3

Más tarde, sintiéndose a la deriva, Staunt vagaba por la casa, preguntándose cuánto tiempo pasaría antes de que cambiara de idea. No daba crédito a la hipótesis halagadora y esperanzada de Bollinger de que aún podría tener importantes obras de arte para dar al mundo; Staunt sabía que no. Si alguna vez tuviera una deuda de creatividad que pagar a la humanidad, ya hacía mucho que la había pagado íntegramente, y la civilización no tenía que temer que fuera a perder nada importante con su Ida. Aún así, podría encontrar difícil, al fin y al cabo, separarse de todo lo que amaba. ¿Se debilitaría su resolución al ver sus posesiones tan conocidas? Aquí están las cosas memorables de una larga vida acomodada: las máscaras africanas, las ollas Pueblo, el manuscrito de Mozart; el pequeño clavicordio isabelino, el pedrusco rodado de la luna, la escudilla Sung, los canopes, las miniaturas persas, las pistolas de duelo, las monedas griegas; todas las cosas elegantes que había coleccionado durante sus años de viajes. En otro tiempo le había parecido insoportable pensar que hubiera podido separarse de estos preciosos objetos. Para él habían cobrado vida, tanto que cuando una torpe máquina de limpiar derrumbó una estatuilla chipriota y la hizo pedazos había llorado, no por la pérdida monetaria, sino por la pena que imaginaba que sufriera la pequeña criatura de arcilla, por la humillación que debió sentir al ser destruida. La imaginaba lanzándole amargos reproches: ¡Yo sobreviví cuatro mil años para hacerme tuya y dejas que me rompa! Igual que una niña puede jugar con sus muñecas como si estuvieran vivas y hablarles y pedirles perdón por desatenciones imaginarias. Era —desde siempre lo sabía— una actitud tonta, sentimental, incluso despreciable, este afecto que sentía por sus posesiones inanimadas, esta solemne, cariñosa preocupación por su «confort» y sus «sentimientos», esta manera de llamarles «él» o «ella», personificándolas, y de preocuparse de que si una pieza apreciada recibía o no un sitio de exhibición que fuera satisfactorio para su amor propio. Admitía la idea medio-oculta de haber creado una familia, una entidad especial al reunir esta mezcolanza de artefactos de cien culturas y de cien épocas.

Ahora, sin embargo, deliberadamente se enfrentaba con la fea realidad: cuando él se hubiera Ido, su «familia» estaría dispersada, sus cosas amadas se venderían o se regalarían, algunas sin duda perdidas o rotas en el camino, algunas para terminar en los estantes llenos de polvo de gente ignorante; ninguna conocería jamás el cariño de dueño que él les había dado en abundancia. Y no le importaba. Salvo de la manera más distante y abstracta, simplemente no le importaba. Se había extinguido la vida de ellas y no eran más que máscaras y ollas y trozos de hueso y de papel; objetos interesantes, costosos y atractivos, pero les faltaba todo sentimiento. Objetos. No necesitaban mimo. No tenía él la obligación de preocuparse por su bienestar. De alguna manera, sin notarlo, sus posesiones habían dejado de ser sus animales cuidados y no sentía pena al pensar en separarse de ellas. Debo de estar verdaderamente listo para Ir, se dijo.

Aquí, en el nicho del estudio, estaba su familia verdadera. Una pila de cubos-retrato: la mujer, los dos hijos, los nietos, los bisnietos, cada uno grabado en una brillante caja plástica de cuatro centímetros de altura. Había tantos de ellos: ¡docenas! Había tenido sólo los dos hijos que se permitían socialmente, y también sus hijos habían tenido sólo dos y ninguno de sus nietos ni bisnietos habían tenido más de tres, pero ¡mira el montón de cubos! La multitud de ellos era el más claro argumento en favor de la idea de Ir. Simplemente había que dejarles lugar, o todo el mundo estaría inundado por la corriente de los futuros jóvenes. Por supuesto, en un mundo donde prácticamente nadie moría salvo de forma voluntaria, y eso sólo a una edad muy avanzada, las familias sí tendían a crecer sorprendentemente mientras nacían las nuevas generaciones. Incluso una familia pequeña —y en estos días no había de otro tipo— estaba destinada a hacerse enorme en el curso de ochenta o noventa años por la progresión compuesta de la fertilidad controlada pero persistente. Todo eran adiciones y no substracciones. O muy pocas. Y así se amontonaban los números. ¡Mira todos los cubos!

Los cubos eran cosas ingeniosas: simulaciones de la personalidad activadas por computadoras. Todo el mundo se hacía cubicar por lo menos una vez, y los que tenían más hambre de esa rara especie de inmortalidad que ofrecía el cubicar, mandaban hacer nuevos cubos cada dos o tres años. El proceso mismo era una simple transferencia electrónica; costaba alrededor de una hora hacer un cubo. Las máquinas exploradoras registraban la voz y formas lingüísticas, las costumbres de movimiento, las expresiones de la cara, el conjunto entero de reacciones y respuestas normales. Una serie de exámenes de la personalidad, astutamente perceptivos, daba un perfil del carácter. Éste también entraba en el cubo. Y ellos acababan teniendo tu alma en una caja. Al enchufar el cubo en la ranura del receptor, tú cobrabas vida en la pantalla, sonriendo como sonreirías de veras, moviéndote como te moverías, sonando tu voz como sonaría, diciendo las cosas que probablemente dijeras. Claro que la cosa en la pantalla era irreal, una maqueta mecánica, una falsa aproximación de la persona que había sido cubicada; pero estaba programada para responder a la conversación y a iniciar sus propios juegos conversacionales sin el estímulo de entradas previas, a absorber nuevos datos y cambiar su perspectiva a la luz de lo que oía; en resumen, se comportaba no como un retrato helado sino como la imitación convincente de la persona viva de quien estaba sacada.

Staunt contempló la colección de cubos. Tenía cinco de su hijo que abarcaban la vida de Paul desde la temprana edad madura hasta la temprana vejez; Paul, fielmente enviaba a su padre un nuevo cubo al principio de cada década. Tres cubos de su hija. Varios de los nietos. Los padres orgullosos le mandaban cubos de los jóvenes cuando éstos tenían diez o doce años, y los nietos mismos, cuando eran adultos le enviaban versiones más maduras de sí mismos. Ya tenía él cuatro o cinco cubos de algunos nietos. Todos los años había nuevos cubos: alguien se ponía al día o un bisnieto se inmortalizaba por primera vez; y todo iba a parar al estante del patriarca. A Staunt esta costumbre más bien le agradaba.

Tenía sólo un cubo de su mujer. Habían desarrollado el proceso de fabricación sólo hacía unos cincuenta años y Edith había muerto el año '47, hacía cuarenta y ocho años. Staunt y su mujer fueron de los primeros que se habían hecho cubicar; y fue mejor así porque le había quedado a ella poco tiempo, aunque no lo sabían entonces. Aún ahora no todas las muertes eran voluntarias. Edith había muerto en una caída de cóptero, y Staunt, con casi noventa años, no se había vuelto a casar. En los años que siguieron a la muerte de su mujer había sido un gran consuelo para él tener su cubo. Raras veces lo tocaba ahora, principalmente a causa de sus imperfecciones técnicas; como el proceso era muy nuevo cuando se había hecho su cubo la simulación era sólo aproximada y los movimientos eran irregulares y torpes, no muy semejantes a los de la graciosa Edith que él había conocido. No tenía idea de cuánto hacía desde que lo había tocado la última vez. Impulsivamente encajó su cubo en la ranura.

La pantalla se iluminó y allí estaba Edith. Ágil, alerta, radiante. Largo pelo de un blanco lechoso, un largo vestido suelto de color violeta, el broche de oro favorito sujeto en el hombro. Ella tenía casi ochenta años cuando se hizo el cubo; parecía tener apenas más de cincuenta. Su matrimonio había durado medio siglo. Sólo recientemente se había dado cuenta Staunt de que los años sin ella eran ya casi tantos como los años de su vida con ella.

—Tienes buen aspecto, Henry —dijo ella tan pronto como apareció su imagen.

—No tan malo para una vieja reliquia. Es el año 2095, Edith. Voy a cumplir ciento treinta y seis.

—No me has encendido hace bastante rato, entonces. Hace cinco años en realidad.

—No. Pero no es que no haya pensado en ti, Edith. Es sólo que he ido a la deriva, apartándome de todo lo que amaba antiguamente. Me he vuelto sonámbulo en cierto modo. Vagando por los días, llenando el tiempo.

—¿Has estado bien de salud?

—Bastante bien —dijo Staunt—. Saludable. Asombrosamente saludable. No puedo quejarme.

—¿Compones alguna cosa?

—Muy poco, en estos días. Nada realmente. He hecho unos bosquejos para obras que pienso hacer, pero nada más.

—Lo siento. Esperaba que tuvieras algo que tocar para mí.

En el curso de los años, él había tocado fielmente cada una de sus nuevas composiciones para el cubo de Edith, así como le había puesto al día en cuanto a las actividades de la familia y los amigos y en cuanto a los acontecimientos del mundo y las modas culturales. No había querido que su cubo se quedara fijado para siempre en el año 2046. Tenerla constantemente aprendiendo, creciendo, cambiando, le ayudaba a él a sostener la ilusión de que la Edith en la pantalla fuera la Edith real. Le había contado, incluso, los detalles de su propia muerte.

—¿Cómo están los hijos? —preguntó ella.

—Bien. Los veo con frecuencia. Paul está en buena forma, un viejo fuerte como su padre. Tiene noventa y un años, Edith. ¿Te confunde ser la madre de un hijo que es mayor que tú?

Ella rió.

—¿Por qué habría de pensarlo así? Si él tiene noventa y uno, yo tengo ciento veinticinco.

—Claro. Claro. —Si ella lo quería ver así.

—Y Crystal tiene ochenta y siete. Sí, eso es un poco extraño. No puedo evitar pensar en ella como si fuera aún una mujer joven. Entonces, ¡sus hijos serán viejos también y no eran más que bebés!

—Donna tiene sesenta y uno. David tiene cincuenta y ocho. Henry, cuarenta y siete.

—¿Henry? —dijo Edith, su cara quedando sin expresión. Después de un momento de confusión recobró su actitud normal—. Ah, sí. El tercer hijo, el pequeño accidente, el que lleva tu nombre. Le había olvidado por un momento. —Henry había nacido poco después de la muerte de Edith; Staunt se lo había contado al cubo, pero los acontecimientos de después de hacer el cubo nunca se grabaron tan bien como la programación original; ella había perdido los datos durante un momento. Como para ocultar su turbación Edith empezó a preguntarle por todos los otros nietos, los bisnietos, toda la horda que se había acumulado después de su vida. Evocó nombres, conectaba los hijos con los propios padres, correteaba de arriba abajo por el árbol entero de la familia Staunt, luciéndose para complacerle a él.

Pero él forzó un brusco cambio de tema.

—Quiero decirte, Edith, que he decidido que es el tiempo de mi Partida.

Otra vez la cara sin expresión:

—¿Partida? ¿A dónde vas?

—Tú sabes lo que quiero decir. La Ida.

—No, no lo sé. De veras, no lo sé.

—A una Casa de Despedida.

—Todavía no te entiendo.

Luchaba contra la impaciencia.

—Yo te he explicado estas modas. Hace mucho tiempo. Están en uso hace treinta o cuarenta años por lo menos. Es la terminación voluntaria de la vida, Edith. He hablado contigo de esto. Todo el mundo llega a ella tarde o temprano.

—¿Has decidido morir?

—Ir, sí, morir, Ir.

—¿Por qué?

—A causa del aburrimiento. La soledad. He sobrevivido a la mayoría de mis viejos amigos. He sobrevivido a mi propio talento. Me he sobrevivido a mí mismo, Edith. Ciento treinta y seis años. Y podría seguir viviendo otros cincuenta. Pero ¿por qué molestarme? ¿Vivir sólo por vivir?

—Pobre Henry. Siempre tenías una capacidad tan maravillosa de tomar interés por las cosas. El día no tenía bastantes horas para ti, con tus colecciones y tu música y los viajes alrededor del mundo, y los amigos...

—He leído todo lo que quiero leer. He visto el mundo entero. Me he cansado de coleccionar cosas.

—Quizá fui yo la que tuvo suerte entonces. Un número adecuado de años, una vida feliz, y luego fuera. Rápido.

—No. Me ha gustado seguir viviendo así, Edith. He mantenido la salud, no me volví senil; ha sido bueno todo esto. Salvo no tenerte a ti conmigo. Pero he dejado de gozar de las cosas. De repente me he dado cuenta de que ya no tiene sentido quedarme más. La rueda tiene que girar. Los viejos tienen que quitarse de en medio. En alguna parte hay gente que espera para poder tener un hijo, esperan una plaza vacía en el mundo, y me toca a mí crear esa plaza.

—¿Se lo has dicho a Paul y a Crystal?

—Todavía no. He tomado la decisión hoy. Pero tendré que hacérselo saber, o la Oficina lo hará por mí. Ellos recibirán la mayoría de mis bienes. Le daré el cubo tuyo a Paul. Todo se hace con mucha eficacia para uno que Parte.

—¿Cuándo a más tardar vas a... Ir?

Staunt se encogió de hombros.

—Aún no lo sé. Un mes, dos meses; no hay que tener prisa.

—Parece que no quieres hacerlo realmente.

Negó con la cabeza.

—Lo quiero hacer, Edith. Pero de una manera civilizada. Despedirme de la forma apropiada. He vivido mucho tiempo, no puedo renunciar a todo en un solo día. Pero no me quedaré aquí mucho más tiempo.

—Te echaré de menos.

Meditaba él sobre la intrincada confusión de eso. El cubo echando de menos a un hombre vivo. Riéndose entre dientes, dijo:

—Paul tocará mi cubo para ti, y el tuyo para mí. Nos hablaremos por medio de la maquinaria. Siempre nos tendremos tú y yo.

La imagen de Edith extendió la mano hacia él. Él maldijo la torpeza de la simulación. Suavemente tocó la pantalla con las yemas de los dedos haciendo una especie de contacto con ella a través de las décadas, a través de las barreras que les separaban. Le echó un beso. Luego, rápidamente, antes de que le venciera el sentimentalismo arrancó el cubo de la ranura y lo puso junto a los de sus hijos. De prisa, casi tropezando, entró en el estudio.

El cuarto grande contenía los restos tangibles de su larga carrera. A este lado, la música misma en ejecuciones grabadas: discos y cassettes para las obras tempranas, brillantes cubos de reproducción para las más recientes. Aquí estaban los manuscritos uniformemente encuadernados en tafilete, una de sus pequeñas vanidades. Aquí estaban los álbumes de recortes de reseñas y programas de conciertos. Aquí estaban los trofeos. Aquí los volúmenes de sus obras de crítica. Staunt había sido un hombre ocupado. Miró los titulares del lomo de los manuscritos: las sinfonías, los cuartetos de cuerda, los conciertos, las obras misceláneas de cámara, las canciones, las sonatas, las cantatas, las óperas. Tanto. Tanto. Había tanteado casi todas las formas. Su música era cortés, agradable, conservadora, incluso un poco académica, pero no pedía disculpas por ello: había seguido las voces interiores dondequiera que le llevaran aunque le hubieran llevado a la rebelión y a obras fulminantes. Había ofrecido placer por medio de su obra. Había añadido algo al pequeño tesoro de belleza del mundo. Era el logro respetable de una vida. Si hubiera tenido más pasión, más turbulencia, más dinamismo, quizá hubiese sacudido al mundo como lo había hecho Beethoven o Wagner. Pero nunca había poseído el gran gesto capaz de hacer vibrar; lo había hecho lo mejor que pudo, y a su manera había logrado bastante. Unos hombres curan a los enfermos, otros sosiegan las almas de los angustiados, otros hombres inventan máquinas maravillosas, y algunos hacen canciones y sinfonías porque tienen que hacerlo y porque es todo lo que pueden hacer para enriquecer al mundo al que fueron arrojados. Aún ahora cuando la llama de su vida ardía débilmente, cuando todo le parecía sin sentido y vacío, Staunt creía que no había malgastado su tiempo llenando este cuarto con lo que contenía. Nunca en los últimos cien años había pasado una semana sin que se ejecutara una de sus composiciones en alguna parte. Esa era justificación suficiente para haber compuesto, para haber vivido.

Encendió el sintetizador y descansó levemente los dedos en las teclas; ellas, por propia voluntad, tocaron el motivo de apertura de su sinfonía Venus del año 1989, su primera obra madura. Qué lejos parecía todo eso ahora: el otoño resplandeciente de triunfos mientras la dirigía personalmente en una docena de capitales con los críticos intrigados y todo el mundo —desde los descontentos aficionados de Brahms hasta los corifeos de la vanguardia— apresurándose a abrazarle como el redentor de la música seria. Por supuesto hubo más tarde una reacción en contra de esos histéricos elogios excesivos, cuando los modernos decidieron que nadie tan popular podría ser bueno de ninguna manera y los conservadores empezaron a encontrarle demasiado moderno, pero tales cosas eran de esperar. Él había ido por su propio camino. Al fin otros habían reconocido su genio, un genio limitado y restringido, un pequeño y tranquilo genio; pero, no obstante, era genio. Mientras el mundo salía de las tormentas de la amarga segunda mitad del siglo XX, mientras la nueva sociedad de la paz y la armonía se formaba sobre los escombros de la vieja, Staunt creaba la música que le hacía falta a una época más sosegada, y pasó a ser su voz lírica.

Ahora. Metió un cubo en la ranura de reproducción. El dulce grito de su quinteto de viento. Ahora: Las pruebas de Job, su primera ópera. Ahora: Tres órbitas para cuerdas y generador de éxtasis. Ahora: Polifonías para cinco mundos. Los tocó todos a la vez, haciendo brotar briosas marañas de sones de la colección de altavoces del cuarto; y se quedó de pie en el centro temblando un poco, aceptando la andanada sónica y desenredándolo todo en su mente.

Después de quizá cuatro minutos cortó el sonido. No le hacía falta tocar la música; estaba toda dentro de su cabeza en cualquier momento que la quisiera. Acarició ligeramente los lomos relucientes y suaves de sus álbumes que contenían cuidadosamente pegada toda la documentación de sus éxitos y sus fracasos ocasionales. Pasó los dedos por la fila de manuscritos encuadernados. Tanto. Tanto. Una vida productiva tan larga. No tenía quejas.

Dijo al teléfono que le pusiera con la Oficina de Realización otra vez.

—Mi Guía es Martín Bollinger —dijo—. ¿Podría avisarle que me gustaría pasar a la Casa de Despedida tan pronto como sea posible?

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