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Sumido en estos pensamientos, miraba a los karnianos, entregados a su trabajo destructor.

– Hainker, Graves -dijo en voz alta.

– ¿Sí? -respondieron a la vez los dos hombres.

– Dentro de poco, pediré al capitán Browne que vuelva a hacer virar la nave. Cuando lo haga, usad las pistolas gaseosas.

– Dalo por hecho -repuso Hainker.

Tanto él como Graves expresaron su alivio con una sonrisa. Lesbee ordenó a los otros cuatro tripulantes que se preparasen para maniobrar los dispositivos portadores del gas a elevada velocidad.

– Toma el mando si algo me ocurriese -ordenó a Tellier.

Luego escribió un nuevo mensaje en el cuaderno: «Sin duda estos seres proseguirán su intercomunicación mental después de quedar inconscientes en apariencia. No hagáis caso, ni lo comentéis en modo alguno».

Se sintió mucho mejor cuando sus hombres leyeron la última nota y el cuaderno volvió a sus manos.

– ¡Capitán Browne! -dijo, mirando a la pantalla-. Haga otro viraje, a fin de inmovilizarlos.

Y así capturaron a Dzing y sus compañeros.

Tal como Lesbee había supuesto, los karnianos prosiguieron su conversación telepática.

«Creo que lo hemos hecho bastante bien -informó Dzing a su contacto en tierra. Debió de recibir alguna respuesta, porque prosiguió-: Sí, comandante. Ahora somos sus prisioneros, de acuerdo con sus instrucciones, y esperaremos acontecimientos… ¿El método de aprisionamiento? Cada uno de nosotros ha quedado inmovilizado por una máquina que nos ha sido colocada encima, con la sección principal ajustada al contorno de nuestros cuerpos. Una serie de rígidos apéndices metálicos nos fijan los brazos y las piernas. Todos estos dispositivos están controlados electrónicamente. Podemos escapar, por supuesto. Claro que una acción así queda pospuesta de momento…»

El análisis hizo estremecer a Lesbee. Pero no existía para los sacrificables posibilidad alguna de volverse atrás.

– A vestirse -ordenó a sus hombres-. Luego, empezad a reparar la nave. Colocad otra vez las placas del suelo, excepto la sección G-8. Han tocado algunas de las computadoras analógicas y será mejor que me asegure de que todo marcha bien.

Una vez vestido, restableció el rumbo de la nave y llamó a Browne. La pantalla se iluminó al cabo de un momento y apareció en ella el poco satisfecho rostro del capitán de la nave, hombre de unos cuarenta años.

– Deseo felicitarles a usted y a sus hombres por su hazaña -dijo Browne, sombrío-. Al parecer, poseemos una pequeña superioridad científica sobre esta raza. Podremos intentar un aterrizaje restringido.

Puesto que jamás se produciría un aterrizaje en Alta III, Lesbee se limitó a esperar sin comentarios, en tanto que Browne se sumía en sus propios pensamientos.

El capitán reaccionó por fin, aunque todavía con cierta vacilación.

– Señor Lesbee -expuso-, sin duda ya sabe usted que esta situación resulta extremadamente peligrosa para mí… Y para toda la expedición se apresuró a añadir.

Al oír estas palabras, Lesbee se sintió anonadado. Browne no pensaba permitirle regresar a la nave. Y para alcanzar su objetivo personal, debía subir a bordo. «Tendré que poner de manifiesto su conspiración y proceder a una aparente oferta de compromiso», penso.

Respiró hondo y miró a los ojos de la imagen de Browne.

– Me parece, señor -dijo, con todo el valor de un hombre imposibilitado de dar marcha atrás-, que nos hallamos ante una alternativa. Podemos resolver nuestros problemas personales, o bien mediante una elección democrática, o bien compartiendo el mando, siendo usted uno de los capitanes y yo el otro.

Para cualquier otra persona que les escuchara, la observación habría conducido a una conclusión totalmente errónea. Mas Browne comprendió en seguida su importancia.

– ¿Así que ha decidido poner las cartas sobre la mesa, señor Lesbee? -replicó en tono despectivo-. Bien, permítame decirle que jamás se habló de elecciones mientras los Lesbee ostentaron el mando. Y por una razón excelente. Una astronave requiere una aristocracia técnica que la dirija. En cuanto a una capitanía compartida, no funcionaría.

– Si vamos a quedarnos aquí -se apresuró a contestar Lesbee-, precisaremos al menos dos personas con la misma aut~ ridad, una en tierra y otra en la nave.

– No podría fiarme de usted si le dejo en la nave -fue la rotunda respuesta.

– En ese caso, quédese usted en ella. Todos esos detalles prácticos tienen arreglo.

– ¡Su familia no ha ocupado un puesto ejecutivo desde hace más de cincuenta años! -estalló Browne. Debía de estar casi fuera de sí a causa de la intensidad de sus sentimientos personales-. ¿Cómo es posible que todavía se crea con derechos?

– ¿Y cómo sabe a qué me refiero?

– El concepto del mando hereditario procede del primer Lesbee -dijo Browne. Había una furia demoledora en su tono-. No figuraba en las órdenes.

– Y sin embargo, usted se benefició de eso, heredando su cargo.

– Es absolutamente ridículo -replicó Browne con los dientes apretados- que el gobierno que regía la Tierra cuando partió la nave, una nave cuyos tripulantes originales murieron hace infinidad de tiempo, nombrara a alguien para un puesto de mando… – y que ahora su descendiente piense que el cargo le corresponde, a él v a su familia, para siempre.

Lesbee guardó silencio, sorprendido por las ocultas emociones que ponía al descubierto aquel hombre. Pensó que su actuación estaba todavía más justificada, si tal cosa era posible. Presentó su siguiente sugerencia sin remordimiento alguno.

– Capitán, nos hallamos en plena crisis. Deberíamos posponer nuestra lucha privada. ¿Por qué no llevamos a bordo a uno de estos prisioneros, a fin de interrogarle empleando películas o actores? Más tarde, discutiríamos nuestras respectivas posiciones.

La expresión del rostro de Browne le indicó que la conveniencia y las potencialidades de su propuesta se abrían paso en su mente.

– Vendrá usted solo a bordo -dijo por fin Browne-. Y únicamente con un prisionero. ¡Nadie más!

Lesbee experimentó una emoción aturdidora al ver que el capitán mordía el anzuelo. «Es como un ejercicio de lógica -pensó-. Tratará de matarme en cuanto se vea a solas conmigo y se sienta seguro de que puede atacar sin peligro. Pero ese plan me llevará a la nave. Y tengo que estar en ella para desarrollar el mío.»

Browne le miraba ceñudo.

– Señor Lesbee -preguntó-, ¿se le ocurre alguna razón por la que uno de esos seres no deba subir a bordo?

– Ninguna, señor -mintió, denegando al mismo tiempo con la cabeza.

– Muy bien. -Browne parecía haber tomado una decisión-. Le veré dentro de poco. Entonces discutiremos los detalles adicionales. Lesbee no se arriesgó a pronunciar una sola palabra más. Asintió y cerró la conexión. Estaba temblando y se sentía molesto e intranquilo.

«Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?», pensó.

Desvió su atención a la parte del suelo que habían dejado al descubierto, siguiendo sus órdenes. Rápidamente se inclinó y estudió los códigos de las diversas unidades de programación, como si comprobara que se trataba de las mismas que habían ocupado en principio aquellas ranuras.

Encontró la serie que quería: un intrincado sistema de unidades interconectadas, diseñado en su origen para programar un método de aterrizaje por control remoto, un avanzado mecanismo Waldo, capaz de hacer aterrizar la nave en un planeta y permitir de nuevo su despegue, toda la operación dirigida mediante el nivel de impulsos del pensamiento humano.

Deslizó todas las unidades en su posición de secuencia y cerró el sistema.

Completada aquella importante tarea, tomó el accesorio de control remoto y se lo metió de modo casual en el bolsillo.

Regresó luego al tablero de mandos y pasó varios minutos examinando la red de conexiones y comparándola con un esquema mural. Diversos cables estaban desconectados. Arregló los desperfectos y al mismo tiempo logró cortocircuitar uno de los principales relés del piloto por control remoto mediante un movimiento de torsión que efectuó con las pinzas.

Volvió a colocar el tablero, pero lo dejó suelto. No tenía tiempo para fijarlo de manera adecuada. Y puesto que podía justificar con facilidad su siguiente maniobra, sacó una jaula del almacén e izó a Dzing a su interior, ligaduras incluidas.

Antes de bajar la tapa, montó en la jaula una sencilla resistencia, con objeto de evitar que el karniano transmitiera al nivel del pensamiento humano. El dispositivo era sencillo, en el sentido de que carecía de selectividad. Incluía un interruptor de dos posiciones, que ponía en movimiento o detenía el flujo energético en las paredes metálicas al nivel del pensamiento.

Instalado ya el dispositivo, deslizó en su otro bolsillo el mando que lo accionaba. No lo activó. No por el momento.

Dzing emitió un nuevo mensaje telepático desde la jaula: «Es significativo que estos seres me hayan seleccionado para un trato especial. Podríamos llegar a la conclusión de que se trata de una casualidad o, por el contrario, que son muy observadores y me señalaron como jefe de la operación. Sea cual fuere el motivo, sería una tontería regresar ahora.»

Empezó a sonar un timbre. Lesbee observó las pantallas. Un punto de luz había aparecido en una de ellas. Se movía velozmente hacia ciertas líneas que se cruzaban en el centro exacto. La Esperanza del hombre -representada por el foco de luz-, y la nave auxiliar se desplazaban por lo tanto de manera inexorable hacia el lugar de su cita.

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