Niño problema
Arthur Porges

de Analog, abril de 1964


Arthur Porges fue uno de los escasos autores estadounidenses que escribió regularmente relatos de ciencia ficción, amenos y originales, durante la década de los cincuenta y principios de los sesenta. Nació en Chicago, el viernes 20 de agosto de 1915, y recuerda que el horror y la ciencia ficción le fascinaron a edad muy temprana. En 1940, se graduó en el Instituto Tecnológico de Illinois y ejerció como profesor universitario de matemáticas, profesión de la que se ha retirado recientemente. Su primer relato vendido fue Modeled in Clay (Modelado en arcilla), adquirido por The Star Magazine en agosto de 1950. En el campo de la ciencia ficción se presentó en 1951, con The Rats (Las ratas), en el F and SF de diciembre.

Durante dicha década, escribió numerosos relatos, adquiriendo mayor fama en los géneros de horror y misterio que en el de la ciencia ficción, pese a un flujo constante de narraciones como The Fly (La mosca) (1952), The Ruum (1953) y The Rescuer (El rescatador) (1962). Sus obras giraban en torno a una sencilla idea argumental, pero estaban presentadas con un habilidoso toque de originalidad, que las convertía en memorables. El relato siguiente me entusiasmó ya la primera vez que lo leí, hace diez años. Sencillo y breve, conserva su tremenda eficacia.

En mi opinión, es una vergüenza que no exista una sola colección de obras de Arthur Porges. Además, el autor ha dejado de escribir hace poco tiempo. Una triste pérdida para el género, aunque confío en que algún día acabaremos por recuperarle.


Si es posible aliviar el dolor absorbiéndose en el trabajo mental, el matemático se cuenta entre los hombres más afortunados. Más allá de las bien cultivadas llanuras del análisis básico, se alzan por todas partes los picos no escalados de los grandes problemas, algunos de ellos acometidos durante generaciones, siempre sin éxito. Y rodeando estos picos, o extendiéndose hacia el horizonte, fuera del alcance de la vista, imperios inexplorados aguardan a sus inevitables conquistadores.

El profesor Kadar era como el hombre que entrevé el paraíso, sintiéndose incapaz de encontrar un sendero a través del intransitable terreno que se interpone entre ambos. Había ensayado pacientemente centenares de rutas, todas prometedoras, para toparse en el último momento con el mismo abismo profundo, la señal de «carretera cortada».

Acababa de llegar a un nuevo punto muerto. Dejó caer el bolígrafo, suspiró y hundió la cabeza entre las manos. Entonces, se oyó un sonido débil, de succión. El profesor alzó los ojos. Había olvidado por un instante, una virtud del espinoso análisis que ocupaba un montón de copias amarillas.

¿Cuánto tiempo llevaba allí el niño? Iba y venia de modo tan silencioso aquellos días… Encaramado en el alto taburete cromado, un asiento incongruente para un niño de tres años, permanecía sentado igual que un Buda frente a su padre. Y siempre con la misma mirada de introversión. Su faz enjuta, que conservaba la expresión típica del recién nacido, adquirida en la matriz, había acabado por parecerle oriental a Kadar. No, no se trataba de un idiota mongoloide, le aseguró el psicólogo clínico. Simplemente, de un niño atrasado.

Los ojos del profesor, hundidos y melancólicos, se encontraron con los de Paul, que tenían, pensó Kadar, un sesgo inequívoco. Se sintió consciente, con mayor fuerza que nunca, de la dulzura y placidez de su hijo. Resultaba curioso que esas cualidades fueran tan características del niño mentalmente retrasado. Como si la naturaleza deseara compensar a los defraudados padres. Claro que tal compensación parecía muy insuficiente. Y en este caso, cuando recordaba que Eleanor había fallecido al dar a luz a este pequeño vegetal -¿y cómo podía olvidarlo, ni por un momento, ni siquiera cuando el camino del paraíso se abría ante él?-, no representaba alivio alguno.

Los ojos oblicuos, pequeños y oscuros, bizquearon de nuevo. ¿Oriental o gitano? Muchos húngaros tenían sangre gitana. ¿O acaso los doctores, todos aquellos expertos a quienes había consultado, se equivocaban y Paul era a fin de cuentas mongoloide?

Nombres, reflexionó Kadar con amargura. ¿Qué significaban? En matemáticas, existían Tos términos «anillo», «ciclo», «ideal»… El término carecía de importancia. Sólo importaba el lugar que algo ocupaba en la estructura. Jamás las cosas en sí, sino las relaciones entre ellas. Sólo eso contaba. ¿Qué relación había entre Paul y el mundo, ahora y en el futuro?

De momento, no era más que un niño, menos que un niño en muchos aspectos. Y la señora Merrit, una mujer amable y maternal, ni inteligente ni educada, pero cordial. A Paul le gustaba aquella mujer, no cabía duda…, en caso de que el niño reaccionara ante alguien, cosa muy dudosa. Su expresión normal, trasladada a un adulto, hubiera sugerido un profundo aburrimiento.

El profesor meditó en las pruebas, las interminables y costosas pruebas. Adminículos de color, bloques, cuerdas, formas geométricas que debían ser comparadas… Y los hombres y mujeres jóvenes y despiertos que presidían los rituales. Paul les había confundido a todos. Kadar experimentó una perversa oleada de satisfacción al pensarlo. El chico no cometió errores. Se negó a cooperar, eso fue todo. Una actitud que no provocaba regocijo, por supuesto. La apatía indicaba una lesión cerebral aún más grave, pensaron los médicos al parecer. Y los electroencefalogramas de Paul revelaron ciertamente una anomalía que recordaba la de un epiléptico grave.

El niño se chupó los labios otra vez y de nuevo de su garganta surgió aquel tenue sonido. Por un momento, sus ojos miraron hacia el exterior. Al topar con la sombría mirada de Kadar, Paul se bajó torpemente del taburete y salió de la habitación, moviéndose con el paso más bien desequilibrado de un anciano sedentario.

«Va en busca de la comida», pensó Kadar. ¿Por qué la señora Merrit no llamaba al niño, en lugar de permitirle que actuara por su cuenta? «La culpa es mía -se dijo de inmediato-. Dejo que ella le eduque, mientras intento olvidar a Eleanor (y también a él, sí) absorbiéndome en mi trabajo. Por otro lado, ¿por qué imponer disciplina a un niño que jamás se rebela?» La dulce placidez de Paul se reflejaba en sus actitudes infantiles. Comía todo cuanto se le ofrecía…, si bien Sólo cuando tenía hambre. Nunca lloraba. Se quedaba tranquilo en su cama cuando le acostaban, y rara vez se levantaba hasta que la señora Merrit llegaba a la mañana siguiente, aunque la buena mujer mencionaba de vez en cuando, con cierto asombro, que solía encontrar a Paul despierto, tumbado bajo las lisas sábanas, con los ojos muy abiertos.

Aparte de ese detalle, la única manía del chico consistía en su afición al elevado taburete. A los dos años, ya había mostrado su preferencia por aquel llamativo objeto, sentándose en él para contemplar a la señora Merrit entregada a sus quehaceres en la cocina y el comedor.

Luego, siguiendo al profesor, como movido por un impulso, empezó a llevar el taburete al despacho de Kadar, frente al gran escritorio donde éste trabajaba. Y Paul había llegado a preferir ese lugar. Todos los días, mientras Kadar emborronaba hojas y más hojas, el niño se sentaba allí durante un mínimo de tres horas, fascinado a veces en apariencia por el movimiento y el siseo del bolígrafo sobre el papel, pero en general con los ojos en blanco y desenfocados.

La señora Merrit, como es lógico, consideraba dicha actitud escandalosa e insana. Pasó varias semanas tratando de interesar al niño en diversos juegos, sin lograrlo. Si los expertos psicólogos habían fracasado, pensó irónicamente Kadar, ¿cómo iba a triunfar una mujer, su ama de llaves, siempre atareada en cocinar y limpiar la casa?

Hasta los niños retrasados mentales podían ser excelentes artistas. Cuando pusieron entre las manos de Paul lápices de colores y grandes hojas de papel, se limitó a trazar tímidamente algunas rayas. Después, perdió todo interés por ellas.

El chico debería hacer algo de ejercicio como mínimo, había insistido la señora Merrit. Y el profesor había comprado un laberinto de barras, descubriendo, para su sorpresa, que Paul accedía a trepar por ellas durante media hora de vez en cuando. Sin embargo, Kadar sospechaba que tal acto se debía simplemente a la urgencia de alcanzar una posición más elevada desde el punto de vista físico. ¿Acaso el niño buscaba un equivalente a la estatura de los adultos que le rodeaban? ¿Constituía aquello la única fisura en su apatía?

Paul volvió al despacho y se acercó al taburete.

– Ven aquí, hijo -dijo el profesor, tratando de establecer una relación que siempre fracasaba.

Paul obedeció, dócil y silencioso. Kadar miró los rasgados ojos, en busca de alguna muestra de cordialidad. Sí, había lucecitas en el interior, pero no comunicaban nada comprensible para el profesor. Pasó una mano por el sedoso cabello del niño, revolviéndolo, y Paul se echó hacia atrás. Sin alarmarse, pero rechazando el acto. El profesor experimentó un repentino deseo de abrazar a su hijo, mas lo reprimió, sin saber exactamente por qué. Paul regresó al taburete, trepó a él con sus extraños y desequilibrados movimientos y se sentó de manera desmañada, bizqueando de nuevo.

Kadar recordó entonces que Eleanor mostraba a veces un aspecto similar, una expresión de profunda comunión consigo misma. Y además… Y además, también el tío Janos había tenido el mismo aspecto a menudo. El loco de Janos, que fracasaba en todo cuanto emprendía. Y pensándolo bien, ¿acaso Janos no poseía también rasgos orientales? Hacía muchísimo tiempo de aquello, en Hungría. Kadar no conseguía recordarlo. Para colmo, Janos había muerto cuando su sobrino era un niño todavía.

El profesor cogió una hoja de papel en blanco y prosiguió su búsqueda del camino que llevaba al paraíso. Cincuenta páginas de la investigación más avanzada, un nuevo campo de la matemática. Un lugar junto a Gauss, Abel y Galois…, si encontraba la ruta. Si determinada serie convergía en un número irracional, el teorema principal, con todas sus implicaciones, seria válido. Pero la confirmación seguía dándole la espalda. Basta, basta por hoy! Le ardía la cabeza. Seguiría intentándolo con la mente renovada, igual que Poincaré y las funciones de variable compleja. En eso radicaba su única esperanza. No obstante, Kadar sabía que así no resolvería nada. Sólo un enfoque nuevo, revolucionario, echaría abajo el muro de acero.

Kadar salió del despacho tambaleándose un poco, casi como Paul cuando andaba. Se preparó un martini y lo bebió a pequeños sorbos, sintiendo que parte de la tensión abandonaba sus músculos. La señora Merrit le preparó un emparedado caliente a toda prisa. La mujer se había resignado al comportamiento del profesor y prefería no intentar reformarlo.

– Digame -le preguntó Kadar-, ¿no ha intentado Paul decir nada todavía? ¿Nada en absoluto?

– No -replicó la mujer, reflejando en su mirada una inmensa compasión-. Sólo emite ruiditos con la garganta. Pero el niño comprende las cosas, estoy segura. Ya sabe que siempre hace lo que se le pide.

– Lo sé. Y me parece poco normal. Nunca una travesura. No se rebela jamás. Nada. Un vegetal… Dulce e insípido,. como un melón malogrado.

Y recordó a Eleanor, vital, despierta, animada, una belleza sin trucos ni afectación, una persona cálida y sin sentimentalismos. Ese hijo no había nacido de Eleanor y él, sino del loco Janos. Una mala pasada típica de la herencia: genes, ADN y Janos, terminando en Paul Kadar, hijo del hombre al que el American Men of Science dedicaba cinco párrafos.

Dejó el emparedado casi sin probarlo y volvió al despacho. «No trabajaré -se dijo-. Bueno, quizás eche un vistazo a las ecuaciones. Debo permitir que mi mente se refresque, nada conseguiré si continúo aguijoneándola.» En las profundidades de su cerebro sonó un débil timbre de alarma. ¿Y si el teorema era falso? ¿Qué pasaría entonces? Cincuenta hojas de garabatos absurdos, una estructura magnífica desprovista de cimientos.

Entró en su despacho y se dirigió a la mesa. La hoja superior yacía allí, burlándose de él… ¡Un momento! ¿Qué significaba aquello? La última ecuación estaba tachada, y sobre ella había una larga hilera de signos escritos a lápiz. Casi parecían símbolos matemáticos, aunque… ¡Santo Dios!, sí que eran símbolos matemáticos, sólo que escritos al revés!

Asombrado, invirtió la hoja. Por un instante, los trazos siguieron careciendo de significado. De pronto, sintió que su corazón se contraía como un puño al cerrarlo. Un nuevo proceso integral. Enérgico, elegante y sorprendentemente original. Disolvería el duro meollo del problema, lo mismo que un rayo que fulmina un roble.

Levantó los ojos, reflejando en ellos su frenesí. Paul le miró cara a cara. El delgado cuello del niño se movía, al tiempo que sus labios.

– Así… Ha de ser así. Si no…, queda muy feo -murmuró.

Su voz fue un balbuceo raro, agudo, como si tuviera que arrancar las palabras de un diafragma nunca antes utilizado.

Kadar, todavía confuso, miró por segunda vez los trazos a lápiz. Estaban invertidos porque, desde su taburete, Paul veía siempre así los símbolos. Y naturalmente, su validez no dependía de la forma en que estuvieran escritos.

Cabía en lo posible que un ignorante escribiera una sencilla frase enunciativa, siempre que hubiera oído alguna vez las palabras. Con suerte, hasta redactaría una oración compuesta perfecta desde el punto de vista gramatical. Pero ¿qué posibilidades tendría de escribir algo tan poético como esto: «los vientos huracanados doblegan los maravillosos brotes de mayo»?

Kadar miró a Paul una vez más. El niño no necesitaba cuadernos ni lápices de colores porque su mente veía todos los conceptos con una claridad total e inmediata. Sentado en el taburete, sólo con eso, había asimilado una educación matemática completa a través del trabajo de Kadar. Antes, Paul se había dedicado a observar a la señora Merrit, sin encontrar nada en su trabajo que estimulara su intelecto. En cuanto a su mutismo, no había duda de que, igual que su modo de caminar, se reducía a un problema físico y relativamente desprovisto de importancia para una mente como la suya.

El profesor se sintió sumergido por una gran ola de alegría, mitigada sin embargo al instante por la pena. Porque Paul era un monstruo, aunque un monstruo superior. Se hallaba probablemente por encima, o más allá, del amor en el sentido humano. Pero sus mentes podían comunicarse, y tal vez ésa fuera la mejor comunicación que existía.

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