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Experimentó una repentina sensación de terror ante la idea. En un momento dado, Dzing se había convertido en una mancha. Un punto de luz. Con un movimiento tan rápido que, antes de que la mirada humana lo vislumbrara, el extraño ser se habría ido al otro extremo de la nave… y efectuado el recorrido inverso.

Con todo, Lesbee sabia que se necesitaba un cierto tiempo para atravesar la nave de punta a punta. Veinte o veinticinco minutos, para un ser humano que siguiera el corredor denominado Centro A.

El karniano emplearía seis segundos en el trayecto de ida y vuelta. Expresado así, el lapso de tiempo adquiría toda su significación. Tras pensar en ello por un momento, tuvo que confesarse todo su desánimo. ¿Qué podían hacer contra una criatura que tenía en su favor una diferencia de tiempo tan grande?

– ¿Por qué no emplea contra él ese sistema de aterrizaje por control remoto que montó con mi permiso? -preguntó Browne a sus espaldas.

– Ya lo hice, en cuanto cesó la aceleración -confesó Lesbee-. Pero Dzing debía encontrarse ya en ritmo acelerado.

– Eso no tendría importancia alguna.

– ¿Cómo dice?

Lesbee no pudo ocultar su sorpresa. Browne abrió la boca, evidentemente dispuesto a dar explicaciones, pero volvió a cerrarla enseguida.

– Asegúrese de que el intercomunicador está desconectado -pidió a continuación.

Lesbee lo hizo, aun comprendiendo que Browne tramaba algo de nuevo.

– Yo no lo entiendo y usted sí -comentó. Había rabia en su voz-. ¿Me equivoco?

– No.

Browne habló en tono pausado, aunque resultaba obvio que estaba conteniendo su excitación.

– Sé cómo derrotar a esa criatura -continuó-. Eso me coloca en posición de negociar.

Los ojos de Lesbee se redujeron a dos rendijas.

– ¡Maldita sea! No hay pacto. ¡O me lo explica o se queda todo en nada!

– En realidad, no trato de complicar las cosas. Tendrá que matarme o llegar a un determinado acuerdo. Deseo saber en qué consiste ese acuerdo. Porque me propongo cumplirlo, claro está.

– Pienso que deberíamos celebrar elecciones.

– Conforme -contestó Browne en el acto-. Empiece a prepararlas. Y ahora libéreme de estos rayos y le ofreceré el truco espacio-temporal más pulcro que haya visto en toda su vida. Y eso significará el fin de Dzing.

Lesbee observó el rostro del otro hombre y vio el mismo semblante franco, idéntica sinceridad a la que había precedido a la orden de ejecución. «¿Qué puede hacer?», pensó.

Consideró numerosas posibilidades. Por último, sumido ya en la desesperación, meditó: «Me aventaja en conocimientos, el arma más indestructible que existe en el mundo. En último término, lo único con que cuento para oponerle es mi conocimiento de una multitud de detalles de orden técnico».

No obstante, ¿qué pensaba hacer Browne contra él?

– Antes de liberarle -anunció con tristeza-, voy a ponerle junto a Mindel. Que le dé su pistola y entréguemela.

– Por supuesto -replicó Browne, con indiferencia.

Poco después, le entregaba el arma de Mindel.

«Miller está en el puente -pensó Lesbee-. Tal vez le haya hecho una rápida señal a Browne mientras yo me encontraba de espaldas al tablero de mandos.»

Cabía en lo posible que Miller, al igual que Browne, hubiera permanecido incapacitado durante el período de aceleración. Resultaba vital para él averiguar su condición actual.

Conectó el intercomunicador que unía ambos cuadros de mando. El rostro severo y arrugado del primer oficial apareció en la pantalla, ocupándola casi por completo. Lesbee divisó los contornos del puente detrás del individuo y, más lejos, la negrura estrellada del espacio.

– Señor Miller -dijo cortésmente-, ¿cómo le ha ido con la aceleración?

– Me pilló por sorpresa, capitán. Una auténtica paliza. Creo que estuve inconsciente durante algún tiempo. Pero ya me he recuperado.

– Perfecto. Probablemente ya lo habrá oído. El capitán Browne y yo hemos llegado a un acuerdo y nos disponemos a destruir a la criatura que anda suelta por la nave. ¡Manténgase alerta!

Y con todo cinismo, interrumpió la conexión.

Así que Miller continuaba allí, en perfectas condiciones, aguardando. Ahora bien, la cuestión seguía siendo la misma. ¿Qué podía hacer Miller? Había una respuesta obvia: Miller tenía prioridad para hacerse cargo de la nave. ¿Y de qué le serviría eso?, se preguntó Lesbee.

Bruscamente, se le apareció la respuesta. Al menos, así lo creía.

Había estado forzando su mente en busca de la contestación propia de un técnico. Ahora veía claro el plan de Browne. Esperarían a que bajara su guardia por un momento. Entonces Miller haría uso de su prioridad, desconectaría el rayo tractor que atenazaba a Browne y se apoderaría de Lesbee con la misma arma.

Los dos oficiales debían evitar a toda costa que Lesbee disparara la pistola contra Browne. «El único detalle capaz de inquietarles -pensó Lesbee-. Ninguna otra cosa les detendrá.»

Con regocijo desenfrenado, resolvió que la solución consistía en permitir que se cumpliese su designio. Pero antes de que tal cosa sucediera…

– Señor Browne -dijo con calma-, creo que debería facilitarme su información. Si me muestro conforme en que se trata en efecto de la solución correcta, le liberaré y celebraremos elecciones. Usted y yo nos quedaremos aquí hasta que concluyan los comicios.

– Acepto su promesa -replicó Browne-. La velocidad de la luz es una constante y no varía en relación a los objetos móviles. Este principio se aplica también a los campos electromagnéticos.

– En ese caso, Dzing resultó afectado por el mecanismo de control remoto que yo conecté.

– En el acto. Jamás tuvo la posibilidad de hacer un solo movimiento. ¿Qué potencia utilizó, Lesbee?

– Tan sólo la primera fase. Pero los impulsos mentales accionados por el aparato interfirieron prácticamente con todos los campos magnéticos de su cuerpo. A partir de entonces, Dzing quedó incapacitado para toda acción coherente.

– Debió de ser así -contestó Browne en voz baja-. Le descubriremos descontrolado en cualquiera de los corredores, a nuestra merced. -Esbozó una mueca-. Ya le dije que sabia cómo derrotado. Porque en realidad ya estaba derrotado.

Lesbee, con los ojos entornados, estudió la cuestión durante unos segundos interminables. Aceptaría la explicación, pero tendría que realizar determinados preparativos. Y muy de prisa, antes de que Browne recelara algo a causa de su retraso.

Se volvió hacia el tablero y conectó el intercomunicador.

– Atención, tripulantes -dijo-. Vuelvan a ponerse los cinturones. Ayuden a los heridos a que lo hagan. Cabe en lo posible que se produzca otra emergencia. Disponen de varios minutos, creo, pero no pierdan tiempo.

Desconectó el intercomunicador y activó el circuito cerrado que comunicaba con las secciones técnicas.

– Orden especial para el personal técnico -expuso rápidamente-. Informen de cualquier detalle anormal, en particular si formas de pensamiento extrañas circulan por su mente.

La respuesta llegó poco después.

– No me puedo quitar de la cabeza que me llamo Dzing -afirmó la penetrante voz de un hombre-. Y estoy tratando de informar a mis amos. ¡Chico, ni siquiera sé lo que me digo!

– ¿En qué parte de la nave te encuentras?

– En la sección D4-19.

Lesbee apretó los botones que le ofrecerían una imagen televisiva de aquella zona en particular. Casi al instante, localizó un débil resplandor próximo al suelo.

Investigó brevemente y ordenó que un pesado desintegrador móvil fuera llevado al corredor. Cuando cesó la colosal energía del aparato, Dzing se había reducido a una mancha oscura sobre la lisa superficie.

Mientras se desarrollaban todos estos acontecimientos, Lesbee no cesó de vigilar a Browne, sosteniendo con firmeza en su mano izquierda la pistola de Mindel.

– Bien, señor -dijo-. No hay duda de que ha cumplido lo que prometió. Permítame un momento. Voy a desembarazarme de esta arma y cumpliré mi parte del trato.

Y se dispuso a hacerlo. De pronto se detuvo, y no por compasión. Había estado pensando en lo más profundo de su mente en la afirmación de Browne de que el viaje a la Tierra podría efectuarse en meses. El capitán se retractó después de ella, pero el tema había preocupado a Lesbee desde entonces. De ser eso cierto, no había necesidad de que muriese nadie.

– ¿Qué razón le movió a decir que el viaje de vuelta sólo precisaría de…, de menos de un año? -preguntó.

– La tremenda compresión del tiempo -se apresuró a explicar Browne-. La distancia, tal como usted indicó, es de doce años-luz. Pero con una relación de tiempo de trescientos, cuatrocientos o quinientos a uno, la cubriremos en menos de un mes. Al hablarle de ello por primera vez, me di cuenta de que las cifras le resultarían incomprensibles, dado el estado de tensión en que se hallaba. De hecho, apenas me atrevía a creerlo yo mismo.

– Dios mío! Regresar a la Tierra en un par de semanas… Escuche, le acepto como capitán. No necesitamos elecciones. El statu quo actual no plantea ningún problema para un breve período de tiempo. ¿Está de acuerdo?

– Por supuesto. Ahí pretendía llegar yo.

El rostro de Browne hacía gala de una extrema candidez.

Lesbee observó aquella máscara de inocencia y pensó desesperado: «¿Qué sucede? ¿Por qué da la impresión de no estar realmente de acuerdo? ¿Será porque no desea perder el mando con tanta rapidez?»

Sentado allí, sintiéndose desdichado, luchaba por salvar la vida de su contrincante. Trató de situarse mentalmente en la posición del capitán de una nave, intentó contemplar la perspectiva de un cambio de opinión. Era difícil imaginar esa realidad. Sin embargo, en aquel preciso instante le pareció comprenderlo todo.

– Sería una vergüenza, en cierto modo -aventuró con cautela-, regresar sin haber efectuado un aterrizaje útil en alguna parte. Con esta nueva velocidad, nos hallamos en condiciones de visitar una docena de sistemas solares y, no obstante, volver al hogar en un año.

La expresión que se pintó en el semblante de Browne por un fugaz instante reveló a Lesbee que había calado bien hondo en el pensamiento del capitán.

Una décima de segundo después, Browne sacudía vigorosamente la cabeza.

– No es momento para expediciones secundarias -dijo-. Futuras expediciones se encargarán de la exploración de nuevos sistemas solares. La gente de esta nave ya ha completado su servicio. Regresaremos directamente a la Tierra.

Su rostro se había relajado por completo. Sus ojos azules reflejaban un brillo de sinceridad.

A Lesbee no le quedaba nada más que decir. El abismo que les separaba se había hecho infranqueable. El capitán debía eliminar a su rival si quería regresar por fin a la Tierra e informar de que la misión encomendada a la Esperanza del hombre se había cumplido.

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