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De prisa, tropezando, entra en el estudio. El cuarto grande contiene los restos tangibles de su larga carrera. A este lado, la música misma, en ejecuciones grabadas: discos y cassettes para las obras tempranas, brillantes cubos de reproducción para las más recientes. Aquí están los manuscritos, uniformemente encuadernados en tafilete, una de sus pequeñas vanidades. Aquí están los álbumes con recortes de reseñas y programas de conciertos. Aquí están los trofeos. Aquí los volúmenes de sus obras de crítica. Staunt ha sido un hombre ocupado. Mira los titulares del lomo de los manuscritos: las sinfonías, los cuartetos de cuerda, los conciertos, las obras misceláneas de cámara, las canciones, las sonatas, las cantatas, las óperas. Tanto. Tanto. Staunt cree que no ha malgastado su tiempo llenando este cuarto con lo que contiene. Nunca, en los últimos cien años, ha pasado una semana sin que se haya ejecutado una de sus composiciones en alguna parte. Ésa es justificación suficiente para haber compuesto, para haber vivido. Pero ciento treinta y seis años es tanto tiempo...

Mete los cubos en las ranuras de reproducción, tocando tres de sus obras a la vez, haciendo brotar briosas marañas de sones de la colección de altavoces del cuarto; y se queda de pie en el centro, temblando un poco, aceptando la andanada sónica. Después de quizá cuatro minutos corta el sonido y dice al teléfono que le ponga con la Oficina de Realización.

—Mi Guía es Martín Bollinger —dice—. ¿Podría avisarle que me gustaría pasar a la Casa de Despedida tan pronto como sea posible?

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