Cinco: EN LA BOCA DEL LOBO

¿Qué había hecho este profeta? ¿Qué nos había dicho, ante todo, de hacer? Nos había dicho que rechazáramos todo consuelo —dioses, patrias, moralidades, verdades— y, retirándonos a la soledad, sin usar nada más que nuestra propia fuerza, empezáramos a modelar un mundo que no avergonzara nuestros corazones. ¿Cuál es el camino más peligroso? ¡Es el que deseo seguir! ¿Dónde está el abismo? ¡Allá hacia donde me encamino! ¡Cuál es la alegría más valiente! ¡Asumir la completa responsabilidad!

—Kazantzakis

1

Pese a la afirmación de Bibi Savina hubo una enorme agitación. Se me acercaron en grupos de dos y tres, intentando hacer que cambiara de opinión. Piensa en los riesgos, dijeron. Piensa en el peligro. Piensa en la pérdida para nuestro pueblo si Shandor te causa algún daño, Yakoub. Piensa en esto, piensa en aquello. Eres indispensable, me dijeron. ¿Cómo puedes simplemente ponerte así en manos de Shandor?

Es mi hijo, dije. No me hará ningún daño.

Polarca me dijo simple y llanamente que estaba loco. Nunca lo había visto tan exasperado. Bufó, rabió, amenazó con renunciar a su cargo. Le señalé que en estos momentos no tenía ningún cargo del que pudiera renunciar. No le hizo ninguna gracia. Empezó a espectrar de un lado para otro casi incontrolablemente, saltando a través del espacio y del tiempo de una forma absolutamente histérica. Estaba sumido en un absurdo frenesí. Pensé que iba a empezar a echar espuma por la boca.

La persona del rey es sacrosanta, insistí. Incluso Shandor reconocerá eso, cuando llegue ante él en Galgala.

Valerian quería ir a Galgala en mi lugar y terminar con la usurpación de Shandor por la fuerza. Reuniría toda su flota pirata y descendería sobre él y avanzaría hasta su palacio y lo echaría del trono. Biznaga hizo notar la improbabilidad de aquello, preguntando si Valerian creía seriamente que Shandor iba a dejarle llegar a un año luz de distancia de Galgala con sus naves. A la primera señal de su aproximación, sugirió Biznaga, Shandor comunicaría simplemente al gobierno imperial que el famoso pirata Valerian estaba en las inmediaciones, y una armada del Imperio le estaría aguardando cuando llegara.

Biznaga me pidió también que no fuera: calmadamente, discretamente, con su mejor manera diplomática. Jacinto y Ammagante, lo mismo. Damiano fue más vehemente, y bufó y gruñó casi como Polarca. Se habló de buscar a uno o dos de mis otros hijos, allá donde pudieran estar —mis hijos se hallan esparcidos por todo el universo, Dios sabe dónde—, y traerlos a Xamur para que razonaran conmigo. O para enviarlos a su hermano Shandor como embajadores míos. Pero tampoco iban a conseguir gran cosa de él. Alguien, he olvidado quién (y mejor así), sugirió apelar al viejo emperador y pedir su ayuda para deponer a Shandor, la cosa más risible que jamás haya oído. Y así seguimos varios días. Los únicos aliados que tenía eran Thivt y Bibi Savina. Y posiblemente Syluise, aunque se mantenía reservada como siempre, sin intervenir en ninguna de las discusiones, y no era fácil saber de qué lado estaba. Pero miraba a sus fríos ojos azules y creía hallar apoyo en ellos. A su remota e insondable manera, parecía estarme diciendo: Haz lo que te plazca, acepta los riesgos, obtendrás tu recompensa.

Así que simplemente les mentí. Tranquilos, les dije, sé lo que estoy haciendo. Todo está escrito en el libro del futuro, y todo irá bien.

De alguna forma, aquello zanjó la cuestión. Les dejé que creyeran que había recibido alguna especie de información privilegiada procedente del futuro: un espectro amable, posiblemente el mío, había acudido a mí y me había hecho saber, en su habitual y oblicua forma espectral, que mi jugada había obtenido resultados a lo largo de la línea, que de hecho Shandor se había echado atrás cuando se había encontrado frente al vivo y legítimo Rey de los Roms, que sería restituido al trono y pronto estaríamos viajando de nuevo por el sendero hacia la Estrella Romani. Y se lo tragaron.

Pero la verdad era que mis espectros se mantenían a distancia. A veces veía un pequeño parpadeo con la comisura del ojo que podía ser algún espectro flotando cerca, pero nunca estaba seguro de ello. Eso hubiera podido preocuparme, si hubiera permitido que me preocupara. Me dije a mí mismo que la razón de que no estuviera captando espectros era porque estaba siendo probado, mi resolución, mi valor: aquellos que podían haber espectrado hasta mí, incluso mi propio yo, estaban haciendo que pasara por todo aquello sin ninguna ayuda. Me hallaba a mis propios recursos. Bien, eso era correcto. Simplemente avanzaría hacia el futuro a una velocidad de un segundo por segundo, sin el menor indicio de lo que iba a suceder, lo mismo que todo el mundo. Shandor era un loco, pero había lógica en mi estrategia, y tenía la sensación de que en definitiva no podía ocurrirme nada malo. Pese a todo, sin embargo, hubiera sido agradable recibir alguna pequeña visita de algún futuro yo mío, sólo un pequeño y rápido destello tranquilizador, el guiño de un ojo, durante aquellos días en que estaba preparándome para meterme en la boca del lobo.

2

Así pues, llegamos finalmente a un acuerdo. En realidad, no puedes discutir con un rey cuando éste ha tomado su decisión. Iría a Galgala, me enfrentaría a Shandor, y luego, bien, ya veríamos lo que ocurría después de eso. Sólo hice una concesión a los temores de mis amigos. Mi plan había sido ir a Galgala solo, pero Damiano me convenció que llevara conmigo a Chorian como escolta. Chorian era, después de todo, un servidor del Imperio, y Shandor se lo pensarla dos veces antes de poner sus violentas manos sobre él, independientemente de lo que deseara hacerme a mí.

Podía ver una cierta lógica en aquello. Chorian podía ir a Galgala conmigo. Pero pese a todo dejé bien claro que iba a ir a presencia de Shandor solo, sin escolta, sin cubrirme tras el escudo del Imperio y de un jovenzuelo aún mojado con la leche de su madre. Y no les permití que siguieran discutiendo más sobre el asunto.

Básicamente, soy un hombre cauteloso. Nadie llega a vivir tanto como yo siendo temerario. Mi padre grabó en mí las Tres Leyes y la única Palabra cuando era muy joven, y el hecho de que haya sobrevivido tanto tiempo debería ser prueba suficiente de que al menos en eso fui un buen estudiante. Aquellos que viven según el sentido común, me enseñó mi padre, son justos a los ojos de Dios. Y está bien así. Jamás viviría de otro modo. De todos modos, existe el sentido común y el sentido común, y algunos tipos de sentido común poseen más sentido que otros. He descubierto una y otra vez que las convencionales formas «seguras» de actuar y hacer las cosas son a menudo locamente peligrosas. Y lo que parece una locura imposible a los ojos de la gente convencional es en realidad el único camino razonable que se puede tomar.

Por ejemplo, aquella vez cuando estaba viviendo en esclavitud en Alta Hannalanna. ¿Creen ustedes que el sentido común posee algún valor en un lugar como Alta Hannalanna? Allí el sentido común me hubiera matado inmediatamente, eso es lo que hubiera hecho el sentido común.

¡Qué asqueroso y horrible planeta era aquél! ¡Cómo llegué a detestarlo, cómo sufrí, cómo me revolqué en la miseria! Maldije un millar de veces al día el alma de Pulika Boshengro, que me había enviado allí a la esclavitud para librarse de mí tras derrocar a su hermano, mi amado mentor y padre adoptivo, Loiza la Vakako. Aquel planeta hubiera podido ser el fin para mí, si no hubiera estado dispuesto a correr un loco riesgo.

Me embarcaron hasta allí, como ya saben, por relé de tránsito. Fue mi primera experiencia en aquel decepcionante modo de viajar, y fue como una pesadilla para mí, aquellas horas y semanas y quizás incluso meses —¿quién puede decirlo?— prisionero en mi pequeña esfera de fuerza, mientras recorría a gran velocidad toda la galaxia. Rugí y grité hasta que tuve la impresión de que mi garganta quedaba en hilachas, y, mientras, el viaje siguió y siguió. Allí colgué, suspendido entre la vida y la muerte. Por segunda vez en mi vida llevaba la marca de esclavo en mi frente, y no había forma de que pudiera borrarla de allí, ni siquiera arrancándome la piel. Me sentía impotente. Tenía, creo, veinte años, quizá veinticinco, más o menos. Todo me parece igual ahora desde esa distancia. De todos modos, era muy joven. Mi vida apenas había empezado y ahora parecía a punto de acabar. Cuando había sido un bebé en mí cuna la vieja y sabia arpía había acudido a mí y me había susurrado grandes profecías de reinado y gloria, ¿y dónde habla ido a parar todo aquello? El pequeño niño gitano en Vietoris, el esclavo mendigo en Megalo Kastro, el paleador de mierda de caracol en Nabomba Zom: ¿era eso la gloria? ¿Era eso el reinado? De acuerdo, durante un tiempo, poco antes de esta nueva desgracia, había vivido una vida de gran privilegio, cuando me convertí en el heredero del regio Loiza la Vakako. Fui el futuro esposo de su encantadora hija. El agradable mundo de Nabomba Zom sería un día mi dominio. Y luego, repentinamente, todo me había sido arrancado de las manos y ahora era de nuevo un esclavo, metido en una esfera del relé de tránsito y viajando hacia ninguna parte, camino de un mundo tan terrible que ni siquiera Loiza la Vakako había sido capaz de describírmelo…

No recuerdo mi aterrizaje en Alta Hannalanna. Debió haber sido bastante malo, sin embargo. Había vivido en mi esfera del relé de tránsito durante tanto tiempo que había llegado a convertirse en un seno materno para mí, y cuando fui arrojado a la superficie de aquel asqueroso planeta creo que la impresión me alejó por un tiempo de mi cordura. Lo primero que puedo recordar es permanecer acuclillado, casi apoyado sobre mis rodillas, con la cabeza baja, sudando y sollozando y temblando, mientras un hombre alto con un uniforme gris me clavaba una y otra vez una porra en los riñones. No sabía quién era. Ni siquiera sabía quién era yo.

—Levántate —me dijo —. Esclavo.

El aire era bochornoso y húmedo, y el mundo se estremecía como un trampolín bajo mis pies. No lo estaba imaginando. No se trataba de una superficie sólida, sino de un asombrosamente grotesco entramado de lianas entrelazadas, amarillentas como caucho, gruesas como el muslo de un hombre, que se extendía de horizonte a horizonte. La textura de las lianas era áspera y pegajosa, con protuberancias y gibosidades por todas partes. Se estremecían como las cuerdas de un violín. Creí poder sentir el planeta respirar bajo ellas, pesadas y gruñentes exhalaciones que ponían las lianas en movimiento, y luego largas, lentas y suspirantes inspiraciones. Caía una lluvia densa y pegajosa. La gravedad era muy ligera, pero no había nada vigorizante en ello; simplemente hacía que todo pareciera más inestable aún. Me sentí enfermo y mareado.

—Arriba —dijo de nuevo el vigilante, y me clavó otra vez la porra sin la menor piedad.

Me condujo a bordo de un extraño tipo de vehículo que no tenía ruedas, sino unas peculiares patas como de araña que terminaban en enormes abrazaderas con una forma burdamente parecida a la de unas manos. Avanzó a través de la superficie de Alta Hannalanna como alguna especie de insecto gigante, sujetándose y luego soltando los hilos de las lianas planetarias. A su debido tiempo llegó a un lugar donde las lianas se separaban para crear un enorme y oscuro agujero, y se metió en él, y descendió y descendió y descendió, hasta que estuve en algún lugar muy profundo en las entrañas del planeta.

No iba a ver de nuevo la superficie de Alta Hannalanna durante meses. No era que sintiera muchos deseos de estar ahí arriba, porque todo el conjunto del lugar no es más que un impenetrable laberinto de aquellas traicioneras lianas pegajosas; un velo de densas nubes grises oculta perpetuamente el sol; y la lluvia nunca cesa, ni siquiera por un momento. Pero ahí abajo es aún peor. Todo no es más que una gran masa sólida esponjosa, de centenares de kilómetros de grueso. La recorren anchos túneles de bajo techo, cruzándola y volviendo a cruzarla. Las paredes de esos túneles son húmedas y rosadas, como intestinos, y están iluminadas por una especie de enfermiza fosforescencia, un débil resplandor que rompe la oscuridad sin dar alivio a los ojos. Todo el planeta es así, de polo a polo. Más tarde supe que el esponjoso subsuelo de Alta Hannalanna es la subestructura de las lianas, su sustancia madre, una gigantesca masa de materia vegetal que engloba completamente el planeta. Las lianas que brotan de ella son sus órganos alimenticios. Le proporcionan humedad y, exponiéndose a la brumosa luz de la superficie, permiten alguna especie de proceso de fotosíntesis que tiene lugar debajo. Al parecer todo el conjunto es un enorme organismo de tamaño planetario, el equivalente vegetal al mar viviente de Megalo Kastro. La auténtica superficie de Alta Hannalanna se halla enterrada en algún lugar debajo de aquella masa, muy en las profundidades. Aparece en las sondas sonar, una capa subyacente de roca sólida, pero nadie ha visto nunca ninguna razón para perforar lo suficiente como para llegar hasta ella.

¡Por Dios, es un lugar horrible! Enrojezco al pensar que fue un rom quien lo descubrió, aquel gran viajero espacial gitano, Claude Varna, hace quinientos años. Hay que decir en su honor que Varna consideró que aquel horror no merecía un ulterior examen; pero algo en su informe despertó la curiosidad de un biólogo empleado en una de las enormes compañías comerciales gaje un siglo más tarde, y fue organizada una segunda expedición. Y ésa lo descubrió.

Los túneles están habitados. De hecho, los túneles fueron creados por sus propios habitantes. Porque no son más que colosales gusaneras, excavadas por enormes y blandas criaturas aplanadas cuyos cuerpos miden tres veces la anchura de un hombre y se extienden por longitudes inconcebibles. Lentamente, pacientemente, esas cosas han estado devorando su camino a través del mundo subterráneo de Alta Hannalanna desde el principio de los tiempos. Son meras máquinas de devorar, sin mente, implacables. Digieren lo que devoran y lo excretan como un lodo fluido que se desliza formando ríos tras ellos, para ser reabsorbido gradualmente por las paredes del túnel.

Hay otras formas de vida en esos túneles, comparativamente insignificantes en tamaño, que viven como parásitos en los grandes gusanos o en la materia vegetal que los rodea. Una de ellas es una especie de insecto, una criatura del tamaño de un perro grande con un salvaje pico y enormes y resplandecientes ojos verde dorados, de aspecto repelente. A causa precisamente de esas criaturas pasé dos años de mi vida en terrible tormento en los túneles de Alta Hannalanna.

Los insectos viven dentro de los gusanos. Utilizan sus picos para inyectar sus jugos gástricos en los gusanos, y de hecho excavan túneles en sus cuerpos, alimentándose de sus tejidos y depositando al mismo tiempo sus huevos. Por enormes que sean los gusanos, supongo que finalmente terminarían completamente consumidos por esos pequeños monstruos que anidan en sus cuerpos si no fueran capaces de defenderse. La defensa de los gusanos es de naturaleza química: cuando es consciente de que ha sido penetrado —y pueden transcurrir años antes de que la noticia llegue a sus cerebros—, el gusano segrega una sustancia que rezuma hacia la zona de irritación y hace que sus tejidos se endurezcan hasta convertirse en una masa pétrea. Así forma un quiste en torno al invasor, que se ve atrapado hasta que muere de inanición. El material pétreo que forma esos quistes es de un intenso color amarillo lustroso, suave al tacto, y puede ser pulido hasta adquirir unos maravillosos reflejos. En el comercio estelar se vende como jade de Alta Hannalanna, aunque en realidad se parece más al ámbar. Y alcanza precios exorbitantes.

El asqueroso trabajo de recoger este jade me fue enseñado por uno de mis compañeros esclavos, un hombre delgado de pelo blanco llamado Vabrikant. Era nativo de uno de los mundos de Sempitern; decía que llevaba cinco años en Alta Hannalanna; y me miró con una expresión de tan abrumadora piedad cuando fui puesto en sus manos para recibir mi instrucción que sentí que mi alma se agostaba.

Me tendió en silencio las herramientas: una especie de curvada cimitarra, un pico, una cosa con dos garfios provista de resorte.

—De acuerdo —dijo —. Ven conmigo.

Salimos juntos del dormitorio de los esclavos, una antecámara ovalada donde confluían varios túneles. El camino se estrechó rápidamente y el techo se hizo más bajo, hasta que tuvimos que andar con las rodillas dobladas. Aunque apenas había la luz suficiente para ver, Vabrikant avanzaba de intersección en intersección con la facilidad de quien está familiarizado desde hace mucho tiempo con el entorno. La atmósfera era húmeda y opresiva, y el aire tenía un dulzor que producía náuseas.

Avanzamos durante horas. No podía llegar a comprender cómo podríamos encontrar el camino de regreso. De tanto en tanto Vabrikant se detenía y cortaba un pedazo de la pared del túnel para llevársela a la boca. La primera vez que me ofreció un trozo lo rechacé, y se encogió de hombros; pero más tarde dijo:

—Tienes que comerlo. Es todo lo que vas a recibir hoy.

Di un cauteloso mordisco. Era como comer una esponja; pero quedaba un débil residuo de mohoso sabor, y los retortijones del hambre que había estado sintiendo se vieron apaciguados al menos por un rato.

Vabrikant sonrió.

—Es mejor que morirse de hambre, ¿no crees?

—No mucho.

—Te acostumbrarás a ello. Eres gitano, ¿verdad?

—Rom, sí.

—Conocí a un gitano una vez. Una mujer. Muy dulce. La cosita más hermosa que nunca haya conocido: ojos oscuros, el pelo más negro que hayas visto jamás. Quería casarme con ella, eso es lo que sentía hacia ella. La perseguí a lo largo de seis mundos. Siempre fue amable conmigo. Pero acabó casándose con uno de los suyos.

—Raras veces nos casamos fuera de nuestra raza —dije.

—Eso descubrí. Bien, ahora no tiene ninguna importancia, supongo. Estoy en este jodido lugar para el resto de mi vida. —Se enderezó ligeramente, olisqueó, asintió —. Ven conmigo. Ya casi hemos llegado. —Agitó la cabeza —. Pobre muchacho. Embarcado hasta aquí, tan joven. Seguro que hiciste algo realmente horrible para ser enviado a Alta Hannalanna.

—Yo…

—No. No me digas lo que fue. Nunca hablamos de lo que nos trajo hasta aquí. —Señaló hacia delante —. Mira hacia allá, chico gitano. Mierda de gusano. Lo hemos alcanzado.

Vi efectivamente un riachuelo de un líquido de color pálido que avanzaba hacia nosotros por el suelo del túnel, los excrementos de gusano que iba a terminar conociendo muy bien. Pronto estábamos avanzados hundidos hasta los muslos en aquella sustancia, resbalando a cada paso. Vabrikant apuntó el foco de su casco al frente. El corredor estaba cegado por la parte trasera de un gusano.

Llegamos hasta él. Llenaba el túnel casi de pared a pared, de modo que tuvimos que avanzar de lado, con la espalda apretada contra la pared; e incluso así, apenas teníamos espacio para movernos. Nos arrastramos avanzando a lo largo de lo que parecieron ser kilómetros, tan agachados que tuve la impresión de que mi espalda iba a partirse. El hedor de los fluidos del gusano me produjo al principio arcadas, pero luego empecé a acostumbrarme a él. Su cuerpo era blando, casi mantecoso. Hubiera resultado fácil clavar mi mano en la elástica piel, hundirla profundamente en su carne. Vabrikant no dijo nada durante casi media hora. Luego se detuvo y me dio unas palmadas en el hombro.

—¿Lo ves? La luz de jade.

—No veo nada…

—Ahí. El fuego amarillo.

Sí. La piel del gusano parecía resplandecer justo delante de nosotros, formando una especie de círculo más grande que yo. Cuando estuvimos más cerca vi la extraña transformación de la piel de la gigantesca criatura dentro de aquella zona: algo oscuro y duro era visible muy profundo, y a todo su alrededor había el intenso resplandor de la inflamación que Vabrikant llamaba la luz de jade. Nos pusimos a trabajar sin vacilar, golpeando el costado del gusano con el pico, abriendo su carne, luego usando la cimitarra para ampliar la incisión. Vabrikant insertó el artilugio con los dos garfios como una grapa. Con golpes firmes e iguales fue abriéndose camino hacia dentro. El gusano no pareció reaccionar a lo que estaba haciendo.

—El bicho está ahí dentro —dijo —. Esto es el jade, creciendo a su alrededor. Entra y tócalo con la mano.

—¿Ahí dentro?

—Adelante, muchacho.

Me arrastré al interior de la criatura y hundí el brazo en la estremecida incisión, hasta tocar algo duro y tan liso como el cristal. Era la pared del quiste que rodeaba al atrapado insecto parásito.

—Lo he tocado —dije —. ¿Qué hacemos ahora?

—Extraerlo. El único peligro es que el insecto no esté muerto. Si no lo está, puedes contar que se sentirá terriblemente hambriento y no de muy buen humor. Cuando abramos la pared lo más probable es que salte contra nosotros. Tiene un pico que es un infierno.

—¿Cómo sabremos si está muerto?

—Abriendo la pared —dijo Vabrikant —. Si no salta sobre nosotros, entonces es que está muerto. Si lo hace, entonces nos veremos en problemas. Perdemos una maldita cantidad de mineros de jade cada año.

Me lo quedé mirando. Pero se limitó a encogerse de hombros y se puso a trabajar.

Tomó media hora, trabajando con una perforadora y un escoplo, arrancar el quiste de jade de su matriz en la blanda carne del gusano. Cuando señalé que un cuchillo láser hubiera hecho el trabajo de una forma mucho más rápida me miró como si sintiera lástima de mí, como si yo fuera un subnormal.

—Eso es, que nos proporcionen lásers. Seguro que a los vigilantes les encantaría la idea. —Me sentí peor que estúpido. No sólo éramos esclavos, sino también prisioneros.

Esta vez la suerte estuvo con nosotros. El gusano había cumplido con su trabajo de autodefensa: cuando alzamos la losa de jade que Vabrikant había liberado vimos el cascarón del insecto en su interior, seco y vacío.

—Hay días en que casi espero que uno de ellos salte sobre mí y me mate —dijo —. Pero supongo que en realidad no lo deseo, o si no lo buscaría. Toma. Tira conmigo. —Agarró la parte interior del quiste de jade y lo liberó, dejando caer el cascarón del insecto muerto de vuelta a las profundidades de la carne del gusano. Mientras retrocedíamos, la herida estaba empezando ya a cerrarse; extrajimos nuestras herramientas justo a tiempo. Y el gusano siguió su camino.

Así era extraído el jade de Alta Hannalanna. Te arrastrabas interminablemente durante horas y horas por los húmedos túneles, buscando un gusano, escrutabas arriba y abajo toda la longitud de su enorme cuerpo en busca de la luz de jade que señalara un parásito atrapado, empezabas a cortar, y deseabas tener suerte. Horas de aturdidor aburrimiento aliviadas sólo por unos escasos minutos de terror, y seguidas de nuevo por horas de aburrimiento. Con aquel repulsivo hedor mareantemente dulzón en nuestras fosas nasales todo el tiempo. Y luego intentar hallar tu camino de vuelta al dormitorio. Vabrikant sabía encontrar siempre el camino, pero yo no siempre formaba equipo con él; a veces salía con hombres más jóvenes que no tenían más orientación dentro de los túneles que yo, y nos perdíamos, y luego, a medida que transcurría el tiempo, empecé a convertirme en el miembro veterano del equipo minero, porque constantemente llegaban nuevos esclavos, y entonces mi trabajo consistía en hallar el camino. A veces vagábamos durante días intentando regresar, y no había nada que comer excepto los pedazos que arrancábamos de las paredes del túnel.

Aproximadamente un gusano de cada tres llevaba un parásito enquistado. Quizás un parásito de cada tres estaba aún vivo cuando cortábamos el jade. Tenías que estar preparado para atacarlo con el pico si el insecto cargaba contra ti; por eso íbamos en parejas, uno para cortar, el otro para montar guardia. Pese a ello, morían constantemente esclavos. A veces te encontrabas con un parásito libre que vagaba por los túneles en busca de un gusano. Eso siempre era malo. Cargaban contra ti como demonios. Cuando conseguíamos hallar nuestro camino de vuelta al dormitorio tras llenar nuestra cuota de jade, el consuelo era escaso. Todo lo que hacíamos era descansar y meditar lúgubremente en nuestra suerte hasta que llegaba la hora de volver a salir. Era una existencia triste y desesperanzada. La vida en el dormitorio era tan taciturna que al cabo de poco empezábamos a desear salir de nuevo a los túneles. Hablábamos constantemente de escapar, de abordar de alguna forma una de las cápsulas del relé de tránsito que periódicamente se llevaban el jade para ser vendido. Para conseguir eso era preciso organizar un ataque contra los vigilantes que nos custodiaban cuando estábamos en la base. Los vigilantes eran también esclavos; nadie quería trabajar en un planeta como aquél por una paga, por espléndida que fuera; pero eran nuestros enemigos, y no había ninguna posibilidad de conspirar con ellos. Estaban armados con porras y látigos sensoriales, y nos contemplaban con desdén, como si fuéramos perros peligrosos. Normalmente las porras eran suficientes para mantenernos a raya, pero de tanto en tanto algún minero se volvía peligrosamente frenético. y entonces entraban en juego los látigos sensoriales. Aquellos que habían recibido sus latigazos no se arriesgaban una segunda vez. Pero yo lo hice.

3

Para evitar volverme loco espectré obsesivamente, compulsivamente, por todo el espacio y el tiempo, dando el gran salto cincuenta veces al día. A veces incluso lo hacía mientras estaba arrastrándome por los túneles en busca de un gusano, aunque se supone que uno no debe espectrar en circunstancias peligrosas porque desvía tu atención por una fracción de segundo, y eso a veces puede ser fatal. Quizá no me importara; quizá me sentía un poco suicida, o simplemente temerario. O quizá pensaba que si saltaba lo bastante a menudo, en alguna ocasión simplemente no regresara a Alta Hannalanna al final del viaje. Pero, por supuesto, las cosas no funcionan de este modo. Siempre regresas.

Mi presente era una pesadilla y mi futuro no prometía nada excepto más de lo mismo. Así que me dediqué a espectrar en mi propio pasado la mayor parte de las veces, una tortura especial, dulce y espinosa. Espectré a Nabomba Zom y me vi cabalgando con Malilini, y aquello me rompió el corazón. Pero mientras flotaba invisible por encima de aquella joven pareja feliz no me atreví a dejarme ver de ellos; recordé las advertencias de Loiza la Vakako acerca de interferir con el pasado, y temí hacer el intento, por mucho que lo deseara. Me dije a mí mismo que una palabra espectral mía la vigilia del fatal banquete de Loiza la Vakako podría salvar la vida de Malilini y librarme de aquel infierno de Alta Hannalanna, y sin embargo contuve mi lengua. ¿Una locura? Quizá. Pero mi miedo era aún más grande que mi dolor.

Espectré a Megalo Kastro, y me vi a mí mismo mendigando entre las gentiles y complacientes prostitutas. Me vi nadando para salvar la vida en aquel extraño océano. Fui más hacia atrás, a mi vida en Vietoris. Nunca había espectrado hasta tan lejos antes. Me vi de pie junto a mi padre en las laderas del monte Salvat, con la Estrella Romani brillando en el cielo.

Entonces deseé ver de nuevo a mi padre, averiguar cómo le habían ido las cosas después de que la compañía me vendiera como esclavo. Pero no pude encontrarle, pese a que vagué por Vietoris de extremo a extremo. Toda mi familia había desaparecido. Pensé que quizá me faltara algo en mis habilidades espectrales, que todavía no supiera todo lo que había que saber acerca de localizar a una persona en particular en el espacio y el tiempo. Eso era fácil de creer, que era culpa mía el que no pudiera hallar a mi padre por ninguna parte.

Me volví más osado. Fui a mundos que nunca había visto, Duud Shabeel, Kalimaka, Fénix, Clard Msat. Se convirtieron en reales para mí, y Alta Hannalanna pasó a ser sólo un sueño. Podía hallarme dentro de un gusano, cortando su carne, y entre un segundo y el siguiente desaparecer durante horas en Estrilidis, Iriarte, Xamur. Cuando regresaba, nada había cambiado: seguía aún a medio golpe de mi cimitarra. A veces volvía a marcharme en aquel mismo momento. Era tan fácil ir hacia atrás un centenar de años como retroceder un solo mes. Empecé a dar saltos más y más largos, yendo cada vez más hacia atrás, sin importarme las consecuencias.

Un día apelé a la fuerza espectral y partí sin detenerme a pensar a dónde iba. ¿Qué importaba? Cualquier lugar sería mejor que Alta Hannalanna. Se produjo la familiar desorientación y mareo, y luego me hallé contemplando un cielo azul, unas deshilachadas nubes blancas, un sol amarillo. ¿Qué lugar era aquél? Unos árboles bajos y de ancha copa con troncos amarronados y hojas verdes, y una pradera de densa hierba verde, y tiendas en la pradera, y hombres y mujeres reunidos en torno a un enorme caldero. Los hombres llevaban chalecos afelpados, pantalones de montar de terciopelo, largas capas negras, relucientes botas que llegaban casi hasta sus rodillas. Las mujeres llevaban vestidos sueltos de satén abiertos por arriba mostrando amplios escotes, chales de colores, turbantes emplumados. Tres o cuatro de los más jóvenes cantaban y tocaban las panderetas. Los hombres daban palmadas y seguían el ritmo con los pies. Un enorme animal marrón de colgante piel, atado a un poste, bailaba también, de una forma cómica, bamboleándose a uno y otro lado sobre sus recias y potentes patas traseras. Supe inmediatamente dónde estaba, y el conocimiento me asombró. ¿En qué otro sitio sino en la muerta y perdida Tierra? ¿Qué otros podían ser aquella gente sino un grupo de gitanos viajeros? ¡Qué hermosos eran, qué vitales y apuestos! Floté por todo su campamento, escuchándoles gritarse unos a otros en un idioma que sólo podía comprender a retazos pero que sin la menor duda era una forma antigua del romani, y sentí una alegría y una maravilla que me liberaron por completo de mi miseria y me lanzaron a una profunda exaltación.

Ahora que sabía que podía espectrar hasta tan lejos en el tiempo como hasta la Tierra, fui allí muchas veces, con la esperanza de encontrar de nuevo a mi pueblo. Y lo hice muy a menudo; pero transcurrió mucho tiempo antes de que viera de nuevo aquella alegría. En vez de ello, los vi cobijándose en destartalados cobertizos bajo una lluvia glacial, sin nada más sobre sus cuerpos que viejas y raídas ropas. Les vi hacinados en prisiones, viviendo una miserable vida en escuálidas chozas de madera mientras gruñentes alguaciles caminaban entre ellos agitando sus látigos. Los vi viviendo de raíces y ramas en el bosque. Los vi avanzando por secos y polvorientos caminos, mirando temerosamente hacia atrás por encima de sus hombros. Vi sus oscuros ojos atisbando a través de alambradas de espinos. Una y otra y otra vez regresé a la Tierra y busqué a mi gente, y allá donde la encontré siempre la hallé sufriendo y hambrienta. Así supe que para los roms la vieja Tierra había sido Alta Hannalanna todo el tiempo, viviendo como extranjeros sin hogar, despreciados y hambrientos entre los indiferentes gaje. Fue entonces cuando nació en mí la resolución de dedicar el resto de mi vida a remediar aquel antiguo error, a terminar finalmente con los años de incesante errar. Llevaría a mi pueblo de vuelta a casa, a la Estrella Romani.

Pero primero tenía que librarme de aquel horrible lugar donde estaba atrapado.

4

Un día trajeron a Vabrikant terriblemente herido de vuelta de los túneles. Había salido un par de días antes con un novicio, un muchacho de largas piernas de Darma Barma —para eso era para lo que utilizaban casi siempre a Vabrikant, para entrenar novicios—, y esta vez había sido o imprudente o demasiado lento, o simplemente se había descuidado, y cuando abrió el quiste el insecto estaba aún vivo y aguardando. Saltó sobre él, y le había abierto el vientre de lado a lado con un solo golpe de su pico.

Debo decir en su honor que el muchacho de Darma Barma hizo todo lo que pudo: luchó con la cosa y la mató, y desanduvo todo el camino hasta el dormitorio llevando a Vabrikant en sus brazos, pese a que él también había resultado seriamente herido. Un par de vigilantes acudieron a ver lo que había ocurrido. Vabrikant era un horrible espectáculo, medio muerto ya. Estaba inconsciente, respiraba con dificultad, y tenía la boca blandamente abierta. Sus ojos estaban abiertos, pero parecían como dos cuentas de cristal. Los vigilantes lo estudiaron unos instantes, se encogieron de hombros y se fueron.

Probablemente lo más compasivo hubiera sido ayudarle a morir lo antes posible, pero yo era demasiado joven para comprender aquello. Fui corriendo tras los vigilantes y grité:

—¡Hey! ¿Vais a dejarlo simplemente así?

Uno de ellos ni siquiera giró la vista. El otro se volvió y me contempló, incrédulo. Nadie allí hablaba a los vigilantes a menos que ellos te hablaran primero.

—¿Has dicho algo?

—Todavía está vivo. Le duele. Por el amor de Dios, ¿no vais a hacer nada por él?

—¿Acaso es problema tuyo?

—¡Pero es Vabrikant! El mejor hombre que haya pisado nunca este jodido lugar.

El vigilante me miró como si yo me hubiera vuelto loco e hizo un rápido gesto con el pulgar, indicándome que volviera allá donde me correspondía. Yo no pensaba hacerlo. Me acerqué a él, hasta que prácticamente nuestros rostros se tocaron, y señalé furiosamente a Vabrikant.

—¡No tiene por qué morir! ¡Llevadlo a cirugía! ¡Al menos dadle algo contra el dolor! —Una gélida mirada fue la única respuesta que obtuve —. Maldita sea, ¿acaso no sois humanos? Un hombre está tendido ahí en el suelo con las entrañas colgándole fuera, ¿y ni siquiera vais a hacer nada?

El vigilante llevaba su porra en una mano y su látigo sensorial en la otra. Vi el ramalazo de irritación y furia en sus ojos, y supe que si no retrocedía al siguiente momento iba a golpearme. Pero no me importaba. Seguí señalando y gritándole, y cuando esto no pareció hacer ningún efecto sujeté su brazo y le hice volverse en redondo.

No me golpeó con la porra. Lo hizo con el látigo sensorial. No estaba preparado para aquello. El látigo sensorial es un arma que normalmente sólo es usada en casos extremos. Puede matar. Pensé que me había matado. Nunca había conocido tanto dolor en toda mi vida. Sentí como si me hubieran hendido la cabeza con un pico. Mi cabeza rodó hasta que casi se desprendió de mis hombros y mi corazón dejó de latir y mis pies cedieron bajo mi cuerpo y caí, asfixiándome y jadeando, mordiendo el esponjoso suelo.

Cuando recuperé el conocimiento las paredes parecían girar a mi alrededor. El techo del dormitorio había desaparecido, los kilómetros de materia esponjosa que teníamos encima habían sido volados y vi el cielo abierto, y estaba lleno de brillantes torbellinos amarillos como relámpagos danzando arriba y abajo. Mi visión se aclaró gradualmente y vi al vigilante recortado contra el resplandor de luz amarilla. Estaba de pie encima mío, aguardando para ver qué iba a hacer yo a continuación.

El movimiento más sensato hubiera sido alejarme rápidamente de él. Olvidarlo todo acerca de Vabrikant y arrastrarme a algún tranquilo y oscuro rincón del dormitorio, si me quedaban fuerzas suficientes para ello, y lamerme mis heridas, si podía recordar dónde estaba mi lengua. De otro modo, si causaba algún problema más, el vigilante iba a golpearme con el látigo sensorial una segunda vez, y esa segunda vez seguro que me mataría. Yo era joven y muy fuerte, pero acababa de recibir una tremenda sacudida de energía a través de todo mi sistema nervioso. Un segundo golpe de la misma magnitud y estaba acabado.

Cualquier persona sensata sabía eso. Y yo era una persona sensata. Normalmente.

Pero también sabía que Vabrikant iba a morir muy pronto si yo no hacía nada. Y que yo probablemente iba a morir pronto también, porque había agarrado furioso el brazo de un vigilante, y eso me señalaba como extremadamente peligroso. Se supone que los esclavos no les dicen a los vigilantes lo que tienen que hacer. Se supone que jamás les ponen la mano encima. La próxima vez que me saliera de la línea los vigilantes acabarían conmigo.

Débil, aturdido, me puse en pie. Temblaba como un hombre atacado de parálisis. Mis brazos colgaban como si no tuvieran huesos. Había envejecido mil años. El vigilante me observaba burlonamente. Tenía el látigo sensorial enrollado, preparado para usarlo, pero sabía que yo iba a alejarme derrotado. Un hombre que ha sido golpeado de aquel modo no vuelve a por más. Es algo de sentido común. Así que cuando di un par de tambaleantes pasos en su dirección pensó que simplemente estaba desorientado. Quería ir en la otra dirección. Los relámpagos amarillos seguían estallando en todo mi cerebro y apenas podía enfocar los ojos. Transcurrió un momento antes de que se diera cuenta de que el sentido común me había abandonado y que yo estaba a punto de hacer la cosa más estúpida de mi vida; y entonces ya fue demasiado tarde para él. Alzó el látigo y se preparó para dar el golpe fatal, pero yo me deslicé suavemente por debajo de su brazo, moviéndome con mucha mayor rapidez de la que tenía derecho, sorprendiéndonos a los dos. Y le arranqué el látigo de la mano, y le dije lo que iba a hacerle con él; y entonces giré el control de fuerza del látigo a su nivel más bajo y le azoté.

No deseaba matarle. Ni siquiera quería que perdiera el conocimiento. Sólo tenía intención de hacerle daño, una y otra vez, hasta que se arrodillara, hasta que suplicara, hasta que gritara. Deseaba torturarle tanto en cinco minutos como yo había sido torturado en dos años en aquel mundo. As¡ que le azoté al nivel más bajo de energía y volví a azotarle, y luego otra vez. El control de sus esfínteres cedió al tercer golpe. Cayó y se arrastró, sollozando, gimiendo, mordiendo el suelo, golpeándolo con manos y pies en un desesperado dolor. Suplicándome que parara. Disfruté no parándome.

Llegaron corriendo otros vigilantes, por supuesto. Con un pie en la espalda del caído, los detuve.

—Retroceded o le golpearé de nuevo. No voy a matarle de inmediato. Sólo seguiré golpeándole.

Se miraron entre sí, desconcertados. Quizá no les importara en absoluto lo que yo le hiciera a su compañero. Pero nadie quería aceptar la responsabilidad.

—Llamad al robot médico —dije —. Llevaos a Vabrikant dentro y haced que le cosan la herida.

—Está muerto —dijo uno de los vigilantes.

—Lleváoslo de todos modos. Intentad resucitarlo. Haced todo lo que podáis. —Agité amenazadoramente el látigo sensorial en su dirección —. Adelante. ¡Hacedlo!

Nadie se movió. Le administré otro latigazo al vigilante en el suelo.

—Hacedlo —gimió éste. Y luego, en un chillido —: ¡Hacedlo!

—Vabrikant está muerto.

—¡Hacedlo de todos modos!

Enviaron a buscar al robot médico. Alzó a Vabrikant, sujetándolo como un muñeco que va perdiendo todo su relleno por el camino, y se lo llevó cliqueteando.

¿Y ahora qué? Mantener al vigilante como rehén no iba a protegerme mucho tiempo. Podía morir en cualquier momento por efecto de los latigazos, aun a su nivel más bajo de energía, y entonces no tendría ninguna palanca sobre todos los demás. O quizá los demás decidieran que no valía la pena preocuparse por é: y simplemente se lanzaran sobre mí desde todos lados. Por aquel entonces debían estar pensando ya que si no me controlaban rápido podían encontrarse con una rebelión de esclavos a gran escala entre las manos. Tenían sus látigos sensoriales, por supuesto, pero ellos no eran muchos, y nosotros demasiados.

Tenía que salir de allí.

—Levántate —le dije al vigilante a mis pies.

—No puedo.

—Levántate o te mato.

De alguna forma, lo hizo. Estaba temblando, y sollozaba incontrolablemente. Podía oler su terror. Era el prisionero de un rom loco, y ahora esperaba que yo hiciera cualquier cosa. Estaba en lo cierto.

—Empieza a retroceder fuera de aquí.

—¿Dónde me llevas?

—No te importa. Simplemente muévete. Un paso detrás de otro, muy cuidadosamente. Tienes el látigo sensorial detrás mismo de tu nuca. Si haces algo que no me guste te golpearé tan fuerte que serás incapaz de sacártela de los pantalones antes de orinar. Vamos a ir a los túneles.

—Por favor…

—Vamos.

—Tengo miedo. No soporto ese lugar. ¿Qué vas a hacerme?

—Lo descubrirás cuando lo descubras.

Le hice encaminarse hacia uno de los túneles orientales, manteniéndole entre yo y los demás vigilantes. Nos siguieron un trecho, pero no tenían instrucciones para cubrir esta situación, y retrocedieron, inseguros. Al cabo de diez minutos alcanzamos un lugar donde se entrecruzaban siete u ocho túneles. Ahora tenía a mis espaldas dos años de merodear por aquellos túneles, y una idea bastante aproximada de por dónde iban; los vigilantes no. Entramos en la intersección, agarré mi tembloroso rehén que olía espantosamente a mierda y orina, y lo empujé con todas mis fuerzas de vuelta por el corredor que conducía al dormitorio. Lo último que vi de él fue. que echaba a correr hacia los demás vigilantes como un peñasco rodando por la empinada ladera de una montaña. Me volví y desaparecí en el laberinto de túneles.

Me persiguieron durante días. Pero sólo una vez estuvieron a punto de cogerme, cuando me deslizaba por el flanco de un gordo gusano y creí oír sonidos de persecución por ambos lados. Había una luz de jade justo delante de mí, y fui a por ella. Con mis manos desnudas abrí un túnel en la carne del gusano hacia el punto brillante, hasta que alcancé el resplandeciente quiste pétreo en su interior. Era uno nuevo; pude ver el furioso insecto gigante mirándome intensamente a través de las paredes aún transparentes. Me deslicé debajo del quiste, con aquel terrible pico a sólo un dedo de distancia de mi vientre al otro lado de la delgada pared de jade, y allá me acurruqué, dominando mis náuseas, por lo que me parecieron cien años. Era una locura, buscar refugio en el interior de un gusano. Podía verme enquistado yo mismo, si permanecía allí demasiado tiempo. Pero aguardé durante tanto como me atreví; y, cuando ya no pude soportarlo más, me abrí camino de vuelta al exterior. No había ningún signo de vigilantes a ningún extremo del túnel. Durante varios días más vagué por aquel infernal laberinto hasta que, por algún milagro, desemboqué en uno de los pasadizos que conducían a la superficie. Cuando alcancé el nivel superior, el de las lianas, me encontré en la estación del relé de tránsito donde era embarcado el jade. Un poco de persuasión con el látigo sensorial y me encontré embarcado en vez de la carga. Fue una loca escapada de principio a fin. Pero, si hubiera confiado en la prudencia y el buen juicio, puede que ahora aún estuviera abriendo gusanos en busca de jade en los túneles de Alta Hannalanna. O muerto hace mucho tiempo.

5

No hubo desfiles ni fuegos artificiales aguardándonos a Chorian y a mí cuando llegamos a Galgala. Pero sin duda era el centro de la atención de todo el mundo. Aquella era una situación que no tenía paralelo en todos nuestros miles de años de historia. Un ex rey de los roms acudía a visitar la capital del mundo rom. ¿Quién ha oído alguna vez esto, un ex rey de los roms? Y el siniestro y peligroso hijo del ex rey era quien se sentaba ahora en el trono. Eso era un nuevo concepto también, un rey de segunda generación. Era algo completamente nuevo. Todo el mundo aguardaba para ver qué iba a suceder a continuación. Y lo que haría Shandor.

Tomamos la astronave Joya del Imperio de Xamur a Galgala. Era una de las nuevas, las llamadas astronaves clase Supernova. Creo que joya del Imperio era un nombre estúpido para una nave, plano y obvio y resonante, y tampoco me gustaba esa etiqueta de clase Supernova. En mis días las astronaves llevaban nombres de gente —Mara Kalugra, Claude Varna, Cristoforo Coloraba—, y no necesitábamos llamar a los modelos Cometas o Supernovas o Agujeros Negros. Pero diré esto de esas nuevas naves: son ciertamente elegantes. Había transcurrido una década o así desde que había subido por última vez a una auténtica astronave, aunque durante aquel tiempo había viajado bastante de un lado a otro de la galaxia por el relé de tránsito. Quizá éste sea un signo más de la decadencia de nuestra era, el lujo de las modernas astronaves de hoy. La Joya del Imperio era como el más espléndido hotel que uno pueda imaginar: inmensa, palaciega, pulido mármol rosa por todas partes, enormes y fantásticamente caras estatuillas en jade de Alta Hannalanna mirándote desde un millón de hornacinas, iluminación por plasma que cambiaba de color según tu talante, seis niveles de pasajeros con un comedor situado en un pozo de gravedad en cada uno, y etcétera, etcétera. El capitán era un joven gaje muy meloso llamado Therione, un fenixi, probablemente uno de los protegidos de Sunteil. Fui invitado a cenar a su mesa, naturalmente. El piloto, un viejo, gordo y canoso rom tchurari de Zimbalou llamado Petsha le Stevo, se sentó también con nosotros, aunque puedo decir que a Therione no pareció hacerle muy feliz, Con un ex rey rom a bordo, el capitán no podía desairar a su piloto. Pero Petsha le Stevo tenía los modales de la vieja escuela en la mesa. Comía a dos carrillos, bebía desmesuradamente, eructaba. Se recreaba en ello. Y cada vez que se palmeaba la barriga y dejaba escapar un buen eructo yo podía ver crisparse a Therione. Era un hombre irreprochable aquel Therione, absolutamente meticuloso con su persona. Una reluciente piel sonrosada, unas uñas inmaculadas, un fino bigote que se hacía recortar cada día. Tras cada eructo Petsha le Stevo me miraba a través de la mesa, me guiñaba un ojo y sonreía, como si dijera: ¡Ah, Yakoub, ése fue bueno! Comparado con él, me sentía positivamente remilgado. Me preguntaba qué estaba haciendo un fósil primordial como aquél a bordo de una nave clase Supernova. Pero de hecho era un soberbio piloto, un auténtico artista. Lo descubrí cuando efectué una visita ceremonial a la sala de saltos.

No comprendí nada de ella. Todo reluciente, metal y cerámica, como un cuarto de baño. Una habitación de aspecto vacío, con algunas boquillas aquí, algunas relucientes placas metálicas allí, no mucho más. Tienen que entender que las salas de saltos de una espacio-nave no me resultan extrañas. Tengo tras de mí cincuenta o sesenta años de manejo de esas mismas palancas, ¿saben? Pero aquí no había ritmo ni razón. ¿Dónde estaba el tanque estelar? ¿Dónde la pared del parpadeo? ¿Dónde, en nombre del bicéfalo Melalo, estaban las palancas?

Petsha le Stevo irradiaba como un padre orgulloso mientras yo miraba asombrado a mi alrededor.

—¿Esto es una sala de saltos? —pregunté.

—Nueva. Completamente nueva. Te gusta, ¿eh?

—La odio. No puedo comprender nada de ella.

Sonrió.

—Es muy sencilla. Incluso un gaje podría saltar aquí. Por supuesto, nosotros lo hacemos mejor. Para ellos siempre es sudar, forcejear. Para nosotros, es tan fácil como cagar. ¿Quieres verlo?

—¿Verte cagar?

—Verme dar un salto, rey.

—Ya hemos dado el salto.

—No hay ningún problema, rey. Saltaremos de nuevo. —Rió y avanzó pesadamente. Alzó sus enormes y nervudas manos como Moisés anunciando los Diez Mandamientos. De pronto, una luz azul empezó a danzar desde la punta de sus dedos. Hizo un gesto. Vi estrellas suspendidas en medio del aire, como si tuviera un tanque estelar delante de él, pero no había ningún tanque, sólo una luz azul y pequeñas chispas de una luz algo más brillante brillando dentro de ella. Agitó ligeramente su índice izquierdo.

—Aquí —dijo —. ¿Lo notas?

Sí, lo había notado: la sensación de soltar una traílla, de deslizarnos libremente por los secretos caminos del espacio tiempo; eso era el parpadeo. Ninguna otra cosa en el universo proporciona la misma sensación.

—Ya no nos encaminamos a Galgala —dijo alegremente Petsha le Stevo —. Ahora es Iriarte. ¿Ves qué fácil? —Alzó las manos de nuevo, una y otra vez, y conjuró la luz azul. Un movimiento de su pulgar derecho —. ¡Ahora, Sidri Akrak! ¡Ningún problema! ¡Simplemente así! Toma, prueba tú. Permanece aquí, sobre esa placa en el suelo…

Sonó una llamada. El rostro de Therione apareció en la pantalla visora. Los delicadamente tallados rasgos del capitán fenixi estaban lívidos, y su voz sonó extrañamente estrangulada cuando pidió saber qué demonios estaba ocurriendo. Petsha le Stevo le dijo rápidamente que no se preocupara.

—Una corrección de rumbo, eso es todo —explicó, indicándome con frenéticos movimientos de su mano que me apartara fuera del campo de visión de la pantalla —. Un asunto de rutina, jefe. Hemos tenido que ocuparnos de la triangulación, nada más.

Pensé que Therione iba a sufrir un ataque de apoplejía.

—¿La triangulación? ¿Qué triangulación? No sé de qué demonios me está hablando.

—Cinco segundos más, jefe. Todo va bien. —Petsha le Stevo sonrió y alzó las manos una vez más. Luz azul; parpadeo; volvíamos a encaminarnos a Galgala. Therione fue a decir algo; Petsha le Stevo señaló algún indicador que ni siquiera pude ver; Therione murmuró algo y la pantalla se apagó. Volviéndose hacia mí, el rom dijo —: ¿Lo ves? Nada. Puedes hacer el salto que se te antoje, y si no te gusta, simplemente vuelves a saltar. Incluso un gaje podría hacerlo, quizá. Es mucho más fácil que antes. Aunque todavía sigue sin ser fácil, para un gaje.

Por supuesto, siempre había sido posible para los gaje operar astronaves. Ellos las inventaron; no hubieran construido algo que fueran totalmente incapaces de usar. Pero hasta ahora siempre ha constituido un auténtico trabajo para ellos llevar una nave a través del parpadeo. Necesitan cincuenta ordenadores distintos actuando a la vez para que les digan lo que tienen que hacer, e incluso así tiemblan y se estremecen ante la dificultad de la tarea, y seis veces de cada doce tienen que abortar el salto en el último momento y volver a empezar. Y eso los realmente dotados, esos pocos que pueden tocar las palancas y hacer que ocurra algo, quizá uno entre un millón. Se queman rápido, esos pilotos gaje. Tres saltos, cinco, diez, y quedan descartados para siempre. Se les cruzan los ojos de terror cada vez que se acercan a una sala de saltos después de eso. Ya no vale la pena seguir molestándose en adiestrarles, ¿no creen? ¿Para tres saltos? Para nosotros, siempre ha sido mucho más fácil. Aquellos de nosotros que tenemos el don, que entre nosotros es aproximadamente uno de cada diez, nos limitamos a acercarnos a las palancas, y las sujetamos, y sentimos la fuerza fluir a través nuestro, y añadimos nuestra energía a la energía de la nave, y, le proporcionamos la fuerza que la lleva más allá del limite hasta el parpadeo, y allá vamos. Puedo decírselo, lo estuve haciendo cincuenta, sesenta años, y nunca me cansé de ello. Está en nuestra sangre, en realidad quiero decir en nuestro sistema nervioso, en nuestro cerebro. Somos diferentes; pero por supuesto somos diferentes de nacimiento. Por lo cual, después de los primeros años de viaje estelar, los gaje dejaron de intentar conducir sus naves y dejaron que lo hiciéramos nosotros. Suponen que poseemos el don, algo que llevamos en nuestros genes, como un sentido natural del ritmo; y tienen razón. Eso no quiere decir que comprendan la auténtica razón por la que poseemos estas habilidades que ellos no tienen. Si lo supieran… Nuestro auténtico lugar de nacimiento, el hecho de ser nativos de la Estrella Romani. Hay tanto que no saben sobre nosotros. Incluso nuestro espectrar es algo que les hemos mantenido siempre oculto.

Me preguntaba, sin embargo, acerca de esos cambios en la tecnología del pilotaje estelar. Si los gaje estaban diseñando nuevas naves que hacían razonablemente posible para ellos operarlas, entonces eso iba a traer consecuencias para los roms. Si no ahora, sí dentro de diez años, veinte, cincuenta. Era algo de lo que tendría que ocuparse el Rey de los Roms. Pero el Rey de los Roms era ahora Shandor, y en lo único en lo que pensaba en estos momentos Shandor era en Shandor.

Mientras permanecía de pie allí, intentando captar el auténtico significado de aquella nueva y extraña sala de saltos, Petsha le Stevo dijo:

—Quizá no hubiera debido devolver el rumbo a su destino original, ¿eh, rey? Quizá debiéramos ir a Iriarte. O a Sidri Akrak.

—¿Qué quieres decir?

—Si vas a Galgala, te encontrarás con grandes problemas allí —respondió lúgubremente —. Odio decirlo, no es asunto mío, pero no me gusta lo que va a ocurrir. Y vas a Galgala, vas directamente a Shandor…

Así que incluso él lo sabía. Y se estaba preguntando qué iba a pasar. Y estaba preocupado por mí. Bien.

Yo también sabía lo que iba a pasar, y no me preocupaba en absoluto. Era de lo que ocurriría después de lo que iba a pasar de lo que no estaba tan seguro. Pero todo lo que podía hacer por el momento era aguardar y ver, lo mismo que todas los demás.

6

Fue agradable ver Galgala de nuevo. Todo aquel maravilloso y resplandeciente oro por todas partes, todo el pulsante amarillo del lugar.

Considerando nuestro antiguo amor hacia el metal amarillo, no es sorprendente que eligiéramos Galgala para convertirlo en nuestro mundo capital cuando salimos al espacio. Puede que el oro no tenga ahora ningún significado, pero sigue brillando tan hermoso como lo hacía en los días en que naciones enteras iban a la guerra por él. Así que el cuartel general de la monarquía rom se aposenta en medio de las Altiplanicies Áureas de Galgala el dorado. Y el palacio del Rey de los Gitanos se halla recubierto con el suficiente oro como para ahogar en él a un ejército de papas del Renacimiento. Paredes de oro, estandartes de oro, polvo de oro flotando en nubes para dar al aire ese aspecto resplandeciente de riqueza y calor.

Pensé que los primeros movimientos de Shandor cuando llegué a Galgala me ofrecerían algún indicio de cómo iban a ir las cosas, pero Shandor no hizo ningún movimiento. Yo viajaba con pasaporte diplomático, y medio esperaba que tuviera la osadía de revocarlo —porque por supuesto él sabía qué era lo que yo pretendía en realidad, probablemente todo el universo lo sabía—, pero no, recibí todo el tratamiento correspondiente a una alta personalidad desde el momento mismo en que llegué. En Xamur, los oficiales de inmigración no tenían ningún protocolo para recibir a un ex rey gitano, pero ahora la noticia de que yo estaba de nuevo en circulación se había difundido, y fui pasado rápidamente más allá de las barreras aduaneras, y tres limusinas nos estaban aguardando a mí y a mi séquito, y había una suite reservada para mí en el hotel Galgala. No la suite real, porque no hay suite real en el hotel Galgala: cuando el Rey de los Gitanos está en Galgala se aloja en su propio palacio, naturalmente. Pero era bastante buena. No necesitaba tres limusinas, por supuesto, ya que mi séquito consistía únicamente en Chorian, pero las acepté de todos modos. Y pasé una semana viviendo en el hotel, baños calientes y masajes, gloriosas fiestas, muchas reverencias y adulaciones del personal. Todo el mundo me miraba como si fuese alguna especie de monstruo sagrado. Casi nadie se atrevía a hablarme excepto en tonos de la mayor reverencia. Incluso salían de espaldas de las habitaciones en mi presencia, lo cual era una solemne majadería. ¿Una obsequiosidad tan abyecta hacia un rey rom? ¿Quién creían que era, algún señor gaje que exigía ese tipo de pompa?

Aguardé a que Shandor reconociera mi presencia de alguna forma, pero no oí nada de él. El pequeño bribón. Como tampoco hubo ninguna visita ceremonial de los grandes nobles roms de Galgala, como había esperado razonablemente. Después de todo, yo era quien había elevado a la mayor parte de ellos a la nobleza, ¿no? Pero nadie acudió a verme. Evidentemente, Shandor los tenía a todos acobardados. Bien, debía haber sido duro para ellos, elegir entre el rey y el ex rey. Especialmente cuando el rey era alguien con la mortífera reputación de Shandor. Me pregunté qué hubiera hecho yo de hallarme en su lugar.

Pero no me hallaba en su lugar. Me hallaba en mi lugar, y había llegado el momento de poner las cosas en marcha. A finales de la primera semana le dije a Chorian que se quedara en el hotel y me aguardara allí, y que no me siguiera por ninguna razón tierra adentro, lo cual fue una orden que aceptó muy de mala gana; y luego envié a buscar una de aquellas limusinas y me hice llevar fuera de la ciudad de Gran Galgala a las Altiplanicies Áureas, hasta el palacio real. Y recorrí el último tramo de la distancia a pie, subiendo los dorados escalones, para enfrentarme a Shandor en su cubil, para decirle que deseaba que sacara sus posaderas de mi trono inmediatamente.

No esperaba que reaccionara positivamente a aquello. En realidad, imaginaba que dudaría sólo un segundo antes de arrojarme a uno de sus calabozos.

El buen viejo Shandor. Me decepciona tan raras veces.

7

Me detuve en la escalinata del palacio, y la luz del sol de Galgala reverberó en todo aquel chapado de oro y en las cadenas de oro y martilleó sobre mí como un gong. Estuve a punto de protegerme los ojos con un brazo ante todo aquel resplandor.

Pero no lo hice. Me detuve muy erguido y desafié el resplandor con el resplandor de mis propios ojos. No puedes aparecer delante del palacio de un rey y empezar retrocediendo en los escalones de la entrada. No si tu intención es sacar a patadas a ese rey de su trono, y eso era lo que había venido a hacer. Metafóricamente, por supuesto.

Había guardias armados delante del palacio, vestidos con llamativas túnicas de tela de oro. Sentí deseos de echarme a reír ante aquello. ¡Guardias! ¡En el palacio del Rey de los Roms! ¿Desde cuándo el Rey de los Roms necesitaba protegerse tras un puñado de guardias? Dios sabe que no había actuado así cuando yo era el rey.

Pero ahora ya no era el rey. Shandor era el rey. Y Shandor hacía las cosas de un modo distinto.

Los guardias me miraron con aire de superioridad. Parecían arrogantes y seguros de sí mismos, pero pude ver que sudaban debajo de su arrogancia, porque sabían quién era yo y les asustaba. Les aterraba.

—Identifíquese —dijo el guardia que estaba al frente, rostro plano y ojos como cuentas.

—Conoces malditamente bien mi nombre —respondí.

—Nadie sube esta escalinata sin identificarse.

—Mi rostro es mi identificación.

Se puso verde. Parecía como si estuviera a punto de caer enfermo.

Acerqué mi nariz a la suya.

—¿Ves estos ojos? ¿Ves este bigote?

Los guardias intercambiaron miradas intranquilas. Un segundo guardia, alto y muy moreno, con un clásico rostro rom —hubiera podido ser uno de mis nietos, o quizá de mis biznietos— avanzó unos pasos y dijo:

—Señor, las reglas exigen…

—Al diablo las reglas. Estoy aquí para ver a Shandor.

—Hay formalidades…

—¿Para mi? Deberías estar de rodillas en el suelo besándome las botas, ¡y me estás hablando de formalidades!

El segundo guardia suspiró.

—Anotad en el registro. Su Ex Majestad Yakoub…

—Su Excelencia y Beneficencia —añadí.

—Su Excelencia y Beneficencia Su Ex Majestad Yakoub…, esto…, solicita audiencia con el Rey Shandor, ¿es eso?

—Solicita audiencia con Shandor, sí.

—Anotad. Solicita audiencia con el Rey Shandor en el palacio de Galgala, el día catorce de berilio de 3162…

Y siguieron con sus preciosas formalidades. Apenas les presté atención. Mi mente estaba a un millón de parsecs de distancia. Saltando de mundo en mundo, recordando viejas glorias, trazando nuevos planes. Un mal hábito el mío. Pero creo que ya soy demasiado viejo para romper con mis hábitos. Y tampoco deseo hacerlo. Pero al cabo de un minuto volví a prestar atención a los guardias del palacio, y descubrí que estaban hablando por el intercom con algún funcionario del interior del edificio, programando una audiencia para dentro de dos o tres semanas. Yo no acepto audiencias. Adelanté la mano, corté el contacto y dije:

—Dile a Shandor que Yakoub le verá ahora mismo.

—Pero…

Pero yo ya estaba en camino. Hubieran tenido que detenerme por la fuerza para retenerme fuera. Por un momento parecieron considerar la posibilidad, creo; pero no se atrevieron. En vez de ello, los dos que habían estado hablando conmigo echaron a andar tras de mí, uno a cada lado, manteniéndose cerca de mí como temblorosas alas, mientras los otros echaban a correr para transmitir la noticia de que algo no habitual estaba ocurriendo. Subí la escalinata a buen paso, dejando atrás las banderas del reino, dejando atrás las nubes de polvo dorado en sus retenedores magnéticos, dejando atrás los emblemas de todos los mundos que los viajeros roms habían descubierto, dejando atrás los demás símbolos y oropeles que tan bien conocía de mis cincuenta años o así de residencia en aquel edificio cuando era Rey de Todos los Gitanos. Y estuve dentro.

En realidad, no era exactamente un palacio. Nunca nadie había pretendido que lo fuera. Desde el exterior todo es brillo y relumbre, pero eso se debe a que es de oro. Dentro es un edificio más bien humilde. Eso también es intencionado. Deseamos honrar nuestros humildes orígenes, cuando vivíamos en traqueteantes carromatos tirados por caballos y vagábamos por toda la vieja Tierra afilando cuchillos y leyendo la buenaventura y vaciando bolsillos. Así que decoramos nuestro palacio con mucho brillo superficial —un rey tiene que ser al menos un poco regio—, pero el edificio en sí, básicamente, no es mucho más lujoso que aquellos viejos carromatos. Dejamos los grandes e imponentes edificios para nuestro colega el emperador, allá lejos en la Capital, como llaman los gaje a ese excesivamente grande e imponente planeta suyo en el corazón del Imperio.

Ellos necesitan ese tipo de cosas. Les hacen sentirse importantes, y Dios sabe que lo necesitan. Un palacio no precisa grandeza. Es grandeza, sólo por el hecho de existir.

Nuestra propia sala del trono, para darle un nombre que no merece, está recubierta con tapices oscuros e iluminada con antiguas y humeantes lámparas. Shandor se sentaba prácticamente en la oscuridad, mirándome con el ceño fruncido, cuando entré en ella. Creo que una de sus mujeres gaje estaba allí también en alguna parte, pero desapareció cuando yo entré. Su inconfundible olor quedó atrás en el aire.

Casi no le reconocí. Debía haberse hecho una remodelación no hacía mucho, y no parecía tener más de treinta o cuarenta años. Una piel tersa y olivácea, pelo negro, incluso una nariz nueva. Pero bajo todos aquellos cambios dictados por su vanidad pude ver todavía los duros y brillantes ojos de Shandor, sus anchos pómulos, sus gruesos labios. Los rasgos roms. Como los míos. Como los de mi padre. Inerradicables. La tiranía de los genes.

—¿Qué demonios estás haciendo tú aquí? —restalló. Luego agitó la cabeza —. Pero no eres tú, ¿verdad? Sólo eres su doble.

Estaba intentando parecer feroz, y debo reconocer que lo estaba consiguiendo. Shandor era un hombre feroz, de acuerdo, y peligroso. La sangre de los inocentes chorreaba de sus manos. No olviden que la gente acostumbraba a llamarle el Carnicero de Djebel Abdullah, antes de que se hiciera absolver de esa repugnante atrocidad. Pero también era nervioso. Siempre había actuado nerviosamente. En eso era diferente de mí, y de todos mis demás hijos. Nosotros sabíamos cómo mantenernos tranquilos, al menos exteriormente. Desde un principio había habido algo distinto en Shandor.

—No soy ningún doble —dije —. Soy el auténtico. El genuino. Pensé que debía hacerte una pequeña visita.

—No emplees tus trucos conmigo. Nos conocemos hace demasiado tiempo. ¿Qué te da derecho a entrar aquí de este modo?

—¿Derecho? ¿Derecho? ¿Tengo que pedir permiso para saludar a mi propio hijo?

—El rey —corrigió.

Le miré fijamente.

—Eres un pequeño bastardo —dije —. Y estúpido además. ¿Cómo conseguiste hacerte coronar? Sabes bien quién es el rey, Shandor.

Pensé que sus ojos iban a salírsele de las órbitas. Probablemente nadie le había hablado así en noventa años.

Su rostro se contrajo. Sus dedos se contrajeron también. Agitó los labios, pero ningún sonido brotó de ellos excepto pequeños gruñidos roncos. Quise creer que era el miedo lo que atenazaba su voz, y quizá fuera así, en cierto modo. Pero sobre todo era la rabia. Necesitó unos instantes para recuperar el control, y cuando consiguió hablar de nuevo lo hizo con una quebrada y chillante explosión, casi patética:

—¡Abdicaste!

—¿De veras? ¿Lo creíste?

—Hiciste mucho ruido por todas partes diciéndole a todo el mundo que ya estabas harto de ser rey. Desapareciste, y nadie supo nada de ti durante años. Te ocultaste Dios sabe en qué planeta deshabitado en algún lugar fuera del Imperio, inhibiéndote de tus responsabilidades, dejando que nuestro querido pueblo se las apañara como pudiera, ignorando…

—Shandor.

—No me interrumpas.

—¿Qué? ¿Quién demonios te crees que eres? —La irritación casi estuvo a punto de hacerme subir por las paredes. ¿Decirme que me callara? ¿A mí? ¿A MÍ? —. Eres una víbora. Una mierda miserable.

Su rostro estaba blanco.

—No pienso oír nada más de esa basura. Soy tu rey legalmente nombrado…

—¿Mi rey? ¿Mi rey? —Empecé a despotricar. Sentí deseos de agarrarle por la garganta y estrujar. Lo vio en mis ojos, y creo que esta vez realmente sintió miedo de mí. Y si fue así, fue probablemente la primera vez en su vida.

Miré hacia atrás a lo largo de los años, a través de lo que parecían eones geológicos, y lo vi al pecho de su madre. Mi dulce y reconfortante Esmeralda, la primera de mis esposas, abrazando al pequeño y moqueante Shandor, el primero de mis hijos, y él le estaba mordiendo el pecho. Hundiendo realmente sus dientes.

¿Rey? ¿Él? Deseé patearle el trasero.

—La abdicación fue condicional —dije —. No es válida.

—¿Condicional? ¿Condicional sobre qué base?

—Sobre la de seguir abdicado. Renuncié voluntariamente al trono, y ahora lo tomo de nuevo voluntariamente. El trono nunca estuvo vacante. La pretendida elección que pretendidamente te puso donde crees que estás fue ilegal.

—Estás loco…

—Necesitas lavarte la boca —dije.

Deben tener en cuenta que este Shandor al que estaba reprendiendo ya no era un chiquillo. Supongo que debía tener algo así como cien años, lo cual hubo un tiempo que era considerado plena vejez. Incluso ahora se considera pasada la primavera de la vida, aunque la fácil disponibilidad de las remodelaciones hace que resulte difícil decir dónde está exactamente la primavera de la vida.

Pero, para mí, Shandor siempre había sido un estúpido, un ser despreciable y un villano traidor que no valía absolutamente nada. Es terrible tener que decir esto de tu propio hijo primogénito, lo sé.

Le ofrecí algo así como tres minutos enteros de lecciones sobre el tema de las leyes y de las costumbres y del reino y de las obligaciones filiales, y estaba tan asombrado que por una vez me escuchó sin pronunciar palabra. Al principio estaba asustado y furioso, y luego turbado y furioso, y luego irritado y furioso, y luego la furia desapareció y le vi empezar a mostrarse astuto. Podía leer cada una de sus emociones como si me estuviera enviando señales. Shandor puede ser peligroso, pero no es listo. Sólo cree que lo es. Ahora que todo el mundo vive tanto, puedes ver la falsa sabiduría por todas partes. El solo hecho de que uno haya vivido mucho no le convierte en un sabio. Acumulas sabiduría hasta cierto punto, y luego te detienes, y entonces a menudo empiezas a deslizarte hacia atrás.

(Es decir, excepto yo. Yo siempre soy la excepción. ¿Creen ustedes que me estoy engañando a mí mismo? De acuerdo, entonces me estoy engañando a mí mismo. Sigan adelante y ríanse de mí porque creen que soy senil. Ya lo descubrirán.)

Hice una pausa para recuperar el aliento, y él dijo:

—¿Has terminado?

—Más o menos. Voy a convocar una sesión de la krisatora para que te destronen y vuelvan a ponerme en mi lugar. Sólo quería tener para contigo la atención de que lo supieras por anticipado.

No reaccionó. Ni siquiera pareció ligeramente irritado. Ahora estaba siendo astuto.

—¿No tienes nada que decir al respecto? —pregunté.

—Tengo muchas cosas que decir.

—Adelante.

Se quedó sentado allí, mirándome. Vi mi propio rostro devolviéndome la mirada, excepto que la suya era oscura y tenebrosa y carente de alegría, mi rostro con toda la esencia de mi alma expulsada de él.

Al cabo de un momento dijo, muy suavemente, pero con un tono realmente horrible, amenazador, en su voz:

—Digo que eres un viejo loco estúpido. Digo que si tengo que seguir escuchando más tiempo tus estupideces es probable que empiece a aburrirme seriamente. Digo que si me molestas de alguna manera que no me guste es probable que me obligues a hacer algo que lamentarás. Puede que incluso yo también lo lamente. Ahora lárgate de aquí antes de que te haga echar.

—¿Me dices esto a mí?

—Te lo digo a ti. Si no creyera que estás loco ya te hubiera hecho encerrar. Y quizá ordenar que te quemaran el cerebro para hacerte inofensivo. Pero eres inofensivo.

—¿Sabes quién soy, Shandor?

—Sé quién eras, sí. Pero eso fue hace mucho tiempo. Siento pena por ti. Ahora márchate. Anda, viejo, lárgate. Fuera de aquí.

Inspiré profundamente. Me di cuenta de que aquél era el momento de efectuar un auténtico movimiento. Las cosas estaban empezando a deslizarse en una dirección equivocada. No haría ningún bien a nadie el que me marchara de delante de Shandor como un perro apaleado. Ser expulsado del palacio como mendigo piojoso podía ser marginalmente más útil, pero seguía sin ser lo que tenía en mente.

Con ojos furiosos, echando humo, avancé un par de pasos hacia él.

—Eres un cerdo, Shandor. Tu hedor es inmencionable. Tu presencia ofende la vista de Dios.

Pareció realmente turbado. No tenía la menor idea de lo que yo pensaba hacer.

—Retrocede…

—Necesitas una lección.

—Te lo advierto…

—Disciplina, eso es lo que necesitas. —Lancé mi brazo en una cerrada curva, y le abofeteé brutalmente el rostro. Mi mano dejó marcas rojas en su mejilla. Me miró, asombrado. Absolutamente desconcertado.

—No puedo creerlo. Alzar la mano sobre el rey ungido por Dios…

—Tú lo has querido —dije. Le abofeteé de nuevo. Esta vez su labio inferior, el más grueso, empezó a sangrar.

—¡Guardias! —aulló.

Sonaron alarmas por toda la estancia. Muy propio de Shandor también haber llenado todo el salón con esos sistemas de alarma. En su propio palacio, ocultándose temeroso, escondido tras sus juguetes electrónicos.

—Guardias. Guardias.

Acudieron corriendo, y se detuvieron, jadeantes, desconcertados, mirándonos. Shandor agitó frenéticamente las manos. Estaba loco de rabia. De pronto volvía a tener seis años y papá le estaba dando una paliza, y eso era algo que no podía soportar.

—¡Cogedlo! ¡Sacadlo fuera de aquí! ¡Encerradlo! ¡Encadenadlo! ¡Arrojadlo a la mazmorra más profunda! ¡La que tiene las serpientes! ¡Con los sapos sierra!

—Soy vuestro rey ungido —dije calmadamente.

Estaban paralizados. No sabían qué hacer. Temerosos de tocarme, temerosos de desobedecer a Shandor. Tenían la boca abierta como estúpidos. Hubo un largo y horrible momento de absoluta inmovilidad. Sentí una cierta simpatía hacia ellos. Finalmente, Shandor tuvo que llamar a sus robots, y éstos no tuvieron problemas en arrastrarme fuera del salón. A la mazmorra más profunda, sí, al agujero más sucio y hediondo de todo el planeta. Lo esperaba. Iba a sufrir allí, estaba absolutamente seguro. A mi edad. Después de todo lo que había conseguido. Bien, estaba completamente convencido de que podría resistirlo. No iba a ser la primera y venerable reliquia en verse encerrada y torturada en nombre de alguna gran causa. Y, de hecho, eso era precisamente lo que había venido a conseguir aquí. Todo lo que esperaba era no haber subestimado la ferocidad y sobreestimado su astucia política. Lo había llevado realmente hasta el extremo; podía hacerme sufrir por ello, independientemente de lo que pudiera costarle a él. Incluso podía hacerme matar.

Oh, bueno. Incluso eso valdría la pena, a largo plazo. O eso me decía a mí mismo.

Lo último que oí mientras se me llevaban fue a Shandor, sonando como si empezara a recuperar de nuevo el control, diciendo con voz venenosa:

—¡Te arreglaré las cuentas, viejo! ¡Haré que te quemen el cerebro! ¡Haré que te desconecten! ¡Cuando haya acabado contigo ni siquiera serás capaz de babear! Aseguraos de ponerle las cadenas. Fuertes.

Encadenado. Bien, eso era. Tal vez piensen ustedes que tu propio hijo primogénito debería mostrar más respeto hacia ti. Pero recuerden, se trataba de Shandor. Siempre fue un maldito bastardo, mi hijo Shandor.

8

Cuando Shandor nació yo ya tenía setenta, ochenta años, o quizá más, lo cual acostumbraba a considerarse como una vida larga. Y él era mi primer hijo, recuerden. Pero, por supuesto, la gente vive mucho más tiempo ahora del que acostumbraba a vivir antes, y es considerado un poco torpe empezar una familia demasiado pronto, aunque te gusten los niños, lo cual supongo que es mi caso. De todos modos, incluso para la época, me casé un poco tarde. Eso no fue culpa mía. De buen grado me hubiera instalado en Nabomba Zom con Malilini cuando recién acababa de cumplir los veinte años, pero, como ya saben, el matrimonio con Malilini no estaba en mis cartas. Después de eso vino el pequeño desvío a Alta Hannalanna, y cuando hube escapado de ese campo de vacaciones en particular necesité unos años para relajarme y disfrutar un poco de la vida, cosa que hice, aunque que me maldiga si puedo decirles dónde pasé esos años, o con quién. Cualquiera tiene derecho a perder unos cuantos años en diversiones sencillas después de pasar por una experiencia como la de Alta Hannalanna. En algún lugar a lo largo del camino me di cuenta de que necesitaba ganarme la vida, y, puesto que el afilar cuchillos y la compraventa de caballos ya no tenían mucho atractivo para un prometedor muchacho gitano, me metí en el negocio de pilotar astronaves. Sabía que tenía el don; nunca había dudado de ello.

Pero un piloto, llevando una existencia más viajera que la de los gitanos normales, no suele tender a establecer lazos matrimoniales realmente fuertes. Él —o ella, como ocurre a veces— simplemente se mueve demasiado. En mi caso entré al servicio de una de las compañías exploradoras, lo cual significa que estaba la mayor parte del tiempo fuera en lugares remotos, descubriendo planetas que nadie hasta entonces había visitado. Hacer esto te proporciona una buena visión de la diversidad de la geografía de nuestro universo, pero no sueles encontrar muchas chicas hermosas en esos lugares. Luego, mi carrera de jockey saltarín se vio también interrumpida durante un tiempo por el asunto menor de mi tercer período de esclavitud, el desafortunado episodio de Mentiroso, del cual procede mi duradera amistad con Polarca, pero que aparte esto no fue muy agradable. Así que transcurrió un tiempo considerable antes de que finalmente tomara esposa y me dedicara a la tarea de perpetuar mi valiosa herencia genética.

Su nombre era Esmeralda, un hermoso y antiguo nombre gitano de entre los mejores. Yo no la elegí. Ella me eligió a mí, o, para ser más exacto, su familia lo hizo, sus hermanos y primos. La razón aparente de que me eligieran fue porque sabían que yo era quien debía casarse con Esmeralda, así que tenían que encontrarme y asegurarse de que lo hiciera. Fue uno de esos típicos y complicados casos que trae consigo el espectrar, en los que causas y efectos se enredan inextricablemente, y pasado y futuro se mezclan en la misma olla y son servidos en el mismo plato, y nunca quedó claro cómo empezó todo. Sigues y sigues adelante, y de pronto te das cuenta de que te hallas metido hasta las ingles en una complicada situación que nunca habías sabido que existiera.

Esmeralda era estupenda. Al principio no la amaba —¿Cómo hubiera podido? Ni siquiera la conocía—, pero creo que al final sí. O al menos sentía cariño hacia ella. Hace tanto tiempo que tengo problemas en recordar. Algunas cosas las recuerdo con absoluto detalle, hasta la última sílaba, pero otras permanecen como borrosas. Su aspecto, por ejemplo. Era una mujer de buena apariencia, eso es todo lo que recuerdo, pero tengo alguna dificultad con los detalles. Una mujer grande, sí, con piernas largas y fuertes y poderosas caderas, caderas aptas para la maternidad. Unos ojos oscuros y brillantes, un pelo lustroso. Respecto a sus demás rasgos, la nariz y los labios y la barbilla, no estoy tan seguro. Creo que era hermosa. Al cabo de un tiempo ganó peso, principalmente de cintura para abajo: la ancló, fue como una especie de lastre. No hubiera debido permitirlo, podía someterse a tratamiento, pero no le importaba. Creo que le gustaba sentirse pesada. Tal vez era una tradición en su familia.

Era un mujer de Iriarte. Es un buen mundo, Iriarte. Siempre me ha gustado pasar ni tiempo allí. Posee un pequeño sol amarillo muy parecido al de la Tierra, y amplios mares azules. Buena parte de Iriarte es seca y montañosa y fría, pero hay espléndidos viñedos que producen parte del mejor vino de la galaxia, y sus ciudades poseen la intensa y pulsante vida del poderío económico. La población es en su mayor parte rom, principalmente del tipo fanfarrón, gente mercantil: empresarios, comerciantes, transportistas. Los roms de Iriarte son los jugadores más locos que conozco: apuestan cualquier cantidad a cualquier tipo de cosa, y normalmente no tienen que arrepentirse luego.

Esmeralda procedía de una familia rica. No rica en el sentido de Loiza la Vakako, propietaria de mundos enteros, pero sí bastante rica. Y en un cierto sentido poseían mundos enteres, aunque estaban deshabitados. Eran tratantes en planetas reacondicionados. Es una espléndida ocupación para un rom. En los viejos días de la Tierra, muchos de nosotros éramos tratantes en ganado reacondicionado. Esto era más o menos lo mismo, sólo que a mayor escala. Toma un caballo viejo con mala dentadura y rellena las coronas con brea para que parezcan los dientes de un caballo joven con los centros negros, sí. Da un toque a su pelo gris con tinta o permanganato de potasio. Haz un corte encima del ojo y utiliza una paja para soplar aire dentro, a fin de que el caballo parezca más sano. Pícalo con un erizo justo antes de llevarle al mercado para que parezca más activo, o métele un poco de jengibre por el ano para que se agite como una carga de caballería. Sí, sí, buenos viejos trucos, una gran tradición, engañar cada vez a los gaje. ¿Qué otra elección teníamos? Había que comer. Y los gaje nos lo ponían tan difícil.

La gente de Esmeralda trabajaba en una línea parecida. Enviaban exploradores —yo era uno de ellos— en busca de planetas con razonables expectativas de habitabilidad, una atmósfera con oxígeno, una gravedad manejable. Una fuente de confianza de aprovisionamiento de agua era algo deseable, pero no siempre necesaria. Un clima decente ayudaba. Había muchos mundos así por los alrededores, aguardando a ser hallados. Por supuesto, algunos de ellos necesitaban unos ligeros retoques antes de que pudieran ser vendidos a quienes se encargaban de desarrollarlos y promover colonias. ¿Formas de vida nativas no amistosas? Ocúltalas fuera de la vista. ¿Problemas de incompatibilidades químicas? No es tan difícil efectuar ajustes locales antes de mostrar un mundo a los compradores potenciales. Sorprendente lo que pueden conseguir unas cuantas toneladas de nitrógeno o sulfato de amonio. ¿Un ambiente decepcionante? Una rápida remodelación del paisaje, y ya está. Cualquier planeta puede utilizar unos cuantos arbustos nativos bien situados y un poco de hierba para cubrir sus extensiones peladas de suelo. ¿Carencia de materias primas? Planta algunos árboles, salpica el terreno aquí y allá con minerales útiles, instala algunas piscifactorías para mejorar la calidad de los ríos y lagos. Suena complicado, pero ellos lo habían convertido en una ciencia, y podían pulir un planeta feo hasta hacerlo relucir en un tiempo sorprendentemente corto. No creían en la posesión de grandes stocks: un turno de rotación rápido, ése era su secreto. Arréglalo, ponlo al mercado, véndelo rápido. Y empieza de nuevo en alguna otra parte.

Me ofrecieron trabajo mientras estaba visitando Iriarte. Me pareció bien, y me convertí en uno de sus exploradores, y seguí siéndolo durante varios años. Mi base estaba en Xamur —ya había empezado a comprar las tierras que finalmente se convertirían en mi propiedad de Xamaviben—, pero no me importaba ir regularmente a Iriarte a recoger mis misiones. Conduje un cierto número de expediciones a las regiones exteriores, y entre mis descubrimientos pueden contarse mundos como Cambaluc, Sandunga, Mengave, La Chunga Y Fulero, todos los cuales fueron vendidos finalmente por la familia de Esmeralda con agradables beneficios. Es probable que no hayan oído hablar ustedes de la mayoría de ellos. Por alguna razón, casi todos los mundos que descubrí resultaron mucho menos adaptados a la colonización humana de lo que parecieron en la época de los informes originales de los exploradores y los análisis de los expertos. La gran excepción es, por supuesto, Fulero, del que seguramente habrán oído hablar y donde probablemente hayan pasado algunas deliciosas vacaciones. Francamente, creímos que Fulero no valía absolutamente nada, y nos alegró venderlo por lo que quisieron darnos, pero ése fue uno de los casos donde los compradores rieron los últimos, puesto que se necesitó solamente una ínfima remodelación planetaria por parte de sus nuevos propietarios para transformarlo en el lujuriante jardín y el delicioso mundo de vacaciones en que se ha convertido hoy. Bien, incluso un gitano se deja engañar de tanto en tanto, reza el refrán. Y a largo plazo resultó muy útil a la gente de Esmeralda, en otras transacciones, poder decir: «Éste es el mundo más prometedor que hemos tenido desde Fulero. Y ustedes saben qué negocio fue ése.»

No estay seguro de durante cuánto tiempo me estuvo explorando la familia mientras yo estaba explorando para ella. Debió ser bastante, puesto que a su manera eran una gente metódica, y no iban a casar a su hija preferida con cualquier bribón. No veo claro de qué hubiera llegado a servir el que me desaprobaran, puesto que en el libro del futuro estaba escrito que yo me había casado con Esmeralda, pero me examinaron con gran detalle de todos modos. Fui bastante lento en darme cuenta de ello. Esmeralda tenía gran cantidad de hermanos y primos, y uno de ellos, Jacko Bakht, me parecía tan familiar que en nuestro primer encuentro le pregunté si habíamos compartido algún tiempo en los túneles de Alta Hannalanna o había pertenecido a la Liga de Mendigos de Megalo Kastro. Me lanzó una mirada peculiar y dijo. No, no, nunca. Por supuesto, era imposible, era mucho más joven que yo, y no sólo gracias a las remodelaciones. No había forma alguna de que hubiera podido conocerlo antes. Un par de años más tarde recordé de pronto dónde había sido. Era uno de los dos espectros que habían merodeado muy a menudo silenciosamente en torno a mí, observándome, cuando era un muchacho, mientras estaba en Megalo Kastro. El otro había sido Malilini. Decidí que debía haber sido alguna especie de revisión antes de darme el empleo, siguiendo hacia atrás toda mi línea temporal. Ahora me empezó a parecer que había sido espectrado también, de tanto en tanto, por otros varios miembros de la familia, pero no podía estar seguro de ello; de Jacko Bakht sí lo estaba. Un día me espectré a mí mismo hacia atrás en Megalo Kastro, y le vi allí con mis propios ojos, estudiando mi yo infantil.

Luego llegó el día en que estaba en Iriarte para recibir una nueva misión, y el despachador de la compañía, un joven gaje listo de ojos brillantes, me dijo de pronto:

—Yakoub, ¿has pensado alguna vez en casarte?

Aquel despachador era muy joven, no mucho más que un muchacho. Pero sus modales eran agradables y parecía sorprendentemente seguro de sí mismo, y se comportaba como un aristócrata nato, Cosa que era. Su nombre era Julien de Gramont, y cuando le preguntabas de dónde procedía no decía Copperfíeld, Olympus, la Capital o cual otro lugar así: decía Francia. Yo no tenía la menor idea de dónde podía estar Francia, pero en los noventa y tantos años de mi posterior amistad con Julien de Gramont, de la que ya saben ustedes algo, oí ciertamente mucho sobre ella de sus labios.

Fue Julien quien me hizo saber que la encantadora y voluptuosa Esmeralda estaba en edad casadera, que la familia buscaba un marido rom apropiado para ella, y que yo no sería tratado con desdén si la cortejaba. La idea nunca me había pasado por la cabeza. Parecía hallarse muy por encima de mí, una presa codiciada para algún pez gordo interestelar: ¿por qué querrían casarla con un oscuro piloto espacial sin ningunos antecedentes familiares, alguien que había nacido en la esclavitud y que había conseguido hacerse vender otras tres veces en sus primeros setenta años? No lo sabía, y quizás ellos no lo supieran tampoco; pero no tardé en ver, al cabo de un tiempo, que se trataba de un asunto hecho, que de alguna forma mi destino estaba sellado en los misteriosos remolinos del tiempo, que iba a casarme con Esmeralda porque en alguna parte a lo largo de la línea del tiempo yo me había casado con ella, y eso era todo.

Acudí a Polarca y le pregunté qué creía él que debía hacer.

Se limitó a echarse a reír.

—¿Es buena en la cama?

—¿Como quieres que lo sepa?

—Y no tienes muchas oportunidades de descubrirlo, ¿verdad?

—Después del patshiv nupcial, supongo que sí. No antes.

—Bien, supongamos que no lo es. Pero sigue siendo rica. Y si es rica y además es buena en la cama, te llevas una auténtica joya. Si no, bien, tú viajas mucho. Y serás rico.

—Oh, Polarca —dijo —. Eres un cochino bastardo.

—Tú me preguntaste, ¿no?

No fue tan malo. Esmeralda era dulce y atenta, y aunque tengo problemas en recordar la forma de su nariz recuerdo cómo fue aquella primera noche, cuando el interminable patshiv acabó al fin y ella y yo nos dejamos caer en el lecho nupcial. Eso dice mucho en su favor, que yo todavía pueda recordar aquella noche, después de algo así como cien años. Por supuesto, el estar casados es algo más que pasar una estupenda noche de bodas. De todos modos, el consejo de Polarca fue sabio, como siempre acostumbraban a ser. Podía haber hecho cosas mucho peores que casarme con Esmeralda. Me gustaba estar con ella. No puedo decir que realmente me excitara en ningún sentido, pero era una persona cálida y buena, muy sólida y estable, lo que ustedes podrían llamar un tipo de mujer chapado a la antigua. Seguí explorando para la familia; estaba lejos de casa algo así como tres cuartas partes del tiempo; estar casado con Esmeralda era en algunos aspectos muy parecido a no estar casado con Esmeralda, excepto que ahora era rico. Cuando volvía a casa ella siempre se alegraba de verme, y, debo reconocerlo, yo también me alegraba de verla a ella. Me hundía agradecido en aquel gran y fuerte cuerpo suyo, y ella me envolvía como un mar.

Compré más tierras en Xamur. Entre mis viajes, Esmeralda y yo íbamos a ellas a menudo. Hablamos de vivir allá todo el tiempo, en mi propiedad, cuando abandonara las exploraciones. Como si yo fuera capaz de vivir permanentemente en un solo lugar. Pero entonces creía que podía. Una vez pasamos casi todo un año allí. Eso fue cuando nació Shandor. Ni siquiera tengo la disculpa, con Shandor, de pretender que no era mi auténtico hijo, porque estuve con Esmeralda durante todo aquel año. No es que piense que ella me engañara mientras yo estaba en mis viajes, pero ha habido ocasiones en las que me hubiera gustado poder decir que me había puesto los cuernos para no tener que cargar con la responsabilidad de la existencia de Shandor. Bien, bien. Gene de mis genes, eso es lo que era realmente el pequeño bastardo, y simplemente no hay forma de que pueda eludirlo.

Le quise inmoderadamente. Eso también es cierto. Y vean cómo me lo pagó; pero le quise.

Fue salvaje desde un principio. Un niño díscolo desde su más tierna edad, siempre chillando y pateando y mordiendo. No sé de dónde le venía esa constante agitación. Evidentemente no de mí, y Dios sabe que de Esmeralda tampoco. Pero Shandor fue siempre un manojo de nervios.

Al principio no me di cuenta de ello. Pensé que era simplemente como yo, mi duplicado absoluto, Eso fue porque tenía mis ojos, mi boca, mi rostro exacto, ese rostro rom clásico que cabalga como un invencible surfista por encima de todas las olas del cambio evolutivo. Cuando tenía seis meses esperaba que tuviera también mi bigote. Supongo que le quería por ese parecido a mí que veía por aquel entonces. Mi padre y todos los padres de mi padre. Mirando a mi primogénito, empecé a verme a mí mismo de una nueva forma: como un eslabón en la gran cadena de la existencia rom que se extendía a lo largo de los eones desde los tiempos de la Estrella Romani. ¿Cómo me había atrevido a aguardar tanto tiempo antes de forjar el siguiente eslabón de la cadena? ¿Y si hubiera muerto sin representar mi papel en la unión del pasado con el futuro? Bien. ahora ya lo había hecho, y me sentía orgulloso de ello; y me sentía agradecido a Shandor por haber hecho posible que yo cumpliera con mis responsabilidades hacia la raza. Eso fue antes que descubriera lo canalla que era.

¿Cómo se volvió así? ¿Fue porque yo estaba mucho tiempo fuera de casa y Esmeralda, bendita sea, era demasiado gentil, demasiado indulgente, para encauzarle de la forma en que tienen que ser encauzados los chicos? No lo sé. Creo que es algo que no debe tener nada que ver con la forma en que fue educado, que simplemente fue alguna maldición arrojada sobre la semilla que lo creó. Esas cosas ocurren. Siempre que estaba en casa —ahora vivíamos casi siempre en Xamur—, él ocupaba toda mi atención. Le enseñé las cosas que mi padre me había enseñado, y cuando parecía necesario llevarlo hasta el camino recto lo llevaba hasta el camino recto del mismo modo que mi padre lo había hecho conmigo. Cuando yo estaba lejos había otros hombres en la familia, sus tíos y primos, para mostrarle el camino recto. De Esmeralda recibía amor y bondad, constantemente. ¿Podía haber alguna madre mejor? Y sin embargo, empecé a oír historias sobre Shandor, cada vez que llegaba a casa desde las estrellas. Sospechaba que me ocultaban lo peor de ellas, pero lo que oía ya era bastante malo. Los animales que había maltratado e incluso mutilado. Su altanería con los sirvientes. Los daños que había causado a los robots de la casa, que al fin y al cabo no estaban completamente exentos de sentimientos. La forma en que abusaba de sus compañeros de juegos, y más tarde de sus hermanos y hermanas más jóvenes.

—Shandor es un problema —me decía la gente. Nadie parecía tener el valor suficiente para decirme —: Shandor es un monstruo.

Nunca les hubiera aceptado esa palabra. Todavía me sentía cegado por mi amor hacia él. Sabía que era malo, pero me decía a mí mismo que sólo era maldad infantil. Cambiaría. Se me reía a la cara, y me decía a mí mismo que cambiaría. Le pegaba, porque era algo que tenía que hacer, y se me seguía riendo a la cara. Y yo lo admiraba por ello. Qué fuerte es, pensaba, qué poco miedo le tiene incluso a su padre. Pero uno de esos días se convertirá en un buen muchacho. No veía la podredumbre que lo recorría de pecho a espalda. Cuando comprendí finalmente lo que era, ya era demasiado tarde para intentar algo al respecto. Y luego perdí toda oportunidad ulterior de hacer nada acerca de Shandor: porque la historia volvió a repetirse, como parece intentar hacer cada vez que miras por un momento en otra dirección. La bancarrota, la dispersión familiar, el exilio, la pérdida de la mujer a la que amaba, la separación de padres e hijos: pasé de nuevo por todas estas cosas, como si no hubiera aprendido la lección la primera vez, Nada de lo que ocurrió fue particularmente culpa mía. ¿Pero y qué? Cuando llega el momento de dar el golpe, al destino no le importa un comino de quién es la culpa.

Lo que ocurrió fue que la familia de Esmeralda vendió un planeta reacondicionado de más. Se trataba de un lugar llamado Varuna, en el sistema solar de una estrella conocida como Corposanto, en alguna parte cerca del Derrame de Jerusalén. La gente de Esmeralda hizo con él un auténtico trabajo. Era un planeta tan miserable que los ríos eran de agua salada y las mariposas tenían aguijones venenosos. Pero lo redecoraron de pies a cabeza, transformándolo mágicamente hasta que fue la cosa más hermosa después de Xamur, y lo vendieron por una suma enorme a un puñado de ansiosos promotores gaje de altos vuelos que tenían intención de subdividirlo en una serie de carísimas propiedades para beneficio de los lores del Imperio.

Creo que en todo este asunto hubo un abrumador exceso de confianza. No sólo los compradores nos pagaron una suma espectacular por Varuna, sino que hicieron sus propios tratos con los compradores imperiales en forma de pagos escalonados a largo plazo, de acuerdo con la antigua tradición de que siempre debes hacerles un trato de favor a los aristócratas, en unas condiciones mucho más ventajosas de las que haces a la gente vulgar. Así se sienten halagados por la aparente generosidad y no se fijan en que el precio está flagrantemente sobrecargado, con tal de no tener que pagar la factura ahora.

Luego las distintas falsificaciones efectuadas en Varuna empezaron a ponerse en evidencia mucho antes de lo previsto, y el planeta volvió a su deplorable estado original al cabo de poco tiempo. Los promotores aún no habían empezado a cobrar de sus ventas, y los lores del Imperio cancelaron inmediatamente sus contratos. Cuando los promotores acudieron a Iriarte para exigir la devolución de su dinero, la gente de Esmeralda les pasó el contrato de venta por las narices. Ved, les dijeron, aquí, la cláusula 22A. No asumimos ninguna responsabilidad por los cambios ambientales que puedan producirse después de la transferencia de propiedad. Los promotores protestaron aduciendo que iban a verse abocados a la bancarrota. La gente de Esmeralda les ofreció su simpatía, como habían hecho otras veces en el pasado en ocasiones similares, y luego se encogieron de hombros y siguieron con lo suyo. Imaginaron que los promotores gaje iban a llevarlos a los tribunales, no sería la primera vez, y que los gaje perderían otra vez su caso —vean, aquí, la cláusula 22A, está muy claro—, y que ahí terminaría el asunto. Esos gaje eran unos estúpidos avarientos.

Pero en vez de acudir a los tribunales, los promotores gaje se limitaron a contratar un ejército de mercenarios e invadieron Iriarte. Ésa parecía ser una táctica mucho más productiva que intentar un litigio legal. Yo estaba fuera en una expedición de un año cuando ocurrió todo esto. Cuando regresé, descubrí que la kumpania de la gente de Esmeralda había sido totalmente borrada del mapa, sus activos y propiedades confiscados por la fuerza, muchos de los miembros de la familia muertos y los supervivientes dispersos en todas direcciones. Esmeralda y todos nuestros hijos se hallaban en Iriarte cuando llegó el ejército de mercenarios. ¿Dónde estaban ahora? Todo el mundo se encogía de hombros. Creemos que están muertos, me dijeron. Sí. Sí, todos muertos.

Me marché desesperado, y tardé mucho tiempo en recuperarme. Todo lo que me había quedado era mi propiedad en Xamur. Me oculté allí por un tiempo, y luego viajé un poco. Hice intentos de localizar a Esmeralda y los niños, pero no conseguí nada. Al cabo de un tiempo me casé de nuevo, y luego otra vez. No fueron buenos matrimonios, pero fueron matrimonios. No tenía intención de vivir solo. Hubo otros hijos, muchos de ellos. Mi primera familia empezó a borrarse de mi mente; la herida sanó.

Finalmente encontré a Jacko Bakth viviendo bajo otro nombre en la Capital, ganándose miserablemente la vida con patéticos engaños a costa de los príncipes imperiales menos perspicaces, y me confirmó que Esmeralda había muerto efectivamente cuando cayeron las primeras bombas de implosión. ¿Mis hijos? También habían muerto. Jacko Bakht parecía también un hombre muerto. Le dejé, y no volví a verle. Supongo que me decía la verdad, porque aunque hice algunas otras investigaciones posteriores nunca volví a saber nada de ellos, ni de Esmeralda ni de los niños. Nadie desaparece por completo en esta galaxia, a menos que esté muerto. Así que debían estar realmente muertos, como había dicho Jacko Bakht.

En realidad, todos menos uno.

Por una monstruosa aberración de la justicia kármica, Shandor había sobrevivido al cataclismo de nuestra familia. Sólo tenía doce años, pero era astuto como el hielo. Fue algunos años más tarde cuando empecé a oír historias acerca del atrevido piloto estelar llamado Shandor. Era un rom, por supuesto, aunque parecía haberse mezclado con un puñado de espectaculares y célebres mujeres, siempre gaje. Ésa era mala señal, que un rom se enredara con mujeres gaje. Las historias que contaban acerca de él eran historias horribles, pero no les presté mucha atención. Había empezado a olvidar a mi hijo primogénito. No se me ocurrió que aquel Shandor pudiera ser mi Shandor. Sin embargo, las historias seguían aumentando. Shandor esto, Shandor aquello, ese piloto lunático que hacía cosas por las que cualquier otro hubiera sido severamente castigado. Lo cual nunca le ocurría a él. La gente parecía admirarle por lo que hacía. Como yo le había admirado por reírse de su padre en la cara cuando intentaba castigarle. En su osadía, en su atrevimiento, aquel Shandor tenía por costumbre aceptar riesgos inaceptables, y en una ocasión —el infame asunto de Djebel Abdullah— había llegado a perder toda una astronave, haciendo que se estrellara en uno de los peores planetas conocidos. Negó cualquier tipo de negligencia. Peor aún, hubo monstruosas acusaciones de que se había producido canibalismo entre los supervivientes, y que él, como oficial superviviente de más alto grado, no sólo no se había opuesto a ello, sino que lo había organizado. Negó eso también.

Entonces llamó mi atención el que ese hombre era llamado Shandor hijo de Yakoub, y que había nacido en Xamur. No quise creerlo. Intenté rechazar la idea. Pero no podía haber ninguna coincidencia en ello: Shandor hijo de Yakoub. Recordé el chillante bebé de enrojecido rostro mordiendo el pecho de Esmeralda. Yo ostentaba en aquellos momentos altos cargos en nuestro gobierno —Cesaro o Nano estaba haciéndose viejo y se sentía enfermo, y se hablaba de mí como el próximo rey, aunque yo rechazaba incluso el pensar en ello—, y resultaba difícil ocultarme de aquellas hazañas, y al cabo de un tiempo tuve que reconocer que era mi hijo. Fue una gran vergüenza para mí, aunque todos mis amigos se pusieron de mi lado cuando fue llamado ante el kris y acusado de los crímenes de Djebel Abdullah. Y hallado culpable y expulsado de nuestra nación. Aunque consiguió exonerarse más tarde, no sé cómo. Era encantador, supongo. O simplemente astuto. Intenté relacionarme lo menos posible con él. Y él conmigo. Es lo único bueno que puedo decir de él. Al menos se mantuvo lejos de mi camino, mientras yo fui rey.

9

La mazmorra donde me metió Shandor era exactamente lo que había esperado de él. No había olvidado que estaba allí, y no me sorprendí en absoluto de que fuera aquélla la elegida para retenerme. Era el tipo de mazmorra conocido como oubliette, un nombre que procede de la perdida y querida Francia de Julien de Gramont y que deriva del verbo oublier, que quiere decir «olvidar». En consecuencia, una oubliette es un agujero al que arrojas un prisionero del que no quieres saber nada más.

Aquella oubliette en particular estaba a seis o siete niveles por debajo del suelo, en las profundas entrañas del palacio real. No es una de las curiosidades más célebres del edificio. No es algo que te muestren cuando acudes a efectuar una visita turística. Yo llevaba ya diez o veinte años como rey cuando la descubrí un día mientras vagabundeaba por los niveles inferiores intentando descubrir una de las cámaras de los archivos. Pero se supone que, por su misma naturaleza, una oubliette no tiene que ser muy llamativa.

Puesto que el concepto mismo de mazmorras y oubliettes suena malditamente medieval, puede que se pregunten ustedes cómo los roms modernos, con su alta tecnología y sus viajes a las estrellas, podían incluir una cosa así en su palacio real. La respuesta es que no lo sé; y la respuesta secundaria es que no somos tan modernos y con una tecnología tan alta como algunos de nosotros pretendemos ser. De hecho, en realidad somos tipos medievales, si nos examinamos fríamente a nosotros mismos. Vivimos bajo todo tipo de tradiciones que tienen miles de años de antigüedad. Somos tribales. Tenemos reyes. Pronunciamos conjuros. Decimos antiguas plegarias en antiguas lenguas. Cantamos con voz fuerte cuando algo nos emociona, y no nos avergonzamos de bailar encima de las mesas a la antigua, exquisita y desinhibida manera de nuestras viejas celebraciones tribales. Creemos en cosas como el deber y la familia y la santidad de los juramentos. Somos gente de intensas lealtades y fuertes pasiones. En pocas palabras, somos absolutamente medievales, triunfalmente medievales. Incluso yo. Incluso ustedes, con todas sus pretensiones modernistas. ¿Por qué no tener una o dos mazmorras? Nunca puedes decir cuándo puede ser útil una mazmorra, incluso en esta época moderna. Especialmente en esta época moderna.

Me instalé en la mía como si fuera la más espléndida suite de hotel de cualquiera de los mundos reales. Casi tenía la impresión de volver a un nido antiguo y familiar. La primera vez que la había visto, hacía décadas, eso era lo que me había parecido. Había sabido de inmediato, entonces, que aquella mazmorra iba a convertirse algún día en mi hogar. Un presentimiento. Un pequeño salto, no raro entre nosotros, a través de los límites del tiempo. Así que cuando me hallé al final tomando posesión del lugar, fue con la sensación de estar cerrando una transacción que llevaba mucho tiempo pendiente en los libros.

No es que mi mazmorra fuera un gran lugar donde vivir. Las mazmorras raras veces lo son. Ésta debía estar a unos seis o siete centímetros por encima de la tabla de agua, por lo que era apropiadamente húmeda y rezumarte. Una corriente subterránea corre por debajo del palacio real de Galgala. La oubliette se asentaba directamente encima. Un delgado hilillo de agua corría por el suelo de piedra en el extremo inferior. Incluso en la semioscuridad el agua lanzaba encantadores reflejos. Arrastraba con ella oro en disolución, como todo en Galgala. Las propias paredes de mi pequeña prisión estaban llenas de oro. Supongo que, si esto fuera la Tierra medieval en vez del fantástico y futurista Galgala, hubiera podido sobornar mi escapatoria de la mazmorra tras pasar treinta años o así extrayendo el oro de las paredes a la luz de mi vela, o algo parecido. Pero esto, al fin y al cabo, era el fantástico y futurista Galgala, donde el oro se halla en todas partes, y mis guardias no estaban más dispuestos a dejarse comprar por el mezquino metal amarillo de lo que lo estarían por un puñado de aire.

Shandor me había prometido serpientes y sapos sierra como compañeros ahí abajo. No trajo los sapos sierra, lo cual le agradecí. Tienen unos pequeños y desagradables dientes barbados, y son unos incómodos compañeros de cuarto. Pero sí obtuve una familia de serpientes, como prometió. Eran esbeltas y verdes y con grandes ojos dorados —el toque Galgala—, y vivían en un nicho en la pared, y salían de tanto en tanto para pasearse por la mazmorra. No parecían peligrosas, ni siquiera poco amistosas, aunque sospecho que las ratas que vivían en los pasadizos detrás de las paredes debían opinar de otro modo. De tanto en tanto una de mis serpientes se dejaba ver con un bulto con forma de rata en la barriga. De hecho, las ratas, con las que Shandor no me había amenazado, eran un engorro considerable. Tenían seis pequeñas patas multi-articuladas como algunos tipos de crustáceos, y pequeños ojos negros como cuentas, y desagradables y luminosos dientes en forma de aguja que brillaban con un color azul violeta en la oscuridad. Ocasionalmente alguna se deslizaba por mi lado cuando estaba intentando dormir, y yo abría los ojos para ver aquella pequeña y fea luminosidad atravesar la oscuridad. Imaginé que si me mostraba lo bastante amistoso con las serpientes, éstas desanimarían a las ratas de pasearse por allí, y eso funcionó bastante bien la mayor parte del tiempo. Las acariciaba y les hacía cosquillas, les ofrecía trocitos de mi comida, les contaba historias del Swatura, les cantaba tristes baladas con mi más hermosa voz. Pese a ello, mis noches no estaban totalmente desprovistas de ratas, y hubo algunos momentos realmente desagradables.

También tenía insectos de formas y tamaños variados, y algo que creí que era una especie de lodoso moho volátil y lo que podían ser protozoos gigantes que corrían en furiosos círculos por las paredes y a veces por encima mío. Tengo una vista maravillosa pero apenas podía verlos, y a veces creía imaginarlos. A veces no. Eran transparentes, con miembros como ruedas. Me hacían estornudar. Los estornudos no eran imaginarios.

La comida llegaba más o menos dos veces al día —era difícil calcular el paso del tiempo, pues no había ninguna ventana—, traída por los robots carceleros, que nunca pronunciaban una palabra, simplemente deslizaban la bandeja a través de una ranura en la puerta. No era una comida espectacular, pero tampoco me moría de hambre. Eso es lo mejor que puedo decir de ella: no me moría de hambre. Más adelante la calidad de la comida mejoró considerablemente, como describiré luego.

No fui torturado. Nada de potro, ni empulgueras, ni visitas de inquisidores amenazantes. De hecho, ningún tipo de visita. Quizá ésa se suponía que era mi tortura. Soy un hombre sociable. Por supuesto, podía hablar con mis serpientes, e incluso con los protozoos y el moho volátil, si me sentía realmente solo. También había la opción de espectrar, cosa que Shandor no podía impedir. Me dediqué mucho a ello. Pasaba casi tanto tiempo espectrando como en mi celda. Eso ayudaba.

Chorian, supuse, debía haberse ido de Galgala tan pronto como se dio cuenta de que yo no iba a regresar de mi entrevista con Shandor. Sabía que era muy probable que fuera detenido, y le había hecho jurar un terrible juramento para impedir que se lanzara a cualquier loco plan de rescate.

—He venido aquí para ser hecho prisionero —le dije —. No para que me maten, o para que te maten a ti. Tu misión es salir de aquí y difundir la noticia de que el vil usurpador Shandor ha encarcelado a su padre Yakoub, el querido rey rom. Quiero que todo el mundo en el Imperio sepa lo que ha hecho ese bastardo. ¿Me comprendes, Chorian?

Chorian comprendía, sí. Desgraciadamente, no consiguió salir de Galgala para difundir la noticia, porque Shandor lo había mantenido estrechamente vigilado, y Shandor tenía otras mazmorras disponibles. Esto lo descubrí mucho más tarde, y explicó por qué la reacción pública a mi encarcelamiento fue tan lenta en fraguar. Más pronto o más tarde, por supuesto, Polarca y Damiano y los demás se darían cuenta de lo que nos había ocurrido a ambos, y empezarían a hacer circular la noticia. Pero eso tomaría tiempo.

Bien, tenía tiempo. Pero incluso yo puedo terminar impacientándome.

10

Una vez, hace mucho tiempo, viví en Duud Shabeel, que es un lugar más bien remoto poblado por una curiosa colonia de extraños fanáticos religiosos. Seguro que un antropóloga encontraría sus hábitos de autoflagelación y, de hecho, auto-mutilación, completamente fascinantes, pero a mí me causaban más revulsión que ninguna otra cosa. Por otra parte, son unos maravillosos artesanos, y sus tejidos tienen una gran demanda por toda la galaxia, y eso era lo que yo estaba haciendo allí. Me pasé dos o tres años con ellos por razones exclusivamente lucrativas, acumulando un stock de sus mercancías para venderlas luego en Marajo y Galgala y Xamur.

Al cabo de un tiempo, no pude soportar el seguir viviendo en su ciudad y verlos realizar sus rituales de tortura y austeridad. Dejé a mi socio a cargo de nuestro puesto comercial y me fui a vivir unos meses en soledad al enorme desierto que se extiende al oeste de la zona habitable de Duud Shabeel. Y allí fui testigo de algo realmente notable.

En ese desierto viven unos pequeños anfibios cuyo nombre científico no conozco, pero que la gente de Duud Shabeel llama perritos del barro. Son unas pequeñas criaturas verdeazuladas con radiantes manchas rojas fluorescentes, más o menos del tamaño de una mano, que se mantienen erguidas sobre unas recias patas traseras y una gruesa y corta cola. Tienen un hocico largo y cuatro ojos protuberantes en la parte superior de la cabeza.

Puesto que el barro no suele encontrarse con frecuencia en el desierto, y aquel desierto en particular era más árido de lo que son normalmente los desiertos, uno acababa preguntándose por qué aquellas criaturas eran llamadas perritos del barro. Perritos de la arena sería mucho más apropiada. Existe una razón. Los perritos del barro pasan la mayor parte de su existencia profundamente enterrados en la arena del desierto, muy por debajo del abrasador calor del despiadado sol de Duud Shabeel. Permanecen dormidos en sus túneles, sin apenas respirar siquiera. Una vez cada cinco años —o diez, o veinte—, llueve en aquel desierto. A veces es apenas una ligera llovizna, pero lo más a menudo es que, cuando llueve, caiga un diluvio. El agua se abre camino entre los granos de arena y despierta a los perritos del barro. Entonces empiezan a cavar apresuradamente hacia la superficie. Si tienen suerte, emergen cuando aún llueve. El aguacero torrencial convierte la arena en barro y crea charcos de corta vida en las depresiones. En una sola y frenética noche de apareamiento, los perritos del barro danzan alocados por todo el desierto, eligen a sus parejas, y copulan desesperadamente hasta el amanecer. Los machos mueren al despuntar el día; las hembras depositan sus huevos en los charcos y luego mueren también. Cuarenta y ocho horas más tarde empiezan a eclosionar los renacuajos.

La infancia de esas criaturas dura aproximadamente dos semanas. Eso es todo lo que pueden conseguir, ya que después de la lluvia vuelve de nuevo el calor, y el desierto empieza a secarse. En un par de semanas los pequeños charcos se han secado. Los renacuajos, si han alcanzado la madurez antes de que esto ocurra, se apresuran a enterrarse en la arena, cavando túneles muy profundos. Allí descansan, dormidos, hasta que vuelve a llover, años más tarde, y entonces es su turno de salir de nuevo a la superficie, bailar, aparearse y morir.

Llovió mientras yo vivía en el desierto de Duud Shabeel. Vi emerger a los perritos del barro, les contemplé efectuar su danza. Y me pregunté: ¿cuál es la virtud de ese tipo de vida? ¿Qué merito tiene dormir bajo la arena durante años y años para tener una sola noche de placer? ¿Qué finalidad hay en todo esto? Esas pobres criaturas son víctimas del ciego impulso de la naturaleza hacia la autoperpetuación. El único propósito al que sirven es crear la próxima generación, cuyo único propósito será a su vez crear la siguiente.

Y entonces pensé: ¿No ocurre lo mismo con nosotros? ¿Acaso no somos solamente un tipo más elaborado de perritos del barro, saliendo a la superficie y bailando nuestra pequeña danza de apareamiento y muriendo para que nuestros lugares puedan ser ocupados por aquellos que nos seguirán?

Confieso que esos pensamientos me sumieron en la más profunda desesperación que haya experimentado nunca en mi vida, peor incluso que cuando fui encerrado tras el derrocamiento de Loiza la Vakako, peor que todo lo que sufrí en los túneles de Alta Hannalanna. Porque de pronto vi la vida como algo carente de finalidad, y eso fue aterrador para mí. Nos vi como meros prisioneros a lo largo de todos nuestros días, como son prisioneros los perritos del barro en sus túneles enterrados bajo la arena: engañados y engañados por la naturaleza, llenos de estupideces filosóficas destinadas a mantenernos dedicados a nuestra tarea de reemplazar la vida vieja por la nueva. Si mi alma hubiera sido menos fuerte y resistente, creo que hubiera deseado matarme tras aquellos pensamientos, allí a solas en aquel melancólico desierto.

Y luego pensé: ¿Qué importa si no somos más que perritos del barro? ¿Qué cambia el saber eso? Seguimos levantándonos por la mañana y transcurriendo nuestros días y haciendo lo que se nos pide que hagamos. Y si eso no tiene ningún sentido, bien, entonces no tiene ningún sentido: pero debemos seguir adelante, y debemos hacerlo de la mejor manera que podamos. Los perritos del barro lo comprenden. No malgastan nada de sus fuerzas en llorar y quejarse y enfurecerse contra su destino. No, aguardan y duermen, y luego salen y bailan. Dejemos que sea lo mismo con nosotros. Vivamos como si hubiera una finalidad, y transcurramos alegremente y con vigor cada día, efectuando las tareas que son nuestra tarea. Porque no hay alternativa. Éste es el único camino. En consecuencia, ha de ser el auténtico camino. Aunque todo parezca sin sentido, tiene que haber pese a todo algún sentido bajo esa carencia de sentido; y aunque no seamos más capaces de ver ese sentido que los perritos del barro de Duud Shabeel, sigue siendo mejor seguir adelante que no detenernos y no seguir. Así que vivamos. Busquemos. Aprendamos. Crezcamos.

Noté que me bañaba un gran consuelo cuando llegué a comprender la verdad de esa conclusión. Mi desesperación desapareció, y regresé del desierto y fui a seguir con mis cosas en Duud Shabeel, y desde entonces me he dedicado a mis cosas, fueran cuales fuesen, sin dejarme abrumar por ninguna duda. Desde aquel día no he conocido la desesperación. La rabia sí, y el desánimo, y la angustia, de tanto en tanto; pero nunca la desesperación. Porque desesperación significa pérdida de la esperanza, y ya no soy capaz de conseguir perder la esperanza, ahora que he absorbido y comprendido la lección de los perritos del barro. El recuerdo de su alegre danza bajo la lluvia del desierto me ha permitido superar muchas horas oscuras desde entonces.

Pensé de nuevo en todas esas cosas mientras permanecía prisionero en la oubliette de Shandor. Aguardando a que transcurrieran las interminables horas, aguardando el momento en que pudiera salir de nuevo a la superficie e iniciar mi danza.

11

Espectrar. Mi única diversión, mi bálsamo. El único consuelo del desventurado prisionero en la húmeda celda. De nuevo se convirtió en mi alegría y mi escapatoria, como lo había sido hacía mucho tiempo en Alta Hannalanna. Y en muchas otras ocasiones después.

Había transcurrido mucho tiempo desde que había espectrado seriamente por última vez. Cuando lo haces constantemente pasas por fases sorprendentes, en especial al principio. Todo el enorme campo del pasado se abre ante ti, y nunca tienes bastante. Vas a todas partes. Marte. Venus. Atlantis. Nueva Jersey. Es como ser un dios. Esa liberad, esa sensación de omnipotencia. Pero finalmente ya tienes bastante. Todo el mundo que espectra termina saciado más pronto o más tarde, excepto quizá Polarca, que parece insaciable. Incluso a mí me ocurrió. No es que me aburriera de ello. ¿Cómo puede uno aburrirse con el infinito? Pero después de haber estado en todas partes y en muchas más, hay veces en que parece como si ya no sintieras la necesidad de ir a ningún otro sitio. Quizá los dioses sientan lo mismo de tanto en tanto. Me pregunto si no terminarán aburriéndose de ser dioses. Envidiando a los humanos inferiores su tedioso afanarse.

Puedes pasarte sin espectrar durante años, pero nunca olvidas el don. Sabes que está ahí, lo necesites o no, lo desees o no. Y luego te hallas de repente arrojado a cualquier oscura oubliette, y le das las gracias al Espíritu Santo de poder seguir haciéndolo. Y partes. Arriba y fuera, lejos y más lejos.

12

Lo que más me gustaba era espectrar a la Tierra. De vuelta a mis raíces, de vuelta a sólido suelo fume, a la tierra donde mis padres hablan muerto. La vieja sangre rom me atraía como un imán. Una, y otra, y otra vez… a la Tierra, a cualquier época, a cualquiera de su miríada de naciones.

13

¿Dónde estoy ahora? Una ciudad amurallada, protegida en dos de sus lados por dos grandes fortificaciones, en sus otros dos lados por el mar. El cielo es claro, el sol fuerte. ¿Quiénes son esos hoscos hombres de recia barba con armadura? Ah. Llevan el emblema de la Cruz. Deben ser caballeros cruzados. Dentro de la ciudad hay defensores sarracenos. ¿Y ahí, esos hombres y mujeres de tez más oscura, vestidos con harapientas ropas y túnicas blancas, al borde del campo? Les oigo hablar en romani. O en algo que suena como si hubiera sido romani alguna vez, hace mucho tiempo. Avanzan entre los guerreros, ofreciendo sus servicios. Este hombre es un herrero que lleva su propia fragua a la espalda. Tres piedras por hogar, un fuelle que se acciona con los dedos de los pies, carbón como combustible. Una lima, un ayudante, un martillo. ¿Te afilo tu espada, buen caballero? ¿Te reparo tu armadura? Y ese otro de ahí, el calderero. Y la vieja mujer que se parece a nuestra phuri da¡, haciendo el dukkeripen, prediciendo el futuro. Serás un gran señor, enormes propiedades serán tuyas, tus hijos serán duques y tus nietos reyes.

Ayudamos a los buenos guerreros cristianos en su guerra. Construimos una gran máquina de cuatro pisos para que puedan invadir la ciudad sarracena. El primer piso es de madera, el segundo de plomo, el tercero de hierro, el cuarto de bronce. Pero se incendia, y los defensores se regocijan. Así que les construimos una gran catapulta que ellos llaman el Maligno Vecino, y una escalera de cuerdas llamada el Gato. Y dos catapultas más pequeñas que lanzan piedras día y noche contra la ciudad sitiada.

Floto por encima de la muralla y descubro que también hay roms dentro. En esta guerra luchamos a favor de los cristianos gaje y luchamos a favor de los sarracenos gaje. El trabajo es lo que importa. Los motivos por los que luchan nos parecen absurdos. Para los sarracenos preparamos potes de fuego griego —nafta y otras sustancias, un arma monstruosa que se pega a tu piel y te quema vivo—, y los lanzan por encima de las murallas a los cruzados. «¡Alá es grande!», gritan los defensores. Nos miran expectantes, y nosotros gritamos también: «Alá es grande.» ¿Por qué no? Alá es grande. Dios es grande bajo cualquiera de Sus nombres. Esos estúpidos gaje se matarán entre sí para demostrar la superioridad del nombre que ellos le han dado. Y nos matarán a nosotros también, a menos que digamos las palabras que ellos quieren. Muy bien. Alá es grande. Y Cristo es nuestro Salvador. Lo que ellos quieran. La Única Palabra es: sobrevivir.

14

Otro salto. ¿Quién sobrevive aquí? Un paisaje llano y horrible. Montones de nieve sucia, árboles desnudos. Alambradas de espino. Es una prisión. Veo gitanos con uniforme de prisioneros, a rayas, un triángulo marrón sobre su pecho izquierdo. Pero algunos de ellos llevan violines. Van de edificio en edificio, tocando: prisioneros privilegiados, artistas ambulantes. Hay otros prisioneros allí, mirando impotentes desde sus tristes barracones. Rostros flacos y demacrados, oscuros ojos trágicos. Mirando, llorando. Escuchando los violines gitanos.

Derivo hasta el lado de uno de los violinistas y me hago visible. Me lanza una extraña mirada pero sigue tocando. Una canción triste. Podrías cantarla, o podrías echarte a llorar. Toca con su instrumento el sonido de una pregunta.

—Sarishan —digo —. Soy rom.

—¿De veras? —Frío, distante, como si apenas le importara.

—Yakoub hijo de Romano Nirano. Kalderash. ¿Y tú?

Un encogerse de hombros.

—Daweli Shukarnak. ¿Eres nuevo aquí?

—Un visitante.

—Un visitante —dice, como si la palabra no tuviera ningún significado para él —. Bien, disfruta de tu estancia.

Se aleja y agita furiosamente su arco contra las cuerdas de su violín, haciendo un ruido terrible. Me hace recordar el chirriante sonido de¡ violín de Pulika Boshengro cuando dio la señal a sus secuaces de que atacaran a su familia, y por un instante siento repeluznos. Retrocedo, con ganas de gritar.

—Espera —digo —. ¿Es una prisión este lugar?

—¿Qué crees?

—¿Y esos gaje medio muertos de ahí?

—Judíos. Esta es una prisión para judíos.

—¿Pero también hay roms?

—Hay algunos roms, sí. Nos tratan un poco mejor que a los judíos. Nos dan de comer, y tocamos para los otros prisioneros los domingos. Y para los hitlari.

—¿Los hitlari? —pregunto.

—Los vigilantes del campo de prisioneros. Los nazis. —Empieza a tocar de nuevo, dulcemente, una melancólica melodía que me desgarra el corazón —. Nos odian y odian a los judíos, pero odian un poco más a los judíos. Cuando terminen de matar a los judíos nos matarán a nosotros. Quieren matar a todo el mundo, los hitlari, a todo el mundo que no sea como ellos, y lo harán, más pronto o más tarde. Piensan que se muestran generosos con nosotros, matándonos más tarde. ¿Pero qué tipo de vida es para un rom, permanecer dentro de un campo de prisioneros? Ya nos han matado, encerrándonos aquí. —Me mira como si me viera por primera vez —. ¿Eres realmente rom?

—¿Dudas de mí?

—Hablas de una forma extraña el romani.

—Vengo de muy lejos.

—Bien, entonces vuelve allá, sea donde sea. Si puedes. Márchate de aquí y olvida este lugar. Este lugar es el infierno. Este lugar es la morada del demonio.

—Dime cómo se llama —pregunto.

—Auschwitz —responde.

15

Hay mucha bruma aquí. Debe ser lejos. Muy lejos en el tiempo. Pero a través de la densa bruma blanca veo un gran sol que resplandece sobre mi cabeza. El aire es húmedo y caliente. Es un mercado. En su centro crece un árbol gigantesco con un millar de troncos y una asombrosa maraña de raíces y lianas que descienden de su miríada de miembros. A todo su alrededor fluye la pulsante vida del mercado, buhoneros, hombres santos, ladrones, carretas tiradas por mulas, niños, escribas, magos.

La gente es esbelta y tienen pieles oscuras y rostros de afilados huesos. Sus ojos son muy brillantes. Hablan un lenguaje que no conozco, aunque oigo una o dos palabras que suenan casi como romani. Al principio todos me parecen roms. Pero luego veo que la mayoría no lo son. Veo a los auténticos toros entre ellos. Se parecen mucho a los otros, pero la diferencia, aunque vagamente perceptible, es real. Poseen el resplandor toro.

Observo a los roms moverse por el mercado. Un malabarista aquí, un grupo de acróbatas allí. Cinco que han montado un pequeño escenario y están representando una obra. Uno que toca la flauta. Uno que sonríe y agita una caja de dados, e invita a los transeúntes a jugar con él. Y uno que ha adiestrado a un elefante para que baile: veo al gran animal yendo torpemente de un lado para otro como un payaso.

Alguna especie de príncipe con un turbante avanza solemnemente por el mercado. Le preceden sirvientes con picas doradas, apartando a la multitud. Uno de los roms corre hacia él, la piel del color de la nuez, ágil como un mono. Todo lo que lleva es un taparrabos blanco enrollado a la cintura. Da volteretas; grita y ríe; hace intrincados signos adivinatorios. Tiende la palma de la mano. Uno de los sirvientes deposita en ella una moneda. Luego empuja bruscamente al gitano, apartándole con la parte plana de su pica. Se ha acercado demasiado al príncipe. Aquí somos desheredados. Practicamos las comercios prohibidos. Sería un deshonor para los otros actuar en público u ofrecerse a decir la buenaventura. Hacemos lo que la gente decente no hará nunca, y lo hacemos con mucha habilidad.

¿Dónde estoy? La bruma es tan densa. Tiene que ser hace mucho tiempo. El denso aire huele fuertemente a especias. Debe ser el inicio de la historia. Somos recién llegados de nuestra perdida y arruinada tierra de Atlantis, unos refugiados aquí. Quizás este lugar sea Babilonia. Tal vez sea uno de los reinos-islas del mar Mediterráneo. Creo que es la tierra a la que Laman India, sin embargo. Donde vivimos tanto tiempo después de abandonar Atlantis. Ese elefante, el calor, las lianas colgando del árbol de muchos troncos. De todos modos, para nosotros, tanto da la India que cualquier otro lugar. Somos malabaristas y acróbatas, hojalateros y decidores de la buenaventura, vayamos donde vayamos. Extranjeros. Desheredados.

Me hago visible. Soy con mucho el hombre más alto del mercado, y mis ropas son extrañas, y mi piel de un color demasiado claro. Sin embargo, sólo una persona parece reparar en mi presencia. Es el ágil rom que ha estado dando volteretas para el príncipe. Nuestros ojos se cruzan casi a través de toda la anchura del mercado, y me sonríe. Esa cálida sonrisa brilla como un faro en la bruma.

¿Me toma por algún príncipe gaje de alguna lejana tierra, recién llegado y lo bastante estúpido coma para pagarle una fortuna en oro a cambio de una rápida danza y un poco de profecía?

No. No. Sonríe de nuevo, y me guiña un ojo. Es un guiño de reconocimiento. Somos parientes. Ve al rom en mí.

Le devuelvo el guiño y le sonrío. Mis labios modulan una palabra para él: Sarishan.

Y, a través de la bruma, me llega su respuesta: Sarishan, primo.

¿Ha dicho realmente eso? ¿Primo? Se echa a reír y asiente. Y se vuelve, ese antiguo y desconocido primo mío, y desaparece entre la multitud. Y me quedo solo, separado de él por cinco mil años de bruma blanca.

16

Aquí sé dónde estoy. Ésta es la querida y perdida Francia de Julien de Gramont, y yo estoy en el templo de Sara la Virgen Negra. Tiempo de festival para los roms: hemos llegado de toda Europa para ello. He estado antes aquí, muchas veces, en muchos años distintos. Puede que incluso esté aquí también, otro espectro mío a mi lado. O quizá varios de ellos. Que así sea. Miro a mi alrededor. Una visión familiar. Las mujeres gitanas con las largas y revoloteantes faldas de muchos tonos, con masas de oro brillando en sus gargantas y pechos, los hombres con trajes negros y pañuelos brillantes, todos ellos llevando cirios encendidos a lo largo de la suave pendiente hasta la playa. Y en torno a ellos, como siempre, multitudes de espectadores gaje, codo contra codo. Apretándose unos contra otros, intentando captar algo de los gitanos y sus ritos. Siempre observándonos. Y nosotros somos espléndidos en nuestra peculiaridad. Hombres sobre caballos blancos, sacerdotes con casullas negras. Los cascos golpeando contra las piedras. Violines y guitarras desgranando líquidas melodías. Las largas hileras de roms serpenteando por entre las estrechas calles hacia la iglesia donde se exhibe la estatua de la santa negra. Dulce aroma de incienso en el aire, el olor de la cera. Risas, canciones, hombres, mujeres, niños, rateros y policías, roms y gaje.

—¿Quieres saber cómo robar gallinas? —pincha un chiquillo rom a un gaje de ojos muy abiertos —. Usa un látigo, es lo mejor. Un rápido latigazo al suelo y la alzas de inmediato fuera del corral, sin siquiera un cacareo. O bien ata un poco de maíz al extremo de un cordel y cuélgalo allá donde pueda tragarlo. Un tirón, y ya es tuya.

—¿Y vosotros todavía hacéis esas cosas?

—¡Oh, ésas y muchas más!

—¡Explícale cómo reventar al bawlo, Hojok!

Un parpadeo, una sonrisa.

—¿Qué es eso?

—Quiere decir envenenar al cerdo. Una esponja empapada en manteca de cerdo. Se la das a comer al cerdo de un granjero. La manteca se funde, la esponja se hincha, el cerdo muere por bloqueo de sus tripas. Luego vas a ver al granjero. ¿Nos dará usted ese cerdo muerto? Podemos usarlo para dar de comer a nuestros perros. El granjero no sabe de qué ha muerto el cerdo, no se atreve a usar su carne. Así que nos lo da. ¡Cerdo asado para la fiesta!

—¿Es así como se hace?

—También robamos niños pequeños. Los criamos como gitanos.

—Creo que os estáis burlando de mí.

—Oh, no, de veras, no, no. Son auténticas historias del folklore gitano. ¿No tienes cien francos por casualidad? ¿Cincuenta? Sara —la —Kali en la iglesia, la imagen negra. La sirvienta de las hermanas de la Virgen María, María Jacobea y María Salomé, cuando huyeron de Tierra Santa. Una muchacha gitana, devota y buena, hija de un gran rom, hace mucho tiempo. El mar arrojó a las hermanas a la costa de la Francia de Julien, y Sara, porque una visión le había dicho que así lo hiciera, hizo una balsa con sus ropas y acudió a salvarlas. Y después las hermanas la bautizaron y le enseñaron el evangelio entre los gaje y los roms.

—¿Conoces a la Virgen Negra? —le pregunté en una ocasión a Julien —. ¿Nuestra santa gitana? Su estatua se halla en una antigua iglesia de Francia. —Pero no, no había oído hablar de ella. No es una santa católica, le expliqué. Sólo nuestra santa. Pero de todos modos la veneran en una iglesia católica. Y es visitada regularmente…, un gran peregrinaje, cada año. No sabía nada. No tuve el valor de decirle que yo había estado allí, en su Francia, para ver el peregrinaje de Sara —la —Kali. Más de una vez, además. Pobre Julien, era casi un rom en su alma, pero el espectrar estaría siempre más allá de sus habilidades. Y así yo he visto la auténtica Francia, que tan brillantemente arde en sus sueños, y que él nunca podrá ver.

La larga vigilia nocturna en la cripta. A la izquierda el viejo altar pagano, a la derecha la estatua de Sara, en el centro un altar cristiano de casi dos mil años de antigüedad. Todo desaparecido ahora, por supuesto, todo desvanecido con el fin de la Tierra. Sin que quede ninguna huella. Pero yo todavía puedo ir hasta allí, espectrando. Para ver a mis antepasados y sus devociones. Colgar piezas de ropa de los ganchos como ofrendas a Sara. Frotar las medallas santas y las fotografías y verte curado, si estás enfermo. Luego la marcha hasta el mar, llevando las sagradas imágenes hasta las olas. Hundirte en ellas también, echar agua sobre las cabezas de los demás, incluso sumergir tus cartas de decir la buenaventura en el agua para hacerlas más sagradas. Guitarras. Violines. El humo de las velas. Las multitudes. Todos nosotros los roms avanzando juntos, y los gaje mirando, maravillados y asustados. Hace tanto tiempo. Voy allí y avanzo con ellos. Nadie cuestiona mi derecho a estar allí.

—¿Mandi angitrako rom? —me pregunta alguien —. ¿Eres gitano inglés?

—No —respondo —. No inglés. De mucho más lejos.

—Ah, si. De América. ¡De Nueva York! ¡De Romville, en América! ¡Sarishan, primo! ¡Sarishan!

Sólo nombres para mí. América. Nueva York. Todo desaparecido hace tanto tiempo. Mi gente. Y yo su futuro rey, caminando entre ellos, el hombre de las estrellas, riendo, llorando, cantando.

17

Este castillo es el de Gran Ida. Murallas de piedra, altos arcos, profundos fosos verdes por el tiempo. Veo un espectro de mí mismo, de una visita anterior, resplandeciendo en la lejana muralla, mientras resuenan los cañones. Aquí y allá parpadean otros espectros roms, apareciendo y desapareciendo de la vista como tantas otras llamitas a lo largo de las almenas. Debe haber aquí tantos espectros como defensores.

Allá en las trincheras, al pie de la colina, los austriacos invasores rugen insultos contra nosotros. Desde lo alto del castillo, los defensores gitanos les rugen sus propios insultos de vuelta. Los austriacos rugen en un lenguaje y los gitanos en otro, pero para mí todo es sólo ruido. ¡Hootchka! ¡Pootchka! ¡Hoya! ¡Zim!

Polarca aparece junto a mi codo.

—Un poco de diversión, ¿eh, Yakoub?

—Pero siempre termina del mismo modo.

—Sin embargo, somos valientes, ¿no crees?

Sí. Somos muy valientes. Un millar de gitanos al servicio de Ferenc Perenyi, el señor húngaro de la fortaleza. Cuando llegó el ejército austriaco no pudo encontrar a nadie de su propia gente para defender su castillo; pero estaban los gitanos. ¡Míralos! Veinte días de asedio, ¡y cómo luchan! Siempre somos leales cuando se nos pide que luchemos. Nunca echamos a correr ante un ataque. Excepto, por supuesto, cuando sería una locura resistir. Perenyi ha desaparecido hace tiempo, ha huido por la puerta de atrás, dejando el castillo abandonado. Así que ahora es un castillo gitano. Si lo salvamos, podemos quedárnoslo. Pero por supuesto no hay forma alguna de salvarlo. Los austriacos no piensan ceder.

—¡Seguid luchando! —grita Polarca —. ¡Vais a vencer!

Hombres sudorosos vestidos con sucios harapos cargan los grandes cañones y les acercan las antorchas. Allá abajo, el paisaje entra en erupción, y los austriacos se dispersan. Los gitanos vuelven a cargar los cañones. Yo mismo echaría una mano si pudiera. Volver a cargar, apuntar, disparar. Volver a cargar, apuntar, disparar. Polarca salta de almena en almena. Los demás Yakoub corren alocadamente de un lado para otro, sonriendo, gritando, animando a los defensores. Salvaremos el castillo de Ferenc Perenyi de los austriacos para él, y si Perenyi no vuelve nunca, el castillo será nuestro. ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Los austriacos huyen!

Pero los cañones del castillo empiezan a callar.

—¡Disparad! ¿Por qué no disparáis? —grita Polarca.

Nadie puede comprender lo que dice. El estruendo de la batalla ahoga sus palabras. El aullar del viento, los gritos de los heridos. ¿Y quién puede comprender además el reman¡ de un rom del Reino, allá en la Tierra, dieciséis siglos en el pasado? Pero sigue intentando animar a los luchadores.

—¡Disparad! ¡Disparad!

—Se les ha agotado la pólvora —digo suavemente a su oído. Así es. El jefe gitano se yergue en las almenas, agitando los puños.

—¡Sucios bastardos! —grita a los austriacos. Eso es lo que debe estar diciendo —. ¡Sucios bastardos! ¡Si tuviéramos más pólvora acabaríamos con todos vosotros!

Los atacantes empiezan a darse cuenta, ahora, de que el fuego ha cesado.

—¡Adelante! —grita Polarca —. ¡Con las manos desnudas! ¡Con puños y con nudillos!

Los austriacos acuden corriendo colina arriba. No podemos hacer nada contra ellos, Aquí y allá, un rifle dispara un único tiro: pero nuestra pólvora se ha agotado, y saltan por encima de las murallas del castillo. La batalla está perdida. El castillo está perdido.

Y un hermoso momento final. Las tropas austriacas se cierran sobre los valientes gitanos, que están luchando hasta el último, con porras, cuchillos, puños, cualquier cosa. Y los atacantes ven que no hay húngaros allí, que sólo quedan gitanos para defender el castillo. Aparece el general austriaco. Hace un amplio gesto can ambos brazos. Y exclama:

—¡Corred, gitanos, corred tan aprisa como podáis! —No habrá ningún intento de hacer prisioneros. Los derrotados gitanos se marchan rápidamente, y los austriacos les dejan hacerlo. Y el Gran Ida está perdido. Sólo quedan unos pocos espectros rom. Ahí está Polarca, muy arriba. Hay otro Yakoub, y otro más, sobre las almenas. ¿Y aquí? ¿Valerian? Rostros familiares por todas partes. Fue una derrota gloriosa, y todos acudimos a verla. Algunos de nosotros muchas veces. Así es nuestra historia, supongo. Una gloriosa derrota tras otra. Siempre denotas. Pero siempre gloriosas.

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