Luet nunca había intentado tener un sueño de emergencia, así que nunca se le había ocurrido que para soñar no bastaba con desearlo. Al contrario, el nerviosismo la mantenía en vela y le impedía soñar. La enfurecía y le avergonzaba no haber recibido un mensaje del Alma Suprema antes de que Tía Rasa tuviera que decidir qué haría con aquel soldado, Smelost. Para colmo, aunque el Alma Suprema no le había dicho nada, estaba segura de que era un error enviar a Smelost con los gorayni. Parecía demasiado simplista pensar que los gorayni lo recibirían bien sólo porque Gaballufix había sido enemigo de ellos.
Luet hubiera querido decirle a Tía Rasa que los gorayni no eran necesariamente sus amigos, pero Tía Rasa había salido precipitadamente con Vas y a ella no le quedó más remedio que observar mientras Smelost recogía la comida y las provisiones que le habían traído las criadas y se escabullía por la puerta trasera.
¿Por qué Rasa no había reflexionado un poco más? ¿No habría sido mejor enviar a Smelost al desierto, para que se reuniera con Wetchik? Aunque Volemak ya no era el Wetchik. Sólo era el hombre que había sido Wetchik hasta que Gaballufix lo despojó del título, tan sólo el día anterior. Sólo era Volemak… pero Luet sabía que Volemak, entre todos los hombres eminentes de Basílica, era el único que figuraba en los planes del Alma Suprema.
El Alma Suprema había iniciado estos problemas al presentar a Volemak su visión de Basílica en llamas. Le había advertido que una alianza con Potokgavan conduciría a la destrucción de Basílica. Pero no le había asegurado que Basílica pudiera confiar en la amistad de los gorayni. Y por lo que Luet sabía de los gorayni —los cabeza mojada, como los llamaban, por el modo en que aceitaban el cabello—, no era conveniente enviar a Smelost a pedir refugio. Los gorayni tendrían la errónea impresión de que sus aliados no estaban a salvo en Basílica. ¿Eso no les induciría a hacer precisamente lo que todos deseaban evitar: a invadir y conquistar la ciudad?
No, era un error enviar a Smelost. Pero como Luet no había llegado a esta conclusión como vidente, sino mediante sus propios razonamientos, nadie la escucharía. Era una niña, excepto cuando el Alma Suprema estaba en ella, de modo que sólo obtenía respeto cuando no era ella misma. Eso la indignaba, pero no podía hacer nada, salvo abrigar la esperanza de que se equivocaba en cuanto a Smelost y los gorayni, y aguardar impaciente hasta que se convirtiera plenamente en una mujer.
Pero era insólito que Rasa llegara a una conclusión tan poco fundamentada. Rasa parecía actuar irreflexivamente, impulsada por el miedo. Y si incluso el juicio de Rasa se enturbiaba, ¿con qué podía contar Luet?
Quiero hablar con alguien, pensó. No con su hermana Hushidh. La querida Shuya era sabia y bondadosa y sin duda escucharía, pero sólo se interesaba por Basílica. No en vano era descifradora. Hushidh vivía atenta a las conexiones y relaciones que unían a la gente, a las redes comunitarias que formaban las personas, a la urdimbre de lazos que configuraban Basílica misma. Amaba la ciudad, pero la conocía tan a fondo, se concentraba tanto en ella, que ignoraba las relaciones que enlazaban Basílica con el mundo externo, pues estas relaciones eran demasiado vastas e impersonales.
De todas formas, Luet había intentado hablar con Hushidh, pero Shuya se había dormido de inmediato. Era comprensible. Pronto amanecería y habían perdido horas de sueño durante la noche. Luet también debía dormir.
Ojalá pudiera hablar con Nafai o Issib. Sobre todo con Nafai. Él puede comunicarse con el Alma Suprema en plena vigilia. Quizá no reciba las visiones que yo recibo, quizá no vea con la hondura y claridad de una vidente, pero puede obtener respuestas. Respuestas prácticas y sencillas. Y no necesita dormirse para obtenerlas. Ojalá estuviera aquí. Pero el Alma Suprema lo envió al desierto con su padre y sus hermanos.
Allá tendría que haber ido Smelost, sin duda. Con Nafai. Ojalá alguien supiera dónde está.
Los frenéticos pensamientos de Luet se mezclaron al fin en el caos de su mente dormida, y allí nació un sueño que Luet recordaría, pues venía desde fuera de ella y tenía un sentido que trascendía las reacciones fortuitas del cerebro.
—Despierta —llamó Hushidh.
—Estoy despierta —dijo Luet.
—Ya me has respondido eso mismo dos veces, Lutya, y luego has seguido durmiendo. Es de mañana, y la situación es aún peor de lo que habíamos pensado.
—Si me has dicho eso cada vez que he despertado, no me sorprende que me haya dormido de nuevo.
—Has dormido suficiente —replicó Hushidh, y empezó a contarle lo que había sucedido la noche anterior en casa de Kokor.
Era inconcebible que ocurriera algo semejante con una persona relacionada con la casa de Rasa. Pero no se trataba de meros rumores.
—Por eso Vas se llevó a Tía Rasa —dijo Luet.
—Qué lúcida estás por la mañana.
Luet estaba tan aturdida que tardó un instante en comprender que Hushidh se burlaba de ella.
—Estaba soñando —dijo para justificar su obtusidad. Pero Hushidh no tenía ningún interés en el sueño.
—Para la pobre Tía Rasa la pesadilla comenzará cuando despierte.
Luet trató de pensar en un aspecto positivo.
—Al menos tiene el consuelo de saber que Kokor y Sevet se criaron como sobrinas de Dhelembuvex… no afectará a su casa…
—¡Que no afectará…! Son sus hijas, Lutya. Y Tía Dhel siempre estuvo aquí con ellas mientras crecían. No se trata de su crianza, sino de que sean hijas de Gaballufix. Es irónico que la misma noche en que él muere, una de sus hijas tumba a la otra de un puñetazo en el gaznate.
—Cada palabra que pronuncias está impregnada de dulce bondad, Shuya.
Hushidh la miró de mal talante.
—Tú tampoco quisiste nunca a las hijas de Tía Rasa, así que no te hagas la buena.
Lo cierto era que Luet no tenía mayor interés en las hijas de Rasa. Era demasiado pequeña para fijarse en ellas cuando estuvieron por última vez en casa de Rasa. Hushidh, siendo mayor, tenía claros recuerdos de la presencia de las dos jóvenes. Kokor asistía a los cursos, y las dos estaban rodeadas de pretendientes. Hushidh decía en broma que había más feromonas que en un burdel, pero no odiaba a Kokor y Sevet porque ellas ejercieran atracción sobre los hombres, sino porque sentían una insidiosa envidia por cualquier muchacha que se granjeara el amor y el respeto de Rasa. Hushidh no era rival para ellas, pero ambas la hostigaban sin piedad, atormentándola cuando las maestras no se daban cuenta. Hushidh se convirtió en un fantasma furtivo que sólo aparecía en las clases y eludía las comidas y las fiestas. Por suerte, Kokor y Sevet se casaron y se marcharon a temprana edad, catorce y quince años respectivamente. Sevet ya era una cantante célebre, y cuando ella y su hermana ensayaban, sus voces resonaban en la casa como trinos de pájaros. Pero Hushidh no oía música en ese canto, y sólo recobró la música cuando las hermanas se fueron. Siguió siendo callada y tímida con todos, excepto con Luet.
Por eso Hushidh prestaba tanta atención cuando las hijas de Rasa representaban un episodio trágico. A Luet sólo le importaba porque entristecía a Tía Rasa.
—Shuya, olvídate de ese escándalo. ¿Qué se dice del soldado? ¿Y qué hay de la muerte de Gaballufix?
Hushidh bajó la vista. Sabía que Luet la reprendía por haber dado excesiva importancia a cuestiones triviales, pero aceptó el reproche y no se defendió.
—Dicen que Smelost era cómplice de Nafai desde antes. Rashgallivak exige que el consejo investigue quién ayudó a Smelost a escapar de la ciudad, aunque no había orden de arresto cuando él se marchó. Rasa intenta que la guardia de la ciudad quede bajo el control de los Palwashantu. Es muy desagradable.
—¿Y si vienen a arrestar a Tía Rasa como cómplice de Smelost?
—¿Cómplice de qué? —dijo Hushidh. Ahora era Hushidh la descifradora, que hablaba de la ciudad de Basílica, no Shuya la estudiante, que chismorreaba con malicia de sus torturadoras. Luet recibió el cambio con agrado, aunque debiera soportar que Hushidh le reprochara su falta de perspicacia—. La locura de la gente tiene un límite. Rashgallivak puede provocarla, pero no es Gaballufix. Carece de magnetismo personal para lograr que la gente lo siga durante mucho tiempo. Tía Rasa podrá defenderse de él ante el consejo, e incluso dejarlo mal parado.
—Sí, supongo que sí. Pero Gaballufix tenía muchos soldados, y ahora son de Rashgallivak…
—Rash no tiene buenos contactos. La gente siempre lo ha tratado con amabilidad y respeto, pero sólo como mayordomo, y como mayordomo de Wetchik. Es improbable que obtenga todos los honores de Wetchik de buenas a primeras, y aún menos el respeto de que gozaba Gaballufix como jefe de los Palwashantu. No tiene ni la mitad del poder que cree tener, aunque sí el suficiente para causar problemas, lo cual resulta bastante preocupante.
Luet ya estaba despabilada, y se levantó. Recordó que debía contar algo.
—He soñado —declaró.
—Eso has dicho. —Entonces Hushidh comprendió a qué se refería—. Ah. Un poco tarde, ¿no crees?
—No con Smelost. Con algo… muy extraño. Sin embargo parecía más importante que todo lo que está pasando.
—¿Un verdadero sueño? —preguntó Hushidh.
—Nunca estoy segura, pero eso creo. Lo recuerdo con tanta claridad que tiene que venir del Alma Suprema.
—Entonces, cuéntamelo mientras vamos a desayunar. Es casi mediodía, pero Tía Rasa ordenó a la cocinera que no nos molestara y nos dejara dormir porque habíamos pasado media noche en vela.
Luet se puso una túnica, se calzó las sandalias y siguió a Hushidh escalera abajo.
—Soñé con ángeles que volaban.
—¡Ángeles ! ¿Y qué significa eso, además de que eres supersticiosa cuando duermes?
—No se parecían a las ilustraciones de los libros infantiles, si a eso te refieres. No, eran como aves grandes y hermosas. Murciélagos, en realidad, pues tenían pelaje. Pero con rostros muy inteligentes y expresivos, y en el sueño supe que eran ángeles.
—El Alma Suprema no necesita ángeles. El Alma Suprema habla directamente a la mente de cada mujer.
—Y de cada hombre, aunque ya nadie la escucha. Y tú tampoco me estás escuchando, Shuya. ¿Te cuento el sueño, o me limito a comer pan con miel y crema y deduzco que los mensajes del Alma Suprema no te interesan?
—No te hagas la irónica conmigo, Luet. Serás una maravillosa vidente para los demás, pero cuando te pones tan insoportable sólo eres mi estúpida hermana pequeña.
La cocinera las miró de mal talante.
—Procuro que en mi cocina reinen la luz y la armonía.
Avergonzadas, aceptaron el pan caliente que ella les ofrecía y se sentaron a la mesa, donde ya aguardaban una jarra de crema y un frasco de miel.
Hushidh, como de costumbre, partió el pan en un cuenco y le vertió crema y miel; Luet, como de costumbre, vertió la miel sobre el pan y lo comió por separado, bebiendo la crema del cuenco. Las dos fingían que no les gustaba el modo en que comía la otra.
—Seco como polvo —susurró Hushidh.
—Blando y viscoso —replicó Luet. Y se echaron a reír.
—Eso ya me gusta más —asintió la cocinera—. Ya sois mayorcitas para andar peleándoos. Con la boca llena, Hushidh dijo:
—El sueño.
—Ángeles —repitió Luet.
—Que volaban, sí. Ángeles peludos, como murciélagos gordos. Te oí la primera vez.
—Gordos no.
—Pero murciélagos, de todos modos.
—Gráciles. Veloces. Y luego yo fui una de ellos, y también volaba. Era muy hermoso y apacible. Y luego vi el río, y descendí hacia él y con el barro de la orilla modelé una estatua.
—¿Ángeles jugando en el barro?
—No es más extraño que murciélagos modelando estatuas —replicó Luet—. Y te está goteando leche por la barbilla.
—Pues tú tienes miel en la punta de la nariz.
—Y a ti te ha crecido una cosa grande y fea delante de la cabeza… oh, no, es tu…
—Mi cara. Ya lo sé. Termina el sueño.
—Me puse la arcilla en la boca para ablandarla, de modo que cuando yo, como ángel, modelé la estatua, la imagen contenía algo de mí. Creo que es muy significativo.
—Oh, muy simbólico, sí —sonrió Hushidh con tono travieso, pero Luet sabía que escuchaba atentamente.
—Y las estatuas no eran de personas, ni de ángeles ni de cualquier otra cosa. A veces tenían rostro, pero no eran retratos, ni siquiera cosas. Las estatuas cobraban la forma que nosotros necesitábamos. No había dos iguales, pero yo supe que en ese momento la estatua que estaba modelando era la única estatua que yo podía modelar. ¿Tiene sentido?
—Es un sueño. No es preciso que tenga sentido.
—Pero es un sueño verdadero, así que debe tener sentido.
—Ya veremos —dijo Hushidh. Se llevó otra blanda cucharada de pan y leche a la boca.
—Cuando terminamos —prosiguió Luet—, las llevamos a una roca alta y las pusimos a secar al sol, y luego volamos alrededor, y cada cual miraba las estatuas de los demás. Luego los ángeles se fueron volando y ahora yo ya no estaba con ellos. No era un ángel, sólo estaba allí mirando las rocas donde se erguían las estatuas, y se puso el sol y llegó la oscuridad…
—¿Veías en la oscuridad?
—En el sueño, sí —respondió Luet—. De cualquier modo, al anochecer vinieron unas ratas gigantes, y cada cual tomó una de las estatuas y la llevó a unos hoyos que había en la tierra, hasta madrigueras profundas, y cada rata que había robado una estatua se la daba a otra rata y luego la roían juntas, la humedecían con saliva y se frotaban con ellas. Se cubrían con arcilla. Yo estaba muy enfadada, Hushidh. Destrozaban esas bellas estatuas, las convertían en barro y se frotaban con él… incluso en los genitales, por todas partes.
—Amantes de la belleza —comentó Hushidh.
—Hablo en serio. Me dio muchísima pena.
—¿Y eso qué significa? ¿A quién representan los ángeles, y quiénes son las ratas?
—No sé. Por lo general cuando el Alma Suprema envía un sueño el significado es evidente.
—Pues quizá fuera sólo un sueño.
—No lo creo. Era distinto y muy nítido, y lo recuerdo con gran claridad. Shuya, creo que quizá sea el sueño más importante que he tenido.
—Lástima que nadie pueda entenderlo. Quizá sea una de esas profecías que nadie comprende hasta que todo ha concluido y ya es demasiado tarde para intervenir.
—Tal vez Tía Rasa sepa interpretarlo. Hushidh esbozó una mueca de escepticismo.
—En este momento no está muy lúcida. Luet notó con alivi o que no sólo ella pensaba que Rasa estaba cometiendo errores.
—Entonces, quizá no se lo cuente.
Hushidh sonrió pícaramente, con aire de estar muy complacida consigo misma.
—¿Quieres una interpretación absurda? —preguntó. Luet asintió, y mientras escuchaba siguió comiéndose el pan.
—Los ángeles son las mujeres de Basílica —dijo Hushidh—. Durante milenios, en esta ciudad, hemos forjado una sociedad refinada y agradable, y la hemos convertido en parte de nosotras mismas, tal como los murciélagos de tu sueño modelaban sus estatuas con saliva. Y ahora hemos puesto nuestras obras a secar, y en la oscuridad nuestros enemigos vendrán a robarnos lo que hemos hecho. Pero son tan estúpidos que ni siquiera entienden que son estatuas. Las miran y sólo ven terrones de barro seco. Así que los humedecen y se revuelcan en ellos, y están orgullosos porque poseen todas las obras de Basílica, pero en realidad no poseen nada de Basílica.
—Eso está muy bien —dijo Luet, estupefacta.
—Yo también lo creo —asintió Hushidh.
—¿Y quiénes son nuestros enemigos?
—Muy sencillo. Son los hombres.
—No, eso es demasiado simplista —dijo Luet—. Aunque Basílica es una ciudad de mujeres, los hombres que entran en ella contribuyen tanto como nosotras a realizar las obras de belleza. Forman parte de la comunidad, aunque no puedan poseer tierras ni vivir intramuros sin estar casados con una mujer.
—Se me ocurrió que eran hombres en cuanto dijiste que eran ratas gigantes.
La cocinera rió suavemente entre dientes mientras preparaba la cena.
—Alguien más —insistió Luet—. Tal vez Potokgavan.
—Quizá sean sólo los hombres de Gaballufix —dijo Hushidh—. Los matones, y esos soldados con sus horribles máscaras.
—O quizá sea algo que aún no ha aparecido —aventuró Luet. Y añadió con angustia—: O quizá no tiene nada que ver con Basílica. ¿Cómo saberlo? Pero así era mi sueño.
—No nos dice adonde deberíamos haber enviado a Smelost.
Luet se encogió de hombros.
—Tal vez el Alma Suprema pensó que teníamos el sentido común suficiente para deducirlo por nuestra cuenta.
—¿Y tenía razón? —preguntó Hushidh.
—Lo dudo. Enviarlo al territorio de los gorayni fue un error.
—No sé. Pero comer el pan seco… eso sí que es un error.
—No para los que tenemos dientes. No necesitamos mojar el pan para poder comérnoslo.
Lo cual condujo a una falsa discusión que se volvió tan tonta y estridente que la cocinera las echó de la cocina, lo cual no les molestó porque ya habían terminado el desayuno. Era agradable comportarse como niñas por unos minutos. Pues sabían que, para bien o para mal, las dos participarían en los acontecimientos que se estaban desarrollando en el interior y en las cercanías de Basílica. No se desvivían por participar, pero sus dones las hacían importantes para la ciudad, así que harían todo lo posible por servirla.
Luet acudió al consejo de la ciudad y refirió el sueño, que fue registrado y entregado a las mujeres sabias para que lo estudiaran en busca de señales y presagios. Luet les contó la interpretación de Hushidh. Le dieron las gracias cortés-mente, pero le insinuaron que, aunque cualquiera podía tener sueños, se necesitaba bastante más experiencia para interpretarlos.
Una tormenta seca y cálida soplaba desde el noroeste, arrastrando arena y tierra y, según decían, los huesos molidos y las carnes pulverizadas de hombres y animales sorprendidos por ese vendaval a mil kilómetros de distancia y, si uno escuchaba con atención, se oía el gemido de sus almas arrastradas por el viento al cielo o al infierno. Aunque las montañas protegían al ejército de Moozh de los más feroces embates de la tormenta, las tiendas se agitaban con violentos chasquidos y los estandartes flameaban locamente; algunos mástiles se soltaban y echaban a rodar por la avenida polvorienta que había entre las tiendas, perseguidos por un pobre soldado.
La gran tienda de Moozh también temblaba en el viento, a pesar de estar bendecida por el imperátor. La bendición surtiría su efecto, pero Moozh siempre se cercioraba de que las estacas estuvieran bien clavadas.
A la luz de las velas, miraba nostálgicamente el mapa desplegado sobre la mesa. El mapa mostraba todas las tierras que bordeaban las costas occidentales del Mar Interior. En el norte, un contorno rojo indicaba las tierras de los gorayni, las tierras del imperátor, que era la encarnación de Dios en la Tierra y en consecuencia tenía derecho a gobernar a toda la humanidad, etc., etc. Moozh evocó los límites invisibles de naciones que eran tanto o más antiguas que los gorayni, con historias gloriosas, naciones que ahora no existían, que ni siquiera se podían recordar, pues la simple mención de sus nombres era traición y dibujar sus viejos límites en ese mapa implicaría la muerte.
Pero Moozh no tenía que dibujar los límites. Conocía las fronteras de su patria, Pravo Gollossa, la tierra de los sotchitsiya, su tribu. Habían atravesado el desierto desde el norte mil años antes que los gorayni, pero una vez habían sido de la misma raza, con el mismo idioma. Los sotchitsiya se habían asentado en los exuberantes y fértiles valles de las montañas de Skrezhet, abandonando el nomadismo y la guerra, y se habían convertido en una nación de hombres libres. Aprendieron de la gente que los rodeaba. No de los ploshudu, los klhami o los izmennikoy, montañeses toscos sin más cultura que el hambre, la fuerza y el afán de sobrevivir. Los sotchitsiya, las gentes de Pravo Gollossa, habían aprendido de los mercaderes que venían desde Seggidugu, desde Ulye, desde las Ciudades de la Planicie. Y sobre todo, de los caravaneros de Basílica, con sus extrañas canciones y semillas, sus imágenes de cristal y sus ingeniosas herramientas, sus paños que cambiaban de color a medida que transcurría el día, y con poemas y narraciones que enseñaban a los sotchitsiya cómo hablaban, pensaban, soñaban y vivían los hombres y las mujeres sabios y refinados.
Así nació la gloria de Pravo Gollossa, pues los caravaneros les inspiraron la idea de un consejo cuyos integrantes tomaban decisiones mediante el voto y a la vez eran elegidos por la voz de los ciudadanos. Pero los caravaneros basilicanos también les hablaron de una ciudad gobernada por mujeres, donde los hombres no podían poseer tierras. Las mujeres sabían gobernar y los hombres no se rebelaban para conquistar la ciudad. Las mujeres no sólo podían votar, sino también divorciarse de los esposos al final de cada año y casarse con otro hombre si así lo decidían. La presión constante de esas ideas ablandó a los sotchitsiya y transformó a los fuertes guerreros y cabecillas de la tribu en fantoches afeminados que en tiempos del bisabuelo de Moozh otorgaron el voto a las mujeres, y eligieron a mujeres para gobernarlos.
Entonces llegaron los gorayni, sabiendo que los sotchitsiya ahora tenían corazón de mujer y ya no eran dignos de ser libres. Los gorayni llevaron su gran ejército a la frontera, y las mujeres del consejo —donde había tantos varones como hembras, pero donde todos eran mujeres— votaron por no pelear, sino por aceptar el dominio gorayni si les permitían autonomía en todos los aspectos salvo en los asuntos militares.
Fue una rendición vergonzosa, la castración definitiva de los sotchitsiya, su humillación ante el mundo entero; y el bisabuelo de Moozh había sido el delegado que gestionó los términos de la rendición con los gorayni.
El acuerdo se respetó durante cincuenta años, y los sotchitsiya tuvieron un gobierno autónomo. Pero poco a poco los gorayni fueron incluyendo cada vez más aspectos políticos dentro de la jurisdicción militar, y redujeron el consejo a un puñado de viejos pusilánimes que debía pedir permiso al imperátor hasta para ir a orinar. Sólo entonces algunos sotchitsiya recordaron su hombría. Expulsaron a las mujeres del gobierno, proclamaron que volverían a ser nómadas del desierto y juraron combatir a los gorayni hasta el último hombre. Los gorayni tardaron tres días en derrotar a esos valientes pero inexpertos rebeldes en el campo de batalla, y otro año en cazarlos y exterminarlos en las montañas. Después de eso, se acabó la farsa de que los sotchitsiya tuvieran derechos. Prohibieron el dialecto sotchitsiya; los niños que lo hablaban tenían el privilegio de ver cómo les cortaban la lengua a los padres, un centímetro por cada infracción. Sólo un puñado de sotchitsiya recordaba su idioma, la mayoría viejos y muchos sin lengua.
Pero Moozh lo conocía. Moozh llevaba el idioma sotchitsiya en el corazón. Aunque era el más victorioso y temible general del imperátor, en su corazón sabía que su verdadero idioma era el sotchitsiya, no el gorayni. Y aunque sus muchos triunfos en combate habían permitido someter a las grandes naciones ribereñas de Uslavat y Ulye bajo el dominio del imperátor, aunque su astuta estrategia había impuesto la obediencia a los escabrosos reinos montañeses de Plosh y Khlam sin una sola batalla campal, el secreto de Moozh era que odiaba al imperátor y lo desafiaba en su corazón.
Moozh sabía que el imperátor era efectivamente Dios encarnado, pues era más sensible que los demás al poder de Dios. Lo había sentido por primera vez en su juventud, cuando buscó un sitio en el ejército gorayni. Dios no le hablaba cuando aprendió a ser un soldado fuerte, de brazos y muslos gruesos y musculosos, capaz de hundir un hacha en la espalda del enemigo y partirlo en dos. Pero cuando Moozh se imaginaba como oficial, como un general que conducía ejércitos, aparecía esa abrumadora y estúpida sensación que le inducía a olvidar dichos sueños. Moozh comprendía: Dios conocía su odio al imperátor, y quería impedir que alguien como Moozh tuviera más poder que la fuerza que le proporcionaran los brazos.
Pero Moozh no cedía. Cuando intuía que Dios estaba haciéndole olvidar una idea, se aferraba a ella. La anotaba y la memorizaba, escribía un poema con ella en idioma sotchitsiya, para no olvidarla nunca. Y así, poco a poco, construyó en su corazón sus propias reglas de la guerra, guiado a cada paso por Dios, pues cuando Dios trataba de impedirle pensar, entonces sabía que debía pensar, profunda y concienzudamente.
Esta secreta lucha con Dios elevó a Moozh sobre los soldados rasos y lo hizo capitán cuando su regimiento corría peligro de ser barrido por los piratas de Revis. Los demás oficiales habían muerto, pero cuando Moozh pensó en asumir el mando y conducir a sus pocos hombres en un contraataque contra el flanco de los indisciplinados y victoriosos reviti, sintió esa confusión mental que le indicaba que Dios no quería que él elaborase esa idea. Así que acalló la voz de Dios y condujo a sus hombres en una carga temeraria. Los piratas se aterrorizaron tanto que se desbandaron y huyeron. Los demás gorayni cobraron ánimo y siguieron a Moozh, alcanzaron a los piratas en la orilla, los mataron a todos y quemaron sus barcos. Llevaron a Moozh para celebrar el triunfo a la ciudad de Gollod, donde el imperátor le ungió el cabello con mantequilla de leche de camello y lo declaró héroe de los gorayni. Pero en su corazón, Moozh sabía que Dios había planeado que un leal hijo de los gorayni obtuviera esa victoria. Bien, peor para el imperátor. Si la encarnación de Dios no comprendía que acababa de ungir el cabello de su enemigo, tanto peor para él.
Paso a paso Moozh fue ascendiendo, y ahora lideraba un numeroso ejército. La mayoría de sus hombres estaban acuartelados en Ulye, pues el imperátor había ordenado retrasar el ataque contra Nakavalnu hasta que mejorara el tiempo al cabo de un mes, cuando podrían usar ventajosamente sus carros. En Khlam sólo tenía un regimiento, pero no necesitaba más. Poco a poco conduciría a los gorayni adelante, adueñándose de las naciones costeras hasta que hubieran caído todas las ciudades. Entonces se enfrentarían a los ejércitos de Potokgavan.
¿Y luego, qué? En ocasiones Moozh pensaba que se vengaría orquestando la destrucción total de los ejércitos gorayni. Concentraría todo su poderío militar en un punto y luego haría que los exterminaran a todos, él incluido. Luego, desbaratados los gorayni y con Potokgavan dominando la planicie, los sotchitsiya se levantarían y reclamarían su libertad.
En otras ocasiones, en cambio, Moozh imaginaba que destruiría el ejército de Potokgavan, de modo que en toda la costa occidental del Mar Interior no hubiera rival que contrarrestara la supremacía gorayni. Entonces se plantaría ante el imperátor, y cuando el imperátor extendiera la mano para ungirle el cabello con mantequilla de leche de camello, Moozh lo degollaría con un cuchillo, le arrebataría la gorra de joroba de camello y se la pondría en la cabeza, declarando que un sotchitsiya había ganado ese imperio y los sotchitsiya lo gobernarían. El sería imperátor, y en vez de ser la encarnación de Dios se erigiría como enemigo de Dios, y los sotchitsiya serían reconocidos como los hombres más grandes, no como una nación de mujeres.
En esto pensaba mientras estudiaba el mapa, mientras la tormenta arrojaba arena contra la tienda e intentaba arrancarla del suelo.
De pronto se puso alerta. El ruido había cambiado. No era sólo el viento; alguien estaba arañando la tienda desde el exterior, ¿Quién sería tan estúpido como para salir con ese tiempo? Sintió una punzada de temor. ¿Sería un asesino enviado por el imperátor, para impedir la traición que Dios veía en su corazón ?
Pero al abrir la entrada de la tienda, no encontró a ningún asesino en ese remolino de arena y viento caliente. En cambio estaba Plod, su amigo y compañero de armas, y otro hombre, un forastero con un uniforme militar que Moozh no reconoció.
Plod mismo cerró la tienda. Habría sido impropio que Moozh lo hiciera, cuando había presente un oficial más joven. Moozh dispuso de unos instantes para estudiar al extranjero. No era un verdadero soldado; tenía un peto resistente, una espada afilada, ropas elegantes y porte viril. Pero su cutis parecía demasiado suave y sus músculos carecían de la dureza del hombre que ha empuñado la espada en combate. Era la clase de soldado que montaba guardia en un palacio o en una carretera de peaje, incordiando a la gente común pero sin tener que enfrentar el embate de una horda enemiga, sin tener que perseguir un carro y matar a hachazos a quienes escapaban de las hojas que giraban en los cubos de las ruedas.
—¿Qué portal custodias? —preguntó Moozh.
El hombre se sorprendió, y miró de soslayo a Plod, quien se echó a reír.
—Nadie le ha dicho nada, hombre. ¿Crees que puedes enfrentar al general Vozmuzhalnoy Vozmozhno y ocultarle algún secreto?
—Me llamo Smelost —dijo el soldado—, y traigo una carta de la dama Rasa de Basílica.
Mencionó el nombre como si Moozh debiera conocerlo. Así eran esas gentes de ciudad. Creían que el renombre entre los suyos significaba renombre en todo el mundo.
Moozh cogió la carta. No estaba escrita en el alfabeto cuadrangular de los gorayni, que ellos habían robado a los sotchitsiya siglos atrás, sino en la florida cursiva vertical de Basílica. Pero Moozh era un hombre culto. La leyó con facilidad.
—Parece que este hombre es amigo nuestro, querido Plod —dijo Moozh—. Corre peligro en Basílica porque ayudó a escapar a un asesino, pero el asesino también era amigo nuestro, pues mató a un hombre llamado Gaballufix, que propiciaba una alianza entre Basílica y Potokgavan, para conducir a las Ciudades de la Planicie en una guerra contra nosotros.
—Vaya —dijo Plod.
—Y pensar que ni siquiera sospechábamos que en Basílica tuviéramos tantos amigos — ironizó Moozh. Plod rió. Smelost no las tenía todas consigo.
—Siéntate —dijo Moozh—. Estás entre amigos. Nadie te hará daño. Tráele un poco de cerveza, Plod. Aunque sea un simple soldado, nos trae una carta de una dama refinada que sólo siente amor y preocupación por el imperátor.
Plod descolgó una jarra de un poste de la tienda y se la tendió a Smelost, quien la miró desconcertado.
Moozh se echó a reír, le arrebató la jarra y le mostró cómo apoyársela en el brazo, alzarla y verterse cerveza en la boca.
—En este ejército no usamos copas finas, amigo mío. Ahora ya no estás entre las damas de Basílica.
—Ya lo sabía —replicó Smelost.
—La carta no lo dice todo, amigo mío —observó Moozh—. Sin duda podrás contarnos más.
—No mucho, me temo —dijo Smelost, bebiendo un sorbo de cerveza. Era mucho más dulce que la cerveza común, y Moozh notó que no le agradaba mucho. Bien, eso no importaba, mientras Smelost ingiriese una buena dosis de la droga que contenía la bebida y soltara la lengua—. Me marché antes que se aclarase la situación. —Mentía, pensando que no debía revelar más de lo que había dicho la dama Rasa.
Pero pronto Smelost superó su reticencia y le contó a Moozh más de lo que se proponía. Moozh fingió que ya lo sabía casi todo, para que Smelost no pensara que había traicionado secretos cuando evocara la conversación y todo lo que había dicho.
Era evidente que en ese momento reinaba gran confusión en Basílica, pero los detalles que le importaban a Moozh eran muy claros. Dos partidos, uno a favor de la alianza con Potokgavan, otro en contra, habían luchado por el control de la ciudad.
Los jefes de los dos partidos habían muerto en la misma noche. Algunos decían que los había matado el mismo hombre, aunque Smelost no lo creía. Las acusaciones de asesinato proliferaban; un hombre débil controlaba a un grupo de peligrosos mercenarios, mientras que la guardia oficial de la ciudad estaba bajo sospecha porque este soldado, Smelost, había permitido que el presunto asesino se escabullera de la ciudad dos noches atrás.
—¿Qué se puede esperar de una ciudad de mujeres? —dijo Moozh, cuando la historia hubo concluido—. Claro que hay confusión. Las mujeres siempre se atropellan cuando se desencadena la violencia.
Smelost lo miró con cautela. Ésta era la mayor virtud de la droga que Plod le había dado: la víctima creía actuar con elusiva astucia mientras revelaba hasta el último secreto de su corazón. Moozh se había inmunizado contra sus efectos años atrás, así que no le importaba beber cerveza de la misma jarra. Plod ignoraba que él era inmune, y Moozh sospechaba que a menudo le administraba la droga; en esas ocasiones el general hacía algunas confesiones inofensivas pero indiscretas, dando, por ejemplo, su opinión personal sobre algunos oficiales. Ninguna acusación grave. Sólo lo suficiente para que Plod creyera que la droga había surtido efecto.
—Oh, ya sabes a qué me refiero —prosiguió Moozh—. No tengo nada contra las mujeres, pero no pueden escapar a su propia naturaleza, ¿verdad? Así son ellas. Cuando estalla la violencia, deben buscar protección en un varón o están perdidas, ¿no crees?
Smelost sonrió vagamente.
—Veo que no conoces a las mujeres de Basílica.
—Claro que sí. Conozco a todas las mujeres, y las que yo no conozco, Plod las conoce… ¿verdad, Plod?
—Oh, sí —sonrió Plod.
Smelost se enfurruñó un poco, pero no dijo nada.
—Las mujeres de Basílica están asustadas, ¿verdad? Asustadas, y actúan con precipitación. No les gusta que esos soldados patrullen las calles. Temen lo que sucederá si no aparece un nombre fuerte para controlarlos… pero también temen lo que sucederá si aparece un hombre fuerte. Quién sabe qué ocurrirá cuando se desate la violencia. Hay sangre en las calles de Basílica. La cabeza de un hombre ha bebido el polvo de la calle por las dos mitades del cuello, como decimos en Gollod. Hay miedo en los corazones femeninos de Basílica, sí, y tú lo sabes.
Smelost se encogió de hombros.
—Claro que tienen miedo. ¿Quién no lo tendría?
—Un hombre no lo tendría. Un hombre olería la oportunidad. Un hombre sabe que bastan unas palabras intrépidas para adueñarse del mando cuando los demás tienen miedo. Cualquiera que tome decisiones, cualquiera que actúe, puede adquirir autoridad, ser la esperanza de los desesperados, la fuerza de los débiles, el alma de los desanimados. Un hombre actuaría.
—Actuaría —repitió Smelost.
—Actuaría con audacia —terció Plod.
—Sin embargo, tú vienes a nosotros con la carta de una mujer, suplicando protección. — Moozh sonrió y se encogió de hombros.
Smelost trató de defenderse.
—¿Acaso debía comparecer en juicio por haber hecho lo que me pareció correcto?
—Claro que no. ¿Qué? ¿Ser juzgado por mujeres? —Moozh miró a Plod y se echó a reír. Plod entendió la indirecta y lo imitó—. ¿Por actuar como un hombre, con audacia y valor? No, no deberías comparecer en juicio por eso.
—Por eso he venido aquí —asintió Smelost.
—Buscando protección. Para estar a salvo, mientras tu ciudad es presa del miedo. Smelost se puso de pie.
—No he venido para recibir insultos. Plod desenvainó la espada y la apoyó en la garganta de Smelost.
—Cuando el general del imperátor está sentado, todos los hombres se sientan o son tratados como asesinos. Smelost se sentó despacio.
—Perdona a mi queridísimo amigo Plod —dijo Moozh—. Sé que no tenías malas intenciones. ¡A fin de cuentas, has venido aquí en busca de amparo, no para iniciar una guerra! —Moozh se echó a reír, escrutando los ojos de Smelost, hasta que el soldado rió forzadamente.
Era evidente que a Smelost le repugnaba sentirse obligado a reírse de sí mismo por buscar protección en vez de actuar como un hombre.
—Pero quizá te haya entendido mal —prosiguió Moozh—. Quizá no hayas venido, como dice esta carta, sólo por ti. A lo mejor tienes un plan, una manera de ayudar a tu ciudad, alguna idea para aplacar los miedos de las mujeres de Basílica y protegerlas del caos que las amenaza.
—No tengo ningún plan —reconoció Smelost.
—Ah —suspiró Moozh con tristeza—. O quizás aún no confías tanto en nosotros como para contárnoslo. Comprendo. Nosotros somos unos desconocidos, y está en juego tu ciudad, una ciudad que amas más que la vida misma. Además, deberías pedirnos mucho más de lo que un soldado común pediría normalmente a un general gorayni. Así que no insistiré. Márchate. Plod te mostrará una tienda donde podrás beber y dormir, y cuando esta tormenta amaine podrás bañarte y comer, y quizá para entonces confíes lo suficiente en nosotros como para contarme qué deseas que hagamos para salvar a tu bella y amada ciudad de la anarquía.
Moozh hizo una sutil seña con la mano y se acodó en el brazo de la silla, fingiendo pesadumbre por la obstinación de Smelost. Plod vio la seña y se llevó a Smelost de la tienda.
En cuanto hubieron salido, Moozh se levantó de un brinco y se apoyó en la mesa para estudiar el mapa. Basílica, muy al sur, pero en un paraje alto en el linde del desierto, adonde se podía llegar cruzando las montañas. Dos días, llevando unos centenares de hombres a marchas forzadas. Dos días, y podría adueñarse de la mayor ciudad de la costa oeste, la ciudad cuyos caravaneros habían transformado su lengua en la jerga comercial de todas las ciudades y naciones, desde Potokgavan hasta Gorayni. No importaba que Basílica no tuviera un ejército numeroso. Lo principal era cómo lo imaginarían las Ciudades de la Planicie, y Potokgavan. Ellos no sabrían cuan pequeño y débil sería el ejército gorayni. Sólo sabrían que el gran general había avanzado por sorpresa y había conquistado una ciudad misteriosa y legendaria, y ahora, en vez de estar ciento cincuenta kilómetros al norte, más allá de Seggidugu, ahora los acechaba, observando sus movimientos desde las torres de Basílica.
Sería un golpe devastador. Consciente de que Vozmuzhalnoy Vozmozhno observaría la llegada de su flota con antelación suficiente para movilizar a sus hombres desde Basílica y aniquilar a las tropas de desembarco, Potokgavan no se atrevería a enviar una fuerza expedicionaria a las Ciudades de la Planicie.
En cuanto a las ciudades mismas, se rendirían una por una, y pronto Seggidugu se encontraría rodeada, sin esperanzas de recibir ayuda de Potokgavan. Aceptaría la paz a cualquier precio.
Quizá ni siquiera hubiera una batalla: una victoria total, sin bajas, todo porque Basílica estaba sumida en el caos y ese soldado había ido a revelar a Vozmuzhalnoy Vozmozhno su gloriosa oportunidad. Plod volvió a la tienda.
—La tormenta está amainando —anunció.
—Muy bien —dijo Moozh.
—¿A qué ha venido todo eso? —preguntó Plod.
—¿Qué?
—Esas tonterías que le dijiste a ese soldado basilicano.
Moozh no sabía de qué hablaba Plod. ¿Soldado basilicano? Nunca había visto a un soldado basilicano.
Pero Plod miró de soslayo una de las sillas, y Moozh recordó vagamente que un rato antes alguien se había sentado en esa silla. Alguien… ¿un soldado basilicano? Eso era importante. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
No es un olvido, pensó Moozh, no es un olvido. Dios ha hablado. Dios ha tratado de ponerme en ridículo, pero me niego. No me dejaré someter.
—¿Cómo ves la situación? —preguntó. No debía permitir que Plod notara su confusión.
—Basílica está lejos —dijo Plod—. Podemos brindar refugio a este hombre, matarlo o enviarlo de regreso. Da lo mismo. ¿Qué importancia tiene Basílica?
Pobre tonto, pensó Moozh. Por eso eres sólo el amigo del general y no el general mismo, aunque te gustaría ocupar mi puesto. Moozh sabía qué importancia tenía Basílica. Era la ciudad de mujeres cuya influencia había castrado a sus antepasados, privándolos de su libertad y de su honor. También era la gran ciudadela que se erguía sobre las Ciudades de la Planicie.
Si Moozh conseguía tomarla, no tendría que librar una sola batalla. Sus enemigos se derrumbarían. ¿Era éste el plan que había urdido antes, el plan que Dios intentaba hacerle olvidar?
—Anota esto —dijo Moozh.
Plod abrió su ordenador y comenzó a teclear para registrar las palabras de Moozh.
—Quien domine Basílica dominará las Ciudades de la Planicie.
—Pero Moozh, Basílica nunca ha ejercido hegemonía sobre esas ciudades. .
—Porque es una ciudad de mujeres. Si estuviera al mando de un hombre con un ejército, sería otra historia.
—Nunca llegaríamos para tomarla —objetó Plod—. Toda Seggidugu se extiende entre nosotros y Basílica.
Moozh miró el mapa y recordó otra parte de su plan.
—Una marcha por el desierto.
—¡En el mes de las tormentas del oeste! —exclamó Plod -¡Los hombres se negarían a obedecer!
—Las montañas ofrecen protección. Y hay muchas carreteras.
—No para un ejército.
—No para un ejército grande —corrigió Moozh, trazando el plan a medida que hablaba.
—No podrías defender Basílica contra Potokgavan con un ejército pequeño —adujo Plod.
Moozh estudió el mapa un instante más.
—Pero Potokgavan no vendría si ya tenemos Basílica. Ignorarían el tamaño de nuestro ejército, pero sabrían que podemos vigilar toda la costa desde allí. ¿Adonde llevarían su flota, sabiendo que podemos avistarlos desde lejos y desbaratar su desembarco?
Plod terminó de escribir y estudió el mapa.
—Este plan tiene sus méritos —admitió.
Moozh se preguntó en silencio por qué. Ignoro por que tengo este plan, aunque parece que un soldado basilicano ha venido a verme. ¿Qué me dijo? ¿Por qué el plan tiene sus méritos?
—Y con el caos que reina en Basílica, quizá consigas tomar la ciudad.
Caos en Basílica. Bien. No me equivocaba. Al parecer ese soldado basilicano me ha revelado una oportunidad.
—Sí —prosiguió Plod—. Además, tenemos la excusa perfecta para hacerlo. No somos invasores, sino gente que salva a los habitantes de Basílica de los mercenarios que recorren sus calles.
¿Mercenarios? La idea era absurda. ¿Por qué Basílica tema mercenarios en las calles? ¿Acaso había estallado una guerra? ¡Dios nunca había distraído a Moozh hasta el extremo de hacerle olvidar una guerra!
—Y la provocación inmediata… los asesinatos. Ya hay derramamiento de sangre. Tenemos que intervenir, impedirlo. Sí, habrá justificación de sobra. Nadie puede criticarnos por atacar la ciudad de las mujeres, si pretendemos impedir que corra sangre por las calles.
Conque ése es mi plan, pensó Moozh. Es perfecto. Ni siquiera Dios puede impedirme que lo lleve a cabo.
—Anótalo, Plod, y pide a mis asistentes que preparen órdenes detalladas para que mil hombres marchen en cuatro columnas por las montañas. Vituallas para sólo tres días. Los hombres podrían cargarlas en la espalda.
—¡Tres días! —exclamó Plod—. ¿Y si algo sale mal?
—Sabiendo que sólo tienen comida para tres días, querido Plod, los hombres marcharán deprisa, y no permitirán que nada les demore.
—¿Y si la situación ha cambiado en Basílica cuando lleguemos? ¿Y si encontramos resistencia? Las murallas de Basílica son altas y sólidas, y los carros no sirven en ese terreno.
—Entonces es una suerte que no llevemos carros, ¿verdad? Salvo uno, quizá, para mi entrada triunfal en la ciudad… en nombre del imperátor, por supuesto.
—De todas formas, podrían resistirse, y llegaremos con muy poca comida. ¡No podemos ponerles sitio!
—No será necesario. Sólo tendremos que pedirles que abran las puertas, y las puertas se abrirán.
—¿Por qué?
—Porque yo lo digo. ¿Cuándo me he equivocado antes? Plod sacudió la cabeza.
—Nunca, mi querido amigo y amado general. Pero mientras obtenemos la autorización del imperátor para ir allá, el caos puede adueñarse de las calles de Basílica, y quizá necesitemos mucho más que mil hombres para imponernos.
Moozh lo miró sorprendido.
—¿Por qué debemos esperar que llegue la autorización del imperátor?
—Porque el imperátor te prohibió realizar ningún ataque hasta que haya concluido la temporada de las tormentas.
—Al contrario. El imperátor me ha prohibido atacar Nakavalnu e Izmennik, y no pienso atacarlas. Pasaré por su flanco izquierdo y marcharé a toda prisa por las montañas hasta Basílica, donde tampoco atacaré a nadie, sino que entraré en la ciudad para restaurar el orden en nombre del imperátor. Nada de esto viola ninguna orden.
Plod frunció el ceño. \
—Estás interpretando las palabras del imperátor, generan y eso es algo que sólo puede hacer el intercesor.
—Cada soldado y cada oficial debe interpretar las órdenes que recibe. Me enviaron a las tierras del sur para conquistar la costa occidental del Mar Interior. Ésas fueron las órdenes del imperátor. Si yo no aprovechara esta gran oportunidad que Dios me ha dado, entonces estaría desobedeciendo.
—Mi querido amigo, nobilísimo general de los gorayni, te ruego que no lo intentes. El intercesor no lo interpretará como obediencia, sino como insubordinación.
—Entonces el intercesor no es un verdadero servidor del imperátor.
Plod inclinó la cabeza.
—Veo que he hablado con demasiado atrevimiento.
Moozh supo de inmediato que Plod se proponía contárselo todo al intercesor para tratar de detenerlo. Cuando Plod se proponía obedecer, no armaba tanto ruido con su obediencia.
—Dame tu ordenador —pidió Moozh—. Yo mismo anotaré las órdenes.
—No me avergüences —dijo Plod, consternado—. Debo escribirlas, o habré fallado en mi deber hacia ti.
—Te sentarás aquí conmigo, y mirarás mientras anoto las órdenes.
Plod se hincó de rodillas sobre las alfombras.
—Moozh, amigo mío, prefiero que me mates antes que avergonzarme así.
—Sabía que no pensabas obedecerme. No me mientas diciendo lo contrario.
—Me proponía retrasarte —admitió Plod—. Me proponía darte tiempo para recapacitar, con la esperanza que comprendieras el grave peligro que corres al oponerte al imperátor, sobre todo después de haber tenido un sueño en el que despreciabas su sagrada persona.
Moozh tardó un instante en recordar a qué se refería Plod, luego fue presa de una furia helada.
—Nadie conoce ese sueño, excepto mi amigo y yo.
—Tu amigo te quiere tanto que contó el sueño al intercesor, por miedo de que tu alma corriera peligro de destrucción sin que tú lo supieras.
—Es evidente que mi amigo me quiere muchísimo.
—Así es —asintió Plod—. Con todo mi corazón. Te quiero más que a ningún hombre o mujer de este mundo, con la única excepción de Dios y su santa encarnación.
Moozh miró a su querido amigo con helada serenidad.
—Usa tu ordenador, amigo mío, y llama al intercesor a mi tienda. Dile que de camino pase a buscar al soldado basilicano.
—Yo iré a buscarlos —dijo Plod.
—Llámalos con el ordenador.
—¿Y si el intercesor no está usando su ordenador en este momento?
—Entonces esperaremos a que lo use —sonrió Moozh—. Pero lo estará usando, ¿verdad?
—Quizá —dijo Plod—. ¿Cómo he de saberlo?
—Llámalo. Quiero que el intercesor esté presente cuando yo interrogue al soldado basilicano. Así entenderá que debemos ir enseguida, sin esperar la confirmación del imperátor.
Plod asintió.
—Muy prudente, amigo mío. Debí saber que no te opondrías a la voluntad del imperátor. El intercesor te escuchará, y él decidirá.
—Decidiremos juntos —puntualizó Moozh.
—Por supuesto.
Plod pulsó las teclas del ordenador. Moozh miró las letras que flotaban en el aire sobre el ordenador, solicitando con urgencia la presencia del intercesor.
—Que venga solo —dijo Moozh—. Si decidimos no actuar, no quiero que se divulguen rumores sobre Basílica.
—Ya le pedí que viniera solo.
Esperaron, hablando de otros asuntos. De campañas del pasado. De oficiales que habían servido con ellos. De mujeres que habían conocido.
—¿Alguna vez has amado a una mujer? —le preguntó Moozh.
—Tengo esposa —dijo Plod.
—¿Y la amas?
Plod reflexionó un instante.
—Cuando estoy con ella. Es la madre de mis hijos.
—Yo no tengo hijos. Ninguno, que yo sepa. Ninguna mujer que me haya complacido más de una noche.
—¿Ninguna? —preguntó Plod.
Moozh se ruborizó al comprender a qué se refería Plod.
—Nunca quise a esa mujer —dijo—. Para mí fue… un acto de piedad.
—Una vez es un acto de piedad —rió Plod—. Dos meses en un año, y otro mes tres años después… eso, más que piedad, es santidad.
—No significaba nada para mí. Sólo la tomé en nombre de Dios.
Y era verdad, aunque no como lo entendía Plod. La mujer había aparecido de repente, sucia y desnuda, llamando a Moozh por su nombre. Todos sabían que esas mujeres eran de Dios.
Pero cuando Moozh pensaba en tomarla, Dios le enviaba ese sopor para impedir que el general cumpliera sus propósitos. Así que Moozh siguió adelante, y conservó a la mujer. La bañó, la vistió y la trató con ternura, como a una esposa. Sintió la ira de Dios hirviendo en un rincón de su mente, y se rió de Dios. Conservó a la mujer hasta que ella desapareció tan súbitamente como había aparecido, dejando sus finas prendas, sin llevarse nada, ni siquiera comida, ni siquiera agua.
—Conque no la querías —dijo Plod—. ¡Entonces Dios te honrará por tu sacrificio!
Plod se rió de nuevo, y Moozh, como buen camarada, compartió sus risas.
Aún se reían cuando oyeron un rasguño en la tienda, y Plod se apresuró a abrirla. El intercesor entró primero, lo cual era su deber y también una expresión de su fe en Dios, pues el intercesor siempre se prestaba a que lo apuñalaran por la espalda, confiando en la protección divina. Luego entró un desconocido. Moozh no recordaba haber visto a aquel hombre. Por su atuendo era un soldado de una ciudad refinada; por su cuerpo era un soldado blando, un guardia y no un combatiente; por su modo de saludar, saltaba a la vista que había hablado con Moozh y la conversación había terminado amigablemente.
El intercesor se sentó primero, luego Moozh; sólo entonces podían los demás ocupar sus sitios.
—Permíteme ver tu espada —le pidió Moozh al soldado basilicano—. Quiero ver qué clase de acero tenéis en Basílica.
El basilicano se levantó despacio, mirando a Plod de soslayo. Moozh recordó vagamente que Plod había amenazado al basilicano con su espada. ¡Con razón el hombre se mostraba tan cauto! El basilicano desenvainó su espada corta con dos dedos y se la entregó a Moozh, ofreciéndole la empuñadura.
Era una espada de ciudad, para luchar a corta distancia, no un espadón para el campo de batalla. Moozh probó la hoja contra la piel de su propio brazo, haciendo un corte leve pero suficiente para trazar una línea de sangre. El hombre esbozó una mueca. Blando. Blando.
—He estado pensando en lo que me dijiste, señor —dijo el basilicano.
Ah. Conque le di algo en qué pensar.
—Y veo que mi ciudad necesita tu ayuda. ¿Pero quién soy yo para pedirla, o siquiera para saber cuánta ayuda sería correcta o suficiente? Soy sólo un guardia; sólo el azar me ha involucrado en estos grandes asuntos.
—Amas a tu ciudad, ¿verdad? —dijo Moozh, al comprender qué le habría dicho a ese hombre. Estoy bastante lúcido hasta en mis días malos, pensó con satisfacción. Tan lúcido como para trazar planes que burlarán a Dios.
—Sí, la amo. —El hombre lagrimeó—. Perdóname, pero otra persona me hizo esa pregunta antes de marcharme de Basílica. Por esta señal ahora sé que eres un leal servidor del Alma Suprema, y que puedo confiar en ti.
Moozh lo miró a los ojos, para demostrarle que esa confianza era sumamente apropiada.
—Ve a Basílica, señor. Ve con un ejército. Restaura el orden en las calles, y expulsa a los mercenarios. Entonces |as mujeres de Basílica ya no tendrán miedo.
Moozh asintió.
—Una elocuente y noble solicitud, que en mi corazón yo ansió satisfacer. Pero soy un servidor del imperátor, y debes exponer la situación de tu ciudad al intercesor, quien es los ojos y oídos y el corazón del imperátor en nuestro campamento.
Mientras hablaba, Moozh se puso de pie frente al intercesor y se inclinó. A sus espaldas, Plod y el soldado basilicano también se levantaron y se inclinaron.
Sin duda Plod es tan listo como para sospechar mis intenciones, pensó Moozh con un hormigueo de temor. Sin duda ya está desenvainado su puñal para hundírmelo en la espalda. Sin duda sabe que, de lo contrario, la espada basilicana que empuño le rebanará la cabeza en cuanto me levante.
Pero Plod no fue tan listo, así que al cabo de un instante su sangre chorreó y salpicó la tienda mientras el cuerpo se derrumbaba y la cabeza colgaba del extremo de una columna vertebral medio tronchada.
La estocada de Moozh fue tan rápida y certera que ni el basilicano ni el intercesor atinaron a reaccionar. Moozh tuvo tiempo de sobra para hundir la hoja basilicana bajo las costillas del intercesor, y le atravesó el corazón antes que el hombre pudiera decir una palabra o levantarse de la silla.
Moozh se volvió hacia el tembloroso basilicano.
—¿Cómo te llamas, soldado?
—Smelost, señor, como te dije. No mentí en nada.
—Lo sé. Tampoco yo he mentido. Estos hombres querían impedir que acudiera en auxilio de tu ciudad. Por eso los reuní aquí. Para ofrecerte mi ayuda, antes debía matarlos.
—Lo que tú digas, señor.
—No, no lo que diga. Sólo la verdad, Smelost. Estos hombres eran espías empeñados en observar cada uno de mis movimientos, oír cada una de mis palabras y juzgar constantemente mi lealtad al imperátor. Este —señaló a Plod— interpretó un sueño mío como señal de deslealtad, y se lo contó al intercesor. Pronto me habrían denunciado y yo habría perdido mi puesto. ¿Quién habría ido a salvar a Basílica entonces?
—¿Pero cómo explicarás sus muertes? —preguntó Smelost.
Moozh no respondió.
Smelost aguardó. Miró de nuevo los cuerpos.
—Entiendo —dijo—. La espada que los mató era mía.
—¿Cuánto amas a tu ciudad? —preguntó Moozh.
—Con todo mi corazón.
—¿Más que a la vida? —preguntó Moozh. Smelost asintió gravemente. Había miedo en sus ojos, pero no temblaba.
—Si mis soldados llegan a sospechar que yo he matado a Plod y al intercesor, me descuartizarán. Pero si piensan, mejor dicho, si saben que tú lo hiciste, y que yo te maté por ello, entonces me seguirán, ciegos de indignación. Les diré que tú eras uno de los mercenarios. Mancillaré tu nombre. Diré que eras un traidor a Basílica, que tratabas de impedir que yo acudiera en su auxilio. Pero al creer esas mentiras, me seguirán y salvaremos tu ciudad.
Smelost sonrió.
—Por lo visto, mi destino es ser acusado de traición cuando mejor sirvo a mi ciudad.
—Es terrible que un hombre deba parecer desleal para actuar con lealtad pero así son las cosas.
—Dime qué debo hacer.
Moozh casi jadeó de admiración ante el coraje y el honor de ese hombre, mientras explicaba la sencilla farsa que montarían. «Si no sirviera a una causa superior —pensó Moozh—, me avergonzaría de engañar a un hombre tan honorable. Pero en aras de Pravo Gollossa, cometeré cualquier atrocidad.» Un momento después, en una tregua de la tormenta, Moozh y Smelost comenzaron a gritar, y Moozh soltó un alarido. Los testigos luego jurarían que habían oído el grito de muerte del intercesor. Acudieron los soldados y vieron que Smelost, sangrando por una herida del muslo, salía tambaleando de la tienda del general, empuñando una espada corta que goteaba sangre.
—¡Por Gaballufix! ¡Muerte al imperátor!
El nombre de Gaballufix no significaba nada para los soldados gorayni, aunque pronto se llenaría de connotaciones. Lo único que les importaba era la segunda parte del grito de Smelost: muerte al imperátor. Nadie podía decir semejante cosa en un campamento gorayni sin ser desollado vivo.
Pero antes que nadie se le acercara, el general salió trastabillando de la tienda, sangrando por el brazo y sosteniéndose la cabeza como si hubiera recibido una estocada. El general —el gran Vozmuzhalnoy Vozmozhno, a quien llamaban Moozh cuando creían que él no lo oía— empuñaba un hacha con el brazo izquierdo —¡el izquierdo, no el derecho!— y la hundió en el cuello del asesino, hendiéndolo hasta el corazón. No debería haberlo hecho. Todos sabían que debía haber permitido que prendiesen al hombre para castigarlo con la tortura. Pero entonces, para horror de todos, el general cayó de rodillas —el general, que tenía hielo en las venas en vez de sangre— y sollozó amargamente, clamando desde las honduras de su alma:
—¡Plodorodnuy, mi amigo, mi corazón, mi vida! ¡Ah, Plod! ¡Ah, Plod, Dios debió llevarme a mí en vez de a ti!
Esa pesadumbre era sobrecogedora, y los soldados que oyeron ese llanto, sin decir una palabra, decidieron no mencionar a nadie esa blasfema sugerencia de que Dios podía haber ordenado erróneamente el mundo. Cuando entraron en la tienda comprendieron por qué Moozh había perdido toda contención y había matado al asesino con sus propias manos. ¿Qué hombre podía contener su furia después de presenciar el cruel asesinato de su más querido amigo y del intercesor?
Pronto se difundió por el campamento la noticia de que Moozh llevaría consigo mil bravos soldados en una marcha forzada a través de las montañas, para ocupar la ciudad de Basílica y destruir el partido de Gaballufix, un grupo de hombres tan ruines e insolentes que habían tenido el descaro de urdir un atentado contra el general de los gorayni. Lamentablemente para ellos, Dios amaba tanto a los gorayni que no había permitido que Moozh fuera víctima de la traición. En cambio Dios había colmado el corazón de Moozh de justa ira, y Basílica pronto sabría lo que significaba tener a Dios y a los gorayni como amos.