7. HIJAS

EL SUEÑO DE LA DAMA

Rasa durmió mal después de las ceremonias nupciales. Como buena maestra basilicana, había callado sus temores, pero le resultó desgarrador entregar a su querida y débil Dol-ya a un hombre que le disgustaba tanto como Mebbekew. Era un joven atractivo y encantador — Rasa no era ciega— y en circunstancias normales no le habría molestado que fuera el primer esposo de Dolya, pues ella no era tonta y al cabo de un año optaría por no renovar el contrato. Pero eso sería imposible una vez que se internaran en el desierto. Adondequiera los llevase ese viaje —la Tierra, como sugería Nafai, o un destino más probable en Armonía—, las displicentes costumbres matrimoniales de Basílica ya no tendrían vigencia, y aunque ella se lo había advertido más de una vez, sabía que Meb y Dolya no prestaban la menor atención a esas advertencias.

Rasa sabía que Meb no pensaba marcharse de Basílica. Ahora que estaba casado con Dolya, tenía derecho a la ciudadanía, y se burlaría de cualquier intento de sacarlo de la ciudad. De no ser por los soldados gorayni que vigilaban la casa, Meb se habría marchado con Dolya aquella misma noche, sin volver a aparecer aunque ellos abandonaran la ciudad. Sólo el arresto domiciliario de Rasa le impedía marcharse. Bien, que así fuera. El Alma Suprema ordenaría las cosas a su gusto, y Mebbekew no era el más capacitado para frustrar sus planes.

Meb y Dolya, Elya y Edhya… Bien, ya había visto a otras sobrinas contraer matrimonios desdichados. Sus propias hijas no habían tenido mayor suerte. Aunque, en realidad, era Kokor quien se había casado mal. Obring era un hombre más moral que Mebbekew sólo porque era demasiado débil, tímido y estúpido para engañar y explotar a las mujeres de ese modo. Sevet, en cambio, se había casado bastante bien, y la conducta de Vas en los últimos días había impresionado a Rasa. Era un buen hombre, y ahora que Sevet estaba privada de la voz era posible que el dolor la transformara en una buena mujer. Cosas más extrañas habían ocurrido.

Pero cuando Rasa se acostó después de la ceremonia, no pudo conciliar el sueño. Lo que más la preocupaba era el matrimonio entre su hijo Nafai y su querida sobrina Luet. La muchacha era demasiado joven, y también Nafai. ¿Cómo podían afrontar tan pronto su condición de varón y mujer, cuando aún no habían salido de la infancia? A los dos los habían privado de algo precioso. Y la ternura con que se comportaban, el empeño con que procuraban enamorarse, sólo desalentaba más a Rasa.

Alma Suprema, tienes mucho que explicar. ¿Vale la pena tanto sacrificio? Mi hijo Nafai tiene apenas catorce años, pero por ti se ha manchado las manos de sangre, y ahora él y Luet comparten un lecho nupcial cuando a su edad deberían mirarse tímidamente, preguntándose si algún día el otro corresponderá a su amor.

Giró en la cama. La noche era oscura y calurosa. Habían despuntado las estrellas, pero la Luna apenas brillaba, y los faroles de la calle alumbraban poco esa ciudad donde imperaba el toque de queda. No veía casi nada en su habitación, pero no quiso encender la luz; una criada la vería y pensaría que necesitaba algo, y entraría discretamente a preguntar. Debo estar sola, pensó, y se quedó acostada en la oscuridad.

¿Qué te propones, Alma Suprema? Estoy arrestada, nadie puede entrar ni salir de mi casa. Moozh me ha aislado de tal modo que no sé en quién confiar, y debo aguardar aquí para observar el desarrollo de tus planes. ¿El triunfo será tuyo, Alma Suprema, o de los malévolas maquinaciones de Moozh?

¿Qué quieres de mi familia? ¿Qué harás con mi familia, con mis seres queridos? Acepto algunas cosas, aunque a regañadientes: acepto el matrimonio de Nyef y Lutya. En cuanto a Issib y Hushidh, cuando llegue el momento, me alegrará si Shuya está dispuesta, pues siempre soñé que Issib encontrara una mujer tierna que viera más allá de su fragilidad y descubriese al hombre que es, al esposo que podría ser. ¿Quién mejor que mi preciosa descifradora, mi callada y sabia Shuya?

Pero este viaje al desierto… No estamos preparados, y en esta casa no podemos prepararnos. ¿Lo has tenido en cuenta en tus planes? ¿O las cosas se te escapan de las manos? ¿Lo has previsto todo con antelación? Estas expediciones requieren un plan cuidadoso. Wetchik y sus hijos pudieron marcharse al desierto sin preparativos porque tenían el equipo necesario y cierta experiencia en camellos y tiendas. ¡Ojalá no esperes que mis hijas o yo podamos hacer semejante cosa!

Luego, un poco avergonzada por haber hablado con tanta brusquedad al Alma Suprema, Rasa pronunció una plegaria más humilde. Concédeme el descanso del sueño, rogó, hundiendo los dedos en el cuenco de agua sagrada que tenía junto a la cama. Déjame reposar esta noche, y si no es molestia, muéstrame alguna visión de tus planes. Besó el agua sagrada que le mojaba los dedos.

Más palabras le atravesaron la mente, como un descarado corolario. Mientras me cuentas tus planes, querida Alma Suprema, no temas pedirme consejo. Tengo cierta experiencia en esta ciudad, quiero y comprendo a la gente más que tú, y me parece que por ahora no has hecho nada bien.

Oh, perdóname, gritó en silencio, abochornada.

Y luego: Olvídalo. Se dio la vuelta para dormirse, mientras las tenues ráfagas que entraban por las ventanas le secaban los dedos.

Se durmió y soñó.

En su sueño viajaba en bote por el lago de las mujeres, y frente a ella —a popa— iba el Alma Suprema. Rasa jamás había visto al Alma Suprema, pero esto era un sueño, así que la reconoció de inmediato. El Alma Suprema se parecía a la difunta madre de Wetchik, una mujer severa pero bondadosa.

—Sigue remando —dijo el Alma Suprema. Rasa vio que ella empuñaba los remos.

—Pero no tengo fuerzas para esto.

—Te sorprenderías.

—Preferiría no hacerlo —objetó Rasa—. Preferiría ocupar tu puesto. Tú eres la deidad, tú posees poder infinito. Rema tú y yo llevaré el timón.

—Soy sólo un ordenador —replicó el Alma Suprema—. No tengo brazos ni piernas. Tú tendrás que remar.

—Veo tus brazos y piernas, y son más fuertes que los míos. Además, no sé adonde nos llevas. No veo adonde vamos porque estoy mirando hacia at rás.

—Lo sé —asintió el Alma Suprema—. Así has pasado toda tu vida: mirando hacia atrás. Tratando de reconstruir un pasado glorioso.

—Pues si no lo apruebas, ten la inteligencia, por no decir la decencia, de cambiar de lugar conmigo. Déjame escrutar el futuro mientras tú remas, para variar.

—Os habéis vuelto muy descarados. Comienzo a arrepentirme de haberos criado. Cuando os doy un poco de confianza, me perdéis el respeto.

—No es culpa nuestra. Mira, no podremos pasar de lado, pues el bote es demasiado estrecho y se volcará. Arrástrate entre mis piernas, para que conservemos el equilibrio.

El Alma Suprema gruñó mientras se arrastraba.

—¿Ves? Ni el menor respeto.

—Yo te respeto —declaró Rasa—. Pero no me hago la ilusión de que siempre tengas razón. Nafai e Issib dicen que eres un ordenador. Mejor dicho, un programa que vive en un ordenador. De modo que no eres más sabio que quienes te programaron.

—Quizá me programaron para adquirir sabiduría. Al cabo de cuarenta millones de años, es posible que haya recogido un par de buenas ideas.

—Oh, sin duda. Algún día debes mostrarme alguna, pues de momento no lo has hecho muy bien.

—Quizá tú ignores lo que he hecho.

Rasa se instaló en la popa del bote, con la mano en la borda, y comprobó satisfecha que el Alma Suprema empuñaba los remos y estaba dispuesta para dar una buena brazada.

El bote brincó hacia adelante, pero de repente se quedó quieto. Rasa miró alrededor y notó que no flotaban sobre el agua, sino que se encontraban en un páramo de arena arremolinada.

—Vaya, este cambio no me ha gustado nada —protestó Rasa.

—No has resultado ser buena timonel —dijo el Alma Suprema—. No creerás que puedo remar aquí.

—¿Y tengo yo la culpa? Fuiste tú quien nos trajo al desierto.

—¿Y tú lo habrías hecho mejor?

—Eso espero. Por ejemplo, ¿dónde están los camellos? Necesitamos camellos. ¡Y tiendas! Para bastantes personas. Elemak y Eiadh, Mebbekew y Dol, Nafai y Luet… y Hushidh, desde luego. Son siete. También estoy yo. Y será mejor que llevemos a Sevet y Kokor, y sus maridos, si vienen… con lo cual serán doce. ¿Me olvido de algo? Ah, claro, Shedemei y sus semillas y embriones… ¿Cuántas cajas? No lo recuerdo. Por lo menos seis camellos sólo para su equipo. ¿Y las provisiones? Ni siquiera sé cómo calcularlas. Trece personas no es una broma.

—¿Y por qué me lo dices a mí? ¿Crees que guardo camellos y tiendas binarias en mi memoria?

—Me lo temía. No has hecho ningún preparativo para el viaje. ¿No sabes que estas cosas no se pueden hacer de buenas a primeras? Si no puedes ayudarme, indícame a alguien que sepa cómo hacerlo.

El Alma Suprema la guió hacia un monte lejano.

—Eres muy prepotente —dijo—. Se supone que soy yo quien cuida a la humanidad, ten la amabilidad de recordarlo.

—De acuerdo, tú encárgate de ese trabajo, mientras yo me ocupo de mis seres queridos. ¿Quién cuidará mi casa cuando me haya ido? ¿No se te había ocurrido? Muchos niños y maestras dependen de mí.

—Volverán a sus casas. Encontrarán otras maestras u otros empleos. No eres imprescindible.

Habían llegado a lo alto de la colina. Como en todos los sueños, el desplazamiento era a veces muy rápido y a veces muy lento. En la cima del cerro, Rasa vio que estaba en la calle, frente a su casa. No sabía que podía bajar al desierto desde su propia casa. Miró para ver por dónde la había llevado el Alma Suprema, y se encontró frente a un soldado. No un gorayni, para su alivio. Era un oficial de la guardia basilicana.

—Dama Rasa —dijo él con respeto.

—Tengo un trabajo para ti —anunció ella—. El Alma Suprema ya debía haberte dicho todo esto, pero decidió que lo hiciera yo. Espero que no te moleste ayudar.

—Sólo deseo servir al Alma Suprema.

—Bien, espero que seas ingenioso y con recursos, porque no soy experta y tendré que librar muchos detalles a tu criterio. Ante todo, seremos trece personas.

—¿Trece para qué?

—Un viaje al desierto.

—El general Moozh te tiene bajo arresto domiciliario.

—Oh, el Alma Suprema se encargará de eso. No puedo hacerlo todo.

—Bien —asintió el oficial—. Un viaje al desierto para trece.

—Necesitaremos camellos y tiendas.

—¿Tiendas grandes o pequeñas?

—¿Qué significa grande y qué significa pequeña?

—Grande significa para doce personas, pero son difíciles de montar. Pequeña significa para dos.

—Pequeñas —decidió Rasa—. Todos dormirán en pareja, excepto Hushidh, Shedemei y yo, que ocuparemos una tienda de tres.

—¿Hushidh la descifradora? ¿Se marcha?

—Olvida los nombres, eso no te incumbe.

—No creo que Moozh desee que Hushidh se marche.

—Tampoco desea que yo me marche, por ahora. Espero que estés tomando nota de todo.

—Me acordaré.

—Bien. Camellos para montar, tiendas para dormir y camellos para transportar las tiendas, y también camellos para transportar provisiones durante… No recuerdo bien. Calculo que para diez días.

—Eso significa muchos camellos.

—Sí, qué se le va a hacer. Eres oficial, así que sabrás dónde y cómo conseguir camellos.

—En efecto.

—Ah, me olvidaba. Media docena de camellos más para transportar las cajas de almacenaje de Shedemei. Tal vez ya se haya encargado de ello. Tendrás que preguntárselo.

—¿Cuándo necesitarás todo esto?

—Enseguida —dijo Rasa—. Ignoro cuándo comenzará este viaje, pues ahora estamos bajo arresto domiciliario, como habrás oído…

—He oído.

—Pero debemos estar preparados para partir de inmediato, cuando llegue el momento.

—Rasa, no puedo hacer estas cosas sin autorización de Moozh. Él gobierna la ciudad, y yo ni siquiera soy comandante de la guardia.

—De acuerdo —asintió Rasa—. Te otorgo la autorización de Moozh.

—Tú no puedes otorgármela —objetó el oficial.

—Alma Suprema —dijo Rasa—, ¿no es hora de que intervengas?

Moozh apareció junto al oficial.

—Has estado hablando con Rasa —le dijo severamente.

—Fue ella quien vino a mí —se justificó el oficial.

—Está bien. Espero que hayas prestado atención a todo lo que te ha dicho.

—¿Entonces me autorizas para proceder?

—No puedo en este momento —dijo Moozh—. No puedo oficialmente, porque por ahora no sé si quiero que lo hagas. Así que tendrás que hacerlo con mucha discreción, para que ni siquiera yo me entere. ¿Comprendes?

—Espero que no me vea en apuros si me descubres.

—De ningún modo. No lo descubriré, a menos que te molestes en contármelo.

—Qué alivio.

—Cuando yo desee que comience este viaje, te ordenaré que hagas preparativos. Sólo tienes que decir: «Sí, señor, enseguida». No me avergüences comentando que ya lo tenías preparado desde el mediodía, o cualquier otra cosa que haga parecer que mis órdenes no son espontáneas. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—No quiero tener que matarte, así que no me avergüences, ¿de acuerdo? Quizá te necesite después.

—Como desees, señor.

—Puedes marcharte.

El oficial de la guardia desapareció.

Moozh se transformó en el Alma Suprema.

—Creo que eso será suficiente, Rasa —dijo.

—Sí, eso creo —convino Rasa.

—Bien, entonces puedes despertar. El verdadero Moozh pronto llegará a tus puertas, y te conviene estar preparada para recibirlo.

—Muy bonito —dijo Rasa, irritada—. Apenas he dormido, y ya me haces despertar.

—No he sido responsable de la sincronización. Si Nafai no hubiera salido con tanto ímpetu de madrugada para pedir una entrevista con Moozh antes de que saliera el sol, podrías haber dormido hasta una hora razonable.

—¿Qué hora es?

—Despierta y mira el reloj.

El Alma Suprema desapareció, Rasa despertó y acto seguido miró el reloj. El alba despuntaba en el cielo, y no podría ver qué hora era sin levantarse y mirar de cerca. Con un resuello de fatiga, encendió una luz. Demasiado temprano para levantarse. Pero el sueño, a pesar de su extrañeza, contenía al menos algo de verdad: alguien llamaba a la puerta.

Las criadas sabían que a esas horas no podían abrir la puerta sin alertar primero a Rasa, pero se sorprendieron al verla llegar tan pronto.

—¿ Quién es ? —preguntó ella.

—Tu hijo, señora. Y el general…

—Abrid la puerta y retiraos.

El sonido de la campanilla no se oía en toda la casa, así que el vestíbulo estaba casi desierto. Cuando se abrió la puerta, Nafai y Moozh entraron juntos. Nadie más. Ningún soldado, aunque sin duda esperaban en la calle. Sin embargo, Rasa evocó inevitablemente la visita de otros dos hombres que creían gobernar la ciudad de Basílica. Gaballufix y Rashgallivak habían traído soldados con máscaras holográficas, menos para amedrentarla que para apuntalar su propia confianza. Era significativo que Moozh no necesitara custodia.

—No sabía que mi hijo vagabundeaba por las calles a estas horas —dijo Rasa—. Te agradezco que hayas sido tan amable de devolverlo a su casa.

—Ahora que está casado —señaló Moozh—, no vigilarás tanto sus idas y venidas, ¿verdad?

Rasa miró a Nafai con impaciencia. ¿Tenía que gritar a los cuatro vientos que acababa de casarse con la vidente? ¿No tema la menor discreción? No, claro que no, de lo contrario no lo habrían hallado los soldados de Moozh. ¿Acaso había intentado escapar?

Pero no, había algo… sí, en el sueño. El Alma Suprema había mencionado que Nafai había salido con mucho ímpetu, para solicitar una entrevista con Moozh.

—Espero que no te haya causado problemas.

—Algunos, debo admitir —dijo Moozh—. Esperaba que me ayudara a dar a Basílica la grandeza que esta ciudad merece, pero ha rechazado ese honor.

—Perdona mi ignorancia, pero no entiendo cómo podría contribuir mi hijo a traer grandeza a una ciudad que ya es leyenda en todo el mundo. ¿Aún queda en pie alguna ciudad que sea más antigua o más sagrada que Basílica? ¿Hay alguna otra que haya sido ciudad de la paz por tanto tiempo?

—Una ciudad solitaria, señora, una ciudad solitaria. Una ciudad para peregrinos. Pero espero que pronto se convierta en una ciudad para embajadores de los mayores reinos del mundo.

—Que sin ninguna duda navegarán hacia aquí en un mar de sangre.

—No, si las cosas funcionan bien. No, si cuento con colaboración.

—¿De quién? ¿De mí? ¿De mi hijo?

—Sé que soy inoportuno, pero me gustaría conocer a dos sobrinas tuyas. Una es la joven esposa de Nafai. La otra es su hermana soltera.

—No quiero que las conozcas.

—Pero ellas tal vez querrán conocerme, ¿no crees? Dado que Hushidh tiene dieciséis años, y la ley le permite recibir visitas, y Luet está casada, y cuenta con la misma libertad, es* pero que respetes tanto el derecho como la cortesía y les informes de que deseo conocerlas.

Rasa no pudo evitar admirarlo a pesar de su temor. En una circunstancia en que Gabya o Rash habrían vociferado o amenazado, Moozh recurría a la cortesía. No se molestaba en recordarle sus mil soldados, su poder en el mundo. Apelaba simplemente a sus buenos modales, y Rasa se quedó sin respuesta, pues no estaba segura de tener la razón.

—He despedido a la servidumbre. Esperaré aquí contigo, mientras Nafai va a buscarlas.

Moozh asintió y Nafai echó a andar hacia el ala de la casa donde los recién casados habían pasado la noche. Rasa se preguntó a qué hora se levantarían Elemak y Eiadh, Mebbekew y Dol, y qué pensarían de esa visita de Nafai al general Moozh. Tal vez debieran admirar el valor del muchacho, pero Elemak se enfadaría por esa costumbre de meterse en asuntos que no le incumbían. Rasa, en cambio, no reprochaba a Nafai su temeridad, aunque temía que se arriesgara más de la cuenta.

—El vestíbulo no es un lugar cómodo —dijo Moozh—. Tal vez haya alguna habitación privada, donde los madrugadores no nos interrumpirán.

—¿Para qué necesitamos una habitación privada, cuando aún no sabemos si mis sobrinas te recibirán?

—Tu sobrina y tu nuera —señaló Moozh.

—Una nueva relación. Pero nuestro afecto no podrá ser mayor del que ya existía.

—Amas entrañablemente a esas muchachas.

—Las defendería con mi vida.

—Y a pesar de ello, ¿no puedes disponer de una habitación privada para que conozcan a un visitante extranjero?

Rasa lo miró con cara de poc os amigos y lo condujo a su pórtico, a la zona cerrada desde la cual no se veía el Valle de la Grieta. Pero Moozh no se dignó sentarse en el banco que ella le indicó. Se dirigió a la balaustrada que había más allá de los biombos. Los hombres tenían prohibido entrar allí, ver ese paisaje, pero Rasa supo que si intentaba impedírselo sólo se pondría en ridículo.

Se le acercó, pues, y contempló el valle.

—Ves lo que pocos hombres han visto —comentó.

—Pero tu hijo lo ha visto —dijo Moozh—. Ha flotado desnudo en las aguas del lago de las mujeres.

—No fue idea mía —señaló Rasa.

—Ya sé, el Alma Suprema, que nos guía por sendas tortuosas. Tal vez la mía sea la más tortuosa de todas.

—¿Y qué curva cogerás ahora?

—La que conduce a la grandeza y la gloria. A la justicia y la libertad.

—¿Para quién?

—Para Basílica, si la ciudad acepta.

—Ya tenemos grandeza y gloría. Ya tenemos justicia y libertad. ¿Por qué crees que tus afanes añadirán algo a lo que ya poseemos?

—Quizá tengas razón. Quizá sólo esté usando a Basílica para dar más fama a mi propio nombre, en el comienzo, cuando lo necesito. ¿Acaso la gloria basilicana es tan escasa y preciosa que no le sobra una pizca para compartirla conmigo?

—Moozh, te aprecio tanto que casi lamento el terror que llena mi corazón cuando pienso en ti.

—¿Por qué? No quiero perjudicarte a ti ni a tus seres queridos.

—No es eso lo que me aterra. Son tus designios para mi ciudad, para el mundo en general.

El Alma Suprema fue creada para impedir lo que tú representas. Tú representas la maquinaria bélica, el ansia de poder, el afán de expansión.

—Me enorgullece que me alabes así. Oyeron pasos a sus espaldas, y al volverse Rasa vio a Luet y Hushidh. Nafai se mantenía a distancia.

—Ven con tu esposa y tu cuñada, Nafai —indicó Rasa—. El general Moozh ha decidido que nuestra antigua costumbre debe anularse, al menos por esta mañana, cuando el sol se dispone a asomar tras las montañas.

Nafai apuró el paso, y ocuparon sus lugares. Moozh los dispuso con astucia, al apoyarse en la balaustrada, de modo que los demás se sentaron en el arco de bancos y Moozh dominó el centro de la escena.

—He venido aquí para felicitar a la vidente por su boda de anoche.

Luet asintió gravemente, aunque sin duda sabía que Moozh tenía otro propósito. Rasa esperaba que Nafai tuviera alguna idea de ese propósito y hubiera alertado a las jóvenes.

—Me asombró que te casaras tan joven —prosiguió Moozh—. Sin embargo, tras conocer al joven Nafai, creo que te has casado bien. Un consorte adecuado para la vidente, pues Nafai es un joven valiente y noble. Tan noble, a decir verdad, que le supliqué que me permitiera designarlo cónsul de Basílica.

—No existe ese cargo —señaló Rasa.

—Existirá, como existió antes. Un cargo innecesario en tiempos de paz, pero imprescindible en tiempos de guerra.

—No tendríamos ninguna guerra si tú te marcharas.

—Eso no importa, pues tu hijo rechazó ese honor. En cierto modo es afortunado. Claro que hubiera sido un cónsul espléndido. La gente lo habría aceptado, pues no sólo es el esposo de la vidente, sino que también oye la voz del Alma Suprema. Un profeta y una profetisa, juntos en la cámara más alta de la ciudad. Y si algunos temieran que Nafai fuera un pelele, un títere del amo gorayni, bastaría con recordarles que antes de la llegada del general Moozh, el joven Nafai, siguiendo órdenes del Alma Suprema, acabó audazmente con una gran amenaza para la libertad de Basílica y ejecutó justamente a Gaballufix, por haber ordenado el asesinato de Roptat. La gente habría aceptado a Nafai de buen grado, y él habría sido un cónsul sabio y competente. En especial con el asesora-miento de Rasa.

—Pero no aceptó —señaló Rasa.

—Así es.

—Entonces, ¿a qué vienen tantas adulaciones?

—Porque hay más de una manera de alcanzar el mismo fin. Por ejemplo, podría denunciar a Nafai por el cobarde asesinato de Gaballufix, y presentar a Rashgallivak como el hombre que heroicamente procuró imponer orden en la ciudad en tiempos de agitación. Si no hubiera sido por la pérfida interferencia de una descifradora llamada Hushidh, lo habría logrado, pues todos saben que Rashgallivak no tenía las manos manchadas de sangre. En cambio, era un mayordomo servicial que procuraba defender las casas de Wetchik y Gaballufix. Mientras Nafai y Hushidh van a juicio por sus delitos, Rashgallivak es nombrado cónsul de la ciudad. Y, desde luego, toma bajo su protección a las hijas de Gaballufix, y lo mismo hará con la viuda de Nafai cuando éste sea ajusticiado, y con la descifradora cuando ella sea indultada. El consejo de la ciudad no tolerará que esas pobres mujeres sufran la influencia de la insidiosa dama Rasa.

—Veo que sí sabes amenazar —comentó Rasa.

—Mi señora, describo posibilidades, opciones, todas las cuales me conducirán a la meta que al final alcanzaré de un modo u otro. Lograré que Basílica sea mi aliada. Será mi ciudad antes que inicie mi rebelión contra la tiranía del imperátor goraym.

—¿Hay otra manera? —preguntó Hushidh en voz baja.

—Hay otra, que quizá sea la mejor de todas —asintió Moozh—. Es la razón por la cual Nafai me ha traído aquí: para que yo pudiera pedir la mano de la descifradora.

Rasa se quedó asombrada.

—¿Su mano?

—A pesar de mi apodo, no tengo esposa. No es bueno que un hombre esté solo mucho tiempo. Tengo treinta años… espero que no sean tantos como para impedir que me aceptes, Hushidh.

—Ella está destinada a mi hijo —objetó Rasa. Moozh se volvió hacia ella, y por primera vez montó en cólera.

—¡Un tullido que se esconde en el desierto, un inválido a quien esta niña encantadora jamás ha deseado como esposo!

—Te equivocas —intervino Hushidh—. Sí lo deseo.

—Pero no te has casado con él —señaló Moozh.

—No me he casado.

—Y no hay ningún obstáculo legal para que te cases conmigo —prosiguió Moozh.

—No lo hay.

—Entra en esta casa y mátanos a todos —declaró Rasa—¿ pero no permitiré que te lleves a esta niña por la fuerza.

—No armes tanto jaleo. No pretendo llevármela por la fuerza. Como he dicho, puedo seguir varios caminos. En cualquier momento Nafai puede aceptar el consulado, con lo cual el pesado lastre de mi propuesta matrimonial intimidará menos a Hushidh… aunque no la retiraré, si ella desea compartir mi futuro conmigo. Pues te aseguro, Hushidh, que mi vida será gloriosa, y el nombre de mi esposa será cantado con el mío para siempre. ¡

—La respuesta es no —dijo Rasa.

—No te he preguntado a ti —replicó Moozh.

Hushidh miró a cada uno de ellos, pero sin preguntar nada. Rasa comprendió que Hushidh no veía los rasgos de los presentes, sino las hebras de amor y lealtad que los unían.

—Tía Rasa —dijo al fin Hushidh—, espero que me perdones por defraudar a tu hijo.

—No te dejes intimidar —protestó Rasa—. El Alma Suprema jamás le permitirá ejecutar a Nafai. Es pura fanfarronería.

—El Alma Suprema es un ordenador —señaló Hushidh—, No es omnipotente.

—Hushidh, hay visiones que te unen a Issib. El Alma Suprema ha resuelto uniros.

—Tía Rasa —dijo Hushidh—, sólo puedo rogarte que guardes silencio y respetes mi decisión. Pues he visto hebras que antes no imaginaba, y me conectan con este hombre. Al oír que su nombre era Moozh, no sospeché que yo sería la mujer que tendría derecho a usar ese nombre.

—Hushidh —intervino Moozh—, decidí pedir tu mano por motivos políticos, pues nunca te había visto. Pero sabía que eras prudente, y descubrí al instante que eras encantadora. Ahora he visto tu modo de pensar y he oído tus palabras, y sé que no sólo puedo brindarte el poder y la gloria, sino también la ternura de un auténtico esposo.

—Y yo te brindaré la devoción de una auténtica esposa —aseguró Hushidh. Se levantó y caminó hacia él. Moozh se le acercó, y Hushidh aceptó su tierno abrazo y un beso en la mejilla.

Rasa estaba atónita.

—¿Podrá mi tía Rasa realizar la ceremonia? —preguntó Hushidh—. Supongo que, por motivos políticos, querrás que la boda se celebre pronto.

—Pronto, pero no puede ser Rasa. Su reputación no es demasiado buena ahora, aunque sin duda esta lamentable situación se aclarará después de la boda.

—¿Puedo pasar un día más con mi hermana?

—Es tu boda, no tu funeral. Después podrás pasar muchos días con tu hermana, pero la boda debe celebrarse hoy. Al mediodía. En la Orquesta, con toda la ciudad por testigo. Y tu hermana Luet celebrará la ceremonia.

Era terrible. Moozh sabía muy bien cómo volcar esto en su favor. Si Luet presidía la ceremonia, la adornaría con su prestigio. Moozh sería plenamente aceptado como un noble ciudadano de Basílica, y no necesitaría que ningún entrometido fuera su títere. Él mismo podría ser cónsul, y Hushidh sería su consorte, la primera dama de Basílica. Cumpliría gloriosamente ese papel, y sería plenamente digna de él, pero no serviría de nada porque Moozh destruiría Basílica con su ambición.

Destruiría Basílica…

—¡Alma Suprema! —exclamó Rasa—. ¿Es esto lo que planeabas desde el principio?

—Claro que sí —dijo Moozh—. Como Nafai mismo me ha dicho, Dios me condujo aquí. ¿Con qué propósito, si no el de encontrar esposa? —Se volvió nuevamente hacia Hushidh, quien aún lo miraba, aún lo tocaba, aún le apoyaba la mano en el hombro—. Querida dama, ¿quieres acompañarme?

Mientras tu hermana se prepara para realizar la ceremonia, hay muc has cosas de las que debemos hablar, y debes estar conmigo cuando anunciemos nuestra boda al consejo de la ciudad.

Luet se levantó y avanzó un paso.

—No he aceptado desempeñar ningún papel en esta farsa abominable.

—Lutya —dijo Nafai.

—¡No puedes obligarla! —exclamó Rasa triunfalmente. Pero fue Hushidh, no Moozh, quien respondió:

—Hermana, si me quieres, si alguna vez me has querido, te ruego que vayas a la Orquesta dispuesta a celebrar este enlace. —Hushidh miró a todos—. Tía Rasa, debes venir. Y también tus hijas y sus esposos. Nafai, trae a tus hermanos y sus esposas. Traed a todas las maestras y estudiantes de esta casa, incluso los que viven lejos. ¿Los traeréis para que sean testigos? ¿Me haréis este favor, en memoria de mis años felices en esta dichosa morada?

La formalidad del discurso y la circunspección de sus modales conmovieron a Rasa, que aceptó entre sollozos. Luet prometió realizar la ceremonia.

—Les permitirás salir para la boda, ¿verdad? —le preguntó Hushidh a Moozh. Él sonrió tiernamente.

—Serán escoltados hasta la Orquesta —asintió—, y luego otra vez hasta su casa.

—No pido nada más —dijo Hushidh. Y se marchó del pórtico del brazo de Moozh.

Cuando se fueron, Rasa se desplomó en el banco y lloró amargamente.

—¿Para qué le hemos servido en todos estos años? —preguntó—. No somos nada para ella. ¡Nada!

—Hushidh nos quiere —declaró Luet.

—No está hablando de Hushidh —dijo Nafai.

—¡El Alma Suprema! —exclamó Rasa. Luego gritó la palabra, como si se la arrojara al sol naciente—: ¡Alma Suprema!

—Si has perdido la fe en el Alma Suprema —dijo Nafai—, al menos ten fe en Hushidh. ¿No comprendes que ella aún tiene esperanzas de volcar esta situación a nuestro favor? Ha aceptado el ofrecimiento de Moozh porque vio en ello algún plan. Tal vez el Alma Suprema le dijo que aceptara, ¿no lo has pensado?

—Yo lo pensé —terció Luet—, pero no puedo creerlo. El Alma Suprema no nos había dicho nada sobre esto.

—Entonces, en vez de hablar entre nosotros y de sentir resentimiento —señaló Nafai—, quizá debamos escuchar. Tal vez el Alma Suprema sólo quiera que le dediquemos cierta atención para explicarnos qué está ocurriendo.

—Entonces aguardaré —accedió Rasa—. Pero más vale que sea un buen plan.

Esperaron, cada cual con sus propios interrogantes.

Los rostros de Nafai y Luet revelaron que ellos recibieron primero su respuesta.

Rasa siguió esperando, pero comprendió que ella no recibiría ninguna.

—¿Has oído? —preguntó Nafai.

—Nada —dijo Rasa—. No he oído nada.

—Tal vez no oyes nada porque estás demasiado furiosa con el Alma Suprema —apuntó Luet.

—O tal vez me esté castigando. ¡Máquina rencorosa! ¿Qué os ha dicho?

Nafai y Luet se miraron pensativamente. Al parecer la noticia no era alentadora.

—El Alma Suprema no controla esto —dijo al fin Luet.

—Es culpa mía —dijo Nafai—. Mi visita al general precipitó las cosas. Moozh ya planeaba casarse con una de ellas, pero lo habría estudiado al menos un día más.

—¡Un día! Pues menuda diferencia.

—El Alma Suprema ignora si podrá ejecutar su mejor plan tan pronto —dijo Luet—. Pero tampoco podemos culpar a Nafai. Moozh es impulsivo e inteligente y habría actuado prontamente aunque Nafai no hubiera sido tan…

—Estúpido —sugirió Nafai.

—Audaz —dijo Luet.

—¿ Conque estamos condenados a permanecer aquí como herramientas de Moozh? — preguntó Rasa—. Bien, no podría tratarnos con mayor desprecio que el Alma Suprema.

—Madre —dijo Nafai con cierta dureza—, el Alma Suprema no nos ha tratado con desprecio. Emprenderemos nuestro viaje, haya boda o no. Si Hushidh acaba siendo la esposa de Moozh, usará su influencia para liberarnos. El general no nos necesitará cuando haya afianzado su posición en la ciudad.

—¿Liberarnos? ¿A quiénes?

—A todos los que hemos planeado este viaje, incluida Shedemei.

—¿Y qué hay de Hushidh? —preguntó Rasa.

—El Alma Suprema no podrá hacer nada —respondió Luet —. Si no puede impedir la boda, Hushidh se quedará.

—Odiaré al Alma Suprema para siempre —se indignó Rasa—. Si le hace esto a la dulce Hushidh, nunca más le serviré, ¿me oyes?

—Cálmate, madre —aconsejó Nafai—. Si Hushidh lo hubiera rechazado, yo habría aceptado ser cónsul, y Luet y yo nos hubiéramos quedado. Tenía que suceder de un modo u otro.

—¿Crees que eso me consuela? —preguntó Rasa amargamente.

—¿Consolarte? —preguntó Luet—. ¿Consolarte a ti, Rasa? Hushidh es mi hermana, mi única pariente. Tú tendrás contigo a todos los hijos que pariste, y a tu esposo. ¿Qué estás perdiendo, comparado con lo que yo estoy dispuesta a ceder? ¿Y acaso me ves llorar?

—Pues deberías estar llorando. ;

—Lloraré mientras camine por el desierto —espetó Luet—. Pero ahora tenemos muy pocas horas para prepararnos.

—Qué, ¿acaso debo enseñarte la ceremonia?

—Eso llevará cinco minutos —dijo Luet—, y las sacerdotisas me ayudarán de todos modos. Debemos dedicar el tiempo que nos queda a hacer el equipaje.

—El viaje —suspiró Rasa con amargura.

—Debemos tener todo preparado para cargar los camellos en cinco minutos —añadió Luet—. ¿No es así, Nafai?

—Aún es posible que todo salga bien —asintió Nafai—. Madre, no es momento para rendirse. Toda tu vida has arrostrado las dificultades con entereza. ¿Te derrumbarás ahora, cuando más te necesitamos para infundir ánimo a los demás?

—¿O esperas que nosotros convenzamos a Sevet y Vas, Kokor y Obring, de prepararse para un viaje al desierto? —preguntó Luet.

—¿Crees que Elemak y Mebbekew aceptarán mis instrucciones? —preguntó Nafai. Rasa se enjugó los ojos.

—Pedís demasiado de mí —se lamentó—. No soy tan joven como vosotros. No soy tan fuerte.

—Claro que lo eres —dijo Luet—. Por favor, dinos qué debemos hacer.

Rasa se tragó su pena por el momento y asumió su antiguo papel. Al cabo de unos minutos la casa entera estaba en movimiento: las criadas hacían el equipaje y preparaban lo indispensable, las secretarias redactaban cartas de recomendación para las maestras e informes sobre la situación de cada alumno, para que no tuvieran dificultades en inscribirse en otros establecimientos cuando cerrara la escuela de Rasa.

Luego Rasa enfiló hacia la cámara nupcial de Elemak, para afrontar la desgarradora situación de informar a los renuentes viajeros que debían asistir a la boda, acompañados por soldados, y prepararse para una travesía por el desierto, pues por alguna razón el Alma Suprema se había obstinado en ensañarse con ellos y en mandarlos a vivir con los escorpiones.

EN LA ORQUESTA, Y NO EN UN SUEÑO

No era así como Elemak hubiera deseado pasar la mañana siguiente a su boda. Se suponía que era un momento indolente para dormitar y hacer el amor, para hablar y reír. En cambio había consistido en agitados preparativos, preparativos inadecuados a decir verdad, pues se disponían a realizar un viaje al desierto pero no tenían camellos ni tiendas ni provisiones. Y la reacción de Eiadh era alarmante. Mientras que Dol, la esposa de Mebbekew, no vacilaba en colaborar, y aún más que ese perezoso de Meb, Eiadh se había pasado la mañana protestando. ¿No podemos quedarnos y alcanzarlos después? ¿Tenemos que irnos sólo porque Tía Rasa está arrestada?

Al fin Elemak mandó a Eiadh a ver a Luet y Nafai, para que le dieran respuestas, mientras él supervisaba los preparativos y desechaba prendas inútiles. Esto significó un enfrenta-miento con Kokor, la hija de Rasa, que no comprendía por qué no podía llevar al desierto sus ligeros y provocativos vestidos. Al fin Elemak estalló, delante de Sevet y los esposos de las dos hermanas: «Escucha, Kokor, el único nombre que podrás tener allá es tu marido, y cuando quieras seducirlo a él, puedes desnudarte». Cogió el vestido preferido de Kokor y lo rasgó por la mitad. Kokor chilló y lloró, pero luego regaló generosamente sus vestidos favoritos, o quizá los cambió por prendas más prácticas, pues era posible que Kokor no tuviera ninguna que pudiera servir.

Como si el ajetreo de hacer el equipaje no hubiera sido suficiente, después tuvo que afrontar el recorrido por la ciudad. Los soldados habían sido bastante discretos, no habían formado una falange de energúmenos marcando el paso, pero aun así eran soldados gorayni, y los viandantes —la mayoría con rumbo a la Orquesta— les dejaban un espacio alrededor y los miraban boquiabiertos.

—Nos miran como si fuéramos delincuentes —comentó Eiadh.

Elemak la tranquilizó diciendo que la mayoría de los curiosos supondrían que eran huéspedes de honor con una escolta militar, con lo cual Eiadh se enorgulleció. A Elemak le molestó un poco que Eiadh fuera tan pueril. Padre le había advertido que las esposas jóvenes, aunque tuvieran cuerpos más esbeltos y ligeros, también tenían las mentes más ligeras. Eiadh era joven, simplemente; no se podía esperar que se tomara con seriedad los asuntos graves, ni siquiera que entendiera lo que era grave.

Ahora ocupaban lugares de honor, no en las gradas del anfiteatro, sino en la Orquesta misma, a la derecha de la plataforma baja que se había erigido en el centro expresamente para esta ceremonia. Ellos integraban la comitiva de la novia; al otro lado, la comitiva del novio estaba constituida por miembros del consejo de la ciudad, junto con oficiales de la guardia de Basílica y un puñado de oficiales gorayni. Aquí no había indicios de dominación gorayni. Tampoco eran necesarios. Elemak sabía que había muchos soldados gorayni y guardias basilicanos discretamente situados, pero a distancia prudente para intervenir si sucedía algún imprevisto. Por ejemplo, si algún conspirador o curioso intentaba cruzar el espacio abierto que separaba las comitivas de las gradas, los arqueros que se hallaban en los palcos del apuntador y de los músicos lo atravesarían con sus flechas.

Las cosas cambian deprisa, pensó Elemak. Hace unas semanas llegué de un fructífero viaje pensando que estaba preparado para ocupar mi sitio en los asuntos de Basílica. Gaballufix parecía ser el hombre más poderoso del mundo, y mi futuro como heredero de Wetchik y hermano de Gabya parecía brillante. Desde entonces, todo ha sido un torbellino de cambio. Una semana atrás, mientras se deshidrataba en el desierto, no hubiera creído que se casaría con Eiadh en la casa de Rasa. Y la noche anterior cuando él y Eiadh eran las figuras protagonistas de la ceremonia nupcial, no hubiera imaginado que Nafai y Luet, al mediodía del día siguiente, en vez de ser patéticos segundones en la boda de Elemak, se sentarían en la plataforma misma, donde Luet realizaría, la ceremonia y Nafai actuaría como padrino del general Moozh.

¡Nafai! ¡Un chico de catorce años! Y el general Moozh había pedido que le apadrinara para obtener la ciudadanía basilicana, como si Nafai fuera una eminencia. Bien, lo era, pero sólo por ser esposo de la vidente. Nadie podía pensar que Nafai merecía semejante honor por sí mismo.

Vidente, descifradora… Elemak nunca había prestado mayor atención a esas cosas. Todo se relacionaba con el sacerdocio, que era una actividad rentable pero lo sacaba de quicio. Como ese sueño tonto que Elemak había tenido en el desierto. Era sencillo transformar ese sueño absurdo en un plan de acción, gracias a los estúpidos que creían que el Alma Suprema era un ser noble en vez de un mero programa informático responsable de transmitir datos y documentos por satélite de ciudad en ciudad. El mismo Nafai decía que el Alma Suprema era sólo un ordenador, pero él, Luet, Hushidh y Rasa no se cansaban de decir que el Alma Suprema trataría de impedir esa boda y que todos terminarían yendo al desierto antes del atardecer. ¿Acaso un programa informático podía crear camellos a partir de la nada? ¿Hacer aparecer tiendas en el polvo? ¿Transformar rocas y arena en quesos y grano?

—¡Qué guapo está! —comentó Eiadh.

—¿Quién? —preguntó Elemak—. ¿Ha llegado el general Moozh?

—Me refiero a tu hermano, bobo.

Elemak miró hacia la plataforma y no le pareció que Nafai fuera tan guapo. Le pareció un tonto, disfrazado como un niño que fingía ser un hombre.

—No puedo creer que se acercara a un soldado gorayni y hablara con el general Vozmuzhalnoy Vozmozhno mientras todos los demás dormían —dijo Eiadh.

—¿Qué tuvo de valiente? Fue un acto peligroso e imprudente, y mira a lo que condujo… Ahora Hushidh tiene que casarse con ese hombre.

Eiadh lo miró desconcertada.

—Elya, ella se casará con el hombre más poderoso del mundo. Y Nafai será su padrino.

—Sólo porque es el esposo de la vidente. Eiadh suspiró.

—Ella es una criaturilla desvalida. Pero esos sueños… Yo misma he tratado de tener sueños, pero nadie los toma en serio. Anoche, por ejemplo, tuve un sueño extrañísimo. Un mono volador y peludo con una dentadura horrible me arrojaba excrementos, y una rata gigante lo derribaba a flechazos. ¿No te parece absurdo? ¿Por qué yo no puedo tener sueños del Alma Suprema?

Elemak no la escuchaba. Estaba pensando que Eiadh envidiaba a Hushidh porque iba a casarse con el hombre más poderoso del mundo, y admiraba a Nafai por el desparpajo con que había ido a ver al general Moozh en medio de la noche. ¿Qué podía haber logrado, salvo enfurecerlo? Sólo su estúpida suerte le había permitido terminar en esa plataforma. Pero a Elemak lo irritaba, porque era Nafai quien estaba allí, ante los ojos de toda Basílica. Todos hablaban de Nafai, y verían a Nafai como el esposo de la vidente, el cuñado de la descifradora. Y cuando Moozh se nombrara rey —aunque lo disimulara usando la palabra cónsul—, Nafai quedaría emparentado con la realeza y casado con la nobleza, y Elemak sería un mercachifle del desierto. Claro que devolverían a Padre su dignidad de Wetchik, cuando Padre comprendiera finalmente que el Alma Suprema no los podría sacar de Basílica. Y Elemak sería otra vez su heredero, pero eso ya no significaría nada. Para colmo, sería Nafai quien le devolviera su rango y su futuro, como un regalo.

—Nafai es muy impetuoso —dijo Eiadh—. ¿No estás orgulloso de él?

¿Por qué no dejaba de hablar de Nafai? Hasta esa mañana, Elemak pensaba que Eiadh era el mejor partido que un hombre podía conseguir en esa ciudad, pero ahora comprendía que sólo era el mejor partido que podía conseguir un joven para un primer matrimonio. Algún día necesitaría una verdadera esposa, una consorte, y no había motivos para pensar que Eiadh maduraría para convertirse en esa persona. Siempre sería frívola y superficial, los mimos atributos que le habían resultado tan cautivadores. La noche anterior, mientras ella cantaba con esa voz gutural plena de pasión ensayada, había pensado que podía escucharla para siempre. Ahora miraba la plataforma y comprendía que era Nafai quien había contraído un matrimonio duradero.

Bien, pensó Elemak. Ya que no nos marcharemos de Basílica, conservaré a Eiadh un par de años y luego me desharé discretamente de ella. Quién sabe. Tal vez Luet no se quede con Nafai. Cuando crezca, quizá necesite a un hombre fuerte. Podemos recordar estos primeros matrimonios como fases inmaduras de nuestra juventud. Entonces yo seré el cuñado del cónsul.

En cuanto a Eiadh, bien, con suerte ella me dará un hijo antes de que nos separemos. ¿Pero sería una suerte? ¿Podrá mi hijo mayor, mi heredero, ser un verdadero hombre, teniendo por madre a una mujer tan superficial? Lo más probable es que los hijos de mis matrimonios posteriores, mis matrimonios futuros, sean los más dignos de ocupar mi puesto.

Con un nudo en el estómago, comprendió que Padre tal vez pensara lo mismo. A fin de cuentas, Rasa era su esposa de la madurez, e Issib y Nafai los hijos de ese matrimonio. ¿O Mebbekew no era la prueba parlante y ambulante de que los frutos de los matrimonios prematuros eran desdichados?

Pero yo no, pensó Elemak. Yo no fui el fruto de un matrimonio frívolo y prematuro. Yo fui el hijo que no se habría atrevido a pedir, el hijo de su tía Hosni, nacido sólo porque ella admiraba al joven Volemak cuando lo inició en los placeres de la alcoba. Hosni era una mujer de carácter, y Padre me admira y confía más en mí que en sus otros hijos. O confiaba, al menos, hasta que comenzó a tener visiones del Alma Suprema y Nafai aprovechó las circunstancias fingiendo que también él tenía visiones.

Elemak estaba furioso. Era una furia antigua y profunda, sumada a los celos que le despertaba la admiración de Eiadh por Nafai. Pero lo más irritante era el temor de que Nafai no estuviera fingiendo, de que por alguna razón inescrutable el Alma Suprema hubiera escogido al hijo menor, no al mayor, para que fuera el heredero. ¿Acaso el Alma Suprema no lo había dicho al adueñarse de la silla de Issib e impedir que Elemak golpeara a Nafai en ese barranco de las afueras de la ciudad? ¿Que Nafai un día guiaría a sus hermanos, o algo parecido?

Bien, querida Alma Suprema, nada podrás hacer si Nafai muere. ¿Alguna vez lo has pensado? Si puedes hablarle a él, también puedes hablarme a mí, y es hora de que empieces.

Te di el sueño de las esposas.

La frase le llegó a la mente con la claridad del habla. Elemak rió.

—¿De qué te ríes, Elya? —preguntó Eiadh.

—De la facilidad con que una persona puede engañarse a sí misma —respondió Elemak.

—La gente siempre dice que una persona puede mentirse a sí misma, pero yo nunca lo he entendido. Si te dices una mentira, sabrás que estás mintiendo, ¿verdad?

—Sí —dijo Elemak—, sabrás que estás mintiendo, y sabes cuál es la verdad. Pero algunos se enamoran de la mentira y se olvidan por completo de la verdad.

Como tú ahora, dijo esa voz en su cabeza. Prefieres creer la mentira de que no puedo hablar contigo ni con nadie, y así me niegas.

—Bésame —dijo Elemak.

—¡Elya, estamos en medio de la Orquesta! —protestó ella, pero Elemak notó que Eiadh deseaba besarlo.

—Mejor así. Nos casamos anoche. La gente espera que no pensemos en nada salvo en nosotros.

Eiadh lo besó, y Elemak se concentró en la caricia sin pensar en nada salvo el deseo.

Cuando dejaron de besarse, oyeron aplausos. Los habían visto, y Eiadh estaba encantada.

De inmediato Mebbekew le propuso un beso idéntico a Dol, quien tuvo la sensatez de negarse. Pero Mebbekew insistió, hasta que Elemak se le acercó para decirle:

—Meb, un anticlímax siempre es mal teatro. Tú mismo me lo has dicho infinidad de veces.

Meb lo miró con cara de pocos amigos y renunció a la idea.

Aún controlo la situación, pensó Elemak. Y no creeré en voces que me hablan en la mente sólo porque deseo oírlas. No soy como Padre, Nafai e Issib, empeñados en creer una fantasía porque les resulta confortante pensar que un ser superior se ocupa de todas las cosas. Yo puedo afrontar la dura verdad. Eso siempre es suficiente para un hombre cabal.

Sonaron las trompetas. Desde los minaretes que rodeaban el anfiteatro, los cuernos lanzaban sus ronquidos gemebundos. Eran instrumentos antiguos, no los cuernos afinados del teatro o del concierto, y no procuraban ser melodiosos. Cada cuerno producía una nota aislada, larga y estridente, que se apagaba cuando el instrumentista perdía el aliento. Las notas se superponían, ora con rechinante disonancia, ora con asombrosa armonía; siempre era un sonido impresionante y cautivador.

Silenció a los ciudadanos reunidos en las gradas y colmó a Elemak de trémula ansiedad, como a todas las personas allí reunidas. La ceremonia iba a comenzar.


Sed se detuvo en la puerta de Basílica y se preguntó por qué el Alma Suprema la había abandonado. ¿Acaso no la había ayudado en cada etapa de su marcha desde Potokgavan? Había encontrado un bote en el canal, allí había pedido que la llevaran y la habían aceptado sin más preguntas, aunque no podía pagarles. En el gran puerto, había dicho audazmente al capitán del corsario que el Alma Suprema le exigía viajar rápidamente a Costa Roja, y él se había reído, afirmando que sin cargamento podía efectuar el viaje en un día, con el viento favorable. En Costa Roja una dama elegante le había cedido su caballo en la calle.

En ese caballo Sed llegó a la Puerta Baja, esperando que la admitieran sin objeciones, como admitían a todas las mujeres, aunque no fueran ciudadanas. Pero en la puerta encontró soldados gorayni que no dejaban entrar a nadie.

—Hoy se celebra una gran boda —le explicó un soldado—. El general Moozh se casará con una dama basilicana.

Sin saber cómo, Sed comprendió al instante que esa boda era el motivo de su viaje.

—Entonces debes dejarme pasar —dijo—, porque soy una invitada.

—Sólo los ciudadanos de Basílica están invitados a asistir, y sólo los que ya estaban dentro de las murallas. Nuestras órdenes no admiten excepciones, ni siquiera para madres cuyos bebés lactantes estén dentro de las murallas, ni siquiera para médicos cuyos pacientes moribundos aguarden en la ciudad.

—El Alma Suprema me invitó —insistió Sed—, y con esa autoridad revocaré cualquier orden que te haya impartido un mortal.

El soldado se rió, pero no mucho, porque la muchedumbre había oído esa voz estentórea y miraba con curiosidad. Esa gente tampoco tenía permiso para entrar, y podía exaltarse a la menor provocación.

—Déjala pasar —intervino otro soldado—, así no irritaremos a la multitud.

—No seas tonto —dijo otro—. Si la dejamos pasar, tendremos que ceder con todos.

—Todos desean que yo entre —comentó Sed.

La multitud murmuró aprobatoriamente. Esto intrigó a Sed. La multitud de basilicanos obedecía de inmediato al Alma Suprema, mientras que los soldados gorayni eran sordos a su influencia. Por eso los gorayni eran una raza maligna, como decían en Potokgavan: no oían la voz del Alma Suprema.

—Mi esposo me aguarda adentro —dijo Sed, aunque sólo al decir estas palabras comprendió que eran verdad.

—Tu esposo tendrá que esperar —replicó un soldado.

—O conseguirse una amante —dijo otro, y los dos rieron.

—O masturbarse —añadió el primero, y lanzaron una carcajada.

—Deberíamos dejarla entrar —apuntó otro soldado—. ¿Y si Dios la ha escogido?

Otro soldado desenvainó su cuchillo y lo apoyó en la garganta del que había hablado.

—Ya sabes lo que nos han advertido… esa persona a quien queramos admitir es precisamente la que no debe entrar.

—Pero ella necesita estar allí —insistió el soldado que era sensible a la voz del Alma Suprema.

—Di una palabra más y te mato.

—¡No! —exclamó Sed—. Me iré. Esta puerta no es para mí.

Sentía una creciente urgencia por entrar en la ciudad, pero no podía permitir que mataran a ese hombre en vano. Volvió grupas y avanzó con su caballo en medio de la muchedumbre, que le cedió el paso. Enfiló hacia el empinado sendero que conducía al Camino de las Caravanas, pero ni siquiera intentó pasar por la Puerta del Mercado; recorrió la calle Mayor, pero no entró en Puerta Alta ni en Puerta del Embudo. Atravesó la Senda Oscura, que serpeaba entre profundos barrancos ascendiendo hacia las boscosas colinas del norte de la ciudad, y llegó al Camino del Bosque, pero no descendió a Puerta Trasera.

Se apeó y se internó en la tupida maleza del Bosque sin Sendas, enfilando hacia esa puerta que sólo las mujeres conocían y utilizaban. Había tardado una hora en rodear la ciudad, y había escogido el trayecto más largo, pero no había sendas para caballos en torno de la muralla este, que caía a pico hacia peñascos y precipicios, y recorrer ese camino a pie le habría llevado mucho más tiempo. El bosque se alzaba amenazador y siniestro, pero Sed sabía que el Alma Suprema la guiaba a cada paso, para encontrar el camino más corto hasta la puerta. Sin embargo, aunque entrara por allí, tardaría bastante tiempo en internarse en la ciudad, y ya oía la plañidera serenata de los cuernos. La ceremonia comenzaría pronto, y Sed no estaría allí.


Luet se movía y hablaba con la mayor lentitud posible, pero mientras realizaba cada paso de la ceremonia, no podía hacer lo que deseaba su corazón: detener la boda y denunciar a Moozh ante los ciudadanos reunidos. En el mejor de los casos, la expulsarían de la plataforma antes que pudiera decir una palabra, para sustituirla por una sacerdotisa más responsable; en el peor, podría hablar, una flecha la silenciaría, y luego habría disturbios y derramamientos de sangre, y Basílica estaría destruida antes del nuevo amanecer. ¿Qué conseguiría con eso?

Así que alargó la ceremonia, deliberadamente, con largas pausas, pero sin interrumpirse del todo, sin ignorar las susurradas instrucciones de las sacerdotisas que la acompañaban en cada gesto, cada discurso.

A pesar de su agitación interior, notó que Hushidh se comportaba con perfecta calma. ¿Era posible que Hushidh aceptara este matrimonio como un modo de evitar su boda con un inválido? No, Shuya había sido sincera al decir que el Alma Suprema la había reconciliado con su futuro. Su calma debía provenir de su profunda confianza en el Alma Suprema.

—Tiene razón al confiar —murmuró una voz. Por un instante Luet pensó que era el Alma Suprema, pero comprendió que era Nafai, quien le había hablado cuando pasó junto a él durante la procesión de las flores. ¿Cómo había sabido qué palabras debía decir en ese preciso instante, para responder a sus pensamientos? ¿Era el Alma Suprema, que forjaba un vínculo cada vez más íntimo entre los dos? ¿O Nafai veía tan hondamente en su corazón que sabía lo que debía decirle?

Ojalá sea cierto que Shuya hace bien en confiar. Ojalá no debamos dejarla aquí cuando emprendamos nuestro viaje al desierto, a otra estrella, pues no soportaría perderla, abandonarla. Tal vez conoceré de nuevo la alegría, tal vez mi nuevo esposo sea un compañero tan entrañable como lo fue Hushidh. Pero siempre habrá un dolor, un espacio vacío, una pena lacerante por mi hermana, mi única pariente en este mundo, mi descifradora, quien, cuando yo era una niña, anudó los hilos que nos unirán para siempre.

Y al fin llegó el momento de los votos. Luet les apoyó la mano en los hombros: el de Moozh, duro, grande y extraño; el de Hushidh, tan familiar, tan frágil en comparación.

—El Alma Suprema fusiona a la mujer y al hombre en una sola alma —recitó Luet. Una larga pausa. Y luego las palabras que no quería oír, pero que debía pronunciar—: Así sea.

Toda la gente de Basílica se levantó de los asientos al mismo tiempo, y ovacionó, aplaudió y gritó sus nombres:

—¡Hushidh! ¡Descifradora! ¡Moozh! ¡General Vozmuzhalnoy! ¡Vozmozhno!

Moozh besó a Hushidh como un marido besa a su esposa, pero con dulzura y suavidad. Luego condujo a Hushidh hacia el frente de la plataforma. Miles de flores surcaron el aire; las que arrojaban desde el fondo del anfiteatro eran recogidas y lanzadas de nuevo, hasta que las flores cubrieron el espacio que separaba la plataforma de la primera hilera de gradas.

En medio del tumulto, Luet notó que Moozh también gritaba. No oía sus palabras, pues el general le daba la espalda. Poco a poco la gente de la primera fila comprendió lo que él decía, y recogió esas palabras como un estribillo. Sólo entonces Luet comprendió que Moozh utilizaría su boda para su provecho político. Pues decía una sola palabra, repitiéndola una y otra vez, hasta que la multitud la gritó con la misma voz estentórea.

—¡Basílica! ¡Basílica! ¡Basílica!

Era un canto incesante.

Luet sollozó, pensando que el Alma Suprema había fracasado, que Hushidh se había casado con un hombre que nunca la amaría a ella, sólo a la ciudad que había tomado como dote.

Moozh alzó las manos: la izquierda más alta, con la palma extendida para pedir silencio, la derecha asida aún a la mano de Hushidh. No tenía la menor intención de soltarla, pues ella era su lazo con la ciudad. El cántico se extinguió poco a poco, y al fin un telón de silencio cayó sobre la Orquesta.

El discurso del general fue breve pero elocuente. Manifestó su amor por la ciudad, su gratitud por haber tenido el privilegio de devolverle la paz y la seguridad, su alegría por ser acogido como ciudadano, como esposo de la dulce y sencilla belleza de una auténtica hija del Alma Suprema. También mencionó a Luet y Nafai, declarando que era un honor estar emparentado con los mejores y más gallardos hijos de Basílica.

Luet sabía lo que diría a continuación. La delegación de consejeras ya había abandonado sus asientos, para pedir a la ciudad que aceptara a Moozh como cónsul, para encargarse de los asuntos exteriores y militares. Era evidente que la inmensa mayoría de la gente, abrumada por el éxtasis y la majestuosidad del momento, aclamaría esta elección. Sólo después comprendería lo que había hecho, pero aun entonces pensaría que era un cambio beneficioso.

El discurso de Moozh tocaba a su fin, y sería un fin glorioso; la gente aplaudiría a pesar del acento norteño, que en otras ocasiones habría sido objeto de burla.

Moozh titubeó. No era el momento más adecuado para una interrupción, pero el titubeo se convirtió en pausa, y Luet notó que el general miraba a alguien o algo que ella no veía. Luet avanzó un paso, y Nafai se le acercó. Los dos se aproximaron a Moozh por la izquierda, y vieron a la persona que él miraba.

Una mujer. Una mujer vestida con la sencilla indumentaria de una granjera de Potokgavan, una vestimenta poco apropiada para el lugar y la ocasión. Estaba al pie de la escalinata central del anfiteatro; no había intentado avanzar, de modo que ni los arqueros gorayni ni los guardias basilicanos la habían detenido.

Como el general callaba, los soldados estaban indecisos. ¿Debían apresar a esa mujer y llevársela a empellones?

—Tú —dijo Moozh. Era evidente que la conocía.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella. No era una voz potente, pero Luet la oía con suma claridad. ¿Cómo era posible?

Porque yo repito sus palabras en la mente de todos los presentes, explicó el Alma Suprema.

—Me estoy casando —respondió Moozh.

—No ha habido ninguna boda —dijo ella. Su voz era un murmullo, pero todos la oían.

Moozh señaló a la multitud reunida.

—Todos lo han visto.

—No sé qué habrán visto ellos —replicó la mujer—, pero yo veo a un hombre que sostiene la mano de su hija. La multitud murmuró.

—Dios, qué has hecho —jadeó Moozh. El Alma Suprema también llevó su voz a todos los oídos.

La mujer avanzó y los soldados no intentaron detenerla, pues comprendieron que se trataba de algo mucho más importante que un mero atentado.

—El Alma Suprema me llevó a ti. En dos ocasiones me llevó a ti, y las dos veces concebí y di a luz. Pero yo no era tu esposa, sino el cuerpo que el Alma Suprema usó para tener sus hijas. Entregué las hijas del Alma Suprema a la dama Rasa, a quien el Alma Suprema había escogido para criarlas y educarlas, hasta el día en que decidiera considerarlas suyas.

La mujer se volvió hacia Rasa, la señaló.

—Rasa, ¿me reconoces? Cuando fui a verte estaba desnuda y mugrienta. ¿Me reconoces ahora? Rasa se levantó temblando.

—Tú eres la mujer que me las trajo. Primero a Hushidh, y luego Luet. Me pediste que las criara como si fueran hijas mías, y así lo hice.

—No eran tus hijas, ni tampoco mías. Son las hijas del Alma Suprema, y este hombre, el hombre que los gorayni llaman Vozmuzhalnoy Vozmozhno, es el hombre que el Alma Suprema escogió para ser su Moozh.

Moozh. Moozh. La multitud coreó ese susurro.

—La boda que habéis visto no fue entre este hombre y esta niña. Ella sólo ha actuado como apoderada de la Madre. El se ha convertido en esposo del Alma Suprema. Y como ésta es la ciudad de la Madre, él se ha convertido en esposo de Basílica. ¡Lo digo porque el Alma Suprema me ha puesto estas palabras en la boca! ¡Vosotros debéis decirlo! ¡Toda Basílica debe decirlo! ¡Esposo! ¡Esposo!

Repitieron el estribillo. ¡Esposo! ¡Esposo! ¡Esposo! Y poco a poco se convirtió en otra palabra que significaba lo mismo. ¡Moozh! ¡Moozh! ¡Moozh!

Mientras todos coreaban, la mujer se acercó al frente de la plataforma. Hushidh soltó la mano de Moozh y se adelantó para arrodillarse ante la mujer; Luet la siguió, demasiado aturdida para llorar, demasiado feliz de que el Alma Suprema hubiera salvado a Hushidh de ese matrimonio, demasiado acongojada por no haber conocido nunca a esa mujer que era su madre, demasiado maravillada al descubrir que su padre era ese extranjero del norte, ese temible general.

—Madre —sollozó Hushidh, derramando sus lágrimas en la mano de la mujer.

—Yo te di a luz, sí —dijo la mujer—. Pero yo no soy tu madre. Tu madre es la mujer que te crió. Y tu madre es el Alma Suprema, que causó tu nacimiento. Yo soy sólo la mujer de un granjero de las marismas de Potokgavan. Allá viven unos niños que me llaman madre, y debo regresar con ellos.

—No —susurró Luet—. ¿Sólo podremos verte una vez?

—Os recordaré a las dos para siempre. Y vosotras me recordaréis a mí. El Alma Suprema conservará estos recuerdos en nuestro corazón. —Tendió las manos; con una tocó la mejilla de Hushidh, y con la otra acarició el cabello de Luet—. Tan encantadoras. Tan nobles. Ella os quiere muchísimo. Vuestra madre os quiere muchísimo ahora.

Dio media vuelta y se fue. Se alejó de la plataforma, enfiló por la rampa que conducía a los vestuarios del anfiteatro y se perdió de vista. Nadie la vio abandonar la ciudad, aunque pronto se difundieron rumores sobre extraños milagros y raras visiones, sobre cosas que supuestamente hizo pero no pudo haber hecho mientras salía ese día de Basílica.

Moozh miró a esa mujer que se marchaba con todos sus sueños, planes y esperanzas. Se estaba llevando su vida. Recordaba claramente el tiempo que había pasado con ella. Nunca se había casado porque ninguna mujer podía hacerle sentir lo que había sentido por ella. En esa época estaba seguro de que la amaba a despecho de la voluntad de Dios, pues había sentido la fuerza de la prohibición. Cuando estaba con ella, despertaba una y otra vez sin recordarla, y sin embargo había superado las barreras mentales, la había conservado, la había amado.

Era como decía Nafai: incluso su rebelión estaba orquestada por el Alma Suprema.

Soy el bufón de Dios, la herramienta de Dios, como todos los demás, y cuando creía haber concretado mis sueños, haber alcanzado mi destino, Dios ha expuesto mi debilidad y me ha partido en pedazos ante los habitantes de la ciudad. Esta ciudad de ciudades… Basílica, Basílica.

Hushidh y Luet se incorporaron frente al escenario; Nafai se reunió con ellas y los tres miraron a Moozh. Se le acercaron para hacerse oír en medio de la confusión reinante.

—Padre —dijo Hushidh.

—Nuestro padre —dijo Luet.

—No sabía que tenía hijas —declaró Moozh—. Debí haberlo sabido. Debí haber visto mi propio rostro cuando os miraba.

Y tenía razón, pues ahora que se sabía la verdad, el parecido era evidente. Esas niñas no tenían rasgos basilicanos porque su padre era sotchitsiya, y sólo Dios sabía de dónde era su madre. Pero eran hermosas, de un modo extraño y exótico. Eran hermosas y sabias, y también fuertes. El general podía estar orgulloso de ellas. En las ruinas de su carrera, podía estar orgulloso de ellas. Mientras huyera del imperátor, quien sin duda sabría lo que se había propuesto con esa boda frustrada, estaría orgulloso de ellas. Pues eran lo único perdurable que había creado.

—Debemos ir al desierto —dijo Nafai.

—Ahora no lo impediré.

—Necesitamos tu ayuda —señaló Nafai—. Debemos marcharnos de inmediato.

Moozh echó una ojeada a la comitiva que había reunido en su lado de la plataforma. Bitanke. Era Bitanke quien debía ayudarle ahora. Hizo una seña, y Bitanke subió a la plataforma.

—Bitanke, tienes que preparar un viaje al desierto. —Y a Nafai le preguntó—: ¿ Cuántos seréis ?

—Trece —respondió Nafai—, a menos que decidas acompañarnos.

—Acompáñanos, Padre —pidió Hushidh.

—No puede acompañarnos —objetó Luet—. Su lugar está aquí.

—Ella tiene razón —asintió Moozh—. Nunca podría realizar un viaje por Dios.

—De cualquier modo nos acompañará —señaló Luet—, ya que en nosotras está su simiente. —Tocó el brazo de Nafai—. Será el abuelo de nuestros hijos, y de los hijos de Hushidh.

Moozh se volvió hacia Bitanke.

—Trece personas. Camellos y tiendas, para un viaje por el desierto.

—Los tendré preparados —dijo Bitanke. Pero Moozh notó que Bitanke reaccionaba con excesiva tranquilidad, como si el encargo no le sorprendiera.

—Ya lo sabías —acusó Moozh. Miró a los demás—. Lo habéis planeado desde un principio.

—No —aseguró Nafai—. Sólo sabíamos que el Alma Suprema intentaría impedir la boda.

—¿Crees que habríamos callado si hubiéramos sabido que éramos tus hijas? —preguntó Luet.

—Señor —intervino Bitanke—, debes recordar que tú y Rasa me ordenasteis que preparara camellos, tiendas y provisiones.

—¿Cuándo te ordené semejante cosa?

—Anoche, en mi sueño —respondió Bitanke.

Era el colmo. Dios lo había destruido, y llegaba al extremo de hacerse pasar por él en el sueño profetice de otro hombre. La derrota era un pesado lastre que le encorvaba los hombros.

—¿Por qué crees que has sido destruido? —preguntó Nafai—. ¿No oyes cómo te vitorean? Moozh escuchó. Moozh, decían. Moozh. Moozh. Moozh.

—¿No ves que al dejarnos partir eres más fuerte que antes? Esta ciudad es tuya. El Alma Suprema te la ha entregado. ¿No oíste lo que dijo la madre de las niñas? Eres el esposo del Alma Suprema, y de Basílica.

Moozh la había oído, sí, pero por primera vez en su vida —no, por primera vez desde que había amado a esa mujer, tantos años atrás— no había pensado en el provecho que podría sacar de esas palabras. Sólo había pensado: Dios manipuló mi único amor; Dios destruyó mi futuro; Dios ha poseído y arruinado mi pasado y mi futuro.

Ahora comprendía que Nafai tenía razón. ¿Acaso durante los últimos días no había presentido que quizá Dios había cambiado de parecer y estaba obrando a su favor? Había presentido bien. Dios deseaba llevar a sus hijas al desierto en una misión misteriosa, pero aparte de eso los planes de Moozh permanecían intactos. Basílica era suya.

Moozh alzó las manos, y la multitud —que ahora gritaba menos, tal vez por mera fatiga— guardó silencio.

—¡Qué grande es el Alma Suprema! —gritó Moozh. La multitud ovacionó.

—¡Mi ciudad, mi prometida! —profirió Moozh.

La multitud aplaudió de nuevo.

El general se volvió hacia sus hijas y murmuró:

—¿Sabéis cómo puedo sacaros de la ciudad sin que parezca que destierro a mis propias hijas, o que estáis huyendo de mí?

Hushidh miró a Luet.

—La vidente puede hacerlo.

—Ah, gracias —protestó Luet—. ¿De repente tengo que ocuparme yo?

—En efecto —dijo Nafai—. Tú puedes hacerlo.

Luet irguió los hombros, dio media vuelta y caminó hacia el frente de la plataforma. La multitud calló de nuevo, esperando. Luet aún estaba conectada al sistema de amplificación de la Orquesta, pero eso no importaba. La multitud la oiría porque estaba en plena sintonía con el Alma Suprema.

—Mi hermana y yo estamos tan asombradas como vosotros. Desconocíamos nuestro origen, pues aunque el Alma Suprema nos ha hablado toda la vida, nunca nos dijo que éramos sus hijas de esta manera. Ahora su voz nos llama para ir al desierto. Debemos acudir a ella, y servirla. En nuestro lugar queda su esposo, nuestro padre. ¡Sé una esposa fiel, Basílica!

No hubo vítores, sólo murmullos. Luet miró por encima del hombro, temiendo haberlo hecho mal. Pero era sólo porque no estaba acostumbrada a manipular multitudes. Moozh sabía que lo estaba haciendo bien, y asintió, para indicarle que continuara.

—El consejo de la ciudad iba a pedir a nuestro padre que fuera cónsul de Basílica. Si esto era aconsejable antes, mucho más lo es ahora. Pues cuando se conozcan los actos del Alma Suprema, todas las naciones del mundo envidiarán a Basílica; será conveniente que este hombre sea nuestro portavoz ante el mundo y nuestro protector frente a los lobos que nos atacarán.

Ahora hubo vítores, aunque breves.

—Basílica, en nombre del Alma Suprema, ¿quieres que Vozmuzhalnoy Vozmozhno sea tu cónsul?

Había llegado el momento. Luet les había dado una clara ocasión para que respondieran, y el resultado fue un estentóreo y multitudinario grito de aprobación. Era mucho mejor que la propuesta de una consejera. La vidente había pedido que lo aceptaran, y en nombre de Dios. ¿Quién se le opondría ahora?

—Padre —dijo Luet, cuando se apagaron los gritos—, Padre, ¿aceptarás una bendición de tus hijas?

¿Qué era esto? ¿Qué hacía ella ahora? Moozh tuvo un instante de confusión. Entonces comprendió que esto no estaba dirigido a la multitud. Luet no lo hacía para manipular ni controlar los acontecimientos. Hablaba con el corazón; en un día había ganado un padre e iba a perderlo, así que deseaba darle un obsequio de despedida. Moozh cogió a Hushidh de la mano y se arrodilló entre las dos hermanas. Ellas le apoyaron las manos en la cabeza.

—Vozmuzhalnoy Vozmozhno —dijo Luet—, nuestro padre, nuestro querido padre. El Alma Suprema te ha traído aquí para que conduzcas esta ciudad a su destino. Las mujeres de Basílica tienen sus esposos año a año, pero la ciudad de las mujeres ha permanecido soltera hasta ahora. Ahora el Alma Suprema te ha escogido, Bas ílica ha encontrado por fin un hombre digno, y tú serás su único esposo mientras estas murallas sigan en pie. Pero a través de los grandes acontecimientos que presenciarás, a pesar de toda la gente que te amará y seguirá en los años venideros, nos recordarás. Te bendecimos para que nos recuerdes, y en la hora de tu muerte verás nuestros rostros en tu memoria, y sentirás el amor de tus hijas en el corazón. Así sea.


Atravesaron la Puerta del Embudo, y Moozh estaba junto a Bitanke y Rashgallivak para despedirlos. Moozh había resuelto nombrar a Bitanke comandante de la guardia, y Rash sería el gobernador de la ciudad cuando Moozh se marchara con su ejército. Desfilaron ante él, ante la multitud que saludaba, lloraba y aplaudía: una caravana de tres docenas de camellos cargados con tiendas y provisiones, pasajeros y cajas de almacenaje.

Los burras se apagaron en la distancia. El tórrido aire del desierto los envolvió mientras descendían a la planicie rocosa donde las negras huellas de las engañosas fogatas de Moozh se extendían como picaduras de viruela. Todos guardaban silencio, pues los acompañaba la escolta armada de Moozh, para protegerlos e impedir que regresaran los viajeros más renuentes.

Cabalgaron hasta el anochecer, cuando Elemak escogió un sitio para montar las tiendas. Los soldados se encargaron de esta labor, aunque por orden de Elemak mostraron a los inexpertos cómo se hacía. Obring, Vas y las mujeres no las tenían todas consigo, pero Elemak los alentó y no hubo tropiezos.

Pero cuando los soldados se marcharon, no se cuadraron ante Elemak, sino ante Rasa, y Luet la vidente, y Hushidh la descifradora y, por razones que Elemak no atinó a comprender, también ante Nafai.

En cuanto partieron los soldados, comenzaron las riñas.

—¡Que los escarabajos se os metan por la nariz y los oídos y os coman el cerebro! —gritó Mebbekew a Nafai, a Rasa, a todos los que estaban a su alcance—. ¿Por qué me habéis incluido en esta caravana suicida?

Shedemei estaba igualmente enfadada, pero se controlaba.

—Yo no acepté venir. Yo sólo iba a enseñaros a revivir los embriones. No teníais derecho a obligarme.

Kokor y Sevet lloraban, y Obring sumó sus protestas a los gritos de Mebbekew. Las palabras de Rasa, Hushidh y Luet no sirvieron para aplacarlos, y cuando Nafai intentó decir algo, Mebbekew le arrojó arena en la cara y lo dejó sin aliento.

Elemak observó en silencio hasta que se calmaron los ánimos. Entonces se plantó en medio del grupo y dijo:

—Calma, amados compañeros, se pone el sol y el desierto pronto se enfriará. Entrad en las tiendas y callad para no llamar la atención de los salteadores.

Claro que los salteadores no constituían un peligro, tan cerca de Basílica y con una caravana tan numerosa. Además, Elemak sospechaba que los soldados gorayni habían acampado a poca distancia, para acudir al menor grito de alarma. Y también para impedir que ninguno de ellos regresara a Basílica.

Pero ellos no eran hombres del desierto, como Elemak. Si yo decido regresar a Basílica, dijo en silencio a los soldados gorayni, iré a Basílica, y ni siquiera vosotros, los mejores soldados del mundo, podréis detenerme, pues ni siquiera os enteraréis de que he pasado.

Elemak entró en su tienda, donde Eiadh lo esperaba llorando. Ella pronto olvidó sus lágrimas, pero Elemak no olvidó su furia. No había gritado como Mebbekew, no había protestado ni rezongado, pero estaba tan enfadado como los demás. Sin embargo, prefería callar hasta que llegara el momento adecuado.

Moozh no habrá podido oponerse a los planes y designios del Alma Suprema, pero eso no significa que yo no pueda, pensó Elemak, y se durmió.

En el cielo pasaba un satélite, reflejando una chispa de luz solar. Un ojo del Alma Suprema que veía todo lo que sucedía, que recibía todos los pensamientos que cruzaban la mente de las personas situadas bajo su cono de influencia. Mientras todos se dormían, el Alma Suprema comenzó a observar sus sueños, esperando ansiosamente un arcano mensaje del Guardián de la Tierra. Pero esa noche no hubo visiones de ángeles peludos ni ratas gigantes, ningún sueño salvo las caóticas improvisaciones de trece cerebros dormidos, historias sin sentido que todos olvidarían al despertar.

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