El hombre sobrecargado
J. G. Ballard

de New Worlds, julio de 1961


Calificar a Ballard como uno de los escasos talentos altamente innovadores en los dominios de la ciencia ficción no es ninguna exageración. Y quizá la razón resida en que este autor llegó virgen al género, sin haber pasado por el aprendizaje del lector de revistas y el aficionado activo. Desde ese punto de vista, puede considerársele como un intruso. Pero desde luego fue uno de los primeros en aportar elementos procedentes de la tradición literaria en general al mundo de la revista barata.

James Graham Ballard nació el martes 18 de noviembre de 1930 en Shanghai, ciudad en la que su padre ejercía como médico. Todavía adolescente, apenas los rumores de la guerra se extendieron por Extremo Oriente, se encontró internado en un campo de concentración japonés. Repatriado a Gran Bretaña en 1946, marchó a Cambridge para estudiar medicina. Allí comenzó a escribir, ganando un concurso de relatos breves en 1951. salir de la universidad, trabajó como redactor de textos publicitarios y, posteriormente, sirvió en las fuerzas aéreas.

En el verano de 1956, Ballard presentó su primer relato de ciencia ficción, Escapement (Escape), a John Carnell, que lo publicó en el New Worlds de diciembre de 1956. El resto, como suele decirse, es historia. No obstante, en años recientes, se ha hartado por completo de la ciencia ficción para introducirse en los dominios de una fantasía simbólica y surrealista, de la que son ejemplos Crash (1973) y Concrete Island (Isla de hormigón) (1974).

Al igual que H. G. Wells con In the Days of the Comet (En los días del cometa) (1906), Ballard pasó por la ciencia ficción, dejando su marca indeleble, antes de emprender otros rumbos. Ejemplo de dicha marca imborrable fue The Overloaded Man, muestra típica del creciente interés de Ballard por el funcionamiento de la mente, una tendencia que contribuyó a convertirle en uno de los más polémicos escritores de ciencia ficción.


Faulkner se estaba volviendo loco.

Después del desayuno, esperaba impaciente en la salita mientras su esposa arreglaba la cocina. Julia se iría al cabo de dos o tres minutos, pero, sin saber por qué, la corta espera de todas las mañanas le resultaba insoportable. Al tiempo que alzaba las persianas venecianas y colocaba la hamaca en la veranda, permanecía atento a los eficaces movimientos de Julia. Siguiendo su inalterable rutina, su esposa colocó los vasos y platos en el lavavajillas, introdujo la cena de aquella noche, carne, en la cocina automática y ajustó el dispositivo, redujo la potencia del aire acondicionado y del calentador, abrió el colector del depósito de petróleo, previendo la llegada del camión de suministro por la tarde, y dejó abierta su parte de la puerta del garaje.

Faulkner seguía admirado aquella serie de movimientos, contando los pasos sucesivos, mientras los aparatos emitían diversos sonidos.

«Deberías estar en los B-52 -pensó-, o en el edificio de control de una planta petroquímica.» Julia trabajaba en la sección de personal de una clínica. Sin duda, se pasaba todo el día envuelta en el mismo torbellino de eficiencia, apretando botones que ostentaban las etiquetas «Jones», «Smith» y «Brown» y apartando los parapléjicos a la izquierda y los paranoicos a la derecha.

Julia entró en la salita y se acercó a su marido. Con su severo traje sastre negro y su blusa blanca, representaba la imagen típica de la funcionaria.

– ¿No vas a la escuela hoy? -le preguntó.

Faulkner meneó la cabeza y manoseó algunos de los papeles del escritorio.

– No, prosigo mi reflexión creativa. Sólo por esta semana. El profesor Harman pensó que me encargaba de un número excesivo de clases y que estaba saturado.

Julia asintió, mirándole con desconfianza. Faulkner llevaba tres semanas seguidas en casa, dormitando en la veranda, y ella empezaba a sospechar. Más pronto o más tarde, comprendió Faulkner, lo averiguaría. Sin embargo, confiaba en que para entonces estaría fuera de su alcance. Ansiaba contarle la verdad, decirle que dos meses atrás había abandonado su trabajo de profesor en la escuela de comercio y que no tenía intención alguna de volver. Julia se llevaría una desagradable sorpresa cuando descubriera que no quedaba prácticamente nada del último talón bancario de su marido y que tal vez tendrían que arreglárselas con un solo coche. «¡Que trabaje ella! -pensó Faulkner-. De todas formas, gana más de lo que yo ganaba…»

Sonrió a su esposa, no sin gran esfuerzo. «¡Vete de una vez!», chilló mentalmente. Pero Julia siguió revoloteando, sin decidirse.

– ¿Qué piensas almorzar? No hay…

– No te preocupes por mí -la interrumpió. Miró su reloj-. Dejé de comer a mediodía hace seis meses. Supongo que tú almorzarás en la clínica. Incluso hablar con ella le resultaba penoso. Le habría gustado comunicarse a través de notas. Incluso compró dos libretas con tal fin. Con todo, nunca había sido realmente capaz de sugerirle a ella que utilizara ese procedimiento, aunque solía dejar mensajes a su esposa, con el pretexto de que su mente se encontraba tan ocupada en cuestiones intelectuales que hablar rompería el hilo de sus pensamientos.

Cosa muy curiosa, la idea de abandonar a Julia jamás le pasó por la cabeza. Una huida así no probaría nada. Además, planeaba algo muy distinto.

– ¿Estarás bien? -preguntó Julia, todavía contemplándole con aire inquisitivo.

– Perfectamente -contestó Faulkner, conservando su sonrisa, un gesto tan abrumador como todo un día de trabajo.

El beso de su esposa fue rápido y funcional, como el golpe de una descomunal máquina de taponar botellas. La sonrisa seguía en los labios de Faulkner cuando Julia llegó a la puerta. En cuanto su mujer hubo salido, dejó que aquella sonrisa fuera borrándose poco a poco, hasta que se encontró respirando de nuevo, cada vez más sosegado. Permitió que la tensión se disipara a través de sus brazos y piernas. Erró por la vacía casa durante algunos minutos y luego volvió a la salita, dispuesto a iniciar su trabajo en serio.

Su programa solía seguir siempre el mismo curso. Primero, tomaba un pequeño despertador, que guardaba en el cajón central de su escritorio, un aparato conectado a una pila eléctrica. Esta última llevaba una correa para la muñeca. Tomaba asiento en la veranda, se sujetaba la correa a la muñeca, fijaba la hora a la que debía sonar la alarma, daba cuerda al reloj y lo colocaba sobre la mesa, cerca de él, atando uno de sus brazos a la silla a fin de eliminar el riesgo de tirar el aparato al suelo. Terminados los preparativos, se recostaba en la silla y examinaba la escena frente a él.

Menninger Village, o el «Cajón», como se le llamaba a nivel local, había sido construido hacía diez años como un grupo autónomo de viviendas para el personal graduado de la clínica y sus familias. El conjunto constaba en números redondos de sesenta viviendas, cada una de ellas diseñada para encajar en un determinado nicho arquitectónico, conservando su propia identidad interior y, al mismo tiempo, fusionándose con la unidad orgánica de todo el complejo. El objetivo de los arquitectos, enfrentados a la tarea de comprimir un gran número de pequeñas viviendas en un solar de menos de dos hectáreas, se centró, en primer lugar, en evitar la creación de una serie de jaulas idénticas, como en la mayoría de las urbanizaciones; en segundo lugar, en diseñar un magnífico ejemplo de institución psiquiátrica de categoría, que sirviera de modelo para los complejos residenciales futuros.

Sin embargo, como todo el mundo había descubierto, vivir en el Cajón era como el infierno en la tierra. Los arquitectos habían recurrido al denominado sistema psicomodular -un diseño básico en forma de L-, lo cual venia a significar que todo estaba por encima o por debajo de algo. El conjunto formaba una masa irregular de vidrios deslustrados, curvas y rectángulos blancos, a primera vista excitante y abstracto (la revista Life había dedicado varios reportajes fotográficos a las nuevas «tendencias arquitectónicas» sugeridas por el complejo residencial); en realidad, deforme y visualmente agotador para sus moradores. La mayoría de los cargos principales de la clínica abandonaron muy pronto su vivienda, y el Cajón quedó a disposición de toda persona capaz de dejarse convencer para vivir allí.

Faulkner miró al otro lado de la veranda, aislando de la confusión de blancas formas geométricas las otras ocho casas que distinguía sin mover la cabeza. A su izquierda, la de los Penzil, la más próxima; a su derecha, la de los McPherson. Las otras seis quedaban enfrente, en la parte más alejada de un entrelazado embrollo de jardines, abstractas ratoneras separadas por paneles blancos de un metro de altura, ángulos de vidrio y mamparas de rejilla.

En el jardín de los Penzil, había una serie de enormes cubos, de un metro de lado, con las letras del alfabeto, un juguete para los dos hijos de la familia. Solían dejarle mensajes a Faulkner sobre la hierba, a veces obscenos, otras oscuramente sibilinos. El de esta mañana pertenecía a la segunda categoría. Los bloques formaban las palabras:

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