4. ESPOSAS

EL SUEÑO DE LA GENETISTA

Shedemei despertó del sueño con la necesidad de contarlo, pero no había nadie junto a ella. Nadie, y sin embargo debía contar el sueño. Era demasiado vivido; debía contarlo, para evitar que se le escurriera de la memoria como la mayoría de los sueños. Era la primera vez que lamentaba no tener esposo. Alguien que tuviera que escuchar el sueño, aunque protestara y se volviera a dormir. Sería un alivio contar el sueño en voz alta.

¿Pero dónde habría dormido un esposo en esas habitaciones abarrotadas ? Apenas quedaba sitio para su litera. El resto de la estancia estaba destinado a sus investigaciones. Mesas de laboratorio, cuencos y tazas, platos y tubos, fregaderos y neveras. Y, ante todo, las grandes cajas que bordeaban las paredes, llenas de semillas y embriones desecados, donde guardaba muestras de cada etapa de sus investigaciones sobre la redundancia como mecanismo natural para crear y controlar tendencias genéticas.

Aunque sólo tenía veintiséis años, ya gozaba de una reputación mundial entre los científicos de su especialidad. Era la única fama que le importaba. Al contrario de muchas mujeres brillantes que se habían criado en casa de Rasa, Shedemei jamás se había interesado en una carrera que le diera fama en Basílica. Sabía desde la infancia que Basílica no ocupaba el centro del universo, que la fama era efímera en todas partes. La humanidad había vivido cuarenta millones de años en el mundo de Armonía, más de cuarenta mil veces más que la historia humana documentada en la Tierra, el antiguo planeta originario. Si alguna lección podía aprenderse, era que una cantante o una actriz, un político o un soldado, pronto eran olvidados. Las canciones y las obras teatrales se olvidaban en una vida; las fronteras y constituciones se modificaban a lo sumo en mil años. ¡Pero la ciencia! ¡El conocimiento! Eso se recordaba para siempre. Aunque se olvidara al científico, sus descubrimientos se recordaban, tenían ecos y resonancias en el porvenir. Las plantas nuevas y los animales mejorados duraban si estaban bien diseñados. El mercader de plantas Wetchik, el esposo favorito de Rasa, había llevado la florseca de Shedemei por todas las comarcas de los lindes del desierto. Mientras floreciera la florseca, mientras su perfume denso y aromático lograra que una casa del desierto oliera como un jardín, las obras de Shedemei seguirían vivas en el mundo. Mientras los científicos de todo el mundo recibieran copias de sus informes a través del Alma Suprema, ella tenía la única fama que le importaba.

De modo que aquí estaba su esposo, en la obra de sus propias manos. Era un esposo que jamás la traicionaría, como le había sucedido a Kokor, la pobre hija menor de Rasa. La investigación era un esposo que jamás rondaría la ciudad violando y saqueando, pegando y quemando, como habían hecho los hombres de Palwashantu, hasta que los gorayni impusieron el orden. Sus investigaciones nunca obligarían a una mujer a refugiarse en sus aposentos, con las luces apagadas, empuñando un pulsador aunque no supiera cómo dispararlo contra un intruso. Nadie había atacado su casa, aunque un par de veces los gritos se habían acercado a su calle. Pero ella habría luchado para proteger sus semillas y embriones. Habría luchado y, de saber cómo, habría matado para proteger la labor de toda una vida.

Pero ahora había tenido ese sueño. Un sueño perturbador. Un sueño potente. Y no descansaría hasta que pudiera contárselo a alguien.

A Rasa. ¿En quién más podía confiar?

Shedemei se levantó, se alisó el cabello de mala gana y salió a la calle. No pensó en cambiarse la ropa con que había dormido; con frecuencia dormía vestida, y sólo se cambiaba después de bañarse.

Había bastante gente en la calle. Hacía días que no era así; muchos se habían encerrado debido al temor y la desconfianza que Gaballufix había sembrado en la ciudad. Era casi un alivio ver la turbulenta marea de peatones. Casi un placer abrirse paso entre ellos. Los cadáveres de los mercenarios ya no colgaban de los pisos altos de los edificios, ni yacían despatarrados en las calles. Se los habían llevado para enterrarlos sin mayor ceremonia en los cementerios de varones de las afueras. Sólo la presencia ocasional de un par de guardias basilicanos recordaba a Shedemei que la ciudad aún estaba bajo la ley marcial. Y aquel mismo día el consejo debía votar sobre el modo de recompensar a los soldados gorayni, despedirlos y devolver las puertas de la ciudad a la guardia basilicana. Entonces no habría más soldados en las calles, salvo para situaciones de emergencia. Las aguas volverían a su cauce.

Como prueba de la restauración de la paz, en el porche de la casa de Rasa, dos cursos de muchachas jóvenes escuchaban a sus maestras y hacían preguntas. Shedemei se detuvo un instante para oír las lecciones y recordar su juventud, cuando asistía a clase en ese mismo porche, o en las aulas y jardines del interior de la casa. Había muchas muchachas de origen aristocrático, pero la casa de Rasa no era para esnobs. Los programas eran rigurosos, y siempre había un lugar para niñas de familia humilde, o niñas sin familia. Los padres de Shedemei habían sido campesinos, ni siquiera ciudadanos; sólo el lejano parentesco de su madre con una criada basilicana le había permitido entrar en la ciudad. Sin embargo Rasa la había aceptado, basándose en una entrevista con Shedemei cuando la pequeña tenía siete años. Entonces Shedemei ni siquiera sabía leer, pues sus padres tampoco sabían. Pero su madre tenía ambiciones para ella y, gracias a Rasa, Shedemei había logrado satisfacerlas. Con el tiempo compró su propia vivienda, y con el dinero que ganó con la musaraña exterminadora de cucarachas que había desarrollado, compró la granja de sus padres al propietario, de modo que ellos pasaron los últimos años de su vida como dueños y no como arrendatarios.

Todo porque Tía Rasa había aceptado a una humilde analfabeta de siete años, pues le gustaba el modo en que funcionaba su mente. Por este simple motivo, Rasa ya merecía ser una de las grandes mujeres de Basílica. Y por eso, en vez de dictar clase en las escuelas superiores, Shedemei sólo enseñaba en la casa de Rasa, donde dos veces por año dictaba cátedra a las estudiantes de ciencias más destacadas. Oficialmente Shedemei aún era residente de la casa, e incluso tenía un dormitorio, aunque no lo usaba desde la última vez que dictó clases, y siempre temía encontrarlo ocupado por otra persona. Pero aunque Shedemei permaneciera encerrada en su propia vivienda, Rasa siempre le guardaba un sitio.

Dentro de la casa, Shedemei pronto supo que la celebridad de Rasa le impediría verla de inmediato. Aunque en ese momento Rasa no era miembro del consejo de la ciudad, le habían pedido que asistiera a la reunión de la mañana. Shedemei no sabía qué hacer.

El sueño aún ardía en su interior, y necesitaba contarlo en voz alta.

—Quizá yo pueda ayudarte —dijo la muchacha que se había acercado para informarle.

—No lo creo —respondió Shedemei, con una amable sonrisa—. De todos modos, era una tontería.

—Las tonterías son mi especialidad —aseguró la muchacha—. Te conozco. Tú eres Shedemei. —Pronunció el nombre con tanto respeto que Shedemei se sintió confusa.

—Sí. Perdóname, pero no recuerdo tu nombre, aunque te he visto aquí muchas veces.

—Soy Luet —dijo la muchacha.

—Ah —asintió Shedemei, recordando—. La vidente. La Dama del Lago.

A la muchacha le gustó que Shedemei recordase quién era. ¿Pero qué mujer de Basílica no había oído hablar de ella?

—Aún no —dijo—. Tal vez nunca llegue a serlo. Sólo tengo trece años.

—No, supongo que aún te quedan bastantes años de espera. Y no es automático, ¿verdad?

—Todo depende de la calidad de mis sueños. Shedemei rió.

—¿Acaso eso no puede aplicarse a todas nosotras?

—Supongo que sí —dijo Luet, sonriendo. Shedemei se disponía a marcharse, pero de pronto comprendió con quién estaba hablando.

—Vidente —dijo—, tú debes de saber algo sobre el significado de los sueños.

Luet sacudió la cabeza.

—Para la interpretación de los sueños debes recurrir a los adivinos del Mercado Interno.

—No —dijo Shedemei—, no me refiero a esa clase de sueño, ni a esa clase de significado. Fue muy extraño, pues nunca recuerdo mis sueños. Pero esta vez resultaba… muy apremiante. Tal vez… tal vez la clase de sueños que tendría alguien como tú.

Luet ladeó la cabeza.

—Si tu sueño provenía del Alma Suprema, Shedemei, debo oírlo. Pero no aquí.

Shedemei siguió a la muchacha —tiene la mitad de mi edad, comprendió— al fondo de la casa. Subieron una escalera cuya existencia Shedemei desconocía, pues aquella zona se usaba para almacenar viejos artefactos, muebles y materiales didácticos. Subieron dos tramos más, hasta una buhardilla oscura y calurosa.

—Mi sueño no era tan secreto como para que viniéramos aquí —señaló Shedemei.

—No lo comprendes —dijo Luet—. Hay alguien más que debe oírlo, si el sueño proviene realmente del Alma Suprema. —Luet sacó una reja de la pared, atravesó la abertura y salió al aire brillante.

Shedemei, deslumbrada por el sol, no vio que había una especie de porche y pensó que Luet flotaba en el aire. Cuando los ojos se le acostumbraron, vio que Luet caminaba sobre algo. La siguió. Esa zona plana era invisible desde la calle o desde cualquier otra parte. Aquí confluían media docena de techos en declive, y un gran agujero de desagüe en el centro de la zona llana explicaba la existencia de aquel lugar. Durante una tormenta, podía llenarse con un metro de agua procedente de los techos, mientras el desagüe iba tragando el agua. Era un estanque, más que un porche.

También era un escondite perfecto, pues ni siquiera los habitantes de la casa de Rasa conocían la existencia de aquel lugar, salvo, evidentemente, Luet y quien se escondiera allí.

Los ojos se le acostumbraron más. A la sombra de un toldo portátil estaba sentada una muchacha mayor, tan parecida a Luet que Shedemei no se sorprendió de que la presentaran como Hushidh la descifradora, la hermana mayor de Luet. Ante una mesilla estaba sentado un joven de gran estatura, pero aún lampiño.

—¿No me conoces, Shedemei? —dijo el muchacho.

—Creo que sí.

—Era mucho más bajo cuando aún vivías en casa de Madre —dijo él.

—Nafai. Oí decir que te habías ido al desierto.

—Me fui y volví con excesiva frecuencia, me temo. Nunca se me ocurrió que vería el día en que los gorayni custodiarían la puerta de Basílica.

—No será por mucho tiempo —dijo Shedemei.

—Que yo sepa, los gorayni jamás han entregado una ciudad después de capturarla —objetó Nafai.

—Pero ellos no capturaron Basílica —puntualizó Shedemei—. Sólo entraron para protegernos en tiempos turbulentos.

—En el desierto hay cenizas de muchas fogatas —dijo Nafai—, pero no hay ni el menor rastro de ningún campamento. Se rumorea que el jefe gorayni fingió que lideraba un ejército numeroso, dirigido por el general Moozh el Monstruo, cuando en realidad sólo tenía mil hombres.

—Lo explicó como un ardid necesario para engañar a los mercenarios Palwashantu, que estaban fuera de control.

—¿O para engañar a la guardia de la ciudad? —señaló Nafai—. No importa. Luet te ha traído aquí. ¿Sabes por qué?

—No, Nafai —intervino Luet—. Ella no forma parte de eso. Vino por su cuenta, para contarle un sueño a Madre. Luego decidió contármelo a mí, y he querido que también vosotros lo oyerais, por si viene del Alma Suprema.

—¿Por qué él? —preguntó Shedemei.

—El Alma Suprema le habla tanto como a mí —aseguró Luet—. El le obligó a hablarle, y ahora son amigos.

—¿Un hombre obligó al Alma Suprema a hablarle? —preguntó Shedemei—. ¿Desde cuándo sucede semejante cosa en el mundo?

—Sólo últimamente —sonrió Luet—. Hay cosas más extrañas en el cielo y en la Tierra de las que sueña tu filosofía, Shedemei.

Shedemei sonrió a su vez, pero no recordó de dónde era esa cita, ni por qué resultaba tan graciosa en esas circunstancias.

—El sueño —dijo Hushidh, la hermana de Luet.

—Ahora me parece ridículo —objetó Shedemei—. No sé si vale la pena contarlo ante tanto público. Luet sacudió la cabeza.

—Sin embargo, has caminado hasta aquí desde… ¿dónde vives? ¿Las Cisternas?

—Los Manantiales, pero no queda lejos del barrio de las Cisternas.

—Has recorrido toda esa distancia para hablar con Tía Rasa —prosiguió Luet—. Este sueño puede resultar más importante de lo que crees. Cuéntanoslo, por favor.

Shedemei miró tímidamente a Nafai.

—Por favor —insistió Nafai—. No me burlaré de tu sueño, ni se lo contaré a nadie más. Sólo quiero oírlo por si encierra alguna verdad.

Shedemei rió nerviosamente.

—No me siento cómoda hablando delante de un hombre. No es nada personal. Eres el hijo de Tía Rasa y confío en ti, pero…

—Él no es un hombre —declaró Luet.

—Gracias —murmuró Nafai.

—No trata a las mujeres como suelen hacerlo los hombres. Y hace unos días el Alma Suprema me ordenó que lo condujera al lago. Nafai navegó en el lago, flotó junto a mí. El Alma Suprema lo ordenó, y Nafai no fue ejecutado. Shedemei miró a Nafai con renovado respeto.

—¿Acaso se están cumpliendo todas las profecías al mismo tiempo?

—Cuéntanos tu sueño —murmuró Hushidh.

—He soñado… ¡Os parecerá tan absurdo! Bien, he soñado que cuidaba un jardín en las nubes. No sólo estaban las plantas y animales con que trabajo, sino todas las plantas y animales que he oído mencionar. Era un jardín pequeño, pero cabían todas las especies. Yo flotaba en las nubes por una eternidad, la noche más larga del mundo, una noche de mil años. Y de pronto amaneció, y cuando me asomé por el borde de la nube vi una nueva tierra, una tierra verde y hermosa, y en el sueño me dije: «Este mundo no necesita mi jardín». Así que abandoné el jardín y bajé de la nube…

—Un sueño de caída —comentó Luet.

—No me caí —dijo Shedemei—. Sólo bajé y estuve en el suelo. Y mientras vagabundeaba por bosques y prados, comprendí que a pesar de todo se necesitaban muchas plantas de mi jardín. Así que alcé la mano, y las plantas que necesitaba llovieron sobre mí como semillas. Las planté y crecieron ante mis ojos. Luego comprendí que también se necesitaban muchos de mis animales. Era un mundo que había perdido las aves. No había ningún ave, y pocos reptiles, y ninguna de las bestias de carga o los animales domésticos cuya carne comemos. Sin embargo, había millones de insectos para alimentar a los pájaros y reptiles, y pastos y prados para los rumiantes. Así que volví a alzar las manos hacia las nubes, y de las nubes llovieron los embriones de los animales que yo necesitaba, y crecieron a ojos vistas, grandes y fuertes. Las aves remontaron vuelo, las vacas y ovejas se dirigieron a los arroyos y prados; las serpientes y lagartos se escabulleron reptando. Oí estas palabras como si alguien me las dijera al oído: «Nadie ha tenido un jardín como el tuyo, Shedemei, hija mía». Pero no era la voz de mi madre ni de mi padre. Y no supe si la voz se refería a mi jardín de las nubes o a este nuevo mundo en el que yo restauraba la flora y la fauna perdidas tantos años atrás.

Eso era todo lo que recordaba del sueño.

Guardaron silencio unos instantes, y luego habló Luet:

—Me pregunto cómo sabías que las plantas y animales que bajaste de las nubes eran la flora y la fauna que antaño habían vivido en ese lugar, pero que se habían perdido.

—No lo sé —dijo Shedemei—, pero tenía esta sensación. Yo sabía que era así. Esas plantas y animales no eran nuevos allí.

—Y no distinguías si la voz era masculina o femenina —dijo Hushidh.

—Ni siquiera me lo pregunté. La voz me hizo pensar en mis padres, hasta que comprendí que no era ninguno de los dos. Pero no me detuve a pensar si la voz era femenina o masculina. Ni siquiera ahora sabría decírtelo.

Luet, Hushidh y Nafai deliberaron en voz alta, para que Shedemei no se sintiera excluida.

—El sueño incluye un viaje —apuntó Nafai—. Eso congenia con lo que me han dicho. Y se restauraban la flora y la fauna. Para mí eso significa la Tierra.

—Eso parece —convino Luet.

—Pero están las nubes —señaló Hushidh—. ¿Qué os parece? Las nubes van de un continente al otro, pero no viajan entre planetas.

—Ni siquiera los sueños del Alma Suprema son tan claros —objetó Nafai—. La verdad entra en nuestra mente, pero luego el cerebro recurre a nuestra biblioteca mental para hallar imágenes con las cuales expresar esas ideas. Un gran viaje por el aire. Elemak vio una casa de forma extraña. Shedemei ve una nube. Yo oí la voz del Alma Suprema, diciendo que debemos ir a la Tierra.

—La Tierra —dijo Shedemei.

—Ni Padre ni Issib oyeron nada semejante —declaró Nafai—. Pero estoy tan seguro de ello como de que estoy vivo y sentado aquí. El Alma Suprema quiere ir a la Tierra.

—Eso coincide con tu sueño, Shedemei —dijo Luet—. La humanidad abandonó la Tierra hace cuarenta millones de años. El profundo invierno que cubrió la Tierra habrá exterminado a la mayoría de las especies de reptiles, y todas las aves. Sólo habrán sobrevivido los peces y los anfibios, y algunos animales de sangre caliente.

—Pero eso sucedió hace cuarenta millones de años —objetó Shedemei—. La Tierra se habrá recobrado hace mucho¿ Ha habido tiempo de sobra para la aparición de nuevas especies.

—¿Cuánto tiempo estuvo la Tierra cubierta de hielo? —preguntó Nafai—. ¿Cuánto tardó el hielo en retroceder? ¿Adonde se han desplazado los continentes en tantos millones de años?

—Entiendo —dijo Shedemei—. Es posible.

—Pero ese truco mágico —intervino Hushidh—-. Alzar las manos y lograr que bajaran las semillas y embriones, y luego regar los embriones para que crecieran.

—Bien, esa parte me resultó clara al instante —dijo Shedemei—. En mis investigaciones almaceno las muestras de semillas y embriones mediante la cristalización en seco. Todos los procesos corporales se paralizan en el mismo instante de la cristalización. Los almacenamos en seco, y cuando llega el momento de restaurarlos, añadimos agua destilada y los cristales se descristalizan en una reacción en cadena muy rápida, pero no explosiva. Como el organismo es muy pequeño, recobra todas sus funciones en una fracción de segundo. Los embriones deben ponerse de inmediato en una solución líquida nutriente y conectarse con yemas o placentas artificiales, así que no podemos restaurar muchos al mismo tiempo.

—¿Cuánto equipo precisarías para trasladar las muestras necesarias para restaurar de nuevo una buena parte de la flora y la fauna que se habrían extinguido en la Tierra? —preguntó Nafai.

—¿Cuánto? Mucho… una gran cantidad. Una caravana.

—¿Y si tuvieras que escoger las más importantes… las aves más útiles, los animales más imprescindibles, las plantas más necesarias para tener alimento y refugio?

—Entonces el tamaño depende. Hay que establecer prioridades. Por ejemplo, si sólo tienes un camello, es todo lo que podrás llevar, a dos cajas por camello. Y otro camello para llevar cada equipo de restauración y otros materiales.

—Entonces podría hacerse —anunció triunfalmente Nafai.

—¿Crees que el Alma Suprema te enviará a la Tierra? —preguntó Shedemei.

—Creemos que en este momento es el acontecimiento más importante en todo el mundo de Armonía —asintió Nafai.

—¿Mi sueño?

—Tu sueño forma parte de ello —dijo Luet—. También el mío, creo. —Le contó a Shedemei su sueño sobre los ángeles y las ratas.

—Parece bastante plausible como símbolo de un mundo donde han evolucionado nuevas formas de vida —dijo Shedemei—. Pero olvidas que tu sueño no puede ser literalmente cierto si proviene del Alma Suprema.

—¿Por qué no? —preguntó Luet, un poco ofendida.

—¿Cómo sabría el Alma Suprema lo que sucede en la Tierra? ¿Cómo obtendría una imagen fidedigna de las especies de allá? La Tierra está a mil años de distancia. Nunca ha existido una señal electromagnética con fidelidad suficiente para comunicar transmisiones significativas a tanta distancia. Si el Alma Suprema te dio ese sueño, se lo inventó.

—Tal vez sea una conjetura —sugirió Hushidh.

—Tal vez sea una mera conjetura —concedió Nafai—, pero debemos hacer lo que ordena el sueño. Shedemei debe reunir esas semillas y embriones, y prepararnos para llevarlas a la Tierra.

Shedemei las miró asombrada.

—He venido a contar un sueño a Tía Rasa, no a abandonar mi carrera por un viaje descabellado e imposible. ¿Cómo pensáis ir a la Tierra? ¿En una nube?

—El Alma Suprema ha dicho que iremos —declaró Nafai—. Cuando llegue el momento, el Alma Suprema nos mostrará cómo.

—Eso es absurdo —dijo Shedemei—. Soy científica. Sé que existe el Alma Suprema porque nuestras exposiciones a menudo se transmiten a ordenadores de ciudades lejanas, algo que no se puede hacer de otra manera. Pero siempre entendí que el Alma Suprema era sólo un ordenador que controlaba una flota de satélites de comunicaciones.

Nafai miró consternado a Luet y Hushidh.

—Issib y yo realizamos un gran esfuerzo para llegar a esa conclusión —dijo—, y Shedemei lo sabía desde siempre.

—Nadie me lo preguntó —se justificó Shedemei.

—Ni siquiera nos habríamos dirigido a ti —dijo Nafai—. A fin de cuentas, eres Shedemei.

—Sólo otra maestra en casa de tu madre —asintió Shedemei.

—Sí, tal como el Sol es sólo otro astro en el cielo —sonrió Nafai.

Shedemei rió y sacudió la cabeza. › Nunca hubiera pensado que los jóvenes la respetaban tanto. Le complació que se lo dijeran —era grato saber que la ad* miraban— pero también le causó timidez y cierta vergüenza. Tendría que estar a la altura de la imagen que tenían de ella, y ella era sólo una mujer laboriosa que había tenido un sueño perturbador.

—Shedemei —dijo Hushidh—, aunque parezca imposible, el Alma Suprema nos pide que nos preparemos para este viaje. Ni siquiera se nos habría ocurrido pedirte que vinieras, pero el Alma Suprema te ha traído a nosotros.

—Una coincidencia me ha traído a vosotros.

—Coincidencia es sólo la palabra que usamos cuando aún no hemos descubierto la causa —adujo Luet—. Es una ilusión de la mente humana, un modo de decir que ignoramos el porqué y no pensamos averiguarlo.

—Esto ha ocurrido en otro contexto —dijo Shedemei.

—Tuviste el sueño y supiste que era importante —prosiguió Nafai—. Quisiste contárselo a Madre. Estábamos aquí cuando llegaste, y ella no. Pero también a nosotros nos reunió el Alma Suprema. ¿No ves que has sido invitada?

Shedemei sacudió la cabeza.

—Mi trabajo está aquí, no en un absurdo viaje cuyo destino está a mil años luz.

—¿Tu trabajo? —dijo Hushidh—. ¿Qué vale tu trabajo, comparado con la tarea de restaurar especies perdidas en la Tierra? Tu trabajo ya es un logro, pero ser la jardinera de un planeta…

—Siempre que sea verdad —objetó Shedemei.

—Bien —dijo Nafai—, todos nos hemos enfrentado al mismo dilema. Siempre que sea verdad. Nosotros no podemos decidir por ti, así que cuando hayas tomado una decisión, comunícanoslo.

Shedemei asintió, pero sabía que haría todo lo posible para no ver de nuevo a esa gente. Era demasiado extraño. Exageraban al interpretar el sueño. Le exigían demasiados sacrificios.

—Ella ha decidido no ayudarnos —anunció Luet.

—¡En absoluto! —exclamó Shedemei. Pero en su corazón se preguntó con cierto remordimiento cómo lo sabía Luet.

—Aunque decidas no acompañarnos —intervino Nafai—, ¿podemos pedirte algo? ¿Reunirás muestras de semillas y embriones suficientes para cargar dos camellos? ¿Y el equipo que necesitamos para restaurarlos? ¿Nos enseñarás a realizar esa tarea?

—Con mucho gusto —accedió Shedemei—. Trataré de hacerme un hueco en los próximos meses.

—No disponemos de meses —objetó Nafai—. Nos quedan horas. A la sumo días.

No me hagas reír. ¿Qué jardín voy a preparar en horas?

—¿No hay biobibliotecas en Basílica? —preguntó Hushidh.

—Pues sí… ahí consigo mis muestras iniciales.

—¿Y no puedes recurrir a ellas para obtener casi todo lo necesario ?

—Para dos camellos, puedo conseguir todo lo necesario. Pero en cuanto al equipo de restauración, especialmente para los embriones de animales, sólo dispongo del mío, y llevaría meses construir otros.

—Si vienes con nosotros —señaló Luet—, podrás traer el tuyo. Y si no vienes con nosotros, tendrás meses para construir otros.

—¿Me pides que ceda mi propio equipo?

—Por el Alma Suprema —asintió Luet.

—Eso crees tú.

—Por el hijo de Tía Rasa —terció Hushidh. La descifradora sabe cómo penetrar en mi corazón, pensó Shedemei.

—Si Tía Rasa me lo pide, lo haré.

Nafai la miró con un destello en los ojos.

—¿Y si Madre te pidiera que nos acompañaras?

—Ella no me lo pediría —rebatió Shedemei.

—¿Y si Tía Rasa viniera con nosotros? —preguntó Luet.

—Ella no irá —dijo Shedemei.

—Eso dice Madre —concedió Nafai—, pero ya veremos;

—¿Quién de vosotros aprenderá a usar el equipo? —preguntó Shedemei.

—Hushidh y yo —respondió Luet.

—Entonces venid esta tarde, y os enseñaré.

—¿Nos darás el equipo?—preguntó Hushidh.¿Estaba contenta, o sólo sorprendida?

—Lo pensaré —dijo Shedemei—. Y enseñaros a manejar lo sólo me costará tiempo.

Shedemei se levantó de la alfombra y abandonó el toldo. Buscó la abertura por donde había entrado, pero Luet debía de haberla tapado y ella no recordaba adonde ir.

Luet advirtió su confusión y la condujo hacia el lugar. La abertura no estaba tapada, pero no se veía desde el otro lado de la azotea.

—Conozco el camino —dijo Shedemei—. No es preciso que me acompañes.

—Shedemei —dijo Luet—. He soñado contigo. Hace pocos días.

—¿Sí?

—Sé que dudarás, y pensarás que sólo te digo esto para convencerte de que nos acompañes, pero no es coincidencia. Yo estaba en el bosque, era de noche y tenía miedo. Vi a varias mujeres. Tía Rasa, Hushidh, Eiadh y Dol. Y también a ti.

—Yo no estaba allí. Nunca voy al bosque.

—Lo sé. Te dije que era un sueño, aunque yo estaba despierta.

—Sé por qué lo digo, Luet. Nunca voy al bosque. Nunca voy al lago. Seguramente lo que hacéis es muy importante, pero no forma parte de mi vida. No forma parte de mi vida.

—Quizá debas cambiar tu vida.

Shedemei no supo qué responder, así que atravesó la abertura de la pared. Oyó que se reanudaba el murmullo de la conversación, aunque no entendió las palabras. Tampoco quería entenderlas. Lo que le pedían era una locura.

Sin embargo había sido maravilloso, en su sueño, tender las manos para bajar vida de las nubes. ¿Por qué no se había conformado con ese hermoso sueño? ¿Por qué lo había contado a esos niños? ¿Y por qué aún se preocupaba por ello y no se olvidaba de esas palabras?

Regresar a la Tierra. Regresar al hogar.

¿Qué significaba eso? En cuarenta millones de años, los humanos habían vivido satisfactoriamente en Armonía. ¿Por qué la Tierra iba a llamarla ahora? Era una locura, una locura contagiosa en tiempos turbulentos.

Sin embargo, en vez de volver a casa fue a la biobiblioteca, y pasó varias horas examinando el catálogo, estableciendo un orden plausible para cargar dos camellos con semillas y embriones que pudieran restaurar las plantas y animales más útiles en una Tierra que los había perdido hacía muchísimo tiempo.

EN EL CONSEJO DE LA CIUDAD, Y NO EN UN SUEÑO

Rasa siempre había confiado en sí misma. Sabía que no había nada que no pudiera resolver con una combinación de ingenio, amabilidad y determinación. Siempre era posible persuadir a los demás, o bien ignorarlos hasta que su resistencia se disipara. Esta filosofía le había permitido dirigir una de las escuelas más respetadas de Basílica, a pesar de ser nueva; también le brindaba influencia personal en todas las facetas de la vida de la ciudad, aunque nunca había ocupado ningún cargo. La cons ultaban para la mayoría de las decisiones del consejo; participaba en las juntas gubernamentales de muchos consejos de artes; ante todo, asesoraba de forma particular a las mujeres —incluso a los hombres— que tomaban decisiones importantes en cuestiones gubernamentales y empresariales. Muchos hombres la cortejaban, pero disfrutaba de un feliz matrimonio con un hombre excepcional que no codiciaba su poder ni se sentía amenazado por él. Se había creado un papel perfecto en la ciudad, y le gustaba ese papel.

Nunca había pensado en la fragilidad de su posición. La trama de su vida estaba tejida en el telar de Basílica, y ahora que Basílica se disgregaba, su vida se deshilachaba, se enmarañaba, se rasgaba. Su ex esposo Gaballufix había iniciado el proceso cuando aún estaban casados, intentando persuadirla de que modificara las leyes que prohibían a los hombres poseer propiedades en la ciudad. Rasa comprendió por qué Gaballufix se había casado con ella, y dejó expirar el contrato y volvió a casarse con Wetchik, con la intención de que la relación fuera para siempre. Pero Gaballufix no había desistido tan fácilmente, y buscó respaldo entre los hombres de peor catadura de los suburbios. Los utilizó como matones, aterrando a las mujeres de Basílica, y luego como mercenarios con esas espantosas máscaras, supuestamente para proteger a la ciudad de los matones, pero Rasa sabía que los mercenarios eran los propios matones con disfraces holográficos.

Habría sido posible contener a Gaballufix si el Alma Suprema no hubiera comenzado a actuar de un modo tan extraño. Ante todo, habló con un hombre, y no cualquier hombre, sino Wetchik mismo. Esto causó un sinfín de problemas a Rasa. No sólo su ex esposo atacaba las antiguas leyes de la ciudad de las mujeres, sino que su esposo actual proclamaba a los cuatro vientos que Basílica sería destruida. Semanas atrás, su amiga Dhel le había comentado que la gente se sorprendía de que Rasa no hubiera sido también la esposa de Roptat, el líder del partido que promovía una alianza con los gorayni. «Deberías comprobar si en tu lecho no hay algún bicho que provoque locura», decía Dhel. Era una broma, naturalmente, pero una broma dolorosa.

Dolorosa, sí, pero no era nada comparado con lo sucedido durante los últimos días. Todo se desmoronaba. Gaballufix había robado la fortuna del Wetchik y había intentado matar a sus hijos, entre ellos los dos hijos de Rasa. Luego el Alma Suprema ordenó a Luet que llevara a Nafai —justamente a Nafai, un chiquillo— al lago prohibido, donde flotó en el agua como una mujer, como una vidente. Esa misma noche, aún mojado con las aguas del lago de la paz, Nafai había matado a Gab. En cierto sentido, era justo, pues Gaballufix había intentado matarlo a él. Pero para Rasa era atroz que su propio hijo asesinara a su ex esposo.

Y eso era sólo el principio. Esa misma noche había descubierto la monstruosidad de sus dos hijas. Sevya se acostaba con el esposo de Kokor; y Kokor casi había matado a su hermana. La civilización ni siquiera ha llegado a mi propio hogar. Mi hijo es un homicida. Tengo una hija adúltera y la otra es una asesina en su corazón. Sólo Issib era civilizado aún. Issib el inválido, pensó amargamente. Tal vez de eso se compone la civilización: de inválidos que se han reunido para tratar de controlar a los más fuertes. ¿No era eso lo que había dicho Gaballufix en una ocasión? «En tiempos de paz, Rasa, las mujeres podéis rodearos de eunucos, pero cuando llegue un enemigo de fuera, los eunucos no os salvarán. Necesitaréis hombres de verdad, hombres peligrosos, hombres poderosos… ¿y dónde estarán, si los ahuyentáis?»

Rashgallivak era uno de esos débiles, un «eunuco», como hubiera dicho Gaballufix. No tenía la fuerza necesaria para dominar a los animales que Gaballufix había ceñido con su arnés. Y cuando Hushidh cortó ese arnés, la ciudad estalló en llamas. ¡Sucedió en mi propia casa! ¿Por qué, una vez más, soy el foco de todas las desgracias?

El último insulto era la llegada del general Moozh, pues Rasa sabía ahora que era él, que no podía ser otro. Había tenido la audacia de marchar sobre la ciudad con sólo mil hombres, al llegar en un momento en que no se podía oponer resistencia a ningún enemigo y cualquiera que fingiera amistad sería invitado. Rasa no se dejó engañar por sus promesas. No se dejó engañar cuando los soldados se retiraron de las calles. Aún dominaban las murallas y las puertas.

Y también Moozh estaba ligado a ella, al igual que Wetchik, Gaballufix, Nafai y Rashgallivak. Pues había venido con su carta, y había usado su nombre para entrar en la ciudad.

Las cosas no podían estar peor. Y esa mañana, Nafai y Elemak habían llegado a su casa desde el bosque, tras atravesar terrenos que estaban prohibidos a los hombres. ¿Y para qué? Para informarle de que el Alma Suprema le exigía que abandonara la ciudad para reunirse con su esposo en el desierto, y que se llevara a las mujeres que considerase apropiadas.

—¿Apropiadas para qué? —preguntó Rasa.

—Apropiadas para el matrimonio —declaró Elemak—, y, para engendrar hijos en una tierra nueva y lejana.

—¿Debo abandonar la ciudad de Basílica, llevando conmigo a unas pobres mujeres inocentes, para ir a vivir como una tribu de mandriles en el desierto?

—No como mandriles —señaló Nafai—. Aún nos vestimos, y no ladramos.

Ni hablar —dijo Rasa.

Tendrás que considerarlo, Madre —insistió Nafai.

—¿Es una amenaza? —preguntó Rasa, harta de que los hombres le hablaran de ese modo.

—En absoluto. Sólo una predicción. Antes que haya transcurrido media hora tendrás que considerarlo, pues sabes que es la voluntad del Alma Suprema.

Y tenía razón. Ni siquiera pasaron diez minutos. No podía quitarse la idea de la cabeza.

¿Cómo lo sabía Nafai? Porque comprendía el funcionamiento del Alma Suprema. Lo que ignoraba era que el Alma Suprema ya estaba influyendo sobre ella. Al marcharse al desierto, Wetchik le había pedido que lo acompañara. Entonces no se habló de otras mujeres, pero cuando Rasa le rezó al Alma Suprema, recibió una respuesta tan clara como si una voz le hablase en el corazón. Trae a tus hijas, dijo el Alma Suprema. Trae a tus sobrinas, a todas las que deseen ir. Al desierto, para ser madres de mi pueblo.

¡Al desierto! ¡Para convertirse en animales! Toda su vida Rasa había intentado seguir las enseñanzas del Alma Suprema. Pero ahora le pedía demasiado. ¿Quién era Rasa fuera de Basílica, fuera de su propia casa? Nadie. Sólo la esposa de Wetchik. Allí dominarían los hombres, hombres brutales como Elemak, hijo de Wetchik. Elemak era un joven temible; Rasa no podía creer que Wetchik no comprendiera hasta qué punto era peligroso. Ella dependería de Elemak el cazador para alimentarse. ¿Y qué influencia ejercería Rasa allí? ¿Qué consejo la escucharía? Los hombres celebrarían los consejos, y las mujeres se dedicarían a cocinar, lavar y cuidar de los críos. Sería como en los tiempos primitivos, tiempos bestiales. No podía abandonar la ciudad de las mujeres, pues dejaría de ser una dama para convertirse en un animal.

Sólo existo en este lugar. Sólo soy humana en este lugar.

Sin embargo, cuando entró en la cámara del consejo, supo que «este lugar» había dejado de ser la ciudad de las mujeres. Al contemplar los rostros asustados, solemnes y airados del consejo, comprendió que la Basílica que había conocido había desaparecido para siempre. Tal vez la reemplazara una nueva Basílica, pero una mujer como Rasa ya no podría criar hijas y sobrinas en paz y seguridad. Siempre habría hombres ansiosos de poseer, dominar, manipular. A lo sumo podría aspirar a un hombre como Wetchik, cuya bondad aplacaba su ansia de poder. ¿Pero dónde encontrar otro Wetchik en este mundo? Y ni siquiera su benevolencia serviría de gran cosa. Todo quedaría destruido. Todo sería mancillado y envenenado.

¡Alma Suprema! ¡Has traicionado a tus hijas!

Pero no pronunció su blasfemia en voz alta. En cambio, ocupó su lugar ante una de las mesas del centro de la cámara, donde se sentaban las consejeras sin voto y las secretarias durante las reuniones. Sentía la mirada de las demás. Muchas la culpaban por todo lo sucedido, y le costaba no mostrarse de acuerdo con ellas. Sus esposos, su hijo, sus hijas; su casa, donde Rashgallivak había perdido el control de sus soldados; y el general gorayni había entrado en la ciudad con una carta suya en la mano.

La reunión comenzó y, por primera vez desde que Rasa tenía memoria, los rituales de la inauguración fueron precipitados, y algunos se omitieron. Nadie protestó. El consejo había impuesto a los gorayni un plazo para marcharse de la ciudad, y ahora ese plazo resultaba siniestro, pues era evidente que los gorayni no pensaban respetarlo.

Pronto arreciaron las discusiones. Nadie negaba que los gorayni eran los amos de la ciudad. No sabían si oponerse al general —algunos lo llamaban Moozh, pero sólo como burla, pues él se negaba a responder al nombre Vozmuzhalnoy Vozmozhno, aunque no les había dado otro nombre— o si dar una apariencia legal a su ocupación. No querían ceder, pero también abrigaban la esperanza de que les permitiera gobernar la ciudad a cambio de usar Basílica como base militar para sus operaciones contra las Ciudades de la Planicie y, sin duda, Potokgavan.

Pero al legalizar su ocupación, como él pedía, le daban poder para destruirlos a la larga.

¿Pero qué otra posibilidad había? Él no había hecho amenazas. Al contrario, les había enviado una carta muy respetuosa: «Dado que mis tropas aún no han logrado afianzar la seguridad en Basílica, nos resistimos a abandonar a nuestros queridos amigos, exponiéndolos al caos que hallamos al llegar. Si nos invitáis a quedarnos hasta que el orden se haya restaurado por completo, estamos dispuestos a ser vuestros obedientes servidores mientras sea necesario». La letra de esa carta retrataba a unos gorayni dóciles como corderos.

Pero a estas alturas sabían que los gorayni no eran lo que aparentaban. Se inclinaban ante cada orden o solicitud del consejo de la ciudad, prometiendo obedecer, pero sólo cumplían las órdenes que les convenían. Ni siquiera la guardia de la ciudad era de fiar, pues sus oficiales adoraban al general gorayni, y ahora seguían su ejemplo de jurar obediencia y luego actuar a su antojo. ¡Ese general era muy listo! No provocaba a nadie, no discutía con nadie, aceptaba todas las instrucciones, pero siempre hacía lo que le daba la gana. Sin dar pretextos para que lo atacaran. En la cámara del consejo prevalecía la sensación de que el poder se les estaba escapando de las manos, de que la ciudad se sometía a la voluntad de aquel hombre, y sin que él hablara ni actuara abiertamente.

Rasa se preguntó cómo lo conseguía. ¿Cómo lograba dominar a la gente sin prepotencia? ¿Cómo conseguía que la gente lo temiera o lo amara, no a pesar de su firmeza, sino precisamente debido a ella?

Tal vez sabe muy bien lo que desea, pensó Rasa. Tal vez cree tan fervientemente en su visión del mundo que le parece imposible que los demás no compartan su punto de vista. Tal vez necesitamos tanto a alguien que nos revele una verdad, una certeza, que somos capaces de aceptar una visión que nos debilita a medida que lo robustece a él, con tal de contar con un mundo seguro.

—Faltan pocos minutos para el plazo —dijo la anciana Kobe—. Y en todas las deliberaciones de esta mañana no hemos oído ni una palabra de la dama Rasa.

Se oyó un murmullo de aprobación, y de inmediato un gruñido de furia.

—¡No debemos oírle, salvo en un juicio! —exclamó una mujer—. ¡Ella ha provocado todo esto!

Rasa se volvió serenamente hacia la mujer. Era Frotera, directora de otra casa de enseñanza, que hacía tiempo envidiaba a Rasa.

—Mi dama Frotera —dijo Rasa—, me temo que tienes razón.

Eso las silenció.

—¿Creéis que yo no he visto lo que todas veis? ¿Cuál de las calamidades que nos acosan no está asociada conmigo? Mi hijo es acusado de homicidio, mis hijas se traicionan entre sí, Rashgallivak intentó secuestrarlas en mi propia casa, mi amada ciudad es presa de incendios y disturbios, y el ejército que custodia las puertas de Basílica utilizó una carta de mi puño y letra para entrar. Yo la escribí, aunque no sospechaba que se usaría de ese modo. Hermanas, todo esto es verdad, ¿pero significa que soy culpable? ¿O significa que me ha afectado más que a nadie, excepto aquellas cuyos seres queridos perecieron en los disturbios?

Eso les hizo reflexionar. Sí, aún tenía el poder para contar una historia y hacerles ver, al menos por un instante, con los ojos de Rasa.

—Hermanas, si yo creyera que soy la causa de todo el mal que aqueja a Basílica, me marcharía de inmediato. Amo demasiado a Basílica para ser la causa de su perdición. Pero yo no soy la culpable. La primera causa fue la codicia de Gaballufix, quien me desposó en un intento de arremeter contra nuestras antiguas leyes. ¿Fue mi esposo quien trajo soldados mercenarios a la ciudad? No. Fue un hombre a quien yo había rechazado corno esposo. ¡Yo repudié a Gaballufix, mientras muchas consejeras seguían votando para tolerar sus abusos! ¡No lo olvidéis!

Oh, no lo olvidaban, y se encogieron en sus asientos.

—Ahora los gorayni vienen con mi carta. Pero yo escribí esa carta para ayudar a un joven guardia basilicano a obtener refugio entre los gorayni. Sabía que los mercenarios de Rashgallivak lo amenazaban, y él había sido bondadoso con mi hijo, así que le brindé la poca protección que tenía en mis manos. Ahora veo que fue un tremendo error. Mi carta los alertó sobre nuestra debilidad, y vinieron para explotarla. Pero nuestra debilidad no es obra mía, y si los gorayni no hubieran venido, ¿estaríamos hoy en mejor situación? ¿Estaríamos siquiera celebrando esta reunión, o todas seríamos víctimas de las vejaciones y saqueos de los mercenarios Palwashantu? ¿Nuestra ciudad no estaría reducida a cenizas? Decidme pues, hermanas, qué es mejor: ¿estar en mala situación, pero con cierta esperanza, o estar destruidas, impotentes, totalmente desesperanzadas ?

De nuevo un murmullo, pero estaba surtiendo efecto. Rara vez había hablado tanto y con tanta elocuencia. Había aprendido que para conservar el poder era mejor no comprometerse abiertamente con nada y trabajar entre bastidores. Aun así, sabía imponer su voluntad. Ese poder se iría desgastando cada vez que lo ejerciera, pero en esta ocasión debía usarlo o perderlo todo.

—Si nos oponemos al general, ¿qué sucederá? Aunque cumpla su palabra y se marche, ¿la guardia de la ciudad se mostrará tan sumisa como antes? Por otra parte, no creo que él cumpla su palabra. ¿Alguna vez habéis oído que el general Vozmuzhalnoy Vozmozhno entregara una aldea, una parcela, un guijarro que hubiera conquistado? —Un murmullo creciente—. Sí, es el general Moozh… sería una tontería pensar lo contrario. ¿Qué otro general gorayni tendría tanta osadía? Vino aquí con sólo mil hombres, pero por algunas horas cruciales creímos que tenía cien veces ese número. Ha sido dócil y amable, sin embargo ha apostado sus efectivos donde él quería, ha seducido a nuestra guardia y ha cogido las provisiones que necesitaba. Siempre nos presenta disculpas y explicaciones. Siempre nos hace creer en sus buenos propósitos. Pero miente cada vez que respira, jamás nos dice la verdad. Se propone sumar Basílica al imperio gorayni. Nunca nos dejará libres.

Las mujeres murmuraban, sollozaban.

—¡Entonces, presentemos resistencia! —exclamó una consejera.

—¿Y de qué serviría? —preguntó Rasa—. ¿Cuántas moriríamos? ¿Y con qué fin? Un quinto de nuestra ciudad ya ha quedado reducida a cenizas. Nos hemos acurrucado aterrorizadas mientras hombres borrachos asolaban nuestra ciudad. ¿Qué ocurriría si los saqueadores estuvieran sobrios? ¿Si fueran los mismos verdugos disciplinados que clavaron a los revoltosos en las paredes con sus propios cuchillos? ¡Entonces no habría refugio para nosotras!

—¿Pues qué sugieres, Rasa?

—Darle lo que ha pedido: autorización para quedarse. Sólo tomad medidas para que sus soldados se acuartelen extramuros. Hacedles prestar los mismos juramentos que nuestros hombres cuando nos desposan: no entrar en las zonas prohibidas de la ciudad, abstenerse de tener propiedades y partir cuando haya expirado su contrato.

Hubo un murmullo de aprobación.

—¿El lo aceptará, Rasa?

—Lo ignoro, pero de momento ha procurado aparentar que respeta nuestros deseos. Demos la mayor publicidad posible a nuestro ofrecimiento, y luego esperemos que le resulte más ventajoso aceptarlo que rechazarlo.

Las propuestas de Rasa tuvieron más éxito del que deseaba. Sí, aprobaron el plan casi por unanimidad. Pero también la designaron embajadora para presentar esta «invitación» al general Moozh. No se desvivía por celebrar esa entrevista, pero no tenía tiempo ni siquiera para preguntarse qué decir ni cómo actuar. La invitación se debía entregar personalmente y de inmediato; fue redactada, firmada y sellada en el acto, y Rasa se marchó del consejo con el documento en la mano, minutos antes de que expirase el plazo que el consejo mismo había fijado.


No era la mejor mañana de Mebbekew. Había trajinado por las cuestas prohibidas de Basílica guiado por Nafai, tal como había seguido a Elemak desde el desierto hasta los bosques del norte. Pero cuando llegaron ante la casa de Rasa, Mebbekew se escabulló. No se dejaría arrastrar por los planes de sus hermanos. Si estaban allí para encontrar esposa, Mebbekew se buscaría la suya, y listo. Desde luego, no pensaba ir a la zaga de su hermano mayor, conformándose siempre con la segunda opción, ni se tragaría la humillación de ir a casa de la madre de su hermano menor para implorarle que le entregara una de sus preciosas sobrinas. Elemak estaba obsesionado con esa muñeca de porcelana, Eiadh… bien, eso era cosa suya. Mebbekew prefería mujeres con sangre en las venas, mujeres que gritaran y gimieran al hacer el amor, mujeres enérgicas y vigorosas. Mujeres que amaran a Mebbekew.

No tardó en encontrar energía y vigor. Los incendios habían sido más devastadores en la Villa de las Muñecas y la Villa de los Pintores, así que pocas de sus viejas amantes se hallaban en las casas donde él las había conocido. Las pocas que pudo encontrar se alegraron de verlo. Lo colmaron de lágrimas y besos, deseosas de que se quedara con ellas. ¿Quedarse con ellas? ¿Dónde? ¿En una casa en ruinas sin agua corriente? ¿Y para qué lo querían? Para que hiciera todas las pesadas faenas de reconstrucción y reparación, para que él fuera su guardián. ¡Menuda broma! ¡Mebbekew, montando guardia para cuidar de una muchacha asustada! Sin duda lo habrían recompensado generosamente con sus cuerpos si se hubiera prestado al juego, pero no valía la pena. Ninguna mujer valía la pena en ese momento, si tenía necesidades aún mayores que las de Mebbekew. No estaba allí para proteger ni proveer, sino para encontrar protección y provisión.

Así que se despidió con un beso y una promesa, sin quedarse siquiera para bañarse o comer, pues sabía que si se dejaba seducir por sus abrazos, aquellas mujeres necesitadas lo convertirían en un esposo. ¡No tenía la menor intención de liarse con mujeres que sólo podían ofrecerle trabajo y problemas!

En cuanto a sugerir a sus ex amantes que abandonaran todo lo que tenían en Basílica para ir a vagar por el desierto hasta hallar una tierra de promisión, teniendo de paso una docena de bebés para poblar su nuevo hogar, era un tema que nunca surgía en las conversaciones. Algunas de ellas lo habrían hecho. Al contemplar las ruinas de su frívola vida en Basílica, al recordar el temor de esa pavorosa noche de disturbios y el horror de los cadáveres que los gorayni clavaron en las paredes, la idea de internarse en el desierto con un hombre de verdad que las guiara y las protegiera resultaría atractiva para algunas. Al menos los primeros días. Luego comprenderían que el desierto era solitario y aburrido, y desearían regresar a Basílica, a pesar de las ruinas, tanto como Mebbekew.

Eso no importaba. No pensaba plantear semejante proposición a ninguna de sus amigas. Que Elemak y Nafai le siguieran el juego a Padre y vieran sus estúpidas visiones. Mebbekew sólo quería una mujer que lo llevara a una casa limpia y bonita, a un lecho limpio y bonito, lo protegiera y lo consolara por la pérdida de su fortuna hasta que Elemak y Nafai se marcharan. ¿Por qué iba a volver al desierto? Aunque Basílica estuviera incendiada, aterrorizada y ocupada por los gorayni, los lavabos funcionaban en la mayoría de las casas, la comida era fresca y en la ciudad vieja aún abundaban el placer y la diversión.

Pero ni siquiera ese plan limitado habría funcionado por mucho tiempo, fue comprendiendo poco a poco. Durante sus vagabundeos matinales por la Villa de las Muñecas, comprendió que no podría ocultarse en Basílica por mucho tiempo. Había entrado en la ciudad ilegalmente, sin ser registrado, y en algún momento lo descubrirían. La guardia de la ciudad estaba más activa que nunca, y en las calles había puestos de inspección para controlar las huellas dactilares y oculares. Al final lo pillarían. Ni siquiera le resultó fácil ir desde la Villa de las Muñecas a la casa de Rasa, en la calle de la Lluvia.

Sí, la casa de Rasa. Le mortificaba, pero había intentado todo lo demás; así que allí estaba, dispuesto a rendirse totalmente a sus hermanos, su padre y sus absurdos planes. Aunque no se resignaba. Era insoportable. Humillante. Hola, qué tal, soy el hermanastro de los hijos de Rasa, y he venido porque mis ex amantes no me han tratado bien. Agradecería que Rasa y mis hermanastros me aceptaran y me dieran de comer y beber, por no mencionar una larga ducha caliente, antes de morir.

Era espantoso imaginarlo, pero debería hacerlo. Mebbekew no tenía mucha práctica en hacer cosas desagradables pero necesarias, así que hizo lo que habitualmente hacía en esas circunstancias. Esperó, a poca distancia de su dolorosa meta, y no se movió.

Pasó veinte minutos sin hacer nada —sufriendo tormentos imaginarios durante todo ese tiempo—, mirando a los jóvenes estudiantes reunidos en el porche. Captó algunas palabras y trató de imaginar la materia que se dictaba y el tema de la lección.

Eso lo distrajo unos instantes. Dedujo que el curso más próximo estaba estudiando geometría, química orgánica o construcción con bloques.

Una joven abandonó una clase, bajó la escalinata del porche y se le acercó. Sin duda lo había visto observando el porche y temió que fuera un exhibicionista o un ladrón. Mebbekew pensó en marcharse —lo cual era sin duda lo que ella esperaba— pero al estudiarle el rostro se dio cuenta de que la conocía.

—Buenos días —saludó ella con voz glacial, en cuanto estuvo a distancia suficiente para no gritar.

Mebbekew no temía un enfrentamiento. Jamás había conocido a una mujer bonita y joven a quien no pudiera engatusar rápidamente, si lograba averiguar qué deseaba, y luego se lo daba. Siempre era placentero tratar con una mujer con quien nunca había practicado esas artes. Sobre todo porque la reconoció de inmediato, o al menos le pareció reconocer cierta semejanza.

—¿No te llamabas Dolya? —preguntó.

Ella se ruborizó, pero su expresión se volvió más fría y colérica. Conque Mebbekew tenía razón. Era Dol.

—¿Llamo a la guardia para que te eche?

—Te vi en Piratas y en Viento Oeste. Estuviste fantástica —dijo Mebbekew.

Ella se ruborizó aún más, pero su expresión se suavizó.

—Tenías talento —continuó él—. No eran sólo tu belleza, juventud y dulzura. No entiendo por qué no te dieron papeles adultos cuando creciste. Sé que habrías tenido éxito. Fue una injusticia.

Y ahora ella no parecía enfadada, sino divertida.

—Nunca he oído adulaciones tan cínicas y transparentes —dijo.

—Ah, pero he hablado con toda sinceridad, Dolya. Supongo que ahora usas tu nombre adulto, Dol.

—Sólo con mis amigos. Otros me llaman «mi señora».

—Mi señora, espero que algún día me gane el derecho de ser tu amigo. Entretanto, esperaba que me informaras si mis hermanastros Elemak y Nafai están en casa de Rasa.

Ella lo miró de arriba abajo.

—No te pareces demasiado a ninguno de los dos.

—Ah, ahora tú me adulas a mí —dijo él. Ella rió y se le acercó, ofreciéndole la mano.

—Si de verdad eres Mebbekew, te llevaré adentro. El retrocedió un paso.

—¡No me toques! Estoy hecho un desastre. Dos días de viaje por el desierto no te dejan muy perfumado, y si no te mata el tufo de mi cuerpo quedarás envenenada por mi mal aliento.

—No esperaba que fueras un ramillete de flores. Me arriesgaré a cogerte la mano para conducirte al interior.

—Entonces eres tan valiente como hermosa —declaró él, y aceptó la mano. Luego susurró—: Por el Alma Suprema, tu mano es fresca y suave al tacto.

Ella rió de nuevo. Una actriz que hubiera tenido tanta experiencia como Dol cuando era famosa no se dejaba engañar por las lisonjas, pero Mebbekew sospechaba que hacía años que nadie se dignaba adularla, de modo que el solo hecho de molestarse en intentarlo sería una especie de metalisonja de la cual ella no podría protegerse. Y por lo visto daba bastante resultado.

—No tienes por qué decir esas cosas —replicó Dol—. Tía Rasa dejó instrucciones para que te recibiéramos «en cuanto te dignaras aparecer», como dijo ella.

—Si hubiera sabido que te encontraría aquí, mi señora, habría venido mucho antes. Y, como dices, no debo adular a nadie para entrar en casa de Rasa, de modo que estas palabras son sinceras. De niño me enamoré de la imagen escénica de Dolya. Ahora te veo con ojos de hombre. Te veo como mujer. Y sé que tu belleza ha aumentado con el tiempo. No sabía que eras sobrina de Rasa, o me habría quedado en la escuela.

—Fui su sobrina. Ahora soy maestra. Comportamiento y todas esas cosas. Le he dado clases a Eiadh. Ya sabes, la mujer a quien corteja tu hermano Elemak.

—Es típico de Elemak cortejar una pálida copia e ignorar el original. —Mebbekew la miró fijamente, pero no a los ojos, sino estudiándole los labios, el cabello, todos los rasgos, consciente de que ella se sentiría halagada—. Por cierto, Elemak es sólo mi hermanastro. Cuando me haya aseado, comprobarás que soy mucho más guapo.

Ella rió, pero Mebbekew supo que había conquistado su interés. Tiempo atrás había aprendido que la adulación siempre funciona, y que incluso el elogio más descaradamente falso resultaba creíble si uno lo repetía y lo adornaba. Pero en este caso no era preciso mentir. Dol era hermosa, aunque no tan encantadora como cuando era una niña de trece años. De todas formas, sabía moverse con gracia y tenía una sonrisa deslumbrante. Ahora, tras unos minutos de conversación, lo miraba con ojos brillantes. Era deseo. Había despertado el deseo en ella. No un deseo pasional, sino el anhelo de oír más alabanzas para su belleza, más halagos verbales. Pero sabía por experiencia que sería fácil pasar de una cosa a la otra, si no estaba demasiado cansado después del desayuno y del baño.

Ella lo llevó a su propio dormitorio —una buena señal—, donde las criadas le prepararon un baño. Aún estaba en el agua, regodeándose en su limpieza, cuando ella regresó con una bandeja de comida y una jarra de agua. La había traído ella misma, y estaban solos. Dol no cesaba de hablar, y no parecía nerviosa, sino cómoda. Era la mayor habilidad de Mebbekew: lograr que las mujeres se sintieran cómodas y le hablaran con esa franqueza que sólo practicaban con sus amigas.

Mientras ella hablaba, Meb se levantó del agua; Dol estaba apoyando la bandeja en la cómoda, y al volverse lo vio desnudo, secándose. Dio un respingo y desvió la mirada.

—Lo lamento —se disculpó Mebbekew—. No quería sobresaltarte. Debes de haber visto muchos hombres en tus tiempos de actriz. Yo también he sido actor, y nadie es tímido ni pudoroso entre bastidores.

—Yo era joven —adujo Dol—. En esos días siempre me protegían.

—Me siento como un animal —dijo Mebbekew—. No quería ofenderte.

—No, no estoy ofendida.

—El problema es que no tengo nada que ponerme. No me parece apropiado volver a ponerme mi ropa sucia.

—Las criadas ya se han llevado tu ropa a lavar. De todos modos, tengo una bata para ti.

—¿Una bata tuya? No creo que me quede bien. —Entretanto, Mebbekew seguía frotándose con la toalla, sin cubrirse. Y mientras hablaban, ella dio media vuelta y lo miró sin disimulo. Como las cosas andaban tan bien y Meb pensaba hacer el amor con aquella mujer muy pronto, su cuerpo estaba muy alerta. Cuando notó que ella le miraba la entrepierna, fingió que sólo ahora se daba cuenta y se cubrió con la toalla—. Lo siento. He pasado tanto tiempo a solas en el desierto, y tú eres tan hermosa… No quería insultarte.

—No me has insultado —dijo Dol, y Mebbekew vio el deseo en sus ojos. Ahora deseaba algo más que halagos. Y como él había supuesto, no debía de tener muchos pretendientes. Con su belleza, no le habrían faltado amantes en la Villa de las Muñecas, pero como maestra en casa de Rasa tenía menos oportunidades. Así que debía de sentir tanta avidez como él.

Había regresado a Basílica para esto. No para encontrar esas mujeres asustadas y hambrientas de la Villa de las Muñecas, que necesitaban un hombre fuerte en quien confiar, sino esta mujer, que sólo necesitaba un hombre apasionado, halagüeño y divertido. Dol se sentía cómoda y segura en casa de Rasa, y podía comportarse como una auténtica mujer basilicana: una proveedora que se ganaba el sustento y no pedía a sus amantes más que placer y atención.

Ella le trajo la bata. Tal vez le hubiera sentado bien, pero Mebbekew fingió que la manga apenas le llegaba al codo.

—Oh, eso no servirá —dijo ella.

—Ahora ya no importa. ¡Ya no tengo secretos para ti!

Había dejado caer la toalla para probarse la bata, y se agachó para recogerla. Pero cuando se irguió, ella le quitó la toalla y la bata.

—Tienes razón —sonrió—. El pudor está de más. —Arrojó la bata y la toalla a un rincón y le trajo un racimo de uvas de la bandeja—. Sírvete.

Se acercó la uva a los labios. El se inclinó más de lo necesario, y se metió los dedos de Dol en la boca junto con la uva. Ella no sacó los dedos. Meb mordió la uva y dejó que el delicioso zumo le refrescara la boca. Se sentó en la cama y ella le dio otra uva, y luego otra. Pero los demás granos quedaron en el suelo.


Moozh sentía una gran ansiedad por conocer a Rasa, y ella no lo defraudó. El general se había instalado en casa de Gaballufix —el simbolismo era deliberado— y sabía que ella comprendería la alusión. Por lo que le habían dicho de esa mujer, sabía que no era una tonta. Ahora sólo faltaba decidirse por uno de sus varios planes. Quizá lograra convencerla de que se aliara con él. Tal vez pudiera convertirla en un fantoche. También podía resultar una enemiga implacable. De un modo u otro, la utilizaría.

Rasa no tenía un porte majestuoso; no intentaba seducirlo ni intimidarlo. Pero esa actitud distante era el único modo en que una mujer podía impresionarlo. Lo habían cortejado las mujeres más refinadas de la corte de Gollod, pero era evidente que Rasa no tenía el menor interés en cortejarlo. Le hablaba como un igual, y eso le agradó. Rasa le gustaba. Sería una buena partida.

—Naturalmente, deseo aceptar la invitación del consejo de la ciudad. Nos alegra contribuir a mantener el orden y la seguridad de esta bella ciudad mientras se recobra de los desdichados acontecimientos de las últimas semanas. Pero tengo un problema con el cual quizá puedas ayudarme.

Advirtió que Rasa esperaba más exigencias y que no se hacía ilusiones: sabía que el general estaba en posición de exigir y de imponer su voluntad.

—Verás, tradicionalmente un general gorayni recompensa a sus tropas victoriosas dividiendo el territorio conquistado y dándoles tierras y mujeres.

—Pero no has conquistado Basílica —objetó Rasa.

—¡Exacto! Ya ves mi dilema. Mis hombres actuaron con extraordinario heroísmo y disciplina en esta campaña, y en su victoria sobre los criminales y amotinados. ¡Pero no tengo medios para recompensarlos!

—Nuestras arcas son opulentas. El consejo de la ciudad podrá enriquecer a tus mil hombres.

—¿Dinero? Oh, me ofendes profundamente. A mí y a mis hombres. ¡No somos mercenarios!

—¿Aceptáis tierras, pero no dinero para comprarlas?

—La tierra es cuestión de título y honor. Un terrateniente es un señor. Pero el dinero… sería como llamar comerciantes a mis soldados.

Ella lo miró un instante.

—General Vozmuzhalnoy Vozmozhno —dijo al fin—, ¿sabe el imperátor que llamas a estos hombres tus soldados?

Moozh sintió un repentino aguijonazo de miedo. Era delicioso. Hacía tiempo que no se enfrentaba a alguien que fuera capaz de arrebatarle la iniciativa. Y Rasa había acertado de inmediato en su punto más débil, pues Moozh no sólo había desobedecido las órdenes del imperátor en cuanto a las maniobras ofensivas, sino que para llegar allí había liquidado a los espías del imperátor. El imperátor representaba en este momento su mayor peligro, y a estas alturas, ya estaría enterado de su expedición. Moozh sabía que el imperátor no actuaría precipitadamente —todo lo contrario, pues su principal defecto era el terror a los riesgos—, pero un nuevo intercesor ya estaría en camino, con efectivos del templo para respaldarlo. Si Moozh no lograba salvar la cara y recobrar la confianza imperial, debería rebelarse abiertamente con sólo mil efectivos y en pleno territorio hostil. No era buen momento para vérselas con una oponente que conocía su punto débil.

—Cuando digo que son míos, sólo los reconozco como tales mientras el imperátor me permita ser su servidor.

—Entonces no niegas que eres el general Vozmuzhalnoy Vozmozhno.

Él se encogió de hombros.

—Reconozco que eres demasiado lista para mí. ¿Por qué intentaría ocultarte mi identidad?

Rasa frunció el ceño. Moozh advirtió que su adulación y esa franca admisión la confundían. Debía de preguntarse por qué él admitía su verdadero nombre sin darle más vueltas, y por qué la llamaba lista. Debía de pensar que la había definido así porque había actuado como una tonta. Ya no estaría tan segura de ganar la partida explotando las diferencias entre el general y el imperátor. Moozh había aprendido que el mejor modo de desarmar a un rival inteligente era hacerle desconfiar de sus propias fuerzas, y por lo visto la estrategia daba resultado con Rasa.

—No importa que yo sea lista o no. Lo que importa es la verdad, y a mi entender no hay la menor verdad en lo que dices. No creo que habitualmente recompenses a tus soldados con tierras, de lo contrario no te quedarían soldados. A tus oficiales, tal vez. Pero esta alusión a la tierra es sólo tu primer paso en un plan para destruir las leyes de propiedad de la ciudad de las mujeres. Déjame adivinar el juego. Yo regreso al consejo con tu humilde solicitud, y el consejo me envía de vuelta con el ofrecimiento de instalar a tus hombres en las afueras de la ciudad. Tú alabas nuestra generosidad, y luego señalas que tus hombres no podrían conformarse con ser ciudadanos de segunda categoría en una tierra que han salvado de la destrucción. ¿Cómo vas a explicar a los soldados gorayni que no pueden poseer tierras intramuros? Entonces propones una solución intermedia para que tanto ellos como nosotras salvemos la cara. Tu propuesta sería que los soldados gorayni que se casaran con mujeres basilicanas podrían ser copropietarios dentro de la ciudad. Las mujeres conservarían el control de la tierra y tus soldados no perderían su autoestima.

—Tienes el don de la precognición —observó Moozh.

—No, sólo estoy improvisando. Los derechos de copropiedad pronto conducirían a los matrimonios oportunistas, y luego habría presión para obtener igualdad en el voto, pues se habría demostrado que tus hombres eran esposos dóciles y obedientes, que no procuraban controlar la propiedad cuyo título compartían. ¿Cuántos pasos quedarían para el día en que las mujeres no tendrían voto, y toda la propiedad de Basílica perteneciera a los hombres?

—Querida dama, me juzgas mal.

—No tienes mucho tiempo —prosiguió Rasa—. Tu imperátor enviará representantes dentro de dos semanas a lo sumo.

—Todos los ejércitos gorayni viajan con representantes imperiales.

—El tuyo no. De lo contrario, la guardia de la ciudad lo sabría. Tenemos informes sobre el funcionamiento de tu ejército, y no hay ninguna tienda para el intercesor. Algunos soldados tuyos sufren agudamente la falta de confesión.

—No tengo nada que temer de la llegada de un intercesor.

—Entonces, ¿por qué trataste de hacerme creer que ya tenías uno? No, general Vozmuzhalnoy Vozmozhno, creo que tendrás que actuar deprisa para consolidar tu posición aquí antes de enfrentarte al imperátor. Creo que no tienes tiempo para acallar ningún levantamiento. Todo debe resolverse pacíficamente y sin tardanza.

Conque sus adulaciones no la habían engañado. Moozh volvió a sentir el escozor del miedo.

—Señora, eres muy sabia. Es posible que el imperátor interprete mal mis actos, aunque mi único motivo era servirle. Pero te equivocas al suponer que necesitaré muchos pasos graduales para consolidar mi posición aquí.

—¿Eso crees? —preguntó Rasa.

—No se necesitarán muchas bodas, sólo una. —Moozh sonrió—. La mía.

Al fin logró sorprenderla.

—¿Acaso no estás casado? —preguntó ella.

—Pues no. Nunca estuve casado. Hasta ahora ha sido políticamente preferible.

—¿Y crees que tu boda con una mujer basilicana resolverá todos tus problemas? Aunque te concedan una excepción especial y te permitan compartir la propiedad de tu esposa, no hay en Basílica una sola mujer que controle tantas propiedades como para que eso altere las cosas.

—No me propongo casarme por la propiedad.

—¿Por qué, entonces?

—Por la influencia. Por el prestigio. Ella lo miró fijamente.

—Si crees que yo tengo esa influencia o ese prestigio, eres un necio.

—Eres una mujer atractiva, y confieso que tienes la edad adecuada para mí, con las virtudes de la madurez. Desposarte transformaría la vida en un juego peligroso y absorbente, y los dos lo disfrutaríamos. Pero por desgracia, tú ya estás casada, aunque se rumorea que tu esposo es un profeta loco que se oculta en el desierto. No me gusta destruir familias felices. Además, tienes demasiados opositores y enemigos en esta ciudad para ser una consorte útil.

—Los imperatores tienen consortes, general Vozmuzhalnoy Vozmozhno. Los generales tienen esposas.

—Por favor, llámame Moozh. Es un apodo que sólo permito usar a mis amigos.

—Yo no soy tu amiga.

—Ese apodo significa «esposo» —explicó él.

—Sé lo que significa, pero ninguna mujer de Basílica te llamará así a la cara.

—Esposo —dijo Moozh—, y Basílica es mi prometida. La desposaré, la llevaré al lecho y ella me dará muchos hijos. Y si no me acepta como esposo de buen grado, la poseeré de todos modos, y esta bella ciudad terminará doblegándose.

—Esta bella ciudad terminará sirviendo tus cojones en una bandeja, general —replicó Rasa—. El último dueño de esta ciudad lo descubrió cuando intentó hacer lo mismo que tú.

—Pero él fue un necio. Lo sé, porque te perdió a ti.

—No me perdió a mí. Se perdió a sí mismo. Moozh sonrió.

—Adiós, señora. Hasta la vista.

—Dudo de que volvamos a vernos.

—Oh, estoy seguro de que volveremos a hablar.

—Cuando regrese y diga la verdad sobre ti, ya no habrá más emisarios del consejo de la ciudad.

—Pero querida dama, ¿crees que te dejaría hablar con tanta libertad, si me propusiera permitir que hablaras de nuevo ante el consejo?

Rasa palideció.

—Veo que no eres distinto de los demás matones. Como Gaballufix y Rashgallivak, te encanta oír tus propias bravuconadas. Así te sientes más hombre.

—En absoluto. Las palabras de esos dos no resultaron en nada. Ellos se jactaban porque temían su propia debilidad. Yo jamás me pavoneo ni alardeo, y cuando creo que algo es necesario, actúo. Te escoltarán desde aquí hasta tu casa, que ya está rodeada por tropas gorayni. Todos los jóvenes que no residen en tu casa han sido enviados a sus hogares; los demás permanecerán dentro, pues a partir de ahora nadie podrá entrar ni salir de allí. Por supuesto, os entregaremos comida, y creo que tenéis fuentes y un ingenioso sistema de recolección de lluvia para el suministro de agua.

—Sí. Pero la ciudad no tolerará que me arrestes.

—¿Eso crees? Ya he enviado a un soldado basilicano a informar de que te he arrestado en nombre de la guardia, con el objeto de proteger a la ciudad de tus conspiraciones.

—¡Mis conspiraciones! —exclamó Rasa, poniéndose de pie.

—Viniste aquí y me sugeriste que aboliera el consejo de la ciudad y designara a un hombre como rey de Basílica. Incluso tenías un candidato en mente: tu esposo, Wetchik, quien ya había ordenado a sus hijos asesinar a sus principales rivales y ahora aguarda mi llamada en el desierto, para venir a gobernar la ciudad como vasallo del imperátor.

—¡Qué mentiras monstruosas! ¡Nadie te creerá!

—Te equivocas. Sabes que en ese consejo hay muchas que se alegrarán de creer que la ambición personal ha inspirado todos tus actos, y que has sido la causa de los infortunios de tu ciudad desde el principio.

—Verás que no es tan fácil engañar a las mujeres de Basílica.

—No sabes cuánto me alegraría, señora, que las mujeres de Basílica fueran tan sabias y yo no consiguiera engañarlas. Toda mi vida he ansiado conocer gentes con tu ejemplar sabiduría. Pero creo que no las he hallado aquí. Tú eres la única excepción, y ahora estás bajo mi control. —Rió jovialmente—. Por la Encarnación, señora, después de conversar contigo esta mañana, me aterra saber que estás viva. Si fueras un hombre con un ejército, tendría miedo de realizar una campaña contra ti. Pero no eres un hombre con un ejército, y no representas ninguna amenaza. Ya no.

Ella se levantó.

—¿Has concluido?

—Haz un favor a los habitantes de tu casa: no intentes despachar mensajes secretos. Capturaré a cualquiera que envíes, y luego tendré que hacer algo desagradable, como enviar las raciones del día siguiente envueltas en la piel del mensajero.

—Tú eres la razón por la cual Basílica prohibió la presencia de hombres en la ciudad —dijo ella glacialmente.

—Y tú eres la razón por la cual la ciudad de las mujeres es una abominación a los ojos de Dios —replicó Moozh. Sin embargo, hablaba con la calidez del afecto y la admiración, pues esta mujer le había enseñado que la ciudad de las mujeres no era tan débil y afeminada como él había imaginado durante todos esos años.

—¡Dios! —exclamó Rasa—. Dios nada significa para ti.

Por tu modo de pensar, por tu modo de actuar, sospecho que pasas cada instante de tu vida intentando frustrar la voluntad del Alma Suprema y desbaratar sus obras en este mundo.

—Estás cerca de la verdad, querida dama. Más cerca de lo que crees. Ahora hazme el favor de aceptar lo inevitable y no causar problemas a mis pobres soldados, que tienen el desagradable deber de llevarte a casa arrestada por las calles de Basílica.

—¿Qué problemas podría causar?

—Bien, por lo pronto, podrías tratar de proclamar un ridículo mensaje revolucionario. Yo recomendaría silencio. Rasa asintió gravemente.

—Aceptaré tu recomendación. Ten la seguridad de que te despreciaré en silencio durante todo el trayecto.

Fueron necesarios seis hombres para escoltarla. Las mentiras del general habían sido tan persuasivas que en muchos lugares se congregaron multitudes para acusarla de traidora. Era penoso ser injustamente odiada por su amada ciudad, pero resultaba aún más irritante que esa misma muchedumbre rindiera homenaje al general Moozh, salvador de Basílica.

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