Bollinger, sentado junto a él en el cóptero se inclinó hacia la ventana y señaló abajo con el dedo.
—Ésa es —dijo— Omega Prima: exactamente abajo.
La Casa de Despedida parecía un hilo de pabellones como tiendas blancas y diáfanas, colocadas en forma de U alrededor de un patio-jardín. El sol de las últimas horas de la tarde teñía los pabellones de oro y de rojo. Los colmillos desnudos de las montañas ligeramente moradas surgían por el norte y por el este; al otro lado de Omega Prima el desierto llano y marrón de Arizona, picado de cactos y de paloverdes se extendía hacia el oscuro horizonte.
El cóptero aterrizó en silencio. Cuando se abrió la compuerta, Staunt sintió el golpe del calor.
—No modulamos el clima de afuera aquí —explicó Bollinger—. La mayoría de los que Parten lo prefieren así. Contacto con el ambiente natural.
—No me importa —dijo Staunt—. Siempre me ha gustado mucho el desierto.
Se había reunido un grupo para darle la bienvenida cuando saliera del cóptero. Tres miembros del personal de Omega Prima vistiendo batas con el monograma del emblema de la Realización. Cuatro ancianos marchitos evidentemente esperando su inminente Ida propia. Un robot de transporte con su silla de ruedas ya colocada. A Staunt que avanzaba cuidadosamente sobre la accidentada superficie salpicada de cantos del campo de aterrizaje, le avergonzaba esta atención. Dijo en voz baja a Bollinger:
—Diles que no me hace falta la silla. Todavía puedo caminar. No soy ningún inválido.
Se apiñaron alrededor de él presentándose: el doctor James, la señorita Elliot, el señor Falkenbridge. Éstos eran del personal. Los cuatro que Partían le graznaron sus nombres también, pero Staunt estaba tan asombrado por su aspecto que se le olvidó prestar atención. Las caras consumidas, las manos paralíticas como garras, la piel de pergamino; ¿él se veía así también? Hacía años que no veía a nadie de su misma edad. Tenía la impresión de que había pasado por sus catorce décadas bien conservado, pero tal vez fuera sólo una ilusión nacida de la vanidad, quizá fuera realmente una ruina igual que estos cuatro. A menos que fueran mucho mayores que él, de ciento setenta y cinco o ciento ochenta años, justamente en los límites de lo que era la duración humana de la mortalidad ahora. Staunt les miró fijamente, maravillado, lleno de admiración y consternado por sus sonrisas repletas de encías.
Falkenbridge, un joven pelirrojo fornido, aparentemente un tipo de enfermero, intentaba con suaves movimientos sentarle en la silla de ruedas. Irritado, Staunt se zafó de él diciendo:
—No. No. Yo puedo. Martín, dile que no la necesito.
Bollinger susurró algo a Falkenbridge. El joven se encogió de hombros y mandó irse al robot de transporte. Ahora todos empezaron a caminar hacia la Casa de Despedida, Falkenbridge al lado derecho de Staunt y la señorita Elliot al izquierdo, los dos andando cerca de él en caso de que se tambaleara.
Se encontraba bajo una tensión inesperadamente fuerte. Posiblemente rechazar la silla de ruedas había sido una bravata tonta. El calor seco y feroz, la fatiga de su viaje de noventa minutos en cohete a través del continente, la textura gruesa del suelo, todo ayudaba a ponerle las piernas bamboleantes. Dos veces estuvo a punto de caerse. La primera vez la señorita Elliot le cogió suvamente del codo y le estabilizó; la segunda vez pudo recobrarse él mismo después de un tropiezo a medias que descargó un dolor punzante por su tobillo izquierdo.
De repente, de un golpe, sintió su edad. En un solo día había empezado a tartajear como si la decisión de entrar en la Casa de Despedida le hubiera desnudado de todo su vigor de largos años. No. No. Rechazó la idea. Estaba cansado simplemente, como un hombre de su edad tenía todo derecho a estar; con descansar un poco estaría como siempre. Caminó más rápido, a pesar del esfuerzo que le costaba. El sudor le goteaba por las mejillas. Tenía un punto de dolor en el costado. La pierna izquierda entera le dolía.
Por fin llegaron a la entrada de Omega Prima.
Vio que lo que le había parecido tiendas diáfanas vistas desde arriba eran de hecho cúpulas de plástico, sólidas y fuertes, enlazadas por una complicada red de pasadizos cubiertos. El patio, alrededor del que se agrupaban, estaba plantado con la variada flora del desierto: gigantes cactos de brazos rígidos, plantas suculentas con blancas barbas enlazadas, raros vegetales de ángulos y espinas. Se habían agrupado las plantas con admirable gracia y sutileza alrededor de una colección de extrañas piedras enormes y lajas lisas y brillantes; el efecto causado era de una belleza extraordinaria. Staunt se paró un momento para contemplarlo. Bollinger dijo apaciblemente:
—¿Por qué no vas a tu apartamento primero? El jardín estará aquí todavía esta noche.
Tenía un domo entero para sí. Las paredes interiores lo dividían en dormitorio, sala y una especie de cuarto de uso práctico; todo era fresco y sencillo y de buen gusto, y la temperatura estaba a diez grados menos que afuera. Una ventana daba al jardín.
El personal y el cuarteto de los que Parten desaparecieron dejando a Staunt a solas con su Guía. Bollinger dijo:
—Cada uno de los residentes tiene un apartamento como éste. Puedes comer aquí si quieres aunque hay un comedor comunal debajo del patio. Hay medios de recreo allí también: una biblioteca, un teatro, una sala de juegos; pero puedes pasar todo el tiempo felizmente aquí donde estás.
Staunt se estiró cuidadosamente en una hamaca de tejido-espuma. Al registrarse su peso, diminutas manos mecánicas empezaron a darle masaje en la espalda. Bollinger sonrió.
—Éste es tu terminal de información —dijo entregando a Staunt una varilla color cobre de unos veinte centímetros—. Es una unidad de entrada normal. Puedes conseguir cualquier libro de la biblioteca —y hay miles de libros— proyectado en la pantalla y puedes tocar la música que quieras, y también es una entrada de teléfono. Pídele que te conecte con cualquier persona que se te ocurra. Anda. Pide.
—Mi hijo Paul —dijo Staunt.
—Pídeselo —dijo Bollinger.
Staunt activó el terminal y le dio el nombre y número de entrada de Paul. Al instante una pantalla se animó junto a la hamaca. El hijo de Staunt apareció en la argentina profundidad. La pantalla casi podría ser un espejo, una rara especie de espejo que suavizaba el paso del tiempo y que era capaz de captar la cara de un hombre anciano y reflejarla como la de un hombre simplemente viejo. Staunt miró a alguien que era una versión más joven de sí mismo, aunque no joven ni mucho menos: serenos ojos grises, labios finos, una cara huesuda delgada, espeso cabello blanco.
La cara de Paul se mostraba con profundas arrugas pero aún vigorosa. A la edad de noventa y uno todavía no se había jubilado de la empresa de arquitectos que encabezaba. Mientras la salud de un hombre seguía bien y su mente sana y todavía encontraba grata su carrera, no había por qué jubilarse, cuando fallara la mente o el cuerpo o perdiera sabor la carrera, ésa sería la hora de retirarse y prepararse para Ir.
Staunt dijo:
—Te llamo desde Omega Prima.
—¿Y eso qué es, Henry?
—¿Nunca has oído hablar de ella? Una Casa de Despedida en Arizona. Parece un sitio precioso. Martín Bollinger me trajo aquí esta tarde.
Paul parecía sorprendido.
—¿Estás pensando en Ir, Henry?
—Sí.
—¡Nunca me dijiste que tenías pensado semejante cosa!
—Te lo estoy diciendo ahora.
—¿Te encuentras malo?
—Me siento muy bien —dijo Staunt—. Todo el mundo me pregunta eso y siempre digo lo mismo. Mi salud es excelente.
—Entonces, ¿por qué?
—¿Tengo que justificarlo? He vivido bastante tiempo. Mi vida se acabó.
—Pero siempre has estado tan despierto, tan comprometido...
—Soy yo quien tengo que tomar la decisión. Es una falta de cortesía discutirla así conmigo.
—Si no discuto —dijo Paul—. Estoy intentando adaptarme. Sabes que has sido parte de mi vida durante nueve décadas. Me importan un pito las convenciones sociales: no puedo simplemente sonreír y asentir y decir qué gracioso cuando mi padre anuncia que va a morir.
—Ir.
—Ir —refunfuñó Paul—. Lo que sea. ¿Se lo has dicho a Crystal?
—Eres el primero de la familia en saberlo. Salvo tu madre, quiero decir.
—¿Mi madre?
—El cubo —dijo Staunt.
—Ah. Sí. El cubo. —Una tenue risa afilada y nerviosa—. Bien. Yo se lo diré a los otros. Supongo que tendré que aprender a ser la cabeza de la familia, al fin. ¿No vas a hacerlo inmediatamente, no?
—No, naturalmente. ¿De dónde sacas tales ideas? Tendré una Despedida propia. Elegante. Serena. Unas semanas, un mes o dos, la cosa normal.
—¿Y podemos visitarte?
—Claro, eso espero —dijo Staunt—. Es parte del rito.
—Y... perdóname... ¿qué se hace de los aspectos legales? ¿Disposición de la propiedad, esas cosas?
—Todo se arreglará de la manera acostumbrada. La Oficina de Realización ha de ayudarme. No te preocupes, tendrás todo lo que te toca.
—Ésa no es la manera afectuosa de decirlo, Henry.
—Ya no tengo que ser bueno. No tengo ni que estar en mi juicio. Sólo soy un viejo loco que se arregla para Ir.
—Henry, papá...
—Bien, bien. Perdóname. De alguna forma esta conversación no ha salido bien. ¿La empezamos de nuevo?
—Me gustaría —dijo Paul.
Staunt se dio cuenta de que estaba temblando. Los músculos de la cara estaban tirantes. Hizo un esfuerzo deliberado de relajarse y después de un momento dijo en voz baja:
—Es un paso perfectamente normal y conveniente. Estoy viejo y cansado y solo y aburrido. No valgo nada ni para mí mismo ni para nadie, y de veras no tiene sentido darles la molestia a mis médicos de mantenerme funcionando más. Así que voy a Ir. Prefiero Ir ahora cuando aún estoy relativamente saludable y con la mente despejada, en vez de tratar de aferrarme a la vida unas décadas más, hasta que me haya deslizado hacia la senectud. Me he trasladado a Omega Prima y todos vosotros vendréis a visitarme antes de mi Despedida, y será una Despedida bella y tranquila, espero. Es todo. No hay por qué llorar. Dentro de cuarenta o cincuenta años comprenderás todo esto mucho mejor.
—Lo comprendo ahora —dijo Paul—. Me cogiste de sorpresa cuando llamaste, pero entiendo. Por supuesto, no queremos perderte pero es sólo nuestro egoísmo el que habla. Has vivido una vida plena y la rueda tiene que girar.
Qué suavemente lo hace, pensó Staunt. Qué fácilmente cae en la jerga. Qué pronto se pone de acuerdo conmigo después de su primer momento de choque reflejo. Sí, Henry, por supuesto, Henry, haces muy bien en Irte, Henry, has vivido bastante tiempo. Staunt se preguntaba cuál fue el engaño: la resistencia inicial de Paul a la idea de su Ida, o su asentimiento filosófico. ¿Y qué más daba? ¿Por qué —se preguntó Staunt— debo ofenderme si mi hijo piensa que es apropiado que me Vaya cuando me ofendió dos minutos antes su intento de persuadirme que no?
Empezaba a estar inseguro de su propio terreno. Tal vez sí quería que le persuadieran que no se Fuera.
Debo leer Hallam pronto, se dijo.
Le dijo a Paul:
—Tengo mucho que hacer esta noche. Te llamaré mañana. O me llamas.
La pantalla quedó en blanco.
Bollinger dijo:
—Lo tomó bastante bien, pensé. Los hijos no siempre aceptan la idea de que un padre se Vaya. Aceptan la teoría de la Despedida, pero siempre piensan que son los viejos de otro y no los suyos los que se Irán.
—¿Quieren que sus propios padres vivan para siempre, aún cuando los padres no tengan ganas de quedarse?
—Eso es.
—¿Y si alguien sí tiene ganas de quedarse para siempre? —preguntó Staunt.
Bollinger se encogió de hombros.
—Nunca tratamos de obligarle a decidir. Insinuamos un poco, tan sutilmente como podemos si alguien tiene unos ciento cuarenta o ciento cincuenta y es realmente una ruina, pero se aferra a la vida de todos modos. En cuanto a eso, si tiene ochenta o noventa, incluso, y sólo está pasando por los movimientos de la vida sostenido sólo por sus médicos, tratamos de animarle a Ir. Tenemos maneras indirectas de trabajar por medio de médicos o amigos o parientes intentando hacerle al que demora sobreponerse a su miedo de morir, intentando convencerle de la idea de que es mejor que siga camino, no sólo para la sociedad sino para sí mismo. Si no se da por enterado no hay nada que podamos hacer. La eutanasia involuntaria simplemente no es parte de nuestro sistema.
—¿Cuántos años —preguntó Staunt— tienen los más viejos que están vivos ahora?
—Yo creo que los más viejos que conocemos tienen unos ciento setenta y cinco o ciento ochenta. Lo que quiere decir que nacieron durante los primeros años del siglo XX, alrededor de los años de la Primera Guerra Mundial. Alguien nacido antes simplemente pasó demasiados años de su vida en la época de la medicina medieval como para esperar una duración realmente larga. Pero si naciste, digamos, en 1920, todavía tenías sólo cincuenta y cinco o sesenta cuando estaba empezando la época de trasplante de órganos y servicios de salud procesados por computadoras y cirugía láser; y si tenías la suerte de estar en buena forma en las décadas de 1970 y de 1980, te podían mantener casi un tiempo indefinido después. Unos pocos del temprano siglo XX sí seguían vivos en la época de la medicina total, y algunos de ellos están todavía con nosotros. Negándose cortésmente a Ir.
—¿Cuánto tiempo pueden durar ya?
—Es difícil decir —contestó Bollinger—. Simplemente no sabemos cuáles son los límites prácticos de la duración máxima de la vida humana. Nuestra experiencia de la medicina total no ha tenido el tiempo suficiente para probarlo. He oído decir que la cifra máxima es doscientos o doscientos diez, pero dentro de veinte o treinta años quizá tengamos unas personas que hayan llegado a esa edad y encontremos que podemos mantenerles aún más. Quizá no haya límite, dado lo que podemos hacer para reconstruir un cuerpo deteriorado. Pero ¡qué horriblemente antisocial es por su parte, quedarse siglo tras siglo simplemente para probar nuestra habilidad médica!
—Pero si hacen aportaciones valiosas a la sociedad a lo largo de estos cientos de años...
—Si hacen —dijo Bollinger—. Pero el hecho es que el noventa a noventa y cinco por ciento de toda la gente nunca hace ninguna aportación a la sociedad, ni aún siendo jóvenes. Sólo ocupan espacio, hacen trabajo que se podría hacer realmente mejor con máquinas, engendran hijos que no tienen más talento que ellos, y siguen, viven y viven y viven. No queremos perder a nadie que sea valioso, Henry; ya he hablado contigo de eso. Pero la mayoría, para empezar, no es valiosa y se hace menos valiosa mientras continúa, y no hay razón en el universo por la que deba vivir más de cien o ciento diez años, y mucho menos doscientos o trescientos o lo que sea.
—Es una filosofía dura. Cínica, incluso.
—Lo sé. Pero, lee a Hallam. La rueda tiene que girar. Hemos logrado una duración media de la vida que hubiera parecido una fantasía loca en época tan reciente como cuando tú eras un niño, Henry, pero eso no quiere decir que hay que luchar para hacerles a todos inmortales. A no ser que la gente esté dispuesta a no tener hijos, y no es así. Es un planeta finito. Si hay flujo hacia dentro tiene que haber flujo hacia afuera, y me gusta pensar que los que fluyen hacia fuera son los que tienen menos que ofrecernos a los demás. Los decrépidos, los débiles, los lerdos, los de alma mezquina. Gracias a Dios la mayoría de los viejos están de acuerdo. Por cada uno que no quiere desasirse en absoluto de la vida hay cincuenta que están contentos de Ir cuando han alcanzado cien años más o menos. Y cuando los demás se hacen aún mayores, cambian de opinión, exactamente como tú has hecho recientemente. No hay muchos que quieran seguir más allá de ciento cincuenta. Los pocos que sí quieren seguir los consideramos experiencias en geriatría y los dejamos en paz.
—¿Cuántos años tienen esos cuatro que me recibieron del cóptero? —preguntó Staunt.
—No podría decirte. Ciento veinte, ciento treinta, por ahí. La mayoría de los que arreglan la Despedida ahora son gente nacida entre 1960 y 1980.
—Son de mi generación, entonces.
—Supongo que sí.
—Yo no tengo tan mal aspecto, ¿verdad? Son una cuadrilla de momias ambulantes, Martín. Yo les hubiera echado cincuenta años más que yo.
—Lo dudo mucho.
—¿Pero no soy como ellos, no? Tengo los dientes. El pelo. Los ojos propios. Parezco viejo pero no antiguo. ¿O me estoy engañando, Martín? ¿Soy realmente una pesadilla acartonada, también? ¿Es que sólo me he acostumbrado a mi aspecto, no he notado los cambios, década tras década mientras me pongo más y más viejo?
—Ahí tienes un espejo —dijo Bollinger—. Contesta tus propias preguntas.
Staunt se miró fijamente. Líneas y arrugas, sí: un plano topográfico del tiempo, los valles y las hondonadas de una larga vida. Manchas en la piel. Los ojos relucientes profundamente hundidos, las mejillas descarnadas, revelando las agudas líneas de la calavera por debajo. Una cara vieja, tremendamente vieja. Pero aún no como las caras suyas. Él no era momia todavía. Imaginaba que un hombre del siglo XX le echaría no más de ochenta u ochenta y cinco, así como un hombre del siglo XX supondría que Paul tenía unos sesenta y Martín Bollinger unos cincuenta y tantos. Esos otros, esos cuatro, mostraban su edad verdadera. Debe hacer falta toda la magia a la disposición de sus médicos para mantenerlos. Y ahora, cansados de defraudar a la muerte, han venido aquí para Irse y terminar la farsa. Mientras que yo todavía estoy fuerte, mientras que yo podría seguir fácilmente, sólo con que quisiera seguir.
—¿Y qué? —preguntó Bollinger.
—Estoy bastante bien —Staunt dijo—. Yo dejo el juego mientras voy ganando. Ésa es la manera de hacerlo. —Levantó el terminal de información otra vez—. ¿Tendrán alguna música mía almacenada aquí? —se preguntó y abrió el nudo de entrada e hizo una petición; el cuarto se inundó con las primeras cuerdas de su Duodécima Sinfonía. Estaba contento. Cerró los ojos y escuchó. Cuando se terminó el movimiento miró alrededor del cuarto y encontró que Bollinger se había ido.