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Staunt no se sentía con ánimo de cenar en el comedor comunal, había hecho un viaje largo cruzando varios husos horarios y su apetito estaba trastornado. Pidió una cena ligera, jugo, sopa y fruta que llegó casi al instante por un sistema de transportador subterráneo. Cenó parsimoniosamente. Antes de Irme, se prometió, comeré un bistec a la pimienta y caracoles y un curry de cordero y todas las otras cosas que nunca me gustaban mucho cuando era lo bastante joven como para digerirlas. James me ofrece la oportunidad, ¿por qué no aprovecharla? Llegaré a ser un gourmet pre-póstumo. Aunque me mate. Mejor Irme de esa manera que bebiendo ese brebaje o lo que sea que te dan al final.

Después de cenar preguntó dónde estaba Bollinger.

—El señor Bollinger se ha ido a casa —le dijeron a Staunt—. Pero estará de vuelta pasado mañana. Pasará tres días de la semana con usted mientras esté aquí.

Staunt suponía que era excesivo por su parte esperar que su Guía le dedicara todo su tiempo. Pero por lo menos Bollinger podría haberse quedado la primera noche. Salvo que la idea fuera hacer que el que Parte se adaptase sólo a la vida en la Casa de Despedida.

Jugaba con el terminal de información, probando sus recursos. Durante un rato se divirtió sacando música desconocida de la máquina: órgana medievales, sonatas de Hummel, ópera alemana del siglo XVIII, raras cosas electrónicas de mediados del siglo XX. Pero era imposible ganar la partida en ese juego; aparentemente si la música había sido grabada, la computadora tenía acceso a ella. Staunt pasó luego a libros, pidiendo Hobbes y Hallam, Montaigne y Jonson —no proyecciones sino ejemplares de impresión para su propio uso—, y al cabo de unos minutos las gavillas de folios frescos y claros empezaron a llegar por el mismo transportador que había traído la cena. Dejó los libros a un lado sin hojearlos. Tal vez unas llamadas telefónicas, pensó: a mi hija, quizá, o a un amigo o dos. Pero todo el mundo al que conocía parecía vivir en el Este o en Europa, y allí era alguna hora miserable de la madrugada. Staunt abandonó la idea de hablar con alguien. Cayó en un humor pesado como el plomo. ¿Por qué había venido a estos tres cuartitos de plástico en el desierto, abandonando su casa excelente y cuidada, sus tesoros de arte, sus cerezos silvestres, sus libros? ¿Entregándolo todo a cambio de esta estéril estación a medio camino en su viaje a la muerte? Podría llamar al Dr. James, supongo, y decirle que quiero Irme ahora mismo. Ahorrarle molestias al personal, ahorrarles algún dinero a los contribuyentes; ahorrar a la familia el fastidio de seguir los ritos de Despedida. ¿Cómo se hace la Ida realmente? Creía que era una droga. Algo dulce y agradable, y luego el cuerpo se duerme. Una muerte tranquila como la de Sócrates, sólo un leve frío subiendo rápido por las piernas hacia el corazón. Esta noche. Esta noche. Irse esta noche.

No.

Tengo que jugar el juego como es debido. Tengo que Irme con elegancia.

Recogió el terminal y dijo:

—Por favor, que alguien me lleve al centro de recreo.

La señorita Elliot, la enfermera, apareció como si hubiera estado guardada en una caja a la entrada de su apartamento. Hasta donde Staunt todavía tenía la capacidad de distinguir, ella era una chica guapa con pelo rubio, rolliza, con la piel fina y clara y los ojos azules grandes y luminosos; pero había algo distante e impersonal y mecánico en ella; casi podría ser un robot.

—¿El centro de recreo? Con mucho gusto, señor Staunt. —Le ofreció el brazo. Él hizo un gesto como para rechazarlo, pero luego, acordándose de su lucha anterior para caminar lo aceptó y se apoyó pesadamente contra ella mientras salían. Así acepto mi mortalidad. Así adelanto mi caída final.

Un ascensor-relámpago les llevó a una zona inmensa y brillantemente iluminada subterránea. Había una acera móvil; la señorita Elliot le guió para que pasara encima y la máquina les transportó unos cientos de metros hasta llegar a una plataforma giratoria que depositó a Staunt suavemente en el centro de recreo.

Era una sala bastante grande, dividida en el extremo opuesto, como una capilla, en varias salas pequeñas. Staunt vio pantallas, terminales de información, elementos de reproducción y otros equipos de entrada, todo aquello duplicando lo que tenía cada uno de los que Partían en su propio apartamento. Pero, por supuesto, aquí salían ellos de la soledad; será más consolador leer o escuchar en público, pensó. También había juegos de varios tipos adecuados para ancianos, nada que requiriera gran grado de vigor o coordinación: ajedrez aleatorio, poliritmadores, órbita-doble y cosas por el estilo. Nos deslizamos hacia la niñez en el camino a la tumba.

Habría unos cincuenta de los que Partían en el centro, calculó él. En su mayoría parecían tan viejos como los cuatro que le habían recibido del cóptero horas antes ese día; unos pocos, notó alarmado, parecían aún más viejos. Algunos parecían mucho más jóvenes, con sólo setenta u ochenta años. Staunt pensó al principio que quizá fueran Guías, pero luego vio en las caras una languidez plácida que era común a todos estos que Partían, una expresión de contento tedioso y sin inteligencia, de resignación, de muerte-en-vida. Evidentemente uno no tenía que estar agobiado por los años para sentirse listo para Ir.

—¿Le presento a otros que Parten? —preguntó la señorita Elliot.

—Por favor. Sí.

Ella le acompañó de persona en persona. Es Henry Staunt, dijo una y otra vez. El famoso compositor. Y ella le dijo todos sus nombres. No reconoció a ninguno. David Golding, Michael Green, Ella Freeman, Seymour Church, Katherine Parks. Nombres y apellidos. Caras marchitas. La señorita Elliot no ofreció etiquetas que identificaran a ninguno, como ofreció para identificarle a él; no había ninguna «Ella Freeman, la famosa actriz», ni «David Golding, el famoso astronauta», ni «Seymour Church, el famoso financiero». Ellos no habían sido actrices ni astronautas ni financieros. Sólo Dios sabía lo que habían sido; la señorita Elliot no iba a decirlo y Staunt se encontraba sin energía para preguntarles. Contadores, bolsistas, amas de casa, maestros de escuela, programadores. Cualquier cosa. Nada. Simplemente personas. Gente común. Sobrevivientes de épocas geológicas anteriores. Tan viejos, tan viejos, tan viejos. En casi ninguno podría percibir Staunt algún vislumbre de vida, y vio por primera vez qué afortunado había sido él al llegar a esta avanzada edad que tenía y estar aún entero. Los muertos ambulantes. Seymour Church, el famoso cadáver resucitado. Katherine Parks, la famosa sonámbula. Parecía que ninguno había oído hablar de él. Eso no le sorprendió a Staunt; incluso un famoso compositor aprende pronto en la vida que únicamente será famoso entre una minoría de sus compatriotas. Pero esas miradas vacías, esos ojos sin enfocarse. Mucho gusto en conocerle, señor Stout. Encantado, señor Stint. Hola. Hola. Hola.

—¿Ha conocido a gente interesante? —dijo la señorita Elliot, al pasar al lado de Staunt media hora después.

—Estoy más cansado de lo que creía —dijo Staunt—. Quizá deba acompañarme al apartamento.

Ya se le iban de la memoria los nombres de los otros que Partían. Había hablado brevemente, en fragmentos, con seis o siete de ellos, pero no podían concentrarse en lo que decían, ni tampoco él, descubrió. Una fatiga terrible, que jamás había sentido antes, caía sobre él. La senectud debe ser contagiosa, decidió. Treinta minutos entre los que Parten y soy como ellos. Tengo que escaparme.

La señorita Elliot le guió al cuarto. El señor Falkenbridge, el enfermero, apareció sin ser llamado; le ayudó a desnudarse y le acostó. Staunt estuvo despierto largo rato en la cama extraña, su mente tensa haciendo tic-tac implacablemente. Un problema del huso horario, pensaba. Sentía la tentación de pedir un calmante, pero mientras buscaba la fuerza para sentarse y llamar a la señorita Elliot, le cautivó el sueño y le hundió en un pozo de oscuridad.

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