El general Vozmuzhalnoy Vozmozhno despertó sudando y gimiendo. Abrió los ojos, extendió la mano agarrotada. Otra mano se la cogió, se la sostuvo.
Una mano de hombre. Era el general Plodorodnuy. Su lugarteniente de confianza. Su amigo más querido. Su corazón más entrañable.
—Estabas soñando, Moozh. —Sólo Plod se atrevía a usar ese apodo delante de él.
—Sí, estaba soñando. —Vozmuzhalnoy, Moozh, tiritó al recordar—. Vaya sueño.
—¿Era portentoso?
—Espantoso.
—Cuéntame. Algo entiendo de sueños.
—Sí, lo sé, como algo entiendes de mujeres. Cuando terminas con ellas, dicen lo que tú quieres.
Plod rió, pero aguardó. Moozh ignoraba por qué era reacio a contarle ese sueño a Plod. Le había contado muchos otros.
—Pues bien, he aquí mi sueño. Vi a un hombre de pie en un claro, alrededor de él volaban criaturas horribles… no eran aves, pues tenían pelaje, y eran mucho más grandes que los murciélagos. Volaban en círculos, y descendían para tocarlo. El hombre se quedaba quieto. Y cuando lo hubieron tocado, todas se elevaron, salvo una, que se le posó en el hombro.
—Ah —dijo Plod.
—No he concluido. De inmediato salieron ratas gigantes de unos hoyos que había en el suelo. Tenían un metro de largo y la mitad de la altura de un hombre. Y una por una, todas fueron tocándolo.
—¿Cómo? ¿Con los dientes? ¿Con las garras?
—Y los hocicos. Lo tocaban, no sé nada más. No me distraigas.
—Perdón.
—Cuando todas lo hubieron tocado, se marcharon.
—Excepto una.
—Sí. Se le aferró a la pierna. Ya vas captando la idea.
—¿Qué sucedió luego?
Moozh tiritó. Había sido lo más espantoso, pero no comprendía por qué.
—Gente.
—¿Gente? ¿Iba a tocarlo?
—A besarlo. Las manos, los pies. A adorarlo. Miles de personas. Pero no sólo besaban al hombre. También besaban a esa criatura volante. Y a la rata gigante que se le aferraba a la pierna. Los besaban a todos.
—Ah —dijo Plod. Parecía preocupado.
—¿Y bien? ¿Qué es? ¿Qué profetiza?
—Obviamente el hombre que viste es el imperátor.
A veces las interpretaciones de Plod eran certeras, pero el corazón de Moozh se negaba a asociar al imperátor con el hombre del sueño.
—¿Por qué es tan claro? No se parecía en nada al imperátor.
—Porque toda la naturaleza y toda la humanidad lo adoraban.
Moozh se encogió de hombros. No era una de las interpretaciones más sutiles de Plod. Por otra parte, nunca había oído decir que los animales amaran al imperátor, que se consideraba un gran cazador. Claro que sólo cazaba en sus parques, donde los animales estaban domesticados y no temían a los hombres, y los depredadores estaban entrenados para aparentar ferocidad pero no atacar nunca. El imperátor representaba su papel en una elocuente demostración de la lucha entre el hombre y la bestia, pero no corría el menor peligro, a diferencia de esos animales desprevenidos y expuestos a sus rápidos dardos, su recta jabalina, su afilada espada. Si esto era adoración, si esto era la naturaleza, pues sí, podía decirse que toda la naturaleza y la humanidad adoraban al imperátor…
Plod ignoraba estos pensamientos de Moozh; si alguien tenía la mala suerte de abrigar pensamientos irrespetuosos acerca del imperátor, procuraba no poner a los amigos en el mal trance de conocerlos.
Plod continuó con su interpretación del sueño de Moozh.
—¿Qué profetiza esta adoración del imperátor? Nada en sí misma. Por el hecho de que te repugnara, ese rostro que te hizo retroceder horrorizado…
—¡Besaban a una rata, Plod! Besaban a esa repulsiva criatura volante…
Plod lo miró en silencio.
—No me horroriza que la gente adore al imperátor. Yo mismo me he arrodillado ante el Trono Invisible, y me he sentido impresionado por su presencia. No era horrible, sino… edificante.
—Eso dices tú —declaró Plod—. Pero los sueños no mienten. Tal vez necesites purgarte de algún mal que anida en tu corazón.
—Oye, fuiste tú quien dijo que mi sueño era sobre el imperátor. ¿Por qué no pudo ser cualquier otro hombre… el gobernador de Basílica?
—Porque la despreciable ciudad de Basílica tiene un gobierno de mujeres.
—Pues cualquier otra ciudad, entonces. Aun así, creo que el sueño fue sobre…
—¿Sobre qué?
—¿Cómo voy a saberlo? Me purgaré, por si tienes razón. No soy un intérprete de sueños. —Esto le obligaría a perder varias horas en la tienda del intercesor. Era una lata, pero también era políticamente necesario pasar allí varias horas por mes, pues de lo contrario los rumores sobre su impiedad llegarían hasta Gollod, donde el imperátor decidía quién merecía el mando y a quién correspondía la degradación o la muerte. Moozh pensaba visitar el tabernáculo del intercesor de todos modos, pero lo detestaba tanto como un niño detesta un baño—. Déjame en paz, Plod. Me has hecho muy desdichado.
Plod se arrodilló y cogió la mano derecha de Moozh entre las suyas.
—Ah, perdóname.
Moozh lo perdonó al instante, pues eran amigos. Esa mañana salió a matar a los jefes de varias aldeas khlami. Los aldeanos juraron de inmediato su amor y devoción al imperátor, y cuando el general Vozmuzhalnoy Vozmozhno fue ese atardecer a purgarse en el santo tabernáculo, el intercesor lo perdonó de buen grado, pues ese día el general había enaltecido el honor y la majestad del imperátor.
Acudían desde toda la ciudad de Basílica para oír cantar a Kokor, y a ella le encantaba ver sus rostros radiantes cuando salía al escenario y los músicos tañían sus cuerdas o soplaban sus instrumentos de viento, con ese sonido suave y susurrante que siempre era su acompañamiento. Kokor cantará para nosotros, decían sus rostros. Esa expresión le gustaba más que cualquier otra, más que la de un hombre espoleado por el deseo en el instante del gozo. A un hombre le importaba poco quién le brindara los placeres del amor, pero al público le importaba mucho que fuera Kokor quien ocupara el escenario y articulara las raudas notas con esa voz lírica y dulce que flotaba sobre la música como pétalos en un arroyo.
Al menos así deseaba que fuera. Así lo imaginaba, hasta que salía al escenario y veía las miradas. El público de esa noche era mayoritariamente masculino. Hombres que la exploraban con los ojos. Debería negarme a cantar en comedias, se repitió. Debería exigir que me tomaran con tanta seriedad como a mi querida hermana Sevet, con su voz grave y masculina, su voz de rana amanerada. A ella la miran con expresión de éxtasis estético. Hombres y mujeres. No la desnudan con la mirada. Tiene un cuerpo tan rechoncho que no vale la pena desnudarlo, y la pobrecilla se mueve con mucha torpeza. Todos cierran los ojos y la escuchan, que es mucho mejor que mirarla.
Qué mentira. Qué mentirosa soy, incluso conmigo misma.
No debo ser tan impaciente. Sólo es cuestión de tiempo. Sevet es mayor, yo apenas he cumplido dieciocho años. Ella también tuvo que actuar en comedias durante un tiempo, hasta que se hizo famosa.
Kokor recordaba las anécdotas de su hermana en esos primeros tiempos, más de dos años atrás, cuando Sevet tenía casi diecisiete: continuamente debía aplacar el ardor de sus admiradores, que se empeñaban en entrar fogosamente en el camerino, hasta que ella contrató a un guardaespaldas para desalentar a los más apasionados. «Es todo cuestión de sexo — decía entonces Sevet—. Las canciones, los espectáculos, hablan de sexo, y con eso sueñan los espectadores. Procura no hacerles soñar más de la cuenta.»
¿Buen consejo? Claro que no. Cuanto más soñaran con ella, más dinero valdría su nombre en los folletos que anunciaban la obra. Hasta que al fin, con un poco de suerte, el folleto ni siquiera mencionaría el espectáculo. Sólo a la protagonista, y el lugar, el día y la hora… y cuando ella apareciera habría cientos de espectadores, y cuando sonara la música no la mirarían con esos ojos procaces, sino como si fuera un sueño etéreo.
Kokor caminó hacia su lugar en el escenario, oyó los aplausos. Se volvió hacia el público y entonó una nota aguda y vibrante.
—¿Qué es eso? —preguntó Gulya, el actor que representaba al viejo libidinoso—. ¿Ya estás gritando? Pero si ni siquiera te he tocado.
El público rió, pero no demasiado. Esta obra tenía problemas. Era floja desde el principio, y Kokor lo sabía, pero con esas risas desganadas no llegarían muy lejos. Dentro de pocos días tendría que comenzar otro ensayo. Otra obra. Debería memorizar más letras estúpidas y melodías absurdas.
Sevet escogía sus canciones. Los compositores acudían a ella para rogarle que cantara sus obras. Sevet no tenía que desperdiciar la voz buscando las carcajadas del público.
—No estaba gritando —cantó Kokor.
—Estás gritando ahora —entonó Gulya, y se acercó para manosearla. Su voz de bajo profundo siempre resultaba graciosa cuando la usaba así, y el público respondió. Quizá pudieran salvar la obra, a pesar de todo.
—¡Pero ahora me estás tocando! —repitió Kokor, elevando la voz en una nota agudísima que quedó suspendida en el aire…
Como el aleteo de un ave, para quien supiera apreciar la belleza.
Gulya esbozó una mueca y le apartó la mano de los senos. Kokor bajó la voz dos octavas. Oyó risas. Las risas más entusiastas hasta el momento. Pero sabía que la mitad del público se reía porque Gulya giraba cómicamente al apartarle la mano del pecho. Era un auténtico maestro. Era una lástima que su estilo de payaso hubiera pasado de moda. El mejoraba con la edad, pero estaba perdiendo su público. Los espectadores buscaban a los escritores satíricos jóvenes más ácidos y virulentos, la comedia violenta, brutal, hiriente.
La escena continuó. Estallaron más risas. La escena terminó. Aplausos. Kokor abandonó el escenario aliviada. Y también decepcionada. Ningún espectador la vitoreaba, nadie había gritado su nombre ni una sola vez. ¿Cuánto más tendría que esperar?
—Demasiado bonito —rezongó Tumannu, la productora teatral—. Esa nota debe sonar como si llegaras al orgasmo. No como un pájaro.
—Sí, sí —dijo Kokor—. Lo lamento.
Siempre decía que sí a todo y después actuaba a su antojo. Esta comedia no valía la pena si no podía lucir la voz de vez en cuando. Y hacía reír cuando actuaba a su manera, ¿o no? Nadie podía reprocharle su actuación. Tumannu sólo quería que fuera sumisa, y Kokor se resistía. La sumisión era para los hijos, los esposos y los animales domésticos.
—No como un pájaro —repitió Tumannu.
—¿Por qué no puede ser un pájaro llegando al orgasmo? —preguntó Gulya, que regresaba del escenario.
Kokor rió entre dientes e incluso Tumannu sonrió de mala gana.
—Alguien te espera, Kyoka —dijo Tumannu.
Era un hombre. Pero no un admirador de su obra, pues en ese caso habría estado en el frente, contemplando su actuación. Kokor lo había visto antes. Sí, aparecía de vez en cuando, cuando Wetchik, el esposo permanente de Madre, iba de visita. Era el mayordomo de Wetchik. Administraba la tienda de flores exóticas cuando Wetchik salía con una caravana. ¿Cómo se llamaba?
—Soy Rashgallivak —dijo él, con suma gravedad.
—¿Sí?
—Lamento informarte de que tu padre ha sido víctima de un acto de violencia.
La desconcertada Kokor tardó un instante en comprenderlo.
—¿Alguien le ha herido?
—Fatalmente.
—Oh —dijo Kokor, desconcertada por la respuesta—. ¿Eso significa que está… muerto?
—Lo atacaron en la calle y lo mataron a sangre fía —asintió Rashgallivak.
Kokor no se sorprendió. Últimamente Padre se había portado como un déspota, al enviar a todos esos soldados enmascarados a las calles. Aterraba a todo el mundo. Pero Padre era tan fuerte y enérgico que costaba imaginar que alguien pudiera frustrar sus planes por mucho tiempo. Y mucho menos para siempre.
—¿No hay esperanzas de… recuperación? Gulya estaba cerca e intervino naturalmente en la conversación.
—Parece tratarse de un caso normal de muerte, con lo cual el pronóstico no es favorable — rió.
Rashgallivak le dio un violento empujón que le hizo tambalear.
—Muy gracioso.
—¿Ahora dejan entrar a los críticos entre bastidores? —dijo Gulya—. ¿Durante la representación?
—Lárgate, Gulya —dijo Kokor. Había sido un error acostarse con el viejo. Desde entonces se creía con derecho a entrometerse en cuestiones personales.
—Naturalmente, lo mejor sería que me acompañaras —dijo Rashgallivak.
—No —dijo Kokor—, no sería lo mejor. —¿Quién era aquel hombre? Que ella supiera, no eran parientes. Kokor tendría que acudir a Madre. ¿Estaba Madre al corriente?—. ¿Madre ya sabe…?
—Por supuesto, se lo conté primero a ella, y ella me dijo dónde encontrarte. Son tiempos muy peligrosos, y le prometí que te protegería.
Kokor supo que Rashgallivak estaba mintiendo. ¿Para qué necesitaba la protección de un desconocido? ¿Y de qué iba a protegerla? Pero los hombres siempre usaban la protección como excusa. Cuando un hombre hablaba de proteger a una mujer, sólo deseaba adueñarse de ella. Y si ella quisiera que un hombre fuera su dueño, ya tenía un esposo. No necesitaba que la cuidara aquel viejo imbécil.
—¿Dónde está Sevet?
—Aún no la hemos encontrado. Insisto en que me acompañes.
Tumannu se entrometió.
—Kokor no irá a ninguna parte. Aún le quedan tres escenas, incluyendo el final.
Rashgallivak abandonó su aire de tonta timidez para enfrentarse a ella con inesperada arrogancia.
—¿Crees que se quedará a terminar una obra cuando acaban de matar a su padre? — declaró. Kokor se preguntó si esa arrogancia ya había estado antes pero ella no la había visto.
—Sevet debe enterarse de lo que ha sucedido —contestó Kokor.
—Se lo diremos en cuanto la encontremos.
¿Diremos? ¿Quiénes? No importa, pensó Kokor. Yo sé dónde encontrarla. Conozco todos los lugares adonde lleva a sus amantes para no ofender a su pobre esposo, Vas. Sevet y
Vas, como Kokor y Obring, tenían un matrimonio abierto, pero Vas no era tan flexible como Obring. Algunos hombres eran muy… territoriales. Quizá fuera porque Vas era científico, no artista. Obring, en cambio, entendía la vida artística. Nunca se le ocurriría imponerle un cumplimiento estricto del contrato matrimonial. A veces le gastaba bromas acerca de los hombres con quienes ella salía.
Kokor, por supuesto, jamás insultaría a su esposo mencionándolos ella misma. Era distinto si él oía rumores. Cuando Obring los mencionaba, Kokor ladeaba la cabeza y decía: «Tonto, tú eres el único a quien quiero.»
Y de algún modo era cierto. Obring era encantador, aunque no tuviera el menor talento teatral. Siempre le llevaba regalos y le contaba sabrosos chismes. Por eso Kokor había renovado dos veces el contrato matrimonial. La gente comentaba que ella era muy fiel, pues estaba casada con su primer esposo desde hacía más de dos años, siendo una bella joven que podía casarse con cualquiera. Había aceptado ese matrimonio para complacer a la madre de Obring, la vieja Dhel, que había servido como su tía y era la mejor amiga de Madre. Pero había aprendido a querer sinceramente a Obring. Le gustaba estar casada con él, mientras pudiera acostarse con quien quisiera.
Sería divertido encontrar a Sevet y ver con quién dormía esa noche. Hacía años que Kokor no la pillaba en esa situación. Encontrarla con un hombre desnudo y sudado, decirle que Padre había muerto, observar la expresión del pobre hombre cuando comprendiera que su noche de amor había concluido.
—Yo se lo contaré a Sevet —dijo Kokor.
—Tú vendrás conmigo —insistió Rashgallivak.
—Tú te quedarás a terminar la obra —terció Tumannu.
—La obra no es más que… otsoss —dijo Kokor, usando la palabra más cruda que se le ocurrió.
Tumannu dio un respingo, Rashgallivak se ruborizó y Gulya rió con sorna.
—Buena definición —comentó. Kokor palmeó a Tumannu en el brazo.
—De acuerdo. Estoy despedida.
—¡Ya lo creo! —exclamó Tumannu—. ¡Y si te largas de aquí esta noche, tu carrera ha terminado! Rashgallivak la miró con sorna.
—Con la parte que le corresponde de la herencia del padre, comprará tu teatrucho, y también a tu madre.
—¿Ah, sí? —preguntó Tumannu—. ¿Quién era su padre? ¿Gaballufix?
Rashgallivak quedó genuinamente sorprendido.
—¿No lo sabías?
Era evidente que no. Kokor reflexionó un instante y comprendió que nunca se lo había mencionado a Tumannu. Y eso significaba que no se había valido del nombre y el prestigio de su padre, sino que había obtenido el papel con su propio esfuerzo. ¡Maravilloso!
—Sabía que era hermana de la gran Sevet —dijo Tumannu—. De lo contrario no la habría contratado. Pero nunca imaginé que tuvieran el mismo padre.
Kokor sintió un agudo aguijonazo de rabia, pero decidió dominarse. Si no se calmaba, podía soltar cualquier insensatez.
—Debo encontrar a Sevet —insistió.
—No —dijo Rashgallivak. No había terminado de hablar, pero en ese momento apoyó una mano en el brazo de Kokor para detenerla, y ella le asestó un rodillazo en la entrepierna, como hacían todas las actrices de comedia cuando un admirador inoportuno se ponía demasiado pesado. Era un reflejo automático. No había sido su intención, y menos pegarle con tanta fuerza. No era un hombre muy corpulento, y casi lo levantó en vilo.
—Debo encontrar a Sevet —repitió a modo de explicación, mientras Rashgallivak gruñía de dolor tumbado en el suelo de madera.
—¿Dónde está la sustituía? —dijo Tumannu—. La pobre no cuenta ni siquiera con tres minutos de antelación.
—¿Duele? —le preguntó Gulya a Rashgallivak—. Quiero decir, ¿qué es el dolor, cuando meditas sobre ello?
Kokor se internó en la oscuridad, dirigiéndose a la Villa de los Pintores. Le palpitaba el muslo encima de la rodilla, en la zona con que había golpeado la entrepierna de Rashgallivak. Tal vez se le hiciera un moretón y tuviera que maquillarse las piernas con una capa espesa. Qué fastidio.
Padre ha muerto. Debo ser yo quien avise a Sevet. Que nadie la avise primero. Y asesinado. La gente hablará de esto durante años. El blanco del luto me sentará muy bien. Pobre Sevet. Su cutis parece rojo como una remolacha cuando se viste de blanco. Pero no se atreverá a dejar el luto mientras yo lo lleve. A lo mejor decido llevar luto por el pobre papá durante años y años.
Kokor reía para sus adentros mientras caminaba.
De pronto comprendió que no estaba riendo, sino llorando. ¿Por qué lloro?, se preguntó. Porque Padre ha muerto. Ésa debe de ser la causa de mi conmoción. Padre, pobre Padre. Debo de haberle amado, porque estoy llorando sin premeditación, sin que nadie me esté mirando. ¿Quién hubiera creído que yo lo quería?
—Despierta. Tía Rasa nos necesita. ¡Despierta! Luet no comprendía por qué Hushidh le susurraba con tanta urgencia.
—Ni siquiera estaba dormida —murmuró.
—Claro que sí —dijo su hermana Hushidh—. Estabas roncando.
Luet se incorporó.
—Graznando como un ganso, sin duda.
—Rebuznando como un asno —puntualizó Hushidh—, pero te quiero tanto que a mí me suena a música.
—Por eso ronco —sonrió Luet—. Para brindarte música por la noche. —Cogió la bata y se la puso.
—Tía Rasa nos necesita —insistió Hushidh—. Ven deprisa.
Salió de la habitación deslizándose como si bailara, con la bata flotando detrás. Cuando llevaba zapatos o sandalias Hushidh caminaba con pesadez, pero descalza se desplazaba como en un sueño, como una pluma en la brisa.
Luet siguió a su hermana abrochándose la túnica. ¿Por qué quería hablarles Rasa? Con todos los problemas recientes, Luet temía lo peor. ¿Era posible que Nafai, el hijo de Rasa, no hubiera escapado de la ciudad? El día anterior Luet lo había conducido por senderos prohibidos hasta el lago que sólo podían ver las mujeres. Pues el Alma Suprema le había dicho que Nafai debía verlo, flotar allí como una mujer, como una vidente, como Luet misma. Así que lo llevó al lago, y Nafai no fue muerto por su blasfemia. Lo condujo por la Puerta Privada y por el Bosque sin Sendas. Había creído que estaba a salvo, pero olvidaba que Nafai no habría vuelto al desierto, a la tienda de su padre, sin llevar el objeto que su padre le había pedido.
Tía Rasa aguardaba en su habitación, pero no estaba sola. La acompañaba un soldado. No era un hombre de Gaballufix, esos mercenarios, esos matones que se hacían pasar por milicianos Palwashantu. No, este soldado era un guardián de la ciudad.
Apenas se fijó en él cuando reconoció las insignias, porque Rasa parecía tan… no, no asustada. Era una emoción que Luet nunca le había visto. Tenía los ojos empañados por las lágrimas, el rostro desencajado, demacrado, exhausto, como si en su corazón guardase sentimientos que su semblante no podía reflejar.
—Gaballufix ha muerto —dijo Rasa.
Eso explicaba muchas cosas. En los últimos meses Gaballufix había sido un enemigo, y sus matones sembraban el terror en las calles, y luego sus soldados, enmascarados y anónimos, sembraron más terror con la excusa de imponer el «orden» en Basílica. Pero, a pesar de ser un enemigo, Gaballufix también había sido el esposo de Rasa, el padre de sus dos hijas, Sevet y Kokor. Ella lo había amado, y los vínculos familiares no eran fáciles de romper para una mujer seria como Rasa. Luet no era descifradora como su hermana Hushidh, pero sabía que Rasa aún estaba ligada a Gaballufix, aunque detestara sus últimos actos.
—Lloro por su viuda —dijo Luet—, pero me alegro por la ciudad.
Hushidh estudió al soldado.
—Creo que este hombre no te ha traído la noticia.
—No —admitió Rasa—. Fue Rashgallivak quien me informó sobre la muerte de Gaballufix. Parece que Rashgallivak ha sido designado… el nuevo Wetchik.
Luet sabía que era un golpe devastador. Volemak, esposo de Rasa, ex Wetchik, ya no poseía propiedades ni derechos, ni el menor ascendiente en el clan Palwashantu. Y Rashgallivak, que había sido su mayordomo de confianza, ahora lo sustituía. ¿Acaso no había honor en el mundo?
—¿Cuándo obtuvo Rashgallivak este honor?
—Antes de la muerte de Gaballufix… Gab lo designó, y sin duda lo hizo de buen grado. Hay cierta justicia en el hecho de que Rash esté ahora al frente del clan Palwashantu, ocupando además el lugar de Gab. Rash asciende deprisa en este mundo, mientras otros caen. Roptat también ha muerto esta noche.
—No —jadeó Hushidh.
Roptat había sido el jefe del partido favorable a Gorayni, el grupo que intentaba impedir que Basílica participara en la inminente guerra entre Gorayni y Potokgavan. Con su muerte, quedaban pocas posibilidades de paz.
—Sí, los dos han muerto esta noche —dijo Rasa—. Los cabecillas de los dos partidos que han dividido la ciudad. Pero esto no es lo peor. Se rumorea que mi hijo Nafai es el asesino de ambos.
—No es cierto —dijo Luet—. No es posible.
—Eso pensé —asintió Rasa—. No os he despertado a causa del rumor.
Ahora Luet comprendía plenamente la agitación que se reflejaba en el semblante de Rasa. Nafai era el orgullo de Tía Rasa, un joven brillante. Además, Nafai también estaba íntimamente ligado con el Alma Suprema. Sus vicisitudes no sólo eran importantes para quienes le amaban, sino para la ciudad, tal vez para el mundo.
—Entonces, ¿este soldado trae noticias de Nafai?
—Me llamo Smelost —se presentó el soldado, y se levantó para hablarles—. Yo vigilaba la puerta. Vi que se aproximaban dos hombres. Uno de ellos apoyó el pulgar en la pantalla y el ordenador de Basílica lo reconoció como Zdorab, el tesorero de la casa de Gaballufix.
—¿Y el otro? —preguntó Hushidh.
—Enmascarado, pero vestido como Gaballufix. Zdorab lo llamó Gaballufix y me pidió que no lo obligara a apoyar el pulgar en la pantalla. Pero yo debía hacerlo, porque habían asesinado a Roptat, y procurábamos impedir la fuga del criminal. Nos habían dicho que Nafai, hijo menor de Rasa, era el culpable. Fue Gaballufix quien lo denunció.
—¿Ordenaste a Gaballufix que apoyara el pulgar en la pantalla? —preguntó Luet.
—Él se me acercó y me habló al oído, diciendo: «¿Y si quien hizo esta falsa acusación fuera el asesino?» Bien, algunos pensábamos eso… que Gaballufix acusaba a Nafai de haber matado a Roptat para ocultar su propia culpa. Este soldado, el que Zdorab llamaba Gaballufix, apoyó el pulgar en la pantalla y el ordenador mostró el nombre de Nafai.
—¿Qué hiciste entonces? —preguntó Luet.
—Violé mi juramento y desobedecí mis órdenes. Borré el nombre y lo dejé pasar. Creía que era inocente de matar a Roptat. Pero su salida quedó registrada, y también que yo le dejé ir sabiendo quién era. No le di importancia. Gaballufix había hecho la denuncia, y el tesorero de Gaballufix acompañaba al muchacho. Pensé que Gaballufix no podría protestar si su hombre estaba involucrado. Lo peor que podría ocurrir-me sería perder el puesto.
—Lo habrías dejado pasar de cualquier modo —dijo Hushidh—. Aunque el hombre de Gaballufix no le hubiera acompañado.
Smelost la miró un instante y sonrió a medias.
—Yo simpatizaba con Roptat. Era imposible que el hijo del Wetchik lo hubiera matado.
—Nafai sólo tiene catorce años —dijo Luet—. Es imposible que matara a nadie.
—No creas —dijo Smelost—. Nos llegaron noticias de que habían hallado el cadáver de Gaballufix. Decapitado y desnudo. No tuve más remedio que pensar que Nafai había desnudado el cadáver de Gaballufix. Me pregunté si Nafai y Zdorab lo habrían matado. Nafai es corpulento a pesar de su edad, si es que tiene catorce años. Está hecho todo un hombre. Pudo haberlo hecho. Zdorab… no creo. —Smelost rió amargamente—. Ya no importa si pierdo el puesto por esto, pero temo que me cuelguen por ser cómplice de un homicidio, por dejarle escapar. Así que vine aquí.
—¿Acudes a la viuda de la víctima? —preguntó Luet.
—Acude a la madre del presunto victimario —corrigió Hushidh—. Este hombre ama Basílica.
—En efecto —declaró el soldado—, y me alegra que lo sepas. No cumplí con mi deber, pero hice lo que consideré correcto.
—Necesito consejo —dijo Rasa, mirando a Luet y Hushidh—. Este hombre, Smelost, ha venido a mí pidiendo protección, porque salvó a mi hijo. Mientras tanto, acusan a mi hijo de asesinato y ahora creo que quizá sea culpable. No soy vidente. No soy descifradora. ¿Qué es correcto y justo? ¿Qué desea el Alma Suprema? Debéis decírmelo. ¡Aconsejadme!
—El Alma Suprema no me ha dicho nada —respondió Luet—. Sólo sé lo que acabas de contarme.
—Y en cuanto al desciframiento —intervino Hushidh—, sólo veo que este hombre ama Basílica y que tú estás enredada en una maraña de amor que te enfrenta contigo misma. El padre de tus hijas ha muerto, y tú las amas… y también lo amas a él, a pesar de todo. Aun así, crees que Nafai lo mató, y amas aún más a tu hijo. También respetas a este soldado, con quien has contraído una deuda de honor. Ante todo amas a Basílica. Pero no sabes qué debes hacer por el bien de tu ciudad.
—Conocía mi dilema, Shuya. Lo que ignoraba era cómo resolverlo.
—Yo debo huir de la ciudad —dijo Smelost—. Pensé que podrías ayudarme. Te conocía como madre de Nafai, pero había olvidado que eras las viuda de Gaballufix.
—No soy su viuda —replicó Rasa—. Hace años que dejé expirar nuestro contrato. Luego él se casó varias veces. Ahora mi esposo es el Wetchik. Mejor dicho, el ex Wetchik, que ahora es un fugitivo desposeído cuyo hijo tal vez sea un homicida. —Sonrió con amargura—. No puedo hacer nada al respecto, pero a ti puedo protegerte, y pienso hacerlo.
—No, no puedes —objetó Hushidh—. Estás demasiado cerca del centro de estos misterios, Tía Rasa. El consejo de Basílica te escuchará siempre, pero tu palabra no protegerá a un soldado que ha faltado a su deber. Los dos pareceréis más culpables.
—¿Es la descifradora quien habla? —preguntó Rasa.
—Es tu alumna quien habla —adujo Hushidh—, y te estoy diciendo algo que tú misma sabrías, si no estuvieras tan confundida.
Rasa derramó una lágrima que le humedeció la mejilla.
—¿Qué pasará? —dijo—. ¿Qué le sucederá a mi ciudad?
Luet nunca la había visto tan asustada, tan insegura. Rasa era una gran maestra, una mujer sabia y honorable; ser una de sus sobrinas, una de las alumnas escogidas para vivir en su casa, era motivo de supremo orgullo para una joven de Basílica. Nunca había pensado que la vería titubear de esa manera.
—El Wetchik, mi Volemak, dijo que el Alma Suprema lo estaba guiando —recordó Rasa, escupiendo las palabras con rencor—. ¿Qué clase de guía es ésta? ¿Acaso el Alma Suprema le dijo que enviara a mis hijos a la ciudad, donde estuvieron a punto de matarlos? ¿Acaso el Alma Suprema transformó a mi hijo en un homicida y un fugitivo? ¿Qué está haciendo el Alma Suprema? No creo que el Alma Suprema haya intervenido. Gaballufix tenía razón. Mi amado Volemak ha perdido el juicio, y su locura ha contagiado a nuestros hijos.
Estas palabras indignaron a Luet.
—Deberías avergonzarte —dijo.
—¡Silencio, Lutya! —exclamó Hushidh.
—Deberías avergonzarte, Tía Rasa —insistió Luet —. Aunque para ti resulte temible y confuso, ello no significa que el Alma Suprema no lo entienda. Yo sé que el Alma Suprema está guiando al Wetchik, y también a Nafai. Todo esto redundará en el bien de Basílica.
—Pues te equivocas —declaró Rasa—. El Alma Suprema no siente un cariño especial por Basílica. Vela por el mundo entero. ¿Y si el mundo entero se beneficiara con la ruina de Basílica? ¿Y si perecen mis hijos? Para el Alma Suprema, una ciudad o una persona carece de importancia… ella teje un gran tapiz.
—Entonces debemos respetar sus designios —dijo Luet.
—Respeta lo que quieras —replicó Rasa—. No pienso respetar los designios del Alma Suprema si se propone convertir a mis hijos en asesinos y reducir mi ciudad a escombros. Si eso planea el Alma Suprema, ella y yo somos enemigas, ¿comprendes?
—Baja la voz, Tía Rasa —susurró Hushidh—. Despertarás a las pequeñas.
Rasa calló un instante y murmuró:
—He dicho lo que tenía que decir.
—No eres enemiga del Alma Suprema —dijo Luet—. Por favor, aguarda. Déjame averiguar cuál es su voluntad. Para eso me has llamado, ¿verdad? Para saber qué planea el Alma Suprema.
—Sí —admitió Rasa.
—Yo no puedo darle órdenes, pero le preguntaré —dijo Luet —. Aguarda aquí y yo…
—No —replicó Rasa—. No hay tiempo para que vayas a las aguas.
—No a las aguas —dijo Luet—. A mi habitación. A dormir. A soñar. A escuchar la voz, a esperar la visión. Si llega.
—Pues date prisa —exigió Rasa—. Sólo tenemos una hora para decidir. Cada vez vendrá más gente aquí, y tendré que actuar.
—No puedo dar órdenes al Alma Suprema —repitió Luet—. Y el Alma Suprema fija sus propias pautas. No sigue las tuyas.
Kokor fue al escondrijo favorito de Sevet, adonde ella llevaba a sus amantes para que Vas no se enterase. No la encontró.
—Ya no viene por aquí —explicó Iliva, la amiga de Sevet—. Ni por ninguno de los demás sitios de la Villa de los Pintores. ¡Tal vez haya decidido ser fiel!
Iliva se despidió de Kokor con una carcajada. De modo que Kokor no podría sorprender a su hermana. Qué decepción.
¿Por qué Sevet había buscado un nuevo escondrijo? ¿Su esposo Vas la habría espiado? ¡Él era demasiado orgulloso para eso! Pero lo cierto era que Sevet había abandonado sus viejos escondites, aunque Iliva y sus otras amigas la habrían acogido con gusto.
Eso sólo podía significar una cosa: Sevet tenía un nuevo amante, algo más que una aventura pasajera, y era un personaje tan importante que debían buscar un nuevo refugio para impedir que el escándalo llegara a oídos de Vas.
Qué delicia, pensó Kokor. Intentó imaginar quién sería, cuál de los hombres famosos de la ciudad habría conquistado el corazón de Sevet. Por supuesto, tenía que ser un hombre casado; ningún hombre tenía derecho a pasar la noche en la ciudad a menos que estuviera casado con una mujer de Basílica. Cuando descubriera el secreto, pues, sería un escándalo por partida doble, pues la esposa agraviada haría quedar a Sevet como una verdadera mujerzuela.
Y la denunciaré, pensó Kokor. Si me oculta esta aventura sin decirme nada, no tengo ninguna obligación de guardar el secreto. Ella no ha confiado en mí, así que no estoy obligada a merecer su confianza.
Kokor no lo revelaría personalmente, pero conocía a muchos escritores satíricos del Teatro Abierto que se desvivían por enterarse de estos chismes y querrían ser los primeros en ridiculizar a Sevet y su amante en una obra. Y el precio que cobraría por la historia no sería alto: sólo la oportunidad de representar a Sevet cuando la ridiculizaran. Tumannu tendría que tragarse sus amenazas.
Aprenderé a imitar la voz de Sevet, pensó Kokor, y a burlarme de su canto. Nadie la parodia tan bien como yo. Nadie conoce tan bien los defectos de su voz. ¡Se arrepentirá de haberse guardado el secreto! Pero estaré enmascarada cuando la ridiculice, y lo negaré, lo negaré todo; aunque Madre misma me pida que jure por el Alma Suprema, lo negaré. Sevet no es la única que sabe guardar un secreto.
Era tarde, pronto amanecería, pero faltaba una hora para que terminaran las últimas comedias. Si se daba prisa, quizá pudiera regresar al teatro para el final de la obra. Pero no se resignaba a presentarse ante Tumannu y representar la farsa de pedirle perdón y sollozar jurando que nunca más se iría en medio de una actuación. Sería demasiado degradante. ¡Una hija de Gaballufix no tenía por qué rebajarse ante una productora teatral!
Pero ahora está muerto, así que no importará si soy su hija. Ese pensamiento la llenó de consternación. Se preguntó si el tal Rash tendría razón, si Padre le habría legado suficiente dinero para ser rica y comprarse un teatro propio. Perfecto, eso lo resolvería todo. Claro que Sevet dispondría de la misma cantidad de dinero y tal vez decidiera comprarse también su propio teatro, porque tendría que eclipsar a Kokor como de costumbre, robándole su oportunidad de gloria. Sin embargo Kokor sería mejor empresaria y daría por tierra con el mísero teatro imitativo de Sevet; al fracasar, Sevet perdería toda su herencia, mientras que Kokor sería la principal figura del teatro basilicano, y un día acudiría a Kokor rogándole un papel estelar en una de sus obras, entonces Kokor abrazaría a su hermana y sollozaría diciendo: «Ay, querida hermana, con gusto te pondría en una obra menor, pero no puedo arriesgar el dinero de mis inversores en un espectáculo protagonizado por una cantante que ya ha pasado la flor de la edad.»
¡Era un sueño delicioso! No importaba que Sevet sólo tuviera un año más. Esa diferencia bastaba. Ahora Sevet le llevaba la delantera, pero pronto la juventud sería más valiosa que la edad, y entonces Kokor tendría las de ganar. Siempre superaría a Sevet en juventud y belleza. Además, tenía tanto talento como su hermana.
Llegó a su casa, el pequeño edificio que ella y Obring habían alquilado en Villa del Cerro. Era modesta, pero estaba decorada con un gusto exquisito. Había aprendido eso de Tía Dhelembuvex, la madre de Obring: era mejor una vivienda pequeña y elegante que una casa grande y mal decorada. «Una mujer debe presentarse como un dechado de perfección», sentenciaba Tía Dhel. Kokor lo había escrito mucho mejor, en un aforismo que había publicado a los quince años, antes de casarse con Obring y marcharse de la casa de Madre:
Un capullo perfecto
de colores sutiles
y delicado aroma
es más valioso que una flor llamativa,
que pide atención a gritos pero nada puede mostrar
que no se vea a primera vista
ni se huela desde el principio.
Kokor se enorgullecía de que las líneas sobre el capullo perfecto fueran frases breves y sencillas, mientras que las líneas sobre la flor llamativa eran largas y engorrosas. Pero para su decepción, ningún compositor de renombre había compuesto un aria con su aforismo, y los jóvenes que le habían presentado sus melodías eran farsantes sin talento que no sabrían componer una canción adecuada para la voz de Kokor. Ni siquiera se acostó con ninguno de ellos, excepto con aquel de cara tímida y dulce. ¡Ah, era una fiera en la cama! Estuvo con él tres días, pero él había insistido en cantarle sus melodías, así que lo había mandado a paseo.
¿Cómo se llamaba?
Tenía el nombre en la punta de la lengua cuando entró en la casa y oyó un extraño jadeo en la habitación del fondo. Como los resuellos y gemidos de los mandriles que vivían en la otra margen de Laguna: «Oh-ohh-ohhh.»
Pero no eran mandriles. Y el sonido procedía de la alcoba. Kokor subió deprisa la sinuosa escalera, a la luz del claro de luna que se filtraba por la claraboya, de puntillas, en silencio, sabiendo que sorprendería a su esposo Obring con alguna pelandusca. ¡En la cama de Kokor! ¡Era una marranada, una indecencia! ¿Cómo podía ser tan desconsiderado? Kokor nunca llevaba sus amantes a la casa, jamás les permitía sudar en las sábanas de su esposo. Lo justo era lo justo, y montaría una memorable escena de orgullo herido cuando echara a esa fulana sin devolverle la ropa, para que tuviera que irse a casa desnuda. Obring se disculparía y prometería una compensación, con promesas, excusas y gimoteos, pero Kokor ya había resuelto no renovarle el contrato cuando venciera, y así escarmentaría a ese descarado.
En el dormitorio alumbrado por la luna, Kokor encontró a Obring ocupado en la actividad que ya había sospechado. No veía la cara de su marido, ni el rostro de la mujer a quien él brindaba su fogosa compañía, pero no necesitaba la luz del día ni una lente de aumento para comprender de qué se trataba.
—Repugnante —declaró.
Resultó tal como ella había esperado. Obviamente no le habían oído subir las escaleras, y su voz sobresaltó a Obring. Se quedó inmóvil un instante y volvió la cabeza, con cara de tonto arrepentido.
—Kyoka —dijo—. Has vuelto temprano.
—Debí saberlo —dijo la mujer que estaba en la cama. La espalda desnuda de Obring aún le ocultaba la cara, pero Kokor reconoció la voz de inmediato—. Tu obra es tan lamentable que ni siquiera has terminado de representarla.
Kokor apenas reparó en el insulto, apenas reparó en el desenfado de Sevet. Por eso ha buscado un nuevo escondite, pensó, no porque su amante fuera famoso, sino para ocultarme la verdad.
—Cada noche hay cientos de admiradores dispuestos a una yibattsa contigo —susurró Kokor—. Pero tenías que poseer a mi marido.
—Oh, no lo tomes como algo personal —dijo Sevet, apoyándose en los codos. Los senos le colgaban a los costados. A Kokor le satisfacía ver esos pechos flojos, ver que Sevet, a los diecinueve años, estaba más vieja y más gorda que ella. Pero Obring había deseado ese cuerpo, había gozado de ese cuerpo en la misma cama donde tantas noches dormía junto a las formas perfectas de Kokor. ¿Cómo podía siquiera excitarse con Sevet, después de ver a Kokor a la hora del baño tantas mañanas ?
—Tú no lo aprovechabas, y él es muy tierno —adujo Sevet—. Si te hubieras molestado en satisfacerlo, él ni siquiera me habría mirado.
—Lo lamento —murmuró Obring—. No fue mi intención.
Esa actitud sumisa e infantil era exasperante, pero Kokor contuvo su furia. La contuvo como si encerrara un tornado en una botella.
—¿Es que fue un accidente? —murmuró—. ¿Tropezaste, perdiste el equilibrio, se te rompió la ropa y por casualidad caíste encima de mi hermana?
—Quiero decir… quería interrumpir esto, todos estos meses…
—Meses —jadeó Kokor.
—No hables más, cachorrito —dijo Sevet—. Sólo empeoras las cosas.
—¿Tú lo llamas «cachorrito»? —preguntó Kokor. Era la palabra que ambas usaban cuando eran adolescentes, para describir a los jovencitos que jadeaban de deseo.
—Estaba tan ávido que no pude evitarlo —sonrió Sevet, liberándose del abrazo de Obring— . Y a él le gusta que se lo diga.
Obring se sentó desconsoladamente en la cama. No intentó cubrirse. Era evidente que por esa noche había perdido todo interés en el amor.
—No te preocupes, Obring —dijo Sevet. Se plantó junto a la cama y se agachó para recoger su ropa—. Ella te renovará el contrato. No creo que esté ansiosa por revelar esta historia, así que te renovará el contrato todo el tiempo que quieras, tan sólo para evitar que vayas por ahí contándolo.
Kokor miró el vientre abultado de Sevet, los pechos fláccidos. Y sin embargo había poseído a su esposo. Después de todo lo demás, también le había robado eso. Era insoportable.
—Canta para mí —susurró Kokor.
—¿Qué? —preguntó Sevet, dando media vuelta, cubriéndose con la bata.
—Cántame una canción, davalka, con esa bonita voz.
Sevet miró a Kokor con fastidio.
—No pienso cantar ahora, idiota.
—No para mí —dijo Kokor—. Para Padre.
—¿Qué le pasa a Padre? —Sevet torció el gesto en un remedo de compasión—. Ay, la pequeña Kyoka piensa delatarme. Pues él se echará a reír. Y luego convidará a Obring con un trago.
—Canta una endecha por Padre —insistió Kokor.
—¿Una endecha? —preguntó Sevet, confundida. Preocupada.
—Mientras estabas aquí, revoleándote con el marido de tu hermana, alguien se encargó de matar a Padre. Si fueras humana, te importaría. Hasta los mandriles lloran a sus muertos.
—No lo sabía —jadeó Sevet—. ¿Cómo iba a saberlo?
—Te estuve buscando —dijo Kokor—. Para avisarte. Pero no estabas en los lugares que yo conocía. Dejé mi obra, perdí mi empleo para buscarte y avisarte, y estabas aquí, haciéndome esto.
—Eres una embustera. ¿Por qué voy a creerte?
—Yo nunca me acosté con Vas, aunque me lo suplicó.
—Nunca te lo pidió —dijo Sevet—. No creo en tus mentiras.
—Me dijo que por una vez le gustaría poseer a una mujer realmente hermosa. Una mujer cuyo cuerpo fuera joven, esbelto y apetitoso. Pero me negué, porque eras mi hermana.
—Mientes. No te lo pidió.
—Tal vez mienta, pero sí me lo pidió.
—¿Vas?
—Vas, con ese gran lunar que tiene en el interior del muslo —asintió Kokor—. Lo rechacé porque eras mi hermana.
—Y también mientes sobre Padre.
—Muerto, en un charco de su propia sangre. Asesinado en la calle. Ésta ha sido una noche aciaga para nuestra afectuosa familia. Padre muerto. Yo traicionada. Y tú…
—Aléjate de mí.
—Canta para él —insistió Kokor.
—En el funeral, siempre que no estés mintiendo.
—Canta ahora —dijo Kokor.
—So gallina, so pato, no voy a cantar porque tú me lo ordenes.
Acusarse de cacarear y graznar en vez de cantar era una vieja provocación entre ellas, y eso no la afectó. La afectó, en cambio, el desprecio y el odio que había en la voz de Sevet. Sintió una ira incontenible. No pudo refrenar más la tempestad que la desgarraba por dentro.
—Tú lo has dicho —gritó—. ¡No cantarás, porque yo lo ordeno!
Y atacó como un gato, pero no con la zarpa sino con el puño. Sevet alzó las manos para protegerse el rostro. Pero Kokor no deseaba marcar el rostro de su hermana, pues no era el rostro lo que odiaba. No, lanzó el puñetazo hacia la garganta, hacia los pliegues de carne que ocultaban la laringe, hacia el lugar donde nacía la voz.
Sevet no emitió ningún sonido, aunque la fuerza del golpe la derribó. Cayó, aferrándose la garganta. Se contorsionó en el suelo, boqueando, pataleando. Obring se levantó gritando y se arrodilló.
—¡Sevet! —exclamó—. Sevet, ¿estás bien?
Sevet sólo consiguió gorgotear y escupir, luego se ahogó y tosió. Sangre. Su propia sangre. Sangre en las manos de Sevet, en los muslos de Obring. Negra y reluciente a la luz de la luna, sangre de la garganta de Sevet. «¿ Cómo te sabe en la boca, Sevet? ¿Cómo se siente en tus carnes, Obring? Su sangre, como el don de una virgen, mi don para vosotros dos.»
Sevet jadeaba entrecortadamente.
—Agua —dijo Obring—. Un vaso de agua para enjuagarle la boca. ¿No ves que tiene una hemorragia? ¿Qué le has hecho?
Kyoka fue hasta el lavabo —su propio lavabo—, cogió una taza —su propia taza—, la llenó de agua y se la llevó a Obring, quien trató de verter un sorbo en la boca de Sevet. Pero Sevet se atragantó y escupió el agua, tratando de respirar, ahogándose con la sangre que le brotaba de la garganta.
—¡Un médico! —exclamó Obring—. Llama a un médico… Nuestra vecina Bustiya es médica, ella vendrá.
—Auxilio. Pronto, auxilio —susurró Kokor, con voz inaudible.
Obring se levantó y la miró con furia.
—No la toques —ordenó—. Yo mismo iré a buscar a la médica.
Se marchó altivamente de la habitación. Ahora desbordaba vigor. Desnudo como un dios mítico, como los retratos del imperátor de Gorayni —la imagen de la virilidad—, así salió Obring a buscar una médica para salvar a su amante.
Sevet arañaba el suelo con los dedos, se desgarraba la piel del cuello como si deseara abrirse un orificio para respirar. Tenía los ojos desorbitados y un hilillo de sangre le brotaba de la boca.
—Lo tenías todo —la acusó Kokor—. Todo. Pero no podías dejármelo a él.
Sevet regurgitó. Miró a Kokor con dolor y terror.
—No morirás —dijo Kokor—. No soy una asesina. No soy una traidora.
Comprendió que Sevet podía morir realmente. Con tanta sangre en la garganta, podría ahogarse. Y ella sería la responsable.
—Nadie puede culparme —dijo Kokor—. Padre ha muerto esta noche, y yo vine a casa y te encontré con mi marido, y luego me provocaste… nadie me culpará. Sólo tengo dieciocho años, apenas soy una niña. Y de todos modos fue un accidente. Quise arrancarte los ojos, pero fallé.
Sevet boqueó. Vomitó en el suelo. El olor era espantoso. Lo dejaría, todo perdido y el hedor no se iría nunca. Y culparían a Kokor de la muerte de Sevet. Así se vengaría su hermana, pues la mancha no se borraría nunca. Así se desquitaría Sevet, muriendo para que Kokor fuera acusada de asesina.
Ya verás, pensó Kokor. No te dejaré morir. Más aún, te salvaré la vida.
Y cuando Obring regresó con la médica, encontraron a Kokor de rodillas junto a Sevet, respirándole en la boca. Obring la apartó para dejar que la médica interviniera. Y cuando Bustiya insertó el tubo en la garganta de Sevet, y el rostro de la herida se convirtió en un mudo rictus de dolor.
Obring olió la sangre y el vómito y vio que Kokor tenía la cara y el vestido manchados de ambos. Abrazándola, le susurró:
—Sí que la quieres. No pudiste dejarla morir.
Ella lo abrazó sollozando.
—No puedo dormir —suspiró Luet—. ¿Cómo soñaré si no puedo dormir?
—No te preocupes —dijo Rasa—. Sé lo que debemos hacer. No necesito que el Alma Suprema nos lo diga. Smelost debe marcharse de Basílica. Hushidh tiene razón, ahora no puedo protegerle.
—No me marcharé —terció Smelost—. Lo he decidido. Esta es mi ciudad, y afrontaré las consecuencias de mis actos.
—¿Amas Basílica? —preguntó Rasa—. Entonces no ofrezcas a la gente de Gaballufix una persona a quien puedan culpar de todo. No le ofrezcas la oportunidad de enjuiciarte y usarlo como excusa para tomar el mando de la guardia, de modo que sus soldados enmascarados sean la única autoridad de la ciudad.
Smelost la miró airadamente un instante, luego asintió.
—Entiendo. Entonces, por el bien de Basílica, me marcharé.
—¿Adonde? —intervino Hushidh—. ¿Adonde puedes mandarlo?
—Con los gorayni, naturalmente —dijo Rasa—. Te daré provisiones y dinero suficiente para que llegues a la región de los gorayni. Y una carta, donde explicaré que has salvado al hombre que mató a Gaballufix. Ellos sabrán lo que eso significa. Sus espías les habrán contado que Gab procuraba que Basílica se aliara con Potokgavan. Tal vez Roptat estuviera en contacto con ellos.
—¡Jamás! —exclamó Smelost—. ¡Roptat no era un traidor!
—No, claro que no —dijo Rasa con tono conciliador—. Lo cierto es que Gab era enemigo de ellos, con lo cual tú eres mi amigo. Lo menos que pueden hacer es aceptarte.
—¿Cuánto tiempo tendré que permanecer alejado? —preguntó Smelost—. Aquí hay una mujer a quien quiero, y tengo un hijo.
—No mucho tiempo. Con la muerte de Gab, los tumultos cesarán pronto. Él era la causa, y ahora volveremos a tener paz. Que el Alma Suprema me perdone, pero Nafai tal vez haya hecho algo bueno por Basílica, si fue él quien lo mató.
Llamaron a la puerta.
—¡Tan pronto! —exclamó Rasa.
—No pueden saber que estoy aquí —dijo Smelost.
—Shuya, llévalo a la cocina y dale provisiones. Los entretendré en la puerta todo el tiempo que pueda. Luet, ayuda a tu hermana.
Pero no eran soldados de Palwashantu, ni guardias de la ciudad, ni ninguna autoridad. Era Vas, el esposo de Sevet.
—Lamento molestarte a estas horas.
—A mí y a toda mi casa —dijo Rasa—. Ya estoy enterada de que el padre de Sevet ha muerto, pero sé que tenías un buen propósito al venir a…
—¿Muerto? —exclamó Vas—. ¿Gaballufix? Pues eso quizás explique… No, no explica nada. —Parecía asustado y furioso. Rasa nunca le había visto así.
—¿Qué sucede, entonces? —preguntó Rasa—. Si no sabías que Gab ha muerto, ¿por qué has venido?
—Una vecina de Kokor vino a buscarme. Se trata de Sevet. Le han pegado en la garganta y ha estado a punto de morir. Una lesión muy grave. Pensé que querrías acompañarme.
—¿La dejaste sola? ¿Para venir a buscarme?
—Yo no estaba con ella. Está en casa de Kokor.
—¿Qué haría Sevya ahí? —Una de las criadas ayudó a Rasa a ponerse una capa para salir—. Kokor tenía una obra esta noche, ¿verdad? Un estreno.
—Sevya estaba con Obring —explicó Vas. La condujo hacia el pórtico. La criada cerró la puerta—. Por eso Kyoka le pegó.
—Kyoka le pegó en la… ¿Fue Kyoka?
—Los sorprendió juntos. Al menos, eso me dijo la vecina. Obring fue a buscar a la médica completamente desnudo, y Sevya también estaba desnuda cuando regresaron. Kyoka le estaba haciendo el boca a boca, para salvarla. Le insertaron un tubo en la garganta y está respirando, no morirá. La vecina no sabía nada más.
—Que Sevet está con vida —masculló Rasa—, y que estaba desnuda.
—La garganta —dijo Vas—. Si Sevet pierde la voz, Kokor se arrepentirá de no haberla matado.
—Pobre Sevya —suspiró Rasa. Los soldados patrullaban por las calles, pero Rasa no les prestó atención y ellos no intentaron detenerlos, quizá porque Vas y Rasa caminaban con tanto apremio—. Perder a su padre y la voz en la misma noche.
—Esta noche todos hemos perdido algo —murmuró Vas.
—Esto no te afecta —dijo Rasa—. Creo que Sevet te quiere muchísimo, a su manera.
—Lo sé… Se odian tanto que harían cualquier cosa para hacerse daño. Pero pensé que quizá las cosas estaban mejorando.
—Tal vez ahora mejoren. No pueden empeorar.
—Kyoka también lo intentó —dijo Vas—. La rechacé las dos veces. ¿Por qué Obring no tuvo el sentido común de no aceptar a Sevet?
—Tiene el sentido común, pero no la voluntad —observó Rasa.
En casa de Kokor se encontraron con una escena conmovedora. Alguien había limpiado. Sevet yacía en la cama recién hecha, vestida con una de las batas más decentes de Kokor. Obring también se había vestido, y consolaba a la afligida Kokor de rodillas en un rincón. La médica saludó a Rasa en la puerta.
—Le he extraído la sangre de los pulmones. Ahora no corre peligro de muerte, pero debe conservar el tubo para respirar. Pronto llegará una laringóloga. Tal vez la herida cure sin dejar cicatrices y su carrera pueda salvarse.
Rasa se sentó en la cama y cogió la mano de Sevya. La estancia aún olía a vómito, aunque el suelo fregado permanecía húmedo.
—Bien, Sevya —susurró Rasa—, ¿has ganado o perdido esta partida?
Sevet gimoteó.
En el otro lado de la habitación, Vas se aproximó a Obring y Kokor. ¿Estaba rojo de furia, o era sólo el cansancio de la caminata?
—Obring —dijo Vas—, miserable hijo de puta. Sólo un idiota se méa en la sopa de su hermano.
Obring irguió el rostro contraído y miró a su esposa, quien lloró con más fuerza. Rasa conocía demasiado a Kokor, y sabía que el llanto era sincero pero que ella exageraba para despertar compasión. Era algo que Rasa no podía ofrecerle. Sabía que sus hijas no habían respetado la cláusula de exclusividad de sus contratos matrimoniales, y no podía compadecer a gente infiel que se ofendía al descubrir que sus compañeros gastaban la misma moneda.
La que sufría era Sevet, no Kokor. Rasa no podía descuidar a Sevet sólo porque Kokor hacía tanto ruido y Sevet guardaba silencio.
—Estoy contigo, querida hija —dijo Rasa—. No es el fin del mundo. Estás viva, y tu esposo te quiere. Que ésta sea tu música por un tiempo.
Sevet le aferró la mano, jadeando entrecortadamente.
Rasa se volvió hacia la médica.
—¿Le han dicho lo de su padre?
—Ya lo sabe —dijo Obring—. Kyoka nos lo dijo.
—Gracias al Alma Suprema que debemos asistir a un solo funeral —suspiró Rasa.
—Kyoka salvó la vida de su hermana —dijo Obring—. Ella le dio aliento.
No, pensó Rasa, yo le di el aliento. Le di el aliento, pero por desgracia no pude darle decencia ni sensatez. No pude alejarla del lecho de su hermana, ni del esposo de su hermana. Pero yo le di el aliento, y tal vez este dolor le enseñe algo. Tal vez compasión. O al menos cierta contención. Algo que sirva para compensar esta desgracia. Algo para convertirla en una hija mía, y no de Gaballufix, como las dos han sido hasta ahora.
Que todo esto sea para bien, rezó Rasa en silencio. Pero luego se preguntó a quién le rezaba. ¿Al Alma Suprema, cuya intromisión había causado tantos problemas? Ella no me ayudará, pensó Rasa. Ahora debo arreglarme por mi cuenta, para guiar a mi familia y mi ciudad en los terribles días que se avecinan. No tengo poder ni aut oridad sobre ninguna de las dos, excepto el poder que deriva del amor y la sabiduría. Tengo el amor. Ojalá posea también la sabiduría.