El loco Maro
Daniel Keyes

de The Magazine of Fantasy and Science Fiction, abril de 1960


Creo que jamás ensalzaré lo suficiente Flowers for Algernon (Flores para Algernon). Esta narración, casi perfecta, le valió merecidamente a su autor, Daniel Keyes, el Premio Hugo de 1960. Y pese a ello, los aficionados a quienes se pidió que citaran otra obra del mismo escritor arrugaron la frente, miraron al techo con los ojos en blanco o se limitaron a decir: «Ah, pero ¿es que ha escrito algo más?» Pues si, Keyes había escrito otros relatos. No muchos. En realidad, sólo hay un total de ocho contabilizados en los anales de las revistas de ciencia ficción, pero han sido injustamente olvidados.

Daniel Keyes nació en Brooklyn, el martes 9 de agosto de 1927. En primer lugar, trabajó como sobrecargo en los buques cisterna del servicio marítimo de Estados Unidos. Luego, tras reanudar sus estudios, en el verano de 1950 se aseguró un puesto de director literario adjunto en Stadium Publications. Stadium acababa de planear en aquel momento la reedición de Marvel Science Stories, bajo la guía de Robert O. Erisman, pero el peso de las obligaciones editoriales recayó sobre los hombros de Keyes. La resurrección de Marvel fue muy breve, ya que tuvo que enfrentarse al infortunio general que se abatió sobre las revistas baratas en aquella época.

El mismo Keyes explica así lo sucedido:

«El año y medio que trabajé en la revista supuso un verdadero gozo para mí. Me contrató Robert O. Erisman, un hombre al que recuerdo con gran afecto por su amabilidad e ingenio y por ser una persona con la que resultaba maravilloso trabajar. Allí aprendí el arte de escribir. Después, dejé la edición para dedicarme a la fotografía de modas, y más tarde abandoné ésta para trabajar en la enseñanza, completando el círculo al dar clases en la escuela superior en la que me había graduado diez años antes».

Keyes había vendido tres relatos a otras tantas revistas en 1951, el mejor de los cuales, Robot Unwanted (Robot indeseable) (Other Worlds, junio de 1952), presentaba las reacciones humanas ante un robot libre, exento de servilismo. Nada volvió a saberse del autor hasta 1958. En 1959, explotó su «bomba», Flowers for Algernon.

Aunque posteriormente reelaboró dicho relato para convertirlo en novela -y pese a que en 1968 se realizó una versión cinematográfica de ésta con el título de Charly-, Keyes jamás obtuvo de nuevo el éxito alcanzado con dicha narración. Después de A Jury of Its Peers (Juzgado por sus pares) (Worlds of Tomorrow, agosto de 1963), desapareció del mundo de la revista. En 1968, se publicó una nueva novela suya, The Touch (El contacto), y a continuación, nada. Pero sería equivocado creer que Keyes había desertado del campo. Su silencio se debía a su total entrega a la enseñanza. Keyes prosigue:

«En la actualidad, soy profesor de inglés y director de la sección de literatura creativa en la Universidad de Ohio. Mi tiempo se divide entre la enseñanza y la escritura. Aunque vendí un cuento a Harlan Ellison para The Last Dangerous Visions (el único que he escrito en muchos años), me considero más bien novelista. Mis ideas parecen desarrollarse mejor en un libro…, al menos por el momento».

Keyes termina en la actualidad su tercera novela. Entretanto, les brindo la oportunidad de saborear una muestra de su obra. En Crazy Maro, el relato que debía seguir a Flowers for Algernon, el autor se enfrentaba a la tremenda tarea de mantenerse en su nivel anterior. En mi opinión, el cuento triunfó porque eligió un tema muy original, el de la percepción multisensorial. Pero dejemos a Keyes decir la última palabra:

«El relato nació del recuerdo de un personaje, un joven negro que vivía cerca de Brooklyn y que se parecía mucho al Maro de mi obra. La impresión de la paliza que recibe Denis procede de una época muy anterior, del recuerdo de haber sido golpeado por una banda juvenil. El resto es invención».


Del mismo modo que ciertas personas van a la caza de antigüedades o viejos libros, rebuscando en tiendas de ocasión, establecimientos de artículos donados con fines caritativos o húmedas salas de subasta los productos invalorables que gente desconocida ha desechado, así sigo yo la pista de los niños fuera de lo corriente. Siendo abogado, tengo acceso a buenos cotos de caza: el Asilo infantil, Warwick, la Escuela Paige para adolescentes con trastornos emocionales y, por descontado, el Tribunal de Menores.

He logrado ciertos descubrimientos, recibiendo una excelente retribución por algunos casos raros. Por ejemplo, cincuenta mil dólares por una rubia delincuente de trece años que había pasado seis meses en un reformatorio de Georgia. Y pude duplicar mis honorarios de haber querido regatear con mis clientes. Aquella chica era la primera telépata auténtica que habían encontrado.

Hubo también el caso del mongólico de cuatro meses, con la nariz y la mandíbula aplastadas. Localicé a la madre soltera a tiempo de evitar que lo asfixiara. Los reconocimientos efectuados por mis clientes demostraron sin lugar a duda que la criatura era realmente un paragenio por el que se sentían muy interesados. Me quedaron veinte mil dólares después de pagar a la madre cinco mil por firmar los documentos de adopción.

Pero el individuo más extraño que descubrí, un muchacho negro de dieciocho años, alto y con una mirada salvaje en sus inquietos ojos, cambió mi vida. Le llamaban el loco Maro, y me habían ofrecido medio millón neto si lograba que firmara la renuncia y se mostrara de acuerdo en ser transportado al futuro.

La primera vez que vi a Maro le seguían tres chiquillos. Demasiado rápido para ellos, cuando uno de sus perseguidores le acorraló, se volvió y salió disparado con la gracia de un antílope.

– ¡El loco Maro! -se mofó uno de ellos.

– ¡El loco Maro! ¡El loco Maro! -le imitaron los otros dos.

Se paró en una esquina, apenas a cincuenta metros de ellos, Con las manos en las caderas, sudando y jadeando. Les retó a que le alcanzaran, pero los otros habían renunciado ya a la caza.

Me vio observándole o, tal como me habían informado, quizá me olió, oyó o sintió, o todas las cosas a la vez. Percibió con todos sus sentidos mi presencia. Me habían dicho que podía oler los colores situados más allá del espectro visible con tanta facilidad como olfateaba los tonos del vestido veraniego rosa y azul de una chica. Podía ver el sonido de ondas radiofónicas de alta frecuencia con la misma precisión con que veía el ladrido de un perro. Podía oír el olor del carbono radiactivo con la misma claridad con que escuchaba el whisky en el aliento de un borrachín.

Aunque los archivos del Tribunal de Menores revelaban que Maro había pasado ante los jueces tres veces desde los nueve años, por pequeños hurtos y conducta violenta, en el año 2752 se le necesitaba para efectuar un trabajo que ningún ser humano nacido antes o después se hallaba en condiciones de hacer. Por eso me encargaron que fuera a buscarle. Con pocos datos para empezar mis pesquisas, anduve errando durante más de un mes por el barrio comprendido entre la avenida St Nicholas y la Octava Avenida, al que sus habitantes suelen referirse como «el foso». Ahora, me sentía ya seguro de que se trataba del chico que me habían solicitado.

Una vez libre de sus atormentadores, cruzó la calle hacia donde yo me encontraba, con las manos hundidas en los bolsillos de sus raídos pantalones. Me miró de arriba abajo y ladeó la cabeza como un pájaro o un perro que ha oído agudas vibraciones.

– ¿Tiene frío, hombre?

– No -contesté-. Estoy muy bien.

– Oiga, no me fastidie. -Hizo chasquear los dedos-. Me está mintiendo. Me ha comprendido perfectamente. Tiene frío. Está pensativo, intranquilo. Suave y polvoriento como un papel de lija gastado. -Guiñó un ojo y me miró con el otro, como si me examinara a través de la lupa de un joyero- Déme un dólar.

– ¿Por qué he de dártelo?

– Porque soy muy malo. Sólo saldrá de aquí enterito si me paga. De lo contrario…

Se encogió de hombros para indicar lo desesperado de mi caso de no entregarle el dinero.

– ¿Por qué te llaman el loco Maro?

– Porque lo soy. -Miró la acera. Sus párpados aletearon-. ¿Por qué si no? Chico, huele usted a verde y a papel…, como el dinero. Le costará dos dólares.

– ¿Por qué esperas que te dé un dinero que no has ganado?

Cuando alzó la cabeza, sólo vi el blanco de sus ojos en contraste con los oscuros párpados. Empezó a balancearse de un lado a otro, con un ritmo silencioso, chasqueando los dedos y dando palmadas, que parecía escuchar en su interior. Después, cambió de actitud, al tiempo que arrugaba la frente.

– ¿Es usted poli?

– No -contesté-. Soy abogado. -Saqué una tarjeta del bolsillo de mi chaleco y se la tendí-. Como puedes ver, me llamo Eugene…

– Sé leer -me interrumpió con brusquedad. Examinó la tarjeta y leyó con gran lentitud las palabras-. Eugene H. Denis…, abogado… -Me miró y se metió la tarjeta en el bolsillo-. ¿Así que es usted abogado? ¿Qué quiere de mí?

– Pues… Si vinieras a mi despacho, hablaríamos en privado.

– Podemos charlar aquí mismo.

– Bien, si lo prefieres… -Maro se mostraba muy susceptible y yo debía actuar con mucho tacto-. Mis clientes han oído hablar de ti. Conocen tu…, tus talentos especiales. Y me han autorizado a ponerme en contacto contigo y hacerte una interesante proposición. La única pega es que no estoy autorizado a divulgar… Bueno, no puedo explicarte los detalles a menos que aceptes. Abandonarías este barrio para siempre y…

Maro, que me observaba lleno de curiosidad, me asió de repente por el brazo, antes de que me diera cuenta de lo que ocurría. Traté de soltarme.

– ¿Qué haces? ¿Qué te sucede?

– Me teme más que a la muerte. -Se echó a reír, dándose una palmada en el muslo con su enorme mano-. Tiene miedo de que le haga daño. -De repente, sus ojos brillaron de malignidad-. Bueno, pues pienso hacérselo. Le daré tal puñetazo que se tragará los dientes.

– ¿Por qué? -pregunté, pugnando todavía por liberarme de él. Sabía que en efecto iba a pegarme-. No pretendo engañarte. Se trata de una gran oportunidad. Confía en mi…

Su vigorosa mano izquierda salió despedida antes de que me diera tiempo a eludirla y me alcanzó en plena boca. A continuación, levantó una rodilla y me golpeó en la ingle. Me doblé y caí sobre la acera.

– ¿Qué…, qué te pasa? -logré decir, mientras me esforzaba recobrar el aliento-. ¿Estás loco? He venido para ayudarte. Se quedó de pie, contemplándome. Adoptó una expresión de asco, un gesto de irritación, como si saboreara y sintiera la sangre que se escurría por la comisura de mis labios.

– ¡Qué sabor tan salado! -farfulló-. Deje de hacerme rechinar los dientes.

– No me pegues -supliqué-. Soy tu amigo.

Me aterraba la furia que asomaba a sus inquietos ojos y, pese a ello, temía perderle.

– ¿Amigo? ¡Narices! -Me dio una patada en el costado-. Tiene miedo de mí, lo huelo. No confía en mí, no le caigo simpático. Olfateo todo eso como si una lima me rozase los dientes.

– No te tengo miedo, Maro. -Me esforcé por controlar mi agonía-. Me agradas. Vine aquí para buscarte. Te necesitan y tú les necesitas.

Otra patada.

– No mienta. Sí que me tiene miedo. Se merece otro…

Por el rabillo del ojo, debió vislumbrar el uniforme azul, o tal vez lo olió, o lo oyó, o lo sintió en las puntas de sus largos dedos.

– ¡Mierda! -murmuró-. Otra vez la poli.

Se quedó paralizado, tenso como un ciervo sorprendido por el brillante resplandor de los faros de un automóvil.

– ¡Espera, Maro! -le grité-. No te vayas. No voy a denunciarte.

Salió corriendo.

– ¡La dirección de la tarjeta! -chillé a sus espaldas-. ¡Ven a verme! ¡Es muy importante para ti!

Volvió la cabeza un instante, mientras corría por la calle a toda velocidad. Vi la amplia sonrisa de burla que trazaban sus blancos dientes, destacando sobre la piel negra. Mi único miedo en aquel momento se centraba en que no viniera a verme. Tal vez pensase que le había tendido una trampa. Casi había necesitado dos meses para localizarle y, en menos de media hora, le había perdido lastimosamente. Había cometido el error de temerle.

Pasé los tres días siguientes sin moverme de mi piso, en Park Avenue. No alcanzaba a pensar en otra cosa que no fuera aquel rostro negro y reluciente y la blancura de su burlona sonrisa. ¿Vendría al fin? Y si lo hacía, ¿se mostraría de acuerdo en ser transportado al futuro?

Los demás individuos a los que había enviado previamente me resultaron fáciles de tratar. No formularon preguntas embarazosas y no me fue preciso explicarles por qué no podía darles detalle alguno acerca de la época, el lugar o el trabajo que les correspondería. Pero Maro, pese a su carácter indómito, era un adolescente dotado de gran inteligencia. ¿Aceptaría el hecho de que vivía en una era y una sociedad en las que él constituía un error? ¿Y que su personalidad estaba en cambio acorde con otro modelo distinto, que le necesitaba de manera desesperada? ¿Cómo demonios iba a lograr que pusiera su vida en mis manos?

La tercera noche, me despertó un golpe en la ventana. El radio-reloj marcaba las 3.45. Me dispuse a buscar mi pistola automática calibre treinta y dos en el cajón de la mesita de noche, pero rechacé la idea. Maro olfatearía el peligro, del mismo modo que había olido el miedo. Eso le violentaría. No cabían fingimientos. Debía demostrarle que confiaba en él o, de lo contrario, el muchacho se ofendería. Salté de la cama y abrí la ventana antes de encender la luz.

Maro se echó hacia atrás, perdiéndose en las sombras por un instante. Oí cómo husmeaba.

– Entra, Maro. No hay nadie más aquí. Te esperaba.

Se acercó a la ventana, alerta a todo cuanto sucediera detrás de mi, en la habitación. Me aparté. El muchacho saltó el alféizar y cayó en el suelo, sin producir sonido alguno.

Por primera vez, le veía de cerca y sin prisas. Era alto y vigoroso, con el pelo cortado casi al rape. Llevaba las uñas mordidas, casi en carne viva, y sus brazos mostraban una serie de cicatrices alargadas y lustrosas. Se estremeció en un gesto de expectación, aguardando mis palabras. Inicié mi trabajo.

– Ahora te comprendo, Maro. Al menos, te conozco algo y te acepto como eres. Hay muchas personas que no aprecian tus dones especiales. Les aterras. La gente odia todo lo que no comprende. Por eso debes ocultarte y…

Se echó a reír, dejándose caer en la poltrona.

– ¿Estoy en un error? -pregunté.

– Tan equivocado que apesta. Claro que usted se ocultaría, si estuviera en mi lugar. Lo huelo en usted. Tiene miedo hasta de su maldita sombra. Ahora mismo, busca las palabras adecuadas como un hombre que intenta salir de un foso resbaladizo. Escuche, hombre, ¿no se ha enterado todavía de que yo puedo sentirlo? Usted me mira, señor Denis, pero no me ve. Está en plena representación. Y si hay algo que me ponga lo bastante enfermo y loco como para matar, es que la gente no confíe en mi.

Su voz, profunda y colérica, me había absorbido tanto que, cuando calló para lanzarme una mirada furiosa, me sorprendí al advertir que su voz y sus modales habían cambiado por completo. No había vestigio alguno de aquel modo de hablar arrastrando las palabras, de aquel acento vulgar que utilizó cuando nos conocimos. Sus ojos volvieron a girar de un lado a otro y vi que apretaba los puños. Me acordé de la pistola del cajón. Maro se estremeció e inclinó el cuerpo hacia delante, tenso ante el peligro. En aquel instante, comprendí que estaba conduciendo la entrevista de un modo totalmente erróneo. Me decidí por el último recurso: contarle la verdad.

– ¡Espera! -me apresuré a decir-. De acuerdo, tienes razón. Me inspiras miedo, y tú lo sabes. Es absurdo que trate de engañarte. Tengo una pistola en ese cajón y, por un momento, pensé que la necesitaría para protegerme.

En cuanto dije esto, Maro se tranquilizó. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y la movió para relajar los músculos de su cuello.

– Gracias -murmuró-. No sabía de qué se trataba, pero estaba seguro de que pasaba algo. Cuando alguien me miente o finge delante de mi, siento que mis entrañas estallan de dolor. Esa es una de las cosas que el doctor Landmeer cree que puede curarme. Dice que debo aceptar a la gente que miente por costumbre. Cuando aprenda a convivir con ella, me volveré normal.

Los archivos del Tribunal mencionaban que Maro iba a ser sometido a examen psiquiátrico, pero yo desconocía que estuviera ya bajo tratamiento.

– Ese doctor Landmeer… ¿Llevas mucho tiempo visitándole?

– Ocho meses. El juez me mandó a la clínica psiquiátrica y, de allí, me enviaron al doctor Landmeer. Un fraude, como todos ellos. Sé que cree estar ayudándome, pero hay veces en que me entran ganas de echarle las manos al cuello y obligarle a que se calle. Miente y simula que confía en mí, pensando que no veo bien claro a través de él. Me cuesta medio dólar la visita. ¿Qué le parece? ¿Sabe que algunos tipos le pagan quince y hasta veinte dólares la hora?

– Algunos médicos cobran más -musité-. Cincuenta o sesenta dólares.

Maro me miró de soslayo.

– ¿Se ha sometido alguna vez a un psicoanálisis?

– No. De niño, mi padre me llevó a cinco psicoanalistas diferentes. Al final, desistió.

Soltó una carcajada y me dio un manotazo en la espalda, como si disfrutara con sólo pensarlo.

– A mi viejo le pasa todo lo contrario -dijo-. Es pastor y sólo le interesa salvar mi alma. Bueno, si quiere que le diga la verdad, ya no aguanto más. Ese sofá de Landmeer apesta de tanta gente que se echa en él para hablar. Hay una sensación verde que no desaparece nunca, así que apenas consigo oírme mientras pienso. El no oye nada, en absoluto, y si no oye, ¿cómo va a conseguir volverme normal? ¿Piensa que estoy loco, señor Denis?

– No, no lo creo.

– Sí que lo cree. -Se rió entre dientes-. Me está tomando el pelo.

– Escucha -repliqué, sin hacer ningún esfuerzo para ocultar mi fastidio-. Te necesitan en el futuro, tal como eres. Si ese doctor te cambia, ya no les servirás.

Sus ojos se abrieron al máximo.

– ¿El futuro?

– De eso se trata. No hay mucho que pueda explicarte, excepto que existe una entidad que opera en el futuro y selecciona chicos fuera de lo corriente y que hayan nacido en una época en que sus talentos no sean comprendidos. Los muchachos como tú viven aislados en su tiempo. O se burlan de ellos. Incluso a veces los destruyen. En cambio, esto les permite llevar vidas útiles y felices en una época que les necesita.

Profirió un largo silbido y se recostó en la poltrona.

– ¡Vaya! -exclamó-. El doctor Landmeer quiere volverme normal. Mi viejo desea salvar mi alma. Delia pretende que me convierta en un hombre hecho y derecho. Y ahora se presenta usted y me dice que soy perfecto tal como soy, sólo que vivo en la época inadecuada.

– Exacto.

Maro se levantó y anduvo lentamente de un lado a otro, husmeando el ambiente y frotándolo entre sus dedos.

– ¿Y respecto a usted? -preguntó-. No imagino su interés.

Vacilé por un momento y luego decidí seguir diciendo la verdad.

– Si logro que accedas a irte y firmes una renuncia a tu derecho a volver, conseguiré medio millón de dólares.

Olfateó una vez más y meneó la cabeza.

– No, busca usted algo más. No sólo el dinero. Quiere sacar algo más de esto, aparte del dinero.

– No hay nada más -insistí. Las aletas de su nariz temblaron de cólera y todo su cuerpo se puso en tensión-. Nada más que yo sepa, Maro. Te lo juro. Si hay algo más, lo ignoro.

Volvió a tranquilizarse, sonrió y me estudió, parpadeando.

– ¿Cómo se metió en esto, señor Denis? Creía que era abogado.

Forzado por la necesidad de que se tranquilizara y confiara en mí, hablé sin traba alguna respecto a cómo decidí ser abogado criminalista al salir de la Facultad de Derecho de Harvard, en lugar de unirme a mi padre y a mi hermano mayor en la firma Denis y Denis, abogados en ejercicio. Expliqué que esto, a los ojos de la capa superior de la abogacía, me convirtió en un paria e hizo que mi padre me desheredara, pero que así, por primera vez en mi vida, me había sentido libre, no teniendo que depender de él para nada.

– Cuando actúas en los tribunales de lo criminal, conoces a todo tipo de gente -le dije-. Tal vez seas muy joven para recordar un caso que apareció en primera página hace seis años… Un tipo que iba en una silla de ruedas, paralítico del cuello para abajo. Le acusaron de una docena de robos en diversas joyerías.

– ¿Cómo? -Maro se inclinó hacia delante-. ¡Qué locura!

– Bien, nunca descubrieron su método. Sin embargo, el individuo había estado presente en todos los robos, y la policía encontró en su habitación los artículos robados. Me encargué del caso y logré su absolución. En aquel tiempo, no sabia que era realmente culpable.

– Pero ¿cómo…?

– Nadie llegó siquiera a imaginarlo. La cuestión es que el caso se mantuvo en la primera página de los periódicos durante toda una semana. Pocos meses después, se pusieron en contacto conmigo desde el futuro. Creían saber cómo lo había hecho y estaban ansiosos por disponer del fulano. Cuando hablé con el paralítico, éste lo admitió todo. Había nacido paralizado del cuello para abajo, cierto; y sus músculos estaban inutilizados. Pero gozaba de una compensación. Era telequinésico. Resultaba sorprendente ver a aquel individuo mover y manipular objetos a su alrededor, recurriendo tan sólo a su mente.

– ¿Aceptó ir?

– Al principio se asustó. Y no le culpé por ello. Yo también recelaba. Pensaba que quizá fueran unos chiflados, o criminales que deseaban causarle algún daño. Pero enviaron a un hombre a verme, abogado también. Me demostró sin lugar a dudas la corrección del asunto. Cuando el muchacho descubrió que podía ser realmente útil al mundo, se volvió loco por irse. Apenas conseguía retenerlo… Después de ese primer contacto con mis clientes, siguieron comunicándose conmigo de vez en cuando, cada vez que sus investigadores descubrían indicios o pistas sobre alguien especial con el que deseaban contar. Me aclararon lo que querían de mí, que obtuviese el acuerdo del interesado. Y ellos se encargan del resto. El dinero lo depositan en mi cuenta. He cerrado nueve tratos con ellos en los pasados cinco años. Y no sé mucho más.

Maro me escuchaba, acurrucado, sin apartar los ojos de mi rostro.

– Y todos los demás -preguntó-, ¿se marcharon sin saber adónde iban o para qué les querían?

– Sí. Eso forma parte del trato. Mis clientes insisten en eso. De lo contrario, no sería legal. Hay que confiar en ellos.

– Y yo… debo confiar en usted. No sé nada de ellos, excepto lo que usted me diga. Tengo que poner mi vida en sus manos.

Miró la alfombra y dibujó una serie de líneas sobre ella con el borde de su zapato-. Dígame, señor Denis, ¿confiaría usted en mí hasta ese punto? ¿Pondría su vida en mis manos?

La pregunta me sorprendió. Mi primera reacción fue contestar en sentido afirmativo, pero Maro se daría cuenta de que mentía.

– No -repuse-. Sería absurdo mentir. Para mí, eres como un animal salvaje. ¿Cómo podría confiar en ti?

– Entonces, ¿por qué hace esto, señor Denis?

– Ya te lo he dicho. Por dinero.

– ¿Ah, si! -grité-. Bien, créelo o no, como quieras. Me importa un comino.

Me sentía irritado y, puesto que carecía de sentido el ocultarlo, di rienda suelta a mis sentimientos:

– Si quieres, márchate ahora mismo y olvidaremos todo el asunto.

– ¿Qué es lo que busca realmente, señor Denis?

– ¡El dinero, Maro! ¡El dinero! ¡El dinero! -Chillaba, furioso contra él por haberme hecho perder el control.

Maro tembló y se estremeció mientras yo le gritaba. Me ardían las entrañas. Mis manos y axilas, en cambio, estaban húmedas y frías.

Nunca antes había experimentado aquel estallido, aquel flujo de cólera que me inspiraba un ardiente deseo de insultarle. Quería pegarle. Quería hacerle daño. Los dientes de Maro rechinaban y había levantado las palmas de las manos, tembloroso. Le odiaba. Algo me corroía por dentro, un deseo que pugnaba por liberarse, un ansia de machacar su rostro con todo lo que se me pusiera a mano.

Y de repente, le pegué.

No hizo esfuerzo alguno por defenderse. Le pegué en la cara una vez, y otra, y otra más, y Maro sonreía mientras recibía los golpes. Sus ojos giraron en las órbitas y mostraron dos esferas blancas, en contraste con la oscura carne. Le así por el cuello y aullé:

– ¡Mírame! ¡Mírame cuando te pego, bastardo! ¡Mírame cuando te pego!

Y de pronto, con la misma rapidez con que se había presentado, cedió la oleada. Pesado, agotado, empapado en sudor, me dejé caer en el sillón. Tenía los brazos y las piernas húmedos y temblorosos. Nos quedamos sentados en silencio por algún tiempo. Y luego, habló Maro:

– Ahora tal vez pueda confiar un poco en usted, señor Denis -dijo con suavidad, como para no romper el equilibrio.

– ¿Por qué? No he cambiado.

– Sí que ha cambiado. Un poco. Lo suficiente para inspirarme alguna confianza.

– Eso no basta. Has de confiar en mí por entero.

– Confío en usted sólo en la medida en que ha cambiado -dijo, al tiempo que agitaba la cabeza-. Del todo, todavía no. Pero me convencerá en cuanto vuelva a conectar la electricidad. ¿Nunca ha visto a un hombre colgado del extremo de un alambre cargado? No puede soltarse. Así ha estado usted durante algunos minutos. Tal vez la conectó únicamente para impresionarme. Sin embargo, una vez conectada…, ya lo ha conseguido. Lo sé muy bien. Yo vivo siempre con la electricidad conectada.

– Suena como un infierno.

– Infierno y cielo a la vez. Un cortocircuito, en verdad, porque vivo con las dos fases. En cuanto a lo de ponerme en sus manos y firmar esos papeles… Eso llevará su tiempo.

– ¿Cuánto?

– No lo comprende, señor Denis. Depende de usted. En cuanto esté dispuesto a confiar en mi.

Medité un largo rato sobre ello. Maro tenía razón. Algo tan sencillo, tan lógico, tan aterrador… él ya estaba listo. Era yo el que debía cambiar. Confiaría en mí tan pronto como yo confiara en él. Lo correcto, desde su punto de vista.

– No sé si llegaré a hacer lo que me pides, Maro. Me gustaría, pero no me creo capaz. Jamás he sido una persona confiada. ¿Sabes que dejé de confesarme a los trece años? Trataron de convencerme de que los curas jamás revelaban lo que oían. Por desgracia, mi padre solía hacer grandes donaciones a la parroquia. ¿Y sabes una cosa? Sigo creyendo que celebraba reuniones semanales con el padre Moran para hablar de mis confesiones. Desde luego, pudo haber descubierto aquel libro bajo mi colchón sin que se lo dijera el padre Moran, pero no logro meterme en la cabeza la idea de poner toda mi confianza en un sacerdote… Imposible, Maro. No se trata sólo de ti, sino de todo el mundo en general. Pertenezco a ese tipo de individuos que siempre se asegura de que conserva la cartera en su lugar cuando tropieza con alguien, sea quien sea. La semana pasada estuve hablando con un juez al que conozco. Me rozó al salir de la sala, y antes de darme cuenta, ya me había llevado la mano al bolsillo. Él no lo advirtió, pero eso no alivió mi vergüenza. ¿Cómo se te ocurre pedirme que confíe en ti ciegamente?

Maro sonrió y se encogió de hombros.

– Uno de nosotros habrá de ceder primero, y usted es el interesado en este asunto. Me necesita más que yo a usted, y estoy seguro de que no se debe sólo al dinero. De modo que tendrá que empezar primero por confiar. No hay otra solución.

Me quedé sentado, mirándole mientras examinaba mi piso.

– ¡Vaya lugar! Debe de costarle una fortuna. -Olisqueó y ladeó la cabeza para escuchar-. No hay mujeres aquí, ¿eh? Tampoco se ha casado.

– Estuve a punto -expliqué con un susurro- Hace veinte años, cuando yo tenía veintitrés. Rompimos nuestras relaciones una semana antes de la boda.

– ¿Pensó que andaba buscando su dinero?

– No. Contaba con el suyo propio. Y en abundancia. Procedía una antigua y acaudalada familia de Connecticut… Me negaba a creer que me quería. En mi interior, estaba seguro de que se veía con otros hombres. Nos separamos cuando ella descubrió que la espiaba. Aunque bien pudiera ser que… No, no nos hubiera ido bien. Supongo que he nacido para soltero.

Permaneció inmóvil y me estudió durante largo rato.

– Bueno, señor Denis -dijo por fin-, lamento todo eso. En lo que a mí respecta, lo que he dicho sigue siendo válido. Creo que ya es hora de que, por una vez en su vida, confíe en alguien. Y ese alguien puedo ser yo.

Amanecía cuando se marchó. Sentado, contemplé las paredes durante mucho tiempo. Cuanto más pensaba en ello, más despreciable me consideraba. ¿Cómo iba a confiar por completo en un tipo así? ¿Yo? Me parecía una locura tan enorme que hube de tomarme tres Bourbon antes de decirme ante el espejo:

– Debes demostrarle que confías en él. Debes confiar realmente en él. Debes poner tu vida en sus manos.

Eso exigió otro trago, y otro más, hasta que el espejo empezó a contestarme…

Los sueños que me asaltaron entonces fueron confusos. Variaciones sobre el tema de poner mi vida en manos de Maro retrocediendo siempre ante la auténtica prueba. Por fin, cuando prendieron fuego al medio millón de dólares, encontré el valor necesario. Le entregué un machete y apoyé la cabeza en el tajo. Y el canalla la cortó. Sólo que su rostro cambió al final de la pesadilla. No era el de Maro, sino el de mi padre.

Una vívida sesión. Desperté a mediodía con resaca y la cabeza dándome vueltas. Me senté en el borde de la cama y permanecí así un buen rato, compadeciéndome y maldiciéndome por mi incapacidad de confiar en la gente. Sin embargo, eso no me llevaba a ninguna parte. Tenía que confiar en Maro y, si quería ser aún lo bastante joven para disfrutar del dinero, actuar muy de prisa.

El primer paso en el proceso de la confianza, decidí, consistía en conocerle en la medida de lo posible. Los nombres de las tres personas más íntimas para él se me aparecieron con toda claridad: el doctor Landmeer, el reverendo Tyler y una chica llamada Delia.

Mediante uno de mis contactos en la Clínica Municipal de Salud Mental, supe que el doctor Landmeer había acortado en seis horas semanales su consulta privada para dedicarlas a tres casos asignados por la institución. Me enteré asimismo de su afición favorita: la investigación en psicoterapia de la adolescencia.

A fin de que me hablara con entera libertad, pedí a mi amigo de la clínica que me presentara primero a los directores, como abogado de una de las grandes fundaciones filantrópicas manejadas por la firma Denis y Denis, abogados en ejercicio. Nuestro cliente, insinué, consideraba la posibilidad de otorgar donaciones sustanciosas para proyectos de investigación que valieran la pena.

Se acordó que yo vería al doctor Landmeer al día siguiente. El doctor me recordó bastante a uno de los analistas a los que me había enviado mi padre en mi niñez. Bajito y rechoncho, usaba gafas de gruesos cristales, que distorsionaban sus ojos castaños convirtiéndolos en volutas semejantes a los nudos de una tabla de madera de pino. Con gran entusiasmo, me invitó a pasar a su sala de consulta.

– El señor Williams, nuestro director -dijo-, me ha informado de que se interesa usted por la psicoterapia de la adolescencia, señor Denis.

– Tengo entendido que se trata de un importante campo de la investigación psiquiátrica. Me gustaría saber algo sobre el trabajo que realizan aquí hombres como usted.

Se acomodó en su sillón de piel y encendió una enorme pipa de espuma de mar.

– Siempre me pareció que se descuidaban demasiado las técnicas de trabajo sobre la adolescencia -expuso-. Al contrario, se necesita estudiar a fondo ese período comprendido entre la infancia y la edad adulta. Valoro su importancia porque padecí muchos de los problemas que padecen ahora esos chicos. Y a no ser por la ayuda de un hombre que se preocupó mucho por mi, yo… Bien, dejemos eso. Baste decir que me siento muy cerca de esos críos, abrumados por el miedo y la falta de cariño. No hay razón que justifique el fantástico número anual de jóvenes incapacitados o destruidos mentalmente. Un verdadero crimen.

– Precisamente por eso estoy aquí… Bien, ¿podría explicarme algo sobre los casos que le han sido encomendados por la clínica? Sin mencionar nombres, por descontado. Hábleme sólo de sus problemas y de sus progresos.

Me describió en detalle sus tres casos. Simulé interesarme en el joven violinista cuyas manos habían quedado paralizadas poco después de que su padre abandonara a su madre y formulé atrevidas preguntas sobre la brillante jovencita que, a los dieciséis años, adquirió la impulsión de desnudarse en público. Por fin, el doctor llegó al joven negro que padecía manía persecutoria.

– Un muchacho muy inteligente -dijo-, pero trastornado. Cree que todo el mundo le miente. La primera vez que vino a verme simuló todos los rasgos de conducta y la forma de hablar que las personas con prejuicios raciales asocian a los negros: enunciación muy lenta, andar pesado, torpeza…

Asentí, recordando el día en que vi a Maro en la calle.

– Ahora, por descontado, abandona esa pose cuando se encuentra conmigo -prosiguió el doctor-. El estereotipo negro constituye su coraza cuando trata con los blancos. ¿Sabe una cosa? Es inteligente, y lo bastante sensible para saber que la mayoría de la gente espera que se comporte así, de modo que los engaña con facilidad.

Y Landmeer continuó describiéndole. Resultaba evidente que Maro había frecuentado la consulta durante casi ocho meses sin revelar su percepción extrasensorial. Landmeer, en su deseo de impresionarme sobre la importancia de su trabajo, no habría dejado de mencionar tan extraño don en caso de conocerlo. Estaba claro que, aunque Maro confiaba en el doctor lo suficiente para prescindir de ciertas simulaciones, no llegaba al punto do descubrirse ante él de forma esencial.

Aquello me sirvió de aviso. A partir de aquel momento, se entablaba una especie de carrera entre el doctor y yo. Si Maro desnudaba por completo su alma ante Landmeer, el muchacho estaría perdido para mi y para el futuro, que precisaba de él.

– Dígame, doctor Landmeer, ¿es cierto lo que me ha explicado respecto a casos como éste? ¿Que las personas que se creen engañadas son capaces de llegar a la violencia?

– Comprenda que se trata de un paciente inestable, emocionalmente hablando. -Landmeer dio una chupada a su pipa-. Su hostilidad está muy enraizada. A los nueve años, su padre adoptivo, un clérigo, le reveló que había sido abandonado por sus auténticos padres poco después de nacer. El pastor oyó un día el llanto de un bebé, e intrigado, se acercó a una caja de cartón que había encima de un montón de basura. Al abrir la caja, descubrió en su interior al crío y una rata. Una transfusión aplicada con toda urgencia salvó la vida del niño, pero perduraron las cicatrices en sus brazos y su cuerpo.

– ¡Dios mío! ¿Por qué le explicó eso? ¿Por qué contarle a un niño de nueve años algo semejante?

– Según el chico, su padre adoptivo se lo dijo en un momento de cólera. Quería demostrarle que la Providencia le había guiado hasta la caja. Encuentro justificada hasta cierto punto la amargura que mi paciente siente contra el mundo.

– ¿Quién no se sentiría amargado sabiendo algo así?

– Exacto. Bien, respondiendo a su pregunta… Un paciente como éste, con un temor y una hostilidad tan profundamente enraizados, sin duda no experimentará ningún escrúpulo ante la violencia. No obstante, permítame señalar que, en este caso, tengo mucha confianza. El muchacho mejora poco a poco. Estoy seguro de que acabará por adaptarse a la sociedad.

– Me doy cuenta del interés de su trabajo con los jóvenes -dije, levantándome para despedirme-. No debería permitirse que la falta de fondos impidiera curar esos sufrimientos.

El calor y la gratitud que aparecieron en su rostro me abrumaron. En el mismo instante, tomé la decisión, si alcanzaba el éxito en mi pequeño proyecto con Maro, de donar una parte de mis honorarios para las investigaciones del doctor Landmeer.

Sin embargo, salí del despacho del doctor más confuso e inquieto que cuando había entrado. A lo largo de toda la conversación, tuve la sensación de que faltaba algo. La imagen que él me había dado de Maro no encajaba con los fragmentos que yo poseía sobre la personalidad del muchacho. Algo iba mal…

En casa del reverendo Tyler, descubrí otra faceta del carácter de Maro. El señor Tyler se mostró en extremo cooperativo cuando le informé de que efectuaba una encuesta para el Departamento de Bienestar Infantil, una encuesta sobre niños adoptados que se convertían en delincuentes habituales.

– He malgastado mucho tiempo con ese chico, señor. -El reverendo golpeó la mesa con el puño para subrayar sus observaciones-. Ha sido una lucha constante para atraerlo al rebaño. Maro había sido abandonado y, por consejo divino, le arranqué de las garras del diablo. Lleva encima la marca de Cain, sí. Sin embargo, confío en que salvaremos su alma.

– Lo que nos interesa a nosotros, al Departamento, reverendo, es conocer el carácter del muchacho. Tal vez eso nos dé una pista para tratar a otros jóvenes en su mismo caso.

– Siempre fue un chico muy emotivo. -El pastor meneó la cabeza-. Si se le pedía que hiciera una cosa, cualquier cosa, hacía todo lo contrario. Soy un hombre moderado, señor Denis, pero algunas veces… ¿ Sabe que cuando tenía sólo nueve años se peleó con otro niño? Maro tenía ya una mano en torno al cuello de su rival y empuñaba un cuchillo en la otra. Me presenté de manera insospechada. Si el Todopoderoso no me hubiera enviado para intervenir, habría matado al otro chiquillo.

– ¿Cómo lo sabe? Quizá sólo intentaba asustarle. Tal vez Maro sabía que usted andaba por allí cerca y le detendría.

– ¡Vaya! -El clérigo me lanzó una furiosa mirada-. Usted no conoce a Maro. Siempre ha sido violento. Hasta hace pocos años, me esforcé en vano por educarle en el temor al Todopoderoso. Entre aquel cuchillo y el corazón del otro niño no hubo nada que detuviera su acción, a no ser mi mano, guiada por la Providencia. Después de todo, señor Denis, ¿qué impide a las personas destruirse unas a otras salvo el temor a la cólera divina?

– La fe en la humanidad -murmuré involuntariamente, pensando en la respuesta que Maro habría dado.

– ¿Cómo dice?

– Nada. Pensaba en voz alta.

– Bien, le aseguro que precisé de mucho esfuerzo personal y de la inspiración divina para inculcar en el chico el temor al infierno. Gracias al cielo, al fin lo estoy logrando. Maro demuestra una tardía tendencia hacia la religión que me llena de esperanzas. ¿No sería glorioso que fuera llamado al sacerdocio?

Convine en que si y me despedí del reverendo Tyler. El aspecto religioso no concordaba en absoluto con Maro. Como tampoco el incidente del cuchillo. Si Maro hubiera querido de verdad apuñalar al muchacho, nada se lo habría impedido. Era demasiado rápido e inteligente. El reverendo no conseguiría detenerle. Maro le habría visto, oído, o husmeado mientras se acercaba. El verdadero problema radicaba en lo siguiente: ¿Por qué no había matado al chico? Ignoraba la respuesta. En lugar de ayudarme a comprenderle, mis investigaciones me enfrentaban a una naturaleza más compleja y variable que ninguna con las que me había enfrentado antes.

Sólo me quedaba una persona por ver, la que le conocía tal vez de manera más íntima. ¿Iba a proporcionarme ella la clave para entender el carácter de Maro?

Delia Brown residía en una habitación de alquiler entre la calle 127 y la avenida Lenox. Al principio, no quería permitirme la entrada.

– No soy ningún policía, Delia -aclaré-. Escucha, no te pido que me digas dónde está Maro. Ya le he visto, y he hablado con el doctor Landmeer y el reverendo Tyler. Ahora, necesito hablar contigo…

Delia abrió un poco más la puerta. Observé que llevaba un punzón en la mano.

– ¿Sobre qué? -preguntó.

Decidí correr el riesgo de revelarle la verdad.

– Sobre Maro. Desea que confíe en él, pero para eso he de conocerle bien primero… Oye, Delia, creo que si eres realmente su chica, no te hace falta eso en absoluto.

Mis palabras acertaron en el blanco. Me lanzó una mirada feroz y luego contempló el punzón que tenía en la mano. Al fin, dejó el instrumento sobre la mesa, se apartó de la puerta y se dejó caer en una silla, mientras yo entraba.

– ¿Así que le conoce? -dijo-. Bueno, no nos parecemos en nada. Maro es un necio. Puede decírselo de mi parte, si quiere.

– ¿De manera que Maro confía en las personas? ¿No tiene miedo de ellas?

– No hay nada en el mundo que le inspire temor. -Esbozó un gesto de indiferencia-. Es demasiado sencillo y confiado para temer a alguien, y tan infantil…

– En ese caso, ¿por qué finge el miedo? ¿Por qué se muestra tan salvaje y violento?

– ¿Salvaje y violento? ¿Maro? -Sus ojos se abrieron desmesuradamente. Se echó a reír-. ¡Dios mío! Pensaba que sabía usted cómo era en realidad. Por la forma en que hablaba… ¡Pero si es el alma más pacífica de la tierra! Incapaz de matar una mosca.

La descripción no se aproximaba demasiado al Maro que yo conocía. No se ajustaba a la imagen del muchacho que había aplastado su puño contra mi cara y me había pateado las costillas la primera vez que nos vimos. Me sentía más y más como un necio. En cada ocasión en que estaba a punto de captar su imagen, se me escurría como un trozo de jabón mojado. Tampoco ella sabía nada de él.

– De hecho, ninguna de las personas próximas a él le conocía de verdad. Les escondió su percepción multisensorial y empezaba a sospechar que también les había ocultado cuidadosamente toda cualidad de su carácter que no concordara con las diferentes imágenes que se habían forjado de él.

– … Un niño desamparado -continuaba Delia-. Tengo que protegerle de si mismo. Maro dejaría que la gente le pisoteara, aprovechándose de su buen carácter, si yo no me encargara de sermonearle de continuo. La semana pasada, le dio a un desconocido su último dólar. ¿Se lo imagina? A un perfecto desconocido. Maro me necesita para cuidarle y atenderle. Pero va mejorando. Le he convencido para que se aparte de las malas compañías…, de esos chicos que le influyen para que haga cosas incorrectas. Es un tonto tan confiado…

Delia me agarró de la manga.

– Bueno, no quiero decir eso exactamente -prosiguió-. Podría convertirse en alguien muy especial, de encontrar el tipo de mujer adecuado, que le diera el tipo adecuado de amor. Está cambiando, adquiriendo sentido común. Y si hay una cosa en este mundo que necesite un hombre, es sentido común. No sé qué tipo de trabajo quiere ofrecerle a Maro. De todos modos, puede confiar en él para todo. -Rió con desgana-. Señor Denis, ese chico no sabe lo bastante de la vida para ser deshonesto. Nadie le ha contado nunca la verdad sobre Papá Noel.

Escuchando a Delia, mientras observaba nuestro reflejo en el empañado espejo del tocador, comprendí de pronto el secreto de Maro. Todo encajaba. Maro, con su extraña facultad de percepción, captaba al instante los sentimientos de la otra persona y lo que pensaba de él. Y el muchacho se limitaba a adoptar el tipo de carácter que esa persona le prestaba. Un cambio de coloración protector.

Maro no era más que un espejo.

El doctor Landmeer le consideraba un neurótico en el que no se debía confiar, porque eso afirmaba la medicina sobre su caso. Y como el doctor pensaba que lo estaba curando, Maro mejoraba. El reverendo Tyler le juzgaba un alma perdida. Y como el reverendo creía avanzar en el camino de su salvación, Maro se volvía religioso. Para Delia, que veía en él un joven sencillo necesitado de su cuidado y protección, Maro era como un niño. Y puesto que Delia se veía dándole fuerzas para enfrentarse al mundo, Maro crecía.

Maro era todas esas cosas y ninguna de ellas. Ofrecía a cada persona la parte de su ser que correspondía. Para mí, había sido una criatura salvaje, extraña y violenta, y por lo tanto se mostraba conmigo salvaje, extraño y violento. No confiaba en él, y Maro reflejaba esa desconfianza. En un momento dado, temí que me asesinara. Y en consecuencia…

Durante todo el camino de regreso a mi casa, evalué lo que había aprendido. Tanto si los insólitos dones de Maro habían nacido a causa de una mutación genética como si no, existían pocas dudas en mi mente respecto a que los inusuales acontecimientos de su infancia contribuyeron al desarrollo de sus sentidos de mutante. Precisamente por tal razón le necesitaban ellos. Maro provenía de un incidente en las leyes de la herencia, agravado por un ambiente especialmente hostil, una combinación que jamás volvería a producirse. Le necesitaban y debía irse con ellos. Dependía de mí el lograrlo.

Había descubierto un ciclo extraño. Se podía confiar en Maro… Yo podía poner en él una fe total…, siempre que lo creyese honestamente. Imposible fingir. Maro advertiría la simulación, y eso resultaría fatal. Debía poner mi vida en sus manos…, o bien olvidarme de todo el asunto.

Marco era un espejo. Y yo, el hombre que debía cambiar.

Tal como suponía, me esperaba en mi apartamento, fumando mis cigarrillos y bebiéndose mi whisky. Tenía los pies sobre la mesita, un claro reflejo del joven engreído que yo había juzgado.

Le observé tranquilo, sin pensar en nada, tratando de relajarme y mostrarme abierto en su presencia. Conociendo su auténtico carácter, ya no le temía. Él lo percibió enseguida.

Soltó una carcajada. Luego, viendo mi rostro, dejó el cigarrillo y se puso en pie con el ceño fruncido.

– ¡Eh! -dijo-. ¿Qué ocurre?

Husmeó el ambiente y restregó el aire entre sus dedos. Sus ojos se desorbitaron primero y se cerraron después, y su cuerpo osciló de un lado a otro, igual que la primera vez que nos vimos.

– Ha cambiado -musitó. Había temor en su voz-. Su respiración… Es como el agua helada, y huele usted liso y claro, como el vidrio. -Parecía confuso-. Nunca he visto a nadie cambiar hasta ese punto.

Su expresión fue variando: amargura, desprecio, miedo, ira, diversión, súplica, inocencia infantil… Por último, perdió toda la peculiaridad. Como si probara todos los disfraces de su repertorio, cambiándolos sin cesar para averiguar qué esperaba yo de él, cómo creía que era, cuál de los Maro deseaba. Pero tal como había afirmado, yo me había vuelto liso, agua helada y vidrio claro.

Se dejó caer en el sillón y aguardó. Intuía mi conocimiento y esperaba mi reacción. El agua helada, el vidrio claro que veía en mí debía transformarse en un espejo. Por primera vez en su vida, una persona iba a ser como Maro quería. Alguien reflejaría sus necesidades. Y Maro había necesitado más que ninguna otra cosa en sus años de adolescencia que se confiara plenamente en él.

Capté el movimiento de sus ojos hacia el cajón de la mesita de noche. Sabía que guardaba allí mi pistola. Fue como si advirtiera mi disposición a confiar en él y me indicara cómo demostrarlo. Debía tratar de matarme, confiando en que él intervendría para salvarme.

Mi naturaleza interna se rebeló. ¿Y si me equivocaba? ¿Y si Maro no era en absoluto como yo creía? ¿Y si no me detenía? Resultaba estúpido, tremendamente ridículo, confiar tanto en un hombre. Un hombre ni siquiera podía confiar en si mismo…

Una imagen apareció de súbito en mi mente, un recuerdo de mi infancia. Mi padre al pie de la escalera. Yo, cinco o seis escalones más arriba. Extiende los brazos y me dice que salte. Él me recogerá. Tengo miedo. Me persuade… Me asegura que papá no me dejará caer. Salto. Se aparta y chillo mientras caigo al suelo. Dolor y enfado. «¿Por qué me has mentido? ¿Por qué…? ¿Por qué…?» Y la risa, y las palabras, y la voz de mi padre. Jamás las olvidaré. «Eso, para que aprendas a no confiar nunca en nadie, ni siquiera en tu propio padre.»

Acaso por ello no me había casado jamás, ni amado, ni creído en nadie. Acaso aquel temor me había mantenido preso todos aquellos años tras el seguro y fuerte caparazón de la sospecha… En aquel momento vi muy claro que mi decisión revestía tanta importancia para mí como para el propio Maro. Si me echaba atrás, jamás lograría confiar en nadie el resto de mi vida.

Maro me miraba. Esperando a que creyera por fin en él.

Sin decir una sola palabra, me acerqué al cajón, lo abrí y saqué la pistola. La examiné para asegurarme de que estaba cargada y luego me volví hacia Maro. El muchacho no mostró emoción alguna, ni tan siquiera hizo un gesto.

– Confío en ti, Maro -dije-. Necesitas una prueba de mi fe. Bien, en ese caso, te la daré. Veamos si soy capaz…, si puedo apretar el gatillo… -Apoyé el cañón del arma en mi sien derecha-. Voy a contar hasta tres. Quiero creer que me detendrás antes de que me mate.

– ¿Lo hará de verdad? -sonrió-. Quizá yo no le detenga. Quizá sea demasiado lento. Quizá…

– Uno.

– No sea bobo, señor Denis. Medio millón de dólares no justifica tanto riesgo. ¿O no se trata del dinero, después de todo? ¿Qué espera probar?

– Dos.

¿Reaccionaría mi dedo al impulso? ¿Me atrevería? Entonces, casi como si nuestras mentes se pusieran en contacto por un instante, supe que en efecto lo haría…, con tanta certeza como supe que Maro iba a salvarme. No valía la pena saber nada más. Todo estaba bien.

La sonrisa desapareció de su cara. Su respiración se tornó agitada y apretó los puños. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos.

– Tres.

Apreté el gatillo sin cerrar los míos.

Y en ese instante que me separaba de la eternidad, Maro actuó con la velocidad del rayo. Apartó la pistola de un manotazo. La bala rozó mi frente y se estrelló en la pared, a nuestras espaldas. La blanca explosión chamuscó mi rostro y me desmayé. Cuando recuperé el sentido, vi a Maro dando vueltas a mi alrededor. Había colocado una toalla mojada sobre mi cara.

– Se pondrá bien -me anunció-. La pólvora quema. Ya he avisado a un médico.

– He estado a punto de no contarlo.

– ¡Es usted un bobo! -Se movía sin cesar de un lado a otro, agitando los puños-. ¡Un maldito bobo! ¿A quién se le ocurre?

– Tú lo deseabas. Me alegro de haberlo hecho. Tanto por mí como por ti.

Maro se hallaba tremendamente excitado. Oía sus incesantes paseos. Apartó de una patada un cojín que se interponía en su camino.

– No debí de esperar tanto -dijo-. No creía que se atreviera… Es decir, no lo sabía. Nadie había creído en mí así hasta ahora. Me he pasado toda la vida esperando que alguien confiara de verdad en mi. No me imaginé que sería usted.

– Yo tampoco lo pensaba. Jamás confié así en nadie desde niño. Y he descubierto algo en mi interior que creía destruido. Valió la pena.

– Señor Denis…

Retrocedió y olisqueó el ambiente.

– ¿Qué ocurre?

– Hay algo ahí fuera. Muy lejos y al mismo tiempo muy cerca. Música, aunque no real. Jirones de sonido, violeta claro, amarillo oscuro, revoloteando a mi alrededor y disolviéndose. Aquí mismo y en un futuro muy lejano.

– Ése es el lugar y la época para ti, Maro. Te necesitan allí…, tal como eres, de la forma que eres. Y tú también les necesitas. Debes fiarte de ellos.

– Me fío de usted, señor Denis. Si usted dice que es lo correcto, me iré.

– Es lo correcto. No lo digo por el dinero, ya lo sabes. Voy ceder mis honorarios a la clínica. Tengo ya más que suficiente. Me retiro. Éste será mi último trabajo para ellos.

– ¿Pensará en alguna excusa que dar al doctor Landmeer, mi padre y Delia?

– Te lo prometo.

Expliqué a Maro cómo debía llamar al servicio telefónico para informarles de que ya estaba dispuesto a partir. Ellos le indicarían dónde debía aguardar a que enviaran alguien para recogerle. Me tomó la mano y la estrechó durante largo tiempo.

– Señor Denis -dijo-, creo que le gustará saberlo. Aquella música… La vi y la sentí… Usted tenía razón. Procedía de ellos. Un indicio de por qué me necesitan.

– ¿Puedes aclarármelo?

– Ni siquiera para mí está muy claro, señor Denis. Pero vi en imagen una gran reunión. No se entienden entre ellos y nadie sabe qué pretenden los demás. Las palabras parecen haber perdido todo significado. Como…, como sucedió en el Antiguo Testamento, cuando construyeron la Torre de Babel. Hay mucha confusión. Creo que me necesitan para ayudarles a hablar, a confiar en los demás… y hacer las paces.

– Me alegra que me lo hayas dicho, Maro. Me hace sentirme mejor.

– Adiós, señor Denis.

– Adiós.

Esperé a oír el portazo de la entrada principal. Entonces, aparté la toalla de mi cara y rodé sobre mi mismo hasta sentarme en el borde de la cama. Busqué el encendedor en mi bolsillo y lo encendí, manteniéndolo frente a mi rostro. Noté un fuerte calor, acompañado por los crujidos y el olor acre a cabello quemado, conforme se me iban chamuscando las cejas. Pero no vislumbré luz alguna.

Y entonces supe lo que significa quedarse totalmente ciego.

Me eché en la cama. A través de la ventana, viniendo de no sé dónde, penetró el sonido de la música. Por un instante fugaz, pensé que la escuchaba del mismo modo que Maro la había oído: jirones de sonido, violeta claro y amarillo oscuro, revoloteando a mi alrededor y disolviéndose. Mas pronto desapareció la imagen múltiple y percibí las apagadas variaciones de la melodía del mismo modo en que he oído todo sonido y música desde entonces. En la oscuridad…

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