Todas las lágrimas del mundo
Brian W. Aldiss

de Nebula, mayo de 1957


Quienes estén interesados en conocer una fascinante información sobre la vida de Brian Aldiss y los antecedentes de su literatura, deben consultar la colección de ensayos autobiográficos de importantes escritores, Hell's Cartographers, compilada por el propio Aldiss y Harry Harrison.

Baste con decir aquí que nació en la población mercantil de East Dereham, Norfolk, el martes 18 de agosto de 1925. Tras luchar en la segunda guerra mundial, se instaló en Oxford, encontró trabajo en una librería y comenzó a escribir. Sus obras de ciencia ficción empezaron a publicarse en 1954. En 1959, en la convención mundial, se le votó como el autor novel más prometedor del género. Poco después, justificó ese premio ganando el Hugo con su serie Hothouse, desarrollada en una Tierra tropical, cuando el sol está a punto de convertirse en nova.

Aldiss estableció hace mucho tiempo su reputación como uno de los principales escritores británicos de ciencia ficción. Entre sus novelas, hay que citar The Dark Light-Years (Los oscuros años luz) (1964), Greybeard (Anciano) (1964), An Age (Una época) (1967), Frankenstein Unbound (Frankenstein desencadenado) (1973), The Eighty-Minute Hour (La hora de ochenta minutos) (1974) y The Malacia Tapestry (El tapiz de Malacia) (1976). Aparte de sus numerosas y competentes antologías, demostró pertenecer a la tendencia literaria predominante con novelas como The Hand-Reared Boy (1970) y A Soldier Erect (1971).

Frankenstein Unbound, una de sus obras más recientes, puede adquirirse ahora en Estados Unidos en una grabación de larga duración. Acaba de iniciar además una nueva colección, la primera en ocho años, titulada Last Orders, además de una novela corta profusamente ilustrada, Brothers Of the Head.

All the World's Tears (Todas las lágrimas del mundo) fue su quincuagésimo relato (no el quincuagésimo publicado). He aquí la opinión del mismo Aldiss:


«Sigue pareciéndome un relato logrado. Y lo considero así, porque combina en pequeña proporción y buen equilibrio tres elementos que, tanto ahora como entonces, son característicos de mis producciones: el satírico, el teórico y el personal».


A quienes hayan leído este relato en su forma revisada, incluida en el libro titulado The Canopy of Time (La bóveda del tiempo), les gustará saber que ofrecemos aquí la versión original, tal como apareció en las páginas de Nebula hace más de veinte años.


Si fuera posible recoger todas las lágrimas que se han derramado a lo largo de la historia, no sólo se obtendría una inmensa extensión de agua, sino también la propia historia del mundo.

Tal reflexión se le ocurrió a J. Smithlao, el psicodinámico, mientras se encontraba en el sector 139 de Ing Land, observando el breve y trágico amor del salvaje y la hija de Charles Gunpat. Oculto detrás de un haya, Smithlao vio al salvaje caminar cauteloso por la terraza. La hija de Gunpat, Ployploy, le aguardaba en el extremo opuesto.

Era el último día de verano del último año del siglo XLIV. El viento que hacía susurrar el vestido de Ployploy arrojaba las hojas secas contra la muchacha, suspirando como el destino en un bautizo, al tiempo que destrozaba hasta la última de las rosas. Más tarde, el confuso dibujo formado por los pétalos sería succionado de los caminos, y el césped y el patio por el jardinero mecánico. En aquel instante, se arremolinaban en torno a los pies del salvaje, mientras éste alargaba su mano, gravemente, para tocar a Ployploy.

Una lágrima chispeó en los ojos de la chica.

Oculto, fascinado, el psicodinámico Smithlao se fijó en la lágrima. Tal vez con la sola excepción de un necio robot, Smithlao fue el único en distinguirla, el único en contemplar toda la escena. Y pese a ser una persona superficial e insensible, según la forma de pensar de otras épocas, fue lo bastante humano para notar que allí, en la terraza cada vez más gris, se representaba una pequeña charada que suponía el fin de todo cuanto el hombre había sido.

Después de la lágrima, se produjo la explosión, naturalmente. Por un minuto, un nuevo viento se mezcló a los vientos de la tierra.

Smithlao se había adentrado en las posesiones de Charles Gunpat por pura casualidad. Se le había llamado con objeto de que llevase a cabo un trabajo rutinario para un psicodinámico; administrar un suplemento de odio al anciano. Curiosamente, mientras sobrevolaba el terreno en busca de un lugar para aterrizar tras abandonar la estratosfera en su vehículo de hélice, Smithlao vislumbré al salvaje acercándose a la propiedad de Gunpat.

Debajo del vehículo, que iba reduciendo su velocidad, el paisaje se extendía tan preciso como un plano. Los empobrecidos campos formaban rectángulos impecables. Aquí y allá, este o aquel robot se ocupaban en mantener una naturaleza funcional. Ni un solo guisante debía producir vainas sin supervisión cibernética. Ni una sola abeja zumbaría entre los estambres sin que su curso fuera controlado por el radar. Todos y cada uno de los pájaros tenían un número y una señal de llamada, mientras que con todas las tribus de hormigas se mezclaban ejemplares mecánicos, encargados de revelar los secretos de los insectos cuando éstos regresaban a su hormiguero. El viejo y cómodo mundo de factores fortuitos se había esfumado bajo la presión del hambre.

Ningún ser viviente medraba sin control. Las innumerables generaciones de los siglos anteriores habían agotado la tierra. Tan sólo la frugalidad más severa, combinada con una feroz reglamentación, aseguraba el alimento suficiente para la actual y dispersa población. Miles de millones habían sucumbido de inanición. Los cientos que quedaban vivían al borde de ella.

La propiedad de Gunpat semejaba un insulto, frente a la estéril pulcritud del paisaje. Sus dos hectáreas de superficie formaban una isleta de verdor. Elevados y agrestes olmos vallaban el perímetro, invadiendo el césped y la casa. La vivienda en sí, la principal del sector 139, había sido construida con enormes bloques de piedra. Tenía que ser sólida para soportar el peso de los servomecanismos que, además de Gunpat y su hija Ployploy, eran sus únicos ocupantes.

En el mismo instante en que Smithlao descendía bajo el nivel de los árboles, le pareció distinguir una figura humana avanzando a duras penas hacia la propiedad. Un hecho increíble por multitud de razones. Puesto que la gran riqueza material del mundo se hallaba repartida entre un número de personas relativamente pequeño, no existía nadie lo bastante pobre para verse obligado a ir andando al lugar deseado. El creciente odio del hombre por la naturaleza, estimulado por la noción de que ésta le había traicionado, convertiría la caminata en un purgatorio…, a menos que aquel hombre estuviera loco, como Ployploy.

Desechando esos pensamientos, Smithlao aterrizó en un tramo cubierto de piedra. Se alegró de hacerlo, ya que el día era borrascoso, y los cúmulos que había atravesado para descender estaban salpicados de baches de aire. La casa de Gunpat, con sus ventanas ciegas, sus torres, sus terrazas interminables, su innecesaria ornamentación y su enorme porche, le impresionó tanto como un pastel nupcial abandonado.

Su presencia causó una instantánea actividad. Tres robots provistos de ruedas surgieron de distintas direcciones, girando sus armas atómicas hacia Smithlao conforme se acercaban.

Nadie podía entrar allí sin invitación, pensó Smithlao. Gunpat no era un hombre sociable, ni siquiera para el insociable criterio de la época.

– Identifíquese -ordenó la máquina que encabezaba el trío, repulsiva y deslustrada, con una vaga apariencia de sapo.

– Soy J. Smithlao, psicodinámico de Charles Gunpat -contestó.

Debía soportar este procedimiento en todas sus visitas. Mientras hablaba, mostró su rostro a la máquina, que emitió una especie de gruñido al confrontar la imagen e información con su memoria de datos.

– Sí, es usted J. Smithlao, psicodinámico de Charles Gunpat -asintió-. ¿Qué desea?

Maldiciendo la monstruosa lentitud del robot, Smithlao explicó:

– Tengo una cita con Charles Gunpat a las diez.

Y esperé a que la información fuera digerida.

– Tiene usted una cita con Charles Gunpat a las diez. Sígame, por favor.

Y el robot dio media vuelta con gracia sorprendente.

– Éste es J. Smithlao, psicodinámico de Charles Gunpat -repitió a los otros robots en mecánica confirmación-. Tiene una cita con Charles Gunpat a las diez.

Así se aseguraba de que los demás le habían captado bien. Mientras tanto, Smithlao daba algunas órdenes a su vehículo de hélice. Una parte de la cabina, con el psicodinámico en su interior, se separó del resto. De su fondo, brotaron unas ruedas que convirtieron el conjunto en una silla móvil. El vehículo accesorio siguió a los robots.

De un modo automático, se alzaron las mamparas que cubrían las ventanas, ya que Smithlao iba a ser admitido en presencia de seres humanos. Sólo podía ver y ser visto a través de telepantallas. Tanto era el odio (o miedo, si se prefiere) que todo hombre experimentaba respecto a otros hombres que mirarse directamente resultaba intolerable.

Las máquinas, una detrás de otra, cruzaron las terrazas y el enorme porche, donde fueron bañadas en un vapor desinfectante. A continuación atravesaron un laberinto de pasillos y llegaron ante Charles Gunpat.

El sombrío rostro de Gunpat que apareció en la pantalla del vehículo accesorio de Smithlao mostró sólo un disgusto muy moderado ante la visión de su psicodinámico. Casi siempre demostraba un dominio similar de sí mismo, lo cual le perjudicaba en sus reuniones de negocios, puesto que se trataba de intimidar al oponente mediante espléndidas exhibiciones de cólera. A eso se debía que llamase a Smithlao para administrar un suplemento de agresividad cuando había algo importante incluido en su programa del día.

La máquina de Smithlao maniobró hasta dejarle a un metro de la imagen de su paciente, mucho más cerca de lo exigido por la cortesía.

– He llegado tarde -empezó a decir Smithlao, sin pasión alguna- porque no pude soportar arrastrarme hasta su ofensiva presencia un solo segundo antes. Confiaba en que, tardando lo suficiente, algún feliz accidente habría eliminado esa estúpida nariz de su…, ¿cómo llamarla? ¿Cara…? Por desgracia, sigue ahí, con esos dos orificios adentrándose en su cráneo como madrigueras de ratas. Me he preguntado a menudo, Gunpat, si no habrá metido alguna vez sus patazas en esos agujeros y se habrá caído dentro.

Observando con gran atención la cara de su paciente, Smithlao no vio más que un ligerísimo rastro de irritación. Gunpat no se dejaba provocar así como así, no cabía duda. Por fortuna, Smithlao era un experto en su profesión. Ensayó el insulto sutil.

– Pero, claro, nunca se caerá. Es usted tan depresivamente ignorante que no distingue la diferencia entre arriba y abajo. Ni siquiera sabe cuántos robots suman cinco robots. Cuando le tocó el turno de ir al Centro de Apareamiento de la capital ni siquiera sabía que aquélla era la única ocasión en que un hombre tenía que salir de detrás de su pantalla. ¡Pensaba que se podría hacer el amor por telecámara! ¿Y cuál fue el resultado? Una hija imbécil… ¡Una hija imbécil, Gunpat! Piense, desgraciado, en cómo deben de reírse sus rivales de Automoción. «El alocado Gunpat y su loca hija», se dirán. «Ni siquiera consigue controlar sus genes», seguirán burlándose.

Las provocaciones empezaban a alcanzar el efecto deseado. Un repentino sonrojo de ira cubrió la imagen de Gunpat.

– Ployploy está perfectamente. Sólo tiene un carácter recesivo… ¡Usted mismo lo dijo!

Contestaba. Buena señal. Su hija siempre había constituido el punto débil de su armadura.

– ¡Un carácter recesivo! -se burló Smithlao-. ¡Qué habilidad para disimular! Ella es dulce, ¿me oye? ¿Puede oírme pese al pelo que le nace en las orejas? ¡Ella quiere amar! -Estalló en una carcajada irónica-. ¡Qué obscenidad! ¿Sabe una cosa, mamarracho? Ployploy no sería capaz de odiar ni para salvar su propia vida. Igual que una salvaje. Mejor dicho, peor que una salvaje… ¡Una loca!

– ¡Nada de loca! -estalló Gunpat, aferrando ambos lados de su pantalla.

A este ritmo, estaría preparado para la conferencia en diez minutos más.

– ¿De verdad? -preguntó el psicodinámico. Su voz asumió un tono humorístico-: No, Ployploy no está loca. Sólo que el Centro de Apareamiento le negó el derecho a procrear; el gobierno imperial, el derecho al televoto; la Sociedad Comercial, un crédito de consumo y la Sociedad Educativa la restringió a diversiones beta. Ployploy se encuentra prisionera aquí debido a su genialidad, ¿verdad? ¡Vaya insensatez la suya, Gunpat, si no se da cuenta de que esa chica es una lunática total, manifiesta! La próxima vez, incluso se atreverá a decirme, con esa boca grotesca y babeante, que Ployploy no tiene la cara pálida.

Gunpat emitió unos sonidos ininteligibles.

– ¡No se atreva a mencionar eso! -bramó-. ¿A usted qué le importa si su cara es… de ese color?

– Hace preguntas tan necias que apenas vale la pena molestarse con usted, Charles Gunpat. Su enorme cabezota es totalmente incapaz de asimilar un simple hecho histórico. Ployploy constituye un sucio caso de regresión. Nuestros antiguos enemigos eran blancos. Ocuparon esta parte del globo, Ing Land y You-Rohp, hasta el siglo XXIV, cuando se rebelaron nuestros antepasados del Este y les arrebataron los viejos privilegios de que habían gozado tanto tiempo a nuestras expensas. Nuestros antepasados se mezclaron con los derrotados que sobrevivieron. En unas cuantas generaciones, la raza blanca quedó borrada, diluida, perdida. No se ha visto una cara blanca en la tierra desde antes de la terrible Era de la Superpoblación, desde hace mil quinientos años, digamos. Y ahora… Ahora el señorito recesivo Gunpat nos obsequia con una carita tan blanca como quepa imaginar. ¿Qué le dieron en el Centro de Apareamiento? ¿Una mujer de las cavernas?

Gunpat estalló, agitando un puño ante la pantalla.

– ¡Está despedido, Smithlao! -gruñó-. ¡Esta vez ha ido demasiado lejos, incluso para un sucio y apestoso psicodinámico! ¡Lárguese! ¡Lárguese y que no le vuelva a ver jamás!

Bruscamente, Gunpat ordenó a gritos a su autooperador que le pusiera en conexión con la conferencia. Estaba de un humor perfecto para enfrentarse a Automoción y sus estafadores Colegas.

Cuando la imagen de Gunpat desapareció de la pantalla, Smithlao exhaló un suspiro de alivio. El suplemento de agresividad había sido administrado. El supremo logro en su profesión consistía en que el paciente le echara con cajas destempladas al final de su tarea. Gunpat se apresuraría a contratarle en la próxima ocasión. Con todo, Smithlao no se sentía satisfecho. En su trabajo, se precisaba de una exploración completa de la psicología humana. Tenía que conocer con exactitud los puntos débiles de la constitución de un hombre. Manipulando dichos puntos con la destreza precisa, lograba que el individuo se pusiera en accion.

Porque, sin esa acción, los hombres eran fácil presa del letargo, fardos andrajosos transportados por máquinas. Los antiguos impulsos habían muerto y abandonado a sus dueños.

Smithlao permaneció sentado en su lugar, analizando el pasado y el futuro.

Al agotar el suelo, el hombre se había agotado a sí mismo. La psique y un humus viciado resultaban incompatibles. Así de lógico, así de sencillo.

Tan sólo las menguantes corrientes de agresividad y cólera prestaban al hombre el ímpetu suficiente para continuar. De lo contrario, quedaba reducido a una pieza inservible en su mundo mecanizado.

«Así es como se extingue una especie», pensó Smithlao. Sentía cierta curiosidad por saber si a alguien más se le habría ocurrido pensarlo. Quizás el gobierno imperial lo supiera todo al respecto, pero carecía de poder para solucionarlo. Al fin y al cabo, ¿qué más cabía hacer aparte de lo que ya se estaba haciendo?

Smithlao era un hombre superficial, cualidad inevitable en una sociedad deslindada en castas, tan débil como para no enfrentarse a sí misma. Habiendo descubierto el aterrador problema, decidió olvidarlo, eludir su impacto, esquivar toda posible implicación personal. Lanzó un grañido a su silla inmóvil, dio media vuelta y resolvió volver a su casa.

Dado que los robots de Gunpat habían desaparecido, Smithlao efectuó a solas el trayecto de vuelta. Salió de la vivienda y se dirigió hacia su vehículo de hélice, que permanecía silencioso bajo los altos olmos.

Antes de que la silla móvil se reincorporara al vehículo madre, un movimiento llamó la atención de Smithlao. Medio oculta junto a un mirador, Ployploy se apoyaba en una esquina de la casa. Smithlao salió de su vehículo en un repentino impulso de curiosidad. El aire se movía. Además, apestaba a rosas, nueces y cosas verdes, que se oscurecían para dar la impresión del otoño. La situación resultaba espantosa para Smithlao, pero el asomo de un deseo de aventura le obligó a quedarse.

La muchacha no miraba en su dirección, sino que atisbaba la barricada de árboles que la separaba del mundo exterior. Al acercarse Smithlao, Ployploy dio la vuelta hacia la parte trasera del edificio, sin desviar la mirada. El psicodinámico la siguió con precaución, aprovechando la protección que le brindaba un pequeño macizo. Cerca de allí, un robot jardinero esgrimía sus tijeras sin fijarse en la presencia de Smithlao.

Ployploy había llegado ya a la parte de atrás. En aquel lugar, la tendencia rococó de la antigua Italia se había combinado con el genio chino para dar un portalón y un techo extravagantes. las balaustradas se alzaban y descendían, las escaleras recorrían arcos circulares, y los aleros, de color gris y azul celeste, casi tocaban el suelo. Pero todo el conjunto presentaba un aspecto tristemente descuidado. Las enredaderas, insinuando ya su triunfo futuro, porfiaban por debilitar las estatuas de mármol. Infinidad de pétalos de rosa obstruían las escaleras. Y el conjunto formaba un fondo ideal para la solitaria figura de Ployploy. La muchacha tenía una cara muy blanca, con la única excepción del rosa de sus delicados labios. Su cabello, de un intenso negro, colgaba libre en cola de caballo desde la nuca hasta la cintura. Ployploy parecía loca de verdad. Sus ojos melancólicos escudriñaban los grandes olmos, como si éstos se interpusieran en su línea de visión. Smithlao se volvió sin querer para descubrir qué oteaba Ployploy con tanta ansiedad.

Y en aquel instante, el salvaje se abrió paso a través de la espesura que crecía entre los troncos de los olmos.

Un repentino chaparrón, pasajero como una nube de verano, hizo resonar las secas hojas de los arbustos. Mientras duró la lluvia, Ployploy no cambió de posición. El salvaje no la miró ni una sola vez. Luego salió el sol, derramando las sombras de los olmos sobre la casa. Y en todas las flores lució una gota de lluvia, como una gema.

Smithlao volvió al tema de su meditación en el interior de la casa. Y en ese momento, le añadió un anexo: sería tan fácil para la naturaleza empezar de nuevo cuando el hombre parásito se extinguiera…

Aguardó en tensión, sabiendo que un pequeño drama iba a desarrollarse ante sus ojos. Un diminuto objeto con ruedas se escabulló al otro lado del rutilante césped, subió a saltos las escaleras y desapareció de la vista al cruzar un arco. Se trataba de un guarda del límite de la propiedad, dispuesto a dar la alarma.

Volvió en seguida, acompañado de cuatro grandes robots. Smithlao reconoció a uno de ellos como la máquina parecida a un sapo que le había interrogado a su llegada. Cinco amenazas de forma distinta rodaron resueltamente entre los macizos de rosales. El robot jardinero murmuró algo para sí, abandonó su poda y se unió a la procesión que marchaba hacia el salvaje.

«Ni siquiera tiene tantas oportunidades como un perro», se dijo Smithlao para sus adentros. La frase revistió un enorme significado, puesto que todos los perros, tras ser declarados innecesarios, habían sido exterminados hacía largo tiempo.

El salvaje había atravesado la barrera de arbustos y llegado al borde del césped. Rompió una rama cubierta de hojas y se la metió por el escote de la camisa, de modo, que oscureciera parcialmente su cara. Después, colocó otra rama en sus pantalones. Al irse aproximando los robots, el hombre se detuvo y levantó los brazos por encima de su cabeza, con una tercera rama entre sus manos.

Las seis máquinas le rodearon.

El robot sapo emitió un clic, como si estudiara lo que debía hacer a continuación.

– Identifíquese -ordenó.

– Soy un rosal -contestó el salvaje.

– Los rosales tienen rosas. Usted no tiene rosas. Usted no es un rosal -rechazó el sapo mecánico.

Su arma de mayor tamaño, la más alta, se puso al nivel del plexo solar del salvaje.

– Mis rosas se han marchitado ya. Pero todavía conservo las hojas. Pregunta al jardinero, si no sabes qué es una hoja.

– Esta cosa es una cosa con hojas -afirmó al momento el jardinero, con voz profunda.

– Sé lo que son las hojas. No me hace falta preguntar al jardinero. Las hojas son el follaje de los árboles y las plantas, lo que les da su apariencia verdosa -dijo el sapo.

– Esta cosa es una cosa con hojas -repitió el jardinero. Y para clarificar bien el asunto, añadió-: Las hojas le dan una apariencia verdosa.

– Sé lo que son las cosas con hojas -replicó el sapo-. No me hace falta preguntarte, jardinero.

Pareció que iba a estallar una discusión, interesante aunque limitada, entre los dos robots, pero en ese momento intervino otra de las máquinas.

– Este rosal habla -dijo.

– Los rosales no pueden hablar -aseguró de inmediato el sapo.

Después de haber producido esta perla, el robot quedó en silencio, quizá meditando sobre la extrañeza de la vida. Luego, añadió lentamente:

– Por lo tanto, o este rosal no es un rosal, o este rosal no ha hablado.

– Esta cosa es una cosa con hojas -empezó de nuevo el jardinero-. Pero no es un rosal. Los rosales tienen estípulas. Esta cosa no tiene estípulas. Es un cambrón. Se le conoce también como espino cerval.

Este conocimiento tan especializado superaba sin la menor duda el vocabulario del sapo. Siguió un tenso silencio.

– Soy un cambrón -dijo al fin al salvaje, manteniendo su postura-. No puedo hablar.

Ante esto, todas las máquinas prorrumpieron en un chorro de palabras, moviéndose toscamente en torno al salvaje para observarle mejor e interceptándose unas a otras durante el proceso. Por último, la voz del sapo se elevó por encima del parloteo metálico:

– Sea lo que sea esta cosa con hojas, debemos arrancarla. Hay que exterminarla.

– No te corresponde a ti arrancarla. Ése es un trabajo de jardinero -dijo éste.

Hizo girar sus tijeras, desplegó una poderosa guadaña y atacó al sapo. Sus toscas armas resultaban inefectivas frente a la armadura de este último, que no obstante comprendió que habían llegado a un punto muerto en sus investigaciones.

– Nos retiraremos para preguntar a Charles Gunpat qué debemos hacer -dijo-. Eso haremos.

– Charles Gunpat está en una conferencia -replicó el robot explorador-. Charles Gunpat no debe ser molestado durante una conferencia. Por lo tanto, no debemos molestar a Charles Gunpat.

– Por lo tanto, debemos esperar a Charles Gunpat -decidió el sapo sin inmutarse.

Empezó a avanzar, seguido de los otros, pasando cerca de donde se hallaba Smithlao. Todos los robots subieron las escaleras y desaparecieron en el interior de la casa.

Smithlao no pudo por menos que maravillarse ante la serenidad del salvaje. Seguía vivo por verdadero milagro. De haber intentado correr, habría muerto al instante, ya que los robots habían sido programados para enfrentarse a una situación semejante. Tampoco le habría salvado su engañoso lenguaje, pese a toda su inspiración, de haberse tratado de un solo robot, porque un robot es una criatura con un propósito único. En compañía, no obstante, los robots padecen de un defecto que a menudo perturba también las reuniones humanas, aunque en menor medida: la tendencia a exhibir su lógica a expensas del objeto de la reunión.

¡Lógica! En eso radicaba el problema. A ella, y sólo a ella, debían atenerse todos los robots. El hombre poseía lógica e inteligencia, por lo que se las arreglaba mejor que sus robots. Pese a ello, estaba perdiendo la batalla contra la naturaleza. Y la naturaleza, como los robots, sólo usaba la lógica. Una paradoja sobre la cual el hombre no podía triunfar.

En cuanto la fila de máquinas hubo desaparecido en el interior de la casa, el salvaje atravesó corriendo el césped y subió el primer tramo de escaleras, abriéndose paso hacia la inmóvil figura de la muchacha. Smithlao se deslizó detrás de un haya para espiarles más de cerca. Se sentía como un pervertido, al observarles sin pantalla interpuesta, pero no se decidía a apartarse del lugar. El salvaje se aproximaba ya a Ployploy, caminando con lentitud por la terraza, como hipnotizado.

– Te has mostrado muy astuto -le dijo ella. Su blanco rostro tenía ahora las mejillas sonrosadas.

– Me he mostrado muy astuto durante todo un año a fin de encontrarte.

Pero sus recursos, que le habían llevado hasta la muchacha, le abandonaron ahora, dejándole desamparado. Era un joven delgado y vigoroso, con las ropas raídas y la barba descuidada.

– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó Ployploy.

Su voz, a diferencia de la del salvaje, apenas llegaba hasta Smithlao. Una expresión perturbadora, tan caprichosa como el otoño, jugueteaba en el semblante de la mujer.

– Fue una especie de instinto…, como si te oyera llamarme -explicó el salvaje-. Todo lo susceptible de ir mal en el mundo, va mal…

uizá seas tú la única mujer del mundo que todavía ama. Quizá sea yo el único hombre capaz de corresponderte. Por eso he venido. Un impulso natural, ya que no podía bastarme por mí mismo.

– Siempre soñé que llegaría alguien -suspiro ella-. Y durante varias semanas, he sentido…, he sabido que venías. ¡Oh, querido…!

– Debemos actuar con rapidez, amor mío. Trabajé en cierta ocasión con robots… Ya te habrás dado cuenta de que los conozco bien. Si logramos salir de aquí, dispongo de un avión robot que nos llevará muy lejos, a cualquier parte. A una isla quizá, donde las cosas no se presenten tan difíciles. Pero hemos de irnos antes de que regresen las máquinas de tu padre.

Dio un paso hacia Ployploy.

La muchacha alzó una mano.

– ¡Espera! -le imploró-. No es tan sencillo. Debes saber algo primero… El…, el Centro de Apareamiento me negó el derecho a procrear. Sería mejor que no me tocaras.

– ¡Odio al Centro de Apareamiento! -exclamó el salvaje-. Odio todo lo que se refiera al régimen dominante. Nada de lo que hagan nos afectará de ahora en adelante.

Ployploy apretaba los puños detrás de su espalda. El color había abandonado sus mejillas. Una fresca lluvia de pétalos de rosas muertas cayó sobre su vestido, mofándose de ella.

– Resulta tan desalentador -dijo-. No lo comprendes…

El salvajismo del hombre había sido humillado.

– Lo he dejado todo para encontrarte a ti -dijo abatido-. Sólo deseo abrazarte.

– ¿Es eso todo, realmente todo, lo que deseas en el mundo?

– Lo juro -replicó con sencillez.

– Entonces, vén y tócame.

Y ése fue el instante en que Smithlao vio el brillo de una lágrima en el ojo de la muchacha.

La mano que el salvaje extendió hacia ella fue ascendiendo hacia su mejilla. Ployploy permaneció impávida en la terraza gris, con la cabeza muy erguida. La amorosa mano rozó suavemente el semblante femenino. La explosión fue casi instantánea.

Casi. Los traicioneros nervios de la epidermis de Ployploy tardaron una fracción de segundo en analizar el contacto como perteneciente a otro ser humano y transmitir el hallazgo a los centros nerviosos. El bloqueo neurológico implantado por el Centro de Apareamiento en todos los individuos rechazados para la procreación, en previsión de una contingencia como la actual, entró en acción de inmediato. Todas las células del organismo de Ployploy liberaron su energía en un jadeo devorador. Con tanta eficacia que el salvaje pereció también en la explosión.

Sí, pensó Smithlao, había que admitir la pulcritud del procedimiento. Y su lógica, una vez más. En un mundo al borde mismo de la inanición, ¿de qué otro modo evitar que los indeseables procrearan? Lógica entre lógica, la del hombre opuesta a la de la naturaleza… Eso causaba todas las lágrimas del mundo.

Atravesó el goteante plantío, encaminándose hacia su vehículo de hélice, ansioso por marcharse antes de que los robots reaparecieran. Las destrozadas figuras de la terraza permanecían inmóviles, ya semicubiertas por las hojas y los pétalos. El viento rugió como un inmenso océano triunfante en las copas de los árboles. Resultaba apenas sorprendente que el salvaje no conociera el disparador neurológico. Pocas personas lo conocían: psicodinámicos, el Consejo de Apareamiento… y los mismos rechazados, claro está. Sí, Ployploy supo lo que iba a suceder. Había elegido esa muerte con toda deliberación.

«Siempre dije que era una lunática», pensó Smithlao. Rió entre dientes y montó en su máquina, meneando la cabeza mientras meditaba sobre la locura de Ployploy.

Un maravilloso argumento para enfurecer a Charles Gunpat la próxima vez que necesitase un suplemento de agresividad.

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