Hushidh no veía motivos de alegría en la boda. Nada salió mal, pues Tía Rasa tenía sobrada experiencia en rituales. La ceremonia fue sencilla y conmovedora, sin esa postiza solemnidad que otras mujeres adoptaban en su desesperado afán de parecer piadosas o importantes. Tía Rasa no necesitaba fingir. Y aun así, cuando las ocasiones públicas de la vida —bodas, mayorías de edad, graduaciones, embarques, adivinaciones, velatorios, entierros— estaban a su cuidado, se comportaba con desenvuelta elegancia, con una amabilidad que enfatizaba la ocasión misma y no el ritual. Nadie se apresuraba ni se precipitaba, ni se tenía la sensación de que era preciso respetar normas rígidas y había que andar con cuidado para no cometer errores.
No, la boda de Rasa para su hijo Nafai y sus dos hermanos —o, visto del otro lado, la boda de Rasa para sus tres sobrinas, Luet, Dol y Eiadh— fue una ocasión encantadora, con el brillo y el aroma de las flores del invernáculo y los capullos que crecían en el pórtico. Eiadh y Dol estaban asombrosamente hermosas, con túnicas ceñidas que creaban una elegante ilusión de sencillez, y un maquillaje aplicado con tanta destreza que no parecían maquilladas. O no lo hubieran parecido, salvo por la presencia de Luet.
La dulce Luet, que se había negado a maquillarse, y cuyo vestido era realmente sencillo. Mientras Eiadh y Dol tenían la elegancia de mujeres que intentaban —con gran éxito— parecer resplandecientes, jóvenes y alegres, Luet era joven de verdad, con un vestido que cubría sin artificios un cuerpo que era más la promesa que la realidad de la feminidad, un rostro brillante con una alegría grave y tímida que hacía parecer a Eiadh y Dol mucho mayores y más experimentadas. En cierto modo, era cruel que esas muchachas mayores se casaran en presencia de esta niña que las ponía en evidencia con su candor. Eiadh lo notó antes del comienzo de la ceremonia. Hushidh oyó que le pedía a Tía Rasa que «enviara a alguien para ayudar a Luet a escoger un vestido y hacer algo con su cara y su cabello», pero Tía Rasa había respondido riendo que «ningún artificio ayudará a esa niña». Eiadh entendió que Tía Rasa pensaba que Luet era demasiado fea para que el atuendo y el maquillaje la mejorasen, pero poco después Tía Rasa le dirigió un guiño de complicidad a Hushidh, dando a entender que la pobre Eiadh no tenía la menor idea de lo que sucedería en la boda.
Y sucedió. Eiadh y Dol ignoraban que cuando las criadas, estudiantes y maestras cuchicheaban «Ah, qué encantadora», «Ah, qué tierna», «Ah, quién hubiera dicho que era tan bonita», se referían a Luet. Cuando Nafai, el varón más joven, se adelantó para ser reclamado por su prometida, los suspiros fueron como un canto de la congregación, un himno improvisado al Alma Suprema, por haber logrado que aquel muchacho de catorce años, que tenía la estatura y la fuerza de un hombre y el brillante fuego del Alma Suprema en los ojos, desposara a la hija escogida del Alma Suprema, la vidente, cuya belleza pura se vertía desde el alma hacia el exterior. El era el brillante anillo de oro donde la gema que era esa niña reluciría con brillo propio.
Hushidh veía mejor que nadie que el corazón de la gente pertenecía a Luet. Veía las hebras que los unían, chispeando como los hilos perlados de rocío de una telaraña con las primeras luces del alba. ¡Cómo aman a la vidente! Pero ante todo veía los vínculos conyugales que unían a los que participaban en la ceremonia. Inconscientemente reparaba en cada gesto, cada mirada, cada expresión, e iba asimilando las conexiones.
Elemak y Eiadh formarían una sociedad extraña y desigual; cuanto menos amara Eiadh a Elemak, más la desearía él, y cuanto más afecto le brindara él, más lo despreciaría ella. Ese matrimonio sería un espectáculo doloroso, donde la agonía de la separación sería el lazo que lo mantendría unido. Pero no podía decir nada acerca de ello, pues no la comprenderían, y si intentaba explicarlo sólo conseguiría que se enfurecieran con ella.
En cuanto a la pobre Dolya y su querido amante, Mebbekew, era un matrimonio realmente desdichado, aunque no había motivos para suponer que sería menos viable que el de Elemak y Eiadh. En ese momento, embriagados con la creencia de que eran el centro de atención, estaban radiantes con su nuevo vínculo. Pero pronto tendrían que enfrentarse con la realidad. Si permanecían en la ciudad, se odiarían al cabo de pocas semanas. Dol detestaría a Mebbekew por sus traiciones e infidelidades, Mebbekew detestaría a Dol por su posesiva necesidad de apegarse a él. Hushidh imaginó su vida doméstica. Dol lo abrazaría con entusiasmo, pensando que demostraba amor cuando sólo procuraba aferrado; y Meb, disgustado con esos abrazos posesivos, aprovecharía la menor oportunidad para escabullirse y poseer otros cuerpos, conquistar otros corazones. Pero en el desierto sería muy distinto. Meb no encontraría ninguna mujer que lo deseara excepto Dolya, y así su lujuria lo devolvería una y otra vez a sus brazos; y como él no podía traicionarla, Dol sentiría menos temor y no lo agobiaría. En el desierto ese matrimonio tal vez funcionaría, aunque Mebbekew nunca se resignaría al tedio de hacer el amor siempre con la misma mujer, noche tras noche, semana tras semana, año tras año.
Con un placer que no la enorgullecía, Hushidh imaginó lo que haría Elemak la primera vez que Meb intentara seducir a Eiadh. Actuaría con discreción, para no debilitar su posición evidenciando que temía una infidelidad. Pero después de eso, Meb ni siquiera miraría a Eiadh…
Los vínculos entre Elemak y Eiadh, entre Dol y Mebbekew, eran similares a los que Hushidh veía todos los días en la ciudad. Eran matrimonios basilicanos afianzados en el inminente viaje al desierto, donde una persona necesitaría a la otra y tendría menos oportunidades que en la ciudad.
El matrimonio entre Luet y Nafai, en cambio, no era basilicano. Por lo pronto, eran demasiado jóvenes. Luet tenía sólo trece años. Era casi un acto de barbarie, como entre las tribus de la costa norte, donde una muchacha contraía matrimonio en cuanto dejaba de gotear su primera sangre. Sólo la certeza de que el Alma Suprema los había unido le permitía presenciar esa ceremonia. De todos modos, le enfurecía no comprender del todo mientras ellos se cogían las manos, hacían sus votos y se besaban tiernamente con las manos de Tía Rasa sobre los hombros. Se preguntó por qué le repelía tanto ese matrimonio. A fin de cuentas, Luet estaba llena de esperanza y alegría, Nafai la respetaba y deseaba complacerla. ¿Qué más podía pedir Hushidh para su querida hermana, su única pariente en este mundo?
Pero cuando finalizó la boda, cuando las parejas recién casadas regresaron al interior de la casa en una risueña procesión, bajo una lluvia de flores, para subir la escalera que conducía a sus habitaciones, Hushidh ni siquiera esperó a que su hermana se perdiera de vista. Se metió en el pasillo de las criadas y echó a correr, no hacia su habitación, sino hacia la azotea donde ella y Luet se refugiaban a menudo.
Allí encontró, sin embargo, en la penumbra del atardecer, la sombra del primer abrazo de Luet y Nafai, su primer beso. La llenó de rabia y se echó sobre la alfombra, golpeando la tela con los puños, llorando y sollozando.
—No, no, no, no.
¿Por qué se negaba? Ni siquiera ella lo entendía. Siguió llorando hasta que —harta de saber tanto y comprender tan poco— se durmió bajo la noche basilicana. A finales de primavera las brisas traían humedad y frescura del mar, sequedad y calor del desierto, y se unían en una danza turbulenta en las calles y tejados. Las brisas apresaron su cabello, que se arremolinó como si tuviera vida propia y ansiara ser libre. Pero Hushidh no se despertó.
En cambio soñó, y en sueños su inconsciente expresó el temor y la rabia que ella no podía expresar en la vigilia. Soñó con su propia boda. En el desierto, de pie en lo alto de una alta aguja de roca, sin espacio para nadie más; pero ahí estaba su esposo, flotando en el aire: Issib el inválido, volando como lo había hecho por la casa de Rasa durante sus años de estudiante. En su sueño Hushidh gritó la pregunta que no se había atrevido a pronunciar en voz alta: ¿Por qué debo ser yo quien se case con el tullido? ¿Por qué me has destinado esa vida, Alma Suprema? ¿En qué te he ofendido, que nunca podré estar como Luet, dulce y joven y desbordante de amor, con un hombre fuerte y piadoso, capaz y bueno?
En el sueño, vi o que Issib se alejaba de ella, sin dejar de sonreír, pero Hushidh sabía que esa sonrisa demostraba su entereza, pues los gritos de su prometida le habían herido en lo más vivo. La sonrisa se borraba, y él caía, se desplomaba como un pájaro arrancado del cielo por una flecha cruel y milagrosa. Sólo entonces Hushidh comprendió que él sólo volaba impulsado por su amor, su necesidad de ella, y que había perdido la capacidad de volar cuando ella lo rechazó. Trató de alcanzarlo, de sujetarlo, pero perdió pie en la aguja de roca y cayó tras él.
Despertó entre jadeos y temblores. Cogió un extremo de la alfombra y se abrigó con ella. Aún tenía las mejillas frías por las lágrimas, los ojos hinchados de llorar. Alma Suprema, gritó en silencio, con todo su corazón. ¡Oh, Madre del Lago, dime que no me odias tanto! ¡Dime que no es tu plan para mí, que ha sido una mera casualidad lo que me ha privado de esperanza en la noche de bodas de mi hermana!
Y luego, con la ilógica de la pesadumbre y la autocompasión, rezó en voz alta:
—Alma Suprema, dime por qué has planeado esta vida para mí. Si he de vivirla, tengo que comprender. Dime que significa algo. Dime por qué estoy viva, dime si un plan tuyo me ha traído a esta vida tal como soy. Dime por qué esta capacidad de comprensión que me has dado es una bendición, y no una condena. ¡Dime si alguna vez seré tan feliz como Luet lo es esta noche!
Y luego, avergonzada de haber expresado sus celos y deseos con tanta crudeza, Hushidh lloró de nuevo y volvió a dormirse.
Aunque la noche estaba fresca, sintió calor bajo la alfombra. Gotas de sudor le perlaron el cuerpo. Y Hushidh soñó de nuevo.
Se vio en la puerta de una tienda del desierto. Nunca había visto una tienda montada, salvo en hologramas, pero esa tienda en concreto era distinta de todas las demás. Estaba de pie, con un niño en brazos, y otros cuatro niños de distintas edades salían corriendo de la tienda, y en el sueño pensó que era como si la tienda acabara de darlos a luz, como si acabaran de llegar al mundo. Si tuviera que hacerlo, los pariría de nuevo, y los llevaría a aquel mismo sitio para verlos tan vivos, morenos y risueños bajo el sol del desierto.
Los niños corrían sin parar, persiguiéndose en un juego bajo la mirada de Hushidh. Y en el sueño notó que el niño que tenía en brazos se inquietaba, y Hushidh se desnudó un pecho y le dio de mamar; sentía la leche brotando del pezón, sentía el dulce cosquilleo de los labios del bebé, besando y succionando, buscando vida, una vida tibia, húmeda, una mezcla de leche y saliva que le dejaba burbujas en las comisuras de la boca.
Luego una silla salió flotando por la puerta de la tienda, y en la silla iba un hombre. Era Issib, pero Hushidh no sintió furia en el corazón, ni pensó que la habían privado de lo mejor de la vida. En cambio se vio ligada a él, corazón a corazón, por grandes cuerdas de seda rutilante; ella ponía al bebé en el regazo de Issib, quien le hablaba al pequeño y hacía reír a Hushidh mientras ella se secaba el pecho y se lo cubría. Todos unidos, madre, padre, hijos. Vio que esto era lo importante, no un ideal imaginario sobre lo que debía ser un esposo. Los niños corrían hacia el padre y alrededor de la silla, y él les hablaba. Los pequeños escuchaban cautivados, reían cuando él reía, cantaban cuando él cantaba. El Issib de este sueño no era un lastre para Hushidh, sino un amigo y esposo fiel.
Alma Suprema, rezó en el sueño, ¿cómo me has traído aquí? ¿Por qué me querías tanto que me has llevado a este tiempo, este lugar, este hombre, estos hijos?
La respuesta llegó de inmediato. Hebras de oro y plata enlazaban a los niños con Hushidh e Issib, y otras hebras se extendían hacia el pasado, hacia otras personas. Una muchedumbre, un billón de personas, caminando marchando en una búsqueda misteriosa, tal vez una migración. Era una visión estremecedora, tantas personas al mismo tiempo, como si Hushidh viera a cada hombre y mujer que había vivido en Armonía. Y entre ellos, aquí y allá, esas hebras de oro y plata.
Comprendió. Estas son todas las personas en quienes floreció la conexión con el Alma Suprema. Estas son las personas más capacitadas para oír la voz del Alma Suprema; en ellas se ha multiplicado la alteración genética de la fundación de Armonía, de modo que cuando se aventuran en caminos prohibidos para la invención y la acción, estos seres especiales, estos seres de oro y plata, en vez de recibir sólo sensaciones borrosas, pensamientos confusos, reciben claramente ideas, imágenes e incluso palabras.
Al principio las hebras de oro y plata eran cortas y tenues, meros bosquejos: mutaciones, conexiones azarosas, variaciones aleatorias en las moléculas genéticas. Pero aquí y allá esa gente se encontraba y se casaba; y cuando copulaban, oro con oro o plata con plata, algunos de sus hijos también se enlazaban con el Alma Suprema. Dos filones, dos clases de enlace genético, comprendió Hushidh; cuando el oro copulaba con la plata, los hijos casi nunca recibían el don. A lo largo de los siglos, en las numerosas multitudes, el Alma Suprema procuraba anudar a la gente dotada, y al cabo de millones de años, el oro y la plata ya no eran finas hebras, sino fuertes cuerdas que pasaban de una generación a otra con mayor regularidad.
Al fin llegaba un momento en que un progenitor legaba la hebra de oro a todos sus hijos y luego, muchas generaciones después, un momento en que la hebra de oro se convertía en un rasgo dominante que un progenitor podía legar aunque el otro progenitor no estuviera dotado.
El Alma Suprema se volvía más ávida, y los nudos se convertían en urdimbres intrincadas que unían a gentes a través de miles de kilómetros, en matrimonios y cópulas improbables. Hushidh vio a una mujer que se levantaba desnuda de un arroyo para aparearse con un hombre a quien había buscado a lo largo de mil kilómetros, sabiendo que cumplía el propósito del Alma Suprema. El hombre tenía oro y plata, sólidos y genuinos, y también la mujer, y la hija de esta pareja nacía con manojos de metal refulgente, brillando con luz propia.
La madre dejaba a la hija en manos de Rasa, quien a la vez estaba ligada con las generaciones del pasado por hebras de oro y plata. Y luego la misma mujer, la misma madre, dejaba otra hija, aún más brillante, en manos de Rasa. Ante sus ojos la segunda hija creció hasta convertirse en Luet, y ahora Hushidh vio lo que había visto esa misma noche: Luet y Nafai unidos. Pero ahora Hushidh no sólo reparaba en los vínculos de amor y lealtad, de necesidad y pasión que siempre veía, sino en esas hebras de oro y plata, más brillantes en Luet y Nafai que en los demás. Con razón los ojos de los dos brillaban con tal gracia y belleza, pensó Hushidh. Fueron creados por el Alma Suprema, como si los hubiera tallado en un metal perfecto y les hubiera insuflado la magia de la vida.
Hushidh se elevó como si volara sobre el pórtico, y vio que todas las parejas que se casaban tenían esas hebras. No tan brillantes y poderosas como en Luet y Nafai, pero las tenían. Tanto Mebbekew como Elemak tenían oro y plata; Dol tenía plata únicamente, y Eiadh oro, con un vestigio de plata.
¿Quién más? ¿A cuántos más has unido, Alma Suprema?
Se remontó a mayor altura sobre la ciudad, pero como era un sueño veía claramente a la gente en las calles y en las casas. Había brillantes estelas de oro y plata, muchas más que en ningún otro lugar del mundo. A esa ciudad de mujeres muchos mercaderes habían llevado no sólo sus mercancías, sino también su simiente; muchas mujeres habían ido en peregrinación y se habían quedado, al menos el tiempo suficiente para dar a luz un hijo; muchas familias habían enviado a sus hijos a estudiar; y ahora no había casi nadie en Basílica que no estuviera dotado para sentir la influencia del Alma Suprema en mayor o menor grado. Y los que tenían ese don no sólo sentían el Alma Suprema, sino también a los demás, aunque nunca advertían en qué medida. Con razón esta ciudad es sagrada, pensó Hushidh en el sueño. Con razón es conocida en todo el mundo por su belleza y su verdad.
Belleza y verdad, pero también aspectos más oscuros. La conexión con el Alma Suprema no significaba que una persona fuera buena o generosa. Y el conocimiento inconsciente del corazón ajeno conducía fácilmente a la explotación, la manipulación, la crueldad o el dominio. Hushidh vio a Gaballufix y advirtió que sus hebras eran tan brillantes como las de Rasa o Wetchik. Con razón él sabía conducir a los hombres de Palwashantu, intimidar a las mujeres, dominar a sus allegados.
En el sueño, Gaballufix salió de su casa, blandiendo la espada energética como si lo atacaran mil enemigos invisibles. Hushidh comprendía que era un efecto de su locura, y que el Alma Suprema lamentaba esos actos. Hacía tropezar a Gaballufix. El caía al suelo y quedaba allí tendido, aún reluciendo de oro y plata, pero inofensivo e indefenso.
Otro se acercaba: Nafai. Hushidh veía al esposo de Luet en su momento más terrible, cuando se erguía sobre el caído y rogaba al Alma Suprema que no le exigiera cometer ese acto. Pero cuando cortaba la cabeza de Gaballufix, no era una marioneta del Alma Suprema. Había escogido libremente el camino del Alma Suprema. Gaballufix había perecido, y Nafai se quedaba solo en la calle, reluciente y angustiado.
Hushidh sobrevoló la ciudad, mirando a las personas más relucientes. Shedemei, a solas en su laboratorio, llenando cajas portátiles con semillas y embriones. Un hombre que caminaba con Nafai hacia la puerta de la ciudad, llevando una esfera envuelta en un paño; tenía que ser Zdorab, de quien Nafai les había hablado, y Zdorab también brillaba con oro y plata. El esposo de Sevet, Vas. El esposo de Kokor, Obring. Los dos eran tan relucientes como las hijas de Rasa y Gaballufix. Todos reunidos en esa ciudad, en ese momento, y los mejores iban al desierto para reunirse con Wetchik. El Alma Suprema los había criado para eso, y ahora les pedía que abandonaran el mundo para trasladarse a otro lugar.
¿Qué serán nuestros hijos? ¿Y nuestros nietos?
Se elevó de nuevo sobre la ciudad, regocijándose al comprender el plan del Alma Suprema, cuando entrevió otra brillante cuerda de oro y plata. Quiso mirar, y como era un sueño descendió al instante y descubrió que la luz brotaba de la casa de Gaballufix, pero el hombre no era Gaballufix. Vestía un extraño uniforme, y el cabello aceitado le colgaba en rizos brillantes.
El general Vozmuzhalnoy Vozmozhno. Moozh. ¡También él era llevado allí! ¡También él figuraba en los planes del Alma Suprema!
Moozh se levantó y desenvainó la espada de metal. Entonces, ¿era como Gaballufix? ¿Agitaría los brazos en una fiebre asesina?
No. Al ver las cuerdas de oro y plata que lo unían con el Alma Suprema, las cortaba con la espada. Luego huía de ellas. Pero las hebras crecían de nuevo, entonces él volvía a cortarlas y huía. Esto se repetía una y otra vez, y Hushidh comprendía que Moozh odiaba su vínculo con el Alma Suprema.
Sin embargo estaba en la ciudad porque el Alma Suprema lo había conducido allí. Y Hushidh comprendió una vez más: el Alma Suprema, consciente de que el general la odiaba y se rebelaba contra ella, le había impulsado a no hacer lo que ella quería. ¡Con qué facilidad lo había engañado! ¡Con qué facilidad lo había guiado! Y en sueños Hushidh se rió.
Rió y comenzó a despertar; sintió que el sueño se alejaba de ella, sintió su cuerpo, arropado en una alfombra, sudando aunque el aire soplaba fresco.
En ese momento, cuando la vigilia ahuyentó el sueño, tuvo una visión repentina y diferente de las anteriores. Vio la imagen de su sueño anterior, el sueño en el que se había visto erguida en la aguja de roca con Issib flotando al lado, y él caía y ella caía tras él; le atravesó la mente en una imagen fugaz, y entonces vio algo nuevo: criaturas aladas, peludas como animales pero capaces de volar; aparecían en el cielo y cogían a Issib y Hushidh de los brazos y piernas, y batían las alas para impedir que se estrellaran contra las rocas y los llevaban arriba.
Este sueño inesperado y repentino la aterró, pues Hushidh sabía que no estaba dormida, y que no debía haber tenido un sueño tan claro y espantoso. ¿Acaso el Alma Suprema no le había mostrado ya todo lo que ella pedía? ¿Por qué ahora la llevaba de nuevo a esa vieja imagen?
Y una vez más, regresó a un momento anterior de sus sueños. Estaba con Issib delante de la tienda, con el bebé en el regazo de Issib y los niños reunidos alrededor de la silla flotante. En cuanto Hushidh reconoció la escena, ésta cambió; ya no estaban en el desierto, sino en un bosque exuberante, ante la puerta de una casa de madera en medio de un claro, y de repente unas ratas gigantescas salían de madrigueras y caían de las ramas de los árboles y se lanzaban contra ellos. Hushidh supo que querían robarles los hijos, para llevárselos y comerlos, y gritó aterrada. Las criaturas voladoras regresaron, bajaron del cielo para coger a sus hijos y rescatarlos de las zarpas de esas ratas voraces. Viendo lo que sucedía, ella cogió al bebé que estaba en el regazo de Issib y lo alzó sobre su cabeza, entonces una de las criaturas volantes bajó para rescatarlo. Hushidh rompió a llorar, temiendo haber salvado a sus hijos de un depredador para dárselos a otro. Sin embargo sabía. Había escogido, y cuando regresaron las criaturas, Hushidh levantó los brazos de Issib para que las criaturas se lo llevaran. Pero las ratas ya se lanzaban sobre ellos, y cien zarpas salvajes la aferraron y desgarraron…
Despertó al oír su propio grito, con un nudo de terror en el corazón. Estaba empapada de sudor. La noche era oscura, la brisa gélida, pero Hushidh no temblaba de frío. Aturdida y entumecida, se quitó la alfombra de encima y se dirigió hacia la abertura que conducía al ático.
Cuando llegó a su habitación, veía bien y caminaba normalmente, pero aún estaba débil y aterrada, y no soportaba la soledad. La cama de Luet —Luet, que debía estar con ella para consolarla— estaba vacía, porque Luet había ido a otro lecho, y abrazaba a alguien que esa noche la necesitaba muchos menos que su hermana. Hushidh se acurrucó en su cama, alternando entre mudos temblores y jadeantes sollozos, temiendo que alguien la oyera desde otra habitación.
Pensarán que tengo celos de Luet, si me oyen sollozar. Pensarán que la odio por haberse casado antes que yo, y no es así… y mucho menos ahora, pues el Alma Suprema me ha mostrado el sentido de todo. Trató de evocar ese sueño —ella con sus hijos y su esposo en la entrada de la tienda— pero el sueño se transformó de nuevo y sintió terror de las ratas que salían de los agujeros y de los árboles, y su única esperanza eran las extrañas bestias voladoras…
Se encontró en el pasillo, huyendo de un miedo que arrastraba consigo al correr. Corrió hasta abrir la puerta de la habitación donde estaba Luet, pues no podía soportarlo, necesitaba ayuda, y sólo Luet podía ayudarla…
—¿Qué pasa?
En la aterrada voz de Luet parecía resonar el miedo de Hushidh. Luet estaba sentada en la cama, apoyándose la sábana en la garganta como si fuera un escudo. Nafai se levantó torpemente y se acercó a Hushidh, sin comprender quién era pero consciente de que si entraba un intruso era su deber cerrarle el paso…
—Shuya —dijo Luet.
—Oh, Luet, perdóname —sollozó Hushidh—. Ayúdame. ¡Abrázame!
Nafai la guió hacia el interior de la habitación. Luet se le acercó y la ayudó a sentarse en la cama desordenada. Hushidh dio rienda suelta a sus sollozos. Notó que Nafai caminaba por la habitación, cerraba la puerta, buscaba ropas para que ni él ni Luet tuvieran que avergonzarse cuando ella dejara de llorar y recobrase la compostura.
—Lo lamento, lo lamento —repetía Hushidh entre sollozos.
—No te preocupes —dijo Luet.
—Tu noche de bodas. Nunca debí… pero he tenido un sueño, era tan espantoso…
—Está bien, Shuya —dijo Nafai—. Sólo te pido que te calmes, pues si te oyen creerán que es Luet llorando a moco tendido en su noche de bodas, y quién sabe qué pensarán de mí. — Hizo una pausa—. Aunque, pensándolo bien, quizá debieras llorar un poco más fuerte.
Nafai hablaba con sereno buen humor, y Luet se rió de la broma. Era lo que Hushidh necesitaba para perder el miedo. Podía pensar en Luet y Nafai en vez de recordar el sueño.
—Nadie ha cometido jamás tal despropósito —dijo Hushidh, afligida y avergonzada, pero muy aliviada—. ¡Irrumpir en el cuarto de mi hermana en su noche de bodas!
—No has interrumpido nada —aseguró Nafai, y él y Luet se echaron a reír, como niños con un secreto absurdo.
—Lamento reírme cuando te sientes tan mal —dijo Luet—, pero debes entender. Ha sido un fiasco. —Los dos se rieron de nuevo.
—Es un talento adquirido —dijo Nafai—. Y a nosotros nos falta práctica.
Hushidh se contagió de ese buen humor, de la calma que creaban entre ambos. Era increíble que un par de jóvenes esposos, interrumpidos en su primera noche, recibieran y consolaran con tan buena voluntad a una hermana, pero así eran Lutya y su Nyef. Hushidh lloró de amor y gratitud. Eran lágrimas felices, no esas lágrimas desesperadas nacidas de la soledad y el terror.
—No lloraba por mí —dijo, pues ahora podía hablar—. Admito que sentía envidia y soledad, pero el Alma Suprema me envió un sueño benigno, me vi a mí misma con mi marido y nuestros hijos… —Entonces la asaltó un pensamiento que antes no se le había ocurrido—. Nafai, sé que estoy destinada a Issib. Pero debo preguntarte… él es… capaz, ¿verdad?
—Shuya, no podría ser menos capaz de lo que yo he sido esta noche.
Luet le pegó juguetonamente en la mano.
—Te lo está preguntando en serio, Nafai.
—Es tan virgen como yo —dijo Nafai—, y lejos de la ciudad apenas puede usar las manos. Pero no es paralítico y sus… reacciones involuntarias, en fin… funcionan.
—Entonces el sueño era cierto —observó Hushidh—. O puede serlo, al menos. Soñé con mis hijos. Con Issib. Eso podría cumplirse, ¿verdad?
—Si tú lo deseas —asintió tranquilo Nafai—. Si estás dispuesta a aceptarlo. Es el mejor de nosotros, Shuya, te lo aseguro. El más inteligente, el más bondadoso, el más sabio.
—Pues a mí me dijiste que tú eras el mejor —protestó Luet.
Nafai le sonrió con estúpida alegría.
Hushidh se sentía mejor, y comprendió que no era correcto quedarse allí; había recibido todo el consuelo que podía pedir a su hermana, y ahora debía regresar a su habitación para dormir sola. La sombra del sueño maligno se había desvanecido.
—Gracias a los dos —susurró—. Nunca olvidaré vuestra bondad de esta noche. —Se levantó y echó a andar hacia la puerta.
—No te vayas —pidió Nafai.
—Debo dormir —dijo Hushidh.
—Antes cuéntanos el sueño. Necesitamos oírlo. No el sueño benigno, sino el que te atemorizó tanto.
—Él tiene razón —terció Luet—. Aunque sea nuestra noche de bodas, el mundo está oscuro alrededor y debemos saber todo lo que el Alma Suprema revele a cualquiera de nosotros.
—Por la mañana —dijo Hushidh.
—¿Crees que podremos dormir, preguntándonos que sueño terrible ha afectado tanto a nuestra hermana? —preguntó Nafai.
Aunque Hushidh sabía que él había escogido cuidadosamente las palabras, agradeció la bondad y el afecto que demostraban. Aunque Nafai temiera o envidiara la estrecha relación que unía a las dos hermanas, no se resistía a ella, sino que procuraba incluirse, e incluir a Hushidh en la intimidad de su matrimonio. Era un acto generoso, en esa noche singular en que Nafai debía de creer que se estaban cumpliendo sus peores temores sobre Hushidh, quien había irrumpido en la alcoba nupcial llorando como una loca. Si él hacía semejante esfuerzo, Hushidh no podía menos que aceptar esa relación. A fin de cuentas era una descifradora. Conocía los lazos que unían a la gente, y le alegraría ayudarle a estrechar este vínculo.
Regresó y se sentaron en la cama, formando un triángulo con las piernas cruzadas, rodilla con rodilla, y Hushidh les contó sus sueños, de cabo a rabo. No omitió ningún detalle y confesó su resentimiento del principio para que ellos comprendieran cuánto agradecía la tranquilidad que le había enviado el Alma Suprema.
Dos veces la interrumpieron con asombro. La primera vez cuando ella les comentó que había visto a Moozh, y que el Alma Suprema lo guiaba valiéndose del rechazo del general. Nafai se rió maravillado.
—Moozh en persona, el sanguinario general goraym, huyendo del Alma Suprema por la senda que el Alma Suprema le ha trazado. ¡Quién lo hubiera dicho!
La interrumpieron por segunda vez cuando Hushidh habló de las criaturas aladas.
—¡Los ángeles! —exclamó Luet.
Hushidh recordó el sueño que Luet le había contado días atrás.
—Claro —dijo—. Por eso aparecieron en mi sueño… porque recordé que me habías hablado de esos ángeles y las ratas gigantes.
—No saques conclusiones —advirtió Luet—. Cuéntanos el resto del sueño.
Y así lo hizo, y luego guardaron silencio, reflexionando.
—Creo que el primer sueño, donde aparecías con Issib, viene de ti misma —dijo al fin Luet.
—También yo lo creo —asintió Hushidh—, y ahora que recuerdo que me contaste ese sueño con ángeles velludos…
—Silencio —dijo Luet—. No te adelantes. Después de esa primera visión que procedía de tu temor a casarte con Issib, rogaste al Alma Suprema que te revelara su propósito, y ella te mostró ese maravilloso sueño de las hebras de oro y plata que unían a la gente…
—Criándonos como ganado —señaló Nafai.
—No seas irreverente —le regañó Luet.
—No seas demasiado reverente —bufó Nafai—. Dudo que la programación original del Alma Suprema le ordenara comenzar un programa de crianza con los humanos de Armonía.
—Sé que tienes razón —asintió Luet—, que el Alma Suprema es un ordenador creado en los albores de nuestro mundo para cuidar a los seres humanos e impedir que se destruyan entre sí, pero en mi corazón aún la considero una mujer, la Madre del Lago.
—Mujer o máquina, ahora tiene sus propios propósitos, y éste no me convence —dijo Nafai—. Acepto que nos reúna para emprender un viaje a la Tierra, y me alegra. Es una empresa gloriosa. Pero este asunto de la crianza… Mis padres copulando con una oveja y un carnero para conservar la pureza del linaje…
—Pero ellos se quieren —señaló Luet.
Nafai tendió una mano y le cogió los dedos tiernamente.
—Lutya, se quieren, como nosotros nos queremos. Pero nosotros hemos actuado voluntariamente, conociendo el propósito del Alma Suprema y aceptándolo. ¿Qué otros planes ha trazado el Alma Suprema, de los cuales aún no sabemos nada?
—El Alma Suprema me ha contado esto porque se lo pedí —apuntó Hushidh—. Si es un ordenador, como tú dices, y creo en tus palabras, tal vez no pueda contarnos lo que aún no hemos preguntado.
—Entonces debemos preguntar. Debemos saber qué se propone ella… mejor dicho, él —dijo Nafai.
Esta confusión causó gracia a Luet, pero no se rió. Hushidh, que no era la leal esposa de Nafai, no pudo contener una protesta.
—Al margen de lo que pensemos del Alma Suprema —prosiguió pacientemente Nafai—, debemos preguntar. Qué significa la presencia de Moozh, por ejemplo. ¿También debemos llevarlo al desierto? ¿Para eso fue traído aquí? ¿Y qué significan esas extrañas criaturas, los ángeles y las ratas? El Alma Suprema debe decírnoslo.
—Todavía pienso que las ratas y los ángeles aparecieron en mi visión porque Lutya soñó con ellos y me los mencionó. Era un modo de dar forma a mis miedos —dijo Hushidh.
—¿Pero por qué aparecieron en el sueño de Lutya? —preguntó Nafai—. Ella no les temía.
—En mi sueño las ratas no eran terribles ni peligrosas —añadió Luet—. Eran sólo ratas. Viviendo sus vidas. En mi sueño no se relacionaban con los seres humanos.
—Basta de conjeturas —dijo Nafai—. Vamos a preguntárselo al Alma Suprema.
Nunca lo habían hecho antes. Los hombres y las mujeres no rezaban juntos en los rituales de Basílica. Los hombres oraban con sangre y agua en el templo, o en sus casas particulares, y las mujeres oraban en las aguas del lago, o en sus casas particulares. Así que sentían timidez e incertidumbre. Nafai tendió los brazos hacia Hushidh y Luet, y las dos le cogieron las manos.
—Yo hablo con el Alma Suprema en silencio —dijo Nafai—. En mi interior.
—También yo, aunque a veces lo hago en voz alta. ¿Tú no? —preguntó Luet.
—Lo mismo que yo —asintió Hushidh—. Luet, habla en nombre de todos.
Luet sacudió la cabeza.
—Fuiste tú quien ha tenido el sueño esta noche, Hushidh. El Alma Suprema se dirigía a ti. Hushidh se estremeció.
—¿Y si vuelve el sueño maligno?
—No importa quién hable —adujo Nafai—, mientras todos formulemos la misma pregunta en nuestro corazón. Padre, Issib y yo hablamos fácilmente con el Alma Suprema, cuando tenemos el índice, haciendo preguntas y recibiendo respuestas como si habláramos con el ordenador de la escuela. Haremos lo mismo aquí.
—No tenemos el índice —señaló Luet.
—No, pero estamos unidos al Alma Suprema con hebras de oro y plata —dijo Nafai, mirando de soslayo a Hushidh—. Eso debería bastar, ¿verdad?
—Entonces habla en nombre de todos, Luet —pidió Hushidh.
Así que Luet hizo las preguntas, expresó en voz alta sus preocupaciones y las de Nafai, y el terror que Hushidh había experimentado. La primera respuesta fue para esa pregunta.
No lo sé, dijo el Alma Suprema. Luet guardó silencio, sorprendida.
—¿Habéis oído lo mismo que yo? —preguntó Nafai.
Como no sabían qué había oído Nafai, nadie pudo responder. Hasta que Hushidh se atrevió a decir lo que había oído en su interior.
—Ella no sabe —susurró.
Nafai les cogió las manos con más fuerza y le habló al Alma Suprema, en nombre de los tres.
—¿Qué es lo que no sabes?
Yo envié el sueño de las hebras de oro y plata, dijo el Alma Suprema. Envié el sueño de Issib y sus hijos ante la tienda. Pero no era mi intención que vieras al general. Yo no te mostré al general.
—¿Y las ratas? —preguntó Hushidh.
—¿Y los ángeles?—añadió Luet.
No sé de dónde vienen ni qué significan.
—Ya —dijo Hushidh—. Fue sólo un extraño sueño tuyo, Luet. Como me lo contaste, yo lo recordé, eso es todo.
¡No!
Era como si el Alma Suprema le hubiera gritado en la mente, y Hushidh tembló.
—¿Entonces, qué? —exclamó Hushidh—. Si no sabes de dónde procede, ¿cómo sabes que no es un sueño común? Porque el general también lo tuvo. Se miraron atónitos.
—¿El general Moozh?
En la mente de Hushidh se formó la imagen fugaz de un hombre con una criatura voladora en el hombro, y una rata gigante aferrada a su pierna. Humanos, ratas y ángeles se aproximaban para tocarlos a los tres y adorarlos.
La imagen se disipó tan repentinamente como antes había surgido.
—¿El general tuvo este sueño? —preguntó Hushidh. Sí, hace semanas. Antes que vosotras soñarais con estas criaturas.
—Entonces, somos tres —dijo Luet—. Somos tres, y ni siquiera conocemos al general, pero todos hemos soñado con estas criaturas. El vio adoración, yo vi arte, tú viste guerra, Hushidh, guerra y salvación.
—Si no vino de ti, Alma Suprema —dijo Nafai ávidamente, cogiéndoles las manos con fuerza—, ¿de dónde pudo proceder semejante sueño?
No lo sé.
—¿Existe otro ordenador? —preguntó Hushidh. No aquí. No en Armonía.
—Tal vez tú no lo sabes —sugirió Nafai. Lo habría sabido.
—Entonces, ¿por qué tenemos estos sueños? —preguntó Nafai.
Esperaron, pero no obtuvieron respuesta. Y luego hubo una respuesta, pero una que no deseaban.
Tengo miedo, dijo el Alma Suprema.
Hushidh volvió a asustarse, y aferró la mano de su hermana y la mano de Nafai.
—Odio esto —se lamentó—. Odio esto. No quería saberlo.
Tengo miedo, dijo el Alma Suprema con toda claridad. Tengo miedo, pues miedo es para mí el nombre de la incertidumbre, de una imposibilidad que no obstante es real. Pero también tengo esperanza, que es otro nombre para lo imposible que puede convertirse en realidad. Tengo la esperanza de que el sueño provenga del Guardián de la Tierra. Que a través de los años luz el Guardián de la Tierra se esté comunicando con nosotros.
—¿Quién es el Guardián de la Tierra? —preguntó Hushidh.
—El Alma Suprema lo ha mencionado antes —dijo Nafai—. No está del todo claro, pero creo que es un ordenador que fue designado Guardián de la Tierra cuando nuestros antepasados se marcharon hace cuarenta millones de años.
No es un ordenador, replicó el Alma Suprema.
—¿Qué es, entonces? —preguntó Nafai. No es una máquina.
—¿Qué es? Está vivo.
—¿Qué ser podría estar vivo después de tantos años?
El Guardián de la Tierra. Nos llama. Os llama a vosotros. Tal vez mi deseo de llevaros de regreso a la Tierra también sea un sueño del Guardián. Yo también he sentido confusión, y no sabía qué hacer, y luego se me ocurrieron ciertas ideas. Supuse que eran producto de las rutinas aleatorias. Pensé que provenían de mi programación. Pero si vosotros y Moozh tenéis extraños sueños con criaturas desconocidas en este mundo, tal vez yo también tenga sueños que no fueron programados, que no proceden de este planeta.
No tenían respuesta para la pregunta del Alma Suprema.
—No sé qué pensáis vosotros —dijo Hushidh—, pero yo contaba con que el Alma Suprema estuviera a cargo de todo, y no me gusta que ella ignore lo que está sucediendo.
—La Tierra nos llama —intervino Nafai—. ¿No lo comprendes? La Tierra nos llama. No sólo al Alma Suprema, sino también a nosotros. Al menos a vosotras dos, y a Moozh. Os llama para que regreséis al hogar.
A Moozh no, dijo el Alma Suprema.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hushidh—. Si no sabes por qué, ni cómo el Guardián de la Tierra nos dio estos sueños, si ni siquiera sabes si provienen de él, ¿cómo sabes que Moozh no debe ir al desierto con nosotros?
Moozh no, insistió el Alma Suprema. Dejad a Moozh en paz.
—Si no querías que Moozh se reuniera con nosotros, ¿por qué lo has traído aquí? — preguntó Nafai. Lo he traído aquí, pero no para vosotros.
—Tiene las mismas hebras de oro y plata que nosotros —señaló Luet—. Y el Guardián de la Tierra le ha hablado. Lo he traído aquí para que destruya Basílica.
—Es el colmo —estalló Nafai—. El Alma Suprema tiene una idea, el Guardián de la Tierra tiene otra. ¿Y qué haremos nosotros?
Dejad a Moozh en paz. No lo toquéis. Él sigue su propio camino.
—Claro —dijo Nafai—. Hace un minuto dijiste que no sabías lo que sucedía, y ahora debemos creer en tu palabra de que Moozh no forma parte de esto. No somos títeres, Alma Suprema. ¿Me comprendes? Si no sabes lo que sucede, ¿por qué debemos cumplir tus órdenes? ¿Cómo sabemos que tú tienes razón y nosotros nos equivocamos? No lo sé.
—Entonces, ¿cómo sabes que no debo ir a verlo para pedirle que nos acompañe?
Porque es peligroso e implacable, y podría usarte y destruirte, y si decide hacerlo no podré impedirlo.
—No vayas —rogó Luet.
—Él es uno de nosotros —adujo Nafai—. Si nuestro propósito es bueno, lo es porque hay algo bueno en nosotros, la gente que el Alma Suprema ha criado para regresar a la Tierra. Si es bueno, lo es porque el Guardián de la Tierra nos llama.
—No sé si lo que me ha enviado ese sueño terrible es bueno —objetó Hushidh.
—Tal vez el sueño era una advertencia —apuntó Nafai—. Tal vez debamos enfrentarnos a algún peligro, y el sueño te estaba poniendo sobre aviso.
—O a lo mejor el sueño era una advertencia para que no te acerques a Moozh —aventuró Luet.
—¿Cómo podría significar eso? —preguntó Nafai. Se quitó la ropa que se había puesto precipitadamente un rato antes, y se vistió para ir a la ciudad.
—Porque quiero que signifique eso —sollozó Luet—. Sólo has sido mi esposo por media noche, y de pronto quieres ir a ver a un hombre que el Alma Suprema considera peligroso e implacable. ¿Y para qué? Para invitarlo a que venga al desierto. Para invitarlo a que renuncie a sus ejércitos, sus reinos, su sangre y su violencia, y viaje con nosotros al desierto en una travesía que de algún modo terminará en la Tierra. ¡Te matará, Nafai! O te encarcelará e impedirá que vengas con nosotros. Te perderé.
—No me perderás —prometió Nafai—. El Alma Suprema me protegerá.
—El Alma Suprema te advi rtió que no fueras. Si desobedeces…
—El Alma Suprema no me castigará porque ni siquiera sabe si me equivoco. Me traerá de vuelta porque desea mi regreso casi tanto como yo. No sé si puedo protegerte.
—Sí, hay muchas cosas que ignoras —dijo Nafai—. Creo que esta noche nos has aclarado eso. Eres un ordenador potente y llevas la mejor intención, pero tienes tantas dudas como yo. No sabes si tus planes para Moozh han recibido la influencia del Guardián de la Tierra. Ignoras si el Guardián desea que yo haga lo que estoy haciendo, y mandar al cuerno tu plan de destruir Basílica. ¡Destruir Basílica, nada menos! Es tu ciudad elegida, ¿o no? En este lugar reuniste a las personas que estaban más cerca de ti, ¿y ahora quieres destruirlo?
Las reuní aquí para crearos a vosotros, niños tontos. Ahora lo destruiré para dispersar a mis gentes por el mundo. Así mi influencia llegará a todas las comarcas y naciones. ¿Qué es la ciudad de Basílica, comparada con el mundo?
—La última vez que hablaste así, maté a un hombre —recordó Nafai.
—Por favor —suplicó Luet—, quédate conmigo.
—O déjame acompañarte —intervino Hushidh.
—Ni hablar —dijo Nafai—. Lutya, regresaré. Porque el Alma Suprema me protegerá. No sé si puedo.
—Pues inténtalo —replicó Nafai, y se puso en marcha.
—Lo arrestarán en cuanto salga a la calle —se lamentó Hushidh.
—Lo sé —asintió Luet—. Y entiendo por qué lo hace. Es un acto valeroso, y creo que es lo correcto, pero querría que no lo hiciera.
Luet lloró, y esta vez fue Hushidh quien la consoló a ella. Qué jaleo hemos tenido esta noche, pensó. Qué noche de bodas para vosotros, qué noche de sueños para mí. ¿Y cómo será la mañana? Quizás enviudes sin siquiera llevar un hijo suyo en las entrañas. O quizás — ¿por qué no?— el gran general Moozh regrese con Nafai, renuncie a su ejército y nos acompañe al desierto. Puede suceder cualquier cosa.
Moozh desplegó su mapa de la costa occidental en la mesa de Gaballufix, y exploró mentalmente la situación. Las Ciudades de la Planicie y Seggidugu se extendían ante él como un banquete. Era difícil decidir hacia dónde avanzar. A estas alturas todos debían de saber que un ejército gorayni custodiaba las murallas de Basílica. Sin duda los hombres más impulsivos de Seggidugu exigían una respuesta rápida y contundente, pero no prevalecerían. La frontera norte de Seggidugu estaba demasiado cerca de los principales ejércitos gorayni de Khlam y Ulye. Necesitarían muchas tropas para tomar Basílica, aunque supieran que sólo había mil defensores gorayni, y dejarían Seggidugu expuesta a un contraataque.
Muchos corazones débiles de Seggidugu ya se estarían preguntando si no convendría presentarse ante el imperátor como suplicante y rogarle que recibiera a su nación en su benévolo imperio. Pero Moozh sabía que no tendrían más suerte que los impulsivos. Prevalecerían, en cambio, los hombres más serenos y prudentes. Ellos aguardarían. Y Moozh contaba con ello.
En las Ciudades de la Planicie ya debía de existir un movimiento para revivir la antigua Liga de Defensa, que había expulsado a los invasores de Seggidugu en nueve ocasiones. Pero eso había sucedido más de mil años atrás, cuando los Seggidugu habían cruzado las montañas desde el desierto; pocas ciudades se unirían, y además, continuarían con sus rivalidades, debilitándose aún más que si cada cual estuviera sola.
¿Qué podía hacer Moozh? Si enviaba una delegación para exigir la rendición de las ciudades más próximas, recibiría un pronto acatamiento. Pero los refugiados brotarían de esas ciudades como sangre de un corazón herido, y las demás Ciudades de la Planicie se unirían. Incluso podían pedir a Seggidugu que las encabezara, y en ese caso Seggidugu intervendría.
También podía exigir la rendición de Seggidugu. Si la obtenía, las Ciudades de la Planicie no opondrían más resistencia. Pero era una apuesta demasiado arriesgada, y convenía encontrar un método más adecuado. Podía lograr la rendición de un par de ciudades, pero disponía de muy pocos hombres —y su enlace con el grueso de sus ejércitos era demasiado precario— para dar peso al ultimátum, si Seggidugu decidía oponerse. Esas arriesgadas tretas le habían permitido evitar cruentas guerras y crear grandes imperios, y Moozh no temía correr riesgo si no había un modo mejor.
Pero si había un modo mejor, tendría que encontrarlo pronto. A estas alturas, el imperátor sabría que Plod y el intercesor del ejército de Moozh habían muerto a manos de un asesino basilicano, a quien nadie había podido interrogar porque Moozh lo había despachado de inmediato. Luego Moozh había partido con mil hombres y nadie sabía su paradero. Esa noticia aterraría al imperátor, quien era muy consciente de que el poder de un monarca era muy frágil cuando sus mejores generales cobraban demasiada celebridad. El imperátor se preguntaría cuántos hombres se unirían a Moozh si el general decidía enarbolar la bandera de la rebelión en las montañas, y cuántos otros, demasiado leales para desertar, temerían luchar contra el más grande general gorayni. Todas estas aprensiones instarían al imperátor a poner sus ejércitos en movimiento, dirigiéndolos al sur y al oeste, hacia Khlam y Ulye.
Eso era conveniente. Asustaría aún más a los seggidugu, y aumentaría la posibilidad de someterlos mediante un truco. Y estos ejércitos no habrían avanzado mucho cuando el imperátor se enterase de que la audaz maniobra de Moozh había tenido éxito y la legendaria ciudad de Basílica estaba en manos gorayni.
Moozh sonrió complacido al pensar en el terror que esta noticia despertaría en el corazón de todos los cortesanos que le habían susurrado al imperátor que Moozh era un traidor. ¿Traidor? ¿Un hombre que tiene ingenio y valor suficiente para tomar una ciudad con sólo mil hombres? ¿Que sortea dos poderosos reinos enemigos para capturar una fortaleza de montaña que se yergue a la retaguardia de sus oponentes? ¿Qué clase de traidor es éste?, se preguntaría el imperátor.
Sin embargo también tendría miedo, pues siempre lo aterraba la audacia de sus generales. Sobre todo, la audacia de Vozmuzhalnoy Vozmozhno. El imperátor enviaría un par de emisarios, sin duda un intercesor, tal vez un nuevo amigo, y también un par de familiares de confianza. Ellos no tendrían autoridad para impartir órdenes a Moozh: los gorayni nunca habrían conquistado tantos reinos si los imperatores hubieran permitido que sus subordinados contradijeran las órdenes de sus generales en campaña. Pero tendrían permiso para inmiscuirse, cuestionar, protestar, exigir explicaciones y comunicar al imperátor todo lo que les resultara sospechoso.
¿Cuándo llegarían esos emisarios? Deberían cruzar el desierto por la misma ruta que Moozh había seguido con sus hombres. Pero ahora Seggidugu e Izmennik vigilarían esa carretera, así que necesitarían una numerosa custodia, carretas de provisiones, muchos exploradores, tiendas y toda clase de ganado. Los emisarios no tendrían la voluntad ni la capacidad para moverse con la rapidez del ejército de Moozh. Así que tardarían por lo menos una semana en llegar, tal vez más. Pero cuando llegaran, tendrían muchos soldados —tal vez tantos como Moozh— y estos soldados no serían hombres que hubieran luchado bajo su mando, hombres que él hubiera entrenado, hombres en quienes pudiera confiar.
Una semana. Moozh disponía de una semana para llevar a cabo el plan que trazara. Podía intentar su estratagema contra Seggidugu ahora y arriesgarse a una profunda humillación si encontraba resistencia. En ese caso, las Ciudades de la Planicie se unirían contra él y pronto Basílica sería sitiada. Ello no provocaría su degradación, pero quitaría fama a su nombre y lo dejaría a merced del imperátor. Los últimos días habían sido deliciosos, pues no había tenido que prestarse a los juegos de engaño y subterfugio que le consumían la vida cuando tenía que tratar con un amigo designado por el imperátor, por no mencionar a un intercesor ambicioso y entrometido. Moozh no había matado mucha gente con sus propias manos, pero disfrutaba con el recuerdo de esas muertes: esos rostros sorprendidos, el exquisito alivio que él había sentido. Ni siquiera la necesidad de matar a Smelost, ese leal soldado de Basílica, empañaba la alegría de su nueva libertad.
¿ Estoy preparado ?
¿Estoy preparado para realizar la maniobra de mi vida, para lanzar mi venganza contra el imperátor en nombre de Pravo Gollossa? ¿Para apostarlo todo a mi capacidad para unir Basílica, Seggidugu y las Ciudades de la Planicie, junto con los soldados gorayni que me sigan y el respaldo que podamos obtener de Potokgavan?
Y si no estoy preparado para eso, ¿lo estoy para someterme de nuevo al yugo con que el imperátor domina a todos sus generales? ¿Estoy preparado para inclinarme ante la voluntad de la encarnación de Dios en Armonía? ¿Estoy preparado para esperar años y hasta décadas por una oportunidad que quizá nunca se presente tan propicia?
Supo la respuesta aun antes de formularse la pregunta. Debía transformar esa semana, ese día, esa hora, en su oportunidad de derrocar a los gorayni y reemplazar ese imperio cruel y brutal por un imperio generoso y democrático, conducido por los sotchitsiya, cuya postergada venganza ya era inexorable. Moozh se había instalado con un ejército leal en la ciudad que simbolizaba todo lo que había de débil, afeminado y cobarde en el mundo. Ansiaba destruirte, Basílica, pero en cambio te robusteceré. Te transformaré en centro del mundo, pero un mundo regido por hombres poderosos, no por mujeres débiles y medrosas, por políticos, chismosos, actores y cantantes. Tal vez la mayor historia que se cuente sobre Basílica no diga que era la ciudad de las mujeres, sino la ciudad que descendía de los sotchitsiya.
Basílica, ciudad de las mujeres, aquí está tu esposo; para someterte y enseñarte las artes domésticas que has olvidado.
Moozh echó otro vistazo a la lista de nombres de Bitanke. Si buscaba a alguien que gobernara Basílica en nombre del imperátor, tendría que escoger a un hombre como cónsul: un hijo de Wetchik, si podía hallarlo, o el mismo Rashgallivak, o un hombre más débil a quien secundaría con Bitanke.
Pero si Moozh deseaba unir Basílica, las Ciudades de la Planicie y Seggidugu contra el imperátor, necesitaba convertirse en ciudadano de Basílica mediante el matrimonio, y conquistar una posición destacada; no necesitaba un cónsul, sino una novia.
Las candidatas más interesantes de la lista, pues, eran las dos muchachas: la vidente y la descifradora. Eran jóvenes, tan jóvenes que ofendería a muchos si se casaba con una de ellas, sobre todo con la vidente. ¡Trece años! Sin embargo, esas dos muchachas tenían el prestigio adecuado, el prestigio que lo favorecería si desposaba a una de ellas. Moozh, el gran general gorayni, desposando a una de las mujeres más piadosas de Basílica, entrando en la ciudad corno un humilde esposo y no como un conquistador. Se ganaría los corazones basilicanos, no sólo los de aquellos que ya le agradecían la paz que había impuesto, sino los de todos, pues deducirían que no deseaba dominarlos, sino conducirlos a la grandeza.
Siendo esposo de la descifradora o la vidente, Moozh ya no tendría Basílica. Sería Basílica, y en vez de enviar ultimátum a los reinos del sur y las ciudades de la costa occidental, lanzaría un grito de guerra. Arrestaría a los espías de Potokgavan y los enviaría de vuelta a su pantanoso imperio con obsequios y promesas. Y la noticia correría como reguero de pólvora en todo el norte: Vozmuzhalnoy Vozmozhno se ha proclamado la nueva encarnación, el auténtico imperátor. Convoca a todos los soldados leales a Dios para que se le unan en el sur, o para que se levanten contra el usurpador dondequiera que estén. Mientras tanto, una nueva consigna se susurraría en Pravo Gollossa: los sotchitsiya mandarán. ¡Levantaos para tomar lo que os pertenece desde hace tantos años!
En medio del caos reinante, Moozh marcharía hacia el norte, juntando aliados mientras avanzaba. Los ejércitos gorayni retrocederían, los nativos de la naciones conquistadas lo recibirían como a un liberador. Marcharía hasta expulsar a los gorayni a sus propias tierras, y ahí se detendría a pasar un largo invierno en Pravo Gollossa, donde entrenaría su heterogéneo ejército hasta transformarlo en una invencible fuerza de combatientes. En la primavera del año siguiente invadiría las escarpadas tierras de los gorayni y destruiría su capacidad de gobernar. Haría cortar los pulgares a todos los hombres en edad de combatir, para que jamás pudieran volver a empuñar el arco ni la espada, y con cada pulgar cercenado los gorayni recordarían el dolor de los sotchitsiya sin lengua.
¡Que Dios intentara impedírselo!
Pero sabía que Dios no lo detendría. En estos últimos días, desde que había retado a Dios y había viajado al sur para capturar Basílica, Dios no había intentado oponerse, no le había enturbiado los pensamientos. Temía que Dios le hiciera olvidar los planes que estaba trazando. Pero Dios debía de saber que no importaría, pues esos planes eran tan precisos y evidentes que Moozh sólo tendría que trazarlos una vez más… todas las veces que fuera preciso.
Para mí será el derrumbe de los gorayni y la unificación de la costa occidental. Para mi hijo será la conquista de Potokgavan, la civilización de las tribus de los bosques del norte, el sometimiento de los piratas de la costa norte. Mi hijo, y el hijo de mi esposa.
¿Cuál de las dos elegiría? La vidente era la más poderosa, la que gozaba de mayor prestigio, pero también era la más joven, demasiado joven, en realidad. Existía el riesgo de que la gente la compadeciera por aquel matrimonio, a menos que Moozh la persuadiera de acudir por voluntad propia.
La descifradora, en cambio, aunque gozaba de menor prestigio, cumplía los requisitos, y tenía dieciséis años. Era una buena edad para un matrimonio político, pues no tenía esposos anteriores y, si Bitanke estaba en lo cierto, ni siquiera se le conocían amantes. Además, la vidente transmitiría su aura de prestigio al matrimonio, pues la descifradora era su hermana, y Moozh se cercioraría de que la vidente recibiera un buen trato y estuviera estrechamente ligada a la nueva dinastía.
Era un plan muy atractivo. Ahora sólo le faltaba contar con la certidumbre necesaria para actuar. La certidumbre necesaria para ir a la casa de Rasa e ingeniárselas para obtener la mano de una de esas muchachas.
Llamaron a la puerta. Moozh golpeó la mesa. La puerta se abrió.
—Señor —dijo el soldado—, hemos efectuado un interesante arresto en la calle, frente a la casa de Rasa.
Moozh alzó los ojos y aguardó el resto del mensaje.
—El hijo menor de Rasa. El que mató a Gaballufix.
—Había escapado al desierto —dijo Moozh—. ¿Estás seguro de que no es un impostor?
—Tal vez. Pero salió de la casa de Rasa y se presentó ante el sargento para anunciarle quién era y decirle que necesitaba hablar contigo de asuntos que determinarían tu futuro y el futuro de Basílica.
—Ah —dijo Moozh.
—De forma que o bien se trata de ese niño con cojones de hierro que decapitó a Gaballufix y se marchó de la ciudad con su ropa, o de un loco que desea morir.
—O de las dos cosas. Tráelo, y prepara una escolta de cuatro soldados para llevarlo de regreso a la casa de la dama Rasa. Si ves que lo abofeteo cuando abras la puerta para llevártelo, mátalo en el porche de Rasa. Si le sonrío, trátalo con cortesía y respeto. De lo contrario, está arrestado y no podrá salir de esta casa.
El soldado dejó la puerta abierta al marcharse. Moozh se reclinó en la silla y aguardó. Es muy interesante, pensó, que no tenga que buscar a los protagonistas de los juegos sanguinarios de esta ciudad. Todos acuden a mí, uno por uno. Se suponía que Nafai había huido al desierto, fuera de mi alcance, y sin embargo estaba en casa de Rasa. ¿Qué otras sorpresas nos reserva esa casa? ¿Los otros hijos? ¿Cómo los había definido Bitanke…? Elemak, el caravanero astuto y peligroso; Mebbekew, obseso sexual; Issib, el inválido inteligente. ¿Y por qué no Wetchik, el vendedor de plantas visionario? Tal vez todos esperaban en casa de Rasa a que Moozh decidiera cómo utilizarlos.
¿Era posible que Dios hubiera resuelto apoyar la causa de Moozh? ¿Que en vez de oponerse lo ayudara, poniéndole en las manos las herramientas que necesitaba para cumplir su propósito?
No soy la encarnación de nada salvo de mí mismo, pensó Moozh. No deseo jugar al santurrón, como el imperátor. Pero si al fin Dios está dispuesto a prestarme ayuda, no la rechazaré. Tal vez, en el corazón de Dios, haya llegado la hora de los sotchitsiya.
Nafai tenía miedo, pero al mismo tiempo no lo tenía. Era una sensación extrañísima. Como si albergara en su interior un animal aterrorizado, temeroso de entrar en un lugar donde una palabra podía significar la muerte, y sin embargo Nafai, esa parte de Nafai que no era el animal, estuviera fascinado por averiguar lo que diría, por conocer a Moozh, por ver qué sucedería. Era consciente de que podía morir, pero en un nivel más profundo había decidido que la supervivencia personal carecía de importancia.
Los soldados habían demostrado más perplejidad que alarma cuando él se les acercó en la calle para decirles: «Llevadme donde el general. Soy Nafai, hijo de Wetchik, el que mató a Gaballufix». Con estas palabras había puesto la vida en sus manos, pues ahora Moozh tenía testigos de la confesión de un delito que podía conducir a su ejecución; Moozh ni siquiera tendría que inventar un pretexto para hacerlo matar.
La casa de Gaballufix no había cambiado, y sin embargo le resultaba distinta. No había modificaciones en los adornos ni en el mobiliario. Conservaba su indolente opulencia, su elegancia, su rebuscada decoración, sus colores estridentes. Sin embargo, el efecto de esta ostentación no era abrumador, sino patético, pues la estricta disciplina y la pronta obediencia de los soldados gorayni surtían un efecto disolvente. Gaballufix había escogido los muebles para intimidar y abrumar a sus visitantes; ahora resultaban débiles, afectados, como si la persona que los había adquirido temiera que la gente descubriese la debilidad de su alma y necesitara parapetarse tras esa barricada de colores chillones y oropeles.
El verdadero poder, comprendió Nafai, no se manifestaba en cosas que pudieran comprarse con dinero. El dinero sólo compraba la ilusión de poder. El poder verdadero residía en la fuerza de la voluntad, una voluntad capaz de convencer a los demás de que obedecieran sin titubeos. El poder que se ganaba mediante el engaño se evaporaba bajo la ardiente luz de la verdad, como había descubierto Rashgallivak; pero el poder verdadero se fortalecía cuando se miraba de cerca, aunque residiera en una sola persona, un hombre sin ejércitos, sin servidumbre, sin amigos, pero dotado con una voluntad indómita.
Un hombre así le estaba aguardando, sentado a una mesa detrás de una puerta abierta. Nafai conocía la habitación. Allí él y sus hermanos se habían enfrentado a Gaballufix, allí Nafai había pronunciado las frases que habían desbaratado las delicadas negociaciones de Elemak por el índice. Claro que Gaballufix se proponía engañarlos. Lo cierto era que Nafai había hablado sin rodeos, sin comprender que Elemak, el astuto negociador, le ocultaba datos cruciales.
Nafai decidió ser más cauto, retener información tal como había hecho Elemak, ser hábil en esta conversación.
Entonces el general Moozh irguió la cabeza y Nafai le miró los ojos y vio un profundo pozo de rabia, sufrimiento y orgullo y, en el fondo del pozo, una feroz inteligencia que no se dejaría engañar.
¿Esto es Moozh? ¿De verdad he logrado verlo?
Y el Alma Suprema le susurró en el corazón: Te lo he mostrado tal como es.
Entonces no puedo mentir a este hombre, pensó Nafai. Y es mejor así, pues soy un pésimo embustero. No tengo destreza para ello: no puedo mantener el profundo autoengaño que se requiere para mentir con convicción. La verdad aflora siempre a la superficie de mi mente, por eso me delato en cada palabra, cada mirada y cada gesto.
Además, no he venido aquí para prestarme a un juego, para competir en ingenio con el general Vozmuzhalnoy Vozmozhno. He venido para darle la oportunidad de unirse a nosotros en nuestro viaje a la Tierra. ¿Cómo podré convencerlo si no le digo la verdad?
—Nafai —dijo Moozh—. Siéntate, por favor.
Nafai se sentó. Vio un mapa desplegado sobre la mesa del general. La costa occidental. En un rincón del sudoeste del mapa se encontraba el arroyo donde Padre, Issib y Zdorab aguardaban en sus tiendas, oyendo los parloteos y ladridos de un grupo de mandriles. ¿El Alma Suprema estará mostrando a Padre lo que hago ahora? ¿Issib tendrá el índice, y estará preguntando dónde estoy?
—Supongo que no te has entregado porque te remordía la conciencia y deseabas ser juzgado por el asesinato de Gaballufix para purgar tu culpa.
—No, señor. Esta noche me he casado. No deseo la cárcel, un juicio ni la muerte.
—¿Te has casado? ¿Y antes del alba has salido a la calle a confesar un crimen? Muchacho, me temo que no eres feliz en tu matrimonio, si tu esposa no puede retenerte siquiera por una noche.
—He venido a causa de un sueño —explicó Nafai.
—Ah… ¿un sueño tuyo, o de tu esposa?
—Un sueño tuyo, señor. Moozh aguardó, impertérrito.
—Creo que una vez soñaste con un hombre que tenía una criatura velluda y voladora en el hombro, y una rata gigante que le aferraba la pierna, y que hombres, ratas y ángeles acudían a adorar a los tres, tocándolos con…
Pero Nafai no continuó, pues Moozh se había levantando y lo taladraba con esos ojos acongojados y peligrosos.
—Se lo confié a Plod, y él se lo contó al intercesor —dijo Moozh—. Si tú lo sabes, has hablado con un cortesano del imperátor. Así que basta de engaños y dime la verdad.
—Señor, no sé quiénes son Plot y el intercesor, ni ha sido un cortesano del imperátor quien me ha contado tu sueño. Me lo ha revelado el Alma Suprema. ¿Crees que el Alma Suprema no conoce tus sueños?
Moozh se sentó de nuevo, pero su actitud había cambiado. Había perdido el aplomo, la seguridad.
—¿Acaso eres la forma que Dios ha cobrado ahora? ¿Eres su encarnación?
—¿Yo? —preguntó Nafai—. Ya ves lo que soy… un muchacho de catorce años. Tal vez un poco corpulento para mi edad.
—Demasiado joven para casarte.
—Pero con edad suficiente para hablar con el Alma Suprema.
—En esta ciudad hablar con el Alma Suprema parece ser una profesión. Pero en tu caso, es evidente que Dios te responde.
—No hay nada místico en ello. El Alma Suprema es un ordenador, un ordenador potente, capaz de auto regenerarse. Nuestros antepasados lo instalaron hace cuarenta millones de años, cuando llegaron al planeta Armonía huyendo de la devastación de la Tierra. Introdujeron modificaciones genéticas en sí mismos y en su descendencia futura para que nosotros, al cabo de tantas generaciones, respondamos en los niveles cerebrales más profundos a los impulsos del Alma Suprema. Luego programaron el ordenador para interrumpir todo razonamiento, todo plan de acción que condujera a la alta tecnología, las comunicaciones instantáneas o el transporte rápido, de modo que el mundo fuera vasto e inabarcable, y las guerras sólo consistieran en conflictos locales.
—Hasta mi llegada —señaló Moozh.
—Tus conquistas han superado en gran medida los límites que normalmente permitiría el Alma Suprema.
—Porque yo no soy esclavo de Dios —dijo Moozh—. El poder que Dios, o del ordenador, si lo prefieres así, ejerce sobre otros hombres es más débil en mí, y yo lo he resistido y doblegado. Estoy aquí porque soy demasiado fuerte para Dios.
—Sí, el Alma Suprema nos advirtió que pensabas así. Pero en realidad la influencia del Alma Suprema es mayor en ti que en la mayoría de la gente. Quizá tan fuerte como en mí. Si no te resistieras, si escucharas su voz, el Alma Suprema podría hablarte y no sería preciso que yo te comunicara este mensaje.
—Si el Alma Suprema te ha dicho que es más fuerte en mí que en la mayoría de la gente, tu ordenador miente —declaró Moozh.
—No, mira, el Alma Suprema no se interesa en la vida de los individuos, salvo por el hecho de que está ejecutando una especie de programa de crianza para tratar de engendrar personas como yo, y como tú. No me gustó cuando me enteré de ello, pero es la razón por la cual vivo, o al menos la razón por la cual se unieron mis padres. El Alma Suprema manipula a la gente. Es su función. Te ha manipulado la conciencia desde el principio y deseabas ser juzgado por el asesinato de Gaballufix para purgar tu culpa.
—No, señor. Esta noche me he casado. No deseo la cárcel, un juicio ni la muerte.
—¿Te has casado? ¿Y antes del alba has salido a la calle a confesar un crimen? Muchacho, me temo que no eres feliz en tu matrimonio, si tu esposa no puede retenerte siquiera por una noche.
—He venido a causa de un sueño —explicó Nafai.
—Ah… ¿un sueño tuyo, o de tu esposa?
—Un sueño tuyo, señor. Moozh aguardó, impertérrito.
—Creo que una vez soñaste con un hombre que tenía una criatura velluda y voladora en el hombro, y una rata gigante que le aferraba la pierna, y que hombres, ratas y ángeles acudían a adorar a los tres, tocándolos con…
Pero Nafai no continuó, pues Moozh se había levantando y lo taladraba con esos ojos acongojados y peligrosos.
—Se lo confié a Plod, y él se lo contó al intercesor —dijo Moozh—. Si tú lo sabes, has hablado con un cortesano del imperátor. Así que basta de engaños y dime la verdad.
—Señor, no sé quiénes son Plot y el intercesor, ni ha sido un cortesano del imperátor quien me ha contado tu sueño. Me lo ha revelado el Alma Suprema. ¿Crees que el Alma Suprema no conoce tus sueños?
Moozh se sentó de nuevo, pero su actitud había cambiado. Había perdido el aplomo, la seguridad.
—¿Acaso eres la forma que Dios ha cobrado ahora? ¿Eres su encarnación?
—¿Yo? —preguntó Nafai—. Ya ves lo que soy… un muchacho de catorce años. Tal vez un poco corpulento para mi edad.
—Demasiado joven para casarte.
—Pero con edad suficiente para hablar con el Alma Suprema.
—En esta ciudad hablar con el Alma Suprema parece ser una profesión. Pero en tu caso, es evidente que Dios te responde.
—No hay nada místico en ello. El Alma Suprema es un ordenador, un ordenador potente, capaz de auto regenerarse. Nuestros antepasados lo instalaron hace cuarenta millones de años, cuando llegaron al planeta Armonía huyendo de la devastación de la Tierra. Introdujeron modificaciones genéticas en sí mismos y en su descendencia futura para que nosotros, al cabo de tantas generaciones, respondamos en los niveles cerebrales más profundos a los impulsos del Alma Suprema. Luego programaron el ordenador para interrumpir todo razonamiento, todo plan de acción que condujera a la alta tecnología, las comunicaciones instantáneas o el transporte rápido, de modo que el mundo fuera vasto e inabarcable, y las guerras sólo consistieran en conflictos locales.
—Hasta mi llegada —señaló Moozh.
—Tus conquistas han superado en gran medida los límites que normalmente permitiría el Alma Suprema.
—Porque yo no soy esclavo de Dios —dijo Moozh—. El poder que Dios, o del ordenador, si lo prefieres así, ejerce sobre otros hombres es más débil en mí, y yo lo he resistido y doblegado. Estoy aquí porque soy demasiado fuerte para Dios.
—Sí, el Alma Suprema nos advirtió que pensabas así. Pero en realidad la influencia del Alma Suprema es mayor en ti que en la mayoría de la gente. Quizá tan fuerte como en mí. Si no te resistieras, si escucharas su voz, el Alma Suprema podría hablarte y no sería preciso que yo te comunicara este mensaje.
—Si el Alma Suprema te ha dicho que es más fuerte en mí que en la mayoría de la gente, tu ordenador miente —declaró Moozh.
—No, mira, el Alma Suprema no se interesa en la vida de los individuos, salvo por el hecho de que está ejecutando una especie de programa de crianza para tratar de engendrar personas como yo, y como tú. No me gustó cuando me enteré de ello, pero es la razón por la cual vivo, o al menos la razón por la cual se unieron mis padres. El Alma Suprema manipula a la gente. Es su función. Te ha manipulado desde el principio.
—Sé que lo ha intentado. Yo la llamaba Dios, para ti es el Alma Suprema, pero no me ha controlado.
—En cuanto advirtió que intentabas resistirte, se limitó a invertir el proceso —prosiguió Nafai—. Te prohibía hacer lo que deseaba que hicieras. Luego se aseguraba de que lo recordaras, e infaliblemente obedecías.
—Pamplinas —jadeó Moozh.
Nafai se sorprendió al ver cómo las emociones dominaban a ese hombre. El general no estaba acostumbrado a experimentar sentimientos que no podía controlar; tal vez conviniera calmarlo antes de seguir.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Nafai.
—Adelante —dijo ácidamente Moozh—. Puedo oír cualquier cosa que diga un muerto.
Esa frase revelaba tanta debilidad que Nafai sintió repulsión.
—¿Crees que voy a cambiar mi historia porque me amenazas con la muerte? Si tuviera miedo de morir, ¿habría venido aquí?
Nafai notó un cambio en Moozh, como si hiciera un esfuerzo por contenerse.
—Me disculpo —dijo el general—. Por un instante me he comportado como la clase de hombre que más desprecio, profiriendo amenazas para alterar el mensaje de un mensajero que cree decir la verdad. Te prometo que me controlaré. Si mueres hoy, no será por las palabras que hayas dicho. Continúa, por favor.
—Escúchame bien —dijo Nafai—. Si el Alma Suprema desea que olvides algo, lo olvidarás. Mi hermano Issib y yo nos creíamos muy listos cuando franqueamos las barreras. Pero no las franqueamos. Simplemente, resistirse a nosotros resultó más problemático de lo conveniente. El Alma Suprema prefirió darnos a conocer sus planes en vez de manipularnos. Por eso estoy aquí: porque la hermana de mi esposa vio en un sueño cuan fuerte es tu vínculo con el Alma Suprema, y cómo te esfuerzas en un vano intento por resistir. He venido a decirte que el único modo de liberarte de ese control es prestarte a su plan.
—¿El camino de la victoria es la rendición? —rezongó Moozh.
—El camino de la libertad es dejar de resistirse y comenzar a hablar. El Alma Suprema es la servidora de la humanidad, no su amo. Es posible persuadirla. Es capaz de escuchar. A veces necesita nuestra ayuda. Te necesitamos, general, si estás dispuesto a venir con nosotros.
—¿Ir con vosotros?
—Mi padre fue llamado al desierto como primera etapa de un gran viaje.
—Tu padre escapó al desierto debido a las intrigas de Gaballufix. He hablado con Rashgallivak y no podrás engañarme.
—¿De verdad crees que hablar con Rashgallivak es un modo de evitar que te engañen?
—Si me mintiera, yo lo sabría.
—¿Y si él creyera en lo que dice, y sin embargo no fuera verdad?
Moozh aguardó en silencio.
—Te digo que, al margen de las circunstancias inmediatas que nos obligaron a partir a una hora determinada de un día concreto, el propósito del Alma Suprema era llevarnos a Padre, a mis hermanos y a mí al desierto, como primera etapa de un viaje.
—Pero ahora estás en la ciudad.
—Te he dicho que esta noche me he casado. También mis hermanos se han casado.
—Elemak, Mebbekew e Issib.
Nafai sintió asombro y temor al comprobar que Moozh sabía tanto sobre ellos. Pero había decidido atenerse a la verdad, y eso haría.
—Issib está con Padre. Él quería venir, y yo también quería que viniera, pero Elemak no lo permitió, y Padre respetó su voluntad. Vinimos a buscar esposa. Y a la esposa del Padre. Cuando llegamos, Madre se rió y dijo que jamás iría al desierto siguiendo los descabellados proyectos de Wetchik. Pero luego la arrestaste y difundiste esos rumores sobre ella. La aislaste de Basílica, y ahora ella ha comprendido que aquí no le queda nada y ha resuelto venir con nosotros al desierto.
—¿Estás diciendo que lo que hice formaba parte del plan del Alma Suprema para que tu madre se reuniera con su esposo en una tienda del desierto?
—Estoy diciendo que tus propósitos se acomodaron a los planes del Alma Suprema. Siempre será así, general. Siempre ha sido así.
—¿Y si no permito que tu madre abandone su casa? ¿Y si mantengo a tus hermanos y sus esposas bajo arresto domiciliario? ¿Y si envío soldados para impedir que Shedemei junte semillas y embriones para ese viaje?
Nafai se quedó atónito. ¿El general sabía lo de Shedemei? Imposible. Ella no se lo habría contado a nadie. ¿De qué era capaz Moozh, si podía entrar en una ciudad extraña y ponerse tan pronto al corriente de las cosas como para entender que las semillas de Shedemei guardaban alguna relación con el exilio de Wetchik?
—Como ves —prosiguió Moozh—, el Alma Suprema no ejerce poder donde yo mando.
—Puedes hacernos arrestar. Pero cuando el Alma Suprema decida que es hora de irnos, descubrirás una razón de peso para soltarnos; y nos dejarás ir.
—Si el Alma Suprema desea que te vayas, muchacho, ten la seguridad de que no te irás.
—No lo comprendes. Aún no te he contado lo principal. Al margen de la guerra que crees estar librando con eso que llamas Dios, lo que importa es tu sueño. El sueño de las bestias voladoras y las ratas gigantes.
Moozh aguardó y Nafai advirtió que estaba profundamente perturbado.
—El Alma Suprema no envió ese sueño. El Alma Suprema no lo comprendió.
—Ya. Entonces fue un sueño sin sentido, un sueño más.
—En absoluto, pues mi esposa también soñó con esas criaturas, y lo mismo le ocurrió a su hermana. Los tres tuvisteis esos sueños, que no son sueños comunes. Los tres sentisteis que eran importantes. Tú supiste que significaba algo. Sin embargo, no procedía del Alma Suprema.
De nuevo Moozh aguardó.
—Hace cuarenta millones de años que los seres humanos abandonaron la Tierra después de devastarla —explicó Nafai—. Ha sido tiempo suficiente para que la Tierra haya sanado, para que la vida haya crecido de nuevo, para que allí haya un sitio para la humanidad. Muchas especies se han perdido, y por eso Shedemei está juntando semillas y embriones para el viaje. Nosotros somos los que tenemos el don de hablar fácilmente con el Alma Suprema. Somos los que el Alma Suprema ha reunido en Basílica, este día, a esta hora, para iniciar el viaje que nos conducirá de regreso a la Tierra.
—Aparte de que la Tierra, siempre que exista, es un planeta que gira en órbita de una estrella remota, adonde los pájaros no pueden llegar volando, aún no me has aclarado qué tiene que ver ese viaje con mi sueño.
—No lo sabemos. Sólo tenemos conjeturas, pero el Alma Suprema también cree que puede ser cierto. El Guardián de la Tierra nos está llamando. Su mensaje ha atravesado los años luz que nos separan de la Tierra para pedirnos que regresemos. Por lo que sabemos, tal vez alteró la programación del Alma Suprema y le ordenó que nos reunirá. El Alma Suprema creía saber por qué lo hacía, pero no averiguó el auténtico motivo hasta hace poco. Tal como tú sólo ahora comprendes el motivo de todo lo que has hecho en tu vida.
—¿Un mensaje en un sueño, y procede de alguien que está a miles de años luz de aquí? Entonces el sueño fue enviado treinta generaciones antes de mi nacimiento. No me hagas reír, Nafai. Eres demasiado inteligente para creer en esto. ¿No has pensado que tal vez el Alma Suprema te esté manipulando a ti?
Nafai reflexionó.
—El Alma Suprema no me miente —declaró.
—Sin embargo, sostienes que a mí me ha estado mintiendo continuamente. Así que no podemos fingir que el Alma Suprema es una devota de la verdad, ¿no te parece?
—Pero a mí no me miente.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo que me dice…parece verdadero.
—Si puede conseguir que yo olvide cosas… y es evidente que puede, pues ha sucedido muchas veces… —Moozh hizo una pausa, como si decidiera no hurgar en esos recuerdos—. Si puede lograr eso, ¿por qué no va a lograr que a ti te parezca verdadero ?
Nafai no tenía respuesta. No había cuestionado su propia certidumbre, así que ignoraba por qué el razonamiento de Moozh era falso.
—No soy sólo yo —señaló, procurando encontrar una razón—. Mi esposa también confía en el Alma Suprema. Y también su hermana. Toda su vida han tenido sueños y visiones, y el Alma Suprema jamás les ha mentido.
—¿Sueños y visiones toda su vida? —Moozh se inclinó sobre la mesa—. ¿ Con quién te has casado ?
—Creí que te lo había dicho —respondió Nafai—. Luet. Es una de las sobrinas de mi madre, y vive en su escuela.
—La vidente —dijo Moozh.
—No me sorprende que hayas oído hablar de ella.
—Tiene trece años.
—Sé que es demasiado joven, pero estaba dispuesta a hacer lo que le pedía el Alma Suprema, y también yo.
—¿Crees que podrás llevarte a la vidente de Basílica en un viaje descabellado al desierto, con el objeto de encontrar un planeta antiguo y legendario ? —preguntó Moozh—. Aunque yo no hiciera nada para impedirlo, ¿crees que la gente de esta ciudad lo aceptaría?
—Lo aceptará si el Alma Suprema nos ayuda, y el Alma Suprema nos ayudará.
—¿Y con cuál de tus hermanos se ha casado la hermana de tu esposa? ¿Con Elemak?
—Se casará con Issib. Nos espera en la tienda de mi padre. Moozh se reclinó en la silla y rió entre dientes.
—Resulta difícil saber quién controla a quién —dijo—. Según tu versión, el Alma Suprema tiene grandes planes de los cuales yo formo una pequeña parte. Pero a mi entender, Dios lo está organizando todo para que se acomode a mis propósitos. Antes de que llegaras, pensaba que Dios había dejado de ser mi enemigo.
—El Alma Suprema nunca ha sido tu enemigo —aseguró Nafai—. Ese enfrentamiento es fruto de tu propia decisión.
Moozh se levantó, rodeó la mesa, se sentó junto a Nafai y le cogió la mano con firmeza.
—Muchacho, esta conversación ha sido la más extraordinaria de mi vida.
También para mí, pensó Nafai, pero estaba demasiado desconcertado para hablar.
—Creo que eres sincero en tu deseo de realizar este viaje, pero te aseguro que estás en un grave error. No saldrás de esta ciudad, y tampoco saldrán tu esposa ni su hermana, ni las demás personas que pretendes llevar contigo. Lo comprenderás tarde o temprano. Si lo comprendes pronto, si lo comprendes ahora, tengo un plan que te resultará más atractivo que andar trajinando entre piedras y escorpiones y dormir en una tienda.
Nafai quiso explicarle una vez más por qué deseaba obedecer al Alma Suprema. Por qué sabía que obedecía libremente al Alma Suprema, y quizá también al Guardián de la Tierra. Por qué sabía que el Alma Suprema no le mentía ni lo manipulaba ni lo dominaba. Pero no pudo hallar las palabras, así que guardó silencio.
—Tu esposa y su hermana son las claves de todo. No estoy aquí para conquistar Basílica, sino para ganarme la lealtad de la ciudad. Hace una hora que te observo, que escucho tu voz, y debo admitir que eres un muchacho sorprendente. Fervoroso. Franco. Apasionado. Y tienes buenas intenciones. Cualquier observador sagaz comprendería que no quieres hacer daño a nadie. Sin embargo eres el que mató a Gaballufix, y así liberó a la ciudad de un hombre que habría sido un déspota, si hubiera vivido un par de días más. Y acabas de casarte con la persona más prestigiosa de Basílica, la muchacha que suscita mayor amor, respeto, lealtad y esperanza en esta ciudad.
—Me he casado con ella para servir al Alma Suprema.
—Por favor, repite eso. Quiero que todos lo crean, y cuando lo dices tú resulta asombrosamente convincente. Para mí será sencillo propagar la historia de que el Alma Suprema te ordenó matar a Gaballufix con el objeto de salvar la ciudad. Incluso puedes comentar que el Alma Suprema me trajo para salvar la ciudad del caos que se produjo cuando la hermana de tu esposa, la descifradora, desbarató el poder de Rashgallivak. Es perfecto, ¿no lo entiendes? Tú, Luet, Hushidh y yo, dirigidos por el Alma Suprema para salvar la ciudad, para conducir a Basílica hacia la grandeza. Todos tenemos una misión encomendada por el Alma Suprema… es una historia tan convincente que ya nadie creerá en el imperátor como encarnación de Dios.
—¿Por qué deseas hacer esto? —preguntó Nafai. No tenía sentido que Moozh lo hiciera quedar como un héroe y no como un asesino, que Moozh deseara asociarse con tres personas a quienes mantenía prisioneras en la casa de Rasa. A menos…
—¿Qué estás pensando? —preguntó Moozh.
—Que quieres designarme tirano de Basílica, en lugar de Gaballufix.
—No serías tirano, sino cónsul. El consejo de la ciudad continuaría existiendo, enzarzado en inútiles discusiones y perdiendo el tiempo como de costumbre. Tú controlarías la guardia de la ciudad y las relaciones exteriores. Custodiarías las puertas y me asegurarías la lealtad de Basílica.
—¿Crees que no comprenderían que soy sólo un títere?
—No, porque yo me convertiré en ciudadano de Basílica, seré tu buen amigo y tu pariente cercano. Si me transformo en uno de ellos, en parte de ellos, si me convierto en general del ejército basilicano y actúo en tu nombre, no les importará quién es el títere de quién.
—Rebelión —dijo Nafai—. Contra los gorayni.
—Contra los monstruos más crueles y corruptos que hayan pisado la mísera faz de Armonía -—asintió Moozh—. Para vengar su abominable traición y la esclavitud de mi pueblo, los sotchitsiya.
—Conque así será destruida Basílica. No por ti, sino a causa de tu rebelión.
—Te aseguro, Nafai, que conozco a los gorayni. En el fondo son débiles, y sus soldados me respetan más que a su patético imperátor.
—No lo dudo.
—Si Basílica es mi capital, los gorayni no la destruirán. Nada la destruirá, porque obtendré la victoria.
—Basílica no significa nada para ti. Es una herramienta temporal. Te imagino en el norte, con un vasto ejército, empeñado en destruir el ejército que defiende Gollod, la ciudad del imperátor. En ese momento te enteras de que Potokgavan ha aprovechado la oportunidad para realizar un desembarco en la costa occidental. Tu gente suplica que regreses a defender Basílica. Yo te lo suplico. Luet te lo suplica. Pero tú piensas que tendrás tiempo de sobra para encargarte de Potokgavan cuando hayas derrotado a los gorayni. Te quedas a concluir tu faena, y al año siguiente regresas al sur y castigas a Potokgavan por sus atrocidades, encuentras Basílica reducida a cenizas y lloras por la ciudad de las mujeres. Incluso es posible que tus lágrimas sean sinceras.
Moozh estaba temblando. Nafai lo sentía en las manos que cogían las suyas.
—Decídete —urgió Moozh—. De un modo u otro, o bien gobernarás Basílica por mí, o bien morirás en Basílica… también por mí. Una cosa es segura: nunca más te irás de Basílica.
—Mi vida está en manos del Alma Suprema.
—Respóndeme. Decídete.
—Si el Alma Suprema deseara que te ayudase a subyugar esta ciudad, entonces sería cónsul. Pero el Alma Suprema quiere que viaje a la Tierra, así que no seré cónsul.
—Pues el Alma Suprema te ha engañado de nuevo, y quizás esta vez mueras por ello — declaró Moozh.
—El Alma Suprema nunca me ha engañado. El Alma Suprema no miente a quienes le siguen voluntariamente.
—O para ser más exactos, no se deja pillar en sus mentiras.
—¡No! —exclamó Nafai—. No. El Alma Suprema no me miente porque… porque todas sus promesas se han cumplido. Todas.
—O te ha hecho olvidar las que no se hicieron realidad.
—Si quisiera dudar, podría dudar hasta el cansancio. Pero en algún momento una persona debe dejar de cuestionar para empezar a actuar, y en ese punto es preciso confiar en alguna verdad. Debes actuar como si algo fuera cierto, así que escoges aquello en lo que más crees, vives en el mundo en el cual depositas más esperanzas. Yo sigo al Alma Suprema, creo en el Alma Suprema, porque quiero vivir en el mundo que ella me ha mostrado.
—Sí, la Tierra —dijo Moozh desdeñosamente.
—No me refiero a un planeta. Hablo de vivir en la realidad que el Alma Suprema me ha mostrado. Donde las vidas tienen sentido y propósito. Donde hay un plan digno de seguir. Donde la muerte y el sufrimiento no son vanos porque de ellos nacerá una buena voluntad.
—Sólo estás diciendo que deseas engañarte.
—Estoy diciendo que la historia que me cuenta el Alma Suprema concuerda con lo que veo. Tu historia, en la cual soy víctima de incesantes engaños, también puede explicar lo que veo. No tengo modo de demostrar que tu versión no es cierta, pero tú tampoco tienes modo de saber si mi versión es la errónea. Así que escogeré la que prefiero. Escogeré aquello que, de ser cierto, hará que esta realidad sea digna de ser vivida. Actuaré como si la vida a la cual aspiro fuese la vida real, y la vida que me repugna (tu vida, tu visión de la vida) fuese la mentira. Y es una mentira. Ni siquiera tú crees en ella.
—¿No ves, muchacho, que me cuentas la misma historia que yo te he contado? ¿Que el Alma Suprema me ha engañado continuamente? Lo único que he hecho fue volver contra ti ese cuento descabellado que esgrimías contra mí. Lo cierto es que el Alma Suprema nos ha tomado a los dos por tontos, y sólo nos queda buscar lo mejor para nosotros en este mundo. Si crees que lo mejor para ti y tu nueva esposa es gobernar Basílica bajo mi mandato, participar en la creación del imperio más grandioso que haya conocido Armonía, entonces te lo ofrezco, y te seré tan leal como tú a mí. Decídelo ahora.
—Ya está decidido. No habrá gran imperio. El Alma Suprema no lo consentirá. Y aunque existiera tal imperio, no significaría nada para mí. El Guardián de la Tierra nos llama. Te lo pido de nuevo, general Vozmuzhalnoy Vozmozhno, renuncia a esta insensata búsqueda de un imperio, la venganza o a lo que hayas aspirado durante todos estos años. Acompáñanos al mundo donde nació la humanidad. Consagra tu grandeza a una causa que sea digna de ti. Acompáñanos.
—¿Acompañaros? No iréis a ninguna parte. —Moozh se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió—. Llevad a este joven a casa de su madre.
Aparecieron dos soldados, como si hubieran estado esperando detrás de la puerta. Nafai se levantó y caminó hacia Moozh. Se miraron fijamente. Nafai aún veía una furia hirviente en esos ojos, pero también un miedo que no había advertido antes.
Moozh levantó la mano como para abofetearlo. Nafai no intentó esquivarlo. Moozh titubeó, y el golpe cayó en el hombro de Nafai. El general sonrió. Nafai oyó en la mente la voz del Alma Suprema: Un bofetón en el rostro era la señal para que los soldados te asesinaran. Ejerzo un poder en la mente de este hombre rebelde. He transformado su bofetón en una sonrisa. Pero en lo más hondo, él desea tu muerte.
—No somos enemigos, muchacho —dijo Moozh—. No cuentes a nadie lo que te he dicho hoy.
—Señor —dijo Nafai—, contaré a mi esposa, mis hermanas, mi madre y mis hermanos todo lo que sé. Allí no hay secretos. Y aunque no se lo contara, el Alma Suprema lo haría por mí; si guardara secretos, sólo conseguiría perder su confianza.
Ante esa negativa, los soldados se pusieron tensos, dispuestos a atacarlo. Pero la señal que aguardaban no llegó.
Moozh sonrió de nuevo.
—Un hombre débil habría prometido guardar silencio, y luego habría hablado. Un timorato prometería guardar silencio, y luego callaría. Pero tú no eres débil ni timorato.
—El general me alaba en exceso —dijo Nafai.
—Sería una lástima tener que matarte —advirtió Moozh.
—Sería una lástima morir —replicó Nafai, sin creer que hubiera respondido con tanto desparpajo.
—Crees de verdad que el Alma Suprema te protegerá.
—Hoy el Alma Suprema me ha salvado la vida —asintió Nafai.
Dio media vuelta para marcharse, con un soldado delante y otro detrás.
—Espera —lo llamó Moozh.
Nafai se detuvo, se dio la vuelta. Moozh se le acercó.
—Te acompañaré —dijo.
Por el nerviosismo de los soldados, Nafai comprendió que esto era imprevisto. No formaba parte del plan.
Bien, pensó Nafai. Tal vez no haya logrado mi propósito. Tal vez no haya convencido a Moozh de que venga con nosotros a la Tierra. Pero ha habido cambio. Las cosas han cambiado porque vine aquí.
Espero que para bien.
Y el Alma Suprema le respondió en la mente: Yo también lo espero.