en los acantilados, rampas y escaleras, palancas y trampolines, restaurantes colgantes y pabellones de plinto, todo iluminado por brillantes globos blancos suspendidos en el vacío. Zo comprendió de inmediato que un espacio aéreo tan poblado imposibilitaba el vuelo dentro de la tienda, pero en aquella gravedad la vida cotidiana era una suerte de vuelo y ella daba grandes saltos de bailarina. Muy pocos, por otra parte, intentaban caminar a la manera terrana; allí los movimientos humanos eran naturalmente alados, sinuosos, llenos de saltos, giros y descensos. El nivel más bajo de la ciudad estaba protegido por una red.
Los moradores de la ciudad procedían de distintas partes del sistema uraniano, aunque por supuesto eran en su mayoría terranos o marcianos. Aún no había nativos, salvo los pocos niños que habían nacido de las mujeres que trabajaban en la construcción del asentamiento. Seis lunas estaban ya ocupadas y hacía poco se habían soltado numerosas linternas de gas en la atmósfera superior de Urano, que trazaban círculos en torno al ecuador y ardían en el verde azulado como diminutos soles, un collar de diamantes en torno a la cintura del gigante. Esas linternas habían incrementado la luz lo suficiente como para que los habitantes de Oberon señalaran de continuo lo colorido que era todo. Pero Zo no parecía impresionada.
—De haberlo visto antes, habría detestado este mundo monocromo — confesó a uno de los lugareños. En realidad todos los edificios de la ciudad estaban pintados con anchas bandas de brillantes colores, pero Zo ignoraba de qué colores podía tratarse. Necesitaba un dilatador de pupila. El caso es que a los lugareños parecía gustarles. Si bien algunos hablaban de mudarse en cuanto las ciudades uranianas estuviesen terminadas, a Tritón, «el siguiente gran problema», Plutón o Caronte, pues al fin y al cabo eran constructores, la mayoría deseaba quedarse para siempre y tomaban fármacos y se hacían transcripciones genéticas para adaptarse a la escasa gravedad e incrementar la sensibilidad de sus ojos. Se hablaba incluso de atraer cometas desde Oort para conseguir agua, y de provocar la fusión de dos o tres de las lunas pequeñas, deshabitadas, para crear cuerpos mayores y más calientes en los que trabajar, «Mirandas artificiales», como alguien las llamó.
Ann abandonó la reunión impulsándose por una baranda, incapaz de arreglárselas con la minigravedad, Zo echó a andar tras ella y caminaron por las calles cubiertas de una exuberante hierba verde. La joven miró en lo alto los pálidos y finos anillos gigantes de color aguamarina, un espectáculo frío y poco atractivo para los estándares humanos anteriores. Pero en la reciente reunión algunos habían alabado la sutil belleza del planeta, inventando una estética para apreciarla, a pesar de que planeaban modificarlo en la medida de lo posible. Insistían en las sombras sutiles, la agradable temperatura de la tienda, el movimiento, les parecía volar o bailar en un sueño… Algunos habían llevado el patriotismo hasta el punto de oponerse a la transformación radical; eran todo lo conservacionistas que podían en aquel lugar inhóspito.
Y un grupo de esos conservacionistas encontró a Ann, y la rodearon y le estrecharon la mano, y también la abrazaron y la besaron en la coronilla; uno hasta se arrodilló para besarle los pies. Zo vio la expresión de Ann y rió. Ellos parecían haberse erigido en guardianes de Miranda. La versión local de los rojos, en un lugar donde su existencia no tenía ninguna razón de ser y mucho después de que el movimiento rojo se hubiese diluido incluso en Marte. Pero ellos se sentaban a una mesa en el centro de la tienda, en lo alto de una esbelta columna, y comían y discutían sobre el destino del sistema. La mesa era un oasis en la atmósfera sombría de la tienda, con el collar de diamantes en su redonda montura de jade brillando sobre ellos; parecía ser el centro de la ciudad, pero Zo vio suspendidos en el aire muchos otros oasis semejantes. Hipólita era una ciudad pequeña, pero Oberon podía albergar veintenas de ciudades como aquélla, igual que Titania, Ariel y Miranda. Aunque pequeños, aquellos satélites tenían centenares de kilómetros cuadrados de superficie. Ahí radicaba el atractivo de aquellas lunas olvidadas por el sol: tierra vacía, espacio abierto, un mundo nuevo, una frontera, que ofrecía la continua posibilidad de empezar de nuevo, de fundar una sociedad a partir de cero. Para los uranianos esa libertad tenía más valor que la luz o la gravedad, y por eso habían reunido programas y robots y habían partido en busca de la alta frontera con planes para una tienda y una constitución: ellos serían los primeros cien.
Ésa precisamente era la clase de gente menos interesada en escuchar los planes de Jackie para una alianza interplanetaria. Y ya habían surgido discrepancias locales y los consiguientes problemas. Zo intuyó entre los sentados a la mesa algunas enemistades declaradas, y estudió los rostros con atención mientras Marie, la jefa de la delegación, exponía los términos generales de la propuesta marciana: una alianza diseñada para hacer frente al masivo pozo gravitatorio histórico-económico-numérico de la Tierra, enorme, bullicioso, encenagado en su pasado como un cerdo en una pocilga, y sin embargo la fuerza dominante en la diáspora. En interés de todos era necesario que las demás colonias se alinearan con Marte y presentaran un frente unido que controlara inmigración, comercio y crecimiento, que fuese dueño de su destino.
Pero, a pesar de sus diferencias, ninguno de los uranianos parecía convencido. Una mujer entrada en años, la alcaldesa de Hipólita, expuso el sentir general, e incluso los «rojos» de Miranda concordaron con ella: no necesitaban intermediarios en sus tratos con la Tierra. Tanto la Tierra como Marte eran una amenaza para su libertad, y en consecuencia su política era actuar libremente en cualquier alianza o confrontación, con apoyos u oposiciones coyunturales, según conviniera. No necesitaban ningún acuerdo formal.
—Todo ese asunto de las alianzas huele a dominio de las altas esferas —concluyó la mujer—. Si no lo practican en Marte, ¿por qué lo intentan aquí?
—Naturalmente que lo hacemos en Marte —dijo Marie—. Ese dominio emerge del complejo de sistemas más pequeños sobre los que se asienta y es útil para afrontar los problemas en el nivel holístico, y ahora también en el interplanetario. Ustedes confunden totalización con totalitarismo, un error mayúsculo.
Tampoco aquello pareció convencerlos. La razón tenía que respaldarse con la fuerza; para eso había ido Zo. Y esos razonamientos anticipaban y allanarían la aplicación de la fuerza.
Ann estuvo callada durante toda la cena, hasta que la discusión general concluyó y el grupo de Miranda empezó a hacerle preguntas. Pareció revivir, y los interrogó a su vez sobre la planetología local: la clasificación de diferentes regiones de Miranda como partes de dos planetesimales que habían colisionado, la reciente teoría que identificaba las pequeñas lunas Ofelia, Desdémona, Bianca y Puck como fragmentos de Miranda despedidos en la colisión, etcétera. Sus preguntas eran detalladas e inteligentes; guardianes la miraban arrobados, con los ojos abiertos como lemures. El resto de uranianos parecían igualmente complacidos con el interés de Ann. Ella era La Roja y Zo comprendía ahora lo que eso significaba. Era una de las personas más famosas de la historia. Y por lo visto todos los uranianos llevaban un pequeño rojo en su interior; a diferencia de los colonos jovianos y saturninos, no tenían planes para terraformar a gran escala y planeaban vivir en tiendas y caminar sobre la roca prístina toda su vida. Y creían, al menos los guardianes, que Miranda era un lugar tan insólito que debía conservarse inalterado. Pura filosofía roja; alguien apuntó que nada de lo que los humanos hicieran allí conseguiría mermar su valor intrínseco, una dignidad que trascendía incluso su valor como espécimen planetario. Ann los observaba con atención mientras hablaban y Zo leyó en sus ojos que discrepaba, que ni siquiera los entendía. Para ella era una cuestión científica, para aquella gente, una cuestión espiritual. Zo simpatizaba más con el punto de vista de los lugareños que con el de Ann, con su violenta insistencia en el objeto. El resultado era el mismo, no obstante; ambos sustentaban la ética roja en su forma pura: no terraformar Miranda, nada de cúpulas, ni tiendas ni espejos, sólo una estación para visitantes y unas cuantas pistas para los cohetes (aunque este punto parecía levantar una cierta controversia entre los guardianes); sólo viajes a pie, sin impacto en el medio, y torres para los cohetes con la altura suficiente para no levantar el polvo de la superficie. Los guardianes concebían Miranda como un parque natural que podía visitarse pero nunca habitarse ni ser alterado. Un mundo de escaladores, o mejor aún, un mundo de hombres pájaro, para admirar, pero nada más. Una obra de arte natural.
Ann asentía. Y de pronto Zo vio en ella algo más que un temor reverencial: la pasión por la roca en un mundo de roca. Cualquier cosa podía convertirse en un fetiche, y todas aquellas personas compartían el mismo. Zo se sintió extraña entre ellos, extraña e intrigada. Ciertamente su influencia se estaba poniendo de manifiesto. Los guardianes habían organizado un ferry especial para que Ann visitara Miranda. Ella sola. Una visita privada a la luna más extraña para la roja más extraña. Zo rió.
—A mí también me gustaría ir —dijo de todo corazón.
Y el Gran No dijo sí. Así se manifestaba Ann en Miranda.
Miranda era la menor de las cinco grandes lunas de Urano, solo cuatrocientos setenta kilómetros de diámetro. En los primeros tiempos de su existencia, unos tres mil quinientos millones de años antes, su precursora, más pequeña, había chocado con una luna de tamaño similar; las dos se habían desintegrado y luego colapsado, y el calor de la colisión las había fusionado en una sola esfera. Pero la nueva luna se había enfriado antes de que la fusión se hubiera completado.
El resultado era un paisaje onírico, violentamente divergente y desordenado. Había regiones lisas como la piel y otras desgarradas y ásperas; algunas eran superficies metamorfoseadas de las dos protolunas, otras, material de las profundidades puesto al descubierto. Y también extensas zonas surcadas por profundas grietas donde los fragmentos se encajaban imperfectamente. En ellas los sistemas de fallas paralelas formaban dramáticos cheurones, una clara señal de las tremendas fuerzas originadas por la colisión. Desde el espacio aquellas enormes grietas de hasta veinte kilómetros de profundidad parecían hachazos en el costado de la esfera gris.
Descendieron en un altiplano cerca del mayor de aquellos abismos, la Falla de Próspero. Se pusieron los trajes, salieron de la astronave y caminaron hasta el borde de la grieta. Un oscuro abismo, tan profundo que el fondo parecía pertenecer a otro mundo. Combinado con la airosa microgravedad, aquel paisaje provocó en Zo una aguda sensación de vuelo, como algunas veces le ocurría en sueños donde las condiciones marcianas desaparecían en un cielo del espíritu. La esfera verde de Urano flotaba sobre sus cabezas y teñía Miranda de jade. Zo se impulsaba con las puntas de los pies, flotaba y descendía con pequeños pliés; tanta belleza le colmaba el corazón. Los destellos diamantinos de las linternas de gas que surcaban la estratosfera de Urano, el jade fantasmagórico, todo era muy extraño. Brillos de luces dentro de un farol de papel verde. Las profundidades del abismo apenas se intuían y un resplandor verdoso, la viriditas, brotaba por doquier. Y sin embargo todo estaba silencioso e inmóvil, excepto ellos, los intrusos, los observadores. Zo bailaba.
Ann caminaba con bastante más comodidad que en Hipólita, con la gracia de quien ha pasado mucho tiempo sobre la roca. Llevaba un largo martillo angular en la mano enguantada y sus bolsillos abultaban con las muestras recogidas, y no respondía a las exclamaciones de Zo ni de los guardianes, los había olvidado, como un actor interpretando el papel de Ann Clayborne. Zo rió, ¡aquella mujer era casi un cliché de sí misma!
—Si cubrieran con una cúpula este oscuro pasado y abismo de tiempo, sería un hermoso lugar para vivir —dijo—. Parcelas de tierra para las tiendas. Menuda vista. Sería una maravilla.
Zo siguio al grupo de guardianes que habian empezado a bajar por una rota escalera de roca quebrada de un arco que sobresalía en el acantilado como el pliegue de la toga en una estatua de mármol. Mil metros más abajo el pliegue se hacia más sinuoso y parecía independizarse de la pared antes de acabar abruptamente al borde del abismo, ¡una caída de veinte kilómetros! Veinte mil metros, setenta mil pies… Ni siquiera el gran Marte podía jactarse de un acantilado como ése. Había en la pared otras deformidades similares: estrías y drapeados, como en una cueva de piedra caliza; la roca fundida había chorreado hacia el abismo antes de que el frío del espacio la solidificara para siempre. Habían fijado una barandilla al borde del arco, y se sujetaban a ella mediante las cuerdas de los arneses que llevaban sobre los trajes; muy conveniente, pues el reborde era angosto y un traspié podía lanzarlos al vacío. La pequeña nave semejante a una araña que los había soltado los recogería al pie de la escalera, en el promontorio donde acababa el arco. Por tanto no tenían que preocuparse por la vuelta. Bajaban silenciosos, un silencio que no era precisamente el de la camaradería. Zo sonreía: casi podía oírlos echando pestes de ella y rechinando los dientes. Excepto Ann, que se inclinaba cada pocos metros para inspeccionar las grietas entre los toscos escalones de piedra.
—Esa obsesión por la roca es patética —le dijo a Ann por una frecuencia privada—. Antigua y mezquina; ceñirse voluntariamente al mundo de la materia inerte, un mundo que nunca le dará sorpresas, nunca le dará nada… Y así tampoco la herirá. La areología como una tapadera de la cobardía. Es de veras triste.
Sonó un chasquido de disgusto por el intercomunicador. Zo rió.
—Eres una muchacha impertinente —dijo Ann.
—Es verdad.
—Y estúpida.
—¡Eso sí que no! —Zo se sorprendió de su vehemencia. Y entonces vio el rostro de Ann crispado de cólera detrás del visor y su voz siseó en el intercom sobre unos pesados jadeos.
—No eches a perder el paseo —le espetó Ann.
—Estaba harta de que no me hiciera caso.
—Vaya, ¿quién tiene miedo entonces?
—Temo el tedio.
Otro siseo de disgusto.
—Has tenido una educación muy deficiente.
—¿Y de quién es la culpa?
—De ti y de nadie más. Pero todos sufrimos las consecuencias.
—Pues sufra, recuerde que está aquí gracias a mí.
—Estoy aquí gracias a Sax, bendito sea su pequeño corazón.
—Todo el mundo es pequeño para usted.
—Comparado con esto… —La posición de su casco indicaba que estaba mirando al interior de la falla.
—La inmovilidad sin habla en la que usted se siente tan segura.
—Éstos son los resultados de una colisión muy similar a otras en los primeros momentos de existencia del sistema solar. Marte conserva algunos, y también la Tierra. La matriz de la que surgió la vida, una ventana que se abre a aquel tiempo, ¿comprendes?
—Lo comprendo, pero me trae sin cuidado.
—No crees que tenga importancia.
—Nada importa, en el sentido que usted le da. Nada de esto tiene importancia. Es sólo un accidente del Big Bang.
—¡Oh, por favor! —exclamó Ann—. El nihilismo es tan ridículo.
—¡Mire quién habla! ¡Usted es nihilista! Para usted ni la vida ni sus sensaciones tienen ningún sentido ni valor… Nihilismo descafeinado, para cobardes, si se puede imaginar algo así.
—Mi pequeña y valerosa nihilista.
—Sí… lo acepto. Y disfruto de lo que puedo.
—¿De qué?
—Del placer. De los sentidos y la información que transmiten. Soy una sensualista, y creo que requiere valor serlo, aceptar el dolor, arriesgarse a morir para mantener los sentidos vivos.
—¿De verdad crees que te has enfrentado al dolor?
Zo recordó aquel mal aterrizaje en el Mirador, el dolor insoportable de las piernas y las costillas rotas.
—Pues sí.
Silencio de radio. La estática del campo magnético uraniano. Tal vez Ann le concedía la experiencia del dolor, pero dada la omnipresencia de éste, no era un rasgo de ecuanimidad. Zo se enfureció.
—¿De veras cree que se necesitan siglos para humanizarse, que sólo lo consiguen ustedes, los geriátricos? Keats murió a los veinticinco años, pero ¿ha leído su Hiperión? Los issei son horribles, y usted más que ninguno. Que se permita juzgarme cuando no ha cambiado desde que pisó Marte…
—Todo un logro, ¿eh?
—Un logro si está jugando al muerto. Ann Clayborne, el muerto más grande que jamás haya existido.
—Y una muchacha impertinente. Anda, ven y mira el grano de esta roca, como una galletita de sal.
—Que se jodan las rocas.
—Dejaré eso para los sensualistas. Vamos, mira, esta roca no ha cambiado en tres mil millones de años. Y cuando lo hizo, Señor menudo cambio.
Zo miró la roca de jade que pisaban. Parecía cristalina, pero no estaba clasificada.
—Está obsesionada —dijo.
—Sí, pero me gusta mi obsesión.
Siguieron bajando por el lomo del contrafuerte en silencio y al fin alcanzaron el Descansillo del Fondo. Se encontraban a un kilómetro del borde y el cielo era una franja estrellada con la esfera de Urano en el centro y el sol como una gema deslumbrante a un lado. Bajo aquel primoroso despliegue la profundidad del abismo era sublime, sobrecogedora; Zo volvió a experimentar la sensación de estar volando.
—Ustedes atribuyen un valor intrínseco al lugar equivocado —dijo por la frecuencia común—. Es como el arco iris. Sin un observador en ángulo de veintitrés grados con respecto a la luz reflejada por una nube de gotas esféricas no hay arco iris. Nuestros espíritus están en ángulo de veintitrés grados con el universo. El contacto de los fotones y la retina crea algo nuevo, un cierto espacio abierto entre la roca y la mente. Sin la mente no hay valor intrínseco.
—Eso es como decir que no existe ningún valor intrínseco —replicó uno de los guardianes—. Volvemos al utilitarismo. Pero no es necesario incluir la participación humana. Estos lugares existían sin nosotros y antes que nosotros, y ése es todo su valor. Si queremos adoptar una actitud correcta frente al universo, si en verdad queremos verlo, debemos honrar esa precedencia.
—¡Pero yo lo veo! —dijo Zo alegremente—. O casi lo veo. Tendrán que sensibilizar sus ojos añadiendo algo al tratamiento genético. Es glorioso, pero la gloria está en nuestra mente.
No respondieron y Zo continuó:
—Estas cuestiones ya han surgido antes, en Marte. La ética medioambiental se elevó a un nuevo nivel a consecuencia de la experiencia marciana, hasta convertirse casi en el motor de nuestras acciones. Comprendo por qué quieren conservar este lugar salvaje, pero es porque soy marciana que lo comprendo. Muchos de ustedes son marcianos, o sus progenitores lo fueron. Partiran de esa posición ética.
Pero los terranos no los comprenden tan bien como yo. Vendrían aquí y construirían un gran casino en lo alto del promontorio, cubrirían la falla de pared a pared y tratarían de terraformarla como han hecho en todas partes. Los chinos aún están como sardinas en lata en su país y les importa un comino el valor intrínseco de China, y mucho menos el de una luna yerma en el confín del sistema solar. Necesitan espacio, y si ven que aquí lo hay, vendrán y construirán y los mirarán como a bichos raros cuando ustedes se opongan. ¿Y qué harán entonces? Pueden probar con los sabotajes, como los rojos en Marte, pero acabarán con ustedes, porque tendrán un millón de sustitutos por cada colono que pierdan. A eso nos referimos cuando hablamos de la Tierra. Somos como los liliputienses y Gulliver. Tenemos que trabajar unidos, y sujetarlos con el mayor número posible de cuerdas.
No hubo respuesta. Zo suspiró.
—Bueno —dijo—, tal vez sea mejor así. Si reparten gente por aquí, no presionarán tanto a Marte. Incluso sería posible firmar acuerdos para que los chinos puedan instalarse en esta región sin ninguna traba y nosotros en Marte reducir la inmigración casi a cero. Sería muy conveniente.
Se mantuvo el silencio recalcitrante. Al fin Ann dijo:
—Cállate de una vez y déjanos concentrarnos en el paisaje.
—Oh, desde luego.
Se aproximaban al final del contrafuerte, el promontorio que se alzaba sobre el abismo inconmensurable bajo el enjoyado disco de jade y el diminuto botón diamantino de pronto parecieron triangular el entero sistema solar y revelar la verdadera proporción de las cosas, y vieron estrellas moviéndose en lo alto: los cohetes de su astronave.
—¿Ven? —dijo Zo—. Son los chinos, que vienen a echar un vistazo.
De pronto uno de los guardianes se abalanzó sobre ella, furioso. Zo rió, pero había olvidado la gravedad ultraligera de Miranda y se sorprendió cuando el golpe insignificante la levantó del suelo. Chocó contra la barandilla, giró en el aire y cayó tratando de enderezarse. Se dio un fuerte golpe en la cabeza, pero el casco la protegía y no perdió el conocimiento, aunque empezó a caer rebotando por la pendiente del filo del promontorio… Más allá, el vacío. El terror la recorrió como una descarga eléctrica y se esforzó en vano por recuperar el equilibrio, siguió dando tumbos. Luego una sacudida, ¡sí, el extremo del arnés! Sin embargo, un instante despues advirtió que seguía cayendo, la anilla de sujección habia cedido. El terror volvió a invadirla. Se volvió y clavó los dedos en la roca con todas sus fuerzas. Fuerza humana en.005 g; la misma gravedad ligera que la había hecho salir volando le permitiria detener la caída sólo con las yemas de los dedos.
Se encontraba al borde de un vertiginoso despeñadero. Veía chiribitas y estaba mareada; abajo, la oscuridad, un agujero sin fondo, una imagen onírica, una caída oscura…
—No te muevas —dijo la voz de Ann en su oído—. Aguanta y no te muevas.
Por encima de ella, un pie y luego unas piernas. Lentamente, Zo levantó la cabeza y miró. Una mano le aferraba la muñeca derecha.
—Muy bien. Medio metro por encima de tu mano izquierda tienes un asidero. Un poco más arriba. Ahí. Muy bien, ahora trepa. ¡Vamos, súbannos! —les gritó a los otros.
Los músculos humanos en 0,005 g tiraron de ellas como si fueran peces en un sedal.
Zo se sentó en el suelo. El pequeño ferry espacial aterrizó sin ruido, sobre una plataforma en el extremo más lejano de la zona llana. Vio los fugaces resplandores de los cohetes y la mirada preocupada de los guardianes de pie ante ella.
—La broma no ha tenido mucha gracia —comentó Ann.
—No —dijo Zo, esforzándose por encontrar la manera de aprovechar el incidente—, Gracias por ayudarme. —Era impresionante la rapidez con que Ann había ido en su ayuda, no el hecho de que hubiese decidido hacerlo, porque eso estaba implícito en el código de la nobleza, uno tenía obligaciones hacia sus iguales, y los enemigos eran tan importantes como los amigos pues permitían ser un buen amigo. Lo impresionante había sido la maniobra física.— Ha actuado deprisa.
El vuelo de regreso a Oberon fue silencioso, excepto cuando uno de los tripulantes se volvió y le mencionó a Ann que habían visto a Hiroko y algunos de sus seguidores en el sistema uraniano, hacía poco, en Puck.
—Oh, tonterías —dijo ella.
—¿Por qué? —dijo Zo—. Tal vez haya decidido alejarse de la Tierra y Marte. Y no se lo reprocho.
—Este no es lugar para ella.
—Tal vez no lo sepa. Tal vez no se haya enterado aún de que es el jardín de roca privado de Ann Clayborne.
Pero a Ann le tuvo sin cuidado.
De vuelta a Marte, el planeta rojo, el mundo más hermoso del sistema solar, el único mundo real.
El transbordador aceleró, viró, flotó unos cuantos días, deceleró, y dos semanas más tarde esperaban para entrar en Clarke, luego el ascensor, y después abajo, abajo. ¡Era tan lento aquel ascenso final! Zo contempló Echus desde las ventanas, entre el rojo Tharsis y el azul mar del Norte, y ese paisaje le produjo una profunda sensación de bienestar. Ingirió varias pastillas de pandorfo mientras la cabina del ascensor efectuaba la recta final de acercamiento a Sheffield, y cuando puso pie en el Enchufe se echó a andar entre los centelleantes edificios de piedra hacia la gigantesca estación ferroviaria del borde, se hallaba en un éxtasis de areofanía; amaba los rostros que veía, a sus altos hermanos con su esplendorosa belleza y su gracia, incluso a los terranos que corrían por las bajuras. El tren a Echus saldría dos horas más tarde, asi que paseó con impaciencia por el parque del borde, empapando las retinas del paisaje de la gran caldera de Pavonis Mons, tan espectacular como Miranda, aunque no alcanzara la profundidad de la Falla de Próspero: la infinidad de estratos horizontales, todas las tonalidades de rojo, carmesí, orín, ámbar, castaño, cobrizo, ladrillo, siena, paprika, cinabrio, bermellón, bajo el oscuro cielo tachonado de estrellas de la tarde… su mundo. No obstante, Sheffield estaba bajo una tienda y así permanecería para siempre, y ella deseaba volver a sentir el viento.
Regresó a la estación y partió hacia Echus. El tren voló sobre la pista, descendió por el gran cono de Pavonis y se internó en el inmaculado paisaje árido de Tharsis Este; llegaron a Cairo y con una precisión suiza enlazaron con el tren con destino al Mirador Echus. Llegaron cerca de medianoche; se inscribió en el hotel de la cooperativa y luego fue al Adler, animada por los últimos coletazos del pandorfo, una suerte de pluma en la gorra de su felicidad. Y allí estaban todos, como si no hubiese pasado el tiempo. Se alegraron de verla, la abrazaron, la besaron, le ofrecieron bebida y le preguntaron por su viaje. Le hablaron también del estado de los vientos y la acariciaron. El alba se les echó encima y bajaron en tropel a la cornisa, se vistieron y se arrojaron a la oscuridad del cielo y el estimulante embate del viento, y todo volvió al instante, como la respiración o el sexo: la negra mole del escarpe de Echus elevándose en el este como el borde de un continente, el suelo en sombras de Echus Chasma allá en las profundidades… el paisaje amado, con sus oscuras tierras bajas y el elevado altiplano, y el vertiginoso acantilado que los separaba, y sobre todo aquello los intensos púrpuras del cielo, lavanda y malva en el este, negro e índigo en el oeste, la bóveda que se aclaraba e iba adoptando sucesivamente todos los colores, las estrellas que abandonaban el escenario; en el oeste, unas fulgurantes nubes rosadas… Varios picados vertiginosos la llevaron muy por debajo del Mirador y se ciñó al acantilado, donde una poderosa corriente del oeste la atrapó y la elevó violenta y vertiginosamente hasta que emergió de la sombra del acantilado a los crudos amarillos del nuevo día, una gozosa combinación de sensaciones cinéticas y visuales. Y mientras volaba hacia las nubes pensó: «Al demonio contigo, Ann Clayborne. Tú y los de tu calaña podéis llenaros la boca con vuestros imperativos morales de issei, vuestra ética, valores, objetivos, críticas, responsabilidades, virtudes, grandes propósitos, podéis barbotar esas palabras cargadas de hipocresía y miedo hasta el fin de los tiempos, pero nunca experimentaréis una sensación como ésta, donde se conjugan perfectamente mente, cuerpo y mundo; podéis largar vuestros pomposos discursos calvinistas acerca de lo que los humanos deberían hacer en sus breves vidas hasta cansaros, como si fuera posible estar seguros de nada, como si al fin y al cabo no fuerais más que un puñado de crueles bastardos; pero hasta que no salgáis y voléis, escaléis, saltéis, hasta que no corráis el riesgo del espacio y la gracia pura del cuerpo, no lo sabréis. No tenéis derecho a hablar, sois esclavos de vuestras ideas y jerarquías, y no advertís que no hay nada más importante que esto, que el propósito último de la existencia, del cosmos, no es otro que volar en libertad».
Durante la primavera septentrional los alisios chocaban contra los vientos del oeste y sofocaban las corrientes ascendentes de Echus. Jackie estaba de viaje por el Gran Canal, distraída de sus maniobras interplanetarias por el tedio de la política local; parecía irritarla sobremanera tener que ocuparse de eso, y la presencia de su hija le sobraba. Zo fue a trabajar a las minas de Moreux unos días, y allí se reunió con unos amigos voladores en la costa del mar del Norte, al sur del Estrecho de Boone, cerca de Blochs Hoffnung, donde los acantilados se alzaban un kilómetro sobre las espumosas rompientes. Al caer la tarde las brisas que soplaban desde el mar embestían esas formidables paredes y levantaban a una pequeña bandada de hombres pájaro que luego revoloteaban entre los farallones sobre los tapices de blanca espuma que subían y bajaban en el mar vinoso.
La jefa de ese grupo era una joven que Zo no conocía, una muchacha de sólo nueve años marcianos llamada Melka. Zo nunca había visto a nadie volar así. Cuando estaba en el aire dirigiendo al grupo era como si un ángel los guiara: pasaba velozmente entre ellos, como una rapaz entre palomas, o les enseñaba arriesgadas maniobras. Zo pasaba el día trabajando en la cooperativa y luego iba a volar. Tenía el corazón ligero y todas las cosas la complacían. Una vez incluso llamó a Ann Clayborne y trató de transmitirle el verdadero significado del vuelo; pero la anciana casi no la recordaba y no pareció más interesada cuando Zo consiguió aclararle en qué circunstancias se habían conocido.
Esa tarde voló con una extraña opresión. El pasado era letra muerta, pero esas personas podían convertirse en verdaderos fantasmas.
A ese sentimiento no podía oponer más que el sol y el aire salado, el flujo siempre cambiante de la espuma marina que lamía los acantilados. Allí iba Melka, bajando en picado; Zo la siguió, embargada por una súbita oleada de afecto hacia aquel espíritu hermoso. La muchacha la vio y salió del picado, pero al virar la punta de un ala rozó uno de los farallones y Melka empezó a caer como un pájaro herido. Sobrecogida, Zo se lanzó hacia el farallón, alcanzó a la joven herida y la sostuvo en los brazos, y una de sus alas rozó las aguas azules. Melka se debatió y Zo comprendió que tendrían que nadar.