Los camellos descansaban bajo las frondas de palmera con que Wetchik y sus hijos habían tejido un techo entre cuatro grandes árboles, a orillas del arroyo. Elemak los envidiaba: allí la sombra era agradable, el agua era fresca y soplaba la brisa, de modo que el aire no se enrarecía como en el interior de las tiendas. Había concluido sus tareas de la mañana, y no había nada que hacer durante el calor del día. Que Padre, Nafai e Issib sudaran acurrucados en la tienda, junto al índice del Alma Suprema. ¿Qué sabía el Alma Suprema? Era sólo un ordenador —Nafai mismo lo decía, con su fanática beatería de adolescente— y Elemak no quería molestarse en conversar con una máquina. Tenía una vasta biblioteca de información. ¿Y qué? Elemak ya había terminado la escuela.
Descansaba a la tórrida sombra del peñasco sur, consciente de que a lo sumo contaba con una hora de reposo hasta que el sol se elevara y disipara las sombras, obligándolo a moverse. Eso no le molestaba. En sus caravanas se valía de ese recurso para despertarse y no dormir más de la cuenta durante el día, cuando descansaban en los oasis. Pero la inutilidad de todo aquello le revolvía el estómago. No estaban viajando, sólo esperaban en el desierto. ¿Y qué aguardaban? Nada. El Alma Suprema decía que Basílica sería destruida, que el mundo de Armonía se derrumbaría en medio de la guerra y el terror. Ridículo. El mundo había girado cuarenta millones de años sin ser devastado por la guerra. Ahora, por primera vez, dos grandes imperios estaban al borde de la colisión, y el Alma Suprema lo trataba como si fuera un acontecimiento cósmico.
Habría entendido que nos marcháramos de Basílica, se dijo, si nos hubiéramos llevado nuestra fortuna y hubiéramos ido a otra ciudad para comenzar de nuevo. En la venta de plantas lo vital es el conocimiento que tenemos Padre y yo, no los edificios ni los empleados. Podríamos haber sido ricos. En cambio estamos aquí en el desierto, mi hermanastro Gaballufix nos arrebató nuestra fortuna, y ahora que Nafai lo ha asesinado ya no podemos regresar a Basílica. O bien seríamos tan pobres que tampoco valdría la pena.
Pero incluso la pobreza en Basílica era mejor que esa inútil espera en el desierto, en un mísero valle donde a duras penas sobrevivían los mandriles que parloteaban y ladraban corriente abajo, bestias que no sabían si eran hombres o perros. Y ahora somos como ellos, sólo que no tuvimos la sensatez de traer hembras, de forma que ni siquiera podemos formar una tribu.
A pesar de los chillidos de los mandriles y el bufido de los camellos, Elemak pronto se durmió. Despertó poco después; sentía el ardiente calor del sol en la ropa, y pensó que el sol lo había despertado. Pero no, era otra cosa; una sombra se movía cerca de él. Con los ojos cerrados tanteó el suelo en busca de su cuchillo. Se levantó súbitamente, cuchillo en mano, entornando los ojos para ver dónde estaba su enemigo.
—¡Soy yo! —gritó Zdorab.
Elemak guardó el cuchillo de mal modo.
—No te acerques en silencio a un hombre que duerme en el desierto, si no quieres hacerte matar. Creí que eras un ladrón. ;
—Pero no me acerqué en silencio —alegó Zdorab—. Más aún, tú hacías bastante ruido. Supongo que estabas soñando.
Eso molestaba a Elemak, no dormir en silencio. Pero ahora que Zdorab lo mencionaba, recordó que había soñado, y recordó el sueño con sorprendente claridad. Nunca había tenido un sueño tan claro. Además siempre olvidaba los sueños, y eso le hizo pensar.
—¿Qué decía? —preguntó.
—No sé, farfullabas algo —respondió Zdorab—. Sólo he venido porque tu padre quería verte. De lo contrario no te habría molestado.
Era verdad. Zdorab era el criado perfecto, siempre invisible pero dispuesto a ayudar, aunque casi siempre fuera inepto en el desierto, donde las habilidades de un tesorero no servían para nada.
—Gracias —dijo Elemak—. Iré enseguida.
Zdorab aguardó un instante, con ese titubeo que los buenos criados adquirían tarde o temprano, ese instante en que el amo podía pensar en algo más para decirles. Luego echó a andar hacia la tienda de Wetchik, contoneándose torpemente en la cuesta de esquisto y en el suelo seco y pedregoso.
Elemak se levantó la túnica y orinó al descampado, donde el sol evaporaría la orina pronto, antes que atrajera demasiadas moscas. Luego enfiló hacia el arroyo, bebió un sorbo con la mano, se mojó la cara y la cabeza, y sólo entonces se dirigió hacia donde lo esperaban Padre y los demás.
—Bien —dijo al entrar—. ¿Habéis aprendido todo lo que el Alma Suprema debe enseñaros?
Nafai lo miró con su típico mal ceño. Alguna vez Elemak tendría que darle la paliza de su vida para borrarle esa expresión. Una vez había intentado darle esa paliza, y había aprendido que tendría que hacerlo lejos de la silla de Issib, para que el Alma Suprema no se entrometiera. Pero ahora no ganaba nada con enfadarse, así que fingió no darse cuenta.
—Debemos cazar para aprovisionarnos de carne —dijo Padre.
Elemak entornó los ojos, pensando en lo que eso significaba. Habían llevado vituallas para ocho o nueve meses, para un año, si no las despilfarraban. Pero Padre hablaba de la necesidad de cazar. Eso significaba que no esperaba llegar a ningún sitio civilizado antes de un año.
—¿Por qué no vamos a comprar en el Mercado Externo? —sugirió Meb.
Elemak le daba la razón, pero calló mientras Padre peroraba sobre la imposibilidad de regresar a Basílica en el futuro próximo. Esperó a que la pequeña escena terminara. Pobre Meb. ¿Nunca aprendería que cuando hablar era inútil convenía guardar silencio?
Elemak sólo habló cuando todos hubieron callado.
—Cazaremos —dijo—. Esta comarca es bastante fecunda pese a estar en el desierto, y quizá podamos conseguir algo una vez por semana… durante unos meses.
—¿Puedes encargarte? —preguntó Padre.
—No solo —dijo Elemak—. Si Meb y yo cazamos todos los días, encontraremos algo una vez por semana.
—También Nafai —dijo Padre.
—¡No! —gimió Mebbekew—. Sólo será un estorbo.
—Yo le enseñaré —dijo Elemak—. Llegado el caso, no creo que Meb valga mucho más que Nafai al principio. Pero debes aclararles una cosa. Cuando estemos cazando, mi palabra será ley.
—Claro —dijo Padre—. Harán lo que tú digas, y nada más.
—Llevaré a uno y otro alternativamente —decidió Elemak—. Así no tendré que soportar sus discusiones.
Mebbekew lo miró con rencor —qué sutil, Meb, con razón te iba tan bien en el teatro—, pero Nafai sólo miró la alfombra de la tienda. ¿En qué pensaba? Sin duda buscaba el modo de inclinar aquella situación a su favor.
En efecto, Nafai irguió la cabeza y le habló solemnemente a Elemak.
—Elya, lamento haberte dado motivos para pensar eso de mí. Si conviene que vayamos todos, prometo que no discutiré contigo ni con Meb.
Ese taimado aparentaba buena volunt ad pero siempre sería el mismo mocoso discutidor, por más promesas que hiciera, pensó Elemak sin decir nada. Padre alabó en voz baja la actitud de Nafai, pero declaró que se respetaría la decisión de Elya. Irían a cazar con Elya de uno en uno.
—Aprenderéis mejor por separado, os lo aseguro —dijo Padre.
¿Acaso Padre comprendía que Nafai estaba fingiendo? Ni pensarlo; pronto Padre se pondría a hablar de los deseos del Alma Suprema, y entonces él y Nafai se entenderían como ladrones.
Al pensar en ladrones, Elemak recordó que Zdorab lo había despertado un rato antes, y entonces le vino a la memoria su vivido sueño. Y se le ocurrió que sería divertido participar en el juego de Nafai y fingir que su sueño era una visión del Alma Suprema.
—Estaba durmiendo junto a las rocas —dijo Elemak—, y tuve un sueño.
Todos los miraron con expectación. Elemak los observó con ojos entornados; vio la alegría de su padre, y casi se avergonzó de la farsa que preparaba, pero la consternación de Nafai y el horror de Meb lo instaron a seguir adelante.
—Tuve un sueño donde nos vi a todos nosotros saliendo de una gran casa.
—¿De quién era la casa? —preguntó Nafai.
—Cállate y déjale contar el sueño —ordenó Padre.
—Una casa que nunca he visto. Y no salíamos solos. Los seis, cada uno de nosotros, salíamos con una mujer. Y había otros dos hombres, cada cual con una mujer también. Y muchos niños. Todos teníamos hijos.
Se hizo un largo silencio.
—¿Eso es todo? —preguntó Nafai. Elemak calló, y el silencio se prolongó.
—Elya —dijo Issib—, ¿yo tenía esposa?
—En mi sueño, tú tenías esposa —asintió Elemak.
—¿Le viste la cara? —preguntó Issib—. ¿Supiste quién era?
Elemak se avergonzó, pues Issib pensaba que era una visión, y por primera vez en su vida consideró la idea de que el pobre Issib, tullido como era, ansiaba una mujer como cualquier otro hombre, pero no tenía esperanzas de encontrar una que le correspondiera. En Basílica, donde las mujeres podían escoger, sólo una descastada elegiría a un lisiado como Issib. Quizá lograra tener relaciones sexuales gracias a la curiosidad de alguna pervertida. Sus flotadores podían interesar a las más aventureras. Pero copular con él, darle hijos, otorgarle derechos paternos, no, eso no sucedería, e Issib lo sabía. Lo cual significaba que al contar este sueño, Elemak no sólo estaba manipulando a Padre, sino que preparaba a Issib para una cruel decepción.
Elemak sintió desprecio por sí mismo.
—No le vi el rostro —dijo—. Tal vez no significara riada. Fue sólo un sueño.
—Significa algo —aseguró Padre.
—Significa que Elemak se burla de nosotros —acusó Nafai—. Nos ridiculiza por tener visiones del Alma Suprema.
—No me llames embustero —murmuró Elemak—. Si digo que tuve un sueño, es porque es cierto. No sé si significa algo. Pero vi lo que vi. ¿No es eso lo que decía Padre? ¿No es lo que decías tú? Vi lo que vi.
—Significa algo —insistió Padre—. Ahora se aclara un extraño mensaje que recibí a través del índice. Oh no, pensó Elemak. ¿Qué he hecho?
—Hace tiempo pienso que no podremos llevar a cabo los propósitos del Alma Suprema sin esposas. ¿Pero dónde encontraríamos mujeres que se nos unieran aquí?
¿Dónde encontrarías hombres que se te unieran aquí, Padre, salvo obligando a tus hijos a acompañarte?
—Pero cuando le pregunté al Alma Suprema, me respondió que esperara. Nada más, sólo esperar, lo cual me parecía absurdo. ¿Las esposas brotarían de las piedras? ¿Nos acoplaríamos con mandriles?
Elemak no pudo resistir la tentación.
—Meb ya lo hace, de vez en cuando. Meb se enfureció.
—Y ahora Elemak ha soñado —prosiguió Padre—. Creo que el Alma Suprema quería que esperara esto… el sueño de Elemak. Esperar a que la respuesta llegara a mi primogénito, mi heredero. Por tanto, Elya, debes pensar, debes recordar… ¿reconociste a alguna de las mujeres de tu sueño?
Padre se lo tomaba muy en serio, asociándolo con la jerarquía de Elemak como primogénito. Elemak comprendió que había sido un estúpido al comentar esa visión. ¿Acaso había olvidado que Padre estaba dispuesto a arruinar la vida de todos en aras de una visión?
—No —dijo Elemak para acabar con todo, aunque aquello no era verdad.
—Piensa —rogó Padre—. Sé que reconociste por los menos a una.
Elemak lo miró sobresaltado. ¿Ahora el viejo le leía el pensamiento?
—Si el Alma Suprema te ha dicho sobre mi sueño más de lo que yo mismo sé, entonces dinos tú quiénes son —replicó Elemak.
—Sé que reconociste a una porque dijiste su nombre. Si reflexionas, recordarás.
Elemak miró de reojo a Zdorab, quien bajó la vista. Conque ésas tenemos, pensó Elemak. Cuando Zdorab le dijo que no había comprendido nada de lo que murmuró en sueños, no era verdad.
—¿Qué nombre? —preguntó.
—Eiadh —dijo Nafai—. ¿Verdad?
Elemak calló, pero odió a Nafai por mencionar a la mujer que Elemak cortejaba antes que Padre los arrastrara al desierto.
—Está bien —dijo Padre—. Lo comprendo. No querías decirnos su nombre por temor a que pensáramos que tu sueño era sólo la expresión de un deseo erótico por la mujer a quien amas, no un sueño verdadero.
Como Elemak pensaba que su sueño era precisamente eso, no objetó la conclusión de Wetchik.
—Pero pensad, hijos míos. ¿El Alma Suprema os exigiría que escogierais a desconocidas como esposas? Has soñado con Eiadh porque el Alma Suprema desea que sea tu esposa — dijo Padre—. Y parece lógico, ¿verdad? Pues también me viste a mí con una esposa, ¿no?
—Sí —admitió Elemak, recordando. El sueño aún le resultaba tan vivido que lo evocaba con claridad, no como un recuerdo borroso—. Sí, y también tenías hijos pequeños.
—Hay una sola mujer que tomaría como esposa —dijo Padre—. Rasa.
—Ella jamás abandonaría Basílica —objetó Issib—. Si crees lo contrario, no conoces a Madre.
—Ah —dijo Padre—. Pero yo tampoco hubiera abandonado Basílica si el Alma Suprema no me hubiera guiado. Tampoco Elemak y Mebbekew, si el Alma Suprema no los hubiera traído.
—No me trajo a mí —objetó Zdorab. /
—¿Acaso la mujer que viste en tu sueño, la mujer que era mi compañera, era Rasa? — preguntó Padre.
Claro que era Rasa, pero eso no demostraba nada. Rasa había sido la esposa de Padre durante años, así que era natural que Rasa apareciera como su mujer en los sueños de Elemak. Para eso no se necesitaba una visión del Alma Suprema.
—Tal vez —concedió Elemak.
—¿Y reconociste a alguna de las demás mujeres? Por ejemplo, los otros dos hombres a quienes no conocías… ¿sus compañeras no serían las hijas de Rasa?
—No conozco tanto a las hijas de tu esposa —objetó Elemak. ¿Hasta dónde llegaría este juego?
—No seas absurdo —se impacientó Padre—. Son tus sobrinas, ¿o no? Las hijas de Gaballufix.
—Y una de ellas es famosa —intervino Meb—. Sevet, la cantante… tú la has visto.
—Sí —reconoció Elemak—. Las esposas de los dos desconocidos eran las hijas de Rasa. —Claro que las conocía, y también a sus maridos, Vas y Obring.
—Ahí tienes —asintió Padre—. El Alma Suprema te ha concedido una visión verdadera. Todas las mujeres que viste están relacionadas con Rasa. Sus hijas, y Eiadh, una de las sobrinas de su casa. Sin duda las demás también pertenecen a su casa. No se trata de un sueño imposible inspirado por la lujuria, hijo mío. Esto proviene del Alma Suprema, pues el Alma Suprema sabe que para cumplir nuestro propósito debemos tener esposas que nos den hijos. A todos.
—Bien —dijo Elemak—, si de verdad es una visión, me alegrará que el Alma Suprema me dé a Eiadh. Pero es más fácil hallar un halcón en la boca de una rana que lograr que nadie, salvo el Alma Suprema, convenza a Eiadh de que venga al desierto para desposar a un hombre sin dinero, sin hogar y sin perspectivas.
—Olvidas que el Alma Suprema nos ha prometido una tierra de riquezas inefables —adujo Padre.
—Y tú olvidas que aún no la hemos encontrado —replicó Elemak—. Y es improbable que la encontremos si nos quedamos en el desierto.
—El Alma Suprema nos ha mostrado lo que debemos hacer —declaró Padre—. Y como dijo Nafai antes que fuerais a buscar el índice, si el Alma Suprema quiere que hagamos algo, nos abrirá un camino.
—Magnífica idea —dijo Mebbekew—. ¿A quién matará Nafai para conseguirnos algunas mujeres?
—Ya basta —exigió Padre.
—Vamos —dijo Mebbekew—. ¿Cómo conseguiría Nafai una esposa, si no mata a un borracho que se ha desmayado en la calle y le roba a su hija ciega y tullida?
Para sorpresa de Elemak, Nafai no respondió a las provocaciones de Mebbekew. En cambio, se levantó y salió de la tienda. Conque Nafai no es tan niño, pensó Elemak. O tal vez se avergonzó de que le viéramos llorar.
—Meb —murmuró Issib—, ha sido Nafai quien ha traído el índice; tú no.
—Caray —exclamó Mebbekew—. ¿Aquí nadie sabe aceptar una broma?
—Para Nafai eso no es una broma —dijo Issib—. Matar a Gaballufix es lo más terrible que ha hecho, y siempre lo tiene presente.
—Te has extralimitado al reprochárselo —señaló Padre—. No vuelvas a hacerlo.
—¿Pues qué debo hacer? —insistió Mebbekew—. ¿Fingir que Nafai obtuvo el índice pidiéndolo por favor?
Era hora de poner en cintura a Mebbekew, y sólo Elemak podía hacerlo.
—Lo que debes hacer es cerrar el pico —murmuró Elemak.
Meb lo miró con aire desafiante, pero Elemak sabía que era pura comedia. Sólo tenía que mirar con firmeza a Meb para acallarlo. Y no le llevó mucho tiempo.
—Elemak —dijo Padre—, tú y tus hermanos debéis regresar.
—No me lo encomiendes a mí —objetó Elemak—. Si alguien puede persuadir a Rasa, eres tú.
—Al contrario —dijo Wetchik—. Rasa me conoce, sabe que la amo, ella me corresponde… pero eso no la convenció de venir conmigo. ¿Crees que no se lo sugerí? No, sólo el Alma Suprema puede persuadirla. Tienes que hacerle la sugerencia, esperar a que el Alma Suprema le ayude a comprender que debe venir, y luego escoltarla a ella, a sus hijas y a las jóvenes de su casa que la acompañen.
—Perfecto —dijo Elemak. Tendría que esperar largo tiempo para que el Alma Suprema convenciera a cualquiera que no fuese su padre de cometer la idiotez de abandonar Basílica para ir al desierto. Pero al menos estaría aguardando en Basílica, aunque debiera esconderse—. ¿También debo decirle que traiga una criada para Zdorab?
Padre adoptó una expresión severa.
—Zdorab ya no es un criado. Es un hombre libre, y está en pie de igualdad con los demás. Una mujer de la casa de Rasa sería tan apropiada para él como para cualquier otro, y llegado el caso, una criada de Rasa también sería apropiada para cualquiera de vosotros. ¿No comprendéis que ya no estamos en Basílica, que la sociedad que formemos ahora no tendrá lugar para el esnobismo y la discriminación, para las castas y las clases? Seremos un solo pueblo, todos iguales, con todos nuestros hijos iguales ante los ojos del Alma Suprema.
Ante los ojos del Alma Suprema, tal vez, pero no ante los míos, pensó Elemak. Soy el hijo mayor, y mi primogénito será mi heredero tal como yo soy el tuyo, Padre. Aunque hayas abandonado las tierras y fincas que constituían mi legado, heredaré tu autoridad, y dondequiera que nos establezcamos, el mando sería mío, o no será de nadie. Aunque ahora me calle por prudencia, Padre, ten la certeza de que cuando mueras yo ocuparé tu lugar, y quien intente oponerse te seguirá a la tumba.
Elemak miró a Issib y Meb, y supo que ninguno de los dos se resistiría cuando llegara ese día. Pero Nafai causaría problemas, el muy insensato. Y Nafai lo sabe, pensó Elemak. Sabe que un día nos enfrentaremos. Pues un día Padre intentará legar su autoridad a ese mocoso, todo porque Nafai se lleva tan bien con el Alma Suprema. Bien, Nafai, yo también he tenido una visión del Alma Suprema… o al menos eso cree Padre, que es lo mismo.
—Márchate por la mañana —dijo Padre—. Regresa con las mujeres que compartirán la heredad que el Alma Suprema nos ha reservado en otras tierras. Regresa con las madres de mis nietos.
—Mebbekew y yo —dijo Elemak—. Nadie más.
—Issib se quedará aquí porque su silla y sus flotadores llaman la atención, y aumentaría la posibilidad de que nuestros enemigos os capturaran —dijo Padre—. Y Zdorab también se quedará.
Porque aún no confías en él, pensó Elemak, aunque afirmes que es nuestro igual y un hombre libre.
—Pero Nafai irá contigo.
—No —replicó Elemak—. Es aún más peligroso que Issib. Ya habrán descubierto que él ha matado a Gaballufix. El ordenador de la ciudad averiguó su nombre cuando salíamos de la ciudad, y los guardias le vieron usando la ropa de Gaballufix. Además, iba con Zdorab, para redondear la asociación entre él y la muerte de Gab. Llevar a Nafai es como pedir que lo maten.
—El irá contigo —insistió Padre.
—¿Por qué, cuando sólo aumenta los riesgos? —preguntó Elemak.
—Sí, oblígale a decirlo, Elya —intervino Mebbekew—. Padre no quiere insultarte, pero a mí no me importa. Quiere que Nafai vaya porque, como alguien acaba de señalar, Nafai obtuvo el índice y los demás no. Quiere que Nafai vaya porque teme que encontremos alguna mujer que nos acoja y nos quedemos en Basílica en vez de regresar a este paraíso. Quiere que Nafai vaya porque piensa que Nafai nos obligará a ser buenos.
—En absoluto —dijo Issib—. Padre quiere que él obtenga fuerza y sabiduría en compañía de sus hermanos mayores.
Nunca se sabía si Issib se estaba burlando. Nadie creía que éste fuera el propósito de Padre, pero nadie —y Padre menos que nadie— deseaba negarlo abiertamente.
En el silencio, las palabras que resonaban en los oídos de Elemak eran las últimas que él mismo había pronunciado: llevar a Nafai es como pedir que lo maten.
—De acuerdo, Padre —accedió Elemak—. Nafai puede acompañarme.
Kokor no entendía por qué debía estar recluida. En el caso de Sevet era comprensible: se estaba recobrando de su desdichado accidente. Aún no había recuperado la voz, y sin duda le avergonzaba presentarse en sociedad. Pero Kokor gozaba de perfecta salud y ocultarse en casa de Madre era como admitir que no se atrevía a comparecer en público. Si ella hubiera herido a Sevet adrede, ese aislamiento podría ser necesario. Pero como sólo era un infortunado accidente, el resultado de un trastorno psicológico debido a la muerte de Padre y al descubrimiento del adulterio de Sevet y Obring, nadie podía culpar a Kokor. Además le haría bien aparecer en público. Sin duda aceleraría su recuperación.
Al menos debían permitirle ir a su propia casa, y no obligarla a quedarse con Madre, como si fuera un chiquilla o una retrasada mental que necesitara custodia. ¿Dónde estaba Obring? Si se proponía enmendar la situación, podía comenzar por sacarla de aquel rígido ambiente. Ahí no había nada que le interesara. Sólo clases interminables sobre materias que ya le resultaban indiferentes cuando las suspendía años atrás. Kokor era ahora una mujer adinerada. La herencia de Padre tal vez le permitiera comprar una casa y tener su propio establecimiento. Y aquí estaba, viviendo con Madre.
Aunque no veía a Madre con frecuencia. Rasa se reunía a menudo con consejeras y otras notables de la ciudad, que prácticamente organizaban peregrinaciones para verla y hablar con ella. Reinaba cierta tensión en esas reuniones; Rasa comenzaba a comprender que algunas personas la culpaban de todo. ¡Como si Madre hubiera intentado matar a Padre! Pero recordaban que el actual esposo de Madre, Wetchik, había tenido su inflamatoria visión de Basílica en llamas, y su ex esposo, Gaballufix, había lanzado mercenarios a las calles de la ciudad. Y ahora se decía que su hijo menor, Nafai, era el asesino de Roptat y Gaballufix.
Bien, aunque todo aquello fuera cierto, ¿qué tenía que ver con Madre? Las mujeres no podían controlar a sus esposos, como bien sabía Kokor. Y en cuanto a que Nafai hubiese matado a Padre… bien, aunque así fuera, Madre no estaba allí, y desde luego no había invitado al niño a cometer el crimen. Era como culpar a Madre por lo que sucedía con Sevet, cuando sólo Sevet era la responsable. Además, Padre había muerto por su propia culpa. Todos esos soldados… Nadie podía llevar soldados a Basílica e impedir que se desatara la violencia. Los hombres jamás comprendían esas cosas. Sembraban la confusión, y luego se sorprendían de no poder dominarla.
Como Obring, el muy tonto. ¿No sabía que era una imprudencia interponerse entre dos hermanas? Él era más culpable de la herida de Sevet que Kokor.
¿Y por qué nadie se compadece de mi herida? ¡El profundo daño psicológico que he sentido al sorprender a Obring y a mi propia hermana en pleno adulterio! ¡A nadie le importa mi sufrimiento, y que quizá necesite salir de noche como terapia!
Kokor se maquillaba, practicando expresiones que pudieran quedar bien en la próxima obra. Pues sin duda habría una próxima obra, cuando saliera de la casa de Madre. Tumannu no lograría aislarla. Ninguna casa de comedias de la Villa de las Muñecas rechazaría a una actriz cuyo nombre estaba en labios de toda Basílica. Agotarían las entradas todas las noches tan sólo con los curiosos, y cuando la vieran actuar y la oyeran cantar, regresarían una y otra vez. Jamás hubiese hecho daño a nadie para progresar en su carrera, pero ya que había sucedido, ¿por qué no sacar partido? Tumannu misma tal vez hiciera cola para rogar a Kokor que protagonizara una comedia.
Se había dibujado una boca fruncida que resultaba muy seductora. La probó desde varios ángulos y le gustó la forma. Sin embargo, era demasiado clara. Tendría que enrojecerla más, o nadie la vería más allá de la primera fila.
—Si la haces más redonda parecerá que alguien te ha agujereado la cara con un taladro.
Kokor se volvió despacio hacia la intrusa que estaba de pie en la puerta. Una antipática niña de trece años. La hermana menor de esa odiosa bastarda, Hushidh. Madre las había cuidado desde pequeñas por pura caridad, y cuando Madre nombró sobrina a Hushidh, la niña cometió el desliz de creer que estaba en pie de igualdad con las sobrinas de linaje, las que llegarían a algo en Basílica. Ella y Sevet se habían divertido poniendo a Hushidh en cintura, cuando eran estudiantes. Y ahora la hermanita, otra bastarda, igualmente fea y arrogante, se atrevía a plantarse en la puerta del dormitorio de una hija de la casa, de una mujer de abolengo, y ridiculizar el aspecto de una de las mujeres más hermosas de la ciudad.
Pero sería una vergüenza tomarse la molestia de reprender a esa chiquilla. Se conformaría con echarla.
—Niña, hay una puerta, y estaba cerrada. Hazme el favor de dejarla como estaba y tú en el pasillo. La niña no se movió.
—Niña, si te han enviado con un mensaje, dímelo y lárgate.
—¿Me hablas a mí? —preguntó la niña.
—¿Ves a otra niña aquí?
—Soy sobrina de esta casa. Sólo a las criadas se les dice «niña». Como se rumorea que eres una dama que conoce las formas correctas de interpelación, supuse que te dirigías a una criada que estaba en el balcón.
Kokor se puso de pie.
—Ya estoy harta de ti. Ya estaba harta antes de que entraras.
—¿Qué piensas hacer? ¿Pegarme en la garganta? ¿O es un deporte que sólo se practica dentro de la familia? Kokor perdió los estribos.
—¡No me tientes! —exclamó. Se dominó, contuvo la furia. Esta niña no valía la pena. Si quería una interpelación correcta, le daría gusto.
—¿Qué buscas aquí, mi querida y joven hija de una ramera sagrada?
La muchacha ni siquiera se inmutó.
—Veo que sabes quién soy. Me llamo Luet. Mis amigos me llaman Lutya. Tú puedes llamarme señorita.
—¿Por qué estás aquí y cuándo te irás? —preguntó Kokor—. ¿He venido a casa de mi madre para que me torturen bastardas sin modales?
—No te preocupes. Por lo que he oído, no permanecerás una hora más en esta casa.
—¿De qué hablas? ¿Qué has oído?
—Vine aquí por amabilidad, para comunicarte que Rashgallivak ha venido con seis soldados para ponerte bajo la protección de los Palwashantu.
—¡Rashgallivak! ¡Ese imbécil! Lo puse en su lugar la última vez que intentó hacerse el listo, y lo volveré a hacer.
—También quiere llevarse a Sevet. Alega que las dos corréis peligro y necesitáis protección.
—¿Peligro? ¿En casa de Madre? Sólo necesito que me protejan de niñas feas e impertinentes.
—Eres muy amable, Kokor. Nunca olvidaré cómo agradeciste mi consideración al traerte estas noticias. —Dio media vuelta y se marchó.
¿Qué esperaba esa niña? Si hubiera entrado con dignidad, y no con un insulto, Kokor la habría tratado mejor. Sin embargo, no se podía esperar que una niña de tan humilde origen supiera cómo comportarse, así que Kokor no le guardaría rencor.
Últimamente Madre estaba tan mandona que quizá considerara buena idea ponerlas a ellas y Sevet bajo la custodia de Rashgallivak. Kokor tendría que tomar medidas para impedirlo.
Se limpió la pintura roja y la sustituyó por maquillaje de día, escogió un vestido sencillo y se lo puso con cierto desaliño, para aparentar que se dirigía a la cocina y descubría con sorpresa que Rashgallivak estaba allí para secuestrarla.
Su plan falló porque en el pasillo se encontró con Sevet, que se apoyaba en el brazo de esa mocosa Hushidh, la hermana mayor de Luet. ¿Cómo podía Sevet, a pesar de su herida, rebajarse a recibir ayuda de una niña a quien había tratado con tanto desprecio? ¿No tenía vergüenza? Y sin embargo era imposible ignorarla. Kokor tendría que mostrarse solícita. Debería atenderla. Afortunadamente, como Sevet estaba apoyada en Hushidh, Kokor no tendría que prestarle ese servicio, que hubiera limitado su libertad de acción.
—¿Cómo estás, pobre Sevet? —preguntó Kokor—. He enronquecido de tanto llorar por lo que sucedió. A veces nos tratamos muy mal, Sevet. ¿Por qué?
Sevet bajó la mirada.
—Oh, comprendo por qué no me hablas. Nunca me perdonarás por el accidente. Pero yo te he perdonado por lo que tú hiciste, que no fue un accidente, sino todo lo contrarío. Aun así, entiendo que aún no estés preparada para perdonarme, pobrecilla, ya que sufres tanto. ¿Por qué te has levantado? Yo puedo encargarme de Rashgallivak. La otra noche le hundí los testículos hasta el bazo, y me alegrará hacerlo de nuevo.
Sevet sonrió. Sólo el rastro de una sonrisa. O quizá sólo una mueca al bajar la escalera.
Madre ni siquiera había llevado a Rashgallivak a una de las salas. Rash aguardaba con sus soldados en la puerta, que estaba abierta de par en par. Madre se volvió hacia sus hijas y Hushidh.
—Ya ves que se encuentran bien —le dijo a Rashgallivak—. Aquí están a salvo y en buenas manos. Ningún hombre ha venido aquí, excepto tú y estos innecesarios soldados.
—No me preocupa lo que ha pasado —dijo Rashgallivak—, sino lo que podría pasar, y no pienso irme de aquí sin las hijas de Gaballufix. Están bajo la protección de los Palwashantu.
—Puedes dejar a tus soldados en la calle, para protegernos de matones, intrusos o asesinos, pero no te llevarás a mis hijas. El derecho de una madre prevalece sobre el derecho de un clan de hombres.
Mientras Madre y Rash discutían, Kokor se inclinó hacia Sevet y, olvidando que su hermana no podía hablar, le preguntó:
—¿Pero por qué quiere llevarnos Rashgallivak? Como Sevet no podía responder, Hushidh lo hizo.
—Tía Rasa es el centro de la resistencia contra el gobierno Palwashantu en Basílica. Él cree que si os tiene como rehenes, ella obedecerá.
—Entonces no conoce a Madre —replicó Kokor.
—Rashgallivak es un hombre débil —susurró Hushidh—. Y estúpido en política. Si fuera tan listo como vuestro padre, sabría que no puede adueñarse de vosotros sin violencia, y que la violencia atentaría contra sus intereses. En consecuencia, jamás habría hecho esta solicitud. Pero si estaba resuelto a apresaros, debió actuar con mayor audacia y ordenar que dos soldados os capturasen mientras otros dos mantenían a raya a vuestra madre.
Vaya, Hushidh no era tan tonta. Kokor jamás habría creído que Hushidh tuviera algún atributo digno de respeto. Lo que decía de Padre era absolutamente cierto, aunque Kokor jamás lo habría expresado con tanta claridad.
Además, Padre habría tenido algún derecho a llevarse a las dos hermanas. No un derecho legal, pues estaban en la ciudad de las mujeres, pero la gente lo habría comprendido. ¿Qué derecho tenía Rashgallivak?
—El Alma Suprema debe de haber enloquecido a Rash, para que intente esto —susurró Kokor.
—Tiene miedo —dijo Hushidh—. La gente hace cosas extrañas cuando tiene miedo. Incluso tu madre ha hecho cosas parecidas.
Como mantenerme recluida, pensó Kokor.
Entonces comprendió que Rash no habría tenido ningún problema en capturarla si ella hubiera estado en su casa. Obring habría intentado luchar con los soldados, ellos lo habrían tumbado al instante y se habrían llevado a Kokor. Madre tenía razón al mantenerla recluida. Quién lo hubiera dicho.
—No debes criticar a Madre —dijo Kokor—. Creo que ella está actuando muy bien.
La discusión entre Rasa y Rash continuaba, aunque ahora repetían viejas discusiones, y no siempre con palabras nuevas. Hushidh las había llevado al umbral de la sala, de modo que estaban a buena distancia de los soldados pero aún se hallaban en la habitación. De momento Kokor se había quedado con ella y Sevet. Al ver a esos soldados, espantosamente idénticos con sus máscaras holográficas, perdió la determinación de poner a Rashgallivak en su lugar. Le había parecido más menudo y débil en los mal iluminados bastidores del teatro. Los soldados lo volvían más amenazador, y Kokor no pudo menos que admirar el valor con que Madre se enfrentaba a ellos. Se preguntó si Madre no era un poco imprudente. ¿Por qué había llamado a Kokor y Sevet para que estuvieran a la vista de todos, al alcance de los soldados? ¿Por qué no las había mantenido escondidas arriba? ¿O por qué no les había advertido que escaparan al bosque? Tal vez a esto se refería Hushidh al decir que Madre actuaba extrañamente a causa del miedo.
Sin embargo, Madre no parecía atemorizada.
—Creo que deberíamos irnos —le susurró Kokor a Hushidh.
—No —dijo Hushidh—. Quédate.
—¿Porqué?
—Si intentaras marcharte, alarmarías a Rashgallivak y lo inducirías a actuar. Ordenaría a los soldados que te detuviesen y todo estaría perdido.
—Lo hará tarde o temprano —susurró Kokor.
—¿Pero esperará lo suficiente?
—¿Lo suficiente para qué?
—Piensa un poco —dijo Hushidh. Kokor pensó. ¿En qué podía aventajarles un retraso? A menos que alguien acudiera en su ayuda. ¿Pero quién podía oponerse a los soldados de los Palwashantu?
—¡La guardia de la ciudad! —exclamó Kokor, encantada de haber pensado en ello.
¿Qué culpa tenía de haberlo dicho justo cuando Madre y Rash hacían una pausa en la discusión?
—¿Qué? —exclamó Rashgallivak—. ¿Qué has dicho?
—Se volvió y miró por la puerta—. No veo a nadie —dijo, y miró a Rasa—. Pero vienen hacia aquí, ¿verdad? Eso pretendes… retrasarme hasta que llegue la guardia para detenerme. Bien, el retraso ha terminado. ¡Cogedlas!
Los soldados se dirigieron hacia las mujeres, y Kokor gritó.
—¡Corred, tontas! —gritó Madre.
Pero Kokor no podía correr, porque uno de los soldados ya le había cogido el brazo y otro par de soldados tenía a Sevet, y esa bastarda de Hushidh no hacía nada para ayudarlas.
—¡Haz algo, desgraciada! —exclamó Kokor—. ¡No dejes que se nos lleven!
Hushidh la miró a los ojos mientras los soldados la arrastraban hacia la puerta. Entonces pareció tomar una decisión.
—Alto, Rashgallivak —exclamó—. Detente.
Rash se echó a reír. Kokor sintió un escalofrío al oír esa risa. Era la risa de un vencedor. Ese hombre patético, mayordomo de la casa de Wetchik hasta pocos días atrás, ahora se reía deleitándose en el poder que le daban sus soldados.
—¡Ordénales que se detengan! —exclamó Hushidh—. ¡De lo contrario, jamás podrás volver a darles órdenes!
—¡No, Hushidh! —exclamó Madre.
¿Acaso Madre creía que Hushidh podía hacer algo? Esos soldados de rostro aterrador e inhumano habían apresado a Sevet y aferraban los brazos de Kokor para llevársela a rastras.
—¡Hazlo, Hushidh! —exclamó Kokor—. Haz lo que Madre cree que puedes hacer.
La escena era sencilla para todos, salvo para Hushidh: Rash y dos soldados impedían cualquier intervención, mientras otros cuatro soldados arrastraban a Kokor y Sevet por la ancha puerta de la casa de Rasa. Tía Rasa gritaba en vano («¡Eres tú quien está haciendo daño a Sevet! ¡Serás expulsado de esta ciudad, secuestrador!») Y otras mujeres y niñas de la casa se apiñaban en el pasillo, escuchando, observando.
Para Hushidh la descifradora, en cambio, la escena era muy diferente. Pues ella no veía sólo a las personas, sino también las redes que las unían. Para Hushidh, las asustadas niñas y mujeres no eran individuos, ni siquiera grupos. Todas tenían estrechos vínculos con Rasa, quien no estaba sola y desamparada como otros creían; Hushidh sabía que Rasa hablaba con la fuerza de muchas mujeres, que alimentaban con su miedo el miedo de Rasa y alimentaban con su furia la furia de Rasa; cuando ella gritaba en la majestad de su ira, era mucho más que una mujer sola. Hushidh veía las poderosas redes que vinculaban a Rasa con el resto de la ciudad, gruesas hebras semejantes a venas y arterias, canalizando el fluido vital de la identidad de Rasa. Cuando ella gritaba contra Rashgallivak, la furia de toda la ciudad de las mujeres temblaba en su voz.
Pero Hushidh también veía que Rasa, a pesar de esa vasta red, se sentía sola, como si la red llegara hasta ella pero no se conectara, o apenas la rozara. El alarde de poder de Rash la afectaba así, haciéndole creer que la fuerza y el poder de la ciudad no servían de nada, ya que no podían oponerse a esos soldados.
Pero también había otra red de influencias: la de Rashgallivak. Y Hushidh sabía que era frágil y endeble. Los vínculos que unían a Rasa con los suyos eran sólidos y vigorosos, y su poder en la ciudad resultaba casi tangible, pero Rashgallivak no suscitaba el respeto de sus soldados. Podía impartir órdenes sólo porque les pagaba, y sólo porque esas órdenes les convenían. Rashgallivak, comparado con Rasa, estaba aislado. En cuanto a sus hombres, sus conexiones mutuas eran mucho más fuertes que sus conexiones con Rashgallivak. Sin embargo, no se parecían a los vínculos que unían a las mujeres.
Hushidh sabía que la mayoría de los hombres estaban relativamente desconectados, aislados, solos. Pero estos hombres eran especialmente desconfiados y egoístas, así que estaban unidos por vínculos muy frágiles. No era amor, sino necesidad de honor y respeto. Orgullo, pues. Y en ese momento se enorgullecían de su fuerza mientras sacaban a rastras a esas mujeres, se enorgullec ían de desafiar a una de las grandes mujeres de Basílica. Se sentían admirados por los demás hombres. En ese momento sólo los unía el respeto que creían estar ganando con sus actos.
Era algo tan frágil que bastaría una intervención de Hushidh para cortar los vínculos entre esos hombres. Podía dejar a Rashgallivak irremediablemente solo. Rasa le exigía que no lo hiciera, pero en Hushidh prevalecía su conexión con Sevet y Kokor, pues esas muchachas habían sido sus torturadoras, sus enemigas, y ahora tenía la oportunidad de salvarlas, de liberarlas, y de que ellas vieran lo que hacía. Sanaría una de las heridas más profundas de su corazón. ¿Qué era la orden de Rasa comparada con esa necesidad?
Hushidh sabía exactamente por qué actuaba como lo hacía —se conocía demasiado bien, pues como descifradora veía sus propias conexiones con el mundo que la rodeaba—, pero actuó de todos modos, pues en ese momento era la salvadora que tenía la fuerza para desbaratar a esos hombres poderosos.
Así que habló, y los desbarató. No lo consiguió con sus palabras, pues no era un conjuro destinado a romper los vínculos, sino con su tono despectivo y los gestos, que infundieron a sus palabras el poder para golpear el corazón de esos soldados y hacerles creer que estaban solos, que otros hombres sólo despreciarían lo que estaban haciendo.
—¿Creéis que es honorable separar a esa mujer herida de su madre? —dijo—. Los mandriles del desierto tienen más hombría que vosotros, pues las hembras pueden confiar sus hijos a los machos de la tribu.
Pobre Rash. Oyó esas palabras, y creyó que bastaría una réplica para oponerse a Hushidh. No comprendió que, con estos hombres atrapados por la historia que Hushidh urdía en torno de ellos, cada palabra que dijera los alejaría cada vez más, pues con cada sonido que emitía parecía más cobarde y más débil.
—¡Cállate, mujer! Estos hombres son soldados que cumplen con su deber…
—Un deber de cobardes. Mirad lo que este supuesto hombre os ha ordenado. Os ha convertido en sucios roedores que roban una belleza rutilante y la arrastran a su guarida, donde os cubrirá de inmundicia aunque hable de gloria.
Uno por uno, los hombres fueron soltando a las dos hermanas. Sevet cayó de rodillas, sollozando en silencio. Kokor hizo una convincente actuación en la que demostró desprecio y repulsión, tiritando mientras procuraba en vano borrar el recuerdo del contacto con los soldados.
—Esas bellas mujeres sienten asco de vosotros —prosiguió Hushidh—. En eso os ha transformado Rashgallivak. Babosas y gusanos, porque sois sus seguidores. ¿Adonde iréis para convertiros en hombres de nuevo? ¿Encontraréis un modo de limpiaros? Tiene que haber algún sitio donde esconder vuestra vergüenza. Id a buscarlo, babosas. ¡Cavad hondo para ocultar vuestra humillación! ¿Creéis que esas máscaras os hacen fuertes y poderosos? Sólo os delatan como sicarios de este insecto despreciable. Sicarios de nadie.
Un soldado se quitó la capa que generaba la imagen holográfica que hasta entonces le ocultaba el rostro. Era un hombre vulgar, sucio, desaliñado, obtuso y atemorizado. Tenía los ojos desorbitados, llenos de lágrimas.
—Ahí tienes —señaló Hushidh—. En esto te ha convertido Rashgallivak.
—¡Ponte esa máscara! —exclamó Rashgallivak—. Os ordeno que llevéis a esas mujeres a casa de Gaballufix.
—Escuchadle —prosiguió Hushidh—. El no es Gaballufix. ¿Por qué le obedecéis?
Ése fue el golpe de gracia. Los demás soldados también se arrancaron la máscara, y dejaron las holocapas en el porche de la casa de Rasa mientras se marchaban, huyendo de la escena de su humillación.
Rash quedó solo en el umbral. La escena había cambiado. Ya no se necesitaba una descifradora para ver que Rasa gozaba del poder y la majestad, mientras que Rash estaba inerme, débil, solo. Miró las capas tiradas a sus pies.
—Eso es —dijo Hushidh—. Esconde el rostro. Nadie quiere verlo de nuevo, y tú menos que nadie.
Y eso hizo. Se agachó, cogió una capa y se la puso en el hombro; el calor y el magnetismo corporal activaron la capa, que aún estaba conectada, y de pronto dejó de ser Rashgallivak para convertirse en la uniforme imagen de falsa virilidad que había caracterizado a los soldados de Gaballufix. Dio media vuelta y echó a correr, igual que sus hombres, con los hombros encorvados. Ni siquiera un mandril derrotado por un rival habría demostrado tanta abyección como Rash en su fuga.
Hushidh sintió la red reverencial que la rodeaba; notó un cosquilleo al saber que contaba con la admiración de las niñas y mujeres de la casa, y sobre todo con el respeto de Sevet y Kokor. La vanidosa Kokor, que ahora la miraba con estúpida reverencia. Y Sevet, que durante tantos años se había burlado de ella, la miraba con ojos bañados de lágrimas, tendiéndole la mano como una mendiga, moviendo los labios para decir gracias, gracias, gracias.
—¿Qué has hecho? —jadeó Rasa.
Hushidh no entendió la pregunta. Lo que había hecho era obvio.
—He quebrado el poder de Rashgallivak —respondió—. Ya no representa ninguna amenaza para ti.
—Niña estúpida —dijo Rasa—. Hay miles de hombres perversos en Basílica. Millares, y ahora el único que podía controlarlos, a pesar de sus defectos, está hundido. Al anochecer estos soldados estarán descontrolados; ¿quién los detendrá?
El orgullo de Hushidh se esfumó. Rasa tenía razón. Aunque hubiera comprendido el presente, Hushidh no había evaluado las consecuencias más amplias de su acto. Esos hombres ya no estarían ligados por su ansia de honor, pues ya no se consideraría honorable servir a Rashgallivak. ¿Qué harían entonces? Soldados ávidos de demostrar su fuerza y su poder asolarían la ciudad, y ninguna consideración podría encauzarlos hacia un propósito útil. Hushidh recordó esos holos donde había visto simios alardeando, sacudiendo ramas, atacándose, golpeando a los débiles y a los que estaban cerca. Esos hombres sin freno serían mucho más peligrosos.
—Llevad a mis hijas adentro —ordenó Rasa a las demás—. Luego cerrad los postigos de las ventanas. Asegurad la casa como si se aproximara una tempestad, pues de eso se trata.
Rasa se dirigió al porche.
—¿Adonde vas, mamá? —gimió Kokor—. ¡No nos abandones!
—Debo prevenir a las mujeres de la ciudad. Esta noche un monstruo anda suelto por las calles. La guardia no podrá controlarlo. Deben tomar todas las precauciones necesarias, y luego ocultarse de los fuegos que esta noche arderán en la oscuridad.
Las tropas de Moozh estaban exhaustas, pero recobraron el ímpetu al atardecer, cuando atravesaron un paso y vieron humo en lontananza. Sabían muy bien que una ciudad en llamas era una ciudad inerme. Además, eran conscientes de que habían realizado una hazaña al recorrer semejante distancia a pie. Y aunque eran sólo un millar, sabían que si lograban la victoria inmortalizarían sus nombres, si no individualmente, al menos como parte de los Mil de Moozh. Ya imaginaban a sus nietos preguntándoles si era cierto que habían marchado de Khlam a Basílica en dos días, que habían tomado la ciudad esa noche sin descansar, y todo sin perder un solo hombre.
Desde luego, esa última parte de la historia aún estaba por verse. Nadie sabía con certeza qué sucedía en Basílica. ¿Y si los soldados de Gaballufix ya habían consolidado su posición dentro de la ciudad, y estaban listos para defenderla? Los gorayni sabían que sólo tenían alimentos para otra comida; si no tomaban la ciudad esa noche, amparados en la oscuridad, deberían interrumpir su ayuno por la mañana y tomar la ciudad de día, o huir ignominiosamente hacia las Ciudades de la Planicie, donde sus enemigos descubrirían las pocas fuerzas con que contaban y los vencerían antes que pudieran regresar al norte. De modo que sí, la victoria era posible, pero también era imprescindible, y debía ser inmediata.
Entonces, ¿por qué se sentían tan confiados, cuando la desesperación habría sido más comprensible? Porque eran los Mil de Moozh, y Moozh jamás perdía. No había un general más hábil en la historia de los gorayni. Moozh cuidaba a sus hombres; no obtenía el triunfo sacrificando a sus soldados en combates sangrientos, sino mediante maniobras y ataques por sorpresa, aislando a sus oponentes, cortándoles los suministros, dividiendo las fuerzas rivales y desorientando a los generales enemigos, que comenzaban a correr riesgos absurdos con tal de terminar la batalla y detener ese ballet incesante y aterrador. Sus soldados llamaban a esas rápidas marchas «Danzas con Moozh»; sabían que Moozh les gastaba los pies para salvarles el pellejo. Oh, sí, lo veneraban. Les daba la victoria sin necesidad de que muchos de ellos regresaran a casa como un puñado de cenizas envueltas en un saco.
En las filas se murmuraba que el venerado Moozh era la verdadera encarnación de Dios, y aunque nadie lo decía en voz alta —por temor a los intercesores—, en esta marcha, sin intercesor de por medio, los murmullos menudeaban. Ese sujeto de trasero voluminoso que se hallaba en Gollod no podía ser la encarnación de Dios en un mundo donde existía un hombre de verdad como Vozmuzhalnoy Vozmozhno.
A un kilómetro de Basílica, oyeron ruidos procedentes de la ciudad, en general gritos llevados por el viento, que ahora arrastraba humo hacia ellos. La orden circuló entre las filas: cortad ramas, más de una docena por hombre, para encender fogatas humeantes, de forma que el enemigo piense que somos cien mil. Talaron los árboles de la vera del camino y siguieron a Moozh por un sendero sinuoso que bajaba de las montañas al desierto. El claro de luna era un guía traicionero para esos hombres cargados de ramas; muchos se cayeron, pero pocos quedaron heridos, y en la oscuridad se desplegaron por el desierto, dejando vastos espacios vacíos entre los grupos de hombres. Apilaron las ramas, y a un trompetazo —¿quién iba a oírlo en la ciudad?— encendieron todas las fogatas. Luego dejaron en cada hoguera un hombre que iría añadiendo ramas para alimentar las llamas, y los demás efectivos formaron cuatro columnas detrás de Moozh y marcharon por un camino ancho y llano, como si fueran la gallarda vanguardia de un numeroso ejército, hacia una brecha en las altas murallas.
Aun antes de llegar a las murallas se encontraron en medio de una verdadera ciudad. Había hombres que corrían y gritaban, muchos de ellos borrachos. Cuando vieron al ejército de Moozh marchando por las calles, se callaron y se escondieron en las sombras. Si a los gorayni les quedaba alguna duda, la perdieron por completo, pues era evidente que los hombres de Basílica no tenían ánimos para luchar. La única valentía que les quedaba era la jactancia de la borrachera.
Cerca de la puerta oyeron ruidos metálicos que sugerían una batalla campal, y al subir una cuesta vieron un combate entre hombres vestidos con el mismo uniforme que el asesino que Moozh había liquidado y otros hombres que eran espantosamente idénticos. ¡No sólo sus ropas eran iguales, sino también sus rostros!
Un rumor circuló entre las columnas: los hombres con uniforme de la guardia basilicana tal vez sean nuestros aliados; nuestros enemigos son los enmascarados, pero no matéis a nadie hasta que Moozh dé la orden.
Llegaron a la zona llana y despejada que se extendía ante la puerta, y enseguida se dividieron: dos filas a la izquierda, dos a la derecha, formando un semicírculo frente a la puerta. En el medio del semicírculo estaba Moozh.
—¡Gorayni, desenvainad las armas! —ordenó con voz estentórea, con la expresa intención de hacerse oír por los combatientes y no sólo por su propio ejército, que normalmente habría recibido la orden como un susurro de fila en fila.
La lucha cesó ante la puerta. Los hombres con uniforme de la guardia basilicana —que ya eran presa del desaliento— vieron a las tropas gorayni y desesperaron. Retrocedieron hacia la muralla, sin saber contra qué enemigo combatir, pero con la certeza de que no les quedaba mucho tiempo de vida.
Los soldados de rostro idéntico también titubearon.
—Somos gorayni. Hemos venido a ayudar a Basílica, no a conquistarla —exclamó Moozh— . ¡Mirad el desierto y ved el ejército que podemos lanzar contra las puertas de vuestra ciudad!
Moozh había escogido bien la puerta, pues desde allí todos los basilicanos, tanto los guardias como los mercenarios Palwashantu, podían ver el centenar de fogatas que se extendía por el desierto.
—¡Sin embargo, sólo he traído cinco mil hombres ante esta puerta! —Claro que mentía en cuanto a la cantidad de efectivos; sus hombres sonrieron, pues sabían que esta vez sólo exageraba por cuatro mil y no por cuarenta mil, que era la mentira más habitual—. Estamos aquí para preguntar si la ciudad de las mujeres, la ciudad de la paz, desea utilizar nuestros servicios para aplacar un disturbio interno. Entraremos, serviremos a la ciudad como deseéis y nos marcharemos tras haber cumplido nuestra labor. ¡Esto digo en nombre del general Vozmuzhalnoy Vozmozhno! —No había motivos para anunciarles que el general más temible de la costa occidental del Mar Interior estaba ante sus puertas con su espada envainada y sólo novecientos hombres a su mando. Era mejor hacerles creer que el general estaba con las decenas de miles de soldados que rodeaban las grandes hogueras en el desierto.
—Señor —exclamó un guardia—, ya ves la situación. Somos los guardias de la ciudad, ¿pero cómo averiguar la voluntad de nuestro consejo, cuando estamos luchando por sobrevivir ante estos rabiosos criminales?
—¡Nosotros somos ahora los amos de Basílica! —exclamó un mercenario Palwashantu—. ¡Ya no aceptaremos más órdenes de mujeres! ¡Ya no estaremos obligados a permanecer fuera de una ciudad que nos pertenece por derecho! ¡Ahora gobernamos esta ciudad, en nombre de Gaballufix!
—¡Gaballufix ha muerto! —exclamó el oficial de la guardia—. ¡Ningún hombre os gobierna!
—¡En nombre de Gaballufix, esta ciudad es nuestra! Los mercenarios blandieron sus armas y vitorearon.
—¡Hombres de Gaballufix! —gritó Moozh—. ¡Hemos oído el nombre de vuestro jefe caído! Los mercenarios vitorearon de nuevo.
—¡Sabremos honrar a Gaballufix! —exclamó Moozh—. ¡Venid aquí, uníos a nosotros, y os entregaremos la ciudad que merecéis!
Con un hurra, los mercenarios traspusieron las puertas para acercarse a los gorayni. Los guardias basilicanos retrocedieron contra las paredes, aprestando las armas. Algunos se deslizaban a izquierda o derecha con la esperanza de escabullirse, pero la mayoría tuvo la nobleza de permanecer en su puesto, dispuesto a perder la vida en aras del deber. Los Mil de Moozh se fijaron en ello; tratarían a la guardia con respeto, si llegaba el momento de ajustar cuentas.
Los mercenarios que estaban más cerca de los gorayni se aproximaron con la guardia baja, dispuestos a abrazar a los recién llegados como hermanos. Pero descubrieron que las espadas, picas y arcos apuntaban contra ellos, y la confusión se propagó desde el borde hacia el centro de la multitud.
Moozh permaneció donde estaba, sólo que ahora quedó rodeado por mercenarios, aislado de sus propios hombres. No demostraba alarma, aunque sus soldados se inquietaron. Para mayor consternación, Moozh se abrió paso en medio del gentío, pero no para acercarse a sus hombres sino alejándose de ellos, en dirección a la puerta. Los mercenarios parecían complacidos, pues esto sugería que pensaba tomar el mando.
Moozh se acercó a la puerta dando la espalda a los mercenarios.
—¡Ah, Basílica! —exclamó, pero no con voz de mando—. ¡Cuántas veces he soñado con llegar a tu puerta y contemplar tu belleza con mis propios ojos! —Se volvió hacia el oficial de la guardia, quien estaba en su puesto con el arma desenvainada. Moozh le habló en voz baja—. ¿Consideraría Basílica un gran servicio, amigo mío, que estos cientos de desagradables gemelos perecieran aquí y ahora?
—Eso creo, sí —asintió el oficial, nuevamente confundido, pero también con renovada esperanza.
Moozh se volvió hacia la turba, y hacia sus hombres.
—¡Que todos los que aman el nombre de Gaballufix alcen la espada!
Todos los enmascarados, salvo los más prudentes, enarbolaron las armas. En cuanto alzaron los brazos, Moozh desenvainó la espada.
Era la señal. Trescientas flechas volaron al unísono, y todos los hombres que estaban en el linde de la multitud —con los brazos en alto, con lo cual sus cuerpos ofrecían un blanco perfecto— cayeron, la mayoría atravesados varias veces. Con un grito ensordecedor, los gorayni embistieron contra el resto de los mercenarios y en un par de minutos la carnicería terminó. Los gorayni se reagruparon ante los cadáveres de sus enemigos.
Moozh se volvió hacia el oficial de la guardia.
—¿ Cómo te llamas ?
—Capitán Bitanke, señor.
—Capitán Bitanke, voy a preguntártelo de nuevo: ¿desea Basílica que intervengamos para restaurar el orden en sus hermosas calles? Aquí tengo una carta de la dama Rasa. ¿Conoces su nombre?
—Sí, señor —dijo Bitanke.
—Ella me escribió pidiendo auxilio para la ciudad. He acudido, y ahora pido respetuosamente tu autorización para que mis hombres atraviesen esta puerta para actuar como tropas auxiliares en la campaña para controlar la violencia en vuestras calles.
Bitanke se inclinó, abrió el puesto de guardia de la puerta y entró. Moozh vio que tecleaba en un ordenador. Regresó poco después.
—Señor, he informado de lo que hiciste aquí. La situación de nuestra ciudad es desesperada, y como vienes en nombre de la dama Rasa, y has demostrado tu voluntad de derrotar a nuestros enemigos, el consejo de la ciudad y la guardia te invitan a entrar. Provisionalmente estarás bajo mi mando, si aceptas a alguien de bajo rango, hasta que podamos organizar un sistema más adecuado.
—Capitán, no te saludo por tu rango, sino por tu coraje y honor, y por esa razón aceptaré tus órdenes —dijo Moozh—. ¿Puedo sugerir que despleguemos a mis hombres en compañías de seis, y los autoricemos para despachar a los revoltosos? En todos los casos respetaremos a quienes vistan vuestro uniforme. Cualquier otro hombre que vaya armado o use la violencia contra nosotros o contra cualquier mujer de la ciudad será ejecutado en el acto y expuesto en público para desalentar toda resistencia.
—No sé qué decirte en cuanto a la exposición pública, señor… —dudó Bitanke.
—¡Muy bien, tenemos nuestras órdenes! —dijo Moozh a sus soldados, ignorando el titubeo de Bitanke—. ¡Gorayni, en filas de seis!
Las filas se reagruparon y de pronto hubo ciento cincuenta escuadras de seis hombres cada una.
—¡No hagáis daño a ninguna mujer! —gritó Moozh—. Y cuando veáis a alguien con esa espantosa máscara, colgadlo con máscara y todo, hasta que ningún hombre se atreva a llevarla de noche ni de día.
—Señor, creo…
Pero Moozh ya había agitado el brazo, y sus soldados entraron en la ciudad al trote. Bitanke se acercó a Moozh, quizá para reprenderlo, pero Moozh lo saludó con un abrazo que lo silenció.
—Por favor, amigo mío, sé que tus hombres están agotados, ¿pero no podríamos utilizarlos? Por ejemplo, creo que sería conveniente hacer una limpieza en los suburbios. Y en cuanto a ti y a mí, deberíamos consultar a los notables, para que el consejo de la ciudad pueda impartirme órdenes.
El afectuoso abrazo de Moozh venció las reservas del capitán Bitanke, quien ordenó a sus hombres que patrullaran la Villa del Perro.
Luego Moozh lo siguió a la ciudad.
—Mientras mis hombres restauran el orden, debemos apagar algunos incendios —observó Moozh—. ¿Puedes llamar a otros guardias con tu ordenador?
—Sí, señor.
—No soy quién para decirte qué debes hacer, pero si tus hombres pueden proteger a quienes combaten los incendios, quizá consigamos evitar que Basílica arda en llamas antes del alba.
—¿Crees que el resto de tus hombres podrá venir a ayudar?
Moozh rió.
—El general Vozmuzhalnoy Vozmozhno no lo permitiría. Si semejante fuerza llegara a vuestras puertas, la gente de Basílica pensaría que intentamos conquistar la ciudad. Estamos aquí para ofrecer protección, no para dominar, amigo mío. Así que sólo hemos traído estos quinientos.
—El Alma Suprema debe de haberte enviado, señor —dijo el capitán Bitanke.
—Sólo tienes que dar las gracias a la dama Rasa —señaló Moozh—. A ella y a un valiente hombre de los tuyos. Creo que se llamaba Smeiost.
—Smeiost —susurró Bitanke—. Era un querido amigo mío.
—Pues me satisface contarte que fue recibido con honores por el general Vozmuzhalnoy Vozmozhno, quien partió de inmediato en auxilio de vuestra ciudad.
—Habéis llegado a tiempo —dijo Bitanke—. Comenzó anoche, y se propagó durante el día, y me temía que mañana por la mañana la ciudad estuviera reducida a cenizas y las buenas mujeres de Basílica fueran presa de la desesperación o algo peor.
—Siempre me alegra ser mensajero de la esperanza —sonrió Moozh.
Caminaban por una calle bordeada por tiendas y casas. No se veía movimiento alguno y brillaban luces en muchas ventanas. La única huella de los disturbios eran los cristales rotos que cubrían la calle, los escaparates astillados de las tiendas y los cadáveres de mercenarios que colgaban como reses de los balcones, con las máscaras holográficas puestas. Bitanke los miró con disgusto.
—¿Cuánto tiempo permanecen activas esas máscaras?
—preguntó Moozh.
—Hasta que los cuerpos se enfrían, supongo. He oído que se activan mediante el calor y el magnetismo del cuerpo.
—Ah.
—¿Cómo los colgaron tus hombres? No veo sogas ni cadalsos.
—No estoy seguro —respondió Moozh—. Quitémosle la capa a uno de ellos para ver.
Bitanke alzó la mano y arrancó la capa del cadáver más cercano. El holograma se desvaneció y resultó evidente que el cadáver estaba clavado a la pared por un grueso cuchillo que le atravesaba el cuello.
—¿Su propio cuchillo, crees? —preguntó Moozh.
—Eso parece —dijo Bitanke.
—No está muy firme —dijo Moozh, tironeando del cadáver—. Si hay viento esta noche, la mayoría de estos cuerpos se caerán. Habrá que sacarlos cuanto antes, o tendremos un problema con los perros.
—Sí, señor —dijo Bitanke.
—¿Nunca habías visto un muerto? Pareces descompuesto.
—Oh, he visto muertos, señor. Nunca había visto… este modo de tratarlos… Preferiría que tus hombres no…
—Tonterías. Estos cuerpos colgados son como refuerzos. Si a mis soldados se les escapan algunos alborotadores, ya que algunos estarán en el excusado, al salir verán cómo andan las cosas, verán los cuerpos, y se les quitarán las ganas de pelear.
Bitanke rió entre dientes.
—Supongo que sí.
—¿Entiendes? Estos muchachos pagarán sus travesuras vigilando las calles por nosotros. Corrígeme si me equivoco, capitán Bitanke, pero nadie llorará mucho por ellos, ¿verdad?
Poco después Moozh se reunió con el consejo de Basílica. Entretanto, los cien soldados que cuidaban las fogatas ocuparon posiciones ante las puertas de la ciudad, sumándose a los guardias en los pocos casos en que los hallaban en esos puestos. No había motivos para que pelearan entre ellos, así que no se produjo ningún enfrentamiento.
La reunión entre el general y las consejeras transcurrió sin tropiezos, y se acordó que Moozh tendría pleno acceso a todos los barrios de la ciudad, incluso a los que normalmente estaban restringidos a las mujeres, pues allí ardían los incendios más peligrosos y los revoltosos estaban más desatados. Al cabo de dos días y medio, Moozh retiraría sus hombres a los cuarteles de las afueras, donde recibirían generosas provisiones y una recompensa tomada de las arcas de la ciudad. Fue un diálogo cordial, lleno de alabanzas y sincera gratitud.
Muchos basilicanos tardaron en comprenderlo, pero cuando Moozh abandonó esa reunión ya era el amo de la ciudad.
Nafai habló poco con Elya y Meb mientras regresaban a Basílica. Su silencio no los predispuso a su favor, pero al menos no tenía que discutir con ellos ni hacer piruetas verbales para evitar problemas. Podía sumirse en sus propios pensamientos.
Podía hablar con el Alma Suprema.
Como si importara lo que le dijera al viejo ordenador. Por unos días había imaginado que él y el Alma Suprema estaban trabajando juntos. El Alma Suprema le había mostrado su memoria de la Tierra, le había explicado su propósito en el mundo: impedir que el planeta Armonía repitiera la desdichada y autodestructiva historia de la Tierra. Nafai había convenido en servir a ese propósito. Se había tropezado en la calle con un hombre borracho e indefenso —su enemigo— y lo había matado, pero sólo porque así lo ordenaba el Alma Suprema. Gaballufix era un asesino que merecía morir, pero Nafai no lo había ejecutado por eso, sino porque creyó que el Alma Suprema tenía razón al afirmar que la muerte de aquel hombre preservaría su mundo.
Pero una vez cometido el crimen, una vez derramada la sangre, ¿dónde estaba el Alma Suprema? Nafai había imaginado que habría una relación especial entre el Alma Suprema y él. ¿Acaso el índice no había hablado con él, su padre e Issib? Padre e Issib habían comprendido sólo en parte el mensaje del Alma Suprema: comprendían que el Alma Suprema se proponía conducirlos en un largo viaje hacia un lugar maravilloso donde Issib podría usar de nuevo los flotadores y prescindir de la silla. Pero sólo Nafai había comprendido que ese lugar no estaba en el planeta Armonía, que el Alma Suprema se proponía conducirlos a la Tierra. Al cabo de cuarenta millones de años, un retorno al hogar.
Pero desde entonces el índice sólo había servido como guía para un vasto banco de memoria. Padre e Issib estudiaban con Nafai, pero Nafai aún esperaba una revelación, un mensaje especial, una palabra de aliento. Algo que confirmara la promesa que el Alma Suprema había hecho al hablar desde la silla de Issib, cuando declaró que había escogido a Nafai y sus hermanos deberían obedecerle.
¿Soy el escogido, Alma Suprema? Entonces, ¿por qué no veo los frutos de tu elección? Por ti me he convertido en un asesino, y sin embargo fue Elemak quien recibió la visión de nuestras esposas. ¿Y qué vio? ¡Que habías escogido a Eiadh para él! ¿Qué he ganado con tus favores, pues? Ahora hablas con Elemak, quien conspiró con Gaballufix, quien trató de matarme. Ahora le entregas la mujer que yo he deseado durante tanto tiempo. ¿Por qué él recibió el sueño, y no yo? He sido humillado frente a todos ellos. Tendré que morder el polvo, tendré que someterme a las órdenes de Elya y servirle, tendré que presenciar cómo Elya toma a esa dulce y delicada muchacha que durante tanto tiempo ha habitado mis sueños. ¿Por qué me odias, Alma Suprema? ¿Qué he hecho, sino servirte y obedecerte?
Los camellos treparon perezosamente una cuesta y Elemak los condujo por el borde de un precipicio. Nafai contempló ese paisaje de agrestes rocas y peñascos donde apenas asomaban unos retazos de vegetación grisácea.
El Alma Suprema me prometió vida, me prometió grandeza, gloria y alegría, y aquí estoy, en este desierto, siguiendo a mis hermanos, quienes se confabularon con el enemigo de Padre y, a sabiendas o no, conspiraron para matarle. Yo ayudé al Alma Suprema a salvar la vida de Padre, y aquí estoy.
Sí, aquí estás.
Tardó un momento en comprender que era la voz del Alma Suprema, pues le hablaba en la mente como si fuera su propio pensamiento. Pero sabía por experiencia que este pensamiento venía del exterior, pues parecía responderle.
Nafai respondió a su vez, sin mayor respeto. Oh, conque aquí estás, dijo en silencio, con sorna. ¿Te has acordado de mí? Espero que no haya sido una molestia.
Me tomo muchas molestias por ti.
Por ejemplo, has escogido a Eiadh para mi hermano y no para mí.
Eiadh no es para ti.
Gracias por tu ayuda, dijo Nafai en silencio. Gracias por darme tan pésimas cartas en esta partida con mis hermanos.
No me he portado tan mal contigo, Nafai.
No te sobrevalores. He matado a un hombre por ti.
Y en cada momento de este viaje, te estoy salvando la vida.
El pensamiento sobresaltó a Nafai. Se irguió sin darse cuenta, miró alrededor.
En cada momento de este viaje, los distraigo de su decisión de matarte.
El miedo y el odio clavaron sus garras en la garganta y el vientre de Nafai, como dos alimañas que le royeran las vísceras.
Es bueno que guardes silencio, dijo el Alma Suprema. Es bueno que no los hayas provocado, que ni siquiera les hayas recordado que los acompañas en este viaje. Mi influencia, aunque fuerte, no es todopoderosa. Si se encolerizaran contra ti, ¿cómo los detendría? No tengo la silla de Issib para actuar por su intermedio.
Nafai sintió gran temor, y el deseo de regresar a la tienda de Padre. Al mismo tiempo, sintió rencor contra sus hermanos. ¿Por qué me odian aún? ¿Qué mal les he hecho yo?
Niño estúpido. Hace un instante ansiabas que recompensara tu lealtad otorgándote poder sobre tus hermanos. ¿Crees que ellos no captan tu ambición? Cada vez que te hablo, te odian más. Cada vez que tu padre festeja tu inteligencia y tu bondad, te odian más. Y cuando ven que codicias los privilegios del hijo mayor…
No es así, gritó Nafai en silencio. No quiero desplazar a Elemak. Deseo que me quiera, deseo que sea un verdadero hermano mayor, no un monstruo que anhela mi muerte.
Sí, deseas que te quiera, deseas que te respete… y deseas ocupar su lugar. ¿Te crees inmune a tus instintos de primate? Has nacido para ser un macho alfa en una tribu de bestias inteligentes, como él. Pero él está dominado por esta ambición, mientras que tú, Nafai, debes ser más civilizado, suprimir al animal que hay en ti, y ayudarme a lograr un propósito mucho más elevado que determinar quién será el macho dominante en un grupo de mandriles erectos.
Nafai se sintió como si lo hubieran desnudado frente a sus enemigos. No soy mejor que Elemak, ni que cualquiera de esos mandriles que viven junto a la tienda de Padre. Entonces ¿por qué me has escogido?
Porque sí eres mejor, y porque deseas mejorar aún más.
Entonces, ayúdame. Ayúdame a vencer mis deseos oscuros. Y de paso, ayuda también a Elemak. Lo recuerdo cuando era más joven. Alegre, cariñoso, amable. Sé que es algo más que un animal ambicioso, aunque él mismo lo haya olvidado.
Lo sé, respondió el Alma Suprema. ¿Por qué crees que le di ese sueño a Elemak? Para que tuviera la oportunidad de reconocer mi voz. Elemak es tan receptivo como tú, pero hace tiempo que decidió odiarme, frustrar mis propósitos, y mi voz no significaba nada para él. Sin embargo, esta vez pude transmitirle algo que él deseaba oír. Mi propósito coincidía con el suyo. ¿Cuánto crees que valdría tu vida si te hubiera mostrado a ti quién debía ser la esposa de Elemak? ¿Crees que él habría aceptado que tú le entregaras a Eiadh?
Yo no le habría entregado a Eiadh.
En efecto, me habrías desobedecido. Te habrías rebelado. Dices que has matado a Gaballufix sólo porque me sirves a mí y a mi noble propósito… pero estás dispuesto a rebelarte y frustrar mi propósito porque deseas a una mujer que arruinaría tu vida.
Tú no sabes eso. Serás un ordenador muy listo, Alma Suprema, pero no puedes predecir el futuro.
Conozco a Eiadh por dentro, como a ti. Y si alguna vez llegas a conocerla, comprenderás que nunca podría ser tu esposa.
¿Estás diciendo que tiene mal corazón?
Estoy diciendo que vive en un mundo cuyo centro de gravedad es ella misma. Sólo piensa en sus propios deseos. Pero tú, Nafai, jamás estarás satisfecho a menos que logres algo que cambiará el mundo. Yo te concederé ese deseo, si tienes la paciencia de confiar en mí hasta que llegue el momento oportuno. También te daré una esposa que compartirá los mismos sueños, que colaborará contigo en vez de entorpecerte.
¿Quién será mi esposa, pues?
El rostro de Luet acudió a su mente.
Nafai se estremeció. Luet. Ella le había ayudado a escapar, y le había salvado la vida con gran riesgo para sí misma. Lo llevó al lago de las mujeres y lo inició en rituales que por ley sólo podían celebrar las mujeres. Podrían haberla matado por eso, junto con él; en cambio se enfrentó a las mujeres y las convenció de que cumplía órdenes del Alma Suprema. Nafai había nadado con ella en las nieblas que flotaban en el límite entre las aguas calientes y frías del lago, y ella lo había llevado por el Bosque sin Sendas, más allá de esa puerta de la muralla de Basílica que hasta entonces sólo conocían las mujeres.
Y antes Luet había acudido en plena noche a la casa de Padre, en las afueras de la ciudad, con riesgo para sí misma, sólo para advertirle de que los enemigos de Padre pensaban asesinarlo. Ella precipitó su huida al desierto.
Nafai le debía mucho. Y ella le caía bien. Era una buena persona, tierna y sencilla. Entonces, ¿por qué no podía imaginársela como su esposa? ¿Por qué rechazaba esta idea?
Porque ella es la vidente.
La vidente. Por eso no quería desposarla. Porque ella tenía visiones del Alma Suprema desde mucho antes que él; porque tenía una fuerza y una sabiduría que él tenía vedadas. Porque era mejor que Nafai en todo sentido. Porque si compartían ese viaje de regreso a la Tierra, ella oiría la voz del Alma Suprema mejor que él; sabría adonde ir cuando él estuviera desorientado. Cuando para él todo fuera silencio, ella oiría música; cuando él estuviera ciego, ella vería luz. No podré soportarlo, estar ligado a una mujer que no tendrá motivos para respetarme, porque habrá hecho primero y mejor cualquier cosa que yo haga.
Entonces no querías una mujer. Querías una adoradora.
Esta revelación hizo que se ruborizara de vergüenza. ¿Eso soy yo? ¿Un niño tan inmaduro que no puede amar a una mujer fuerte?
Acudieron a su mente los rostros de Rasa y Wetchik, su madre y su padre. Madre era una mujer fuerte, tal vez la más fuerte de Basílica, aunque nunca había usado su prestigio e influencia para obtener poder personal. ¿Padre era más débil porque Madre era al menos su igual? Tal vez por eso no habían renovado su matrimonio después del nacimiento de Issib. Tal vez por eso Madre había estado casada varios años con Gaballufix, porque Padre no había podido tragarse el orgullo para permanecer casado con una mujer tan poderosa y sabia.
Sin embargo, ella volvió junto a Padre, y Padre volvió junto a ella. Nafai era el fruto de la renovación de ese matrimonio. Desde entonces, habían renovado el contrato todos los años, sin cuestionar jamás su compromiso recíproco. ¿Qué había cambiado? Nada. Madre no tenía que disminuirse para formar parte de la vida de Padre, y él no tenía que dominarla para formar parte de la vida de ella. Tampoco ella intentaba dominarlo; el Wetchik siempre había sido un hombre independiente, y Rasa no necesitaba coartar su libertad.
En la mente de Nafai, el rostro de su padre y el de su madre se fusionaron y se transformaron en una sola cara. Por un instante lo reconocía como Padre; luego, sin que hubiera cambios, le parecía que el rostro era el de Madre.
Comprendo, dijo en silencio. Son una sola persona. No importa quién hable ni quién actúe. Ninguno de los dos está por encima del otro. Están juntos, y no existe rivalidad entre ellos.
¿Podré alcanzar semejante compañerismo con Luet? ¿Podré soportar que ella oiga al Alma Suprema mientras yo permanezco sordo? Acabo de enfadarme porque Elya tuvo un sueño verdadero. ¿Sabré escuchar los sueños de Luet sin sentir envidia?
¿Y ella? ¿Me aceptará a mí?
Se avergonzó de esta pregunta. Ella ya lo había aceptado. Lo había llevado al lago de las mujeres. Le había dado todo lo que ella era y tenía, sin titubeos. Era él quien sentía celos y temores, cuando ella demostraba valor y generosidad.
La pregunta no era si soportaría la convivencia con semejante mujer, sino si era digno de ser su esposo.
Un calor vibrante lo invadió, como si se llenara de luz. Sí, dijo el Alma Suprema en su interior. Sí, ésa es la pregunta. Ésa es la pregunta. Esa es la pregunta.
Entonces terminó el trance de su comunión con el Alma Suprema, y Nafai reparó nuevamente en su entorno. Nada había cambiado. Meb y Elya aún lo precedían, y los camellos continuaban la marcha. Aún tenía el cuerpo bañado en sudor; el camello seguía meciéndose bajo su cuerpo; el aire seco del desierto todavía le quemaba la garganta.
Mantenme con vida, rogó Nafai. Mantenme con vida el tiempo suficiente para dominar al animal que hay en mí. El tiempo suficiente para unirme a una mujer que es mejor y más fuerte que yo. El tiempo suficiente para reconciliarme con mis hermanos. El tiempo suficiente para llegar a ser tan buen hombre como mi padre, y también tan bueno como mi madre.
Si puedo lo haré, prometió el Alma Suprema.
Y si yo puedo, lo lograré pronto. Pronto seré digno de todo lo que me ofreces.