Se llamaba Torstiga en el idioma de su tierra natal, pero hacía tanto tiempo que se había marchado de ese remoto lugar del oriente, que ni siquiera recordaba la lengua de su infancia. Su tío la había vendido como esclava cuando tenía siete años, y la llevaron a Seggidugu, donde volvieron a venderla. La esclavitud no era intolerable. Su ama era estricta, pero no injusta, y su amo no la manoseaba. Podría haber sido mucho peor, pero no era como gozar de libertad.
Rezaba constantemente pidiendo la libertad. Le rezó a Fackla, el dios de su infancia, pero no sucedió nada. Le rezó a Kui, el dios de Seggidugu, y siguió siendo esclava. Luego oyó historias sobre el Alma Suprema, la diosa de Basílica, la ciudad de las mujeres, un lugar donde ningún varón podía poseer propiedades y las mujeres eran libres. Rezó y rezó, y un día, cuando tenía doce años, enloqueció, presa del trance del Alma Suprema.
Como muchos esclavos fingían la locura sagrada para obtener la libertad, Torstiga padeció encierro y hambre durante su frenesí. No le molestaba la oscuridad del cubículo donde la confinaron, pues veía las visiones que el Alma Suprema le ponía en la mente. Sólo cuando cesaron las visiones reparó en su incomodidad física. O al menos eso creyó su ama, pues Torstiga gritó una y otra vez desde su cubículo:
—¡Sed! ¡Sed! ¡Sed!
No comprendieron que no gritaba esa palabra porque necesitara beber —aunque estaba bastante deshidratada— sino porque era su nombre, Torstiga, traducido al idioma de Basílica. El idioma del Alma Suprema. Repetía su propio nombre porque se había perdido en medio de sus visiones; pensaba que si repetía la llamada en voz alta e insistente, la niña que había sido la oiría, y respondería, y tal vez regresaría a su cuerpo.
Luego comprendió que su verdadero yo nunca la había abandonado, pero que en la confusión, el éxtasis y el terror de las primeras visiones se había transformado: jamás volvería a ser esa niña de doce años. Cuando la sacaron de su encierro y le advirtieron que no volviera a fingir la locura sagrada, no discutió ni se defendió. Sólo comió y bebió lo que le daban, y regresó a sus labores.
Pronto comprendieron, sin embargo, que esa esclava no fingía. Un día miró a su amo y rompió a llorar, y no hubo modo de consolarla. Esa misma tarde, mientras él supervisaba la construcción de una nueva casa para uno de los hombres más ricos de la ciudad, lo derribó una piedra que se le escapó a la cuadrilla que intentaba colocarla. Dos esclavos se hirieron en el accidente, pero el amo de Sed cayó en la calle y un caballo que pasaba le aplastó la cabeza. Duró un mes; nunca llegó a recobrar la conciencia, bebía pequeños sorbos que su esposa le daba cada media hora, pero vomitaba la poca comida que ella lograba hacerle tragar. Murió de inanición.
—¿Por qué lloraste ese día? —preguntó la viuda.
—Porque le vi caído en la calle, pisoteado por un caballo.
—¿Por qué no nos previniste?
—El Alma Suprema me lo mostró, ama, pero me prohibió contarlo.
—¡Entonces odio al Alma Suprema! —exclamó la mujer—. Y a ti, por tu silencio.
—Por favor, ama, no me castigues. Yo quería contártelo, pero ella no me dejaba.
—No —dijo la viuda—. No te castigaré por obedecer a la diosa.
Después de enterrar al amo, su viuda vendió a la mayoría de los esclavos, pues ya no podía mantener una residencia en la ciudad y debía regresar a la finca de su padre. No vendió a Sed, sino que le otorgó la libertad.
La libertad, pero nada más. Así inició Sed su vida en el páramo, no porque el Alma Suprema la hubiera impulsado hacia el desierto, sino porque tenía hambre, y en las ciudades los demás mendigos la ahuyentaban, no porque su pequeño apetito pudiera privarlos de algo, sino porque ella era menuda y dócil, y era una de las pocas criaturas del mundo a quien podían ahuyentar.
Así se encontró en el desierto, comiendo langostas y lagartos, bebiendo el agua sucia de los charcos que permanecían a la sombra y en las cuevas después de las lluvias. Ahora vivía su nombre, pero con el tiempo se transformó en una auténtica mujer del desierto, y no sólo en apariencia y en hábitos. Pues estaba sucia, e iba desnuda, y padecía hambre en el desierto como una auténtica mujer sagrada. En su corazón sentía furia contra el Alma Suprema, por el modo en que había respondido a su plegaria. Te pedí la libertad, le gritaba al Alma Suprema. Nunca te pedí que mataras a mi buen amo y empobrecieras a mi buena ama. Nunca te pedí que me expulsaras al desierto, donde el sol me abrasa la piel excepto donde el polvo pegado al sudor me protege el cuerpo desnudo. Nunca pedí visiones ni profecías. Sólo pedí ser una mujer libre como mi madre. Ahora ni siquiera recuerdo su nombre.
Pero el Alma Suprema aún no había terminado con ella, y Sed no tuvo paz. Cuando tenía apenas catorce años, según sus cálculos, soñó con un lugar que era montañoso pero tan fértil que incluso la ladera del peñasco más abrupto estaba cubierta de vegetación. En su visión vio a un hombre, y el Alma Suprema le dijo que ése era su verdadero esposo. Esta noticia no 'e interesó. Pero vio que el hombre tenía comida en la mano, y un manantial a sus pies. Así que se dirigió hacia el norte y encontró esa tierra verde, y encontró el manantial. Se lavó, y bebió y bebió y bebió. Y un día, limpia y satisfecha, lo vio guiando su caballo hacia el agua.
Quiso echar a correr. Quiso huir de la voluntad del Alma Suprema, pues no quería un esposo, y en la orilla había suficientes bayas para que ella no necesitara nada que él pudiera ofrecerle.
Pero él la vio, y la miró. Ella se cubrió los pechos con las manos, pues sabía vagamente que eso deseaban los hombres, ya que eso era lo que miraban; no conocía varón, pues hasta entonces el Alma Suprema la había protegido de los vagabundos del desierto.
—Dios me prohíbe tocarte —murmuró él, en el lenguaje de Basílica, aunque con un acento muy distinto del de Seggidugu.
—Eso es mentira. El Alma Suprema me ha hecho tu esposa.
—No tengo esposa. Y si la tuviera, no tomaría a una niña enclenque como tú.
—Mejor así, porque yo tampoco te quiero. Que el Alma Suprema te encuentre una vieja, si desea que tengas esposa. El se echó a reír.
—Entonces estamos de acuerdo. Estarás a salvo de mí.
La llevó a casa, la vistió, la alimentó, y por primera vez en su vida ella fue feliz. Al cabo de un mes se enamoró de él, y él de ella, y él la poseyó tal como un hombre posee a su esposa, aunque sin ceremonial. Curiosamente, ella estaba convencida de que el Alma Suprema le exigía desposarlo, mientras que él estaba convencido de que acostarse con ella era un reto a la voluntad de Dios.
—Retaré a Dios cada vez que pueda —dijo—. Pero nunca te habría tomado contra tu voluntad, ni siquiera por afrentar a mi enemigo.
—¿Dios es también tu enemigo? —susurró ella.
Estuvieron juntos durante un mes. Luego la locura se adueñó de Sed, que huyó al desierto.
Sucedió de nuevo, varios años después, sólo que en esta ocasión no hubo un mes de espera, y ella no lo encontró en su tierra natal, sino en una fría comarca extranjera con pinos y nieve, y en esta ocasión no hubo un lapso de castidad hasta que cohabitaron como marido y mujer. Y una vez más, al cabo de un mes ella fue presa de la locura sagrada y huyó al desierto.
Ambas veces concibió una niña. Ambas veces ansió llevarle su hija, ponerla a sus pies y reclamar sus derechos como esposa. Pero el Alma Suprema lo prohibió, y ella llevó a la niña a la ciudad de las mujeres, a Basílica, a la casa que el Alma Suprema le había mostrado en un sueño, y las dos veces dejó la niña en brazos de una mujer a quien el Alma Suprema amaba de veras.
Sed envidiaba a esa mujer, a quien el amor del Alma Suprema había dado una casa, libertad y felicidad, además de hijas y amigas. Pero Sed sólo tenía el odio del Alma Suprema, así que vivía a solas en el desierto.
Al fin, diez años atrás, la locura la había dejado para siempre, o eso creyó ella. Dejó el desierto para internarse en Potokgavan, donde amables desconocidos la acogieron. No era bella ni deseable, pero ejercía una exótica atracción, y un buen granjero, dueño de una casa sólida que se erguía sobre gruesas columnas, le pidió que fuera su esposa. Ella aceptó, y juntos tuvieron siete hijos.
Pero ella nunca olvidó sus días de mujer sagrada, cuando el Alma Suprema la odiaba, y nunca olvidó las dos hijas que había tenido de ese desconocido que el Alma Suprema le había dado por esposo. Su hija mayor se llamaba Hushidh, que era el nombre de una flor del desierto de dulce aroma, aunque a menudo albergaba las larvas de la venenosa mosca-sable. Su hija menor se llamaba Luet, por la planta lyuty, con cuyas hojas molidas se preparaba la infusión sagrada que ayudaba a las adoradoras del Alma Suprema a entrar en un trance que, según decían, les daba visiones verdaderas. Nunca olvidó a sus hijas, y rezaba por ellas cada mañana, aunque nunca habló con su esposo y sus hijos de las dos chiquillas que había tenido que dejar en manos ajenas.
Una noche soñó de nuevo, un sueño de locura sagrada. Se vio acudiendo nuevamente al esposo que le había dado el Alma Suprema, y lo encontró demacrado y triste. En el sueño él tenía a sus dos hijas, la menor a un lado, la mayor de rodillas ante él, y Sed se vio caminar hacia él, cogerle la mano y decir:
«Esposo, ahora que has reconocido a tus hijas, ¿seré tu esposa ante los ojos de los hombres, así como ante los ojos del Alma Suprema?»
Odió ese sueño. Lo odió profundamente, pues negaba al esposo que tenía ahora, y repudiaba a los hijos que habían concebido juntos. ¿Por qué me liberaste para disfrutar esta vida en Potokgavan, oh cruel Alma Suprema, si te proponías arrebatármelos? Y si deseabas que estuviera con mis dos primeras hijas, ¿por qué no me permitiste que las conservara desde el principio? Eres demasiado cruel conmigo, Alma Suprema. ¡No te obedeceré!
Pero todas las noches tenía el mismo sueño. Una y otra vez, toda la noche, hasta que creyó enloquecer. Pero se negaba a marcharse.
Una mañana, al final de esa visión reiterada y compulsiva, algo nuevo apareció en el sueño. Un sonido dulce y agudo. En el sueño miró alrededor y vio una criatura peluda que surcaba el aire, y supo que esa canción dulce y aguda era la canción de ese ángel. El ángel se le acercó, se le posó en el hombro, la envolvió con sus alas membranosas y le perforó el oído con su brillante canto.
—¿Qué debo hacer, dulce ángel? —preguntó Sed en el sueño.
En respuesta, el ángel se echó de espaldas al suelo, y se quedó tendido en el polvo. Mientras así yacía, expuesto e indefenso, con las alas caídas, vulnerables y flojas, acudieron unas criaturas que al principio parecían mandriles, por su tamaño, pero luego parecían ratas, por los dientes, los ojos y el hocico. Se acercaron al ángel, lo husmearon y, al comprobar que no se movía ni volaba, comenzaron a roerlo. Era espantoso, y entretanto el ángel miraba a Sed con ojos tristes.
Debo salvarlo, pensó Sed. Debo ahuyentar a esos terribles enemigos. Pero en el sueño no podía salvarlo. No podía hacer nada.
Cuando las repugnantes criaturas se marcharon, el ángel no estaba muerto, pero de las carcomidas alas sólo quedaban hilachas que revelaban dos brazos esqueléticos y frágiles. Ella se arrodilló para acunarlo en sus brazos, y sollozó por él. Lloró sin cesar.
—Madre —dijo su hijo mediano—, creo que estás llorando por un sueño. Despierta. Sed despertó.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó el niño. Era un buen niño, y ella no quería abandonarlo.
—Debo emprender un viaje —dijo Sed.
—¿Adonde?
—A un lugar lejano, pero volveré a casa, si el Alma Suprema me lo permite.
—¿Por qué debes irte?
—No lo sé. El Alma Suprema me ha llamado, y no sé por qué. Tu padre ya está trabajando en los campos. No se lo cuentes hasta que venga a comer al mediodía. Para entonces estaré tan lejos que no podrá seguirme. Dile que le quiero y que volveré. Si desea castigarme cuando regrese, me someteré de buen grado a su castigo. Pues preferiría estar con él, y con nuestros hijos, que ser reina en cualquier otra tierra.
—Mamá —dijo el niño—, sabía que ibas a marcharte desde hace un mes.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó ella. Y por un instante temió que también él sufriera la maldición de la voz del Alma Suprema.
Pero el niño no tenía la locura sagrada, sólo sentido común.
—Siempre mirabas al noroeste, y Padre nos contó que tú habías venido de allí. Pensé que deseabas ir a casa.
—No, no quiero ir a casa, porque ya estoy en casa. Pero debo cumplir con un encargo, y luego regresaré.
—Siempre que el Alma Suprema te lo permita.
Ella asintió. Luego cogió un paquete de comida y un odre de cuero lleno de agua, y emprendió la marcha.
No pensaba obedecerte, Alma Suprema, dijo. Pero al ver a ese ángel con las alas desgarradas porque yo no había hecho nada para ayudarle en su hora de necesidad, no supe si ese ángel representaba a mis hijas o al hombre que me las dio, o incluso a ti misma. Sólo supe que no podía quedarme en casa y permitir que sucediera algo terrible, aunque no sé qué es, ni cómo debo actuar para impedirlo. Sólo sé que iré adonde me conduzcas, y cuando llegue allí trataré de hacer el bien. Lo haré, aunque eso sirva a tus propósitos, Alma Suprema.
Pero cuando esté hecho, por favor, déjame volver a casa.
Ahora debía pedir autorización a Rasa, y Elemak no estaba seguro de obtenerla. Se comentaba que había vuelto de su reunión con el general gorayni de pésimo humor, y había soldados gorayni en la calle, frente a la casa. Pero eso no le importaba. Elemak no pensaba regresar al desierto sin una esposa y, como la muchacha había dado su consentimiento, esa esposa sería Eiadh, con o sin autorización de Rasa.
Pero sería mejor con su autorización. Sería mejor si Rasa misma celebraba la ceremonia.
—Son tiempos poco propicios —dijo Rasa.
—No hables como una anciana, Tía Rasa, por favor —dijo Eiadh, con voz tan suave y dulce que Rasa no se ofendió por la impertinencia—. Recuerda que las jóvenes no son timoratas. Nos casamos sin vacilar cuando nuestros hombres están a punto de ir a la guerra, o cuando los tiempos son difíciles.
—No sabes nada de la vida del desiert o.
—Pero tú has ido al desierto con Wetchik, en ocasiones.
—Dos veces, y la segunda vez fui porque no confié en mis espantosos recuerdos de la primera. Te prometo que al cabo de una semana querrás regresar a Basílica como criada, con tal de volver.
—Mi dama Rasa —comenzó Elemak.
—Si vuelves a hablar, querido Elemak, te echaré de esta habitación —dijo Rasa con su voz más considerada—. Trato de aconsejar sensatamente a tu amada. Pero no te preocupes. Eiadh está embobada de amor por tu fuerza. Sospecho que tiene visiones de perfecta virilidad en su corazón, y que tú satisfaces todas sus fantasías.
Eiadh se ruborizó. Elemak contuvo una sonrisa. Había sospechado que Eiadh no buscaba fortuna ni posición, sino valor y fuerza. Necesitaría audacia, no riquezas, para conquistar su corazón. Así lo había creído desde el principio del cortejo, y así había resultado ser. Rasa misma lo confirmaba. Elemak había escogido a una muchacha que no lo amaría por ser heredero del Wetchik, sino por esas virtudes que Elemak desarrollaba mejor en el desierto: su capacidad para el mando, para tomar decisiones rápidas y audaces, su energía física, su conocimiento de la vida agreste.
—Sean cuales fueren los sueños que ella alberga en su corazón —dijo Elemak—, me esforzaré para concretarlos.
—Cuidado con lo que prometes —le advirtió Rasa—. Con su adoración, Eiadh es capaz de arrebatarle la vida a un hombre.
—¡Tía Rasa! —exclamó Eiadh, horrorizada.
—Rasa —dijo Elemak—, no entiendo cuál es tu cruel propósito al decir semejante cosa de esta mujer.
—Perdonadme —suspiró Rasa, sinceramente avergonzada—. Pensé que tomaríais mis palabras como una broma, pero no estoy de ánimo para frivolidades, así que las pronuncié como un insulto. No era mi intención.
—Rasa —dijo Elemak—, todas las cosas se perdonan cuando los cabeza mojada vigilan tu casa.
—¿Crees que eso me importa? ¿Cuando tengo una descifradora y una vidente en mi casa? Los soldados no son nada. Sólo temo por mi ciudad.
—No subestimes a esos soldados. Me han contado que Hushidh destruyó la lealtad de los soldados del pobre Rashgallivak, pero debes recordar que Rashgallivak era un hombre débil, recién llegado a la casa de mi hermano.
—La casa de tu padre, también —señaló Rasa.
—Y usurpó las dos —dijo Elemak —. Los soldados que Shuya ahuyentó eran mercenarios. Se dice que el general Moozh es el mejor general que se ha visto desde hace mil años, y sus soldados lo siguen con ciega confianza. A Shuya no le resultará tan fácil debilitar esos vínculos.
—¿De repente te has vuelto un experto en los gorayni?
—Soy experto en el modo en que los hombres veneran y respetan a un auténtico líder. Soy consciente de lo que sentían por mí los hombres de mis caravanas. Claro que todos sabían que recibirían una paga. Pero también sabían que yo no arriesgaría sus vidas innecesariamente, y que si me obedecían vivirían para gastar ese dinero al final del viaje. Yo quería a mis hombres, y ellos a mí, pero por lo que he oído del general Moozh, sus hombres lo respetan mil veces más. Los ha transformado en el ejército más poderoso de la costa occidental.
—Y en amos de Basílica, sin que haya muerto ni uno solo de ellos —asintió Rasa.
—Pero aún no domina Basílica. Y contigo como enemiga, Rasa, no creo que llegue a conseguirlo. Rasa rió amargamente.
—Pues si soy una amenaza, ya me ha eliminado.
—¿Y nuestra boda? —preguntó Eiadh—. Para eso nos hemos reunido, ¿verdad?
Rasa la miró con… ¿lástima? Sí, pensó Elemak. No tiene una opinión muy elevada de esta sobrina. Esa observación, ese insulto, no era una broma. Arrebatar la vida de un hombre con su adoración. ¿Qué significaba? ¿Estoy cometiendo un error? Sólo pensaba en lograr que Eiadh me deseara. Nunca me he cuestionado mi deseo por ella.
—Sí, querida mía —dijo Rasa—. Puedes casarte con este hombre. Tómalo como primer esposo.
—Técnicamente no buscábamos sólo tu autorización —señaló Elemak—, pues ella es mayor de edad.
—También presidiré la ceremonia —suspiró Rasa—. Pero tendrá que ser en esta casa, por razones obvias, y la lista de invitados abarcará a todos sus residentes. Ojalá los soldados gorayni no decidan asistir.
—¿Cuándo? —preguntó Eiadh.
—Esta noche —dijo Rasa—. ¿Esta noche os parece bien? ¿O la ropa os escuece tanto que queréis desnudaros al mediodía?
De nuevo, un insulto intolerable, y sin embargo era evidente que Rasa no notaba que estaba siendo grosera. Se levantó y salió de la habitación. Eiadh estaba roja de furia.
—No, mi Edhya —dijo Elemak—, no te enfades. Hoy tu tía Rasa ha perdido muchas cosas, y le apena perderte a ti también.
—En cambio yo creo que se alegra de librarse de mí.
Debe de odiarme mucho —dijo Eiadh. Una lágrima le resbaló por la mejilla, centelleó un instante en el aire y le cayó en el regazo.
Elemak la estrechó en sus brazos; ella lo aferró como si ansiara formar parte de él para siempre. Esto es amor, pensó Elemak. Ésta es la clase de amor de que hablan los cuentos y las canciones. Eiadh me seguirá al desierto, y con ella junto a mí formaré una tribu, un reino para que ella sea reina. No soy menos que el general Moozh. Soy un esposo más leal que cualquier cabeza mojada. Eiadh desea un hombre fuerte, y yo soy ese hombre.
Bitanke no estaba conforme con los últimos sucesos. No podía evitar la sensación de que todo era culpa suya. Claro que no había tenido muchas opciones en ese momento, ante la puerta. Sus hombres habían luchado con valentía, pero eran pocos, y la turba de mercenarios Palwashantu llevaba las de ganar. ¿Cómo podría haberse opuesto a esos soldados gorayni que habían aparecido inesperadamente para prometerle una alianza?
Pude haber rogado a los mercenarios Palwashantu que hicieran causa común conmigo y contra los gorayni. Tal vez hubiera funcionado. Pero en aquel momento, el general gorayni había parecido sincero. Además, se veían muchas fogatas en el desierto. Parecía un ejército de cien mil hombres. ¿Cómo iba a saber que todos sus hombres estaban ante la puerta? Aun así, ni siquiera hubiéramos podido enfrentarnos a ellos.
Pero pudimos haber luchado. De esta forma les habríamos hecho perder soldados y tiempo. Podríamos haber avisado a los demás guardias y alertar a toda la ciudad. Podría haber muerto allí, con una flecha gorayni en el corazón, en vez de vivir para ver cómo conquistan mi ciudad, mi amada ciudad, sin que ninguno de ellos haya sufrido una herida grave que le impida marchar con arrogancia por donde le dé la gana.
No obstante, ahora que el general Moozh lo llamaba para una nueva entrevista, Bitanke no podía dejar de admirar a aquel hombre por su osadía, su atrevimiento, su brillantez. Había recorrido una enorme distancia en poquísimo tiempo, se había atrevido a tomar una ciudad con poquísimos hombres, y luego actuar a su antojo cuando incluso la guardia superaba en número a su ejército. ¿Quién podía decir que Basílica no estaba en mejores manos? Mejor Moozh que ese cerdo de Gaballufix, o el despreciable Rashgallivak. Mejor él que Roptat. Y mejor él que las mujeres, que habían demostrado su debilidad y su estupidez, pues ahora creían las evidentes calumnias que Moozh contaba sobre Rasa.
¿No se daban cuenta de que Moozh las manipulaba para dividirlas e ignorar a la única mujer que las habría conducido a una resistencia eficaz? No, claro que no se daban cuenta, así como Bitanke tampoco se había dado cuenta, esa primera noche, que el gorayni, lejos de ayudar, lo estaba manipulando para que traicionara a su propia ciudad sin ser siquiera consciente de ello.
Todos somos tontos cuando aparece un sabio.
—Mi querido amigo —saludó el general Moozh. Bitanke no estrechó la mano que le tendía.
—Ah, estás enfadado conmigo —dijo Moozh.
—Viniste aquí con una carta de Rasa, y ahora la haces arrestar.
—¿Tanto la quieres? Te aseguro que su encierro es provisional, y sólo para su protección. En este momento circulan por la ciudad terribles mentiras sobre ella, y no sabemos qué podría sucederle si su casa no estuviera bajo custodia.
—Mentiras inventadas por ti.
—Mis labios nada han dicho sobre la dama Rasa, salvo para expresar mi admiración. Es la mejor mujer de esta ciudad, con el cerebro y el valor de un hombre, y jamás permitiré que le toquen un pelo de la cabeza. Si no sabes eso, amigo Bitanke, no me conoces.
Lo cual debe de ser cierto, pensó Bitanke. No te conozco. Nadie te conoce.
—¿Para qué me has llamado? —preguntó Bitanke—. ¿Piensas despojar a la guardia basilicana de un nuevo poder?
¿O nos reservas algún trabajo servil para humillarnos y desmoralizarnos aún más?
—Muy enfadado —observó Moozh—. Pero piensa, Bitanke. Te sientes en libertad de decirme semejantes cosas, y sin temor de que te arranque la cabeza. ¿Te parece eso una tiranía? Tus soldados conservan sus armas, y son ellos quienes mantienen la paz en la ciudad. ¿Te parezco un enemigo traicionero?
Bitanke guardó silencio, resuelto a no dejarse engañar más por la elocuencia de Moozh. Sin embargo, sentía el aguijonazo de la duda en el corazón, como tantas veces antes. Moozh había dejado la guardia intacta. No había cometido ningún acto violento contra ningún ciudadano. Tal vez sólo se proponía usar Basílica como base de operaciones y continuar la marcha.
—Bitanke, necesito tu ayuda. Deseo restaurar la fuerza que esta ciudad poseía antes de que Gaballufix interviniera.
Sí, sin duda es lo que deseas, Moozh el altruista, tomándose innumerables molestias para ayudar a la ciudad de las mujeres. Luego te llevarás a tus hombres y te conformarás con la satisfacción de haber hecho una buena obra.
Pero Bitanke no dijo nada. Mejor escuchar que hablar, dadas las circunstancias.
—No fingiré que no pretendo sacar partido de la situación. Se avecina una gran lucha entre los gorayni y esas lagartijas de pantano de Potok gavan. Sabemos que están maniobrando para adueñarse de Basílica. Gaballufix era su agente. Estaba dispuesto a derrocar a las mujeres para que gobernaran sus matones. Y ahora yo estoy aquí, con mis soldados. ¿Acaso hemos cometido algún acto que te sugiera que nuestras intenciones son tan despiadadas o brutales como las de Gaballufix?
Moozh aguardó, y al fin Bitanke respondió:
—Nunca has sido tan transparente, no.
—Te diré lo que necesito de Basílica: preciso saber con certeza si quienes la gobiernan son amigos de los gorayni, si con Basílica a mis espaldas no debo temer una traición de esta ciudad. Luego podré tender líneas de aprovisionamiento por el desierto, hasta esta ciudad, sorteando Nakavalnu, Izmennik y Seggidugu. Tú sabes que es una buena estrategia, amigo mío. Potokgavan esperaba que nos abriéramos paso a sablazos hasta las Ciudades de la Planicie, esperaba que tardáramos un año o más en fortalecer nuestra posición, tal vez para traer aquí un ejército que se enfrentara a nuestros carros. Pero ahora dominaremos las Ciudades de la Planicie. Con mi ejército en Basílica, no opondrán resistencia. Y entonces Nakavalnu, Izmennik y Seggidugu no se atreverán a pactar una alianza con Potokgavan. Incruentamente habremos dominado toda la costa occidental para el imperátor, años antes de lo que Potokgavan hubiera creído posible. Eso es lo que deseo. Es todo lo que deseo. Y para lograrlo no preciso dominar Basílica, no necesito trataros como a un pueblo conquistado. Sólo necesito asegurarme de la lealtad de Basílica. Y es más fácil conseguirlo mediante la buena voluntad que mediante el miedo.
—¡Buena voluntad! —exclamó Bitanke con sorna.
—Hasta ahora no he hecho nada que los habitantes de Basílica no hayan recibido con gratitud. Ahora tienen más paz y seguridad que en los últimos años. ¿Crees que no lo ven?
—¿Y tú no crees que la peor chusma de Villa del Perro, Villa de la Puerta y la calle Mayor no espera que le permitas entrar en la ciudad para dominarla? Entonces tendrías aliados leales. Sólo debes dar lo que Gaballufix prometió: la oportunidad de dominar a estas mujeres que durante miles de siglos les han prohibido la ciudadanía.
—Sí, pude haberlo hecho. Aún está en mi mano. —Se inclinó para mirar a Bitanke a los ojos—. Pero tú me ayudarás para que no deba tomar una decisión tan terrible, ¿verdad?
Ah. Conque ésta era la alternativa. O bien conspirar con Moozh o bien presenciar la destrucción de la estructura misma de Basílica. Todo lo que era bello y sagrado en la ciudad sería rehén de la amenaza de que los codiciosos hombres de extramuros se salieran-con- la suya. ¿Bitanke no había visto lo terrible que sería? ¿Cómo podía permitir que sucediera de nuevo?
—¿Qué quieres de mí?
—Consejos. Asesoramiento. El consejo de la ciudad no es un buen instrumento de control. Está bien para aprobar leyes sobre asuntos locales, pero cuando se trata de pactar una firme alianza con el ejército del imperátor, nadie sabe si una facción no se levantará a la semana para oponerse a esa medida. Necesito designar a un individuo como… ¿qué?
—¿Dictador?
—En absoluto. Esa persona sería sólo el rostro que Basílica presentaría al exterior. Esa persona podría garantizar la libre circulación de los ejércitos gorayni, el almacenamiento de provisiones para los gorayni, y prometer que Potokgavan no encontrará aquí amigos ni aliados.
—El consejo de la ciudad puede hacer lo que deseas.
—Sabes que no es así.
—Respetará su palabra.
—Hoy mismo has visto cuan injusto y desleal ha sido con la dama Rasa, quien le ha servido fielmente toda su vida. ¿Cómo reaccionará ante un extranjero? La vida de mis hombres y el poder de mi imperátor dependen de la lealtad de Basílica, y el consejo se ha revelado incapaz de mantenerse leal ni siquiera a su hermana más digna.
—Tú has propagado esos rumores sobre ella, y ahora los usas para demostrar que el consejo es indigno.
—Niego ante Dios haber iniciado esta campaña difamatoria contra Rasa. La admiro más que a cualquier mujer que haya conocido. Pero no importa quién iniciara el rumor, Bitanke. Lo que importa es que fue creído, y por el consejo de esta ciudad. ¿Cómo puedes pedirme que confíe al consejo la vida de mis hombres? ¿Qué impedirá a Potokgavan propagar sus propios rumores? Dime con franqueza, Bitanke, si estuvieras en mi lugar, con mis necesidades, ¿confiarías en el consejo?
—He servido al consejo toda mi vida, y confío en él.
—No es lo que te he preguntado. Estoy aquí para cumplir los propósitos del imperátor. Tradicionalmente lo hemos logrado exterminando a la clase dominante de la Tierra que conquistamos, y sustituyéndola por hombres de un pueblo oprimido y desposeído. Como admiro esta ciudad, deseo encontrar otro método aquí, a pesar de los riesgos que corro.
—Sólo tienes mil hombres —señaló Bitanke—. Deseas someter Basílica sin derramamiento de sangre porque no puedes exponerte a perder ninguno.
—Ves sólo la mitad de la verdad. Debo ganar aquí. Si puedo hacerlo sin derramamiento de sangre, las Ciudades de la Planicie dirán que el poder de Dios me acompaña, y se someterán a mis órdenes. Pero también puedo lograr lo mismo mediante el terror. Si sus cabecillas vienen aquí y ven esta ciudad en ruinas, con casas y bosques carbonizados, y el lago de las mujeres enrojecido de sangre, también acabarán rindiéndose. Pero de un modo u otro, Basílica servirá mi propósito.
—Eres un verdadero monstruo. Hablas de sacrilegio y exterminio de inocentes, y luego me pides que confíe en ti.
—Hablo de necesidad, y te pido que me ayudes a evitar que me comporte como un monstruo. Tú has servido a un propósito más alto: la voluntad del consejo. A veces, en su nombre, has hecho cosas que te disgustaban. ¿No es así?
—Es el deber de un soldado —admitió Bitanke.
—También yo soy un soldado —dijo Moozh—. También yo debo cumplir el propósito de mi señor, el imperátor. Y si es preciso, me comportaré como un monstruo para lograrlo. Así como tú has tenido que arrestar a hombres y mujeres que considerabas inocentes.
—El arresto no es asesinato.
—Bitanke, amigo mío, aún espero que te muestres como pensé que serías cuando te conocí y luchabas valerosamente en esa puerta. Esa noche imaginé que no luchabas por una institución, por ese débil consejo que da crédito a todas las calumnias que circulan por mi ciudad, sino por algo más elevado. Por la ciudad misma. Por la idea de la ciudad. ¿No estabas dispuesto a morir por eso en la puerta?
—Sí —reconoció Bitanke.
—Ahora te ofrezco la oportunidad de servir nuevamente a la ciudad. Tú sabes que Basílica era una gran ciudad mucho antes de que existiera el consejo. Cuando Basílica era gobernada por las sacerdotisas, era Basílica. Cuando Basílica tenía una reina, era Basílica. Cuando Basílica puso al gran general Snaceetel a cargo del ejército para combatir contra Seggidugu, y luego les dejó beber de las aguas del lago de las mujeres, era Basílica.
Contra su voluntad, Bitanke tuvo que admitir que Moozh tenía razón. La ciudad de las mujeres no era el consejo. La forma de gobierno había cambiado muchas veces, y cambiaría de nuevo. Lo que importaba era la sagrada ciudad de las mujeres, el único lugar del planeta Armonía donde las mujeres gobernaban. Y si por un breve tiempo, dados los grandes acontecimientos que barrían la costa occidental, Basílica debía ser sumisa con los gorayni, ¿qué importaba mientras el gobierno de las mujeres se preservara dentro de esas murallas?
—Mientras reflexionas —dijo Moozh—, piensa en esto. Podría haber intentado intimidarte. Podría haberte mentido, fingiendo que no era un general calculador. En cambio te he hablado como un amigo, abierta y francamente, porque quiero tu ayuda voluntaria, no tu mera obediencia.
—¿Mi ayuda para qué? —preguntó Bitanke—. No arrestaré al consejo, si eso es lo que deseas.
—¿Arrestar? ¿Acaso no me has entendido? Necesito que el consejo continúe, sin reemplazar a nadie. Necesito que el pueblo de Basílica vea que su gobierno interno no sufre modificaciones. Pero también necesito a un cónsul del pueblo, alguien que esté por encima del consejo para encargarse de los asuntos exteriores de Basílica. Para que establezca con nosotros una alianza que sea respetada. Para mandar a los guardias a vigilar las puertas de la ciudad.
—Tus hombres ya cumplen esa función.
—Pero quiero que la cumplan tus hombres.
—No soy el comandante de la guardia.
—Eres uno de los más altos oficiales. Ojalá fueras comandante, porque te considero mejor soldado que cualquiera de tus superiores. Pero si te prometiera el puesto de comandante, pensarías que intento sobornarte, me rechazarías y te irías de aquí como mi enemigo.
Bitanke sintió un gran alivio. Moozh sabía, a pesar de todo, que Bitanke no era un traidor. Que Bitanke nunca actuaría por mera ambición personal. Que Bitanke sólo actuaría por el bien de la ciudad.
—Los hombres de la guardia serán reacios a recibir órdenes si no las imparte su comandante, escogido por el consejo de la ciudad.
—Pero imagina que el consejo haya designado por unanimidad a un cónsul, y haya pedido a la guardia que le obedezca.
—Eso no significaría nada si la guardia sospechara que ese cónsul es un títere de los gorayni. Los guardias no son tontos ni traidores.
—Ya. Entiendes, pues, mi dilema. Necesito a alguien que comprenda la necesidad de que Basílica sea leal al imperátor, pero este cónsul, o esta cónsul, sólo será eficaz si la gente de Basílica confía en que es un basilicano leal, no un títere.
Bitanke rió.
—Espero que no tengas la peregrina idea de que yo serviría para ese papel. Ya hay mucha- gente que murmura que yo soy tu títere, por haberte permitido entrar en la ciudad.
—Lo sé —asintió Moozh—. Tú fuiste el primero en quien pensé, pero comprendí que sólo puedes servir a Basílica, y también a mis propósitos, conservando tu puesto, sin que mi influencia sobre la ciudad implique ventajas evidentes para ti.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí?
—Para aconsejarme, como te he dicho. Necesito que me indiques una persona que, en caso de ser designada cónsul, contara con la fidelidad y la obediencia de la guardia y de la ciudad.
—No existe tal individuo.
—Si pronuncias estas palabras, será como si me pidieras que derrame la sangre y las cenizas de la ciudad en el lago de las mujeres.
—¡No me amenaces!
—No te amenazo, Bitanke, te digo lo que he hecho antes y lo que no deseo repetir. Te lo imploro: ayúdame a hallar el modo de evitar ese espantoso desenlace.
—Déjame pensar.
—No pido otra cosa.
—Espera hasta mañana.
—Debo actuar hoy.
—Dame una hora.
—¿Puedes pensar aquí? ¿Puedes hacerlo sin marcharte?
—Entonces, ¿estoy arrestado?
—Mil ojos observan esta casa, amigo mío. Si te ven salir y regresar dentro de una hora, se dirá que visitas demasiado al general Vozmuzhalnoy Vozmozhno. Pero si deseas irte, puedes hacerlo.
—Me quedaré.
—Te haré conducir a la biblioteca, pues, y pediré que te den un ordenador para escribir. Para mí será una ayuda si anotas los nombres y las razones por las cuales podrían servir para este propósito. Tráeme esa lista dentro de una hora.
—Hago esto por Basílica, no por ti. —Y tampoco por ambición personal.
—Por Basílica te lo pido —asintió Moozh—. Aunque debo mi lealtad al imperátor, espero salvar a esta ciudad de la destrucción.
La entrevista terminó. Bitanke salió de la habitación y un soldado gorayni lo acompañó hasta la biblioteca. Moozh no había dicho nada a ese soldado, y sin embargo sabía adonde llevarlo. Sabía que debía entregarle un ordenador. O bien el general permitía que sus oficiales escucharan sus negociaciones, lo cual era impensable, o bien Moozh había impartido estas órdenes antes de la llegada de Bitanke.
¿Era posible que Moozh hubiera planeado todo, cada palabra que se habían dicho? ¿Era posible que Moozh fuera tan experto en manipulaciones que previera de antemano todos los desenlaces? En ese caso Bitanke sería otro pelele que traicionaría a la ciudad por haberse dejado engañar.
No. No era así. Moozh pensó que podría persuadirme de actuar con inteligencia, en aras de Basílica. Así que buscaré candidatos, si es posible imaginar a un cónsul que sea favorable a los gorayni pero aun así goce de la lealtad del pueblo, el consejo y la guardia. Si es posible, le daré su nombre al general.
—Necesito hablar con mis hijos —dijo Rasa—. Con todos ellos.
Luet la miró un instante, indecisa; ésta era la frase que una dama diría a sus criadas, dando órdenes sin aparentarlo. Pero Luet no era una criada, nunca lo había sido, así que en principio debía ignorar esa expresión de deseo. Sin embargo Rasa no parecía comprender que había hablado como dirigiéndose a una criada, y que no había criadas presentes.
—Señora —preguntó Luet—, ¿me estás encomendando esa tarea?
Rasa la miró sorprendida.
—Lo siento, Luet. No me fijaba en quién estaba conmigo. No estoy en mis mejores horas. Por favor, busca a mis hijas y a los hijos de mi esposo, y diles que deseo verles.
Ahora era una solicitud, un favor, y se le pedía directamente, así que Luet inclinó la cabeza y salió en busca de criadas que le ayudaran. Luet hubiera realizado la tarea de buena gana, pero la casa de Rasa era amplia, y si el requerimiento era tan urgente como parecía convenía valerse de varias personas. Además, las criadas sabrían mejor dónde estaba cada quien.
Fue fácil encontrar a Nafai, Elemak, Sevet y Kokor, y enviar criadas a buscarlos. Pero hacía varias horas que no veían a Mebbekew, desde que había llegado a la casa. Al fin Izdavat, una joven criada con más curiosidad que sentido común, mencionó a regañadientes que le había llevado el desayuno a la habitación de Dol.
—Pero eso fue hace un rato, mi señora.
—Soy sólo hermana, o Luet, por favor.
—¿Quieres que compruebe si todavía está ahí, hermana?
—No, gracias. Sería indecoroso que aún estuviera allí, así que preguntaré a Dolya adonde fue.
Se dirigió hacia la escalera del ala de las maestras. No le sorprendía que Mebbekew ya se hubiera agenciado una mujer, incluso en esa casa donde las mujeres aprendían a reconocer a los hombres superficiales. Sin embargo, le sorprendía que Dolya se hubiera fijado en ese joven. Cuando se dedicaba al teatro la habían acosado expertos en adulación y coqueteo, y no se habría fijado en Mebbekew salvo para reírse discretamente de él.
Pero Luet también sabía que ella identificaba a los aduladores con mayor facilidad que muchas mujeres, pues los aduladores nunca intentaban practicar con ella su magia seductora. Las videntes tenían fama de reconocer las mentiras, pero Luet sólo veía lo que mostraba el Alma Suprema, y el Alma Suprema no era célebre por ayudar a las mujeres en su vida amorosa. Como si yo tuviera una vida amorosa, pensó Luet. Como si la necesitara. El Alma Suprema ha marcado mi camino. Y si mi camino se cruza con vidas ajenas, confiaré en que el Alma Suprema les diga su voluntad. Mi esposo me descubrirá como esposa suya cuando él escoja. Y yo me conformaré.
Conformarse… quiso reírse de sí misma. Todos mis sueños se relacionan con ese muchacho; llegamos juntos al borde de la muerte, y él todavía suspira por Eiadh. ¿Acaso la vida de los hombres se limita a las secreciones de glándulas hiperactivas? ¿No pueden analizar y comprender el mundo que los rodea, como las mujeres? ¿Acaso Nafai no ve que el amor de Eiadh será tan efímero como la lluvia, que se evaporará en cuanto amaine el chaparrón? Edhya necesita un hombre como Elemak, que no tolerará su inconstancia. Una infidelidad afligiría a Nafai, pero Elemak reaccionará con furia brutal, y Eiadh, pobre criatura tonta, se enamorará de él nuevamente.
Luet no veía todo esto por sí misma. Era Hushidh quien veía las conexiones, las hebras que unían a la gente; era Hushidh quien le explicaba que Nafai no parecía reparar en Luet porque estaba prendado de Eiadh. Era Hushidh quien comprendía el vínculo que existía entre Elemak y Eiadh, y por qué estaban hecho el uno para el otro.
Y ahora Mebbekew y Dol. Otra pieza del rompecabezas. Cuando Luet tuvo su visión de las mujeres en el bosque, detrás de la casa de Rasa, la noche en que había ido a advertir a Wetchik de la amenaza que pendía sobre su vida, no le había hallado el menor sentido. Ahora, sin embargo, sabía por qué había visto a Dolya. Ella estaría con Mebbekew, y Eiadh con Elemak. Shedemei también iría al desierto, o al menos colaboraría juntando semillas y embriones. También iría Hushidh. Y Tía Rasa. La visión de Luet era sobre las mujeres que irían al desierto.
Pobre Dolya. Si hubiera sabido que al meter a Mebbekew en su habitación se alejaba de Basílica, lo habría echado a puntapiés, mordiscos y puñetazos. Pero dadas las circunstancias, Luet sospechaba que los encontraría juntos.
Golpeó la puerta de Dol. Como esperaba, oyó agitados movimientos en el interior. Y un golpe blando.
—¿Quién es? —preguntó Dol.
—Luet.
—Vienes en mal momento.
—No lo dudo —dijo Luet—, pero Rasa me ha enviado con cierta urgencia. ¿Puedo pasar?
—Sí, claro.
Al abrir la puerta, Luet encontró a Dolya acostada en la cama, con las sábanas hasta los hombros. No había ni rastro de Mebbekew, pero la cama aparecía desordenada, la bañera estaba llena de agua gris y había un racimo de uvas en el piso. No era el modo en que Dolya dejaba las cosas antes de echarse a dormir una siesta.
—¿Qué desea Tía Rasa de mí? —preguntó Dol.
—De ti nada, Dol. Quiere que todos sus hijos y los hijos de Wetchik se reúnan con ella de inmediato.
—Entonces, ¿por qué no llamas a la puerta de Sevet o Kokor? Ellas no están aquí.
—Mebbekew sabe por qué estoy aquí —replicó Luet. Al recordar el golpe blando y el breve tiempo transcurrido, dedujo el paradero de Mebbekew—. En cuanto yo cierre la puerta, podrá levantarse del suelo, ponerse algo encima e ir a la habitación de Rasa.
Dol se quedó atónita.
—Perdóname por tratar de engañarte, vidente —susurró.
Era irritante que todos atribuyeran cada una de sus palabras a una revelación del Alma Suprema, como si Luet no tuviera sentido común suficiente para deducir lo obvio. Sin embargo, Luet debía admitir que también era útil. Todos admitían la verdad con menos rodeos, pues temían que ella los pillara en una mentira. Pero el precio de esta sinceridad era que no les gustaba su compañía, y la eludían. Sólo las amigas compartían esas intimidades, y por voluntad propia. Creyendo que Luet conocía todos sus secretos, le negaban su amistad, y Luet quedaba excluida de la vida de la mayoría de las mujeres de la casa. La trataban con tanto respeto que se sentía indignada y furiosa al mismo tiempo.
La furia le indujo a atormentar a Mebbekew, obligándolo a hablar.
—¿Me oyes, Mebbekew?
—Sí —respondió Mebbekew al cabo de una larga pausa.
—Le diré a Rasa que has recibido su mensaje. Echó a andar hacia la puerta, pero Dol la llamó.
—Espera, Luet.
—¿Sí?
—Sus ropas… las están lavando…
—Las mandaré aquí.
—¿Crees que ya estarán secas?
—Lo bastante secas —dijo Luet —. ¿No crees, Mebbekew? Mebbekew se irguió, asomando por el otro lado de la cama.
—Sí —dijo, abatido.
—Las ropas húmedas te refrescarán —señaló Luet—. Hace mucho calor, al menos en esta habitación.
Era una buena broma, pensó, pero ellos no se rieron.
Shedemei caminó resueltamente hacia el cobertizo refrigerado de Wetchik, que se hallaba en un valle estrecho a la sombra de altos árboles, frente al punto donde la muralla de la ciudad se curvaba en torno de la Vieja Orquesta. Era la última parte, y quizá la más ardua, de su tarea de juntar la flora y la fauna para ese descabellado proyecto de cruzar el espacio para regresar a la Tierra, el legendario planeta perdido. Sufro todo estos trastornos porque tuve un sueño, y pedí a una soñadora que lo interpretase. Creen que un viaje en camello los llevará a la Tierra. Pero el sueño aún vivía en su interior. La vida que ella llevaba consigo en la nube.
Llegó a la puerta del cobertizo, sin saber si deseaba hallar a uno de los sirvientes actuando como cuidador.
Nadie le respondió cuando batió las palmas. Pero las máquinas que mantenían el edificio refrigerado podían acallar el ruido. Así que fue a la puerta e intentó abrirla. Cerrada con llave.
Claro. Wetchik se había ido al desierto semanas atrás. Vi Rashgallivak, su mayordomo, y supuestamente el nuevo Wetchik, vivía escondido desde hacía un tiempo. ¿Quién se encargaba de ese lugar, ahora que los dos se habían ido?
Pero las máquinas estaban funcionando, lo cual significaba que había alguien. A menos que hubieran cometido la negligencia de dejar los motores conectados y las plantas sin cuidar.
Era posible, desde luego. El aire frío mantendría con vida a las plantas especializadas durante muchos días, y el cobertizo, que extraía su energía de las placas solares, podía funcionar indefinidamente sin recurrir al suministro energético de la casa.
Pero Shedemei supo que alguien cuidaba de ese lugar, aunque ignoraba cómo le había llegado el conocimiento. Supo además que el cuidador estaba dentro del cobertizo, y que él sabía que ella estaba allí, y que deseaba que ella se fuera. Quien estuviera allí procuraba esconderse.
¿Y quién necesitaba ocultarse?
—Rashgallivak —dijo Shedemei—, soy Shedemei. Me conoces, y estoy sola, y no diré a nadie que estás aquí, pero tengo que hablar contigo. —Aguardó en vano—. No tiene nada que ver con la ciudad, ni con lo que sucede allí. Sólo necesito comprarte algún equipo.
Oyó el chasquido de un cerrojo. Una puerta giró sobre los gruesos goznes. Allí estaba Rashgallivak, afligido y demacrado. No empuñaba ningún arma.
—Si has venido a traicionarme, lo consideraré un alivio.
Shedemei omitió señalar que esa traición sería mera justicia, después del modo en que Rashgallivak había traicionado a la casa de Wetchik, aliándose con Gaballufix para usurpar el lugar de su amo. Pero no había ido a ajustar cuentas, sino a atender otros asuntos.
—No me interesa la política —dijo—, y no me interesas tú. Sólo quiero comprar cajas de almacenaje en seco. Las portátiles, las que llevan las caravanas.
Rashgallivak sacudió la cabeza.
—Wetchik me ordenó que las vendiera todas. Shedemei cerró los ojos con fatiga. Rashgallivak la obligaba a decir cosas que prefería callar.
—Oh, Rashgallivak, por favor, cómo voy a creer que las vendiste, sabiendo que te proponías adueñarte de la casa de Wetchik y las necesitarías para continuar con el negocio.
Rashgallivak se ruborizó.
Avergonzado, pensó Shedemei.
—No obstante, las vendí, tal como me ordenaron.
—¿Y quién las compró? —preguntó Shedemei—. No me interesas tú, sino las cajas. Rashgallivak no respondió.
—Ah —dijo Shedemei—. Tú mismo las compraste. Al cabo de una pausa, él preguntó:
—¿Para qué las necesitas?
—¿Tú me pides a mí que dé cuenta de mis actos? —preguntó Shedemei.
—Lo pregunto porque sé que tienes muchas cajas en tu laboratorio. Las cajas portátiles sólo sirven para las caravanas, y eso es algo sobre lo que no sabes nada.
—Entonces me asaltarán o me matarán, pero eso no te concierne. Y tal vez no me asalten ni me maten.
—En ese caso, venderías tus plantas en países lejanos, en directa competencia conmigo. ¿Por qué vendería a mi competidora las cajas portátiles que necesita?
Shedemei se echó a reír.
—¿Acaso crees que los negocios continúan como de costumbre? No emprenderé un viaje de negocios, idiota. Me mudaré con todo mi laboratorio a un sitio donde pueda continuar mis investigaciones sin ser interrumpida por locos armados que incendian y saquean la ciudad.
Rashgallivak se ruborizó de nuevo.
—Cuando estaban bajo mi mando, no hicieron daño a nadie. Yo no era Gaballufix.
—No, Rash, no eres Gaballufix.
La frase era ambigua, pero Rash decidió tomarla como confirmación de que ella creía en su decencia. ¡
—No eres mi enemiga, ¿verdad, Shedya?
—Sólo quiero esas cajas.
Rash titubeó un instante, retrocedió y le indicó que pasara.
La entrada del cobertizo no estaba fría como las habitaciones de dentro, y Rash la había transformado en una especie de patético apartamento. Una cama improvisada, una gran bañera que antaño había albergado plantas, pero que ahora él usaba para asearse y lavar la ropa. Primitivo, pero ingenioso. Shedemei sintió cierta admiración: ese hombre no había desesperado, a pesar de que todo estaba en su contra.
—Estoy aquí solo —dijo Rashgallivak—. El Alma Suprema sabe que necesito el dinero más que las cajas. Y el consejo de la ciudad me ha privado de todos mis fondos. Ni siquiera puedes pagarme, porque ya no tengo cuenta para recibir el dinero.
—Eso no es ningún problema. Como ya imaginarás, mucha gente está retirando el dinero de las cuentas de la ciudad. Puedo pagarte en gemas, aunque el precio del oro y las piedras preciosas se ha triplicado con los recientes disturbios.
—¿Crees que estoy en posición de regatear?
—Apila las cajas frente a la puerta —dijo Shedemei—. Enviaré hombres a cargarlas para que las lleven a la ciudad. Te daré un pago justo. Dime dónde.
—Ven sola, después, y entrégamelo en mano.
—No seas ridículo. Nunca regresaré aquí, ni volveremos a vernos. Dime dónde puedo dejarte las joyas.
—En la sala de viajeros de la casa de Wetchik.
—¿Es fácil de encontrar?
—Bastante fácil.
—Entonces estaré allí en cuanto haya recibido las cajas.
—No me parece justo, pues yo debo confiar en ti por completo, y tú no debes demostrar la menor confianza en mí.
A Shedemei no se le ocurría ninguna respuesta que no fuera cruel.
Al cabo de un rato él asintió.
—De acuerdo —dijo—. Hay dos casas en la finca de Wetchik. Guarda las joyas en la sala de viajeros de la casa más vieja y más pequeña. Encima de una viga. Yo la encontraré.
—En cuanto las cajas estén en mi laboratorio —insistió Shedemei.
—¿Crees que cuento con hombres leales que puedan emboscarte? —preguntó Rashgallivak con amargura.
—No —dijo Shedemei—, pero sabiendo que pronto recibirás el dinero, nada te impediría alquilarlos.
—Así que tú decidirás cuándo y cuánto vas a pagarme, y yo no tendré voz ni voto en el asunto.
—Rash —dijo Shedemei—, te trataré más justamente de lo que tú trataste a Wetchik y sus hijos.
—Dentro de media hora tendrás una docena de cajas aquí fuera.
Shedemei se levantó y se marchó. Le oyó cerrar la puerta y lo imaginó echando los cerrojos aprensivamente, temiendo que alguien descubriera que el hombre que había gobernado por un día los pequeños imperios de Gaballufix y Wetchik ahora se refugiaba entre esas cuatro paredes.
Shedya pasó por la Puerta de la Música, donde los guardias gorayni confirmaron expeditivamente su identidad y la dejaron pasar. Aún le molestaba ver ese uniforme en las puertas de Basílica, pero como todos los demás se iba acostumbrando a la perfecta disciplina de los soldados y el nuevo orden que reinaba en las caóticas entradas de la ciudad. Ahora todos aguardaban pacientemente en fila.
Y otra cosa. Ahora había más gente esperando para entrar que para salir. Se estaba recobrando la confianza. Confianza en la fuerza de los gorayni. ¿Quién habría imaginado que la gente confiaría tan pronto en el enemigo cabeza, mojada?
Tras recorrer el largo pasaje que conducía hasta la Puerta del Mercado a lo largo de la muralla, Shedemei encontró a la mulera que había contratado.
—Puedes ir —le dijo—. Habrá una docena de cajas.
La mulera inclinó la cabeza, y se marchó al trote. Sin duda ese alarde de celeridad cesaría en cuanto se perdiera de vista, pero Shedemei apreciaba el esfuerzo de fingir rapidez. Al menos la mulera sabía qué era la rapidez, y le parecía conveniente aparentarla.
Luego encontró a un mensajero esperando en la cola de la Puerta del Mercado. Shedemei garrapateó una nota en uno de los papeles que tenían en la estación de mensajeros. En el dorso anotó una serie de indicaciones para llegar a la casa de Wetchik, e instrucciones sobre dónde debía dejar la nota. Luego tecleó un pago en el ordenador de la estación. Cuando el mensajero vio la bonificación que recibiría por una entrega rápida, sonrió, cogió la nota y partió como una flecha.
Rashgallivak se enfadaría cuando encontrara una orden para uno de los joyeros de la Puerta del Mercado, en vez de las joyas mismas, pero Shedemei no pensaba llevar ni enviar semejante suma de fondos líquidos a un lugar solitario y abandonado. Era Rash quien necesitaba el dinero; que él corriera el riesgo. Al menos, había librado una orden contra un joyero que tenía un puesto fuera de la Puerta del Mercado, de modo que Rashgallivak no tendría que pasar por la guardia para cobrar su paga.
Rasa miró a su hijo y sus hijas, y a los dos hijos que Wetchik había tenido con otras esposas. No es el grupo más selecto del mundo, pensó. ¿Cómo voy a criticar a Volemak por haber fracasado con sus dos hijos mayores, cuando mis dos magníficas hijas me recuerdan mis defectos como madre? Y, para ser justa, estos jóvenes tienen sus virtudes. Pero sólo Nafai e Issib, los dos hijos que Volya y yo tuvimos juntos, han demostrado integridad, decencia y amor por el bien.
—¿Por qué no trajiste a Issib?
Elemak suspiró. Pobre muchacho, pensó Rasa. ¿La vieja te obliga a dar más explicaciones?
—No queríamos preocuparnos por su silla ni sus flotadores en este viaje —explicó Elemak.
—Es mejor quizá no tenerlo encerrado aquí con nosotros —añadió Nafai.
—No creo que el general nos tenga arrestados durante mucho tiempo —dijo Rasa—. Cuando me haya desacreditado por completo, no tendrá motivos para tomar medidas tan represivas. Está tratando de crearse una imagen de liberador y protector, y tener a sus soldados en las calles no le beneficiará en nada.
—¿Y luego nos iremos? —preguntó Nafai.
—No, echaremos raíces aquí, si te parece —se burló Mebbekew—. Claro que nos iremos.
—Quiero irme a casa —dijo Kokor—. Aunque Obring sea un pésimo marido, lo echo de menos. Sevet no dijo nada. Rasa miró a Elemak, quien sonreía vagamente.
—Y tú, Elemak, ¿también deseas irte de mi casa?
—Agradezco tu hospitalidad; siempre recordaremos tu casa como el último hogar civilizado en que vivimos durante muchos años.
—No hables por los demás, Elya —dijo Mebbekew.
—¿De qué habla? —preguntó Kokor—. Yo tengo una casa civilizada esperándome.
Sevet lanzó una risa estrangulada.
—En tu lugar, yo no presumiría de tener una casa civilizada —dijo Rasa—. Veo también que Elemak es el único que capta la situación.
—Yo también la entiendo —intervino Nafai.
Elemak miró a Nafai fijamente. Nafai, niño tonto, pensó Rasa. ¿Siempre tienes que decir palabras irritantes? ¿Crees que he olvidado que oíste la voz del Alma Suprema, que comprendes mucho más que tus hermanos? ¿No podías confiar en que yo recordaría tu valía, y guardar silencio ?
No, no podía. Nafai era joven, demasiado joven para ver las consecuencias de sus actos, demasiado joven para callar sus sentimientos.
—No obstante, será Elemak quien se encargue de explicar —precisó Rasa.
—No podemos quedarnos en la ciudad —dijo Elemak—. En cuanto los soldados dejen de vigilarnos, debemos escapar, y a toda prisa.
—¿Por qué? —preguntó Mebbekew—. Es Rasa quien está en apuros, no nosotros.
—Por el Alma Suprema, qué estúpido eres —se indignó Elemak.
Qué modo tan refrescante y directo de decirlo, pensó Rasa. Con razón tus hermanos te quieren con locura, Elya.
—Mientras Rasa esté arrestada, Moozh debe procurar que nadie sufra daño aquí. Pero ha dispuesto las cosas para que Rasa tenga muchos enemigos en la ciudad. En cuanto sus soldados se quiten de en medio, ocurrirán muchas cosas desagradables.
—Razón de más para irnos de casa de Madre —dijo Kokor—. Madre puede huir si quiere, pero ellos no tienen nada contra mí.
—Tienen algo contra todos —señaló Elemak—. Meb, Nafai y yo somos fugitivos, y Nafai está acusado de dos homicidios, uno de los cuales cometió. Kokor puede ser acusada de intento de homicidio contra su propia hermana. Sevet es una adúltera flagrante, pues estaba con el esposo de su hermana, e incluso pueden utilizar las leyes contra el incesto.
—No se atreverían —exclamó Kokor—. ¡Enjuiciarme a mí!
—¿Por qué no? —dijo Elemak—. Lo único que impidió tu arresto fue el gran respeto y amor que la gente sentía por Rasa. Bien, eso se ha perdido, o al menos se ha debilitado.
—Jamás me condenarían —insistió Kokor.
—Además, hace siglos que no se aplican las leyes de adulterio —objetó Meb—. El incesto entre parientes políticos repugna a la gente, pero mientras el hecho se produzca entre adultos que son dueños de sus facultades…
—¿Pero cómo es posible que ignoréis las leyes? —preguntó Elemak—. No, me olvidaba de que Nafai lo comprende todo.
—No —dijo Nafai—, sé que debemos ir al desierto porque el Alma Suprema lo ordenó, pero no sé de qué estás hablando.
Rasa no pudo contener una sonrisa. Nafai podía ser muy estúpido, pero su franqueza a veces resultaba conmovedora.
Sin proponérselo, Nafai había halagado a Elemak al reconocer humildemente que Elya poseía mayores conocimientos.
—Entonces, me explicaré —dijo Elemak —. Rasa es una mujer poderosa, incluso ahora, porque la gente más lúcida de Basílica no cree en los rumores. Moozh no se conformará con desacreditarla. Necesita controlarla por completo, o matarla. Para lograr lo primero, sólo necesita juzgar a uno de sus hijos por homicidio, y ella tendrá las manos atadas. Rasa es una mujer valiente, pero no creo que permita que sus hijos vayan a la cárcel tan sólo para que ella pueda hacer política. Y si demostrara ese grado de frialdad, Moozh elevaría las apuestas. ¿A cuál de nosotros mataría primero? Moozh es un hombre hábil. Haría sólo lo suficiente para comunicar claramente su mensaje. Creo que te mataría a ti, Meb, pues eres el más inútil y el que Padre y Rasa apenas echarían de menos.
Meb se levantó de un salto.
—¡Ya me tienes harto, imbécil!
—Siéntate, Mebbekew —dijo Rasa—. ¿No ves que te provoca para divertirse?
Elemak sonrió burlonamente y Mebbekew se sentó hecho una furia.
—Mataría a alguien en son de advertencia —continuó Elemak—. No lo harían sus soldados, naturalmente, pero Rasa sabría que él fue el responsable. Y si tenernos como rehenes no da resultado, Moozh ya ha preparado el terreno para asesinar a Rasa. Le resultaría fácil encontrar a algún resentido dispuesto a matarla por su presunta traición. Moozh sólo tendría que preparar la ocasión para que el asesino atacara. Sería muy fácil. El peligro comenzará para nosotros cuando los soldados abandonen las calles, así que debemos prepararnos para partir de inmediato, en secreto y para siempre.
—¡Irnos de Basílica! —exclamó Kokor con genuina consternación, al comprender la gravedad de las circunstancias.
Sevet también lo comprendía. Agachaba la cabeza, pero Rasa le vio lágrimas en las mejillas.
—Lamento que vuestro parentesco conmigo os cueste tan caro —dijo Rasa—. Pero durante todos estos años, queridas hijas, querido hijo, amados estudiantes, os habéis beneficiado del prestigio de mi casa, así como del gran honor del Wetchik. Ahora que las circunstancias se han vuelto adversas, debéis compartir el precio también. Es inconveniente, pero no injusto.
—Para siempre —murmuró Kokor.
—Para siempre, en efecto —asintió Elemak—. Pero yo, por mi parte, no pienso irme al desierto sin mi esposa. Espero que mis hermanos hayan tomado sus propias decisiones. Es la razón por la cual vinimos aquí.
—Obring —dijo Kokor—. ¡Debemos llevar a Obring!
Sevet irguió la barbilla y miró a su madre a la cara. Tenía los ojos arrasados en lágrimas, y había miedo en su rostro inquisitivo.
—Creo que Vas te acompañará, si se lo pides —dijo Rasa—. Es un hombre discreto y tolerante, y te ama mucho más de lo que mereces. —Las palabras eran frías, pero aun así Sevet las tomó como consuelo.
—¿Y qué hay de Obring? —insistió Kokor.
—Es un hombre débil —dijo Rasa—. Sin duda podrás convencerle de que vaya.
Entretanto, Mebbekew se había vuelto hacia Elemak.
—¿Tu esposad —preguntó.
—Esta noche Rasa celebrará la ceremonia para Eiadh y para mí.
El rostro de Mebbekew delató una poderosa emoción… ¿rabia, celos? ¿También Mebbekew deseaba a Eiadh, como el pobre Nafai?
—¿Te casarás con ella esta noche? —insistió Mebbekew.
—No sé cuándo levantará Moozh nuestro arresto domiciliario, y quiero que la boda se celebre con todos los ritos. Cuando estemos en el desierto no quiero que se cuestione mi matrimonio.
—Claro que podremos cambiar en cuanto expiren los contratos —intervino Kokor. Todos la miraron.
—El desierto no es Basílica —objetó Rasa—. Sólo seremos un grupo muy reducido. Los matrimonios serán permanentes. Acostúmbrate a la idea desde ahora.
—Absurdo —bufó Kokor—. No iré, y no puedes obligarme.
—No, no puedo obligarte —dijo Rasa—. Pero si te quedas, pronto descubrirás lo distinta que te resulta la vida cuando ya no seas la hija de Rasa, sino una mera cantante que es famosa por haber silenciado con su propia mano a una hermana que era aún más famosa.
—¡Eso no me molestará! —exclamó Kokor con tono desafiante.
—Entonces no quiero que vengas —replicó Rasa airadamente—. ¿De qué nos serviría una mujer sin conciencia en la terrible travesía que nos espera? —Eran palabras duras, pero Rasa sentía su decepción con Kokor como un veneno en la lengua—. He dicho todo lo que tenía que decir. Tenéis trabajo que hacer y opciones para escoger. Manos a la obra.
Los estaba despidiendo. Kokor y Sevet se levantaron y se marcharon de inmediato, Kokor irguiendo la nariz en un alarde de orgullo ofendido.
Mebbekew se acercó a Rasa (¿ese muchacho no podía caminar normalmente, sin parecer un fisgón o un espía?) para hacerle una pregunta.
—¿La boda de esta noche es una celebración privada?
—Todos los residentes de la casa están invitados a asistir —respondió Rasa.
—Quería decir… si yo me casara con alguien, ¿también celebrarías la ceremonia esta noche?
—¿Casarte con alguien? Dolya puede haber sido indiscreta, pero me sorprendería muchísimo que te aceptara como esposo, Mebbekew.
Meb se enfureció.
—Euet te lo ha contado.
—Claro que me lo ha contado —replicó Rasa—. Media docena de criadas y Dolya misma me lo habrían dicho antes del anochecer. ¿Crees que alguien puede guardar semejante secreto en mi propia casa?
—Si la convenzo de que acepte a una basura como yo —dijo Meb sin disimular su sarcasmo—, ¿te dignarás incluirnos en la ceremonia?
—Sería peligroso llevarte al desierto sin esposa —comentó Rasa—. Dolya será esposa de sobra para ti, aunque no podría encontrar peor candidato.
Mebbekew estaba rojo de furia.
—No he hecho nada para merecer tanto desprecio.
—No has hecho más que ganártelo. Sedujiste a mi sobrina bajo mi propio techo, y ahora piensas en desposarla… y no creas que me dejo engañar. No deseas casarte con ella para reunirte con tu padre en el desierto, sino para usarla como licencia para quedarte en Basílica. Le serás infiel en cuanto nos hayamos ido y tengas tus papeles.
—Pues te juro ante los ojos del Alma Suprema que llevaré a Dolya al desierto, así como Elya se lleva a Eiadh.
—Ten cuidado cuando pongas al Alma Suprema por testigo de tus juramentos —advirtió Rasa—. Ella tiene modos de hacerte cumplir tu palabra.
Mebbekew iba a añadir algo más, pero cambió de idea y salió de la sala. Sin duda iría a adular a Dolya hasta que fuese ella misma quien le propusiera matrimonio a él.
Y dará resultado, pensó Rasa con amargura. Porque este muchacho, que tiene tan pocas virtudes, es hábil con las mujeres. ¿No he oído hablar de sus hazañas entre las madres de tantas muchachas de la Villa de las Muñecas y la Villa de los Pintores? Pobre Dolya. ¿Acaso la vida te ha dejado tan hambrienta que incluso aceptarás una pobre imitación del amor?-
Sólo quedaban Elemak y Nafai. \
—No deseo compartir mi ceremonia con Mebbekew —manifestó fríamente Elemak.
—Es trágico, pero en este mundo no siempre se cumplen nuestros deseos —dijo Rasa—. Quien desee casarse esta noche, se casará. No tenemos tiempo para satisfacer tu vanidad, y lo sabes. Tú mismo me lo dirías, si estuvieras ofreciendo un consejo imparcial.
Elemak estudió a Rasa unos instantes.
—Sí —admitió—. Eres muy sabia. —Y él también se marchó.
Pero Rasa lo comprendía, más de lo que él se imaginaba. Elemak la había evaluado y había llegado a la conclusión de que Rasa, tan poderosa en Basílica, no sería nada en el desierto. Se sometería a ella esta noche, pero una vez en el desierto se desahogaría humillándola. Bien, no me das miedo, pensó Rasa. Puedo soportar mucho más de lo que imaginas. ¿Qué significarán tus tormentos cuando sienta los padecimientos de mi amada ciudad, sabiendo que en mi exilio no puedo hacer nada por salvarla?
Ahora sólo quedaba Nafai.
—Madre —dijo—, ¿qué hay de Issib? ¿Y Zdorab, el tesorero de Gaballufix? Ellos necesitarán esposas. Elemak vio esposas para todos nosotros en su sueño.
—Entonces el Alma Suprema deberá proveer esposas para todos, ¿no crees?
—Shedemei vendrá —dijo Nafai—. Ella también tuvo un sueño. El Alma Suprema la traerá. Y Hushidh, ella forma parte de todo esto. Será para Issib, o para Zdorab.
—¿Por qué no se lo preguntas? —sugirió Rasa.
—Yo no —dijo Nafai.
—Según me contaste, el Alma Suprema predijo que un día guiarías a tus hermanos. ¿Cómo sucederá, si no tienes la fortaleza para enfrentarte a una niña dulce y generosa como Shuya?
—Para ti es dulce —objetó Nafai—. Pero para mí… y preguntarle semejante cosa…
—Ella sabe que habéis venido a buscar esposas, niño tonto. ¿Crees que no ha hecho sus cuentas? Es una descifradora… ¿crees que no ve las conexiones?
Nafai se avergonzó.
—No, no se me había ocurrido. Tal vez ella sepa más que yo acerca de todo.
—Sólo acerca de algunas cosas. Y todavía estás eludiendo la pregunta más importante.
—No. Sé que Luet es la mujer con quien debo casarme, y sé que se lo preguntaré. No necesitaba tu consejo para eso.
—Pues entonces no debo temer por ti, hijo mío —sonrió Rasa.
Los soldados llevaron a Rashgallivak a la habitación y, siguiendo las órdenes de Moozh, lo arrojaron brutalmente al suelo. Cuando se marcharon los soldados, Rashgallivak se tocó la nariz. No la tenía rota, pero le sangraba por el impacto contra el suelo, y Moozh no le ofreció nada para enjugarse la sangre. Como los soldados habían desnudado a Rashgallivak, no tenía con qué secarla.
—Sabía que te vería tarde o temprano —dijo Moozh—. No tuve que buscar. Sabía que llegaría el momento en que imaginarías que tenías algo para ofrecerme, y entonces vendrías para tratar de regatear por tu vida. Pero te aseguro que no necesito nada de ti.
—Pues mátame y terminemos con esto —replicó Rashgallivak.
—Muy dramático. Digo que no necesito nada de ti, pero tal vez desee algo, y tal vez lo desee tanto como para arrancarte los ojos, castrarte o hacerte algún otro favor antes de quemarte en la hoguera por traicionar a tu ciudad.
—Sí, quieres mucho a Basílica —masculló Rashgallivak.
—Tú me diste esta ciudad, idiota. Tu estupidez y tu brutalidad me la sirvieron en bandeja. Ahora es la joya más brillante que poseo. Sí, quiero mucho a Basílica.
—Sólo si puedes consérvala.
—Oh, te aseguro que conservaré esta joya. Ya sea usándola como adorno, o reduciéndola a polvo para tragármela.
—Eres muy valiente, bravo general. Sin embargo, tienes a Rasa bajo arresto domiciliario.
—Tengo muchos caminos para seguir —amenazó Moozh—. Y no veo ninguno que no conduzca a tu muerte inmediata. Así que tendrás que hacer algo mejor que decirme lo que ya sé.
—Te guste o no —dijo Rashgallivak—, yo soy el Wetchik legítimo y el jefe del clan Palwashantu, y aunque ahora nadie me profese mucho afecto, los desposeídos de extramuros acudirían a mí si vieran que gozo de tu favor y dispongo de algún poder. Podría serte útil.
—Veo que abrigas la patética esperanza de rivalizar conmigo por el poder.
—No, general. He sido mayordomo toda mi vida, he trabajado para construir y fortalecer la casa de Wetchik. Gaballufix me inspiró ambiciones que hasta entonces desconocía. He tenido tiempo suficiente para arrepentirme de ellas, para despreciarme por pavonearme como un gran líder, cuando en realidad he nacido para ser un criado. Sólo he sido feliz al servir a un hombre más fuerte que yo. Siempre me enorgullecí de servir al hombre más fuerte de Basílica. Hoy eres tú, y si me mantienes con vida y me utilizas, descubrirás que poseo muchas virtudes.
—¿Incluida una lealtad incuestionable?
—Sé que nunca confiarás en mí, pues para mi vergüenza traicioné a Wetchik. Pero sólo lo hice cuando Volemak estaba en el exilio y sin poder. Tú nunca te debilitarás ni fracasarás, así que puedes fiarte de mí.
Moozh no pudo contener una carcajada.
—¿Me estás diciendo que puedo confiar en tu lealtad porque eres demasiado cobarde para traicionar a un hombre fuerte?
—He tenido mucho tiempo para conocerme, general Vozmuzhalnoy Vozmozhno. No deseo engañarte, ni engañarme a mí mismo.
—Puedo poner a cualquiera al mando de esa chusma que se denomina Palwashantu. Incluso puedo conducirla yo mismo. ¿Por qué te necesito con vida, cuando puedo ganar mucho más con tu confesión pública y tu ejecución?
—Eres un general sagaz y un conductor de hombres, pero aún no conoces Basílica.
—La conozco tanto como para gobernarla sin haber perdido un solo hombre.
—Pues si eres tan listo, general Vozmuzhalnoy Vozmozhno, tal vez sepas por qué es importante que Shedemei me haya comprado hoy doce cajas de almacenaje.
—No juegues conmigo, Rashgallivak. Sabes que ignoro quién es Shedemei, ni para qué ha comprado esas cajas.
—Shedemei es una mujer, una destacada científica especialista en genética. Ha desarrollado algunas plantas que han tenido mucha aceptación, entre otras cosas.
—Será mejor que vayas al grano.
—Shedemei también es maestra en casa de Rasa, y una de sus sobrinas más amadas.
Ah. Conque Rashgallivak tal vez sabía algo que valía la pena. Moozh aguardó.
—Esas cajas se utilizan para transportar semillas y embriones a través de grandes distancias, sin refrigeración. Ella me dijo que iba a trasladar todo su laboratorio a una ciudad lejana, y que por eso necesitaba las cajas.
—Y no le crees.
—Es impensable que Shedemei traslade su laboratorio ahora. Es evidente que ya no hay peligro, y en circunstancias normales ella se enfrascaría en su trabajo. Vive para la ciencia y apenas se fija en el mundo que la rodea.
—Entonces crees que planea irse debido a Rasa.
—Rasa fue la fiel esposa de Wetch, es decir, Volemak, el ex Wetchik, durante muchos años. Él se marchó de la ciudad hace varias semanas, presuntamente obedeciendo una visión del Alma Suprema. Sus hijos regresaron a la ciudad e intentaron comprar el índice de Palwashantu a Gaballufix.
Rashgallivak hizo una pausa, como si esperara que Moozh hiciera alguna asociación, pero sabiendo que el general carecía de la información necesaria. Era una manera de sugerir que Moozh lo necesitaba. Pero Moozh no se prestó a este juego.
—Habla o cállate —ordenó—. Luego decidiré si te necesito o no. Si sigues creyendo que puedes manipularme, sólo demostrarás que no vales nada.
—Es evidente que Volemak aún sueña con gobernar Basílica. ¿Por qué otra razón iba a pedir el índice? Este sólo tiene valor como símbolo de autoridad entre los hombres de Palwashantu; les recuerda los antiguos tiempos en que las mujeres no gobernaban. Rasa es su esposa y una mujer poderosa. Si sola te resulta peligrosa, con su esposo formaría una pareja temible. ¿Quién más uniría la ciudad contra ti? Shedemei no se estaría preparando para este viaje si Rasa no se lo hubiera pedido. En consecuencia, Rasa y Volemak deben de tener algún plan que requiere cajas de almacenaje.
—¿Y en qué consistiría ese plan?
—Shedemei es una genetista destacada, como he dicho. Si desarrollara un hongo que propagara una enfermedad por Basílica, sólo los simpatizantes de Rasa y Volemak tendrían el fungicida para combatirlo.
—Un hongo. ¿Y crees que ésta sería un arma contra los soldados gorayni?
—Nadie ha usado nada parecido como arma. Ni siquiera yo lo pensaría. Pero ya comprenderás que tus soldados no podrían luchar si fueran víctimas de una picazón dolorosa e insoportable.
—Una picazón —repitió Moozh. Parecía absurdo, ridículo. Sin embargo, podía funcionar. Un picor persistente restaría capacidad de combate a sus soldados. Y no sería fácil gobernar la ciudad si semejante plaga afectara a la gente. Los gobiernos perdían autoridad cuando se veían impotentes contra la enfermedad o el hambre. Muchas veces Moozh había usado este recurso contra los enemigos del imperátor. ¿Era posible que Rasa y Volemak fueran tan astutos y malignos como para concebir una arma impensable? Usar a una científica como fabricante de armas… ¿cómo podía Dios permitir una práctica tan rastrera?
A menos…
A menos que Rasa y Volemak hayan aprendido, como yo, a oponerse a Dios. ¿Por qué iba a ser yo el único dotado con la fuerza suficiente para burlar los esfuerzos de Dios para atontar a los hombres que intentaban seguir la senda que conducía al poder?
Pero entonces, ¿no podía ser Rashgallivak una herramienta que Dios usaba para confundirlo? Hacía muchos días que Dios no intentaba impedir que actuara. ¿Era posible que Dios, al no haber podido dominar directamente a Moozh, intentara controlarlo haciéndole creer en conspiraciones absurdas e imaginarias? Las fantasías como la que exponía Rashgallivak habían destruido a muchos generales.
—¿Las cajas no podrían servir para otra cosa? —preguntó Moozh, evaluándolo.
—Desde luego —asintió Rashgallivak—. Yo sólo he señalado la posibilidad más extrema. Estas cajas también son muy útiles para transportar provisiones por el desierto. Volemak y sus hijos, sobre todo Elemak, el mayor, están más familiarizados con el desierto que la mayoría de nosotros. No le temen. Tal vez están planeando preparar un ejército. Tú sólo tienes mil hombres.
—El resto del ejército gorayni llegará pronto.
—Tal vez por eso Volemak necesitaba sólo doce cajas. No precisará provisiones para su pequeño ejército por mucho tiempo.
—Ejército —escupió Moozh—. Doce cajas. Te sorprendieron con una orden por joyas de muy alto valor. ¿Cómo sé que no te han sobornado para que me cuentes mentiras tontas y hacerme perder el tiempo?
—No me sorprendieron, señor. Me entregué a tus soldados voluntariamente. Y te he traído la orden en vez de las joyas porque quería que vieras que Shedemei la había escrito de; su puño y letra. Esta suma es muy superior al valor de las cajas. Evidentemente, ella desea comprar mi silencio.
—Ya. La situación es ésta, Rashgallivak: hace unos días te creías el amo de la ciudad y ahora traicionas nuevamente a tu ex amo para congraciarte con otro. Explícame por qué no debo vomitar en tu presencia.
—Porque puedo serte útil.
—Sí, sí, ya veo, como un perro rabioso pero hambriento. Dime, Rashgallivak, ¿qué hueso quieres que te arroje?
—Mi vida, señor.
—Tu vida ya nunca será tuya, mientras vivas. Así que pregunto de nuevo, ¿qué hueso quieres roer? Rashgallivak titubeó.
—Si finges tener el deseo altruista de servirme a mí, al imperátor o a Basílica, ordenaré que te destripen y te quemen en el mercado al instante.
—Aquí no quemamos a los traidores. Quedarías como un monstruo ante los basilicanos.
—Todo lo contrario —replicó Moozh—. Les encantaría verte sometido a ese tratamiento. Nadie es tan civilizado como para no disfrutar de la venganza, aunque luego se avergüence de haber gozado con el sufrimiento de su enemigo.
—Deja de amenazarme, general —dijo Rashgallivak—. He vivido aterrado, no pienso continuar así. Mátame, tortúrame o déjame en paz. Pero toma una decisión.
—Primero dime qué quieres. Tu deseo secreto. Lo que más codicias.
Rashgallivak dudó nuevamente, pero esta vez encontró las fuerzas para nombrar su deseo:
—La dama Rasa —susurró. Moozh asintió.
—Veo que tu ambición no ha muerto. Aún sueñas con vivir muy por encima de tu posición.
—Lo he dicho porque has insistido, señor. Sé que nunca podría suceder.
—Lárgate de aquí. Mis hombres te llevarán a bañarte y vestirte. Vivirás al menos otra noche.
—Gracias, señor.
Los soldados entraron para llevarse a Rashgallivak, pero esta vez sin arrastrarlo, sin brutalidad. Moozh aún no se había decidido a utilizarlo. Su muerte era una posibilidad atractiva. Sería el modo más contundente de declararse amo de Basílica, impartir justicia públicamente, de forma popular, y en flagrante violación del derecho, las costumbres y la educación de Basílica. A la ciudad le encantaría, y así dejaría de ser la antigua Basílica. Se transformaría en otra cosa. Una nueva ciudad.
Mi ciudad.
Rashgallivak casado con Rasa. Una idea repugnante concebida por una mente repugnante. Pero sin duda humillaría a Rasa y afianzaría su imagen de traidora. Sin embargo, ella continuaría siendo una ciudadana eminente, con un aura de legitimidad. A fin de cuentas, ella figuraba en la lista de Bitanke. Al igual que Rashgallivak.
Era una buena lista, bien pensada y audaz. Bitanke era un hombre inteligente, muy útil. Por ejemplo, tenía la astucia de no subestimar la capacidad de persuasión de Moozh. No eliminaba a determinadas personas de la lista sólo porque imaginara que jamás se prestarían a servir al general.
En consecuencia, los nombres que encabezaban la lista eran, previsiblemente, los mismos que Rashgallivak había mencionado como posibles rivales: Volemak y Rasa. El nombre de Rashgallivak también aparecía. Y el primogénito de Volemak, Elemak, por su capacidad y su legitimidad. También el hijo menor de Volemak y Rasa, Nafai, porque él vinculaba esos dos grandes nombres y porque había matado a Gaballufix con sus propias manos.
¿Todos los que pudieran satisfacer la necesidad de Moozh estaban asociados con la casa de Rasa? No le sorprendía. En la mayoría de las ciudades que había conquistado había a lo sumo dos o tres clanes que era preciso eliminar o persuadir para controlar a toda la población. Casi todos los demás integrantes de la lista de Bitanke eran demasiado débiles para gobernar bien sin la continua ayuda de Moozh, como señalaba el mismo Bitanke. Estaban demasiado vinculados con ciertas facciones, o demasiado desligados de todo.
Las dos únicas personas que no tenían lazos sanguíneos con Volemak o Rasa eran sobrinas en casa de Rasa. La vidente Euet y la descifradora Hushidh. Eran sólo niñas, y no estaban preparadas para las dificultades del gobierno. Sin embargo, gozaban de gran prestigio entre las mujeres de Basílica, sobre todo la vidente. Serían meras figuras decorativas, pero si Rashgallivak se encargaba de todo y Bitanke vigilaba a Rashgallivak para evitar que manipulara a la figura decorativa contra los intereses de Moozh, la ciudad funcionaría muy bien mientras Moozh consagraba su atención a sus verdaderos problemas: las Ciudades de la Planicie y el imperátor.
Rashgallivak casado con Rasa. Sonaba gratamente dinástico. Sin duda los sueños de Rash incluían ocupar un día el puesto de Moozh y gobernar por su cuenta. Bien, Moozh no podía reprocharle esos sueños. Pero pronto habría una dinastía que superaría los miserables sueños de Rash. Rashgallivak podía quedarse con Rasa, pero eso no tendría comparación posible con el glorioso matrimonio de la vidente o la descifradora con el general Moozh. Esa dinastía duraría mil años. Esa dinastía podría derrocar a la débil casa de ese hombrecillo patético que se atrevía a considerarse la encarnación de Dios, el imperátor, cuyo poder quedaría reducido a la nada cuando Moozh decidiera actuar contra él.
Y, ante todo, al desposar y utilizar a una de esas mensajeras del Alma Suprema, Moozh obtendría el triunfo que más le complacía: el triunfo sobre Dios. Nunca has tenido fuerza suficiente para controlarme, oh Todopoderoso. Y ahora tomaré a tu hija escogida, una visionaria, y la convertiré en madre de una dinastía que echará por tierra tus planes y tus obras.
—¡Detenme si puedes! Soy demasiado fuerte para ti.
Nafai encontró a Luet y a Hushidh juntas, esperándolo en el escondite de la azotea. Estaban muy serias, lo cual no contribuía a calmar los temores de Nafai. Hasta entonces nunca se había sentido tan insignificante; siempre se había considerado una persona igual a cualquier otra. Pero ahora su juventud lo abrumaba. No había pensado en casarse tan pronto, ni siquiera en decidir con quién se casaría en el futuro. Tampoco se trataba de esa unión fácil y provisional que había esperado para su primer matrimonio. Su esposa sería su única esposa, y si le iba mal en este matrimonio no tendría más oportunidades. Al ver que Luet y Hushidh lo miraban solemnemente mientras él atravesaba la soleada azotea, se preguntó de nuevo si podría hacerlo: si podría casarse con Luet, que era tan perfecta y sabia a ojos del Alma Suprema. Ella había acudido al Alma Suprema con amor, con devoción, con valor. Él había acudido como un niño mimado que provocaba y ponía a prueba a su padre desconocido. Ella tenía años de experiencia en hablar con el Alma Suprema; más aun, hacía años que hablaba en nombre del Alma Suprema a las mujeres de Basílica. Sabía dominar a los demás. ¿Acaso él no lo había visto a orillas del lago de las mujeres, cuando Luet se enfrentó a las demás y le salvó la vida?
¿Iré a ti como esposo o como niño? ¿Como compañero o como alumno?
—Veo que el consejo familiar ha terminado —dijo Hushidh, cuando él se acercó.
Nafai se sentó en la alfombra, bajo el toldo. La sombra le brindaba poco refugio contra el calor. Sudaba a mares. Eso le hizo pensar en el cuerpo que ocultaba con su ropa. Si se casaba con Luet, tendría que ofrecerle ese cuerpo esta misma noche. ¿Cuántas veces había soñado con ese ofrecimiento? Pero jamás había pensado en ofrecerlo a una muchacha que lo colmaba de respeto y timidez, pero que carecía de toda experiencia; en sus sueños la mujer siempre aguardaba ávidamente, y él era un amante atrevido y dispuesto. No sucedería nada parecido esta noche.
Tuvo un pensamiento desgarrador. ¿Y si Luet aún no estaba preparada? ¿Y si todavía no era mujer? Dirigió una silenciosa plegaría al Alma Suprema, pero no pudo terminarla, pues no sabía si deseaba que ya fuera mujer o que aún no lo fuera.
—Los vínculos están estrechamente entrelazados —dijo Hushidh.
—¿De qué hablas? —preguntó Nafai.
—Estamos atados al futuro por muchas hebras. El Alma Suprema siempre le ha dicho a Luet que desea que los seres humanos la sigan libremente. Pero creo que nos ha atrapado en una red muy tupida, y tenemos tantas opciones como un pez al que han sacado del mar.
—Tenemos opciones —dijo Nafai—. Siempre tenemos opciones.
—¿Ah, sí?
—No quiero hablar contigo, Hushidh. He venido aquí a hablar con Luet.
—Tenemos la opción de seguir al Alma Suprema o no —terció Luet, con una voz suave y tierna que contrastaba con el brusco tono de Hushidh—. Y si optamos por seguirla, no estamos atrapados en su red, sino que su cesto nos transporta hacia el futuro.
Hushidh sonrió vagamente.
—Siempre tan animosa, Lutya.
Una tregua en la conversación. «Si he de ser un hombre y un esposo, debo aprender a actuar con audacia, aunque tenga miedo.»
—Luet —dijo Nafai. Y luego rectificó—: Lutya.
~¿SÍ?
Pero Nafai no podía olvidar la mirada de Hushidh, que veía en él cosas que él no deseaba que viera.
—Hushidh —dijo—, ¿puedo hablar a solas con Luet?
—No tengo secretos con mi hermana —adujo Luet.
—¿Y también será así cuando tengas esposo? —preguntó Nafai.
—No tengo esposo —objetó Luet.
—Cuando lo tengas, espero que compartas con él tus sentimientos más íntimos, y no con tu hermana.
—Cuando tenga esposo, espero que no tenga la crueldad de pedirme que abandone a mi hermana, que es la única pariente que tengo en el mundo.
—Cuando tengas esposo —dijo Nafai—, él deberá querer a tu hermana como si fuera suya. Pero no quererla tanto como a ti, así que tú no deberás querer a tu hermana tanto como a él.
—No todos los matrimonios son por amor —puntualizó Luet—. Algunos son porque no queda más remedio.
Esas palabras le desgarraron el corazón. Luet lo sabía, por supuesto. Si el Alma Suprema se lo había dicho a él, naturalmente también se lo habría comunicado a ella. Y le estaba diciendo que no lo quería, que se casaría con él sólo porque el Alma Suprema lo ordenaba.
—Es verdad —admitió Nafai—. Pero eso no significa que marido y mujer no puedan tratarse con ternura y bondad, hasta que aprendan a tener mutua confianza. Eso no significa que no puedan estar resueltos a amarse, aunque no hayan escogido ese matrimonio libremente.
—Espero que hayas dicho la verdad.
—Prometo que será verdad, si tú me prometes lo mismo. Luet lo miró con una sonrisa triste.
—¿Es así como mi esposo me pedirá que sea su esposa?
Lo había hecho mal. La había ofendido, quizá lastimado, y desde luego defraudado. Ella aborrecía la ida de casarse con él. ¿Pero acaso no veía que a él jamás se le habría ocurrido obligarla? Con esa idea en mente, barbotó:
—El Alma Suprema nos ha escogido el uno para el otro, así que te pido que te cases conmigo, aunque tengo miedo.
—¿Miedo de qué?
—No de que me hagas daño. Me has salvado la vida, y antes salvaste la vida de mi padre. Tengo miedo de tu desdén. Tengo miedo de que siempre esté humillado ante ti y tu hermana, pues las dos veréis mis debilidades y me trataréis con desprecio. Tal como me veis ahora.
Nafai nunca había hablado con semejante franqueza, nunca se había sentido tan expuesto y vulnerable. No se atrevía a mirarles la cara por temor a ver el desprecio de las dos hermanas.
—Oh, Nafai, lo lamento —susurró Luet.
Esas palabras fueron el golpe que más había temido. Luet lo compadecía. Veía su debilidad, su miedo y su incertidumbre, y le tenía lástima. Sin embargo, en el dolor de ese momento decepcionante, Nafai sintió en lo más hondo una pequeña llama de alegría. Puedo hacerlo, pensó. He mostrado mis flaquezas a estas dos mujeres fuertes, y sigo siendo yo mismo, estoy vivo por dentro, y no estoy derrotado.
—Nafai, sólo he pensado en mi propio miedo —dijo Luet —. No se me ocurrió que también tú te sentirías así. De lo contrario no le habría pedido a Shuya que se quedara cuando tú viniste.
—No es muy agradable estar aquí, os lo aseguro —añadió Hushidh.
—Me equivoqué al hacerte decir estas cosas delante de Shuya —añadió Luet—. También me equivoqué al temerte. Debí saber que el Alma Suprema no te habría escogido si no fueras un hombre de buen corazón.
¿Ella tenía miedo de él?
—¿Por qué no me miras, Nafai? Sé que nunca me has mirado con esperanza o deseo, pero ahora que el Alma Suprema nos ha unido, ¿por qué no me miras, al menos con bondad?
¿Cómo podía erguir el rostro y mostrar sus ojos húmedos? Sin embargo, no podía defraudarla. La miró, y a pesar de sus lágrimas de alegría y alivio, de su gran conmoción, la vio como por primera vez, como si ella le hubiera mostrado el alma. Vio la pureza, de su corazón. Vio que ella se entregaba por completo al Alma Suprema, a Basílica, a su hermana, a él mismo. Vio que en su corazón ella sólo ansiaba construir algo hermoso, y que estaba dispuesta a hacerlo con el joven que tenía delante.
—¿Qué ves cuando me miras así? —preguntó Luet tímidamente.
—Veo a una mujer grande y gloriosa, y veo que no tengo motivos para tener miedo, porque nunca me harías daño a mí ni a nadie.
—¿Nada más?
—Veo que el Alma Suprema ha hallado en ti el ejemplo más perfecto de lo que debe ser la raza humana, si hemos de ser íntegros y no destruirnos de nuevo.
—¿Nada más?
—¿Qué puede ser más maravilloso que las cosas que he mencionado?
Ahora los ojos se le habían despejado y veía que Luet estaba al borde del llanto, pero no por alegría.
—Nafai, pobre tonto, hombre ciego —dijo Hushidh—, ¿no ves lo que ella desea que veas?
No, no lo sé, pensó Nafai. No sé decir lo correcto. No soy como Mebbekew, no soy listo ni hábil, ofendo a los demás cuando hablo, y ahora mismo acabo de hacerlo, aunque me he expresado con sinceridad.
La miró indeciso. Ella lo observaba con avidez, ansiando que Nafai le dijera… ¿qué? Él la había elogiado francamente, con alabanzas que no habría dirigido a ninguna otra mujer, y para Luet no significaba nada porque quería algo más, algo que él ignoraba. Nafai la hería con su silencio, le apuñalaba el corazón, pero no podía evitarlo.
Luet era frágil, joven, aún menor que él. Nafai nunca había pensado en ello. Siempre parecía muy segura de sí misma, porque era una vidente, y él siempre la había tratado con respeto. Nunca había sospechado que fuese tan vulnerable. Su cutis luminoso apenas la cubría, sus huesos eran menudos. Un simple guijarro puede herirla, y ahora la veo magullada por piedras que yo le tiro sin querer. Perdóname, Luet, niña tierna, niña suave. Temía mucho por mí, pero no he resultado tan vulnerable, aunque pensaba que Hushidh y tú me despreciaríais. Mientras que tú, a quien creía tan fuerte…
Impulsivamente se arrodilló y la estrechó en sus brazos como si fuera una chiquilla desconsolada.
—Lo lamento —susurró.
—No lo lamentes, por favor —dijo ella con voz aguda, la voz de una niña que no quiere que la vean llorando, y Nafai sintió que las lágrimas le empapaban la camisa, sintió ese cuerpo que temblaba con callados sollozos.
—Lamento que debas conformarte con un esposo como yo —prosiguió Nafai.
—Y yo lamento que debas conformarte con una esposa como yo. No la vidente, no la criatura gloriosa que imaginabas. Sólo yo.
Al fin Nafai entendió lo que ella le había pedido, y no pudo contener una carcajada, porque sin saberlo acababa de dárselo.
—¿Creías que me estaba dirigiendo a la vidente? —preguntó—. No, criatura, te dije estas cosas a ti, a Luet, a la niña que conocí en la escuela de mi madre, a la niña que se ensañaba conmigo con sus réplicas burlonas, a la niña a quien estoy abrazando.
Ella se echó a reír, o sollozó con más fuerza. Pero Nafai supo que se sentía mejor. Sólo necesitaba que él comprendiera que no sería siempre la vidente, que se iba a casar con un ser humano frágil e imperfecto, no con la imponente imagen que Luet proyectaba sin pretenderlo.
Le acarició la espalda para consolarla, pero también sintió la curva del cuerpo, la geometría de las costillas y la columna vertebral, la textura y la suavidad de la piel tensa sobre los músculos.
Sus manos exploraron, memorizando, descubriendo por primera vez el contacto de la espalda de una mujer. Ella era real, no un sueño.
—El Alma Suprema no te entregó a mí —murmuró Nafai—. Tú te entregas a mí.
—Sí, así es.
—Y yo me entrego a ti. Aunque también yo pertenezco al Alma Suprema.
Se apartó un poco, le cogió la cabeza con la mano derecha, le acarició la mejilla con los dedos de la izquierda.
Y como si los dos hubieran pensado lo mismo simultáneamente, se volvieron hacia Hushidh.
Pero Hushidh ya no estaba. Entonces se miraron de nuevo, y Luet dijo consternada:
—No debí pedirle que viniera aquí…
Pero no terminó la frase, porque en ese momento Nafai comenzó a aprender cómo besar a una mujer y ella, que jamás había besado a un hombre, se convirtió en su maestra.