Siete: EL DECIMOSEXTO EMPERADOR

Empezamos estúpidos. Toda lo que tenemos al principio es la sabiduría innata del cuerpo, que nos dice por qué lado comer y por qué lado defecar y no mucho más. Pero hemos sido puestos aquí para luchar con la entropía, y, entropía es igual a estupidez. En consecuencia, estamos obligados a aprender. Nuestro trabajo es procesar información y conseguir el control de ella: es decir, ser cada vez más listos a medida que seguimos adelante.

Si soy tan estúpido cuando tengo veinte años que cuando tenía dos, si soy tan estúpido cuando alcanzo los cien que cuando tenía cincuenta, entonces no estoy haciendo mi trabajo. Estoy ocupando tiempo y espacio sin ninguna finalidad, e igual podría ser un trozo de roca.

Por supuesto, llega un momento en que incluso el más listo de los hombres deja de ser más listo y empieza a volverse de nuevo estúpido. Puede que se necesiten doscientos años para que le ocurra esto, pero le ocurrirá. Me he reconciliado con la inevitabilidad de eso, creo. Todo lo que significa es que al final gana la entropía, lo cual es algo que sabíamos desde un principia. No importa. El hecho de que luchemos en una batalla perdida no nos disculpa de luchar. El gran logro humano es posponer el momento de la derrota tanto como sea posible.

1

Lo que no sabía era que en el imperio se habían producido algunos cambios importantes. El viejo emperador había muerto al fin —sin nombrar sucesor—, y los tres grandes lores estaban efectuando sus movimientos. Así que ahora el caos estaba entre los gaje al igual que entre los roms.

Encerrado en mi acogedora celda, no supe nada de todo aquello. Mis únicos visitantes ahora eran los silenciosos robots que seguían trayéndome comidas cada vez más elaboradas. Ni siquiera recibía espectros. En vez de noticias del exterior, lo que recibía era suprêmes de voluille, noisettes d’ogneau, grenadins de boeuf. Mi cintura empezó a ensancharse. Mientras tanto, más allá de las paredes de mi prisión, toda la estructura precariamente equilibrada que había mantenido junta a la raza humana durante los mil años de expansión por la galaxia estaba despedazándose en un gran y triunfante estallido de codicia y estupidez.

¡Imaginen! ¡Reyes y emperadores, aquí en el siglo XXXII! Como si estuviéramos viviendo en la Edad Media. Pompa y circunstancia, fanfarrias y panoplias. Coronas y cetros. Guerras de sucesión. Suena infantil, ¿verdad? ¿Pero qué sistema, les pregunto, hubiera funcionado mejor? ¿Una democracia? ¿Un parlamento de mundos? No me hagan reír. Todo eso funciona bien a pequeña escala, quizá. Dentro de un solo país, digamos. Observarán que en su tiempo la Tierra nunca consiguió tener una democracia representativa que funcionara más o menos bien a escala de toda un continente, sin hablar ya de todo el planeta. Así que, ¿cómo podría conseguirse a escala galáctica? Nos desplazamos espectacularmente en nuestras astronaves más rápidas que la luz, pero las comunicaciones entre los sistemas solares aún sufren fuertes intervalos. El parlamento siempre estaría con seis semanas de retraso con respecto a saber lo que estaba ocurriendo. El presidente galáctico no estaría al corriente de nada. Y hay centenares de mundos habitados, ¿no? Miles. Necesitaríamos un parlamento que ocupara la mitad del tamaño de una ciudad para albergar a todos los delegados. Imaginen la barahúnda, Lo que se necesita es una figura simbólica, una especie de estandarte animado que mantenga juntos a todos los mundos. Sabíamos lo que estábamos haciendo cuando revivimos la monarquía. Por supuesto, esto no es en absoluto la Edad Media, y la monarquía que instauramos no se parece en nada a la de los tiempos antiguos. Básicamente, el emperador es un mensaje que es enviado simultáneamente a todos los mundos de la galaxia. Su misma existencia dice: Somos humanos, somos miembros de una misma familia. El emperador es como un poema, si entienden el significado. Cuando habla, puede que no comprendas el sentido literal de lo que dice, pero recibes el impacto a algún otro nivel.

¿Qué es lo que están diciendo? ¿Que por qué molestarse en intentar mantener unida la trama de los mundos? ¿Que por qué no simplemente dejar que cada planeta viva en un bendito aislamiento, envuelto en su acogedora sábana de años luz? ¿Sin nada de la intrincada y costosa arquitectura del Imperio?

Bien, ése es un concepto medieval, si alguna vez he oído alguno. Y ni siquiera en la antigua Tierra medieval fue posible hacer que funcionara, aunque ciertamente lo intentaron. No había forma de que ninguna nación se mantuviera aislada de las demás naciones por mucho tiempo. Las más débiles que lo intentaron terminaron siendo sojuzgadas inevitablemente de una u otra forma. Las fuertes podían hacer que la política aislacionista funcionara durante un tiempo, pero más pronto o más tarde se encerraron en sí mismas e iniciaron la decadencia, y empezaron a resbalar por un lento e irreversible declive. Sólo cuando la gente de la Tierra aceptó alguna noción de su interdependencia empezaron a alcanzar algo parecido a la civilización. Como dijo el antiguo poeta gaje: Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del conjunto; si una mota de tierra es arrastrada por el mar, Europa es la que menos. Exactamente. Europa fue uno de sus más famosos continentes, pequeño pero muy importante. El mismo poeta dijo: La muerte de cualquier hombre me disminuye. Por consiguiente, nunca envíes a saber por quién doblan las campanas; doblan por ti. Sí, exactamente. Es lo mismo para las naciones. Y es lo mismo para los mundos.

Ahora nos hemos dispersado por las estrellas, llenando muchos mundos con nosotros mismos y con los animales de la vieja y muerta Tierra que trajimos con nosotros para hacernos compañía, vacas y caballos y serpientes y ranas. Nos hemos diseminado como una marea incontenible por todo un universo que probablemente se consideraba perfecto sin nosotros, y hemos abrumado grandes sectores de él. Y sin embargo, y sin embargo, pese a todo nuestro tremendo impulso, no somos más que un pequeño hilo oscuro tendido a lo largo de la Vía Láctea. Si alguno de nosotros intentara permanecer aislado, estaría perdido. Así que nos tendemos hacia fuera —nosotros que no somos más que muchas cuentas esparcidas oscilando en este gran océano de noche, si no les importa cambiar de metáfora, y si un rey no puede cambiar de metáfora, me gustaría saber quién puede—, e intentamos mantenernos conectados los unos con los otros. Y eso es el Imperio; y por eso existe un emperador; y por eso, cuando el emperador muere, todos nos hallamos al borde del caos.

Puede que hayan observado que en el transcurso de desatar toda mi pasión sobre ustedes no me he detenido a trazar distinciones entre gaje y roms. Por supuesto. Tenemos nuestras diferencias, sí —¡los gaje no sospechan siquiera lo grandes que llegan a ser!—, pero también tenemos nuestras similitudes, y nunca me permitiré olvidar eso tampoco. Ellos son humanos y nosotros somos humanos. Este océano en el que derivamos es muy amplio, y nosotros somos muy pequeños; y todos necesitamos la totalidad de los aliados que podamos conseguir. El gaje es el enemigo, sí; así se nos enseñó desde nuestra infancia. Pero el gaje es también el único amigo. Es un asunto desconcertante. Los asuntos más fundamentales de la vida son así. Nosotros los roms nos hemos mantenido aparte, una isla en el enorme mar gaje, porque si no hubiéramos hecho eso hubiéramos estado perdidos, y, sin embargo, hemos unido nuestras manos con ellos, tanto como nos ha sido posible, porque si no hubiéramos hecho eso también hubiéramos estado perdidos. Somos un Reino fuera del Imperio, pero también pertenecemos al Imperio. Eso no resulta fácil de comprender. Pero tampoco resulta fácil de conseguir. Pero les diré esto: Que la muerte del emperador gaje nos disminuye a todos, incluso a nosotros los toros. Ningún hombre es una isla.

2

Oí ruidos y disturbios dentro del edificio. Quizás estuvieran trasladando muebles, quizás estuvieran derribando las paredes: no tenía forma de saberlo. El ruido prosiguió durante un día y medio, y empezó a sonar como algo mucho más serio que arrastrar sofás de un lado a otro. Pero para mí, en mi aislamiento, fue simplemente un día y medio más de glotonería: fantásticas salsas y cremosas postres y resplandecientes vinos. Resultó ser una culminante orgía de fabulosa comida. Por la tarde del segundo día no llegó ninguna cena. Los robots no se mostraron, y el ruido fuera se hizo mucho más fuerte. Ahora estaba seguro de que tenía que estar ocurriendo algo serio.

Mi primer indicio de la verdad me llegó cuando oí ruido de pasos en el corredor, el sonido de pies corriendo. Luego gritos y alaridos, una sirena o dos, el inconfundible siseo del fuego de implosión, el apagado retumbar de la artillería pesada. Apliqué el oído a la puerta. Se estaba luchando ahí fuera, sí, pero, ¿quién luchaba contra quién? No podía aventurar nada.

Al principio pensé que Polarca o Valerian habían llegado con un ejército de roms leales para derribar a Shandor y liberarme. Dios me perdone por eso. Si hubiera deseado echar a Shandor a un lado por la fuerza, lo hubiera intentado hacía mucho tiempo en vez de pasar por toda aquella elaborada charada. Los roms no alzan la mano contra los roms.

Pero si aquello era una invasión rom, ¿qué hacía Julien de Gramont mezclado con todo aquello? Evidentemente era Julien quien había estado preparando mis comidas aquellas últimas semanas; nadie más tenía la habilidad necesaria. Quizá fuera Julien quien había abierto las puertas para dejar entrar a los invasores. Él y Polarca estaban en buenas relaciones: de hecho, eran viejos compañeros de prostíbulos en muchos mundos. ¿Habían elaborado alguna especie de alianza? ¿Por qué? Parecían unos extraños aliados. Julien sentía simpatía hacia todas las cosas rom, pero esencialmente era un aliado de Lord Periandros. Polarca no era de ninguna utilidad para ninguno de los lores del Imperio.

Nunca he deseado tan profundamente que fuera posible espectrar hacia delante en el tiempo como en aquel momento. Sólo cinco minutos, o quizá diez: el tiempo suficiente para descubrir qué en nombre de todos los demonios estaba ocurriendo en el palacio del Rey de los Gitanos. Pero todo lo que podía hacer era permanecer con el oído pegado a la puerta de mi celda, e imaginar alocadamente impías alianzas y conspiraciones.

Luego la puerta se abrió de golpe y cinco figuras armadas con el uniforme verde pálido de la Guardia Imperial entraron a la carrera. Eran nativos de Sidri Akrak. Lo vi inmediatamente, en sus vacuos e impasibles ojos akraki, y en sus hoscas bocas akraki con las comisuras inclinadas hacia abajo, y en la forma típica akraki en que se movían, con las articulaciones rígidas. Pero por si acaso esos indicios no eran suficientes, llevaban llamativos brazaletes blasonados con las chillonas franjas verticales de la bandera akraki, y un gran monograma, una P escarlata. De Periandros, por supuesto.

El oficial al mando —era una mujer, con las charreteras de falangarca— se dirigió hacia mí y dijo, de esa manera brusca y llana tan propia de los de su mundo:

—¿Cómo te llamas?

—Yakoub —sonreí —. Rom baro. Rex Romaniorum.

—¿Yakoub qué?

—Rey del pueblo romani.

Los cinco akrakikanos intercambiaron solemnes miradas.

—¿Afirmas que eres el rey rom?

—Eso afirmo, cabal y verazmente.

—¿De veras? Demuestra tu identidad.

—Creo que no llevo mis papeles encima. De hecho, resulta que me hallo prisionero en este lugar. Si no crees que soy quien digo que soy, te sugiero que llames a cualquier rom que puedas encontrar y le preguntes mi nombre.

La falangarca hizo un gesto a uno de sus subordinados.

—Busca a un rom —dijo —. Tráelo aquí. Le preguntaremos cuál es el nombre de este hombre.

Todavía seguía oyendo explosiones en otras alas del edificio.

—Mientras esperamos —insinué —, ¿te importaría decirme quiénes sois vosotros y qué está ocurriendo aquí?

Me lanzó una hosca mirada, tan parecida a una expresión como un akraki es capaz de conseguir. Apenas me parecía humana. Tampoco me parecía demasiado mujer, con aquel pelo tan corto y sus rígidos movimientos akraki. Sólo un leve asomo de pechos bajo el uniforme proporcionaba algún indicio de su sexo. La fe era lo único que me permitía considerar que era humana.

—Yo te interrogaré a ti. Tú no tienes por qué interrogarme a mí.

—¿Estoy en lo cierto, al menos, en que sois guardias imperiales?

—Servimos del Decimosexto Emperador —fue lo suficientemente amable de revelar.

—¿El Decimosexto? —jadeé. No estaba preparado para aquello —. ¿Pero cuando…, cómo…, quién…?

—Antes era conocido como Lord Periandros.

Parpadeé y contuve el aliento. ¿Así que todo había terminado, pues? ¿La lucha por el trono que había temido durante tanto tiempo había tenido lugar mientras yo permanecía almacenado allí, y de alguna forma el culoprieto de Periandros se había erigido en emperador?

Aquello fue una auténtica impresión. Todo el gran drama apocalíptico galacto —político se había resuelto de una forma muy rápida. Y sin que yo me enterara. Sin que yo estuviera en escena para vitorear a los héroes y abuchear a los villanos. O quizá vitorear a los villanos y abuchear a los héroes. Me había perdido toda la excitación. Había sido dejado fuera.

Pero, por supuesto, estaba saltando a conclusiones…, y no las correctas. La lucha por el trono no había terminado. Sólo estaba empezando, aunque por aquel entonces no tenía forma alguna de saberlo.

Hervía con preguntas. ¿Cómo había conseguido Periandros echar a Sunteil fuera del camino? ¿Qué le había ocurrido a Naria? ¿Por qué había tropas imperiales en el palacio rom? ¿Dónde estaba Shandor? ¿Dónde estaba el Duc de Gramont? Pero me hubiera dado más resultado hacerle preguntas a mi propio codo que intentar obtener información de aquella akraki de ojos vacuos. Permanecía de pie allí mirándome con una absoluta indiferencia, como si yo fuera alguna polvorienta y apolillada reliquia que había permanecido almacenada en aquella habitación durante los últimos quinientos años, algún gabán viejo, algún montón de harapos desechados. Mientras tanto, sus compañeros estaban registrando mis pocas y lamentables posesiones de una forma lenta pero metódica, buscando Dios sabe qué escondite de armas ocultas, o quizá el manuscrito de algunas memorias escandalosas. Pareció transcurrir una eternidad antes de que volviera el que se había ido en busca de un rom para identificarme.

Cuando lo hizo, sin embargo, no iba acompañado por un rom, sino por el Duc de Gramont.

Mon ami! —exclamó Julien —. Sacrebleu! Ah, j’en suis fort content! ¿Comment ça va?

Con enorme pasión y verbo. Con el beso en ambas mejillas, con el alegre apretar de sus manos contra mis hombros, con todo el gran abrazo galo. Y luego se volvió a los cinco akrakikanos y les gesticuló vehementemente con ambas manos, como si no fueran más que gusanos.

—¡Fuera de aquí, vosotros! ¡Fuera! ¡Vite! ¡Vite! ¡Salauds! ¡Crapauds! ¡Bon Dieu de merde! ¡Fuera, fuera, fuera!

La falangarca le miró incrédula.

—Nuestras órdenes son custodiar a este hombre hasta que…

—Vuestras órdenes son salir de aquí. ¡Vite! ¡Vite! Misérable enmerdeuse, je les enmerde tus órdenes. ¡Fuera! ¡Aprisa!

Pensé que iba a echarla por la fuerza. Pero no resultó necesario. Simplemente la echó de la celda con una resonante retahíla de obscenos insultos en una loca mezcla de imperial y francés e incluso un poco de romani.

—¡Va te faire chier! —exclamó —. ¡Ve a que te jodan, asquerosaputa lesbiana! ¡Kurav tu ando mol!

La akraki salió a toda prisa, llevándose consigo a sus subordinados. Me dejé caer en mi camastro. Pensé que iba a morirme de risa, allí mismo, en aquel momento. Pasó largo rato antes de que fuera capaz de hablar de nuevo.

—¿Sabes lo que significa eso? —pregunté —. ¿Kurav tu ando mol?

—Por supuesto que sé lo que significa —dijo Julien con enorme altivez —. «Me cago en tu boca», eso es lo que significa. La lástima es que ella no lo sabe. —Cerró la puerta de mi celda, cuidando de no quedar encerrados en ella, cruzó la estancia y se sentó a mi lado —. Ah, mon vieux, han ocurrido tantas cosas, ¡tantas cosas! ¿Sabes que llevo varias semanas en Galgala? ¿Empleado secretamente en este mismo edificio?

—La comida que me traían llevaba tu fuma escrita en ella.

—Esperaba que lo comprendieras. Te hubiera enviado una nota, pero pensé que era demasiado arriesgado. Si Shandor descubría de alguna forma mi auténtica identidad…, oh, va era bastante peligroso prepararte esas comidas. Pero para los robots todo es lo mismo, guisado de rata o jamon au Bourgogne en croúte, así que me dediqué a ese pequeño juego. ¡Ah, Yakoub, Yakoub!

—¿Periandros es ahora el emperador?

—¿Así que ya lo sabes?

—La falangarca me lo dijo. Pero eso es todo lo que sé. Necesito todo el resto de las noticias. ¿Qué está pasando aquí? Llevo horas oyendo ruidos de lucha.

—Fue decisión de Lord Periandros rescatarte de esta cautividad —dijo Julien —. En los últimos días de vida del Decimoquinto, mientras el emperador yacía agonizando, Lord Periandros vio los desórdenes que iban a ocurrir con toda seguridad si se producía la sucesión imperial en un momento en que el reino rom se hallaba en manos de una persona tan voluble y tan impredecible coma tu hijo Shandor. Recordarás, mon ami, que te insinué eso cuando te visité en aquel mundo helado. Pero eras inconmovible en tu deseo de retirarte de la pelea. Nada de lo que pude decir entonces te impulsó a regresar al Imperio, aunque veo que más tarde cambiaste de opinión, por razones que desconozco.

—Damiano acudió inmediatamente después de ti y me dijo que Shandor se había autoproclamado rey. Nunca fue mi intención abrirle el camino al trono a Shandor, de entre toda la gente. Así que volví. —Pude oír una nueva sucesión de disparos, al parecer no muy lejos. Julien pareció indiferente ante aquello —. ¿Dónde está Shandor ahora? —pregunté.

—Ha huido con su cuerpo de guardia a otra parte de las Altiplanicies Áureas. Le tomamos enteramente por sorpresa cuando atacamos. Movimos muy gradualmente nuestras tropas hasta situarlas en posición rodeando el complejo real, y lo pillamos totalmente desprevenido.

—¿Sólo tropas akraki?

—Sí —dijo suavemente Julien —. No podíamos correr riesgos.

—¿No se pensó en utilizar roms en el grupo de rescate?

—Esta era una misión imperial, cher ami. Y sé que sientes aversión a derramar sangre toro a manos de roms. Las tropas invasoras fueron enteramente akraki, de las fuerzas personales de Lord Periandros.

—Entonces, ¿ha sido derramada sangre rom?

Julien me estudió por unos instantes.

—Evidentemente hay roms que son leales a tu hijo, Yakoub. Dios sabe por qué es así, pero ése era el caso. En cualquier caso, normalmente uno no invade un palacio real sin encontrar una firme defensa. Por favor, comprende que hemos intentado mantener las bajas al mínimo.

Al mínimo, sí. Pero eso significaba algunas. Malas noticias. Suspiré.

—Aquellos leales a tu hijo fueron informados de que el nuevo emperador no lo reconoce como rey. Se les ofreció la oportunidad de deponer pacíficamente las armas. Muchos de ellos lo hicieron.

—Pero algunos no.

—Algunos no —admitió Julien.

—Bien, qué le vamos a hacer —suspiré al cabo de un rato —. Estaban sirviendo al hombre equivocado. ¿A quién reconoce Periandros como rey? ¿A mí?

—Lo hará. Serás llevado a la Capital, y allí habrá una ceremonia de reconsagración. Supongo que será necesario que obtengas también el decreto del gran kris, ¿no crees? Pero eso puede arreglarse. He hablado con Damiano y con Polarca. Serás rey de nuevo, Yakoub. Sólo te pido una cosa: que esta vez no te diviertas con otra abdicación.

—La abdicación fue un gesto cuidadosamente estudiado —dije —. No es algo que necesite hacer una segunda vez. —Guardé silencio por unos instantes, meditando en las cosas que me había dicho Julien. Algo parecía no encajar, pero en la vehemencia de nuestra conversación no me había dado cuenta al principio. Ahora regresó para turbarme —. Espera un momento —señalé —. Me dijiste que la misión de rescate era una empresa imperial, Julien. Pero también dijiste que Periandros la había decidido mientras el viejo emperador aún estaba vivo. Y que había enviado sus propios soldados a realizar el trabajo. Todo el asunto suena más como un proyecto particular de Periandros que como algún tipo de acción gubernamental. ¿Qué significa eso? Todavía no era emperador cuando tú viniste aquí, ¿verdad?

—No —dijo Julien.

—¿Por qué rescatarme, entonces? ¿Para que en mí gratitud apoyara sus pretensiones al trono?

—Oh, Yakoub, Yakoub…

—Es eso, ¿verdad? ¿Pero, y si yo no deseara ser rescatado? ¿Te dijo Polarca que yo me puse voluntariamente en manos de Shandor? ¿Que tenía objetivos políticos particulares en mi propio beneficio dejándome encerrar por él? Y te dije a ti cuando viniste a Mulano que no iba a tomar ninguna posición pública que favoreciera la pretensión de Periandros al trono.

—Lord Periandros es emperador ahora, Yakoub.

—¿Así que el Decimoquinto no consiguió nombrar sucesor después de todo?

Julien agitó la cabeza.

—No.

—Entonces, ¿cómo consiguió Periandros ser nombrado emperador? ¿Qué le ocurrió a Sunteil? ¿Y a Naria?

Julien pareció incómodo. Era demasiado diplomático para permitir que se viera su agitación, pero debía estar agitándose desesperadamente por dentro.

—En el momento de la muerte del Decimoquinto —dijo Julien, de una forma extrañamente remota —, Lord Sunteil había ido al sistema de Hai Qaldun a investigar algunos disturbios en Génix y, creo, Shaitan. En cuanto a Lord Naria, también estaba ocupado por aquel entonces en asuntos de apremiante importancia en su mundo nativo, que como sabes es Vietoris.

Mi humor se ensombreció. Mi querido y viejo amigo Julien, que se había vendido hacía mucho a Periandros, estaba allí para intentar comprarme también. Quid pro quo: Periandros me libera, y yo le ofrezco mi alianza, y él me reconoce como rey indiscutido. Un quid, dos quos, y ninguno de ellos bueno.

—Entonces, ¿fue un coup d’état? —pregunté —. ¿Los otros dos estaban lejos, y Periandros simplemente se apoderó del trono?

—Los pares del Imperio han confirmado su elección.

—¿De la misma forma que el gran kris de Galgala confirmó la elección de Shandor como rey?

—Yakoub, mon cher, mon ami, te suplico…

—Adelante —dije, cuando guardó silencio —. ¿Me suplicas qué?

—Hablamos de esos asuntos en…, ¿cómo se llama ese lugar tan helado?…, Mulano. Cuando hay un vacío en el cuerpo político, las fuerzas disruptivas quedan sueltas. Tu propia ausencia del trono rom y la aparente usurpación de Shandor, todo ello seguido por tu repentino regreso de tu retiro y tu prisión aquí, han desencadenado ya una serie de disrupciones en el Imperio. La muerte del Decimoquinto amenazaba con hacer las cosas catastróficamente peores. Según el buen juicio de Lord Periandros, la estabilidad del Imperio se hubiera visto comprometida si no hubiera actuado con rapidez y decisión.

—¿Y Sunteil? ¿Y Naria? ¿Estuvieron los dos de acuerdo con la rápida y decisiva acción de Periandros?

Por un momento, sólo por un momento, los ojos de Julien se apartaron de los míos. Aquel momentáneo destello de debilidad fue la más maldita de todas las revelaciones.

—No exactamente —dijo.

—¿No exactamente?

—De hecho, no en absoluto.

—¿Ninguno de los dos?

—Ninguno.

—¿Ambos reclaman el trono?

Julien asintió. Creí que iba a estallar en lágrimas.

—Así que no sólo tenemos un Decimosexto, sino también un Decimoséptimo y un Decimoctavo. ¿Todos a la vez?

—No, mon ami. Sólo hay un Decimosexto.

—¿Pero no sabemos cuál de los tres es?

—El emperador es el antiguo Lord Periandros, Yakoub.

—Eso es lo que tú dices. Porque estás del lado de Periandros desde que tenías seis años. ¿Pero es su pretensión mejor o más fundamentada que la de Naria o Sunteil?

—Se halla en posesión de la Capital.

—Nueve décimos de la ley, ¿eh? Bien, Shandor estaba en posesión de nuestra capital hasta que tú lo echaste de ella. ¿Y si Sunteil invade la Capital del mismo modo?

Ahora Julien se agitaba visiblemente. Un pequeño músculo se contrajo rígidamente en su elegante mejilla gala.

—¿O los dos? —sugerí —. Después de hacer un trato. Arrojemos una moneda: si sale cara el emperador soy yo, si sale cruz el emperador eres tú, pero arrojemos fuera al hijo de puta de Periandros. ¿Qué entonces?

—Vivimos una época terrible, Yakoub.

—Tienes toda la razón.

—El emperador desea ayudarte porque sabe que tú puedes ayudarle a él, sí. Estamos entrando en una estación de caos y llamas. Tú y el emperador, lado a lado, podéis impedir que ocurra lo peor.

—Creo que podríamos. Pero sería lo mismo si me aliara con Sunteil o Naria.

—Ellos no te rescataron, Yakoub. Y no están en la Capital ahora. Créeme, Yakoub. Lord Periandros es el emperador. Lo consiguiera como lo consiguiera, ahora lo es. Sunteil y Naria son insurgentes. Pretenden encabezar insurrecciones contra el emperador reinante. Si te inclinas por uno cualquiera de ellos dos, Yakoub, no estarás impidiendo el caos, sino fomentándolo.

—¿Y si prefiero a Sunteil? ¿O a Naria?

—¿Por qué deberías? Ambos te desagradan. Lo sé.

—No tengo nada bueno que decir de Naria, de acuerdo. Sunteil es un caso distinto.

—¿Puedes hallar algo bueno que decir de ese fenixi?

—Es retorcido y peligroso, sí. Pero tiene encanto. Periandros está absolutamente desprovisto de encanto, Julien. Deberías saberlo por ti mismo.

—El encanto no es la cualidad primaria que buscamos en un emperador.

—Pero como rey tengo que tratar con el emperador constantemente. ¿Deseo tratar con alguien tan opaco y rígido y carente de humor y autoritario, cuando podría cruzar mi acero con el alegre Sunteil?

—Estás mostrándote frívolo, Yakoub.

—Soy un hombre frívolo.

—¡Eres el hombre menos frívolo de esta galaxia! —exclamó, con una fuerza y un vigor rabiosos que no había oído en él desde hacía mucho —. Y todo esto es una estupidez. Periandros se ha nombrado emperador. Bien, es emperador, te guste o no. Los otros dos son rebeldes. El emperador te ha proporcionado la libertad y te ofrece apoyarte en el cisma dentro de los roms. Puedes aceptarlo o rechazarlo, es tu elección. Pero si decides tender tu mano a uno de los rebeldes, destruirás la poca estabilidad que ha conseguido alcanzar el Imperio en estos días difíciles. Y puede que descubras que el emperador, en su esfuerzo por reedificar esa estabilidad, decida tender su mano hacia alguna otra persona.

—¿Te refieres a Shandor? ¿Es eso una amenaza, Julien?

—Es la afirmación de un hombre realista, nada más.

—Suena como una amenaza.

—Soy tu amigo, Yakoub. Tú lo sabes ¿Cuánto tiempo ha pasado desde los viejos días en Iriarte? ¿Cuando tú eras un descubreplanetas para la kumpania de tu esposa y yo era el despachador de la compañía? Yo estaba allí cuando te casaste con Esmeralda, ¿recuerdas? Cuando te dieron el pan y la sal, ¿quién tenías a tu lado? Y cuando nació Shandor, ¿a quién le pediste que fuera su padrino? Y yo ni siquiera soy toro; pero tú me lo pediste, y yo hubiera aceptado si el padre de ella hubiera estado de acuerdo. ¿Has olvidado todo eso?

—No he olvidado nada —dije —. Sin embargo, tu lealtad hacia Periandros es más bien extraña.

—No tan extraña, hay un respeto mutuo entre los dos. Subestimas a ese hombre porque consideras que el estilo akraki no es de tu gusto.

—Te reconoce como rey de Francia, ¿es eso?

El color llameó en las mejillas de Julien, y pareció a punto de estallar en lágrimas de rabia.

—¿Qué tiene que ver eso con todo lo demás?

—Francia, pienso a veces, es más importante para ti que cualquier otro lugar del universo que aún exista.

Se tranquilizó. Necesitó un cierto esfuerzo.

—Nunca comprenderás lo que significa Francia para mí. Es como vuestra Estrella Romani, Yakoub: el gran lugar perdido, la única madre auténtica. ¿Por qué te resulta tan difícil comprenderlo?

¿Así que sabía lo de la Estrella Romani? Aquello me sobresaltó. Nunca antes había oído pronunciar aquel nombre a unos labios gaje. Evidentemente Julien había estado prestando mucha más atención a las palabras privadas de sus amigos roms de lo que ninguno de nosotros sospechaba. Aquel conocimiento me trastornó. Pero no me sentía con ánimos para enfrentarme a aquel asunto ahora.

Dije, irritado:

—La Estrella Romani aún existe. Algún día regresaremos allí. Pero tu Francia…

—Ah, ¿así que esa es la distinción, Yakoub? Tu fantasía es real, mientras que la mía no.

—¿Fantasía?

—Te lo suplico, mon ami, no enturbiemos la discusión con esos asuntos secundarios…

—¿Crees que la Estrella Romani es un mito? ¿Una fábula?

Hizo un gesto inconcreto con las manos.

N’importe, mon cher. No importa eso. Dejemos a un lado esa discusión por el momento. Por el momento, Yakoub. Dices que mí lealtad a Periandros es extraña, que es algo relacionado con el hecho de que él reconozca mi pretensión a mi propio y antiguo trono. De hecho, a él no le importa en absoluto mi pretensión. Solamente le preocupa el Imperio. Soy leal a él, por usar tus palabras, porque creo que es el más adecuado para gobernar. También creo que tú, tú, eres el más adecuado para gobernar, ¿eh, Yakoub? Bien. Ya basta de esta charla, mon cher. Sal de esta celda, ahora. El palacio es tuyo. Te lo devolvemos. Shandor se ha ido. Ocupa tu sitio en tu trono, y prepararé una comida más para ti, como celebración. Y luego quiero que pienses en todo lo que hemos dicho. Y después espero que vengas conmigo a la Capital, y te presentes delante de nuestro nuevo emperador. ¿D’accord? ¿Eh? ¿Eh, mon ami? Piensa en todas esas cosas. Sólo piensa, Yakoub.

3

Esta vez se superó a sí mismo con el banquete. Ni siquiera puedo empezar a listar todas las exquisiteces y los mundos de los que provenían, o los raros vinos, y las sensaciones que despertaron en mí. Allá donde va Julien, llena las dimensiones circundantes con las suficientes delicias almacenadas como para aturdir a una docena de gourmets, y aquella noche las decantó todas hacia mí. Si la comida hubiera podido persuadirme, Periandros hubiera tenido mi alianza sin un parpadeo.

Pero primero tenía que pensar, sí. Y había mucho en lo que pensar.

La muerte del viejo Decimoquinto, para empezar. La muerte de cualquier hombre me disminuye, etcétera. Pero ésta me golpeó de una manera particularmente fuerte. Mi colega. Mi contemporáneo, más o menos. Un enorme trozo de mi pasado arrancado de mí. Había trabajado largo y bien con el Decimoquinto, era una presencia reconfortantemente familiar, mi contrapartida, mi yo real opuesto. Y ahora había desaparecido.

En realidad, llevaba ya años muerto, por supuesto, desde que había empezado su lento y largo declive hacia la indiferencia y la incoherencia. Sunteil había sido el auténtico emperador durante los últimos años, eso era sabido. (Lo cual resultaba muy ventajoso para Sunteil cuando llegara el momento de la sucesión. Obviamente, aquel hombre había cometido algún fatal desliz en su planificación.) Pero estar virtualmente muerto es una cosa, y estarlo literalmente otra muy distinta. Ahora que la pérdida era definitiva, la resentí brusca y agudamente.

Era un hombre de Ensalada Verde. Eso les dará una medida de su calidad: el hecho de que llegara de un mundo como aquél, que no era nada, y consiguiera trepar hasta la cima del Imperio. Todos los demás emperadores han sido hombres de los grandes planetas metropolitanos gaje —Olympus, Copperfield, Malebolge, Ragnarok, lugares llenos de gente, con gran influencia política—, excepto el Sexto y el Noveno, que ni siquiera eran hombres: fueron emperatrices. Pero ellas también procedían de mundos importantes. Y luego vino el Decimoquinto, de aquel pequeño y no saqueado planeta limítrofe, que tenía quizá como máximo una población de mil millones de almas. En realidad había nacido pastor. Pero no había seguido siendo pastor mucho tiempo. No él.

Destellos del distante pasado me atormentan. Yo llegando a la Capital, el eje de la galaxia, ese mundo que no tiene un auténtico nombre ni necesita ninguno. Soy el nuevo rey electo. Él es emperador desde hace seis, siete, diez años. Tiempo suficiente para haberse acostumbrado a la grandeza y la estupidez de su cargo. Ahí está la escalinata cristalina, extendiéndose hacia arriba y hacia arriba hasta la plataforma del trono. Allá se sienta el Decimoquinto, rodeado por sus altos lores, fanfarria de trompetas. El sonido es como si se abriera el cielo: casi espero ver maletas, melones y extraños elementos de mobiliario brotar cayendo de las dimensiones de almacenamiento cercanas. Subo la escalinata, lentamente, solemnemente. Resistiendo el impulso de subir de dos en dos los peldaños. Tengo que mostrarme serio ahora. Soy un hombre en su madurez. (Viejo, de hecho, según los estándares de los antiguos días.) Y soy un rey. Un emperador me aguarda para confirmarme en mi cargo con el toque de su cetro. Otro estallido de trompetas. Tambores también, y quizá pífanos.

—¡Yakoub Nirano Rom, Rom Baro, Rex Romaniorum! —me llega el grito desde un millón de altavoces flotando en una resplandeciente nube en torno al trono.

Arriba, arriba, arriba. El emperador aguarda. Parece muy tranquilo. Su cetro reposa ligero en su mano, como un espantamoscas. A su alrededor, los tres grandes lores hinchan el pecho en mayestática pose, intentando aparecer terriblemente importantes. (Esos eran los antiguos grandes lores, heredados del reinado de Decimocuarto, todos ellos muertos hace mucho ahora. ¡Cómo debieron odiarle cuando aquel pastor de Ensalada Verde saltó por encima de sus cabezas y se hizo con el trono!)

Ahora el emperador se levanta para recibirme. No es un hombre alto, ni impresionante físicamente en ningún sentido. No necesita serlo. Su mente es extraordinaria: fenomenalmente amplia, fenomenalmente profunda. Capta de una forma sorprendente tanto el esquema como el detalle de las cosas. Algunas personas son buenas en los detalles, algunas son buenas en los esquemas; sólo unas pocas son maestras en ambas cosas. Tengo razones para creer que yo soy una de ellas. Ustedes lo saben. El Decimocuarto era otra. Nada escapaba a su atención. Cuando hablaba contigo de las rutas de las astronaves sabía no sólo las razones por las que eran tendidos los grandes caminos sino también el nombre de todos los puertos a lo largo del trayecto. Y probablemente podía citar la cifra de sus poblaciones también. Un hombre notable.

Ahora tiende su cetro al lord de su izquierda. Toma del lord de su derecha la copa de vino dulce que por tradición ofrece siempre el emperador al rey cuando el rey acude a visitarle. Permitiéndome formalmente dar un sorbo. Luego el contacto del cetro sobre mis hombros, un hermoso momento medieval.

—Yakoub Nirano Rom —dice —. Rom Baro. Rex Romaniorum. He sido rey bajo la ley rom desde el momento en que los nueve miembros del gran kris hicieron el signo de la realeza sobre mí. Pero ahora los gaje me han aceptado también. Sólo una formalidad; pero en esos asuntos vivimos de formalidades.

Y el emperador, tras confirmarme formalmente como rey, me mira y sonríe y me guiña un ojo.

Un momento maravilloso. Un gesto maravilloso, aquel guiño. Diciéndome un millar de cosas en un rápido gesto. Tú y yo comprendemos esas cosas del trono, es lo que dice aquel guiño. Sí. Sabemos la broma que es. Sí. También sabemos lo terriblemente serio que es. Sí. Sí. Tú eres grande y moreno, yo pequeño y pálido. Tú eres rom y yo soy gaje. Y sin embargo somos hermanos, tú y yo. Hermanos en la corona. Sí. Estamos más cerca el uno del otro de lo que me siento de estos pavos reales de lores que tengo a mi lado. Y de lo que te sientes tú de cualquiera de tu gran kumpania. Sí. Sí. Sí. De ahora en adelante estaremos unidos, el Decimoquinto y yo, en la labor conjunta de gobernar los mundos. Será nuestra tarea compartida impedir que caiga el cielo: una gran carga y una gran alegría. Todo eso estaba contenido en aquel único guiño, y mucho más.

Y así fue, para el Decimoquinto y yo, durante los grandes años de nuestros reinados. Muchas fueron las veces que acudí a visitarle a la Capital y tomé el vino dulce de sus manos, y hablamos durante toda la noche de los movimientos de las estrellas en sus rumbos y de la miríada de mundos, y tomamos grandes decisiones y remodelamos grandes destinos. Y las veces que la costumbre exigía que él acudiera a mí a Galgala —e incluso en una ocasión cuando yo estaba en Xamur—, yo preparaba maravillosos patshivs para él, fiestas tan espléndidas que casi llegaban a rivalizar el malhadado banquete dado por Loiza la Vakako hacía tantos años, allá en Nabomba Zom. Pero aquí no había ningún Pulika Boshengro para estropear nuestra fiesta, En los cincuenta años de nuestra colaboración trabajamos juntos serena y eficientemente, el Decimoquinto y yo. Hasta que él empezó a deslizarse en la debilidad y la senilidad, y yo a situar mi preocupación por la Estrella Romani delante de todo lo demás. (¡Por lo cual no pido disculpas de ninguna clase!) Hacía muchos años que no lo había visto. Desde mi partida hacia Mulano apenas había pensado en él. Y ahora se había ido, y me daba cuenta de que, hasta el punto en que es posible que un toro aprecie a un gaje, yo había apreciado al Decimoquinto Emperador. Y escribo esto, aquí, para que todo el mundo lo sepa.

Y una cosa más. En el vigésimo año de mi reinado descubrí algo sorprendente cuando examinaba algunos documentos del reinado de mi predecesor Cesaro o Nano. Que había sido el propio Decimoquinto quien había puesto en su mente la idea de nombrarme a mí como su sucesor en el reino. Qué extraño resultaba eso, que el emperador gaje hiciera una sugerencia así, y más extraño todavía que el rey rom decidiera seguirla. El Decimoquinto me había dicho a menudo cómo me había tenido en gran estima desde mucho antes de que yo llegara a ser rey; y ahora tenía la prueba de ello.

He ocultado siempre esto desde que lo descubrí. ¿Pero por qué ocultarlo más tiempo? ¿Hay alguna vergüenza en ello? El Decimoquinto estaba en lo cierto de que yo sería un buen rey Cesaro o Nano estaba en lo cierto siguiendo su consejo. ¿Qué importa que ese consejo procediera de un gaje? ¿Del más alto de todos los gaje? ¿Era menos Cesaro o Nano por haberle hecho caso? ¿Era menos yo por haber sido recomendado por un emperador? Durante los miles de años desde que nuestros dos pueblos se vieron unidos por el destino hemos temido y desconfiado de los gaje por muchas y muy buenas razones, y ellos nos han temido y han desconfiado de nosotros también, por razones que no me parecen tan buenas. Pero quizá parte de este miedo y desconfianza fue innecesario, por ambas partes. Y ahora ya no me parece importante ocultar el papel que tuvo el Decimoquinto en nombrarme rey. En realidad, considerando los grandes cambios que han traído muchos acontecimientos recientes, creo que es una buena cosa contar la historia.

¡Qué extraño, dirán ustedes, que el Decimoquinto estuviera tan preocupado por la sucesión rom, y fracasara en ocuparse de la suya! Pero él me eligió como rey hace mucho tiempo, cuando se hallaba aún en pleno vigor y plenas facultades. Su declive debió caer sobre él más repentinamente de lo que nadie llegó a saber nunca, y el efecto sobre su persona debió ser mucho más calamitoso de lo que sospechamos. Porque yo conocía bien al Decimoquinto, y no creo que hubiera dejado voluntariamente abierta la sucesión imperial como hizo. Su voluntad debió haberse ido de él antes de que pudiera ocuparse de la sucesión, porque seguramente nunca hubiera deseado irse como lo hizo, dejando que Sunteil y Naria y Periandros lucharan por el trono.

O quizá —conociéndole tan bien como le conocía— no debería decir eso. Quizá —considerando los acontecimientos que siguieron a su muerte— el Decimoquinto supiera exactamente lo que estaba haciendo, cuando prescindió de redactar el habitual decreto de sucesión. Fue un hombre notable. Veía las cosas con una extraordinaria claridad. Quizás estaba mirando más allá de su muerte y del caos que le seguiría, a un futuro más lejano, cuando todo sería completamente distinto. Me hubiera gustado preguntarle qué tenía en realidad en mente. Por supuesto, ahora ya no es posible. Pero quizás algún día tenga la oportunidad de preguntárselo de todos modos.

4

También pensé mucho en Shandor, mientras vagaba como mi propio espectro por los salones del palacio real.

Había señales de lucha por todas partes. Alguien había hecho un intento de limpiarlas, pero vi desgarrones en el recio tapizado de piel de las paredes, marcas de quemaduras en los suelos, incluso la que podían ser manchas de sangre. Y, sin embargo, Shandor había conseguido escapar. Incluso parecía que se había llevado consigo algunos objetos ceremoniales, antiguos emblemas y cosas de valor. Vi los lugares vacíos. La fuerza invasora debía haberle permitido escapar deliberadamente, pensé. Como una delicadeza hacia mí. Porque, al fin y al cabo, era mi hijo. Rodeado y tomado por sorpresa como lo había sido, Shandor nunca hubiera sido capaz de huir de aquel modo. Especialmente abrumado por los objetos ceremoniales que se llevaba consigo. Debieron hacer un guiño y mirar hacia otra parte, en honor mío.

¡Oh, lo equivocado que estaba al respecto!

Tengo que admitir que sentía una extraña ternura hacia Shandor, incluso amor, ahora que él se había ido y yo era libre de nuevo. Sé que suena peculiar. Considerando que Shandor era una persona de naturaleza poco amante y poco digna de amor. Pero, al fin y al cabo, era mí hijo. Y su intento de apoderarse del trono había fracasado: era un fugitivo, estaba fuera de circulación. Ya no tenía nada que temer de él, ¿verdad? Así que podía permitir que mi enterrado amor hacia él aflorara a la superficie. Y mi piedad. Si no pueden hallarle sentido a esto, no lo intenten. Lo comprenderán algún día.

Me descubrí pensando que podía reconquistar a Shandor de alguna manera. Sentarme con él a la manera tradicional, servirle café, servirle vino, discutir las diferencias que habían surgido entre nosotros. Definirlas, librarnos de ellas, abrazarlo con un cálido abrazo toro de amor y camaradería. Como si él fuera simplemente un muchacho de veinte arios que se había desviado un poco, y no un malvado y cruel viejo que había elegido el sendero del mal a lo largo de toda su vida. ¡Sí, podía reconciliarme con él! ¡Ganarlo de nuevo para que volviera a ser mi auténtico hijo! Incluso hacer que formara parte de mi gobierno. O eso pensaba. Mi fantasía, mi locura. Tenía derecho. No se me exige ser gobernado por el sentido común un ciento seis por ciento del tiempo. Era mi hijo, después de todo. Después de todo.

Y luego, Periandros…

¿Qué hacer con Periandros?

¿Renegar de él? ¿Decirle a Julien que no podía aceptarlo como emperador, y enviar aviso a Sunteil, o quizás incluso a Naria, de que iba a darles mi apoyo?

¿Por qué? ¿Simplemente porque no me caía bien? ¿Acaso me caía mejor Naria? Sunteil, quizá sí; pero, ¿confiaba en él? ¿Cuáles eran las ambiciones de aquellos pendencieros príncipes gaje con respecto a mí? ¿Por qué meterme en su guerra civil? Yo era rey de nuevo; y si tenía que darle las gracias a Periandros por ello, bien, que así fuera. No le debía nada excepto mi agradecimiento. Ahora debía restablecer mi mando sobre el reino; luego ya tendría tiempo de ver cómo se resolvía por sí mismo el forcejeo entre los grandes lores. Mientras tanto, Periandros ocupaba la Capital. En consecuencia, Periandros era el emperador. Si Sunteil o Naria no estaban de acuerdo, lo mejor era dejar que ellos cambiaran las cosas: no era asunto mío. Como rey necesitaba un emperador con el que tratar. Por el momento, Periandros era el emperador. Por el momento, pues, lo aceptaría como el legítimo ocupante del trono gaje.

Envié a buscar a Julien.

—Mientras era prisionero de Shandor —dije —, él me dijo que había estado en la Capital y que había recibido el reconocimiento del cetro. Del emperador, de propia mano del emperador. ¿Sabes algo de eso? ¿Puede que dijera la verdad?

—¿Tú lo crees, mon vieux?

—Dijo que Sunteil y Naria y Periandros estaban allí, pero que fue el propio emperador quien apoyó el cetro sobre sus hombros.

—El viejo emperador estuvo sumido en sueños durante todo el tiempo del reinado de Shandor —dijo Julien.

—Eso imaginé.

—Fue Naria quien le impuso el cetro.

—¿Naria?

—Hubo una gran disputa entre los lores. En ella, Lord Periandros habló en tu favor, Yakoub. Siempre consideró a Shandor como un usurpador sin auténtico derecho al trono. Sunteil dudaba, apoyando ahora a Shandor, luego a ti, luego diciendo que no era asunto del Imperio quién eligieran los roms para que fuera su rey. Naria propuso el reconocimiento inmediato de Shandor. Siempre desconfió de ti, ¿lo sabías? Porque habías nacido en el mismo mundo que él, tú un esclavo y él un noble. Cree que te odia por eso, que piensa que de alguna forma tú le culpas de tu esclavitud.

—No me gusta Naria —dije indiferentemente —. Quizá su teoría no deje de tener una cierta base.

—Les dijo a los otros que Shandor sería el rey de los roms, no importaba lo que dijera el Imperio; y que, en consecuencia, era una buena política otorgarle la confirmación. Lord Periandros, y finalmente Sunteil, no estuvieron de acuerdo. Luego, un día, cuando era el turno de Naria de ostentar la regencia, llamó simplemente a Shandor a la Capital y le impuso el cetro. Fait accompli, ¿entiendes?

—¿Y los otros dos aceptaron lo que Naria había hecho?

Julien agitó una mano hacia la oscura cicatriz de una quemadura de impulsor en la pared.

—Ahí puedes ver lo impresionado que se sintió Lord Periandros con el reconocimiento de Shandor por parte de Naria. En cuanto a Sunteil, se reservó su opinión al respecto. Como suele hacer siempre Sunteil. Ahora que Shandor ha sido derribado, probablemente afirmará que siempre estuvo de tu lado.

—Sí —dije —. Eso suena muy propio de Sunteil.

—¿Y ahora, mon ami? ¿Qué vas a hacer, ahora que Shandor ha sido derribado?

—Ir a la Capital —dije —. Hablar con Periandros.

—Con el Decimosexto, como debemos llamarle ahora.

Lancé a Julien una larga, firme y fría mirada. Esta vez me la devolvió, igual de larga, firme y fría. Mi antiguo amigo, mi primo gaje, quien había formado parte de mi vida mucho más tiempo que cualquier otra persona aún viva, aparte Polarca. Al que conocía desde hacia cien años ¿Qué estaba intentando hacer ahora? ¿No era suficiente que yo hubiera aceptado reunirme con Periandros, tratar con él como si fuera el auténtico emperador? ¿Tenía que hacérmelo tragar hasta lo más profundo de mi garganta?

Entonces pensé: No me cuesta nada concederle a Periandros su título, durante tanto tiempo como sea capaz de mantenerlo. Y parece importante para Julien concederle ese pequeño honor. Muy bien. —Sí —dije —. Hablar con el Decimosexto.

5

Mientras nos preparábamos para partir de las Altiplanicies Áureas hacia el astro-puerto de Galgala, oí el distante sonido de explosiones y vi una columna de humo blanco en el horizonte oriental. Julien me dijo que la lucha continuaba en el interior del país, que Shandor se había hecho fuerte en una oscura bolsa en las colinas Chrysoberyl y que estaba resistiendo al ataque de las fuerzas imperiales.

Una vez, hace mucho tiempo, en Mulano —parecía un millón de años—, Julien me había advertido de que mi continuada abdicación podía conducir a guerras entre los mundos.

—La guerra es una idea pasada de moda —le había respondido con una espléndida seguridad —. Es un concepto obsoleto. —Y ahora había una guerra allí mismo delante de mi nariz, en el propio Galgala, nuestra capital rom. Con las tropas del emperador sitiando a un hijo del rey rom prácticamente a la vista del palacio real.

Así que la guerra no era en absoluto un concepto obsoleto. Ni los soldados de Periandros habían permitido galantemente a Shandor escapar, como yo había imaginado ingenuamente. Con astucia o traición o simple fuerza, Shandor había conseguido abrirse camino fuera del palacio, sí, y lo estaban persiguiendo, lo estaban asediando. A mi hijo.

Durante un día, un día y medio, no pensé en nada excepto en eso: que se estaba librando una guerra en Galgala, que los soldados akraki estaban intentando capturar a mi hijo. O matarlo.

Tenía que hacer algo.

Él había querido derribarme; pero seguía siendo mi hijo. Mi primogénito. Hubo un tiempo en que había sido mi orgullo, mi alegría, la imagen en miniatura de mí mismo. Un muchacho difícil, que quizá no me quería, y que habla sido un extraño para mí durante la mayor parte de su vida; y más tarde mi enemigo. Sin embargo, seguía siendo mi hijo. La sangre llamaba a la sangre. Había tenido otros hijos, de hecho muchos de ellos, y de una forma u otra, a lo largo del tiempo, los había perdido a todos, por la distancia, por sus propias necesidades de apartarse, por ambiciones que los habían llevado a los extremos del universo, por peleas, por la muerte. Nosotros los rom, los gitanos, somos un pueblo familiar, y qué triste y doloroso era que el baro rom, el más grande gitano de todos ellos, debiera llegar al invierno de su vida sin esposa ni hijos. Allí estaba Shandor, mi hijo, prácticamente al alcance de mi mano. Tenía que acudir a él. Quizá al final hubiera perdón. Al menos, no habría más muertes.

Cuando ya todo estaba preparado y nos disponíamos a partir hacia el astro-puerto, hice llamar de pronto a Julien y le dije:

—Primero debemos dar un pequeño rodeo, viejo amigo.

—¿Qué quieres decir?

—A las colinas Chrysoberyl. A poner fin a esa lucha.

—No —dijo —. Tenemos que ir a la Capital.

—Primero esto.

—No.

—¿No?

—Escúchame por una vez, Yakoub. Olvida a Shandor.

—¿Cómo puedo? —dije. Y le conté todo lo que había estado pasando por mi alma.

Julien escuchó sin decir nada. Y me miró con una ternura y un pesar infinitos.

—Eso era lo que había temido —murmuró al fin, cuando se me agotaron las palabras —. Que hallaras amor hacia él en tu corazón, que quisieras hacer las paces con él. Esperaba sacarte aprisa de Galgala antes de que supieras la verdad, mon ami. Pero ahora no me das más elección que decírtelo.

—¿Decirme qué?

Su pausa duró sólo un momento.

—Shandor está muerto.

—¿Muerto? —dije estúpidamente —. ¿Cuándo? ¿Cómo?

—Ayer, o anteayer. Usaron luz onírica; se infiltraron en el campamento al amparo de la ilusión. Shandor fue atrapado y llevado ante el general imperial. —Julien miró al suelo —. Dijeron que resultó muerto mientras intentaba resistirse, Yakoub. Siento todo tu dolor, mon vieux, mon cher.

—¿Muerto? —La palabra se negó a grabarse en mi mente.

—Una decisión estratégica. Yo no tuve nada que ver con ello. Comprendes, ¿verdad?, que no tuve nada que ver con ello. Era considerado demasiado peligroso. Una inmensa fuerza desestabilizadora.

—Era un estúpido. Era incapaz de desestabilizar nada.

—Ésa no era la opinión del emperador, Yakoub.

—¿Así que el propio Periandros dio la orden de matarle?

—No —dijo Julien. Creo que era sincero —. No fue el Decimosexto en persona, sino el general del Decimosexto, en su deseo de ganarse el favor del emperador. Un deseo excesivo, supongo. Créeme. Te lo suplico, créeme, Yakoub.

—¿Dónde estamos? —murmuré —. ¿En el siglo XII? Ni siquiera entonces mataban a los príncipes capturados. Estamos deslizándonos de vuelta a la barbarie, ¿es eso, Julien? —Me aparté de él, abrumado por la intensidad de mis propios sentimientos, atontado por el peso del dolor que sentía. ¡Shandor! ¡Shandor! ¡Cómo lo había despreciado, a ese lamentable hijo mío! ¡Cómo me había avergonzado! ¡Lo a menudo que había ansiado su muerte, un centenar de veces a lo largo de los años! ¡Y cómo lo lloraba ahora! Me sentí tan impresionado como me había sentido aquel terrible día en Mulano cuando Damiano me había traído la noticia de que Shandor, contra toda costumbre y decencia, se había proclamado rey. Entonces, si hubiera podido matarlo con un chasquido de mis dedos, hubiera hecho chasquear mis dedos; pero ahora estaba muerto a manos de algún extranjero, y un monstruoso vacío se había abierto en mi interior, allá donde él había estado.

Me volví en redondo y sujeté bruscamente a Julien por el hombro, tan fuerte que intentó apartarse de mi contacto y no pudo. —¿Había alguien aquí que imaginó que me complacería que Shandor perdiera su vida? ¿Fue el favor de Periandros el que se quiso ganar con su muerte, o el mío?

—Te lo suplico, Yakoub…

—¿Bien? ¿Qué fue?

Julien agitó desesperado la cabeza. Sus ojos tenían una expresión alocada; el pelo le caía sobre el rostro; toda su cuidadosa elegancia había desaparecido.

—No —dijo roncamente, al cabo de un tiempo —. ¡Yakoub, je ten prie! ¡Te lo suplico, créeme! No tuve nada que ver con eso. ¡Nada! ¡Nada! —Y vi que estaba diciendo la verdad. Le solté, me di la vuelta y me dirigí al balcón, y me detuve allí, mirando hacia las colinas Chrysoberyl.

Ahora todo estaba tranquilo allí. No se veía humo, no se oía ningún sonido de lucha. Entonces, todo había terminado. Me pregunté cuántos otros roms habrían muerto con Shandor. Preguntárselo a Julien, pensé, sería preguntarle demasiado.

—Envía aviso al Decimosexto —dije al cabo de un rato — de que me retrasaré un poco en mi viaje a la Capital. Primero debemos celebrar un funeral. Y eso tomará algunos días.

—Pero el emperador…

—¡Al diablo el emperador! Mi hijo ha muerto, Julien. ¡Un rey de los roms ha muerto! Hay que confeccionar el sudario. Hay que construir la carreta blanca. Conoces los ritos tan bien como yo. La música, el peregrinaje, el entierro. El vino, la comida. ¿Dónde está el cuerpo de mi hijo?

—Los akrakikanos…

—Recupéralo de ellos. Y manda llamar a los oficiales de la corte. Lo haremos todo como corresponde. Y luego, sólo entonces, tú y yo viajaremos a la Capital y nos presentaremos ante el Decimosexto. Ve. Ve, —Hice un gesto furioso, impaciente —. ¡Sal de aquí, Julien! ¡Déjame solo!

6

El mundo que se conoce sólo con el nombre de la Capital, el mundo que es el eje de la galaxia, es para mí un lugar pálido y triste. Nunca sabré, ni me importa, por qué los gaje decidieron hace mucho tiempo convertirlo en su Nueva Tierra, la sede del gobierno; tendrán que preguntárselo a los gaje si quieren comprender esa elección. En un universo que tiene un Galgala, un Nabomba Zom, un Xamur, ¿por qué plantar el centro de tu imperio en un planeta como ése?

Pero por supuesto nunca estuvieron en condiciones de poder elegir Galgala, Xamur o Nabomba Zom. Esos mundos son nuestros por derecho de descubrimiento.

La Capital no es un lugar terrible. Es un mundo pequeño, uno de los seis que orbitan en torno a un pálido sol amarillo verdoso, y posee un clima suave, ríos y afluentes, flores y árboles, aire que puedes respirar sin necesidad de adaptadores, una sensación general de confort y placidez. Pero los océanos son poco profundos, y sus montañas son bajas y romas, y sus pájaros son grises y marrones. Un planeta triste, un pequeño mundo seguro, un decente lugar a medio camino de todo. Quizá por eso les gusta tanto a los gaje. Pero ni siquiera han conseguido darle un auténtico nombre.

Naturalmente, han construido en él una absurda y fantástica ciudad imperial hecha de mármol y llama, una gran empresa chillona, resplandecientes torres y amplias avenidas y brillantes luces, con el habitual cristal y esmeralda y alabastro por todas partes. ¿Pero qué otra cosa puede esperarse de los gaje? Teatralidad, espectacularidad, sobremagnificencia ridícula. Pero en ese caso hubieran debido edificar su capital en algún otro planeta distinto a la Capital. Del mismo modo que el cráter Idradin parece incongruente en su fealdad contra la belleza inmaculada de Xamur, la ciudad imperial parece locamente fuera de lugar en la Capital. Es como un colosal diamante lanzando el resplandor de sus facetas en medio de una diadema de cartón.

Bien, no importa. La Capital es el gran lugar de los gaje, y yo soy un simple gitano zarrapastroso, que no sabe nada del auténtico esplendor. Quizás algún día llegue a comprender mejor la Capital de lo que la comprendo ahora. Pero el comprender la Capital no tiene para mí la menor importancia.

Pese a todo su esplendor, el centro imperial tenía un aspecto intranquilo, como provisional, cuando llegamos a él. Era como una ciudad que apenas estuviera recuperándose de una guerra…, o preparándose para una. Los estandartes celestes, verdes y rojos, que rendían homenaje al Decimoquinto, habían sido apagados. Sólo un puñado de los nuevos con los colores del Decimosexto había sido alzado, y así el cielo parecía extrañamente vacío. En el anillo exterior de la ciudad, donde docenas de resplandecientes lanzas de luz brillaban normalmente en honor de los lores de otros mundos que acudían de visita, todo estaba a oscuras. Nunca había visto el lugar así antes.

Aquella oscuridad me desconcertó. ¿No había otros lores de visita en aquellos momentos? Y si los había, ¿no ponían ninguna objeción a la ausencia de sus lanzas? Quizá todos los vasallos imperiales se mantenían alejados de la Capital hasta que estuvieran absolutamente seguros de que Periandros era el emperador al que debían rendir vasallaje. Bien, aun así, yo era un vasallo imperial, y estaba allí. ¿Dónde estaba mi lanza de luz? La eché en falta. Quizá fuera el único allí. Tal vez Periandros había dicho a todos los demás que se mantuvieran a distancia. ¿Era posible que el Decimosexto, aún inseguro en su trono, creyera que sería mostrarse equivocadamente provocativo si exigía el homenaje de los lores planetarios en aquellos momentos? Yo sabía que, en su lugar, yo jamás hubiera hecho algo así. De hallarme en los zapatos de Periandros, yo hubiera estado haciendo tanto alarde como me atreviera de todo mi poder y mi reconocida autoridad. Pero —gracias al Buen Dios y a la Divina Madre y a la Santa Sara-la-Kali— Periandros se hallaba en los zapatos de Periandros, y yo me hallaba bien metido en los míos.

—¿Por qué no hay encendida ninguna lanza para mí? —pregunté a Julien, poco después de haber sido instalado en el opulento palacio de huéspedes, en la Plaza de las Tres Nebulosas, que el Imperio mantiene para uso exclusivo del rey rom cuando acude de visita a la Capital.

—Hay un problema con las lanzas —dijo Julien diplomáticamente.

—Supongo que sí —admití.

—Consumen una gran cantidad de energía. Nos hallamos en tiempos difíciles, mon ami.

—Oh. Lo olvidé. El frugal Periandros.

—Ha ordenado una drástica reducción en el consumo superfluo de energía. Me temo que, temporalmente, no habrá más lanzas de luz. Total, sólo es una exhibición inútil, ¿no crees, mon vieux? ¿Esas candelas romanis brillando constantemente?

—Veo que el emperador tiene sus propios estandartes celestes.

—Sólo unos cuantos —dijo Julien, incómodo —. Al fin y al cabo, debe afirmar su presencia imperial. Pero observarás que allá donde el Decimoquinto tenía centenares de estandartes en el cielo, el Decimosexto apenas tiene unos pocos. Un mínimo simbólico.

—Yo también tengo una presencia que afirmar —indiqué —. Me gustaría tener mi lanza de luz, Julien.

Cher ami, te lo suplico…

—Sí —dije —, mi buena y vieja lanza de luz, brillando púrpura, quinientos metros de alto, diciéndole a la Capital que el baro rom se halla aquí aguardando audiencia con el emperador…

Julien se veía miserable, y no hacía ningún intento por ocultarlo. Pero comprendió lo que yo quería decir. Generalmente me importan un comino las lanzas de luz y los estandartes y las banderas y las medallas y todas las demás trivialidades de este tipo. Pero aquéllos eran tiempos de prueba para todo el mundo. Periandros me debía la cortesía de una lanza. De una forma sutil o no sutil —no era asunto mío—, Julien debería transmitir mis deseos a su amo. Entonces Periandros se vería obligado a sopesar su necesidad de reducir al mínimo los óbolos contra el deseo del venerable rey rom de un poco de pompa y espectacularidad. Y yo descubriría exactamente dónde me hallaba en la estima del nuevo emperador, y cuánta palanca podía ejercer sobre él en los difíciles tiempos que se avecinaban.

El cielo permaneció a oscuras la noche siguiente. Pero, a la otra noche, vi la tradicional lanza de luz real rom atravesar los cielos apenas se hubo puesto el sol.

En su hospitalidad, al menos, el nuevo emperador era pródigo…, o tal vez Julien había arreglado simplemente las cosas como creía que debían ser arregladas. Eso era lo más probable. Periandros hubiera sufrido un ataque de apoplejía si hubiera sabido lo que Julien estaba gastando para mantenerme distraído mientras aguardaba a los consejeros que había llamado para mis reuniones con el emperador.

El inmenso Y espléndido palacio rom se hallaba en un orden inmaculado y disponía de pelotones de sirvientes —robots, androides, esclavos humanos, dobles de esclavos—, un personal tan enorme que resultaba ridículo. Las más espléndidas comidas y vinos se hallaban disponibles a cualquier hora del día y de la noche. Músicos, bailarines, barrios, lo que quisiera. Y otros servicios. Era embarazoso. ¿Quién necesitaba todas esas multitudes, ese jaleo? Especialmente a la luz del tipo de hospitalidad que mi propio hijo me había proporcionado. No era que deseara las cosas que se arrastraban sobre mi cuerpo y las comidas de gachas, entiendan; pero esto iba demasiado en dirección opuesta. Supongo que se darán cuenta ustedes de que éste no es el espíritu rom, esto es puro lujo. Es la idea gaje del espíritu rom, tal vez: o quizá los gaje se sientan tan culpables acerca de la forma que nos han tratado a lo largo de los milenios que ahora tienen la sensación de que deben corregirse a su excesiva manera cuando un baro rom llega a la ciudad.

Día tras día mi gente fue llegando a la Capital, trayendo noticias del horrendo caos que se había extendido por todos los mundos durante el tiempo de mi encarcelamiento, y —¡sean alabados todos los dioses y demonios!— el maravilloso restablecimiento del orden que había seguido al hundimiento de la insurrección de Shandor. Los lores gaje podían seguir disputando, pero al menos nosotros los roms teníamos nuestras rutas espaciales abiertas de nuevo y las naves cumpliendo regularmente con sus horarios.

Polarca fue el primero en llegar, luego Biznaga, luego Jacinto y Ammagante y la phuri dai. Seguidos poco después por Damiano y Thivt. Pero no Valerian. No había mandado llamarle, y tampoco a su espectro. Hubiera sido poco prudente, y además de muy poco gusto, invitar a un enemigo proscrito del Imperio como Valerian a que acudiera a la Capital. Probar a Periandros era una cosa, provocarlo abiertamente otra muy distinta.

También tuve que pasar de Chorian. Me había encariñado mucho con el joven fenixi —no seamos hipócritas; había empezado a quererle como si fuera un hijo—, y planeaba ascenderle a posiciones cada vez de mayor responsabilidad en el gobierno. Todos éramos auténticos fósiles; necesitaba a alguien nacido en aquel siglo para que me ayudara a permanecer en contacto con las realidades. Pero aunque Chorian se hallaba entre aquellos a los que llamé a mi lado en la Capital, no se presentó. Le pregunté a Julien por él.

—No va a venir —dijo Julien.

—¿Cuál es el problema? Creía que las astronaves volvían a funcionar regularmente, ahora que Shandor…

—Las astronaves funcionan regularmente, sí, mon ami.

Dije, instantáneamente alarmado:

—¿Dónde está Chorian, entonces? ¿Le ha ocurrido algo?

—Está bien y a salvo en los mundos del Haj Qaldun, por todo lo que sé —me tranquilizó rápidamente Julien —. No ha recibido tu invitación, eso es todo.

—¿Qué?

—Yakoub —dijo Julien con tono de reproche —. ¿Acaso no te das cuenta? ¿Cómo podía llamarle aquí? Tu Chorian es el hombre de Sunteil.

Sentí que me invadía la furia.

—¡Es rom, Julien! Uno de mis más leales y devotos…

—Quizá sí. Pero sigue siendo el hombre de Sunteil. Lo que pides es imposible, mon vieux. Puedo conseguirte tu lanza de luz, sí. Y otras cosas: sólo tienes que pedirlas. ¿Pero alguien que está en la nómina de un rebelde contra el emperador? ¡Yakoub, Yakoub, Yakoub! —Agitó la cabeza —. ¡Sé razonable… ¡mon ami!

Me sentí irritado, pero comprendí su punto de vista. Rey o no rey, iba a tener que ceder en aquella. De hecho, había sido una estupidez por mi parte pensar que podía tener a Chorian allí en aquel momento. Lo lamenté enormemente. Lo deseaba allí. Hubiera sido bueno para él familiarizarse con la Capital, y útil e instructivo que observara el diario fluir y refluir de mis negociaciones con Periandros. Pero por supuesto no podía presentarse en aquellos momentos. Fuera lo que fuese para mí, también era el hombre de Sunteil. No debería haber necesitado a Julien para darme cuenta de ello. Chorian debería permanecer alejado de la Capital.

Por ahora. Pero estaría a mano para jugar su papel en los cataclísmicos acontecimientos que se avecinaban.

7

De nuevo la cristalina escalinata. La plataforma del trono, muy por encima de mí. ¿Cuántas veces, a lo largo de las muchas décadas de mi vida, me había detenido en la gran losa de ónice que formaba la base de aquel encumbrado trono, mirando hacia arriba al gobernante de todos los mundos gaje?

Nunca había visto al Decimotercero, no en carne y hueso. Entonces yo me hallaba demasiado lejos del centro del poder. Fue el emperador de mi infancia, y también de mi primera juventud, que parecía que iba a vivir eternamente. Había visto su imagen en las pantallas de una docena de mundos, sin embargo: un hombre pequeño, de aspecto débil y rostro cerúleo, perchado allá arriba sobre su plataforma de ónice. ¿Quién podía imaginar que iba a vivir tanto tiempo? El Decimocuarto fue una historia distinta; joven y vigoroso, había ascendido al trono con el propósito declarado de limpiar todas las telarañas que se habían ido formando durante el interminable reinado de su predecesor. Era un hombre de piel morena y cuerpo delgado, de aspecto casi rom, penetrantes ojos dorados y sonrisa fácil, y la fuerza de un auténtico emperador detrás de aquella sonrisa. Procedía de Copperfield, como cinco de los emperadores antes que él. Sería una mentira decir que lo había llegado a conocer bien, pero lo había visto, incluso había hablado con él dos o tres veces. Y luego, repentinamente, había muerto. Corrieron rumores de que había sido eliminado por haber instituido demasiadas reformas demasiado rápido. Y así llegó el Decimoquinto, el pastor de Ensalada Verde, en años posteriores mi amigo y compañero de trabajo, listo y bueno. Bien, él también había desaparecido, pero yo seguía allí, aguardando junto a la escalinata de cristal al que se hacía llamar el Decimosexto, aquel miserable Periandros, el cuarto emperador de mi vida. Si era realmente un emperador, y no sólo un vano pretendiente.

Escuché las trompetas. Sí, ahí estaban. Pero no la vieja gloria ensordecedora. Más bien un patético balido. ¿Otra de las miserables economías de Periandros? ¿O era simplemente el aroma de los tiempos, que hacía que todo pareciera una pálida y triste sombra de su anterior yo?

Y la voz del millón de altavoces:

—¡Yakoub Nirano Rom, Rom Baro, Rex Romaniorum!

El nombre y los títulos eran correctos, sí. Pero no había convicción en ellos, ninguna fuerza. Recuerdo en una ocasión, cuando estaba espectrando por los antiguos días del imperio romano en la Tierra —y este imperio gaje pretende tener un vínculo de relación con aquél, al menos en algunas de sus ceremonias y terminología que ha tomado prestadas—, y era en sus últimos días, justo antes de que los bárbaros llegaran golpeando a sus puertas. Normalmente, uno no sabe que vive en los últimos días de un gran imperio; tan sólo es consciente de que las cosas no son tan buenas como se suponía que debían ser. El conocimiento de la finalidad únicamente llega después del hecho, cuando los historiadores han empezado a proporcionar una perspectiva. Pero esos romanis de los últimos días sabían que no se trataba sólo de una mala época sino del final de su época, y podías verlo en sus ojos, en la gris expresión de sus rostros, en la curva de sus hombros. Todo alrededor de ellos gritaba que el apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina. Ahora era un poco como aquello. El declive y la caída estaban en el aire de la Capital. El viejo orden terminaba, y sólo Dios sabía qué iba a venir a continuación; e incluso las trompetas y los altavoces eran débiles y parecían apagados por las dudas.

—El Decimosexto Emperador del Gran Imperio convoca al Rex Romaniorum ante el trono —llamó el mayordomo. Y eché a andar escalinata arriba. De nuevo. Lentamente. Con un paso no tan vivo como antes. La melancolía y el abatimiento eran contagiosos. Decidí alejarme de aquel lugar tan aprisa como pudiera, una vez completados mis asuntos con Periandros.

Parecía tenso, contraído, demacrado, dentro de sus finos ropajes. El Periandros que recordaba era un hombre más bien grueso, fofo, con la expresión de un amante de los placeres, en sazón, quizá incluso algo pasado. Algo completamente engañoso, puesto que no amaba más los placeres de lo que podría hacerlo una piedra. Probablemente algunas piedras de naturaleza ígnea eran incluso superiores en este aspecto. Dentro de ese blando y consentido cuerpo había un alma mezquina y dura, como un cangrejo acechando dentro de un pulposo melón. Dios sabe que todos son así en Sidri Akrak: todo un planeta de gente siniestra e inquietante que sufre estreñimiento de corazón. Ahora la sazón había desaparecido del cuerpo de Periandros, y en él sólo quedaba el áspero y arrugado núcleo akraki. A su lado, en los asientos que ocupaban los grandes lores del emperador, se sentaban ahora otros tres akrakikanos. Tuve que admirar la totalidad de la toma del poder, y su total estupidez. Normalmente el emperador tenía el suficiente buen sentido como para otorgar el puesto de grandes lores a ciudadanos de distintos planetas importantes, a fin de conseguir algo de apoyo político para sí. Pero no éste, más necesitado del apoyo de otros mundos que cualquier emperador que hubiera gobernado nunca. Oh, no, no éste: se había rodeado por completo de gente de su propia clase. Tres de sus hermanos, por todo lo que sabía. Si es que tenían hermanos en Sidri Akrak. Parecía más apropiado para gente como él haber nacido en probetas, como los androides. Era una visión descorazonadora, ver aquellos rostros hoscos y desapasionados devolverte la mirada desde la cima de la plataforma del trono.

—Éste es un día alegre, Yakoub Rom —dijo Periandros con una voz carente de la más minúscula molécula de alegría. Llana, monótona, un zumbido inhumano —. Eres bienvenido ante nos.

Nos, nada más que eso. ¡Había reinventado el nos real!

Tenía el vino preparado para mí. Tomé la copa. También aquello había perdido su sabor: insípido y ácido, un mal año. Sentí deseos de decirle que se suponía que el vino de bienvenida tenía que ser dulce.

En vez de ello hice el gesto formal que el baro rom hace cuando se halla delante del emperador. Quizá Periandros pensara que era un honor, pero todo lo que yo estaba haciendo era reforzar el mío. Afirmar mi status de rey, antes que afirmar el suyo de emperador. Él no tenía por qué saber aquello.

Consiguió esbozar una pálida y aleteante sonrisa. Una auténtica emoción, estilo Periandros. El equivalente de Periandros de un enorme y rugiente abrazo.

—Ha habido mucha confusión, ¿verdad? —dijo —. ¡Cómo detesto la confusión! —(¿Olvidando ya el nos?) —. Pero el tiempo del caos ya está terminando. La corona imperial ha descendido sobre nos. —(No, sólo un uso inconsistente) —. Y haremos todo lo posible por restablecer el orden en el Imperio. —Una mueca de satisfacción —. Ya hemos hecho mucho, en realidad. Por ejemplo, hemos ayudado a vuestros hermanos romanis en sus tiempos de dificultad.

Metiéndose en nuestros asuntos internos, matando a mi hijo. Sí, una ayuda maravillosa.

—¿Crees realmente que ha desaparecido la confusión, Periandros? —dije.

Siseos y jadeos de sorpresa entre los grandes lores, Una feroz mirada de negro odio de Periandros. Demasiado tarde me di cuenta de mi error. Tutearle y llamarle por su nombre, y sin siquiera el Lord delante. El antiguo Lord Periandros había desaparecido dentro de la grandeza real, lo que Julien llamaba la gloire, del Decimosexto emperador.

No había pretendido insultarle. Simplemente se me había escapado. Recuerdo, al fin y al cabo, el día en que Periandros se había sentado por primera vez entre los grandes lores. No hacía tanto tiempo de ello. La mirada de disculpa del Decimoquinto, como si dijera: es una criaturilla peculiar, lo sé, pero me resulta útil. Me resultaba difícil tomar a aquella criaturilla peculiar en serio. Sentada en el trono de mi viejo amigo. Pero ahora él era el emperador. Al menos, yo había decidido considerarle como el emperador. En bien de la conveniencia. Cubrí mi error con una rápida disculpa. Los viejos hábitos tardan en morir, etcétera, etcétera. Periandros pareció suavizarse algo.

—Ni nos hemos conseguido acostumbrarnos aún por completo a nuestra nueva y encumbrada posición —confesó.

Admiré la elegancia gramatical de aquella confesión. Hubiera podido decir ni nos mismos, lo cual hubiera sido una estúpida redundancia. Pero, por supuesto, yo no había pensado tanto en las sutilezas del nos real como indudablemente lo había hecho Periandros.

Dije piadosamente:

—Debe ser una gran carga, Majestad.

—Nos hemos preparado para ella durante toda nuestra vida. Hay una larga tradición de servicio imperial, ¿sabéis?, en mi mundo de Sidri Akrak. —(Hasta ahora se estaba comportando bien con el nos) —. El Séptimo emperador, y de nuevo el Undécimo…, y ahora, una vez más, nuestro mundo se ha visto honrado en las cúspides del Imperio. —Se inclinó hacia delante, mirándome fijamente, como si intentara leer mi pensamiento. Que Dios me ayudara si podía: hubiera visto el desprecio hasta su miserable alma resplandecer en todas mis circunvoluciones cerebrales, y cinco minutos más tarde yo estaría deseando hallarme de vuelta sano y salvo en la acogedora oubliette de Shandor. Se humedeció los labios —. Este asunto de vuestra abdicación…, ¿cómo se supone que debo interpretarlo?

—Simplemente como un asunto interno rom, Majestad. Una maniobra política, quizá no juiciosamente concebida.

—Ah.

—Ha sido invalidada. Anulada. En lo que a mí y mi pueblo se refiere, no ha habido ninguna interrupción en mi reinado.

—¿Y las pretensiones de vuestro hijo Shandor?

—Una aberración, Vuestra Majestad. Una desesperada insurgencia que en la actualidad se halla ya bajo control. Y, con la muerte de Shandor, todo el asunto queda fuera de órbita. No hay otros pretendientes al trono rom.

Periandros pareció genuinamente sorprendido.

—¿Ha muerto Shandor?

—Durante la invasión de Galgala por parte de las tropas imperiales —dije, quizá demasiado secamente.

Consultó con sus grandes lores. Hubo rápidos murmullos en el opaco dialecto akraki del imperial. Por lo poco que pude captar, vi que Julien me había dicho la verdad cuando señaló que la muerte de Shandor no era obra de Periandros, sino que había sido una contribución espontánea de un general con un exceso de celo. Lo cual al menos me permitiría sentirme un poco mejor en mis tratos con Periandros. Cuando se volvió de nuevo hacia mí, había una mirada casi de compasión en sus ojos. O trastornos intestinales, aunque yo lo interpreté como compasión. Concedámosle algo de crédito. Las emociones humanas iban en contra de su naturaleza, pero se esforzaba. Expresó sus condolencias, y yo le di las gracias. Le dije que Shandor había sido una gran prueba para mí, pero que pese a todo era sangre de mi sangre, etcétera, etcétera. El Decimosexto asintió solemnemente. Con toda probabilidad se sentía muy fascinado por nuestra extravagante y antigua costumbre rom de preocuparnos tanto por los miembros de nuestras familias.

Al cabo de un rato, con evidente alivio por su parte y de hecho también por la mía, dejamos a un lado el tema de Shandor y volvimos al tema del poder, que era mucho más cómodo para ambos.

A su manera personal, frunciendo mucho la boca, reconoció que les dos nos hallábamos en una situación altamente precaria. Pensé que mi situación era considerablemente menos precaria que la suya, pero decidí compartir su opinión. Era lo suficientemente listo como para saber que no se necesitaba un monstruo como Shandor para derribar un rey. Alguien tan leal y dedicado como Damiano podía hacerlo, si empezaba a creer que yo me estaba volviendo demasiado viejo e impredecible como para que pudiera confiarse en mi trabajo. Quizá incluso en connivencia con Polares. Había montones de precedentes en la historia humana de reyes siendo derribados por sus hombres de mayor confianza en aras del bienestar general. Sí, cuanto más pensaba en ello, más arriesgada veía mi posición.

—Sí, nos necesitamos el uno al otro, vos y yo —le dije a Periandros.

La política, dijo el viejo filósofo gaje —Shakespeare, Sócrates, uno de esos— crea extraños compañeros de cama. Nunca imaginé verme a mí mismo inclinándome hacia Periandros. Pero tampoco había imaginado hallar a Periandros sentado en el trono imperial.

Llegamos muy rápidamente a un entendimiento. Habría una espectacular ceremonia pública, con toda la fanfarria, pirotecnia y todo lo demás, a fin de reconfirmarme como Rey de los Roms. El cetro del reconocimiento, toda la parafernalia. Sería invitada toda la nobleza, tanto gaje como rom, de todos los mundos. De hecho, el mayor espectáculo en siglos.

—¿Con lanzas de luz para todos? —señalé.

—Por supuesto, con lanzas de luz —dijo Periandros, irritado —. ¿Cómo podríamos pasarnos de las lanzas de luz, con toda la nobleza reunida aquí?

—Sólo me lo preguntaba —dije.

Pero no, él estaba planeando hacerlo a lo grande, y al diablo los costes. Podía ver lo serio que era al respecto, con sólo tener en cuenta lo que iba a gastar en ello. Aunque se me ocurrió la idea de que tal vez nos pidiera que nosotros contribuyéramos también. Lo cual seria lógico. La ceremonia de reconsagración constituiría un enorme beneficio simbólico para ambos. Para mí, barrería la pequeña ambigüedad que se había suscitado cuando Lord Naria, actuando como regente, había posado el cetro sobre los hombros de Shandor. Para Periandros, serviría igualmente para invalidar lo que Naria había hecho, invalidando así retroactivamente el osado despliegue de autoridad imperial del otro lord. Todos los mundos sabrían que Yakoub Nirano era ahora y para siempre Rom Baro, Rex Romaniorum; e implícito en el reconocimiento de Periandros de mi persona como rey estaba mi reconocimiento de él como emperador.

Había otro pequeño asunto en el paquete. Pero incluso el Periandros desvergonzado estaba demasiado avergonzado para pedírmelo directamente. Lo que deseaba era que yo espiara para él: hacer que mis capitanes estelares roms me mantuvieran informado de los movimientos de Lord Naria y Lord Sunteil, y que yo le pasara esos informes a él. De la forma en que consiguió frasear la petición, sin embargo, Sunteil y Naria no estaban explícitamente mencionados, y resultaba posible que yo interpretara que simplemente me pedía detallados análisis estadísticos de los movimientos comerciales entre los mundos. Así, al menos, es como decidí interpretarlo.

—Por supuesto —dije —. No veo ningún problema en ello.

—Entonces, ¿nos comprendemos mutuamente?

—Por completo —dije.

Se levantó y sirvió el vino de la despedida para mí. Me adelanté para aceptarlo, y le eché una atenta mirada de cerca mientras lo hacía. Había estado notando algo raro en él durante los últimos minutos, y deseaba comprobarlo desde más cerca.

Me había parecido que había como una especie de temblor en sus bordes, por decirlo así. Como si perdieran un poco de definición. No estaba seguro de ello; pero, por todo lo que podía decir desde la distancia donde se me había requerido que me sentare, el Decimosexto estaba teniendo algunos problemas en mantener firmes los límites de su cuerpo. Eso, por supuesto, es una característica de los dobles: siempre son plausibles duplicados de los seres humanos de los que son generados, pero se hallan en un constante estado de degeneración desde el momento mismo en que salen del molde, y un ojo atento puede detectarlo a veces, por muy sutil que sea el efecto en sus primeros estadios.

¿Había estado hablando durante todo el rato con un doble del emperador? ¿Sentado allí bebiendo su vino y mirándole a los ojos y realizando pequeñas escaramuzas políticas con él, y durante todo el tiempo había estado tratando con un mero simulacro, mientras el auténtico Decimosexto —mortalmente asustado ante la posibilidad de ser asesinado, incluso a manos de un impensable asesino como el propio rey rom— se ocultaba en algún lugar fuera de mi vista, monitorizando a su doble por conexión cortical, quizás incluso manejando un relé que le indicara al doble lo que tenía que decir? Jesu Cretchuno Moischel y Abraham! ¡Qué absurdo! ¡Qué insulto!

Si era cierto. Miré más de cerca. Pero fui incapaz de asegurarlo. Quizá todo fueran imaginaciones mías. Tal vez el temblor que había creído percibir estaba en mis ojos y no en los bordes del emperador. En cualquier caso, no había forma alguna de pincharle y hurgarle para comprobarlo; tenía que tomar mi pequeño sorbo de vino y bajar de la plataforma.

—¿Y bien? —quiso saber Polarca —. ¿Cómo fue?

—Más o menos como esperaba. Es una pomposa mierdecita: cree realmente que es el emperador. Lo más curioso es que yo también creo que lo es. Pero había algo malditamente extraño.

—¿De qué se trata?

Le expliqué que creía que podía haber estado celebrando todo el rato mi audiencia con un doble del emperador. Polarca dio una palmada y se echó a reír.

—¡Que me cuelguen si eso no es propio de Periandros! —exclamó —. ¿Creía acaso que llevabas una bomba en el bigote? Así que quiere vivir eternamente, ¿eh?

—Creo que desea vivir lo suficiente como para conseguir que Sunteil y Naria reconozcan que es realmente el emperador —rectifiqué.

—No creo que nadie llegue a vivir tanto —murmuró Polarca. Agitó la cabeza —. ¡Un doble! ¡Puedes apostar a que lo era!

—No estoy totalmente seguro, ¿comprendes?

—Pero es muy propio de él. Es absolutamente propio de él. ¿Qué crees, enviará también un doble a esa gran ceremonia de consagración tuya? Si alguien quiere asesinarlo, aquél será un lugar excelente para hacerlo.

—Y llevarse también a todo el que esté a diez metros a la redonda de él —dije.

Polarca frunció el ceño.

—Quizá será mejor que tú también envíes un doble a la ceremonia, ¿eh, Yakoub?

8

Pero la gran ceremonia de consagración nunca tuvo lugar. Y Periandros aprendió que no importaba tras cuántos dobles intentara ocultarse, un asesino creativo y realmente decidido conseguiría de alguna forma llegar hasta él. Ocurrió exactamente tres días después de mi audiencia con él: Una avispa teledirigida en su baño, un pequeño y diabólico insecto artificial que se lanzó directamente sobre su presa y lo mató tan aprisa que murió con el jabón aún en su mano. Puedes utilizar dobles para un montón de cosas, pero no para que se bañen por ti.

Unas pocas horas más tarde, antes de que llegara a saber nada acerca del trágico suceso en el baño imperial, la astronave joya del Imperio se posó en la Capital llevando a un muy distinguido pasajero: ni más ni menos que Lord Sunteil, que regresaba con una notable precisión después de haber pasado los últimos meses en el exilio o, si lo prefieren ustedes, ocultándose. (Sí, la misma joya del Imperio clase Supernova que me había llevado de Xamur a Galgala cuando fui a arreglar las cosas con Shandor. Cuyo piloto era Petsha le Stevo de Zimbalou y cuyo capitán, por una notable coincidencia, era el remilgado Therione, un nativo del mismo mundo que Sunteil, Fénix)

Lo primero que hizo Lord Sunteil tras su llegada a la Capital fue proclamarse emperador, después de que le llegara con una sorprendente rapidez la noticia de que Periandros ya no se hallaba entre los vivos. Con comedidas palabras, Sunteil expresó su dolor por el tránsito del difunto Lord Periandros, al que no se refirió como el Decimosexto emperador. Él era, declaró, el Decimosexto emperador. Y el título le pertenecía, añadió, desde el instante mismo de la muerte del Decimoquinto, aunque desgraciadamente se había visto retenido hasta entonces a causa de algunos asuntos imperiales urgentes en el sistema de Haj Qaldun, y hasta entonces no había podido prestar su atención personal a los problemas del gobierno central.

Lo segundo que hizo Lord Sunteil tras su llegada a la Capital fue correr desesperadamente en busca de refugio.

Apenas había terminado de proclamar su autoridad imperial cuando un destacamento de tropas imperiales llegó para arrestarle. Sunteil consiguió salir del astro-puerto apenas por delante de ellos, y desapareció para ocultarse en alguna parte al sur de la ciudad. De alguna forma, aunque había sido capaz de enterarse con tan sorprendente rapidez de que Lord Periandros había fallecido aquel día a causa de un lamentable incidente en la intimidad de su palacio, Sunteil no había conseguido descubrir otro dato significativo; que su rival Lord Naria se hallaba ya en secreto en la Capital desde hacía algún tiempo, y que Naria —o el Decimosexto emperador, como Naria prefería que se le llamara— había conseguido obtener discretamente el apoyo de una parte sustancial de las fuerzas militares imperiales. Mientras Sunteil estaba efectuando todavía su discurso de auto-congratulación en el astro-puerto, Naria había tomado posesión del palacio imperial y estaba aceptando el homenaje de los pares del Imperio, que se mostraban absolutamente obsequiosos, aunque imagino que estaban empezando a sentirse un tanto confusos.

Un poco más tarde, ese mismo y notable día, que estoy seguro proporcionará estimulantes desafíos a los historiadores durante los siglos venideros, el difunto Lord Periandros hizo una inesperada reaparición en el canal imperial de comunicaciones. Los informes de su muerte habían sido enormemente exagerados, informó. Seguía siendo, y pensaba seguir siéndolo mucho tiempo más, el Decimosexto emperador, y apelaba a todos los ciudadanos leales a que denunciaran las mentiras del criminal Lord Sunteil y la vil intrusión en el palacio imperial del criminal Lord Naria.

En pocas palabras, la manteca estaba en el fuego, el fuego era vivo, y había demasiados cocineros en la cocina, lo cual seguramente iba a estropear el guiso. El sencillo golpe de estado de Periandros había dado paso a una triple guerra civil.

Informes fragmentarios de todo eso empezaron a llegar a mi palacio en la Capital hacia mediodía. Lo primero que oímos fue el discurso de Sunteil en el astro-puerto, diciéndonos que Periandros estaba muerto y que él estaba a cargo de las cosas. Polarca, Damiano, Jacinto y yo nos quedamos sentados, absortos, delante de la pantalla, intentando comprender lo que ocurría. El discurso de Sunteil se vio interrumpido bruscamente, y la cámara conectó con el palacio imperial, con la gran sala de consejos del emperador. Se nos ofreció un primer plano del difunto Lord Periandros tendido en el túmulo funerario. Iba envuelto desde el cuello hasta los pies en resplandecientes ropas de brocado, pero la cámara se detuvo un largo momento en su rostro, y era inconfundiblemente el rostro de Periandros. Parecía estar auténticamente muerto.

Entonces empezaron a oírse turbadores sonidos de lucha fuera, en las calles: sirenas y silbatos, estallidos y choques.

—No me gusta nada de esto —dijo Polarca. Se agitaba de una forma imprecisa. Supe que estaba espectrando compulsivamente, como hacía siempre cuando se ponía tenso. Saltando locamente a través de épocas y años luz, pero sin estar ausente más de una centésima de segundo del presente cada vez —. Deberíamos salir de inmediato de aquí, Yakoub —dijo entre salto y salto —. Esos locos gaje van a borrarse del mapa los unos a los otros, y nosotros estamos exactamente en medio.

—Espera —dije —. Sunteil es lo bastante listo como para tener pronto las cosas bajo control. Probablemente está intentando librarse de todos los lealistas akrakikanos de Periandros, y luego…

—Mira —dijo Damiano con voz estrangulada, señalando a la pantalla.

Y allí estaba el ostentoso rostro de Lord Naria, surgido bruscamente, piel púrpura y cabello escarlata y fríos, fríos, fríos ojos azules, diciéndonos que él era el auténtico Decimosexto, que no aceptaba sustitutos, y que todo estaba bajo control.

—Y… —dijo Polarca, espectrando como un loco. Un robot entró rodando en la habitación.

—Un hombre en la puerta, solicitando refugio —anunció —. ¿Debemos admitirle?

Damiano se echó a reír secamente.

—Probablemente Sunteil, buscando un lugar donde esconderse.

—Ha dicho que se llama Chorian, de Fénix —dijo impasible el robot.

—¿Chorian? —Pulsé el control y obtuve una imagen de la puerta. Sí, era realmente Chorian, sudoroso, con el rostro enrojecido y tremendamente asustado. Parecía estar solo. Estaba intentando apretarse todo lo posible a la superficie estanca de la puerta. Envié a los robots a que le dejaran entrar.

—Registradlo por si lleva armas ocultas —indicó Polarca.

—¿No crees que estás yendo demasiado lejos? —dijo Damiano.

—Este es un día de locura. Cualquiera puede hacer cualquier cosa. ¿Y si está aquí para asesinar a Yakoub?

Damiano se volvió hacia mí en busca de ayuda.

—Por el amor de Dios, Yakoub, si el muchacho hubiera querido asesinarte, hubiera podido hacerlo en Mulano.

—Que lo registren, de todos modos —indiqué —. Eso no le hará ningún daño. Polarca tiene razón: es un día de locura.

Pero la locura apenas acababa de empezar.

Chorian —debidamente cacheado y controlado— fue admitido a mi presencia unos minutos más tarde. Su aspecto era lamentable: los ojos tremendamente abiertos, tembloroso, exhausto. Llamé a uno de mis médicos, que le administró un tranquilizante.

—Gracias a Dios que estáis a salvo —dijo, prácticamente llorando —. No podéis imaginar lo que está ocurriendo ahí fuera.

—¿Qué estás haciendo en la Capital? —pregunté.

—Vine con Sunteil en la Joya del Imperio. Hubo un ataqué, en el astro-puerto, de las tropas imperiales, toda una horda de ellas…, una casa de locos, gente asesinada por todas partes…, no sé cómo conseguí escapar…

—Tranquilo, muchacho. ¿Resultó muerto Sunteil?

—No lo creo. —Chorian inspiró profundamente —. Estaba con su cuerpo de guardia, y creo que se abrieron camino por la fuerza hasta una puerta lateral. Yo me metí por una trampilla de equipajes y me arrastré hasta un bolsillo de almacenamiento y salí por el otro lado. Corrí todo el camino hasta aquí. Están luchando por todas partes…, no sé quiénes, tropas leales a Periandros, tropas leales a Sunteil…

—No olvides a Naria —dijo Damiano.

—¿Naria? —murmuró Chorian, desconcertado.

—Él no lo sabe —indiqué —. Naria está en el palacio. Es quien envió las tropas a arrestar a Sunteil. Acabamos de oírle proclamarse emperador. Inmediatamente después de que mostraran el cadáver de Periandros en la pantalla.

—¿Mostraron a Periandros, lo hicieron?

—Con su atuendo funeral, sí. Y un aspecto muy pacifico. Tiene suerte de haberse salido de todo este lío.

Polarca se volvió a Chorian.

—¿Fue Sunteil quien arregló la muerte de Periandros?

—Por supuesto. Una avispa artificial en su cuarto de baño. Y luego Sunteil debía aterrizar y reclamar el trono. Intenté enviar a Yakoub aviso de lo que iba a suceder, pero no hubo forma de conseguirlo…, los imperiales lo estaban monitorizando todo…

—¿Monitorizando los canales de comunicación del rey rom? —exclamó Polarca, ultrajado —. ¡El pequeño tonto del culo! ¡El muy retorcido! ¿No queda ya ninguna decencia en él?

—El hombre está muerto —dijo Jacinto.

—No estés tan seguro de ello —gruñó Biznaga. Señalaba de nuevo la pantalla.

—Lolmischo melalo bitoso poreskoro —murmuró Damiano, horrorizado y asombrado, haciendo los signos de protección contra los demonios. Un momento más tarde yo estaba haciendo lo mismo. Porque allí estaba Periandros, mirando fijamente desde la pantalla, hosco y sombrío como siempre, diciéndonos que estaba completamente vivo y más a cargo que nunca del gobierno, y llamando a todos los buenos ciudadanos imperiales a luchar sin piedad contra los traidores.

—¿Cómo es eso posible? —exclamó Chorian —. La avispa…

—¿Mató a uno de sus dobles, quizá? —sugerí.

—Imposible. Era una avispa teleorientada, programada para buscar la vida. Llevaba incorporado un tropismo metabólico: nunca hubiera atacado a un doble. No comprendo cómo Periandros puede seguir con vida, si…

Polarca se echó a reír.

—No es él. Éste es el doble.

—¿Pronunciando un discurso? —dijo Damiano —. ¿Un doble pronunciando un discurso, proclamando que es el emperador?

—¿Por qué no? Yakoub piensa que fue un doble de Periandros el que celebró la audiencia con él. Pero pese a todo no estaba seguro. Puede que Periandros esté utilizando algún nuevo tipo mejorado de dobles, ¿no? Y al menos uno de ellos ha sobrevivido al asesinato, y está intentando aferrarse al trono…

—¿Por qué desearía un doble ser emperador? —preguntó Biznaga —. Sólo puede vivir un par de años.

—Puede que él no lo sepa —señaló Polarca —. Puede que ni siquiera sepa que es un doble. Simplemente está haciendo lo que hubiera hecho Periandros.

—Jesu Cretchuno Sunto Mario —murmuré —. ¡Tres emperadores a la vez! Y uno de ellos ni siquiera vive.

Desde las resplandecientes calles del centro imperial llegaban los sonidos de la lucha, cada vez más y más fuertes, cada vez más y más cerca.

9

Las cosas se tranquilizaron un poco al anochecer. El canal de noticias del gobierno seguía enfocado casi exclusivamente en Naria, que aparecía cada una o dos horas para pedir a la gente que mantuviera la calma. De tanto en tanto, las noticias eran interrumpidas por la facción de Periandros, afirmando que éste aún estaba vivo y al mando. Cada vez que la imagen de Periandros aparecía en la pantalla me acercaba a mirar, intentando determinar si era o no un doble, pero no había forma alguna de decirlo, no en la pantalla. Si el asesinato se había producido de la forma que afirmaba Charlan, sin embargo, entonces lo más probable era que Periandros estuviera realmente muerta y que lo que estábamos viendo fuera efectivamente un doble. De cualquier forma, Naria parecía definitivamente al mando por el momento. Estaba en el palacio imperial. Periandros, o el doble de Periandros, no decía nada acerca de su propia ubicación. No se había sabido nada de Sunteil desde su primer discurso en el astro-puerto.

Nosotros nos manteníamos tranquilamente protegidos en el palacio rom, aguardando futuros desarrollos.

A medianoche llegó la noticia de que Julien de Gramont estaba en la pantalla y deseaba hablar urgentemente conmigo. En aquellos momentos yo no deseaba hablar urgentemente con él, pero aquéllos no eran unos momentos normales. Me volví y conecté mi pantalla.

Julien parecía abatido. Tenía los ojos hinchados, la barba desarreglada, el cuello desabrochado y caído. No me ofreció ninguna de sus habituales florituras francesas, sólo un maquinal signo de respeto hacia mi rango real.

—El Decimosexto emperador —dijo — solicita una conferencia con el baro rom, a la mejor conveniencia del baro rom, lo antes posible.

—¿Cuál Decimosexto? —respondí, incisiva y muy poco diplomáticamente.

—El antiguo Lord Periandros, por supuesto —dijo Julien, con voz cansada y deshinchada.

Muy propio de Julien seguir considerando a su patrón y héroe como el único y legítimo Decimosexto, en unos momentos en que los otros dos lores estaban reclamando el mismo título para ellos, y cuando Periandros estaba de hecho muerto. Julien había sido siempre obstinado con las causas perdidas, me recordé. ¿Por qué no debería seguir llamando a Periandros el Decimosexto? ¿Qué otra cosa podía esperarse de alguien que en la intimidad de su alma aún soñaba con recorrer los salones de espejos de Versalles como el auténtico sucesor de la grandeur de Luis XIV?

—Los informes sonde que Lord Periandros fue asesinado hoy mismo, hace apenas unas horas, Julien.

—He hablado con él hace menos de una hora, Yakoub.

—¿Con él, o con un doble de él?

—Me estás haciendo esto muy difícil, mon vieux.

—No puedo negociar con un doble, Julien.

—A mí me pareció auténtico y vivo.

—¿Y el cadáver que mostró Naria en la sala del consejo de palacio?

Julien se encogió de hombros.

—¿Un falso cadáver, quizás? ¿Una proyección? ¿Algún tipo de imagen? ¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Nom d’un nom, Yakoub, te digo que he hablado con Lord Periandros hace menos de una hora! Vive, y sigue gobernando.

—¿Pero Naria tiene el palacio en sus manos?

—Así parece. Sin embargo, Lord Periandros es el emperador. Se han producido muchos disturbios, pero Lord Periandros es el emperador. Te lo suplico, mon ami, no me hagas seguir pasando por esto. Ha sido un terrible día para todos nosotros. ¿Hablarás con él?

Asentí, y Julien puso a Periandros en la línea. O lo que se suponía que era Periandros.

Curioso. La adversidad parecía sentarle bien. Tenía un aspecto mucho menos demacrado, menos consumido, que el Periandros que había visto en la sala del trono hacía pocos días. De hecho, su apariencia era más carnosa que la del Periandros de antes. Eso despertó inmediatamente mis suspicacias, por supuesto. También parecía mucho más tranquilo de lo que yo hubiera esperado de un hombre que ha sido arrojado fuera de su palacio imperial mediante un golpe de estado aquella misma mañana. Acerqué la nariz a la pantalla, buscando el temblor delatador que me diría que estaba frente a un doble. Y conecté discretamente las extensiones de Polarca y Damiano: quería que ellos observaran también.

—Hemos lamentado vuestro silencio de hoy —dijo Periandros, sin preámbulos. Metiéndose en el tema sin ninguna delicadeza previa. Al menos no había olvidado su nos real —. Esperábamos que emitierais algún comunicado relativo a la anarquía que se ha desatado en la Capital.

Sonaba bien. Convincente. Aquel pomposo y solemne estilo akraki suyo. ¿Era posible que fuese el auténtico Periandros después de todo? ¿El que había estado aguardando en las sombras mientras va ascendía la escalinata de cristal para rendir honores a un doble?

—Hemos tenido muy pocas noticias fidedignas de lo que ha estado ocurriendo —dije —. Me pareció que lo mejor que podía hacer era esperar y ver qué era real y qué no. En cualquier caso, ¿no creéis que resulta muy poco apropiado que el baro rom haga comentarios sobre los asuntos de estado imperiales?

No era una pregunta difícil. Pero provocó una pausa momentánea, una especie de girar de engranajes mentales. A veces los dobles hacen eso. En realidad, no son tan maravillosos como eso a la hora de mantener una conversación. Pero tampoco lo son los akraki. Seguía sin saber qué pensar.

Luego Periandros respondió:

—Hubierais podido actuar como una fuerza estabilizadora. Todavía no es demasiado tarde para ello.

¿Era una ligera ondulación lo que acababa de producirse en aquel momento? ¿Una pérdida de definición en los contornos? ¿Una cierta dificultad en mantener la estructura ósea interna intacta?

¿Y por qué parecía tan malditamente suave?

Le pregunté qué creía seriamente que podía conseguir ve. ¿Persuadiría una declaración mía a Naria de que debía abandonar el palacio, o devolvería a Sunteil a Fénix?

—Contribuiría al restablecimiento del orden —dijo Periandros — el que vos siguierais reconociéndonos a nos como el emperador por derecho. Que dijerais a nuestros súbditos de todos lados que negaran su cooperación a los rebeldes. Que instarais a los lores rebeldes a rendirse en bien de toda la humanidad.

Parecía perfectamente serio.

Sonaba preparado. Incluso programado. Intenté atribuirlo a las normalmente pesadas cadencias del habla akraki. Son tan graves, todos ellos tan mecánicos, molturando incansablemente las palabras a su átona manera. No hay ni un asomo de poesía en ellas, ni la más pequeña chispa de aliento humano. Era exactamente su estilo. Sin embargo, dudaba más y más de que estuviera contemplando a un ser de carne y hueso, especialmente cuando Periandros siguió hablando.

Porque lo que empezó a decir ahora era lo enormemente que tanto él como yo necesitábamos la cooperación mutua: lo precarias que eran nuestras posiciones, lo útiles que podíamos sernos el uno al otro en asegurar nuestros respectivos tronos y en restablecer la salud del Imperio. Le había oído decir aquello mismo antes, por supuesto. Siguió hablando de la gran ceremonia de reconfirmación que montaría para mí tan pronto como yo le hubiera ayudado a sacar a los rebeldes fuera del palacio: el reconocimiento con el cetro, la nobleza acudiendo de todos los mundos a presenciar la ceremonia, un gran e inolvidable espectáculo. Revisó todo aquello exactamente de la misma forma que lo habíamos hablado durante nuestra audiencia anterior, hacía apenas unos días. Ahora estaba convencido de que me enfrentaba a un doble. Un fraude. Fuera quien fuera o lo que fuera lo que me había recibido en aquella audiencia en el trono, era seguro que éste no había sido adecuadamente informado del contenido de aquella otra conversación.

Ahora podía ver las inconfundibles manifestaciones del doble. La pérdida de definición, lo burdo de la densidad de identidad. Lo tenía completamente claro ante mis ojos, incluso en la pantalla.

No intenté interrumpirle. Dejé que siguiera y siguiera su perorata, mientras intentaba calcular las opciones estratégicas. No tenía ningún sentido aliarme con un doble. Ya me había comprometido bastante, suponía, simplemente reconociendo a Periandros en mi anterior audiencia. Pero eso podía arreglarse. Después de todo, él era el único emperador en la ciudad cuando llegué a la Capital: ¿qué se suponía que debía hacer, negarme a aceptarlo? Pero ahora…, con Periandros casi con toda seguridad muerto, y sus pretensiones sostenidas por una o más réplicas de su persona, de corta vida y básicamente absurdas, y un lord rival ocupando ya el palacio, recibiendo el homenaje de los pares…

Sí, pensé, tenía que mantener de algún modo mis distancias con aquel doble, y llegar a un entendimiento con Naria…

En la pantalla, Periandros seguía hablando, estableciendo los términos de la gran alianza que él y yo íbamos a forjar. Apenas escuchaba.

Entonces se abrió la puerta de mi dormitorio y Chorian entró a toda prisa. Le hice furiosas señas y se dejó caer rápidamente al suelo, fuera del ángulo de visión de la pantalla. Se arrastró hacia mí y garabateó una nota, que situó discretamente ante mis ojos:

Ignorad a esa cosa. Periandros está definitivamente muerto, y eso no es más que un doble. Y Lord Sunteil está aquí y desea hablar con vos de inmediato.

10

¿Sunteil? ¿En mi propio palacio?

Debí parecer extraordinariamente sobresaltado, porque incluso el pontificador doble akraki en la pantalla captó mi reacción y dijo:

—¿Os encontráis bien?

—Un asomo de indigestión…, lo tardío de la hora… Necesito pensar en vuestras proposiciones. Os llamaré más tarde…

—No podréis localizarme.

—Entonces llamadme vos. Al mediodía. ¿De acuerdo?

Desconecté la pantalla y me volví a Chorian.

—¿Es eso cierto? ¿Sunteil está aquí?

—Disfrazado, sí. Llegó hace cinco minutos. Dijo que hablaría sólo con vos.

—Tráelo aquí —dije —. Aprisa.

Entró un hombre viejo. Alguien había hecho un excelente trabajo de camuflaje con él. Parecía tener como doscientos veinticinco años, un anciano arrugado, encorvado, horrible…, una figura marchita y encogida, temblorosa y vacilante al andar, con unos pocos mechones de pelo blanco aferrados aún al calvo domo de su cabeza.

Era el náufrago absoluto, el total y terrible cataclismo del tiempo: un hombre al final de sus fuerzas, allá donde ninguna remodelación es ya posible. Y era absolutamente convincente. Pero tenía que ser falso. No había visto a Sunteil desde hacia ocho o diez años, pero no era posible que hubiera envejecido tanto tan rápidamente. Se hallaba en la flor de la edad cuando lo conocí…, sesenta años, quizá setenta como máximo.

Lo único que no había alterado eran sus ojos. Pude verlos resplandecer con torva viveza tras aquella terriblemente arrugada máscara: los auténticos ojos de Sunteil. Sus brillantes, vivos, perversos, inconfundibles ojos.

—Bien, Yakoub —dijo con voz temblorosa y falsamente senil —. ¡Así que al fin soy mayor que tú! —Avanzó tambaleante y aferró mi muñeca con una de sus manos, crispadas como garras —. ¡Sarishan, hermano! —dijo, y lanzó una carcajada áspera y chirriante —. ¡Sarishan! Éstos son extraños tiempos, ¿eh, Yakoub?

No me gustó su saludo en romani. O que me llamara hermano. Sunteil no era mi hermano.

—Tu aspecto es encantador, Sunteil. Debes haber pasado una mala noche.

—¿No es magnífico? Una remodelación a la inversa instantánea, un brillante envejecimiento. —Ahora hablaba con su voz normal, fuerte y profunda —. Cobran más por un envejecimiento que por la remodelación normal, ¿lo sabías? Aunque no creo que exista mucha demanda. Pero vale la pena. Nadie molesta a un viejo. Incluso en unos tiempos locos como éstos.

—Lo tendré en cuenta —dije —. Quizá todo el mundo deje de importunarme entonces, cuando parezca tan viejo como tú.

—¿Tú? Tú nunca tendrás este aspecto. Dime, Yakoub: ¿te has sometido alguna vez a una remodelación? Dicen que éstos son todavía tus auténticos rostro y cuerpo, que posees algún secreto para no envejecer nunca. ¿Es eso cierto? Dímelo. Dime.

—Los roms nunca envejecen, Sunteil. Vivimos eternamente.

—Entonces tienes que enseñarme el secreto.

—Demasiado tarde —deploré —. Elegiste los antepasados equivocados. Ya no hay remedio para ti. Si naces gaje, mueres gaje.

—Eres un hombre duro.

—Soy amable y gentil. El duro es el universo, Sunteil. —Estaban empezando a cansarme todos aquellos rodeos. Le miré fijamente y dije —: Esta visita me sorprende. Había oído que te ocultabas en alguna parte fuera de la ciudad. ¿Por qué te has arriesgado a venir a verme esta noche? ¿Qué es lo que quieres, Sunteil?

—Negociar —dijo.

—Tú eres un fugitivo. Yo soy un rey. Generalmente la negociación se hace entre iguales.

—Si tú eres un rey, yo soy un emperador, Yakoub.

—Yo soy un rey, sí, y nadie lo cuestiona —dije secamente —. El único otro aspirante a mi trono está muerto, y mi pueblo me reconoce como su soberano. Pero Naria es el emperador en estos momentos, si alguien lo es.

—¿De veras? Naria ocupa el palacio, sí. Los soldados borrachos lo proclaman por las calles, sí. Pero ocupar un palacio y ordenar disturbios en tu nombre no te hace el emperador de la galaxia. ¿Acaso les importa un comino a los demás mundos del imperio lo que están haciendo los soldados por las calles de la Capital? Todo lo que saben es que el trono está en disputa. Y Naria retiene ilegítimamente el poder.

—Pero lo retiene. Mientras que tú merodeas por ahí disfrazado a última hora de la noche, entrando y saliendo por las puertas laterales.

—Por el momento —dijo Sunteil —. Sólo por el momento. Naria puede ser echado tan fácilmente como lo fue Periandros.

—¿Estás planeando otro asesinato?

—¿Oh? —dijo Sunteil, sonriendo con la artera sonrisa de Sunteil en aquel apergaminado rostro —. ¿Fue asesinado Periandros? Creí que había sido picado por una avispa.

—Una avispa de metal que alguien envió volando a través de su ventana.

—¿De veras? Qué interesante, Yakoub. —Dejó que su mirada vagara por unos instantes hacia Chorian, que se encogió ligeramente, como si deseara hacerse invisible —. Pero si ése fue el caso, sospecho que Naria estará en guardia contra cualquier intento de hacerle algo similar a él.

—Entonces, ¿cómo piensas librarte de él?

—Tú me ayudarás —dijo Sunteil.

Dejé que el sorprendente insulto de aquella complaciente afirmación se deslizara de forma inofensiva por mi lado. No fue fácil.

—¿Ayudarte? —dije, intentando sonar inocentemente perpleja —.¿Cómo crees que puedo ayudarte, Sunteil?

—Dices que eres el rey. Sospecho que lo eres. Los toros de todas partes te obedecen. Ninguna astronave seguirá su camino en toda la galaxia si el baro rom da la orden adecuada. Los vuelos se detendrán en todas partes. Todo quedará inmóvil, y Naria caerá.

—Tal vez.

—No hay tal vez en esto. ¿Necesito decirte que los roms tienen al Imperio agarrado por la garganta? Sin comercio interestelar no hay Imperio. Sin los toros no hay comercio interestelar. Envía la orden, Yakoub: no más viajes estelares hasta que el legítimo emperador haya ocupado el trono. En seis semanas el comercio se asfixiará. Puedes hacerlo.

Sus ojos llameaban. Nunca había visto así a Sunteil antes. Estaba diciendo lo indecible, reconociendo abiertamente la realidad que todo el mundo fingía que no existía. Uno no necesitaba ser tan astuto como Sunteil para ver el nudo corredizo que los roms tenían en torno a la garganta del Imperio. Pero era un poder que habíamos decidido no invocar nunca. No nos atrevíamos. Podíamos cerrar la galaxia, sí. Pero somos muy pocos, y ellos son muchos. A su debido tiempo los gaje aprenderían a pilotar ellos mismos sus astronaves. Si los roms abandonaban su trabajo se produciría un terrible y caótico período de transición en el Imperio, y luego todo sería para los gaje como había sido antes. Y entonces nos matarían a todos.

Guardé silencio durante un rato. Luego respondí:

—Es posible que lo que dices sea cierto, Sunteil. Es posible que con mi ayuda puedas obligar al Imperio a aceptarte como su emperador. Pero es posible que no. ¿Y si Naria sobrevive al hundimiento del comercio Y conserva su trono? ¿Qué me ocurrirá a mí entonces? ¿Qué le ocurrirá a mi pueblo?

—Naria caerá en unas pocas semanas. En unos pocos días.

—¿Y si no lo hace?

—Sabes que ésas son preguntas ociosas, Yakoub.

—No estoy tan seguro. Dime una cosa. Sunteil: ¿qué puedo ganar mezclándome con vuestra guerra civil? Si respaldo la facción equivocada, me destruiré a mí mismo y quizás a todo el reino rom. Si no hago nada, en cambio, tú y Naria lucharéis, y el vencedor tendrá que reconocerme como rey de todos modos.

De la grotesca calavera de Sunteil que pretendía ser un rostro surgió de nuevo la brillante sonrisa de Sunteil.

—Si gano sin tu ayuda, Yakoub, ¿qué te hace pensar que te reconoceré necesariamente como rey?

Oí a Chorian reprimir un jadeo de sorpresa. Lo había querido junto a mí para que aprendiera el arte de la política, pero aquello era un curso de postgraduados.

Dije cautelosamente:

—Estoy seguro que esto no es ninguna amenaza, Lord Sunteil.

—¿Ha pretendido serlo?

—Soy el rey legítimo de los roms, elegido por el gran kris y ratificado por el Decimoquinto emperador. El Decimosexto, sea quien sea, no tiene forma de anular esa ratificación.

—Tengo entendido que abdicaste, Yakoub, y que tu hijo Shandor fue elegido en tu lugar por el gran kris. Y que nada menos que un personaje como Lord Naria, actuando como representante del Decimoquinto, apoyó el cetro del reconocimiento sobre los hombros de tu hijo Shandor. Todo lo que necesito es ratificar la acción de Naria una vez sea emperador.

—Shandor está muerto —le recordé.

—Entonces el trono rom quedará vacante. Puedo nombrar un sucesor.

—¿Un flagrante intento de interferir en la soberanía rom?

—No pretendas ser ingenuo, Yakoub. Nunca eres muy convincente en ello. Cuando Periandros te sacó de la prisión de Shandor y te puso de nuevo en el trono, ¿qué hizo sino interferir en la soberanía rom? Admito que vosotros los roms tenéis un cierto poder sobre nosotros, pero nosotros no estamos completamente indefensos. Sabes que el rey rom sirve bajo el consentimiento del emperador.

—Y, aparentemente, el emperador sirve también bajo el consentimiento del rey.

—Exacto —dijo Sunteil. Su sonrisa regresó, extrañamente benigna esta vez —. En consecuencia, ¿por qué hablamos de amenazas? No siento ningún deseo de interferir en la soberanía toro, de inmiscuirme en tu derecho al trono, o de nada parecido. Simplemente deseo ser emperador. Y deseo que tú me ayudes.

—Te lo he dicho. Hay riesgos para mí si lo hago. Y no veo ninguna recompensa, excepto que se me permita conservar lo que ya es mío por derecho absoluto.

—Oh, habría una recompensa, Yakoub.

—Te sugiero que me la nombres.

—La Estrella Romani —dijo Sunteil —. ¿Qué dices ahora? Dame tu apoyo, y tendrás la Estrella Romani.

11

Tuve que apartar la mirada para que Sunteil no captara mi estupefacción. ¿La Estrella Romani? ¿Cómo conocía él ese nombre? ¿Cómo era posible que un lord del Imperio estuviera hablando de la Estrella Romani?

Sentí un momento de terrible vértigo. Mi rostro ardió y mis rodillas vacilaron, y un repentino e inquietante terror apuñaló mi corazón. Por un desfalleciente instante creí que iba a caerme. Fue un mal momento, como si se hubiera abierto una trampilla en el suelo bajo mis pies. Luego conseguí controlar mis flujos glandulares y transformé mi miedo en ira, lo cual no era más útil pero sí menos debilitante. En el nombre de Dios, ¿qué había dicho Sunteil acerca de la Estrella Romani? ¿Quién había revelado nuestro más precioso secreto a aquel escurridizo gaje? Estrangularía al traidor con mis propias manos. ¿Quién podía haber sido? Miré con ojos llameantes por toda la habitación. ¡Chorian! ¡Chorian! Por supuesto. El pequeño rom personal de Sunteil, su ayuda de campo gitano…, consiguiendo el favor del lord gaje a través de la revelación de los más profundos misterios de nuestro pueblo…

Lancé a Chorian una mirada que deseé que agostara su alma. Se puso escarlata. Y en sus ojos apareció una lamentable expresión de… ¿qué? ¿Angustia? ¿Desconcierto? ¿Un anhelo de perdón que sabía que nunca iba a llegar?

Cuando me hube calmado lo suficiente me volví de nuevo a Sunteil y dije con voz tensa:

—¿Qué sabes de la Estrella Romani?

—Eso no tiene importancia. Lo que tiene importancia es que te garantizo que será vuestra, Yakoub, cuando yo ocupe el trono.

—Eso ya lo has dicho. ¿Pero de qué crees que estás hablando? ¿Qué quieres dar a entender cuando dices «la Estrella Romani»?

Sunteil pareció muy inquieto.

—Una estrella roja, eso es. Con un solo planeta a su alrededor, que también es conocido como la Estrella Romani.

—Adelante.

—Un lugar que por alguna razón es sagrado para el pueblo rom.

—¿Por alguna razón, Sunteil? ¿Qué razón?

—No lo sé.

—¿De veras?

—¿Cómo podría? Es una cosa privada rom. Todo lo que sé es que deseáis terriblemente esa Estrella Romani, pero no os atrevéis a ir allí y reclamarla, ya sea porque pertenece a algún otro o porque pensáis que la querremos para nosotros si descubrimos que vais tras ella, No lo sé, ni me importa. Ni siquiera sé dónde está. Lo que te estoy diciendo, Yakoub, es que esa Estrella Romani será vuestra si me ayudas a ser emperador. ¿No es suficiente para ti? Mi solemne promesa.

La promesa de un gaje, pensé amargamente. La promesa de un fenixi.

—¿No tienes idea de dónde está ni de qué es exactamente, pero me dejarás tenerla?

Respondió, con cierta exasperación:

—Tienes mi palabra de ello. Tú dime: «Este lugar es la Estrella Romani, Sunteil», y yo diré: «De acuerdo, es vuestra» Sea lo que sea. No importa quien la reclame en aquellos momentos. Todo lo que sé es que significa mucho para vosotros, la posesión de esa Estrella Romani. De acuerdo. Para mí significa mucho ser emperador. Tú puedes proporcionármelo. Y yo puedo proporcionarte la Estrella Romani. ¿Qué dices a esto, Yakoub?

Lo estudié atentamente. Empezaba a darme cuenta de que realmente no sabía de la Estrella Romani más de lo que me había dicho. Pero debía tener en cuenta que me hallaba ante Sunteil, que era un hombre de Fénix, un planeta famoso por sus engaños y subterfugios. De todos modos, había sonado sorprendentemente turbado e irritado cuando respondió a mis preguntas sobre la Estrella Romani. Mis instintos me decían que esta vez, al menos, estaba siendo sincero cuando decía que aquello era realmente todo lo que sabía. Lo cual era de todos modos demasiado para un gaje; pero, de hecho, no era mucho.

—Necesito tiempo para pensarlo —dije.

—¿Cuánto tiempo?

—Tengo consejeros a los que debo consultar. Opciones que sopesar.

—¿Estás en contacto con Naria?

—No veo por qué tengo necesidad de decirte esto. Pero, de hecho, no he oído ni una palabra de Naria desde que empezó todo esto. Sólo Periandros. Que todavía sigue suplicándome que me alíe con él.

—Periandros está muerto.

—Alguien que parece Periandros y suena como si fuera Periandros me llamó hace apenas un momento. Un doble, quizá.

—Un doble, seguro —dijo Sunteil —. Periandros está muerto. Puedo asegurártelo de una forma definitiva.

—Supuse que podías —dije.

—Sabrás de Naria más pronto o más tarde. Lo más seguro pronto. Pero no creo que pueda ofrecerte nada que supere lo que te estoy ofreciendo yo. ¿Cuánto tiempo transcurrirá hasta que tenga noticias tuyas?

—No mucho —dije —. Sólo dame algo de tiempo para pensar. Ha sido un honor hablar contigo, Lord Sunteil.

—El honor ha sido mío, Yakoub.

Sunteil hizo una inclinación de cabeza hacia Chorian, como si esperara que el muchacho lo escoltara a la salida. Yo agité negativamente la cabeza e indiqué con un movimiento de un solo dedo que deseaba que Chorian se quedara; y Sunteil, asintiendo, salió con paso incierto de la habitación.

Apenas se hubo ido miré a Chorian con una furia terrible. El muchacho estaba pálido bajo su piel color medianoche.

—¿Cómo es que tu amo sabe de la Estrella Romani? —le pregunté con voz muy contenida.

—No es mi amo, Yakoub.

—Estás en su nómina. Sabe acerca de la Estrella Romani. No es mucho, parece, pero sabe. ¿Cómo es que sabe, muchacho?

—Os lo suplico, Yakoub, creedme… —Su voz se quebró —. Creedme, Yakoub…

—Di lo que sepas.

—Si conoce algo…, y no es mucho, es muy poco, estoy seguro de ello…, si conoce algo, Yakoub, no lo ha oídode mis labios.

—¿No?

—Os lo juro. —Lo dijo en romani.

—¿Lo juras, realmente?

—Por Martiya el ángel de la muerte, por o pouro Del el dios de nuestros padres, por Damo y Yehwah, por todos los espíritus demonios…

—Ya basta, Chorian.

—Lo juraré por otras cosas. Por cualquier cosa que me pidáis.

Dije fríamente:

—Has aprendido bien tu antiguo folklore gitano, ¿eh? ¿Estudiaste el Swature como un buen chico? ¿Y se lo vendiste todo a Sunteil? ¿Todos esos pequeños y deslavazados fragmentos de mito y tradición, eh, muchacho? ¿Al menos conseguiste un buen precio por ello?

Las lágrimas brillaron en sus ojos.

—¡Yakoub! ¡Lo he jurado!

—Alguien que venda la Estrella Romani a los gaje puede jurar sobre el muli de su madre muerta, ¿y qué significa eso?

—No fui yo, Yakoub. Cuando Sunteil empezó a hablar con vos de la Estrella Romani deseé esconderme, morir, porque sabía que él no debería saber nada de la Estrella Romani, y sabía que vos pensaríais inmediatamente que había sido yo quien se lo había dicho. Pera no fui yo. ¿Qué puedo deciros para hacer que me creáis?

Se acercó hasta mí y me miró fijamente. Estaba temblando. Lloraba. ¿Era tan bueno como para ser capaz de fingir lágrimas? Era fenixi, sí, y los fenixis pueden engañar casi a cualquiera; y además era rom; pero no creía que pudiera fingir emociones como aquélla. Hay fingimiento y hay auténtico sentimiento, y si a mi edad soy incapaz de ver la diferencia entre una y otra cosa, entonces no me sirve de nada el haber vivido tanto.

Con una voz que apenas era lo suficientemente alta como para que yo le oyera, murmuró:

—Yakoub, en Mulano me contasteis la historia de la Estrella Romani, y muchas otras cosas además. Y luego, mientras aguardaba a que el relé de tránsito me recogiera, os dije que finalmente había descubierto, mientras pasaba aquellos días con vos, lo que era tener un auténtico padre. ¿Lo recordáis? La historia de la Estrella Romani fue el regalo que me disteis. Vos fuisteis ese regalo. ¿Creéis que iba a vender esos regalos a Sunteil? ¿Lo creéis? ¿De veras lo creéis?

Y tuve que decir, aunque sólo para mí mismo: No, Chorian, no creo que lo hicieras.

A él le dije.

—Preferiría pensar que eres inocente, si pudiera.

Soy inocente, Yakoub. —Sus lágrimas habían desaparecido, ya no estaba temblando. Quizá la convicción de su propia inocencia le estaba fortaleciendo ahora —. Creedme. No puedo decir más.

—Creo que dices la verdad —murmuré.

—Os doy las gracias por ello, Yakoub.

—Pero entonces, ¿cómo supo tu amo lo de la Estrella Romani?

—Os lo digo de nuevo, no es mi amo. Y no tengo la menor idea de cómo lo averiguó. Pero si lo deseáis, intentaré descubrirlo.

—Sí —dije —. Eso sería…

Justo en aquel momento la pantalla se iluminó, y allí estaba Julien, llamando de nuevo para preguntar si podía hablar con Periandros ahora, aunque todavía era primera hora de la mañana y yo había prometido sostener nuestra próxima conversación al mediodía. Periandros no deseaba aguardar hasta el mediodía.

Miré largamente a Julien.

Tenía la respuesta al misterio del conocimiento de Sunteil de la Estrella Romani.

¡Julien! ¡Por supuesto! Él sabía de la Estrella Romani. Recordé ahora lo que había dicho en Galgala, cuando yo había hablado de Francia como de un lugar irreal, y él me había respondido que Francia era para él lo que la Estrella Romani era para nosotros, el gran lugar perdido, la única madre auténtica. Eso me había sorprendido. Nosotros no hablamos de la Estrella Romani con los gaje. Pero Julien había sabido de ella, sólo Dios sabe cómo. Quizá no le resultara demasiado difícil, a lo largo de toda una vida pasada principalmente con los roms. Unas cuantas botellas de sus espléndidos vinos tintos, una larga velada de seleccionada comida francesa, algún capitán estelar conocido suyo de un humor más expansivo que de costumbre, y allí estaría todo, el Relato del Sol Dilatado, la pérdida de nuestro hogar y la dispersión por la Gran Oscuridad, y todo lo demás. Sí. Sí. Y Julien lo había registrado todo, nuestra leyenda, nuestras escrituras; y lo había reservado para el momento preciso, y se lo había vendido al hombre preciso.

No a Periandros, cuyos cerces había estado recibiendo todos aquellos años. Sino a Sunteil. Periandros estaba muerto, y Julien lo sabía, no importaba cuántos dobles del difunto lord estuvieran almacenados en las cámaras ocultas. Periandros el doble todavía podía vencer en aquella lucha a tres bandas, pero era poco probable, de modo que ahora Julien estaba colocando juiciosamente sus apuestas en Sunteil. Haciendo un pequeño trato marginal mientras aún había una posibilidad. Tuve que admirarle por ello. Pero de todos modos no hubiera debido vender la Estrella Romani a Sunteil.

Hacía mucho que había caído en la fácil tentación de pensar en Julien como en un rom, o en un casi toro; pero no era rom. En absoluto. Y esto lo demostraba.

—El emperador desea saber —dijo Julien — si el baro rom ha tenido tiempo suficiente de considerar su anterior conversación.

Deseé tender las manos hacia la pantalla y estrangularle. Mi viejo amigo, mi rescatador. Lo que estrangulé en cambio fue el impulso de hacer eso. Si Julien nos había traicionado, bien, que así fuera. Un gaje es un gaje, incluso Julien. Tenías que esperar eso de ellos. Y en cualquier caso el daño ya estaba hecho. Tenía otros problemas de los que ocuparme. No deseaba en absoluto hablar con Julien. O con el doble de su amo.

Le dije que había sido una noche muy ajetreada para mí, que no había tenido ninguna posibilidad de llegar a una decisión respecto a la oferta de Periandros. Esperando que Julien lo aceptara y desconectara antes de que pudiera ponerme realmente furioso con él. No lo hizo.

—Mil perdones, mon ami, pero el emperador me pide que haga hincapié en el hecho de que el tiempo es esencial.

—Entiendo eso, Julien.

—Y que si estás dispuesto a negociar los puntos ya discutidos, entonces no hay mejor momento que ahora para…

—¿Julien?

—¿Oui, mon vieux?

—¿De qué sirve todo este estúpido juego? Los dos sabemos que Periandros está muerto, y que estás actuando en beneficio de un doble. Así que, ¿por qué te molestas en incordiarme con toda esta mierda? ¿De qué sirve pretender que un doble puede actuar realmente como emperador? En especial teniendo en cuenta que estás preparándote para saltar de bando y colocarte del lado de Sunteil.

—¿Del lado de Sunteil? ¡No comprendo, Yakoub! ¡Lo que me dices es incomprensible para mí!

—Quizá lo comprendieras mejor si pudiera decírtelo en francés. Pero no puedo. Merde es la única palabra francesa que conozco. Lo que estás intentando decirme es una merde muy grande, Julien. Ésa es una palabra francesa, ¿no? Si no la entiendes, entonces quizá debiera intentar hablarte en romani.

—Pareces tan furioso. Mi viejo amigo, ¿qué te he hecho?

No deseaba empezar a hablar del tema. Pero estaba irritándome en unos momentos en que lo que menos necesitaba era irritación.

—¿No lo sabes? —pregunté.

Una pausa, corta pero reveladora.

—Sea lo que sea lo que haya podido hacer —dijo al cabo de un momento —, fue tanto en bien de los roms como del Imperio. Yakoub. Nest —ce pas? Es la verdad.

—Sea lo que sea lo que puedas haber hecho —le dije, manteniendo un férreo control sobre mi rabia, Dios sabe por qué —, fue probablemente en bien de Julien de Gramont, ¿no? Con algún leve pensamiento, quizás, hacia el daño incidental que podía causar, pero eso fue puramente secundario, sospecho. —Me sorprendí de mi propia habilidad en mantener contenida mi furia. Un truco que uno aprende a veces, con el tiempo. Y a veces olvida —. Simplemente dime esto: ¿en qué nómina te hallas en estos momentos? ¿En la de Periandros o en la de Sunteil?

Silencio. Consternación.

—¿En la de ambos? —sugerí —. Sí. Sí, eso es más propio de ti, ¿no? Y en estos momentos llamas en nombre de Periandros, o de lo que está pasando en estos momentos por Periandros. Dentro de una hora tal vez estés maquinando para Sunteil. Y…

—Por favor, mon ami. Te lo suplico, no sigas. De veras, no he hecho ningún daño a nadie. Siento un gran amor hacia ti, Yakoub. ¿Comprendes eso? Es la verdad. La vérité véritable, Yakoub. —Tendió las manos hacia mí —. Te llamo en nombre de Periandros, sí. Quiere hablar contigo. Eso es lo que me ha pedido que te diga.

—Entonces te agradeceré que le digas que no puedo ser molestado por dobles en unos momentos como éstos. Dile que puede ir donde le plazca y ventosearse en las manos por lo que a mí respecto. Dile… —Una mirada horrorizada apareció en el rostro de Julien —. No. No. De acuerdo, dile simplemente lo que acabo de decirte hace un momento. Que estoy demasiado ocupado para decidir nada en estos momentos. Gana un poco de, tiempo. Tienes la diplomacia suficiente para ello.

—¿Hasta…?

—Hasta nunca —dije —. Esta lucha es ahora un triángulo de dos lados, Julien, y ya no puede haber ninguna transacción entre Periandros y yo que signifique algo, piense él lo que piense. Los dobles desaparecen al poco tiempo. Quizás ellos no lo sepan, pero yo sí. No tengo tiempo para él. El pobre bastardo irreal. ¿De acuerdo? ¿Has entendido lo que te he dicho?

—Puede que esté muerto, Yakoub, pero sigue teniendo poder.

—Que lo conserve. Muy pronto no va a tener nada. Tengo que reservar mis energías para tratar con los emperadores que aún no están muertos. Estoy trabajando a largo plazo, Julien. Periandros ya se está descomponiendo. Lo sepa él o no.

—Pero mientras viva…

No vive. Es un zombi. Es un mulo andante. Y te pido que me lo saques de encima. En bien del gran amor que afirmas que sientes por mí.

—Tu voz es tan dura, Yakoub. Parece haber mucha hostilidad en ella.

—Quizá tú sepas el motivo.

—D’accord —dijo hoscamente Julien —. Le diré a Periandros que necesitas más tiempo para tomar tu decisión.

—Algo así como ochenta millones de años —dije. Y corté el contacto.

Al momento siguiente Polarca entró a grandes zancadas en la habitación, con expresión alterada, agitando un fajo de informes.

—Están luchando en el distrito de Gunduloni —anunció —. Un puñado de leales a Periandros contra un destacamento de las milicias de Naria. Y tropas llevando las insignias de Sunteil se han apoderado de todo un bloque de calles justo al sur del distrito imperial, y están vendo de casa en casa, obligando a la gente a jurar lealtad a ellos. Y en el otro lado de la ciudad se libra una batalla. y nadie es capaz de decir quién está del lado de quién.

—¿Hay alguna otra cosa? —pregunté.

—Una más —dijo Polarca —. Naria te ha convocado al palacio. Desea parlamentar contigo inmediatamente.

12

Era inevitable, por supuesto: el tercer zapato tenía que caer. Periandros y Sunteil se habían dejado oír, y finalmente el último de los grandes lores estaba haciendo sus movimientos para obtener mi apoyo. O eso suponía. Se me requería —y el ayudante de Naria había sonado taxativamente urgente en ello, según Damiano, que había recibido la llamada— que me presentara inmediatamente, y que llevara conmigo no sólo a Polarca sino también a la phuri dai. Astuto Naria, intentando traerse a su lado también a Bibi Savina: quizá mi sitio en el trono de los rom se tambaleara un poco, pero todos los roms de todas partes reverenciaban a la phuri da¡, sin excepción.

Sostuvimos una conferencia acerca de si era prudente aceptar la invitación de Naria, y recibí una respuesta mezclada. Jacinto y Ammagante, cautelosos como siempre, se preguntaban si no sería alguna especie de trampa, un complot destinado a darle a Naria el control de todo el alto mando rom con un solo movimiento. Damiano y Thivt admitían que se trataba de una posibilidad, pero consideraban que era demasiado rebuscado. A Polarca, evidentemente deseoso de salir de aquel palacio donde llevábamos escondidos lo que empezaban a parecer semanas, no le importaba: estaba dispuesto a correr el riesgo, fuera cual fuese, antes que permanecer encerrado más tiempo en aquel agujero.

Miré a Bibi Savina.

—¿Qué dice la phuri dai, entonces?

Ella me miró a mí y a través de mí, hacia reinos muy, muy lejanos.

—¿Se niega el baro rom a acudir a la llamada del emperador? —preguntó.

—¿Pero es Naria el emperador? —se limitó a decir Jacinto.

—Tiene el palacio —indicó Bibi Savina —. Uno de los otros dos está muerto y el tercero se esconde. Si Naria no es el emperador, nadie lo es. Ve a él, Yakoub. Debes hacerlo. Y yo iré de buen grado contigo.

Asentí. La phuri da¡ y yo generalmente hemos visto siempre las cosas del mismo modo a lo largo de los años. Dije a Damiano:

—Dile que estaremos allí en una hora o menos.

—Ha prometido enviar un vehículo imperial a buscarte.

—No —dije —. Lo último que deseo es recorrer hoy la Capital en un vehículo que lleve las insignias imperiales. Tomaremos uno de nuestros propios vehículos. Tres vehículos, de hecho. Nadie va a intentar cortarle el paso al baro rom si ven toda una caravana de vehículos roms.

Palabras atrevidas. De hecho nos dispararon cinco veces durante el trayecto de treinta minutos hasta el palacio imperial. No alcanzaron a nadie: nuestros blindajes eran excelentes. De todos modos, no era buena señal. Toda aquella artillería parecía propia del siglo XX, y yo me sentía desplazado, mil años desplazado y unos cuantos más. No se me había ocurrido que una cosa tan insignificante como una lucha por la sucesión imperial pudiera arrojar tan pronto a los gaje de cabeza hacia atrás en el camino evolutivo. La guerra es un concepto obsoleto. Se lo había dicho a Julien de Gramont el otro día —por decirlo así—, en la tranquilidad de mi retiro en el helado Mulano. Y en el breve espacio de tiempo desde entonces me había visto en medio de una pequeña guerra en Galgala y ahora en lo que parecía ser una a mayor escala aquí en la Capital. Primero en la sede de nuestro gobierno y luego en la suya.

De todos modos, conseguimos llegar a nuestro destino en el mismo número de piezas que habíamos salido. Nunca supimos qué lado estaba disparando. Lo más probable era que las tres facciones se estuvieran turnando, y nadie tuviera la menor idea de a quién disparaba, no más de la que teníamos nosotros de quién nos disparaba. Una guerra anónima: auténtico siglo xx. Si tenía que haber una lucha, que me dieran los días medievales, en los que al menos conocías el nombre de tu enemigo.

La ciudad era un lío tremendo. Jamás hubiera creído que pudieran destrozarse tantas cosas en tan poco tiempo. Al menos media docena de las más altas torres habían sido reducidas a la mitad. Montones de escombres se apilaban hasta la altura de las casas en las amplias avenidas. Un manto de humo negro manchaba el cielo. Aquí y allá un brazo o una pierna se asomaba por entre las ruinas: muertos, auténticos muertos, irreparables e irreversibles. Vidas enteras cortadas por la mitad como habían sido cortadas aquellas torres, hombres y mujeres a quienes se les habían robado cien años o quizá más. ¿Y para qué? ¿Una mezquina disputa sobre si la corona gaje tenía que apoyarse sobre la cabeza de un hombre de Fénix o un hombre de Vietoris, o quizá la figura animada de un hombre muerto de Sidri Akrak?

En medio de aquellas escenas de devastación subsistían, sin embargo, incongruentes signos del esplendor imperial. Estandartes celestes, símbolo de la presencia del emperador en la Capital, llameaban al este, al sur y al norte. Pero era un despliegue de estandartes como nunca antes se había visto allí, porque resplandecían en tres combinaciones distintas de colores, una para Periandros, una para Naria, una para Sunteil. Allá donde aquellas chillones luces se encontraban y chocaban sobre nuestras cabezas se producía un torbellino en el cielo que hería y cegaba los ojos.

Y más lejos al norte, en el anillo exterior de la ciudad…, ¿qué era aquella brillante columna de luz púrpura? ¡Oh, era nada menos que la lanza de luz del baro rom, colocada de nuevo finalmente en el lugar que le correspondía! ¿Obra de Naria? ¿De Sunteil? Bien, en estos momentos era un halago inútil. ¿Creían que podían conseguir mi alianza con un simple despliegue de luz?

El palacio estaba custodiado, nivel tras nivel. por fantásticas defensas. Un anillo de pantallas deflectoras primero, tiñendo todo el lugar de un resplandor púrpura. Dentro de él, una hilera de resplandecientes tanques, todos ojos y cañones. Luego una falange de robots. Una milicia androide. Una enorme hueste de soldados humanos también…, o más bien dobles de soldados, acuñados rápidamente para cubrir la emergencia. Detectores. Ojos celestes. Flotantes nubes de letales proyectiles antipersonas mantenidos en suspensión por redes de fuerza magnética. Y más, mucho más. Lo último, lo más nuevo, un maravilloso y ridículo despliegue de magia tecnológica. El increíble despliegue defensivo de Naria me dijo tanto sobre Naria como sobre el estado actual de las defensas del Imperio.

Nos tomó más de una hora ser escoltados a través de todos los controles. Pero finalmente nos hallamos en presencia del hombre que por el momento ostentaba el título de Decimosexto emperador.

No había ninguna plataforma del trono, la escalinata cristalina había desaparecido. En su lugar había sido erigido un inmenso cubo de algo que parecía cristal, pero probablemente no lo era, en medio de la enorme sala de consejos del palacio, bajo la alta bóveda. Una línea de advertencia de fuego azul se alzaba sobre el suelo de piedra en todos sus cuatro lados. Muy arriba, rayos detectores rastreaban constantemente el aire. Y en el interior del cubo, entronizado como un faraón de antigua y absoluta inaccesibilidad, se sentaba el autoproclamado emperador Naria, inmóvil como una estatua, delgado y tenso como un látigo, solemne como un dios. Estaba rodeado de oscuridad, pero él permanecía iluminado por una confluencia de focos que proporcionaban un fuerte resplandor a su pelo escarlata que le llegaba hasta los hombros, su piel púrpura oscuro, sus implacables ojos amarillos. Llevaba un lujoso atuendo de brocado hecho con algún tipo de rígida tela verde que se alzaba por detrás de su cabeza como el capuchón de una cobra, y la corona imperial flotaba sobre él en proyección holográfica.

Todo muy impresionante. Todo muy ridículo.

Vi a Polarca luchar por reprimir una sonrisa irónica. La phuri da¡ sonreía seráficamente; pero eso es algo que hace a menudo, en todo tipo de situaciones.

—Agradecemos que hayáis venido aquí, baro rom —declaró Naria con una vez lenta, medida, de tonos absurdamente pretenciosos. Su voz emergió de detrás de las cristalinas paredes de aquel cubo a través de un millar de altavoces a la vez, y resonó mareante por toda la habitación.

¡Qué ridícula teatralidad! ¿A quién pensaba que estaba hablando? Y de nuevo el nos real. Siglo tras siglo el Imperio había conseguido sobrevivir e incluso medrar sin esas afectaciones idiotas. Pero de pronto aquellos lores inseguros de sí mismos estaban reviviéndolas, como si pudieran ayudarles a alcanzar y ser dignos del trono. Sentí lástima por ellos. Por el hecho de que necesitaran hinchar sus egos de aquella forma.

De todos modos, ofrecí a Naria el gesto formal de sumisión que un baro rom hace tradicionalmente al emperador. Pese a que él no me había ofrecido el vino tradicional. No me costaba nada, y me podía hacer ganar un punto o dos con él. Y raras veces sirve de nada mostrarte descortés con los megalomaníacos cuando te hallas en su sala de estar.

Luego dije, haciendo un gesto al cubo de cristal y a todo lo que lo rodeaba.

—Qué triste que todo esto sea necesario, Majestad.

—Una medida temporal, Yakoub. Esperamos que la paz sea restablecida en cosa de días, incluso horas. Y entonces no volverá a ser rota nunca más, una vez hayamos completado la tarea de imponer nuestra autoridad sobre todo el Imperio.

—Esperemos que así sea, Majestad —dije con el tono más piadoso de voz —. Esta guerra es una agonía para todos nosotros.

¡El solemne bastardo! Considerarse a sí mismo como un salvador. Bien, enfrenta hipocresía con hipocresía, si es necesario.

Me lanzó su grave y pensativa mirada de preocupado gobernante.

—Se han producido muchos daños en la ciudad, ¿no es cierto?

—Demasiados, me temo.

—La Capital es sagrada. ¡Que se hayan atrevido a dañarla…! Bien, les haremos pagar por ello, hasta el último mínimo, hasta el último óbolo. —Me estudió en helado silencio por un tiempo. Le devolví su mirada, sin parpadear. No era un hombre en quien pudiera confiarse, aquel escarlata y púrpura Naria. Reptilesco. Peligroso. Al fin y al cabo, era el hombre que había asumido por su cuenta el ratificar la ilegal apropiación de Shandor de mi trono, cuando el viejo emperador aún vivía. ¿Qué había en nuestra infeliz época que producía seres como Shandor y Naria?

Luego dijo, cambiando enteramente de tono, pasando de la rígida pompa imperial a una taimada y casi íntima insinuación.

—¿Sabéis dónde se esconde Sunteil?

Aquello fue un golpe realmente inesperado. Me temo que dejé ver mi sorpresa.

—¿Sunteil? —dije, como un idiota.

—El antiguo gran lord, sí. Que se halla ahora en rebelión, como seguramente sabéis, contra el gobierno legalmente constituido del Imperio. Está aquí en la Capital. Me preguntaba si vos no sabríais dónde.

—Ni un indicio, Vuestra Majestad.

—¿Ni siquiera uno o dos rumores sin fundamento?

—He oído que está en alguna parte al sur de la ciudad. Más que eso no puedo decir.

Me miró como una bomba que está decidiendo si debe estallar o no. —O más bien elegido no decir.

—Si el emperador piensa que le estoy ocultando cosas…

—Entonces, ¿no habéis tenido ningún tipo de trato con Sunteil?

El interrogatorio estaba empezando a deslizarse hacia un territorio nuevo y peligroso. Dije cuidadosamente.

—No tengo ni la menor idea de dónde puede estar Sunteil.

Lo cual era cierto. Pero no era la respuesta a la pregunta que me había hecho Naria.

Dejé que mi pequeña evasiva pasara sin ningún comentario. Volvió a su antigua voz imperial para decir:

—Cuando Sunteil acuda de nuevo a vos, Yakoub, lo detendréis y nos lo entregaréis. ¿Queda entendido? —Sorprendente. Abrumándome como una avalancha —. Esto es la guerra, y no podemos permitir consideraciones. Tendréis una segunda oportunidad de capturarle, y esta vez lo capturaréis. —¿Cuando acuda de nuevo a vos? ¿Cuánto sabía Naria? Oí el jadeo de sorpresa de Polarca, y Bibi Savina perdió su sonrisa. ¿Lo detendréis y nos lo entregaréis? Había esperado ver a Naria suplicar algún tipo de alianza, no darme órdenes.

Le miré fijamente. Por un momento no supe qué decir. ¡Enmudecido! ¡Yo!

Naria prosiguió serenamente:

—Sunteil ha alzado la mano contra su emperador, lo cual es lo mismo que decir que la ha alzado contra todos los ciudadanos del Imperio. Es el enemigo de todos nosotros. Es tanto el enemigo de vosotros los roms como el enemigo de…, de…, ¿cómo nos llamáis?

—Gaje, Majestad.

—Gaje. Sí.

—¿Y qué hace pensar a Vuestra Majestad que seré visitado de nuevo por Lord Sunteil? —dije.

—Porque vos lo arreglaréis para que así sea.

Así de simple. Yo lo arreglaría.

La respuesta de Yakoub fue dejar caer la mandíbula, abrir una colgante boca. Sólo metafóricamente, por supuesto. Sé mantenerme superficialmente tranquilo. Tomarlo todo de una forma enteramente casual. No le dejemos darse cuenta de lo asombrado que estoy. Qué maravilla eres, Naria.

—Ah. Porque yo lo arreglaré.

Lo dije de una forma casi intrascendente. Como si simplemente repitiera algo que debería haber sido evidente para cualquier imbécil. Atraerás a mi rival a tus garras, Yakoub, y entonces saltarás sobre él. Por supuesto, Vuestra Majestad. Por supuesto.

—Habrá una reunión —dijo —, en algún punto neutral cuidadosamente escogido. A invitación vuestra. En otra parte del planeta, o quizás en un mundo completamente distinto. En la que vos y él discutiréis la perspectiva de una alianza entré el reino rom y el Imperio gobernado por Sunteil. Lo atraeréis, eso es algo que sabéis hacer muy bien. Lo cogeréis con la guardia baja. Y lo capturaréis y nos lo entregaréis.

Casi sentí deseos de aplaudir. ¡Bravo, Naria!

Me estaba hablando, a mí, al Rey de los Roms, como si no fuera más que algún falangarca menor de sus fuerzas. Eso requería atrevimiento. Audacia. Estupidez.

—¿Y Periandros? —dijo de pronto Polarca, con un astuto brillo en los ojos —. ¿También debemos capturarlo para vos, Vuestra Majestad?

Dentro del cubo de cristal, Naria permaneció tan inmóvil como antes, pero sus ojos se volvieron hacia Polarca, y no hubo ningún asomo de regocijo en ellos. Tuve la impresión de que un viento helado había empezado a soplar por toda la sala del concejo.

—¿Periandros? —dijo Naria —. No existe Periandros. No hace muchos días, el cadáver de Periandros se hallaba expuesto en este misma estancia.

—Pero su doble…

Naria le hizo callar con un gesto.

—Hay tres dobles de Periandros. Causan trastornos por el momento, pero no son nada. El tiempo se encargará de sus vidas y las devolverá a la arcilla de la que fueron moldeados. Sunteil es el enemigo. Debéis tratar con Sunteil. —Fulminó a Polarca con la mirada. Polarca tuvo el buen sentido de no hacer ninguna otra observación. Al cabo de un rato Naria miró a Bibi Savina, que parecía perdida en sueños, o quizás espectrando —. ¡Y tú, vieja! Permaneces aquí sin decir nada, y tu mente está lejos. ¿Qué estás haciendo? ¿Atisbando el futuro?

La phuri dai rió con una risa sorprendentemente juvenil.

El pasado, Vuestra Majestad. Estaba pensando en una ocasión en la que yo era muy joven, y participaba en una carrera de natación con los muchachos, de una a otra orilla del río.

—Pero puedes ver el futuro, ¿no?

Bibi Savina sonrió placenteramente.

—Claro que puedes. El mañana es tan claro para ti como el ayer, ¿eh, vieja? Vieja bruja. Y el pasado mañana también, y el día después del pasado mañana. ¿Te atreves a negarlo? ¿Cómo puedes? Todo el mundo conoce los poderes de las adivinadoras roms.

—Sólo soy una vieja, Vuestra Majestad.

—Una vieja para quien el futuro es un libro abierto. ¿No es así?

—A veces veo algo del camino, quizá. Cuando la luz brilla para mí.

—¿Y la luz está brillando ahora? —preguntó Naria.

Bibi Savina sonrió de nuevo. Una dulce sonrisa, como la de una niña.

—Dinos esto, al menos —indicó Naria —. ¿Habrá paz en el Imperio?

—Oh, no puede haber duda sobre ello —dijo rápidamente la phuri dai —. Cuando termina la guerra, siempre vuelve la paz.

—¿Y el nuevo emperador? ¿Será feliz su reinado?

—El nuevo emperador reinará en grandeza y prosperidad más allá de toda medida, y los mundos se regocijarán.

—¡Ah, vieja bruja gitana! —dijo Naria, casi con afecto —. Dices cosas que hacen que uno se alegre. Pero no nos dejamos engañar. El juego es tan viejo como tu. raza, ¿no? Diles a tus oyentes lo que desean escuchar, y toma su dinero, y deja que se marchen felices. Los tuyos han estado jugando a esto desde hace miles de años, ¿eh? ¿Eh?

—Estás equivocado, Vuestra Majestad. Las cosas que os he dicho no son necesariamente las cosas que vos deseabais oír.

—¿Que habrá paz? ¿Que nuestro reinado será glorioso? ¿Qué mejores profecías podías haberme ofrecido?

La phuri dai sonrió y no respondió, y una vez más su mirada vagó hacia distantes galaxias. Naria, sin dejar de observarla, pareció seguirla por un momento hasta allí. Hubo el sonido de más explosiones fuera del palacio, algún largo y ahogado trueno, como distante, y luego otro ruido. más cercano, seco y rápido y percusivo. Naria no dio ninguna señal de haberlos oído. Al cabo de un tiempo volvió su atención de nuevo hacia mí.

—¿Y bien, Yakoub? Ahora nos comprendemos enteramente el uno al otro, ¿no es así?

Periandros me había hecho la misma pregunta, recordé, el día que había subido la escalinata cristalina para mi audiencia con él en la plataforma del trono. Le di a Naria, sin vacilar, la misma respuesta que le había dado a su antecesor.

—Perfectamente, Vuestra Majestad —dije. Aunque lo dudaba tanto como la otra vez. Pero al menos a él le comprendía, mucho mejor de lo que nunca antes le había comprendido.

—Entonces no es necesario que sigamos hablando. Podéis iros. Cuando tengáis a Sunteil, regresad a nos.

¡Esto, dicho a un rey!

Increíble. Absolutamente increíble.

—Y entonces tendremos mucho de qué hablar —prosiguió —. El nuevo orden de las cosas, ¿eh? El emperador y el baro rom. Es nuestra intención hacer muchos cambios, a medida que el Imperio entre en la época de prosperidad y grandeza que la vieja phuri dai ha predicho. Y necesitaremos vuestra cooperación, ¿eh, Yakoub? Emperador y baro rom, trabajando juntos por el bien de la humanidad.

—Como siempre, Vuestra Majestad —dije, obsequioso.

—Bien. Vuestra primera tarea será traernos a Sunteil. Ninguna otra cosa importa hasta que hayáis hecho esto. Marchaos. Podéis iros.

Con un gesto grandioso —sí, imperioso—, nos indicó que saliéramos de la estancia.

—¿Puedes imaginar esto? —exclamó Polarca. Regresábamos a través de la destrozada ciudad. Sonaban sirenas, se oían disparos por todas partes al azar —. Te dice lo que tienes que hacer, y luego te dice que puedes irte. Un ligero signo de su dedo imperial. Despidiendo a un rey de la misma forma que despediría a un mozo de cuadras.

Habla cráteres de explosiones por todas partes. De tanto en tanto estallaba una bomba trazadora, cubriendo toda una zona de la ciudad con negras nubes que dificultaban toda comunicación. O una explosión, muy arriba en el aire, proyectaba lluvias de brillantes hilos metálicos dorados, como si aquello no fuese una guerra sino una especie de gran fiesta pirotécnica.

—Rey, mozo de cuadras…, todo eso significa muy poca diferencia para mí, Polarca —dije.

¡Menos que un mozo de cuadras! ¡Tú ni siquiera le hablarlas de este modo a un mozo de cuadras!

—No, no lo haría —reconocí —. Pero yo no soy Naria.

Los hilos eran racimos de psicosensores: dispositivos de espionaje, registrando todo tipo de información mientras flotaban en medio del aire. ¿Pequeños espías de Sunteil? ¿De Naria? ¿Quién podía decirlo? Quizás eran los dobles de los generales del doble de Periandros los que habían ordenado lanzarlos.

Y los estandartes celestes de los tres emperadores seguían brillando como auroras sobre nuestras cabezas. Y en el horizonte, también, la brillante lanza de luz púrpura que era la marca del baro rom le decía a todo el mundo que ese gran personaje residía en la Capital en aquellos momentos. Lo cual estaba empezando a desear fervientemente que no fuera el caso.

Polarca seguía echando humo. No podía apartar su mente de aquello.

—¿No te sientes furioso de ser tratado así, Yakoub?

—¿Furioso? ¿De qué sirve ponerse furioso? ¿Lo hará eso más cortés? Naria se comporta como Naria.

—El muy bastardo. El muy cerdo.

—Si permitiera dejarme ganar por la furia —dije —, perdería de vista el formidable adversario que es.

—¿Crees realmente que lo es?

—¿Puedes dudarlo?

—Sólo es un muchacho arrogante, hinchado con su propia importancia. ¿Qué edad tiene? ¿Cincuenta años? ¿Sesenta? Ni siquiera eso. Sentado ahí en esa caja de cristal, exhibiéndose como la maravilla de las galaxias. Llamándose e sí mismo «nos» y dando órdenes a los reyes. Actuando así para hacernos saber lo importante que es. Jugando contigo, tirando de ti de la nariz. Me sorprende que lo hayas permitido, Yakoub.

—Es el emperador —le recordé.

—¿Ese alcahuete? ¿Ese mequetrefe? ¿Tú llamas a eso un emperador?

—Posee el palacio y el ejército —señalé —. Y muy pronto va a empezar el trabajo de consolidar su poder. Periandros está muerto, y Sunteil, que todo el mundo pensaba que iba a tender la mano y agarrar el trono como si fuera una fruta madura en el momento en que el Decimoquinto rindió su alma, echa a correr y se esconde. Y Naria sabe cuántos dobles de Periandros hay; sabe que Sunteil vino a visitarnos en secreto esta madrugada. Creo que necesitamos tratarlo como si fuera realmente el emperador, Polarca.

—¿Qué piensas hacer, entonces? ¿Lo reconocerás? ¿Y qué hay de Sunteil?

—¿Qué hay de Sunteil? —pregunté a mi vez.

—Él, al menos, pretende tratar con nosotros como iguales. Naria nos trata como perros.

—¿Prefieres los fingimientos?

—Vivimos de fingimientos —dijo Polarca —. Y fingimos que los gaje nos respetan, cuando sabemos que simplemente nos temen, porque nos necesitan, porque dependen de nosotros. Pero el fingimiento del respeto sienta mucho mejor que la realidad del desprecio. Me gusta mucho más el estilo de Sunteil que el de Naria.

—A mí también —dije —. Pero puede que no tengamos elección.

—¿Vas a entregarle Sunteil a Naria como pide?

Me encogí de hombros.

—No lo sé, Polarca. No es una idea que me seduzca mucho.

Nuestra caravana de coches se detuvo. Estábamos en el palacio del rey rom, en la Plaza de las Tres Nebulosas. De pronto sentí un profundo deseo de estar a solas. Por un instante casi deseé hallarme de vuelta en el blanco y resplandeciente Mulano, acuclillado junto al glaciar Combo, intentando atrapar un pez especia turquesa con una red de vibraciones. Lejos de todo aquello, lejos de todos, las malas lenguas, las clamorosas ambiciones, los planes asesinos, el ruido, la sangre, la idiotez.

Chorian acudió corriendo a recibirme. Estaba agitado: una bomba de implosión había estallado en la puerta contigua al palacio hacía media hora. Señaló hacia las paredes del edificio: grandes y feas grietas corrían del suelo al techo. Aquellos lunáticos no se sentirían satisfechos, pensé, hasta que hubieran destruido toda su absurda Capital. Bien, que lo hicieran. Que lo hicieran. Las ciudades de la humanidad son cosas temporales. Dejemos que todo se derrumbe, pensé. Dejemos que los gaje arruinen todos los mundos. Y luego nos alzaremos de entre ellos y regresaremos a la Estrella Reman¡ para vivir en paz. Tan pronto como recibamos la llamada.

Tan pronto como recibamos la llamada.

Chorian intentaba decirme que debía abandonar inmediatamente la Capital, mientras aún partían las astronaves; que debía regresar a Galgala y aguardar la resolución de la guerra civil imperial en una relativa seguridad.

—No hay seguridad en ninguna parte —le dije —. Me quedaré aquí.

Todos me rodeaban, burbujeando con consejos conflictivos. Los despedí a todos y fui a mi suite privada, mi único refugio en aquel maremágnum, Necesitaba descansar, pensar, sopesar alternativas. Pero ni siquiera allí podía estar a solas.

Apenas me había acomodado cuando la figura familiar del espectro de Valerian apareció flotando a través de la pared. Llevaba un magnífico atuendo de piel de pelo roja ribeteado de armiño, y siseaba y crepitaba con la suficiente intensidad eléctrica como para iluminar medio planeta. Derivó erráticamente en medio del aire a la auténtica manera Valerian, flotando hacia uno y otro lado.

No sentí ninguna alegría al verle.

—¿Tú? ¿Aquí? —fue lo mejor que pude decir como saludo.

—Tenía que venir. Aunque tú no me quisieras aquí. Necesitas salir inmediatamente de este lugar, Yakoub. Este planeta no es seguro.

—¿Y tú me lo dices?

—Por el amor de Dios, va a estallar aquí una guerra en cualquier momento, Yakoub. ¿Quieres que te maten? Esos locos bastardos gaje van a bombardearse los unos a los otros hasta aniquilarse.

—Estás fuera de fase, Valerian. La guerra ya ha empezado. Mira, ¿no ves las grietas aquí, en la pared? Una bomba de implosión al otro lado de la calle, hace media hora.

—Será mucho peor. Estoy intentando advertirte.

—De acuerdo. ¿Qué es lo que va a ocurrir?

—Todos van a morir, Yakoub. Márchate cuando aún puedes. Llévate a todo el mundo contigo. Escucha, sólo estoy a dos semanas de distancia de ti en el futuro. Eso es todo, dos semanas, y en esas dos semanas el infierno se desencadenará en la Capital. Ni siquiera estoy seguro de lo que va a ocurrir. Vine inmediatamente, tan pronto supe lo que se preparaba. Tienes que irte. Ahora.

—No eres el primero que me dice esto hoy.

—Bien, quizá sea el último, si no te marchas rápido.

vas a marcharte, Valerian —dije cansadamente —. Ve a espectrar a Megalo Kastro, ¿quieres? A Iriarte. Atlantis. Necesito estar a solas por un tiempo. Necesito pensar detenidamente las cosas.

—Yakoub…

—Vete. Vete. ¡En el nombre de Dios, Valerian, déjame tranquilo!

Me lanzó una larga mirada de reproche, agitando tristemente la cabeza. Y luego se fue. Dejándome atrás su sisear, dejándome atrás su crepitar. No en la habitación, sólo en mi cerebro. Empecé a darme cuenta de que me acercaba al nivel de sobrecarga.

Un buen baño caliente, pensé…, un sueño…, una botella o dos de coñac…, un poco de tiempo para mí mismo…

Había tanto que decidir. ¿Abandonar la capital como Chorian y Valerian me urgían, y dejar a los lores gaje que hicieran lo que quisieran entre ellos? ¿O quedarme, y seguir intentando modelar los acontecimientos? ¿Coger a Sunteil, y entregárselo a Naria? ¿O enviar aviso a todos los pilotos estelares roms en todas partes de que las naves no debían moverse en tanto que Naria ostentara el trono, como Sunteil me había pedido? ¡Ah, Mulano, Mulano! ¡Paz! ¡Tranquilidad! ¡Soledad!

Hubo un estallido colosal justo fuera del palacio. Todo el edificio tembló, y pensé que iba a derrumbarse; pero de alguna forma se mantuvo fume.

—¿Yakoub? ¡Oh,Yakoub!

¿Y ahora qué? Cené los ojos, y de pronto sentí la presencia de todos los reyes gitanos agitándose de nuevo dentro de mí, toda la horda, empujándose y dándose codazos para llamar mi atención. Ilika con su barba roja, y el pequeño Chavula, y Cesaro o Nano, y todos los demás, reyes de los desaparecidos reinos roms y reyes de los dominios aún por nacer, algunos susurrándome, otros gritándome. Me contaban historias del pasado y del futuro, me llenaban con visiones de glorias desaparecidas y glorias aún por venir, pero todos me hablaban a la vez, y me resultaba imposible comprender nada. Sus ojos estaban muy abiertos, sus frentes brillaban de sudor. Les supliqué que me dejaran en paz. Pero no: se volvían más y más apasionados, daban vueltas y vueltas en torno mío, tiraban de mis mangas como mendigos, diciéndome esto y aquello y esto y aquello, cosas incomprensibles, hasta que al final estuve a punto de aullar y rugir presa de una loca angustia.

—¿Yakoub? —dijo una voz familiar, a través de todo el estruendo —. ¡Yakoub, escúchame!

Mi voz. Mi propia voz espectral, introduciéndose en la habitación.

Miré a mi propio rostro. Parecía extrañamente transformado, sorprendentemente distinto del rostro que había contemplado durante toda mi vida. Algo en sus ojos, sus mejillas, incluso su bigote. Un Yakoub mucho más viejo, un Yakoub anciano, un Yakoub que reflejaba finalmente todos sus años: aún fuerte, aún vigoroso, en absoluto un cadáver viviente como el que había creado Sunteil para si, pero sin embargo un Yakoub que había cruzado evidentemente una gran distancia en el tiempo. Lo cual me dijo algo que me trajo consuelo en aquella hora de locura, y que era que aún tenía un largo camino ante mí.

Ese otro Yakoub tendió una mano hacia mí, y su mano espectral descansó sobre mi muñeca como si quisiera mantenerme en mi sitio. Su rostro estaba muy cerca del mío; sus ojos me escrutaron profundamente.

—¿Ha estado ya aquí Valerian? ¿Para decirte que te marches?

Asentí.

—Hace cinco minutos. Diez quizá.

—Bien. Bien. Temí llegar demasiado pronto. Escúchame, Yakoub. Valerian no comprende nada. Viene de apenas dos semanas en el futuro, ¿y qué infiernos significa eso? Es demasiado pronto para saber toda la historia. Se equívoca al querer que abandones la Capital. Tienes que quedarte. ¿Me oyes, Yakoub? Quédate aquí, no importa lo que ocurra. Es absolutamente esencial que permanezcas en la Capital. ¿Me comprendes?

Me pulsaba la cabeza. Tenía la impresión de haber cumplido seis mil años. Un baño caliente, una botella de coñac…, dormir…, dormir…

—¿Me has oído, Yakoub?

—Sí. Sí. Quedarme… en… la… Capital…

—Exacto. Dilo de nuevo. Quedarte en la capital, no importa lo que ocurra.

—Quedarme en la Capital. No importa lo que ocurra.

—Muy bien. Exacto.

Desapareció. Una tremenda explosión sacudió el edificio. Otra. Y otra. Corrí a la ventana. El cielo estaba en llamas. Y contra las flotantes lenguas de fuego, los estandartes celestes de los tres emperadores rivales se agitaban y llameaban.

Me sentí atrapado en un remolino. El sonido de la guerra allá fuera me llegó una y otra vez. El mundo se estaba despedazando, y yo también. Intenté mantener el control, pero era imposible. Giraba descontrolado. Alguna fuerza más allá de toda resistencia me estaba arrastrando fuera de mí mismo. Me enviaba proyectándome como un puñado de átomos dispersos a las turbulentas tempestades del espacio y el tiempo…

Girando…, girando…

Era como la primera vez que espectré. Sentí que mi alma se escindía en dos.

Загрузка...