Uno: EN LA ESTACIÓN DE LAS NIEVES

Ésas son las Tres Leyes:

Lo que es sagrado es lo que es eficaz.

Los que viven de acuerdo con el sentido común son justos a los ojos de Dios.

La Única Palabra es: ¡Sobrevivir!

Ésta es la única Palabra: ¡Sobrevivir!

1

Lo que me impulsó a abdicar fue en principio la realización de que había llegado el momento de abandonarlo todo y huir de ello. Una de mis tácticas favoritas, con la que he tenido a menudo mucho éxito, es atacar mediante la retirada. Agresión pasiva, podríamos llamarlo.

Y así, en la estación de las nieves, dejé atrás Galgala, mi trono y mi palacio y todo, y partí hacia el mundo llamado Mulano, que significa Mundo de los Espectros. Lo que buscaba en Mulano no era ni más ni menos que un lugar tranquilo donde vivir —yo, que siempre me había movido en un mundo de ruido y excitación—, y eso fue lo que encontré allí, en medio de todo aquel resplandor nevado. Tenía ciento setenta y dos años de edad, y en lo que a mí se refería era como si nunca en mi vida hubiera sido el Rey de los Gitanos, y que me condenara si alguien iba a convencerme de ser el Rey de los Gitanos de nuevo.

No echaba en falta el trono. No echaba en falta mi palacio. No echaba en falta Galgala. Excepto por el oro, supongo. Sí, echaba en falta el oro de Galgala. Por su brillo. Por su belleza. (Ciertamente, no por su valor. ¿Qué valor?)

En Galgala todo es de oro. Los gatos y los perros, o lo que ustedes llamarían gatos y perros en los viejos días de la Tierra, tienen oro líquido corriendo por sus venas. Hay oro en las hojas de los árboles, hay pepitas de oro en las arenas de los desiertos, hay partículas de oro en los adoquines de las calles. Todo eso es cierto. En Galgala las calles están literalmente pavimentadas con oro. Ya pueden imaginar ustedes lo que el descubrimiento de un planeta así podría haberle hecho a la economía galáctica si aún estuviera basada en el patrón oro cuando fue descubierto Galgala. Pero, por supuesto, ese arcaico aunque cómodo sistema había quedado anticuado hacía siglos cuando el primer equipo de exploración se posó allí.

Ahora el oro carece completamente de valor en cualquier rincón de la galaxia, gracias a Galgala. Pese a ello, el metal posee aún su fascinación para todos nosotros, estúpidos mortales, pese al duro golpe que el descubrimiento de Galgala asestó a su valor en el comercio. Y especialmente fascina a esa especie particular de estúpidos mortales que los demás llaman gitanos. Mi gente. La de ustedes también, muy seguramente: porque espero y creo que la mayoría de los que lean este libro serán de mi propia raza. (Me refiero a aquéllos que se llaman a sí mismos los roms. Que se han llamado a sí mismos con este nombre desde que la Tierra fue Tierra.)

Nosotros los roms siempre hemos amado el oro. En los viejos días nuestras mujeres acostumbraban a adornarse con chillonas guirnaldas de monedas de oro, entretejidas en cadenas también de oro que colgaban sobre sus encantadores y bamboleantes pechos como si fueran ristras de ajos. Prácticamente necesitabas una sierra para penetrar esa masa y alcanzar sus pechos danzarines debajo de aquella cantidad de metal amarillo. Y nosotros los hombres…, ¡oh, los trucos que hacíamos con nuestro oro, allá en Hungría y en Rumania y en todos aquellos otros lugares olvidados de la vieja y perdida Tierra! ¡Ese rollo de napoleones de oro envueltos en un pañuelo y metidos en nuestros pantalones para formar un engañoso bulto, y hacer que uno pareciera que estaba dotado con una trompa como la de un elefante! ¡Imaginen la decepcionada sorpresa de las muchachas gitanas cuando caían los pantalones!

(Pero, por supuesto, uno no puede sorprender realmente a una muchacha gitana, porque ya lo han visto casi todo. Y no es el tamaño lo que buscan nuestras avispadas mujeres: es la habilidad y el arte, y un cierto vigor.)

Bien, había renunciado a Galgala y a todo su dorado resplandor por siempre jamás. Mi poder y mi gloria estaban ahora detrás de mí. Y Mulano era mi hogar.

Mulano era un mundo agradable y pacífico. Era frío, pero en realidad no era inhospitalario. Había en él un silencio que me encantaba. Y yo disponía de numerosos espectros y serpientes de nieve e incluso uno o dos dobles para hacerme compañía. Y también estaba el pájaro llamado Mulesko Chiriklo, el pájaro de los muertos. Creo que nunca fui más feliz en todos mis años. Los había enviado a todos al infierno, a todos aquellos que nunca habían comprendido hacia dónde iba yo y qué era lo que me empujaba. ¿Queréis un rey? Muy bien: id a buscaros un rey. Quiero estar solo por una vez en la vida. Eso fue lo que les dije. Y aunque ahora estaba solo, seguía sintiéndome tan alegre y malicioso como siempre: la alegría siempre me ha desbordado. Y la malicia. En Mulano me sentía tan dulce como un corderito dormido sobre una carreta llena de ajos recién cosechados y cebollas silvestres. ¡Chapite! Lo cual significa, en nuestra vieja lengua romani: ¡Es cierto!

El día de Mulano tiene catorce horas y la noche otras catorce, y también hay un período de tiempo entre el día y la noche que dura siete horas, en el que ambos soles se hallan a la vez en el cielo, el amarillo y el naranja sangre. Ese momento del día lo llamo el Doble Día. Me pasaba horas enteras fuera de mi burbuja de hielo, observando las franjas de luz que se entrecruzaban y chocaban y luchaban entre sí hasta que una engullía y transformaba la otra.

Y siempre había un momento, al final del Doble Día, en que los dos soles se hundían detrás del horizonte en un solo instante, de tal modo que el cielo se volvía verde y luego gris y luego negro, entre un aliento y el próximo. Las estrellas aparecían en ese momento. Y era el momento de la Estrella Romani. La veía de pronto, resplandeciendo en el cielo como la antorcha de los dioses, la enorme y brillante esfera de ardiente luz roja que, hacía mucho tiempo, había dado nacimiento a mi pueblo. Y me dejaba caer de rodillas, estuviera donde estuviese en aquel momento, y cogía un puñado de nieve, y me frotaba las mejillas con él para impedir echarme a llorar. (No me importa llorar de alegría, pero me enferma llorar de tristeza y añoranza) Y luego pronunciaba las palabras de la plegaria de la Estrella Romani. Si había algún espectro conmigo —digamos Thivt, o Polarca, o Valerian—, le hacía pronunciar también las palabras. Y cuando habíamos pronunciado las palabras le decía:

—La ves ahí arriba, ¿verdad que la ves, Polarca?

—La veo, sí, Yakoub.

—¿A qué distancia crees que está de aquí?

Y él decía, encogiéndose de hombros: —Seiscientas leguas, y luego dos o tres kilómetros.

Y entonces yo decía:

—El viaje de diez mil años termina con un solo paso. ¿No lo crees así, Polarca?

Y él respondía:

—Así es, Yakoub.

Y permanecíamos allí, al frío resplandor rojo de la distante Estrella Romani, hasta que podíamos sentir la fría nieve que empezaba a fundirse bajo el cálido abrazo de nuestra estrella; y entonces pasábamos dentro y cantábamos las viejas y tristes canciones hasta que había transcurrido la noche. Y así era como vivía yo en Mulano, entre los espectros y las serpientes de nieve, en la estación de las nieves, en aquella época en la que nunca había sido el Rey de los Gitanos y en la que nunca iba a permitir que me hicieran de nuevo Rey de los Gitanos.

2

Ser Rey, bien, ése era mi destino. Estaba marcado para ello. Fui atrapado por los engranajes del reinado en mi infancia, de la misma forma en que un nadador es atrapado por las olas altas y revolcado una y otra y otra vez sin ser capaz de volver a salir a la superficie. Lo que aprende el nadador es que nunca escapará del torbellino de las olas a menos que se lo tome con calma y se deje arrastrar por ellas y aguarde el momento en que pueda recuperar el control. Lo mismo ocurre con ser rey: si estás marcado para serlo, no tiene ningún sentido luchar en contra ello. Más vale tomártelo con calma y permitir que tu destino te arrastre y te lleve hasta donde se supone que debe llevarte. Así es como funciona el destino.

Sabía que se suponía que yo debía ser rey porque el espectro de una vieja acudió a mí y me lo dijo, cuando yo apenas era un niño gitano. Yo no sabía que ella era un espectro; no sabía de quién era el espectro; no sabía qué estaba intentando decirme. Pero sabía que ella estaba allí. Pensé que era un sueño que de alguna forma se había desprendido de mi mente durmiente y se paseaba por allí, libre y visible, a la luz del día. Esto ocurrió en la ciudad de Vietorion, en el planeta Vietoris, mi mundo natal, uno de los mundos del gran Imperio de las estrellas. Yo tenía —¿quién sabe?— tres años, cuatro quizás. Hace mucho tiempo.

Ella era horriblemente vieja y arrugada, la mujer más vieja que jamás haya podido existir. Supe de inmediato que tenía que haber algo mágico en ella, al ver aquellos signos de extrema vejez en su rostro, porque incluso en aquellos días era fácil someterse a una remodelación y apenas se veía a nadie que pareciera viejo. Aquí estoy yo hoy, con prácticamente dos siglos a mis espaldas, y mi pelo es tan negro como siempre, mis dientes son fuertes, mi piel firme. Uno tiene que mirar directamente a mis ojos, y a través de ellos a mi alma, para descubrir lo largo que ha sido mi viaje y hasta dónde me ha llevado.

Pero ella parecía vieja, aquel espectro de mi infancia. Su rostro estaba arrugado y lleno de profundas grietas, y creo que había huecos entre sus dientes, y su nariz era tan afilada como la hoja de un cuchillo. En medio de su correoso y apergaminado rostro gitano brillaban sus ojos, dos estrellas oscuras iluminadas por intensos y misteriosos hornos internos. Era algo brotado de los cuentos de hadas, la vieja bruja, la arpía mágica, la vieja decidora de la buenaventura gitana. Cojeando arriba y abajo por mi pequeña habitación, apoyando la garra de una de sus manos en mi pequeña muñeca. Murmurándome nombres mágicos:

—Tú eres Chavula —me susurró —. Tú eres Ilika. Tú eres Terkari.

Nombres de reyes. Grandes nombres, nombres que retumbaban y resonaban en los corredores del tiempo.

En ningún momento le tuve miedo. Era la vieja mujer sabia, la madre de las madres, la vidente. Lo que en nuestra lengua romani llamamos la phuri dai. ¿Cómo podía temer yo a la phuri dai? Y, al fin y al cabo, todavía era demasiado joven para temerle a algo.

—Tú eres el elegido —me canturreó —. Serás el grande.

¿Qué podía decir yo? ¿Qué comprendía? Nada. Nada.

—Naciste en pleno mediodía —me dijo —. Ésa es la hora de los reyes. Tú eres Terkari. Tú eres Ilika. Tú eres Chavula. Y ellos son tú. ¡Yakoub Nirano Rom, Yakoub el Rey! Tienes la magia en ti. Tienes el poder.

Me estaba cantando profecías, y yo pensé que era un juego. Estaba derramando sobre mí el destino de mi vida, tejiendo la inescapable red de mi futuro a mi alrededor, y yo me reía divertido y maravillado, sin comprender nada de las cargas que estaba arrojando sobre mis hombros. Había como un resplandor alrededor de ella, una mágica aura de electricidad. Sus pies nunca tocaban el suelo. Aquello era lo mejor de ella para mí, la forma en que flotaba. Pero por supuesto yo era muy joven. Nunca antes había visto un espectro. No comprendía nada de sus principios. Toda la magia se explica por sí misma con sólo que vivas lo suficiente como para permitir que las respuestas lleguen a ti, y más tarde lo comprendí todo. Más tarde supe que en realidad ella no me estaba profetizando nada, sino diciéndome tan sólo las cosas que ella ya había visto pasar. Eso es lo que significa tener el poder de un espectro: arrastrar el futuro, el absolutamente delimitado y completamente inalterable futuro, al pasado. Volvería a encontrarme de nuevo con la vieja, mucho más tarde. Cuando fui nombrado rey, ella se convirtió en mi consejera, mi phuri dai por derecho propio. Pero por aquel entonces yo sólo era un niño forcejeando con las perplejidades de mis cuchillos y tenedores, y ella era la mágica mujer flotante que venía a mí de día o de noche en medio de una resplandeciente aura de brillante luz y tocaba mi mano con la suya y me susurraba:

—Serás el que nos llevará de vuelta a casa.

3

Cuando me retiré a Mulano no estaba intentando escapar a mi destino, aunque a ustedes quizá les dé esta impresión. Creerlo o no es su elección. Yo sabía lo que estaba haciendo. ¿Cómo puedes escapar a tu destino? Es como decir que estaba intentando escapar de mi piel, que estaba intentando escapar de mi aliento, que estaba intentando escapar de mis pensamientos. En Mulano no estaba intentando escapar de nada: estaba intentando simplemente llenar ese gran esquema del destino que durante toda mi vida había sabido que debía llenar. A veces es necesario huir muy aprisa en lo que parece la dirección equivocada si esperas llegar alguna vez al lugar donde quieres ir.

Por supuesto, todo el universo envió emisarios a importunarme cuando llegué a Mulano. Nadie puede permanecer oculto mucho tiempo en una galaxia tan pequeña como ésta.

El primero que acudió fue un rom, naturalmente. Me hubiera sorprendido y probablemente me hubiera dolido enormemente si hubiera sido un gaje. Los roms siempre son más rápidos que nadie cuando se trata de seguir una huella. Ustedes ya lo saben, si son roms; o al menos deberían saberlo, y rezo a quienquiera que sea el dios que tengamos más cerca para que así sea. Y si no son ustedes roms…, si pertenecen al otro tipo, si son gaje…, entonces lean y aprendan. ¡Lean y aprendan!

Cuatro o cinco años antes, no lo sé exactamente, cuando decidí dejar los mundos del Imperio civilizado a mis espaldas y me encaminé a perderme en las nevadas extensiones de Mulano, cuidé muy mucho de dejar un rastro tras de mí. Era algo de sentido común. Incluso cuando quieres estar a solas para pensar, o para curar tus heridas, o simplemente para ocultarte durante un tiempo, deseas dejar a tus espaldas el patrin, las señales de tu paso. Si no lo haces, ¿cómo te encontrará tu familia? Y si tu familia no puede encontrarte nunca, ¿quién eres tú?

En los viejos días en la perdida Tierra las señales del patrin hablaban de cosas simples, y eran colocadas de una manera simple. Por aquel entonces éramos un pueblo mucho más sencillo. Unos cuantos signos rascados en el suelo, o algunas rayas de carbón en una pared: eso era suficiente. Cuando tu camino te llevaba lejos de los carromatos de tu kumpania, dejabas señales detrás de ti para indicar dónde habías ido y también para guiar a los tuyos si viajaban por el mismo camino. Había un signo así — O — que significaba: «Aquí hay gente muy generosa que es amiga de los gitanos», y había uno así — + — que significaba: «Aquí no te van a dar nada», y uno así — /// — que significaba: «Ya hemos robado este lugar» Y luego había signos que decían que había agua para los caballos, o que había cerdos y pollos para llevarnos, o que en esta ciudad vivía mucha gente estúpida que deseaba que se le dijera la buenaventura. Y también podías dejar pistas para ser usadas por aquellos que te seguían a la hora de adivinar el porvenir: «Esta mujer quiere un hijo», o: «Aquí codician mucho el oro», o: «El viejo morirá pronto».

Todo esto lo sé no sólo porque es la tradición, sino porque he recorrido personalmente los senderos de la vieja Tierra, la Tierra que existió hace mil o dos mil años, mientras espectraba para ver qué podía ver.

¿Dudan de mí? ¿Pero por qué deberían dudar de mí?

Créanme. Sé de lo que hablo. ¿Cómo podría ser de otro modo? Cuando les digo algo es porque sé que es cierto. Soy demasiado viejo para mentir, al menos para mentirme a mí mismo; y lo que digo aquí tengo que decírmelo a mí mismo antes de poder decírselo a ustedes. Les mentiría sin dudarlo si viera que con ello iba a ganar algo. Pero no aquí. Aquí sólo puedo ganar lo que espero ganar contándoles la absoluta verdad.

(Quizá alguna pequeña mentira de tanto en tanto. Sólo soy humano. Pero no mentiras grandes. Créanme.)

Cuando fui a vivir a Mulano dejé mi patrin a mis espaldas en cincuenta lugares distintos. Por supuesto, mi patrin no se trataba de un simple asunto de señales marcadas con carbón en las paredes. Al fin y al cabo, éstos son los días del Imperio, cuando todo el mundo posee magia en la punta de los dedos. Así que marqué mi camino con signos de fuego en el cielo del atardecer en Galgala, y lo escribí en resplandeciente azul y oro en las conchas de una tribu de escarabajos del viento en Iriarte, y lo enterré en los horribles sueños de un pequeño y hediondo ladrón en Xamur. Y lo dejé de otras maneras en otros lugares aquí y allá por todo el Imperio. No tenía la menor duda de que sería hallado. Pero que no sea demasiado pronto, rezaba.

El primero que me encontró, como he dicho, fue un rom. Eso fue gratificante, el que un rom fuera el primero. Deseas que los tuyos te confirmen tus propios prejuicios sobre ellos. Era joven y muy alto y tenía la piel oscura como la noche, con unos brillantes ojos y unos dientes blancos y una melena de reluciente pelo negro que le llegaba hasta los hombros. Era tan alto y esbelto que había en él una especie de belleza y fragilidad que le hacía parecer casi como una mujer, pero pude asegurar en seguida que era lo bastante fuerte como para desmenuzar rocas con sus manos.

Acudió a mí mientras yo estaba pescando el pez especia en el borde occidental del glaciar Gombo. Hacía tanto tiempo desde que había visto por última vez un auténtico ser humano vivo, no un espectro, no un doble, que por un momento me sentí realmente desconcertado. Casi deseé echar a correr. Podía sentir las poderosas ondas de vibración de la vida que emanaba de él golpear contra mi alma con el impacto de un millar de gongs.

Pera me mantuve en mi sitio y me recobré. Deseara lo que desease, no iba a obtenerlo de mí, y si empujaba y presionaba yo iba a empujar y presionar también. Los reyes somos así. No necesitas ser un hijo de puta para ser rey, pero normalmente nunca llegas a rey si eres blando.

Me hizo el signo rom y me dirigió el antiguo saludo rom:

—Sarishan, Yakoub.

Luego, hablando aún en romani, me deseó larga vida y muchos hijos y el continuado favor de los dioses y ángeles, y unos cuantos floreos medievales más de la misma índole.

—Hablo imperial, muchacho —le dije cuando pareció que ya había agotado su repertorio. Un poco de irritación gratuita es útil a veces: les mantiene en desequilibrio mientras intentas imaginar qué es lo que van a hacer a continuación. Aunque aquél parecía demasiado inocente para pensar en algo muy elaborado.

Se mordió los labios. Había esperado que yo le respondiera con un patriótico torrente en romani. La Gran Lengua y todo eso. Me miró desconcertado y dijo:

—Vos sois Yakoub, ¿no?

—¿Tú qué crees?

Creí poder oír los engranajes de su cabeza girando, cliqueteando, zumbando, gruñendo. Sí, sí, debía estar diciéndose: Esto es Mulano, y éste es el lugar donde ha desaparecido Yakoub, y este hombre se parece a Yakoub, y no hay nadie más viviendo en este planeta, así que tiene que ser realmente Yakoub. Pero quizá no estuviera pensando nada de aquello. Era tan joven y agradable que ahora sospecho que tendí a subestimarle.

Finalmente dijo:

—Por todas partes circulaban dos rumores, uno que estabais muerto, el otro que habíais ido a algún mundo fuera del Imperio.

—¿Cuál de los dos deseas creer?

—Nunca hubo ninguna duda. Yakoub vivirá eternamente.

¡Oh, Señor! ¡La adoración al héroe, en todo su esplendor púrpura! Estaba esforzándose por no temblar. Hizo rápidamente los tres signos del respeto, uno tras otro, sin la menor pausa, incluido uno que yo no había visto desde hacía al menos cuarenta años. Empecé a preguntarme si era realmente tan joven como parecía, o simplemente el fruto de una buena remodelación. Pero luego vi que tenía que ser joven. Hay una expresión de temerosa maravilla que brota siempre de los ojos de un hombre joven cuando se halla en presencia del auténtico poder y autoridad masculinos, y que simplemente no puede ser falseado, y que no aparece nunca en el rostro de alguien pasados los treinta años, por mucha que sea la habilidad del artista. Aquel muchacho tenía esa expresión. Sabía que se hallaba de pie delante de un rey; y ese conocimiento estaba licuando sus huesos.

Me dijo que se llamaba Chorian y que procedía de un mundo conocido como Fénix, en el sistema Haj Qaldun, y que era un rom del linaje kalderash. Ésa es también mi rama de la tribu. Me dijo igualmente que llevaba tres años intentando hallarme.

Nada de eso era particularmente interesante para mí. El primer impacto de su presencia estaba difuminándose ya. Me tomó uno o dos momentos, pero volvía a estar tranquilo. Me aparte de él y seguí con mi pesca.

En esta parte del glaciar el hielo era perfectamente límpido y podías ver las largas formas tubulares de los peces especia, tanto los de la clase roja como los de la variedad superior turquesa, deslizarse serenamente por el fondo del helado río a cincuenta metros de profundidad. Yo tenía una red de vibraciones ahí abajo, agitándose suavemente a la brisa molecular.

Dijo:

—Es Lord Sunteil quien me dio instrucciones de encontraron.

Eso era interesante. La imagen de Sunteil flotó en mi mente: la mano derecha del emperador, su sucesor más probable, halagador y escurridizo y quizás un poco siniestro. Miré por encima del hombro y lancé a Chorian una larga, lenta y fría mirada.

—¿Estás al servicio del Imperio, entonces?

—No —dijo —. Estoy en la nómina de Lord Sunteil. —Había como un guiño en su voz —. No es lo mismo.

Sí, definitivamente lo había subestimado. Aquélla era una sutil distinción, muy elegantemente expuesta: se había dejado comprar, pero no había vendido nada. Deseé abrazarle por ello. A veces pienso que la sangre rom se está empobreciendo, pero todavía no se había convertido enteramente en agua, si aquel muchacho era la prueba. Y por supuesto los habitantes de Fénix tienen en general una bien ganada reputación de hábiles y escurridizos. Había permitido que el aspecto de aparente ingenuidad de Chorian me engañara.

Sin embargo, no le ofrecí ni siquiera un atisbo de aprobación. No quería que empezara a mostrarse demasiado complacido de sí mismo demasiado pronto. Ese es el peligro de cualquier rom; empiezas a embaucar a los pobres gaje antes de que te hayan asomado los primeros dientes, y descubres lo fácil que es, y eso puede volverte vanidosa, lo cual está a sólo un paso de volverte descuidado. Nunca podemos permitirnos el ser descuidados. Así que, en vez de alabar su pequeña y elegantemente expuesta distinción, me limité a encogerme de hombros. En cualquier caso, tenía mi pesca de la que ocuparme.

Mi red estaba casi en posición. El momento era crítico y requería toda mi concentración. Hacer descender una red de vibraciones a través del hielo sólido es un asunto delicado. Agité los dedos sobre el teclado de control como si estuviera arpegiando una melodía en mi citara, y la red descendió un poco más y osciló y se estremeció.

En el hielo, un pez especia turquesa captó la melodía de la red y giró en redondo para mirar con fijeza su brillante boca abierta. ¡Adelante, encantador bastardo, menea la cola y métete dentro! Pero el pez no parecía tener intención de hacer aquello. Alzó la cabeza y miró hacia arriba a través del hielo, y vi sus enormes ojos verde dorados, sabios y solemnes, brillando como dos soles gemelos. He aquí un pez listo, pensé. Ese pez tiene sangre romani en sus venas. Podía oírle reír a través de cincuenta metros de hielo. Ese pez es mi primo, pensé.

—¿Has pescado alguna vez con red de vibraciones? —pregunté.

—No hay invierno en Fénix. Nunca había visto hielo antes de venir aquí.

—Oh. Hubiera debido recordarlo.

—Fui a muchos lugares mientras os estaba buscando. Estuve en Marajo, estuve en Duud Shabeel, estuve en Xamur. Nunca vi tampoco nada de hielo en esos lugares.

Tecleé una secuencia en el teclado de control y aparté la boca de la red del pez especia turquesa. Ya no sentía deseos de atraparlo, no después de la forma en que me había mirado.

Chorian dijo:

—En Xamur es donde conseguí descubrir finalmente dónde habíais ido.

—Dios te dio una nariz. Es lógico que la utilices para oler las cosas. ¿Por qué te envió Sunteil?

—Lord Sunteil teme que estéis planeando regresar al Imperio —dijo el muchacho —. Piensa que esa abdicación vuestra es alguna especie de engaño; que sólo estáis midiendo vuestro tiempo hasta que estéis preparado para volver. Y que, cuando volváis, seréis más poderosos que nunca antes.

Aquellas palabras me alcanzaron directamente como una patada en las ingles. Me di cuenta con sorpresa de que Sunteil se había dado cuenta. Aunque nadie de mi propio pueblo, al menos al parecer, había conseguido hasta entonces imaginar mi juego, de alguna forma Sunteil lo había hecho.

Lo cual significaba no sólo que Sunteil era listo, lo cual hacía ya mucho tiempo que sabía, sino que era posible que fuese más listo de lo que yo había imaginado. Eso podía traernos problemas cuando finalmente muriera el viejo emperador y Sunteil, como esperaba la mayoría de la gente, le sucediera. Porque no tenía ninguna duda de que iba a tener que enfrentarme cara a cara con Lord Sunteil, yo o mi inmediato sucesor, respecto a asuntos de la máxima importancia para el futuro del pueblo rom, cuando Sunteil se convirtiera en el siguiente emperador.

Pero si él había captado mi estrategia, ¿de qué servía enviar a Chorian hasta allí para decírmelo? Tenía que haber un truco en alguna parte.

—No lo entiendo —dije —. ¿Lord Sunteil envía a un joven rom a averiguar si el viejo rey de los roms tiene intención de crear problemas? ¿Qué sentido tiene eso? ¿Cree realmente que vas a espiarme para él? Eso es demasiado simple.

—Lord Sunteil es un hombre sutil. Y tortuoso.

—Eso he oído, sí.

—Quizá piense que vos me diréis cosas que nunca le diríais a un gaje. Y quizá espere realmente que yo se las cuente.

—¿Y lo harías?

Chorian me miró horrorizado.

—Siento una fuerte lealtad hacia Lord Sunteil, y él lo sabe. Pero nunca le revelaría los secretos del Rey de los Roms, ni por nada del mundo. Nunca. Nunca.

—¿Ni siquiera aunque yo deseara que lo hicieses?

—¿Eh?

—Mira —dije —, Sunteil está completamente equivocado acerca de lo que piensa que estoy haciendo aquí, y no es de ninguna utilidad para nadie el que siga creyendo nada de lo que cree. Quiero que le cuentes la verdad acerca de mi abdicación. Eso no puede ser considerado como una traición. Tú recibes dinero del Imperio por hacer ese trabajo, ¿no? Bien, entonces dale al Imperio lo que le corresponde por lo que paga. Ve y haz saber a Lord Sunteil que no necesita preocuparse acerca de mi vuelta para crear problemas. He perdido completamente el interés por el poder. Completamente.

¡Dios, cómo podía estar diciendo aquellas palabras! Pero en aquellos momentos creía a pies juntillas en cada una de ellas. Ésa es la primera regla de mentir con éxito: cree tú mismo en lo que estás diciendo, o nadie lo hará tampoco. En aquel instante exacto sabía tan claramente como que tenía dos testículos entre las piernas que no deseaba volver a ser rey. No había pensado lo mismo hacía cinco minutos, y probablemente no volvería a pensar igual cinco minutos más tarde, pero lo que estaba diciendo era lo que creía en lo más profundo de mi corazón, en aquellos momentos al menos.

Chorian se quedó allí inmóvil, escuchando con aquella embelesada adoración, la boca abierta, engullendo cada sílaba de las estupideces que yo le estaba lanzando.

Majestuosamente, proseguí:

—He quedado harto, muchacho, y he terminado definitivamente con ello. Todo eso del poder ya no me sirve. Ha llegado el momento en que me retire discretamente a un lado. Mulano es donde pienso seguir viviendo. Si Lord Sunteil supiera lo bueno que es pescar aquí, seguro que comprendería.

Pensé que aquél era un buen floreo para terminar.

Pero Chorian era más complicado de lo que había supuesto.

—Le diré a Lord Sunteil eso, sí —dijo suavemente, cuando yo hube terminado —. ¿Y debo decirle eso mismo también a vuestro primo Damiano? —Todo inocencia, sólo un apuesto y joven mensajero cumpliendo con los encargos de sus superiores —. ¿Que no pensáis regresar al Imperio? ¿Aunque reine un gran desorden entre los roms, porque no hay ningún rey? ¿Aunque vos seáis el único capaz de poner fin a la crisis?

4

No esperaba ni remotamente aquello. En mi sorpresa, golpeé con tal fuerza las teclas de control que la red giró boca abajo en el fondo justo en el momento en que un elegante pez especia rojo empezaba a mostrar su interés hacia ella. Hubiera debido darme cuenta de que aquello no iba a ser tan sencillo como parecía al principio. Además, ¿para quién estaba trabajando realmente aquel muchacho?

—¿Damiano? —exclamé, casi un gemido —. ¿Qué tiene que ver él con esto? ¿Dónde hablaste con mi primo Damiano?

—En Marajo, en la Ciudad de las Siete Pirámides. Le dije que Lord Sunteil me había enviado tras de vos, y él me dijo: Sí, ve, encuentra al rey y dile que su trono le está aguardando.

Mi corazón empezó a latir de una manera horrible.

Calma, calma. ¡Cómo odio cuando las sirenas de alarma empiezan a sonar de aquel modo dentro de mis viejos huesos! Pero me recuperé entre un parpadeo y el siguiente, y refrené el flujo de adrenalina. A veces la sabiduría no es más que un adecuado control de tus glándulas endocrinas.

—Nunca tuve un trono —dije —. Nunca fui rey de nada.

Chorian, sin embargo, no estaba dispuesto a seguir tragando aquello.

—Vos fuisteis un baro rom —dijo —. El gran gitano. El jefe.

—Nunca. Absolutamente no. Quítate esta idea de la cabeza. —Mis manos temblaban un poco. No quería que Chorian se diera cuenta. Para distraerle, señalé y agité los brazos y exclamé —: Mira, ahí, ¿ves ese pez que se acerca cautelosamente a la red?

Era otro turquesa, de apariencia no tan lista como el primero. Le dediqué toda mi atención. Era una forma conveniente de cambiar de tema hasta que hubiera tenido la oportunidad de asentar un poco las cosas en mi cabeza.

Podía sentir ya el sabor de la dulce carne del pez especia en mi lengua: romero, cúrcuma, comino, pimienta dorada. Hice que la red danzara para él. La envié agitándose hacia él, la hice retroceder, conseguí que suplicara ser capturado. Su largo morro se frunció mientras zigzagueaba ante el señuelo. Se sumergió con una maravillosa agilidad en las cristalinas profundidades, atravesando el hielo como si no estuviera allí.

¡Ven, hermoso bastardo! ¡Métete de una vez!

—¿Qué es esa crisis de la que hablas? —pregunté cautelosamente.

—No hay rey. Las naves exploradoras siguen adelante, pero no hay ningún plan. Surgen disputas, y no hay nadie que las solvente.

Miré fijamente a mi pez, como si pudiera atraerlo únicamente con el poder de mi mente.

—Hay formas de arreglar esas cosas, incluso sin un rey —dije.

—Las ha habido. Durante cinco años. Pero las cosas se están poniendo cada vez más difíciles y tensas. Damiano me pide que os diga que ahora los jefes rom desean elegir un nuevo rey. No os van a esperar más tiempo, ni siquiera aquéllos que nunca creyeron que hablaras en serio cuando abdicasteis. Si definitivamente no pensáis volver, entonces están preparados para elegir a alguien en vuestro lugar.

¡Así que era eso!

Aquello había sido ideado como un señuelo, aquella tranquila afirmación dicha como de pasada. Para empujarme; Sunteil no era el único que había imaginado lo que estaba tramando realmente; y ahora mis primos del Reino Rom pretendían responder a mi baladronada con otra igual. Ése era el auténtico mensaje que Chorian había venido a entregar. Puede que estuviera en la nómina de Sunteil, pero a quien servía realmente era a Damiano. Lo cual era lo mismo que decir que servía a los roms; que era como tenía que ser. Sunteil deseaba información, sí. Pero Damiano deseaba hacerme volver. Y ésta era su forma de empujarme a hacerlo.

Pero ni siquiera ahora iba a morder el anzuelo. No podía; no ahora, todavía no.

—¿Necesitan un rey? Entonces dejemos que lo elijan.

—¡Pero vos sois el rey!

—¿No me has oído la primera vez? ¿Cómo pueden elegir a alguien en mi lugar si yo nunca he tenido un lugar?

—¡Pero eso no es cierto! ¿Cómo podéis decir que no fuisteis el rey cuando fuisteis el rey? ¡Sois el rey!

Estaba desconcertado. Tenía que estarlo. Me había esforzado mucho en conseguir que lo estuviera. Me eché a reír. Le dejé que se interrogara acerca de aquella risa y volví a mi pesca. Rápidamente, suavemente, cerré la boca de la red y la arrastré hasta la superficie del glaciar. El pez especia turquesa saltaba y daba vueltas y se estremecía. Lo tenía. Alcé la red hasta que rompió la piel del glaciar, y la seguí alzando hasta que se elevó veinte metros en el aire. El sol naranja estaba alto en el este, y una franja de fuego escarlata recorría la helada tierra como un río de oro fundido. A aquella brillante luz mi pez cambió de colores un millar de veces, chillándome desde cada ángulo del espectro mientras lo mantenía allá en lo alto. Luego envié un rápido haz de fuerza a través del borde de la red, y el pez se inmovilizó.

—Ya está —dije. El orgullo me inundó. Incluso un idiota puede ser rey, y puedo listar muchos que lo han sido, pero pescar con una red de vibraciones es una historia distinta. Se necesita ojo rápido y muñeca flexible. Requiere años conseguir la habilidad, y dudo que haya nadie mejor que yo en ello —. ¿Lo has visto? —exulté —. ¿El tiempo, la coordinación? Hay auténtico arte en lo que acabo de hacer. —El muchacho me miraba con la boca abierta, la mente perdida aún en la maraña de la política interestelar. Me volví hacia él —. Muchacho, estás invitado a cenar conmigo esta noche —dije expansivamente —. Aunque sólo sea una vez en tu vida, tienes que probar el sabor del pez especia.

—Vuestro primo Damiano…

Le miré con ojos furiosos.

—¡Que le den por el culo a mi primo con un colmillo de marfil! Dejemos que él sea rey, si quiere.

—El reino os pertenece a vos por derecho, Yakoub.

—¿De dónde has sacado todas esas ideas idiotas? —dije, suspirando —. Nunca quise ser rey. Te lo he dicho diez mil veces: nunca fui rey. Fui rey en sus cabezas, quizá. Todo esto está detrás de mí ahora. Si necesitan un rey, deja que encuentren a alguien para que sea su rey. Aquí es donde vivo. Aquí es donde moriré.

Dije esto con una auténtica y resonante convicción. En aquellos momentos hubiera jurado mi sinceridad. Puedo recordar ocasiones en las que juré fidelidad eterna a Esmeralda con la misma pulsante sinceridad. Y también estaba convencido de ello.

—Sí —dije de nuevo, grandilocuentemente —. He dicho mi adiós al Imperio. ¡Aquí es donde moriré!

—¡No, Yakoub!

Sus ojos estaban vidriados por la impresión. Iban más allá del mero amor y reverencia hacia mí. Había embrollado completamente su cabeza con mis discursos contradictorios y con mi afirmación de vivir todo el resto de mi vida en Mulano. Trabado por su juventud, era incapaz de seguir mis giros y revueltas. Y, cuando hablé de morir, fue como si viera en la posibilidad misma de mi muerte su propia e impensable extinción avanzar inexorablemente hacia él. Si yo podía morir, él también. Aferró mi brazo y exclamó, con el alocado y estúpido fervor romántico de los auténticamente jóvenes:

—No debéis hablar de esta forma. Nunca moriréis. ¡Nunca!

Me encogí de hombros.

—Bueno, tal vez. Pero si alguna vez fui rey, ya no lo soy. ¿Queda esto claro?

—¿Y la sucesión…

—Que le den por el culo a la sucesión. La sucesión no me interesa. La sucesión me importa menos que el prepucio de un buey. Por eso estoy aquí en vez de en alguna otra parte. Por eso tengo intención de…

Chorian jadeó. Sus ojos se desorbitaron. Emitió un leve sonido estrangulado, gorgoteante.

No creía que la telaraña de confusiones que había tejido a su alrededor pudiera afectarle tan profundamente. Y tenía razón. Chorian jadeó de nuevo y abrió la boca y gorgoteó algo más, y finalmente consiguió señalar más allá de mi hombro, y yo miré hacia atrás y vi lo que realmente le había alterado.

Tres serpientes de nieve habían aparecido en escena.

Tres encantadores instrumentos de muerte, tres heladas cintas de verde esmeralda estriadas de rubí y zafiro y moteadas de oro. Debieron parecerle horribles, pese a que eran pequeñas, no más de ocho o diez metros de largo, cada una fundiendo un amplio y brillante sendero para sí mientras se deslizaban en gráciles curvas hacia el lugar donde estábamos de pie.

Tenían los ojos clavados en mi pez especia. Estaban convergiendo hacia él desde tres direcciones distintas.

—Oh, no, no, primas —murmuré.

De pronto apareció un impulsor en la mano de Chorian; trasteó con el enfoque. Una vena gruesa como un dedo se hinchó en su frente. De nuevo el gran gesto. Suspiré. Hay que ser muy paciente con los jóvenes.

—No lo hagas —dije, adelantando un brazo y devolviendo el arma a su bolsillo —. Sólo son carroñeras. No nos harán ningún daño, y es un crimen contra Dios hacerles daño a ellas. Pero no voy a permitirles que se apoderen de mi pez. —Caminé hacia ellas. Se enroscaron hundiéndose en el hielo y se quedaron muy quietas, como perros azotados. El calor y la pulsación de la vida les desagrada. Hubiera podido matarlas simplemente tocándolas: tengo mucho calor en mí —. Lo siento, primas —dije gentilmente —. Es un asunto de yo o vosotras, y ya deberíais saber cuál es la elección. Es mi pez, no el vuestro. Me costó malditamente sacarlo.

Se agitaron un poco. Parecían tristes y desconsoladas. Sentí lástima por ellas.

—Os diré lo que vamos a hacer. Esta noche dejaremos que el rey disfrute de su festín real, primas. Lo que quede mañana por la mañana será vuestro. ¿De acuerdo?

Evidentemente, no lo estaban. Pero no había mucho que pudieran hacer al respecto. Miraron al pez, luego a mí, luego de nuevo al pez. Emitieron pequeños sonidos que eran casi lamentos. Mi alma lloró por ellas. Era una estación dura. Pero me mantuve firme y, al cabo de un momento, volvieron sus colas y se alejaron culebreando.

Chorian me estaba mirando de nuevo con una expresión de asombrada maravilla.

—No son peligrosas —dije —. Grandes, sí, pero dulces como gatitos, y ni la mitad de feroces. Son estrictamente carroñeras. Supongo que ya sabes que los carroñeros son sagrados. Porque restablecen la vida a los mundos.

Pero él ya había olvidado las serpientes. Algo que yo había dicho le estaba agitando ahora.

—No habéis dejado de decirme una y otra vez que nunca fuisteis rey. Pero hace un momento hablasteis de vos como rey. El rey disfrutará de su festín real esta noche, eso fue lo que dijisteis. No os comprendo. ¿Sois rey o no?

—No soy rey —dije —. Pero soy regio.

Me miró desconcertado.

—Hablasteis de vos mismo como rey. Yo os oí.

—Fue una forma de hablar.

—¿Qué? —Se sentía perdido.

—Hay realeza en mí, así que puedo hablar de mí mismo como rey, si me place. Y puedo decir que he sido rey, o puedo decir que nunca he sido rey, como me plazca. Porque la realeza perdura siempre. El reinado puede desaparecer, pero no la realeza; nunca, muchacho, jamás. Una vez has aceptado la carga y aprendido cómo mantenerte erguido debajo de ella, esa fuerza nunca te abandona, aunque la carga sí lo haga. —Me eché el pez especia sobre mi hombro. Debía pesar cincuenta kilos, pero no iba a permitir que eso me preocupara —. De modo que esta noche cenarás con el rey, muchacho, y lo que comas será comida real. Y dentro de uno o dos días volverás allá de donde viniste, ¿queda claro? Y les dirás que Yakoub habla en serio cuando dice que estaba cansado de ser rey. Yakoub ha abdicado. Permanentemente. Absolutamente. Retroactivamente. Eso es lo que le dirás a Sunteil. Eso es lo que le dirás a Damiano. Puedes decírselo al propio emperador, si quieres. Es un error dudar de mí.

Oí una risa en la distancia. Supe, sin mirar a mi alrededor, que era la risa de los espectros. Mulano es un lugar de muchos espectros. Están los espectros nativos y luego están los espectros visitantes, y los dos no son el mismo tipo de cosa. Los espectros nativos son formas de vida que resulta que no son vida carnal; hay miles de millones de ellos y están por todas partes, y te brillan en medio del aire como linternas, una presencia amistosa pero no muy apta para la conversación. Ésos son los espectros que dan su nombre a este mundo. Mulo, espectro, una espléndida palabra toman. Mulano, lugar de espectros. Fue un rom quien le dio nombre a este mundo, a causa de todas los espectros que viven aquí. Pero desde que yo llegué a Mulano muchos espectros del tipo más familiar han venido a visitarme, mis primos, derivando a través del vacío del espacio y los abismos del tiempo hasta este helado lugar para hacerme compañía: Polarca, Valerian, a veces Thivt, que es también mi primo aunque no sea coro, y varios otros de tanto en tanto. No necesitas saber quiénes son, todavía no. Viejos amigos que vienen de visita: eso es suficiente por ahora. Una docena de veces al día siento el crepitar eléctrico de sus auras en el aire, y el campanilleo de sus risas flota hasta mí, y sé que alguien muy cercano a mí y muy querido está flotando cerca. Ahora pude sentir su presencia. Estaban riendo. Eran espectros-primo. El otro tipo no ríe.

Supe por qué estaban riendo.

—Que ninguno de vosotros dude tampoco de mí —les dije.

5

Colgué mi pez a cocer en un globo gravitatorio, donde los jugos darían vueltas y vueltas en torno a él y mantendrían uniformemente mojados todos sus lados. Algunos espectros de Mulano, atraídos por la tensión electromagnética del proceso de cocción, se acercaron ruidosamente para ver si había algo de comer para ellos. No iban detrás del pez, sólo de las ondas infrarrojas aromatizadas por el pez que emanaban de él. ¿Saben? Es posible impartir aroma a la energía a lo largo de todo el espectro, simplemente cocinando algo interesante en su banda. Quizás ustedes no sean capaces de detectarlo, pero simplemente pregunten a cualquier espectro de Mulano.

Mientras el pez se cocinaba, el sol amarillo empezó a arrastrarse en el cielo occidental y se inició el Doble Día. Las habituales auroras del Doble Despuntar empezaron a rutilar detrás de las montañas, e inmediatamente los espectros perdieron interés en mi pez: había comida mucho mejor para ellos allá fuera. Chorian contempló incrédulo los sorprendentes efectos de luz.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Pasa cada día hacia esta hora. Mira.

—¿Puedo ayudaros en algo ahí dentro?

—Ve a mirar —dije —. No se ven esas cosas en los mundos del Imperio.

Salió. Me encanta cocinar, pero odio tener público. Para otras cosas sí, pero no cuando estoy intentando preparar una comida. Cocinar, como hacer el amor, es algo que hay que hacer en privado. Fui de un lado para otro de la burbuja de hielo, preparando las cosas para la cena, una botella de vino de Marajo helado y un racimo de resplandecientes uvas de Iriarte y una bandeja de pequeñas ostras de Galgala, que fui sacando de los distintas bolsillos dimensionales donde guardo almacenadas esas cosas. Cuando todo estuvo organizado asomé la cabeza fuera de la burbuja y llamé al muchacho. Brillantes sábanas de sinuosos colores se agitaban como tremendos estandartes eléctricos sobre nuestras cabezas, y los enormes campos de hielo parecían incendiados con un millón de tonos sutilmente cambiantes de aguamarina y esmeralda y jade, rubí y borgoña y escarlata, limón, cobalto, amatista, magenta, oro.

Las luces me golpearon de inmediato, y sentí un torrente de fuerza espectral lanzarse contra mí surgido del pasado, sepultándome como una avalancha.

No había espectrado desde que había llegado a Mulano. No era que ya fuese demasiado viejo o hubiera perdido interés; era simplemente que me parecía más importante permanecer arraigado en el presente y aquí que liberarme y flotar a través de otros lugares y épocas. Pero eso no quería decir que otras épocas no acudieran flotando a través de mí. No hay forma de escapar al pasado. O bien vas a él, o él viene a ti; y aquella noche, en el repentino resplandor de la aurora, los muros del tiempo retrocedieron y un millón de ayeres me engulleron en un alocado torrente carmesí.

—¿Estáis bien, Yakoub? —oí preguntar al muchacho, muy lejos —. ¿Yakoub? ¿Yakoub?

La perla azul de la vieja Tierra flotó repentinamente en medio de la ensordecedora quietud de puro silencio entre un sol y el otro. Era el único lugar tranquilo en aquel ruidoso silencio, pero una vez apareció fui incapaz de mirar a ninguna otra cosa. Incluso cuando existía, la Tierra debió ser algo muy lejano al más hermoso planeta del universo, pero verla aparecer ahora allí de la nada, con todo su frío y antiguo azul, fue tan maravilloso que su visión me atrapó con una mano ineludible.

—¿Qué veis, Yakoub? ¿Qué es lo que hay allí?

No era realmente la Tierra, por supuesto. Era sólo el espectro de la Tierra. ¿Creen ustedes que sólo los espectros de la gente vagan por el continuo? Los planetas también tienen espectros. La diferencia estriba en que los espectros de la gente sólo pueden ir en una dirección a través del tiempo, de adelante hacia atrás, pero los espectros de los planetas pueden moverse en ambas direcciones. La Tierra se hallaba a mil años de distancia en el pasado, pero allí estaba, tendiéndose hacia mí a través de media galaxia. Era como un don especial. Para mí, sólo para mí.

—Hey —dije —. ¡Hey, Tierra! ¡Tierra, mírame! ¡Soy yo, Yakoub! ¡Estoy aquí! ¡Soy yo a quien vienes a visitar, Tierra!

Aquello era magia. Lo olvidé todo de Chorian. Me eché a reír y saludé con la mano a aquel resplandeciente planeta azul de ahí arriba, y alcé los brazos muy por encima de mi cabeza, y agité los puños en el brillante cielo, y salí a los campos de nieve, y empecé a bailar y a dar cabriolas. Y canté a todo pulmón canciones rom de amor a la Tierra, con la cabeza echada hacia atrás y los hombros erguidos.

Quizás esto les parezca extraño. ¿Por qué debería importarme la Tierra? No había nacido allí y nunca había vívido en ella, y de hecho jamás la había visto. ¿Cómo hubiera podido? Murió mucho tiempo antes de mi época. Había ido a menudo allí espectrando, pero no había ninguna forma en que hubiera podido visitarla en carne y hueso.

Pero la amaba, de una forma muy peculiar.

Consideren que la Tierra era nuestra segunda madre, y nunca olviden eso: fue una madre dura, pero una madre que supo moldearnos bien. La Estrella Romani pudo darnos nacimiento, pero fue la Tierra quien nos modeló, la fragua en la que fuimos templados. Para nosotros la Tierra fue un miserable lugar de exilio, y quizá debiéramos haberla odiado por eso; ¿pero cómo podíamos odiar un lugar que nos hizo fuertes? En la Tierra nos adaptamos a la vida que llevamos ahora viajando por entre las estrellas. Así que le canté y le bailé y le grité mi amor, a aquel fantasmal mundo azul, separado siglos de mí, colgando allí en silencio entre aquellos dos soles alienígenos.

—¡Aquí estoy! —grité —. ¡Yo, Yakoub! ¿Me recuerdas?

—¿Podéis ver la Tierra? —susurró Chorian. Apenas podía divisarle, parecía estar tan lejos. Pero vi sus ojos. Brillaban intensamente —. ¿Dónde está? ¡Mostrádmela, Yakoub!

Vi la Tierra y vi mucho más. Todo fluía sobre mí a la vez. Era de nuevo un muchacho esclavo, nadando para salvar la vida por el cálido lodo viviente del mar de Megalo Kastm y sintiendo latir y pulsar todo un planeta contra mis desnudos vientre y piernas. Y luego estaba a los controles de mi astronave, sintiendo la energía del cosmos estremecerse a través de mí y tomándola y enfocándola y lanzándola de vuelta, y enviando la enorme y resplandeciente nave en su salto a través de los años luz. Y luego estaba de pie en la sesión de coronación del gran kris en Galgala, el gran salón de los juicios donde eran decretados los destinos, contemplando desde arriba a los nueve solemnes krisatora de los roms, los jueces que sujetan las riendas del universo en sus manos. Me estaban ofreciendo el reino, porque Cesaro o Nano, que había sido el rey, había muerto; y yo lo estaba rechazando. Y entonces uno por uno me hicieron el signo real, hasta que me vi doblegado bajo el peso multiplicado por nueve de su fuerza, que era la voluntad colectiva de todo mi pueblo desde el inicio del tiempo, y asentí y me arrodillé ante ellos, y luego ellos se arrodillaron ante mí, y fui rey. Como la vieja había dicho que lo sería, la arrugada y marchita phuri dai que había venido a mí con palabras mágicas cuando yo apenas había salido de mi cuna.

Y ahora, aún atrapado en visiones, vi mis dominios junto a la orilla del más benigno de los océanos de Xamur, que creo que es el más hermoso de los nueve planetas reales. Pero esto debió ser antes, con anterioridad a mi coronación, puesto que mi hijo Shandor estaba de pie ante mí, el primero de todos mis hijos y mi preferido, y era sólo un niño pequeño. Había desafío en los ojos de Shandor. Había hecho algo prohibido, y yo había hablado con él, y ahora lo habían traído ante mí y habían dicho que lo había hecho de nuevo. Le golpeé, y la marca de mi mano quedó en su mejilla, y siguió desafiándome, y le golpeé de nuevo. Parecía tener ocho, nueve, quizá diez años. Entonces le quería terriblemente, sólo Dios sabe por qué. Alcé mi mano contra él por tercera vez. «Alto», dijo alguien, y yo dije: «No, todavía no» Y ellos dijeron: «Sólo es un niño, Yakoub», y yo dije, golpeándole de nuevo: «Tengo que enseñarle dos cosas. Una es respetar la Ley, y la otra es no sentir miedo. Así que le golpeo para impedirle quebrantar más la ley, y le golpeo para impedir que se convierta en un cobarde» Y vi rabia y amor en los ojos de Shandor, que era exactamente lo que yo sentía hacia él. De modo que le golpeé de nuevo, y esta vez brotó sangre de sus labios.

Y la sangre era del color del caliente mar que baña las orillas de Nabomba Zom. Allí estaba el palacio de Loiza la Vakako, que fue más que un padre para mí, aunque ni una sola vez alzó su mano sobre mí. Estaba de pie lado a lado junto a la roja resaca bajo el Abrumador estallido del gran sol azul de Nabomba Zom, y Loiza la Vakeko me dijo: «¿Sabes, Yakoub, que a todo rom le son concedidas dos vidas, una en la cual vives como te place y cometes todos los errores que quieras cometer, y la segunda en la que tu tarea es remediar todos los errores de tu primera vida?» Y yo me eché a reír y dije: «Intentaré recordar eso, padre, cuando entre en mi segunda vida» Pero el taimado rostro de Loiza la Vakako se volvió solemne y sombrío y me dijo: «Ésta es tu segunda vida, Yakoub» Eso fue justo antes de que fuera arrancado por la fuerza de Nabomba Zom y vendido como esclavo por segunda vez, para sufrir como un sapo miserable en los terribles túneles de Alta Hannalanna. Fue en Alta Hannalanna cuando sentí por primera vez el ardor del látigo sensorial sobre mi prosencéfalo, que casi estuvo a punto de terminar conmigo antes de que hubiera podido apenas empezar. Vi al vigilante alzar de nuevo el látigo, y remolinos de amarilla fuerza restallaron en los cielos, y me lancé contra él y le arranqué el látigo de las manos, diciendo: «Ahora se derramará la sangre de tu alma» Porque hay muchos tipos de sangre, y los he visto todos.

No había ningún fin a aquello. Todas mis esposas desfilaron en una sola visión ante mí, aquellas a las que amé y aquellas a las que no, Esmeralda y Mimí e Isabella y Micaela y también algunas otras que he olvidado completamente, y algunas mujeres que nunca fueron mis esposas pero sin que fuera culpa mía. Abracé de nuevo a mi perdida Malilini, mi primer y auténtico y dulce amor. Y Mona Elena, mi prohibida mujer gaje. Y la dorada e infiel Syluise. Acudieron amigos y los abracé, Polarca, Valerian, Biznaga. Un centenar de paisajes alienígenos danzaron en mi cerebro. Mundos con anillos en el cielo, mundos con muchos soles, mundos con ninguno. ¡Dios mío, qué visión era aquello! Tenía ciento setenta y dos años de espectros en mí, y todos ellos desfilaban a la vez. Como buen rom, he estado en todas partes y lo he visto todo y todo vive en mí, y todo está ocurriendo al mismo instante, porque palabras como «pasado» y «presente» y «futuro» son en realidad meras estupideces gaje. Todo lo que existe es. Ahora contemplo las auroras siseando en el cielo sobre Mulano y ahora recorro las floridas praderas de la Estrella Romani y ahora me yergo en la Plaza de las Mil Columnas en Atlantis y ahora avanzo hacia el trono del Decimoquinto emperador, y ahora afilo las hojas de los caballeros francos que tomarán Jerusalén de manos de los sarracenos por la mañana, y ahora me siento en el consejo real de los roms en el dorado Galgala con la vieja Bibi Savina, la phuri dai, a mi lado, y ahora estoy con mi padre en la ciudad de Vietorion mientras él señala hacia una estrella roja en el cielo. A veces mi dama Syluise está a mi lado, y a veces es alguna otra, y a veces estoy solo. Veo templos de cristal y puentes que cruzan el cielo. Las visiones no terminarán nunca. Un millar de miles de almas se apiñan en mí, almas roms, almas gaje, almas de criaturas que no son humanas en absoluto; y todas son mías. Hay una infinitud de mundos y yo estoy en todas partes. Me agito en el lodo y floto entre las estrellas. Y resuena una risa prodigiosa, llenando hasta tal punto los cielos que apenas hay lugar para nada más. La risa es la mía.

Estaba a un centenar de metros de la burbuja de hielo y las hordas de espectros de Mulano hormigueaban a todo mi alrededor, girando en torno a mí como furiosos insectos. Debía haber estado irradiando suficiente energía como para alimentar a toda su nación durante un mes.

Chorian, apartándolos prudentemente a un lado, acercó su rostro al mío.

—¿Yakoub? ¿Podéis oírme, Yakoub?

—¿Qué crees? Por supuesto que puedo, muchacho.

—No sabía qué os estaba ocurriendo. Pensé que tal vez os hubierais ido muy lejos espectrando.

Sacudí la cabeza.

—No, muchacho. Los espectros acudieron a mí. Que no es lo mismo.

—No compr…

—Ni tienes por qué. La cena está lista. Vayamos dentro y disfrutemos de nuestro festín real.

6

El muchacho permaneció conmigo durante otros cuatro días o así, y tuve que soportar constantemente su asombro y su reverencia. Aquella expresión de absoluta adoración, el bajo tono deferente de su voz, su no disposición a permitirme realizar ni siquiera la tarea más sencilla sin saltar a ofrecerme su ayuda, llegó a un punto en que deseé darle de patadas para hacerle volver a entrar en razón. Incluso mis eructos eran un éxtasis para él. Nadie se había comportado nunca así conmigo cuando era realmente rey. Por la forma en que actuaba aquel muchacho, cualquiera hubiera pensado que yo era algún frágil y mimado lord del Imperio, algún pálido y decadente príncipe gaje, y no un auténtico rom.

Bien, era muy joven. Y, aunque fuera rom, supuse que había pasado la mayor parte de su corta vida en los altos círculos imperiales y no entre su propia gente. De modo que tal vez tenía la sensación de que así era como debía comportarse en presencia del Rey de los Gitanos. O quizá —¡Dios maldiga el pensamiento!— sea así como el Imperio ha corrompido y pervertido a los jóvenes roms de nuestros días, de tal modo que todos van por ahí haciendo reverencias y tocando el suelo con la frente y arrodillándose delante de cualquiera con superior rango y poder.

¡Rey de los Gitanos! ¡La idea en si no era más que estupideces gaje! Nunca hubo ningún Rey de los Todos los Gitanos en los viejos días de la Tierra. Eso no era más que un mito, una fábula inventada por el folklore rom a fin de engañar a los gaje, o tal vez los gaje lo inventaron para engañarse a sí mismos, puesto que así es a menudo como actúan. Teníamos reyes, de acuerdo, estábamos llenos de ellos, uno para cada tribu, cada kumpania, cada grupo vabagundo. Tenía que haber un jefe de algún tipo después de todo, alguien con inteligencia, fuerza, sentido de lo que es justo, a fin de mantener la autoridad dentro de la tribu y mantenerla unida frente a todos los desafíos mientras viajaba a través de tierras hostiles con extrañas leyes. ¿Pero un rey? ¿Un solo y poderoso Rey de los Gitanos que gobernara a millones de roms vagabundos esparcidos por los seis continentes de la Tierra? Nunca hubo nada así.

Por aquel entonces éramos un pueblo pobre. La escoria de la Tierra, eso éramos, sucios y harapientos vagabundos en quienes nadie confiaba. Los gaje nos temían tanto y desconfiaban tanto de nosotros que siempre estaban vigilándonos, incordiándonos, haciéndonos montones de preguntas estúpidas y miserables. Era su forma de intentar hacer que encajáramos en su estúpida y miserable forma de vida. Cuando llegábamos a un nuevo lugar teníamos que pedir permisos de residencia, documentos de ciudadanía, pasaportes, todo tipo de papeles absurdos. No sentíamos respeto hacia esas peticiones, porque, ¿por qué debíamos someternos a las leyes gaje cuando disponíamos de unas leyes propias perfectamente buenas? Sin embargo, la Tierra era territorio gaje, y ellos eran muchos y nosotros pocos, ellos eran ricos y nosotros pobres, ellos tenían el poder y nosotros no teníamos nada, de modo que aceptábamos su juego, y lo jugábamos, y respondíamos a sus preguntas. Les decíamos lo que deseaban oír, porque ésa era la manera más simple y más eficiente de tratar sus idioteces.

Y una de las cosas que más deseaban oír cuando una de nuestras caravanas llegaba a su ciudad era que teníamos un líder, un hombre de gran autoridad que podía mantener alguna especie de control sobre nosotros e impedir que difundiéramos el caos entre ellos. Si descubrían quién era nuestro líder, entonces tendrían a alguien con quien tratar, y de esa forma podrían controlarnos. O eso imaginaban.

¿Quién está a cargo aquí?, nos preguntaban. Bueno, nuestro rey, les decíamos. (O nuestro duque, o nuestro conde, o nuestro marqués, según el título que pareciera complacerles más.) Es ese hombre de ahí.

Y el rey o el duque o el conde o el marqués daba un paso adelante y les decía, hablando en su propio idioma, todo lo que deseaban oír. Normalmente no era el auténtico jefe de la tribu. El auténtico jefe tendía a mantenerse en segundo plano, de modo que los gaje no pudieran tomarle como rehén o interferir de ninguna otra forma con él, si eso era lo que pretendían hacer, y algunas veces eso era precisamente lo que pretendían. En vez de ello enviábamos a alguien que parecía un rey, algún rom alto de anchos hombros con unos ojos brillantes y un gran bigote, que tal vez no fuera nadie en la tribu pero que disfrutaba fanfarroneando y hablando con voz fuerte y representando el papel de un gran hombre. Él les decía a los gaje todo lo que deseaban oír. Sí, decía, somos buenos cristianos respetuosos de la ley y no deseamos causar ningún problema. Sólo nos quedaremos un tiempo aquí, remendando vuestros potes y afilando vuestros cuchillos, y luego seguiremos nuestro camino.

Así que pronto se difundió la noticia de que la forma de tratar con una tribu de gitanos que llegara a tu ciudad era buscar al rey de la tribu —porque cada tribu tenía un rey— y tratar con él; de otro modo era como intentar tratar con el viento, las olas, la arena de una playa. Y más pronto o más tarde a alguien se le ocurrió preguntar: ¿No hay un rey de reyes, un rey que esté por encima de todas vuestras tribus? Y nosotros les dijimos: Sí, sí, tenemos un gran rey. ¿Por qué no? Les complació oír aquello. Sentían una fuerte necesidad de creerlo: que éramos una nación esparcida por todas las demás naciones, que teníamos un rey del mismo modo que ellos tenían un rey, y esa palabra se hizo ley en todas las tribus de todos los países. Para ellos era excitante y amedrentador creer en eso. Éramos extraños y misteriosos, éramos alienígenas. Teníamos nuestras propias costumbres y teníamos nuestro propio lenguaje e íbamos y veníamos por la noche, y leíamos la buenaventura y vaciábamos los bolsillos y robábamos pollos y si se presentaba la oportunidad nos llevábamos a los niños más hermosos y los convertíamos en gitanos. Y teníamos un rey que gobernaba sobre todos nosotros y nos dirigía en la guerra secreta que estábamos librando contra toda la humanidad civilizada. Les gustaba creer eso; necesitaban creer eso.

Dale a un gaje cualquier estúpida fantasía y la abrazará y la embellecerá hasta que se convierta para él en algo más verdadero que la verdad. Cada vez que cinco de nuestras tribus se reunían en el mismo lugar para celebrar un festival, los gaje imaginaban que estábamos preparándonos para elegir un nuevo rey. ¿Es eso lo que estáis haciendo, elegir un nuevo rey? Y nosotros decíamos, poniendo caras largas: Sí, sí, nuestro viejo rey ha muerto, ahora estamos eligiendo al mejor y más sabio y más fuerte de entre todos nosotros para que nos gobierne. A veces incluso efectuábamos alguna especie de elecciones, si veíamos que podíamos ganar algo con ello. Y entonces les decíamos a los gaje: Este es nuestro nuevo rey, el Rey Karbaro, el Rey Mijloli, el Rey Porado, o cual fuera su nombre. Todas ésas eran palabras obscenas en lengua romani, pero, ¿qué sabían los gaje? Cuanto más obsceno era el nombre que inventábamos, mejor el chiste. Y buscábamos algún miembro de la tribu apuesto y bien parecido, con más vanidad que sesos, y lo proclamábamos Rey de los Gitanos, y él se pavoneaba sonriendo y aceptando el vasallaje de todos, y los gaje se sentían tremendamente impresionados. Pagaban buen dinero para asistir a la fiesta de la coronación, y pagaban más dinero aún para tomar fotos de nosotros bailando y cantando en nuestros curiosos trajes tribales, y mientras ocurría todo esto nos deslizábamos entre ellos y vaciábamos sus bolsillos, no porque fuéramos criminales innatos sino simplemente para castigarles por su estupidez. Y los gaje se marchaban sintiéndose complacidos consigo mismos porque habían visto la coronación del nuevo Rey de los Gitanos. Y luego nosotros seguíamos también nuestro camino y nadie volvía a pensar en el Rey Karbaro. Pero los gaje seguían creyendo que éramos súbditos de un supremo gobernante cuyo poder era absoluto y cuyas órdenes viajaban misteriosamente por todo el mundo a través de misteriosos correos.

Finalmente llegó un tiempo en que dejaron de creer en ello. Eso fue en el siglo XX o quizás en el XXI, cuando todo el conocimiento estuvo al alcance de todo el mundo con sólo apretar un botón, y hasta el mayor tonto del culo empezó a creer que ya lo sabía todo.

Éste es el mundo moderno, se decían solemnemente unos a otros los tontos del culo. Y se sentían muy orgullosos de sí mismos por vivir en el mundo moderno. Ya nadie era ignorante, nadie era supersticioso, nadie podía ser engañado por la jerga ni las buenas palabras. Entre las cosas que todo el mundo sabía ahora estaba el que nunca había habido nada parecido a un Rey de los Gitanos, que la misma idea no era más que un engaño, uno de los innumerables fraudes que esos ladrones vagabundos, los gitanos, habían maquinado para confundir y engañar a los pobres y crédulos patanes a los que convertían en sus presas.

Toda esa gente bien informada que vivía en el mundo moderno no sólo dejó de creer en el Rey de los Gitanos, sino que supongo que incluso dejó de creer en los gitanos. No había lugar para los gitanos en ese reluciente mundo moderno suyo. Los gitanos eran harapientos y desaseados e indomables; los gitanos eran impredecibles; los gitanos eran simplemente un concepto desagradable.

Así que empezaron a pensar que nos habíamos extinguido. Que éramos mero folklore antiguo, esos curiosos y abigarrados gitanos, oh. Oh, sí, había habido un tiempo en que habían existido los gitanos, del mismo modo que había existido la viruela y los ahorcamientos públicos y las sangrientas guerras religiosas; pero todo eso había desaparecido. Después de todo, éste era el mundo moderno. Los gitanos, decían, se han instalado todos en casas normales y se han casado con gente normal y llevan vidas normales. Votan, y pagan los impuestos, y van a la iglesia, y no hablan más que el idioma del país donde residen. Los gitanos a la antigua han desaparecido por completo, tragados por la civilización moderna, decían. Qué lástima, decían, que los viejos y pintorescos gitanos ya no estén aquí.

Y más o menas por ese tiempo, cuando nos habíamos vuelto invisibles para la sociedad gaje debido a que parecía que habíamos empezado a pertenecer a ella, cuando desaparecimos de la vista, entonces fue cuando comprendimos que necesitábamos organizarnos adecuadamente y seguir adelante como una auténtica nación. Fue entonces cuando empezamos a formar realmente nuestro gobierno gitano —no una fantasía esta vez, sino auténtico—, y a elegir a nuestros primeros reyes de verdad.

Teníamos que hacerlo. La invisibilidad tiene sus ventajas, pero a veces puede ser un inconveniente. El mundo estaba cambiando muy aprisa. Aquellos fueron los años cuando los gaje empezaron a abandonar su pequeña Tierra y a dirigirse a los planetas más cercanos. Antes de mucho, sabíamos, iban a estar viajando a las estrellas. Si seguíamos invisibles seríamos dejados atrás. Así que teníamos que emerger de nuestro camuflaje gaje. En eso residía nuestra única esperanza de alcanzar de nuevo nuestro hogar. La Tierra no era nuestro hogar, aunque nunca nos habíamos atrevido a decirles eso a los gaje; nuestro auténtico hogar estaba muy lejos, lo que más ansiábamos era regresar a él y terminar de una vez por todas con nuestra vida errante.

Así fue como empezamos a tener reyes. Eso ocurrió hace mil años en la Tierra, en los primeros días del viaje estelar, antes de que nadie supiera que seríamos nosotros los que conduciríamos a la humanidad de la Tierra a los cielos. Chavula fue el primer rey, y después de él Ilika, y luego Terkari, y más adelante… bueno, todo el mundo conoce los nombres de los reyes. Fueron los hombres que nos llevaron a las estrellas y nos convirtieron en lo que somos hoy, dueños de muchos mundos, señores de las rutas de la noche.

Y finalmente, en la plenitud de los tiempos, vinieron a mí y me dijeron:

—El rey ha muerto, Yakoub. ¿Serás tú nuestro rey?

¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer? Nadie en su sano juicio desea ser rey; y pese a todo lo demás que haya podido ser, siempre he estado en mi sano juicio. Créanme en eso. Pero también soy hombre de mi gente y, por poderosos que seamos ahora, todavía somos, pese a todo, un pueblo en el exilio. Eso te impone ciertas responsabilidades. Yo nací en el exilio y también mi padre, y también los padres de mis padres durante cincuenta generaciones hacia atrás. Si yo era el hombre que podía conducir ese largo exilio a su final, ¿cómo podía negarme? En cualquier caso había vivido toda mi vida bajo el yugo del conocimiento de mi destino; y mi destino era ser rey.

Cuando era un muchacho mi padre me llevó al mirador cerca de la alta cima del monte Salvat en Vietoris, que es el mundo donde nací, y me preguntó:

—¿Cuál es tu hogar, muchacho?

Y yo le dije que mi hogar estaba en tal y tal calle de la ciudad de Vietorion, en el mundo Vietoris. Entonces me señaló el brillante ojo rojo de la Estrella Romani que resplandecía sobre el negro telón de fondo del cielo y me dijo:

—¿Tú crees que este lugar que tienes bajo tus pies es tu hogar? No, muchacho. Ese lugar es tu hogar. Y algún día nuestro rey nos llevará hasta allí de nuevo.

Y me miró, y la expresión en sus ojos me dijo, más claramente de lo que hubiera podido hacerlo cualquier palabra, que esperaba que yo fuera ese rey. Yo nunca le había hablado de las visiones que había tenido cuando era muy pequeño, el espectro de la vieja que había venido hasta mí y había plantado la semilla del futuro en mi alma; y me sentí incapaz de decírselo ahora, porque no tenía forma de decirle: Sí, padre, sí, seré ese rey. Seré el que os conducirá al hogar, no hay ninguna duda sobre ello; el espectro de una vieja me lo dijo, me trajo la noticia desde el futuro. Ahora desearía haber tenido la oportunidad de decírselo. Pero no lo hice, ni a él ni a nadie. Supongo que ésa es la esperanza de todo padre rom, que su hijo sea el elegido. Entonces él era un esclavo y también lo era yo, y no mucho después fui vendido y apartado de él en la plaza del mercado de Vietorion, y nunca volví a verle. Pero he contemplado la Estrella Romani cada noche de mi vida, desde el mundo en que me halle en aquellos momentos, y he sentido el calor de su luz sobre mis mejillas sin importar lo fría que haya sido la noche; porque es la luz de nuestra estrella, nuestro hogar. Y cuando vinieron a mí y dijeron: «¿Quieres ser nuestro rey, Yakoub?», ¿cómo podía decir que no, cuando tal vez yo fuera ese rey que nos conduciría de vuelta a casa? Así que permití que el reino cayera sobre mí, y a su debido tiempo renuncié a él, y sé que volveré a aceptarlo de nuevo si es necesario, porque hay grandes logros que es preciso conseguir y sé que yo soy el vehículo para lograrlos.

7

Mientras el muchacho Chorian estaba todavía conmigo, el espectro de Polarca vino a visitarme. Chorian estaba fuera en el hielo en aquellos momentos, cazando anguilas nube con mi lazo y mi tridente: era joven y ágil y lleno de energías, y enviarlo fuera a cazar era una buena manera de quitármelo de encima cuando empezaba a cansarme de toda aquella interminable adulación suya.

Hubo un sisear y un crepitar en el aire y Polarca dijo, en el manto de radiación verde con el que le gustaba envolverse cuando espectraba.

—¿Te está molestando? Lo asustaré para que se vaya.

—Pronto se irá por voluntad propia.

—Parece un buen chico. ¿Para qué vino?

—Creo que para decirme que me lo pensara mejor y volviera a Galgala para ser de nuevo rey.

Polarca meditó aquello. Nos conocemos desde hace más de cien años, desde que ambos éramos meros galeotes en el pozo de sinapsis de Nikos Hasgard en Mentiroso. Polarca es un rom de la estirpe lowara, y afirma proceder de una larga dinastía de emperadores, papas y tratantes de caballos de la Tierra. Solamente creo la parte de los tratantes de caballos, pero nunca expresaría mis sospechas acerca del resto. Espectra más que nadie a quien conozca; es un hombre realmente inquieto.

—No vas a ir —dijo finalmente Polarca.

—¿Me lo preguntas o me lo dices?

—Ambas cosas, Yakoub.

—No voy a ir —respondí —. Eso es cierto.

—Ni siquiera aunque Damiano diga que será elegido un nuevo rey si tú no vuelves.

—¿Escuchaste eso?

Polarca sonrió. Cuando un espectro sonríe, es algo parecido al estallido de un pequeño relámpago.

—Estaba justo a tu lado. ¿No me viste?

—Si necesitan un nuevo rey, que tengan un nuevo rey —dije —. Yo me quedo aquí.

—Completamente de acuerdo, Yakoub. Es lo más sensato, sin la menor duda.

El problema con el espectro de Polarca es que habla sin puntuación, así que la mitad de las veces no sé distinguir una pregunta de una afirmación, y no da inflexión a sus palabras, de modo que no puedo distinguir tampoco el sarcasmo de la sinceridad. Eso no es una característica de todas los espectros; sólo de Polarca. Polarca es un tonto del culo, y su espectro lo mismo.

—Tú también crees que es lo más sensato, ¿verdad? —dije.

—Por supuesto que sí. Tan sensato como lo fue para Aquiles el marcharse enfurruñado a su tienda.

Seguía sin poder decir si me estaba apoyando o aguijoneando. No hay mucha gente que pueda desequilibrarme como lo hace Polarca.

—No me nombres a Aquiles —dije —. No es relevante, y tú lo sabes malditamente bien. —Luego añadí —: En realidad, lo vi una vez. No era absolutamente nada.

—¿A Aquiles? ¿Lo viste?

—Un rufián. Unos ojillos pequeños y unos labios gruesos como pedazos de carne. Un enfurruñado crónico. Grande y fuerte, pero sin un gramo de nobleza en él.

—Quizá viste a alguien distinto —sugirió Polarca.

—Dijeron que era Aquiles.

—Espectrando hasta tan lejos, ¿quién puede estar seguro? Todo está cubierto de bruma.

—Vi su escudo —insistí —. Era el escudo correspondiente, una auténtica obra maestra del arte. Pero él no era más que un rufián. Lo que hago yo no es lo mismo que hizo Aquiles en su tienda. —Guardé silencio por unos momentos, preguntándome si no me estaría engañando a mí mismo en aquello. Al cabo de un rato dije —: Sunteil también está mezclado en eso. ¿Lo sabías?

—El muchacho está al servicio de Sunteil, sí.

—No —dije —. Está en la nómina de Sunteil. Hay una diferencia. ¿No se lo oíste decir? Llevas merodeando por aquí toda la semana.

—Estuve fuera un tiempo. Estaba en Babilonia cuando dijo eso. Estaba escuchando a Hammurabi proclamar el código de las leyes.

—Apuesto a que sí. Sunteil le envió porque cree que mi abdicación es un truco y que probablemente estoy preparando algo sospechoso ocultándome aquí en Mulano.

—¿Y no es cierto?

—Así que le envió para espiarme. Al menos, eso es lo que dice el muchacho.

El manto de Polarca siseó y crepitó y ascendió unos cuantos grados en el espectro.

—¿Enviar a un rom a espiar al rey de los toros? Sunteil no es tan estúpido como eso, Yakoub.

—Lo sé. Entonces, ¿qué está haciendo Sunteil?

—Te echa en falta, Yakoub. Ésta es su forma de pedirte que vuelvas.

—¿Sunteil me echa en falta?

—El equilibrio del Imperio se ha visto roto. El emperador gaje necesita un rey rom como contrapeso para mantener las cosas niveladas, y en estos momentos no hay ningún rey.

—¿Lo sabes de cierto o sólo lo estás aventurando, Polarca?

—¿Qué supones tú?

—No juegues a las adivinanzas conmigo, cochino bastardo. Ésa es mi especialidad. Ya tienes sobre mí una ventaja injusta por el hecho de ser un espectro. ¿De qué parte del futuro vienes?

—¿Crees que voy a decírtelo?

—¡Eres un cerdo, Polarca!

—¿Lo dices , cuando vas por ahí espectrando?

—Eso es distinto. Yo soy el rey. A mí no se me exige que le diga nada a nadie. Y si solicito información de uno de mis súbditos…

—¿Uno de tus súbditos? No soy súbdito de nadie. Soy un espectro, Yakoub.

—Entonces eres el espectro de un súbdito.

—Eso no cambia nada —dijo —. Lo que estás intentando obtener de mí es información privilegiada.

—Y yo hago una petición privilegiada. Soy el rey.

—Mierda, Yakoub. Abdicaste hace cinco años.

—Polarca… —barboté. Estaba empezando a exasperarme.

—Además, ningún espectro con algo de ética revela el punto del tiempo de donde viene. Ni siquiera a su rey.

—¿Ni siquiera cuando se halla en juego el bienestar de la nación rom?

—¿Qué te hace pensar que lo está?

—Estás intentando volverme loco —gemí.

Se echó a reír.

—Estoy intentando ponerte de pies en el suelo, Yakoub. Mira, sé sólo un poco paciente, y todo volverá a tener sentido para ti, ¿de acuerdo? Confía en mí. Veo cosas maravillosas frente a ti. Déjame mostrarte… La verdad se halla claramente visible en la palma de tu mano, lo único que necesitas es ojos para ver. Por una pequeña cantidad, no más de un par de monedas pequeñas, el viejo gitano sabio echará a un lado los misteriosos velos del futuro y te revelará…

—Vete al infierno, lárgate —le dije.

Y lo hizo, en un parpadeo. Me quedé sentado allí, contemplando con ojos parpadeantes el lugar donde había estado. Una docena o así de espectros nativos de Mulano, atraídos por la pequeña zona de energía negativa que Polarca había dejado atrás, acudieron corriendo a alimentarse. Flotaron en el frío aire frente a mí como una nube de brillantes mosquitos. Y entonces volvió Polarca, dispersando frenéticamente a los espectros de Mulano de su zona de interpolación.

—¿Dónde has ido? —pregunté.

—No es asunto tuyo.

—¿De esta forma le hablas a tu rey?

—Abdicaste —me recordó de nuevo.

—Creo que estás disfrutando con esto.

—Fui a Atlantis —dijo —. Durante seis semanas. Acababan de consagrar el Templo de los Delfines, y la Confluencia del Cielo estaba cubierta por un metro de dorados pétalos de flores. Creí ver a tu dama Syluise allí, en el carro de uno de los grandes príncipes. Le hubiera transmitido tus saludos, pero ya sabes lo brumoso que se vuelve todo cuando espectras hasta tan lejos.

—¿Viste a Syluise en Atlantis? ¿Estás seguro?

—Lo estoy si tú quieres que lo esté.

Quiero a Polarca, pero odio tratar con su espectro. Esperas que tu compañero rom te aguijonee y te incordie un poco de tanto en tanto, especialmente si te conoce desde hace cien años o así y además es un experto en hallar los lugares y momentos exactos donde aguijonear e incordiar. Y él espera que tú le aguijonees e incordies un poco a la recíproca también. Pero Polarca, en espectro, tiene todas las cartas. Un espectro conoce no sólo el pasado y el presente, sino también una buena porción del futuro. Muchas veces le he dicho a Polarca que se aprovecha injustamente de ello. No le importa en absoluto. Me ataca desde seis lados a la vez. A veces me hace sentir como un idiota, y no estoy acostumbrado a eso. Me hace sentir como un gaje intentando hacer tratos con un rom. Y sin embargo sé que me quiere. Incluso cuando me atosiga así, dice que lo hace por puro amor.

8

Polarca desapareció de nuevo. Me quedé con un residuo de intranquilidad e irritación. Había visto a Syluise, había dicho. En Atlantis, nada menos. Había transcurrido mucho tiempo desde que había pensado por última vez en Syluise. Deseé que Polarca no la hubiera traído de nuevo a mi mente ahora.

Me bastaba cerrar los ojos para verla, montada en los carros allá en Atlantis. Volviendo locos a los antiguos señores de la gran ciudad, y probablemente a las damas también. ¿Qué podían pensar de ella allí, con su pelo como el oro y todo lo demás? Aquellos atlantes morenos y de pelo oscuro nunca habían visto a nadie con el pelo rubio antes: debía refulgir entre ellos como una diosa. Como una Venus, una majestuosa y resplandeciente Venus.

Atlantis fue una ciudad rom, ¿saben? Por muchas otras fábulas que hayan oído, la auténtica verdad es que nosotros la fundamos, nosotros creamos su maravillosa grandeza, nosotros fuimos quienes sufrimos cuando se hundió bajo el mar. Fue nuestro primer asentamiento en la Tierra, hace mucho tiempo, cuando llegamos ahí tras la destrucción de la Estrella Romani. Más tarde los griegos intentaron reclamarla para sí, pero ya saben cómo eran los griegos: un puñado de gente sombría, mitad ignorancia y mitad mentiras. Atlantis fue nuestra. Durante los cinco mil años siguientes a su destrucción no construyeron los gaje de la Tierra nada que se acercara ni remotamente a su esplendor arquitectónico. Fue la primera ciudad de la Tierra. Y con ello no quiero dar a entender simplemente magníficos edificios y columnas de mármol. Teníamos alcantarillado, y baños con agua corriente, mientras el resto de la población de la Tierra se vestía aún con pieles de animales y cazaba arrojando sus lanzas a sus presas.

Una gran ciudad, sí. Demasiado buena para durar. De todos modos, nunca fue nuestro destino ser un pueblo sedentario. Quizá fue presuntuoso por nuestra parte edificar algo tan maravilloso como Atlantis. Tenía que sernos arrebatada. El volcán rugió, la Tierra se desplazó, el mar engulló Atlantis, y nosotros huimos en barcos, unos pobres y golpeados supervivientes, para seguir nuestra suerte por los caminos del mundo. De ahí viene la conocida aversión de los gitanos a viajar por mar, ¿saben?: de los horrendos sufrimientos que experimentamos durante nuestra huida de Atlantis. Pero fue maravillosa mientras existió, y aquellos que conocen el secreto de espectrar vuelven a ella a menudo para mirar maravillados. Llegar hasta allí exige un cierto esfuerzo: Atlantis, descubrimos hace tiempo, se halla justo al límite de nuestro alcance espectral. Y nos resulta difícil ver las cosas con mucho detalle allí, porque, como han oído, cuanto más lejos espectra uno, más profundamente se ve rodeado todo por una especie de bruma. Pero seguimos yendo de todos modos.

Y Syluise, con su dorado pelo flotando al viento mientras se yergue en el carro de algún señor atlante…

Ninguna mujer ha ejercido en mi vida tanto poder sobre mí como Syluise. Para mejor o para peor. Nunca he podido escapar a su conjuro. Eso me enfurece, ese poder que tiene ella sobre mí, y sin embargo, si pudiera cambiar el pasado y extirpar de mi vida toda huella de su presencia, Dios sabe que no lo haría.

La conocí en Estrilidis. ¿Hace cincuenta años? Algo así. Cesaro o Nano era aún el rey, y yo era un enviado diplomático. Estrilidis es un mundo cálido y húmedo, con densos bosques jamás hollados y todo tipo de extrañas criaturas. Que recuerde, los felinos tienen dos colas allí. Y los insectos…, ¡ah, los insectos, qué cosa más sorprendente son! Como rubíes con patas, como esmeraldas, como diamantes azules. Estaba contemplándolos una noche ascender por las paredes del lugar donde me alojaba, una sorprendente procesión de grandes bichos resplandecientes, cuando de pronto vi algo aún más sorprendente: una mujer de oro, desnuda como el amanecer, flotando más allá de mi ventana. Unos perfectos pechos rosados, unas amplias caderas, unas largas y bien torneadas piernas. Resplandeciendo como el fuego, parpadeando como un espectro. Pero, ¿cómo podía ser un espectro? Evidentemente no era rom, no con aquel esplendoroso pelo amarillo, no con aquellos sorprendentes ojos azules. Y sólo los roms pueden espectrar. Por supuesto que era rom, aunque totalmente transformada por pura vanidad a aquella deslumbrante forma gaje. Lo descubrí más tarde. Pero, pese a todo, no era un espectro. Lo que vi era la real y auténtica Syluise, manteniéndose como por arte de magia suspendida en el aire. Me hizo señas con la cabeza. La seguí a la noche, ella flotando como un fuego fatuo, yo corriendo tras de ella. Ella sonriendo, yo mirando. Con la boca abierta. Maravillado.

Se detuvo en las profundidades del bosque y se volvió hacia mí, y cuando corrió a mis brazos tuve la sensación de haber capturado una llama, Nos hundimos juntos en el cálido y húmedo suelo. Ella rió; arañó mi desnuda espalda con sus uñas; arqueó su cuello como un gato.

—¿Quieres que te haga rey? —preguntó.

Llovía, pero el calor de nuestros cuerpos era tal que evaporaba el agua antes de que pudiera golpearnos. Era como una fiebre.

Se rió de nuevo. Apoyé mis manos en sus pechos: sus pezones eran ardientes y duros, pulsaban contra mis palmas. Acaricié sus sedosos muslos y se abrieron para mí. Y entonces me aferró. ¡Oh, la dulzura de aquel abrazo! Cerré los ojos y vi la luz de un millar de estrellas de un millar de colores. Y sentí el calor de aquel millar de soles abrasarme. Ustedes pensarían que era mi primera mujer, tan aniquilador fue aquel momento para mí. Entonces yo tenía ya veinte años, más o menos. Pero en aquel momento, como golpeado por un rayo, todas las demás mujeres que la habían precedido a lo largo de toda mi vida fueron erradicadas de mi memoria. Sólo quedó aquélla. ¿Quién era? ¿Importaba? ¿Me importaba? Me sentía perdido en ella.

Mientras nos movíamos empezó a hablar, un suave y bajo canturreo; y al cabo de un momento me di cuenta de que estaba hablando en romani, que de aquellos labios perfectos brotaba un sorprendente flujo de las palabras más obscenas que pueden pronunciarse en nuestra lengua. ¿Cómo podía conocer aquellas palabras esa mujer gaje? Bien, de acuerdo, de acuerdo, ella era tan rom como yo, bajo aquella fachada asumida. Mientras me murmuraba y canturreaba aquel sorprendente fluir de obscenidades, la miré maravillado, y entonces se echó a reír, y lo mismo hice yo. Y entonces me arrastró con ella hasta la cúspide del placer.

—Me llamo Syluise —dijo luego.

Aquél fue el principio. Cuando regresé a Galgala ella vino conmigo. Cuando me convertí en rey un poco más tarde, pensé en hacerla mi esposa; pero cuando fui a hablar con ella de tales asuntos, había desaparecido, y transcurrió todo un año antes de que volviera a verla. Así fue como empecé a comprender lo que era realmente Syluise. Pero entonces ya era demasiado tarde.

9

Puesto que Mulano no es un mundo del Imperio, no hay un servicio regular de astronaves. La única forma de llegar o salir de él es por el relé de tránsito, que es un poco como intentar viajar arrojándote el mar con un gancho en el cuello y esperar que algún pájaro gigante te agarre y te transporte allá donde deseas ir. Chorian, una vez entregado el mensaje de Damiano y obtenida mi respuesta, estaba preparado para irse, pero necesitó la mayor parte de una semana antes de poder agarrar su tránsito y partir. Así que fue mi huésped durante todo ese tiempo. No es que me queje. Había llegado a gozar con mi soledad, y deseaba que volviera tan pronto como fuera posible; pero un huésped es un huésped. Quizá los gaje echen sin contemplaciones a alguien que se presente a su puerta; un rom, nunca.

En realidad no era tan malo tenerlo por los alrededores. Aparte el hecho de pasarse un poco más de lo necesario con su adoración —y realmente no podía impedirlo; yo era cinco veces más viejo que él, y además un rey, o al menos un antiguo rey, y legendario en cincuenta o sesenta mundos—, era una compañía bastante agradable. No era ni con mucho tan ingenuo como parecía a primera vista; lo que había tomado por ingenuidad era en su mayor parte su estilo de inocencia de ojos muy abiertos, que probablemente no era más que una pose debida a su juventud. Y no era justo culparle por el hecho de ser joven. No era culpa suya, y pronto debería prescindir de ello. Había felicidad en él, y fuerza, y un buen corazón rom. Además, conocía todos los chismorreos de la corte. Me sorprendió descubrir lo ansioso que me sentía de ser puesto al corriente de todas las intrigas triviales e insignificantes de los círculos internos de la Capital; y él parecía saberlo todo, los nombres de las actuales amantes del emperador, la situación exacta en esos momentos de Lord Sunteil, Lord Naria y Lord Periandros en el favor del emperador, la última escapada no eclesiástica del archimandrita Germanos, y todo lo demás.

Le pregunté cómo había llegado a emplearse en el Imperio.

—Fui vendido a él —dijo —. Nuestra kumpania se dispersó durante la gran sequía en Fénix, y fui puesto a la venta como esclavo. Tenía siete años. El falangarca Dilvimon me vio y me compró por cincuenta cerces. Fui esclavo de Sunteil hasta que cumplí los diecisiete, y cuando me concedió mi libertad me pidió que me quedara a su servicio, cosa que hice. Confía en mí y me trata bien. Y creo que es bueno para nuestro pueblo tener a un rom como la mano derecha de Lord Sunteil.

Sonaba completamente casual acerca del hecho de haber sido esclavo. Era posible; ser vendido como esclavo no era una gran desgracia y, como mi reverenciado mentor Loiza la Vakako dijo cuando yo mismo iba a ser vendido por segunda vez, puede ser una experiencia altamente educativa para un joven rom. Después de todo, es en el agua donde aprendes a nadar. Pero sé que hay algunos que no tienen en tan alta estima como yo la institución.

Dije:

—¿Así que eres Imperio por fuera, pero sigues siendo rom por dentro?

Chorian sonrió ampliamente.

—¿Y qué otra cosa puedo ser? Auténtico rom, en carne y hueso —dijo —. Lo único que Lord Sunteil puede comprar de mí es mi tiempo. Mi alma nunca ha estado en venta. —Habíamos estado hablando en imperial, pero para esto último cambió a romani, por supuesto. Cuando es necesario decir la verdad absoluta, un rom habla en el lenguaje de su propio pueblo.

Tenía que ser un auténtico rom, hasta el punto de conocer la Gran Lengua. Pero Chorian había crecido ente los gaje, y había tristes lagunas en su educación. Nadie le había enseñado las antiguas canciones y las antiguas danzas; no sabía nada de conjuros y sortilegios; no tenía ni idea de cómo espectrar. Pero aún no había tenido ninguna oportunidad, desde que era niño, de sumergirse en el Swatura, las crónicas de nuestra raza, y el curso de nuestra historia empezaba a embrollarse en su mente.

Por supuesto, estaba familiarizado con los acontecimientos de los últimos mil años, de cómo el Reino había surgido a la existencia y de la forma en que había dispuesto sus extrañas relaciones con el Imperio. Si no otra cosa, las responsabilidades de Chorian en la corte imperial podían haber exigido de él que fuera consciente de aquella parte de la historia. Pero el resto de ella lo conocía solamente en sus brumosas líneas generales, trozos y fragmentos aquí y allá: algo de nuestros primeros días en la Estrella Romani, nuestra salida a la Gran Oscuridad, nuestro errar por el espacio y nuestra llegada a la Tierra. Tenía algún conocimiento de la grandeza de la Atlantis romani, y de la catástrofe que la había destruido. Sabía algo acerca de los terribles años de nuestra vida como desheredados entre los gaje de la Tierra. Pero nada de aquello tenía un significado sólido para él. Todo era nebuloso, vago, abstracto, mera historia, una lodosa maraña de antiguas migraciones y persecuciones prácticamente sin sentido, hacía mucho tiempo y muy lejos. De hecho, parecía la historia de otra gente. No tenía la sensación de que nada de aquello le hubiera ocurrido a él. Pero así era; por supuesto, así era. Todo lo que le había ocurrido a cualquier rom les había ocurrido a todos los roms. Si no eres uno con la historia no tienes historia; y si no tienes historia no eres nada en absoluto.

En los pocos días que estuvo conmigo intenté ayudarle. Justo antes del momento en que terminaba el Doble Día, lo llevaba fuera a los resplandecientes campos de hielo y le mostraba dónde localizar la Estrella Romani.

—Ahí —decía, señalando —. La gran roja. O Tchalai, la Estrella de Maravilla. O Netchaphoro, la Corona Luminosa, la Mensajera de Luz, el Halo de Dios. ¿La ves ahí arriba? ¿La ves, Chorian?

—¿Cómo podría no verla, Yakoub?

Y se arrodilló ante ella en el hielo.

—Hay dieciséis haces de luz que brotan de ella —le expliqué —. Uno para cada una de las dieciséis tribus originales. Puedes ver eso en el estandarte del Reino, la estrella de dieciséis puntas. Esa estrella tiene un planeta, Chorian, y es el mundo más maravilloso en todos los mil millones de galaxias.

—¿Habéis estado allí alguna vez, Yakoub?

—En mis sueños, sí.

—¿Pero nunca la habéis visto con vuestros propios ojos?

—¿Y cómo podría? Es tierra santa. Está absolutamente prohibido para cualquiera de nosotros ir allí, es el peor tipo de sacrilegio. Ningún rom ha puesto su pie en ese mundo en diez mil años.

Tuvo problemas para comprender eso: ¿por qué simplemente no subíamos a nuestras naves y partíamos a reclamar nuestro antiguo mundo natal? Sería muy fácil. ¿Qué nos lo impedía? Podíamos ir a cualquier sitio que quisiéramos, ¿no? Los jóvenes son tan impetuosos. Y no comprenden realmente la naturaleza del mundo invisible, de los lazos que no podemos ver pero que nos atan y nos constriñen. Le expliqué que se trataba de cumplir con nuestro destino a largo plazo, de un plan que estaba más allá de nuestra habilidad de captarlo. Le dije que no podíamos regresar a la Estrella Romani hasta que hubiéramos recibido una señal, una llamada, de que había llegado el momento.

Y entonces dije:

—Pero tengo intención de ir allá antes de morir, muchacho. ¿Por qué crees que he vivido tanto? Hice un juramento. Nada de muerte para mí, muchacho, hasta que haya tocado con mis dos talones el suelo de la Estrella Romani.

Me lanzó una mirada peculiar.

—¿Aunque eso sea sacrilegio?

Me volví furioso hacia él.

—¿Qué estás diciendo? No puedo ir hasta que llegue la llamada, ¿entiendes? Pero la llamada llegará pronto. Lo sé, Chorian. Tengo la certeza absoluta de ello. Y cuando ocurra…, cuando llegue el momento…

—Vos seréis el primero ahí arriba.

—El primero, sí. Mostrando el camino para el resto de nosotros. ¿Entiendes ahora?

Asintió. Contempló el negro cuenco del cielo. El aire de Mulano es frío y claro y no hay las luces de ninguna ciudad que empañen la visión del cielo. Nunca he conocido ningún otro mundo desde el cual pueda verse tan fácilmente la Estrella Romani.

—Si es tan maravilloso allí, Yakoub, ¿por qué nos fuimos?

—Tuvimos que hacerlo —respondí —. Una madre prudente echa a sus hijos para que se abran su propio camino en el universo; y la Estrella Romani fue una madre prudente para nosotros.

¿Era así? De pronto, allí, por un momento, me lo pregunté. Arrojarnos de nuestro hogar con una espada llameante y forzarnos a miles de años de desanimante errar, ¿es eso prudencia? ¿Es sabiduría? ¿Es algo propio de una madre?

Escuché lo que estaba diciendo, esa frase insincera acerca de la madre prudente que nos había arrojado de su seno, y por un extraño instante todo mi sentido de la arquitectura de nuestro destino se estremeció y se tambaleó y pareció a punto de venirse abajo. A veces todo ese vocear de proverbios no es más que una forma de barrer la angustia y el dolor e incluso el resentimiento y meterlo todo debajo de la alfombra. Pero lo que tú barres debajo de la alfombra tiene una forma especial de arrastrarse de nuevo fuera y morderte, y eso no es sólo un proverbio. Es una observación.

Arrojados por nuestra prudente madre. Bien, sí. O nuestro padre. La Estrella Romani era nuestra madre y Dios era nuestro padre, y Dios había reparado en nosotros, felices y complacidos en la Estrella Romani, y se había dicho a Sí mismo: Esos gordos y perezosos roms se están volviendo complacientes. Se están volviendo arrogantes. Están empezando a olvidar que este universo es en realidad un valle de lágrimas, un lugar de riesgo y azar donde sólo gracias a la mayor buena suerte puedes completar todo un día sin que ocurra ninguna monstruosa catástrofe. Esos roms se lo han pasado bien aquí durante demasiado tiempo. De acuerdo. Les arrojaré de este lugar de una patada en el culo. Que aprendan lo que es realmente la vida. Y así lo hizo. Y hemos estado sufriendo a causa de nuestra antigua buena suerte desde entonces.

Hubo un tiempo en la Tierra un pueblo gaje llamado los judíos, que creían que eran el pueblo especial de Dios. Él los arrojó también de una patada en el culo, simplemente para enseñarles que Él no tiene preferidos, o que, aunque los tenga, puede someterlos a penalidades más duras que aquellas a las que somete a sus enemigos. Es una historia muy similar, en ciertos aspectos: sufrimientos, persecución, pobreza, exilio. Pero no fue tan duro con ellos como lo fue con nosotros. A ellos los hizo abogados, doctores, profesores. A nosotros nos hizo afiladores y adivinos. ¿Qué tipo de lección quería enseñarnos? Al menos se apaciguó un poco con el correr del tiempo, y nos ofreció algunas ocupaciones con un poco más de clase. Todavía hay algunos judíos por ahí, pero no creo que muchos de ellos sean pilotos de astronaves. Y estoy casi completamente seguro de que ninguno de ellos es rey.

Bien, quizá todo eso haya valido la pena, me dije. El arrojarnos al exilio, el vagar, los sufrimientos. Así que respondí a mi propia pregunta con un sonoro: Sí. Por supuesto que había valido la pena. ¿Quién era yo para quejarme? Ahí estaba Chorian, contemplándome con adoración, a mí, el hombre sabio, el viejo rey, la encarnación de nuestra raza, y me estaba diciendo con los ojos: Cuéntame, cuéntame, cuéntame, Yakoub. Háblame de nuestra gran y maravillosa historia. De cómo ocurrió todo, de cómo empezó. Me sentí avergonzado de haber dudado aunque sólo fuera por un instante, de que hubiera empezado a sentirme resentido, a hacerme preguntas.

Y mientras permanecíamos allá en la oscuridad y el frío, le conté la antigua leyenda, la más antigua de todas nuestras leyendas, la Leyenda del Sol Dilatado, del mismo modo que me la había contado a mí mi padre mientras estábamos de pie juntos en aquella empinada ladera del monte Salvat una noche en Vietoris hacía mucho tiempo, y del mismo modo que yo se la había contado a mis muchos hijos, a lo largo de muchos años, en muchos mundos distintos.

10

Le hablé de nuestros antiguos días de grandeza, de las maravillosas ciudades de la Estrella Romani, los resplandecientes palacios y las espléndidas torres, los enormes paseos y las amplias avenidas, las brillantes columnas y plazas. Le conté cómo el cielo sobre la Estrella Romani brillaba siempre con la luz de todos los cielos. Le hablé de las once lunas que se extendían como brillantes joyas de horizonte a horizonte. Le describí los ríos que rielaban como vino nuevo, las montañas que desafiaban a las estrellas, las doradas praderas y los deslumbrantes lagos. Y le hablé de la gente apuesta y feliz.

Luego le conté cómo llegamos a saber que todo aquel esplendor iba a sernos arrebatado. Primero Mulesko Chiriklo, el pájaro de los muertos, haciendo su nido en el más alto contrafuerte del Gran Templo. Después la voz de mujer gritando la canción fúnebre por la noche, que pudimos oír en todas las ciudades a la vez. Y luego el viento que soplaba desde el sur, donde van a vivir las almas de los muertos, y que no se detuvo durante catorce meses. Y otros presagios después de eso: un año en el que no hubo verano, y un día en que el sol no se alzó, y una noche en la que no pudieron verse las estrellas en ninguna parte del mundo.

No teníamos forma de comprender esos presagios, porque no habíamos conocido más que la felicidad en la Estrella Romani. Nunca había habido una sequía, ni un terremoto, ni una inundación, ni una epidemia. Las estaciones iban rodando a su debido tiempo y la tierra era fértil. No había enfermedades entre nosotros, y cuando nos llegaba la muerte era repentina y limpia, en la extrema vejez. Así que cuando los presagios empezaron a presentarse llamamos a los sabios que podían interpretarlos por nosotros; y vinieron de todas partes del mundo, y se reunieron en la gran plaza de la capital. Conferenciaron durante noventa y nueve meses, y estudiaron, y apelaron a la guía de los dioses. Luego, en el mes que hacía cien, el rey los encerró a todos en el Salón Largo del Gran Templo, y les hizo saber que no tendrían ni comida ni bebida hasta que nos dijeran qué era lo que iba a ocurrir y cómo debíamos enfrentarnos a ello; y no se supo nada de ellos durante noventa y nueve horas, pero a la hora que hacía cien indicaron que les había sido concedida una revelación, y entonces se les permitió salir.

Nuestra dulce Estrella Romani, declararon, había decidido arrojarnos al universo para que nos abriéramos camino por nosotros mismos, y no serviría de nada llorar y quejarse o rezar, porque el tiempo era corto y era preciso emprender acciones rápidas.

Pronto, dijeron, iba a producirse un cambio en el sol que era nuestra madre. Iba a dilatarse y hacerse más grande, y en vez de su cálido resplandor rojo dador de vida arrojaría un salvaje brillo de luz azul que arrojaría un terrible calor que ningún ser vivo podría resistir. En un monstruoso y asesino mediodía, nos dijeron los sabios, el fuego mortal cruzaría los campos y las praderas, las montañas y los valles, las ciudades y las llanuras. El mundo se volvería negro y los mares hervirían, y toda la vida terminaría en torno a la Estrella Reman. Y luego el sol reduciría su volumen tan rápidamente como había entrado en erupción, y su suave luz roja regresaría, pero ahora no iluminaría más que las ruinas destrozadas y carbonizadas de nuestro mundo muerto.

Inmediatamente hubo llantos y hubo quejas y hubo rezos, y la gente le pidió desesperadamente al rey que nos salvara; y el rey dijo:

—Esto es algo que el destino arroja sobre nosotros, y no podemos hacer nada por impedirlo. Pero hay una forma de salvarnos. —Y el rey propuso que construyéramos tantas naves espaciales como pudiéramos, y las llenáramos con gente y animales y plantas y todos los tesoros de nuestro mundo, y partiéramos a la Gran Oscuridad con ellas, y aguardáramos ahí fuera hasta que el cataclismo hubiera desandado su camino; y entonces volveríamos a la Estrella Romani y reedificaríamos nuestra vida. De este modo cesaron los llantos, y las quejas y las plegarias; y la construcción de las naves empezó. Pero muy pronto resultó claro que no podíamos construir las suficientes. Porque el momento del cataclismo estaba ya casi encima de nosotros, y apenas teníamos suficientes naves para llevar a una persona de cada mil al espacio. Y entonces llegaron noticias que aún eran peores: que el sol no se dilataría una vez sino tres, durante el transcurso de los próximos diez mil años, de modo que no serviría de nada intentar regresar a la Estrella Romani; cualquier cosa que pudiéramos reconstruir sería destruida de nuevo en la próxima dilatación, y de nuevo en la otra después de ésa.

Así supimos que la mayor parte de nosotros roamos a morir, y que el resto iba a verse arrojado de nuestro hogar para morar durante largo tiempo en el exilio. No podíamos comprender por qué Dios había elegido hacernos esto, pero sabíamos que no era cosa nuestra hallar razones a los designios de Dios.

—¿Pero sólo uno de cada mil pudo huir? —preguntó Chorian, horrorizado.

—Ni siquiera tantos como ésos —dije —. Uno de cada cinco mil, quizás, Uno de cada diez mil. Teníamos sólo dieciséis naves. Se hizo un sorteo, y fueron elegidos nombres, y las dieciséis naves partieron hacia la Gran Oscuridad. Y un día miraron tras ellos y vieron una nueva estrella en el cielo que resplandecía con un brillante blanco azulado, y el resplandor rojo de la Estrella Romani ya no podía verse por ninguna parte; y ese día lloraron y se quejaron y rezaron, y después volvieron sus rostros hacia delante, porque sabían que no había nada tras ellos que desearan volver a ver.

—¿Y ésos fueron los roms que se asentaron en la Tierra?

—Sí —dije —. Aunque primero fuimos a algunos otros lugares; pero la Tierra era lo más parecido a la Estrella Romani, y ahí fue donde decidimos vivir.

—¿Pese a que los gaje estaban ya en ella?

Porque los gaje estaban ya en ella. Los gaje estaban moldeados de una forma muy parecida a los roms, tanto que una raza podía incluso mezclarse y procrear con la otra, ¿entiendes?; y ésa fue la prueba de que los roms podían vivir y prosperar en la Tiene. Así que nos asentamos en ella, en una gran isla deshabitada hasta nuestra llegada, donde los gaje no podrían molestarnos; porque los gaje eran un pueblo rudo y estúpido y primitivo y nosotros sabíamos que nos incordiarían y nos molestarían y nos harían la guerra si intentábamos vivir entre ellos. Ocupamos esa isla, ellos no podían impedírnoslo, y a su debido tiempo edificamos en ella una gran ciudad y llegamos a vivir casi tan espléndidamente como lo habíamos hecho en la Estrella Romani; pero cuando caía la noche mirábamos a los cielos y podíamos ver la luz roja de la Estrella Romani brillar allí, y sonábamos en todo lo que una vez había sido nuestro, y nos decíamos a nosotros mismos que algún día volveríamos a nuestro mundo natal y lo convertiríamos de nuevo en lo que había sido antes de que nosotros fuéramos expulsados de él.

—¿La Estrella Romani se había vuelto roja de nuevo? —preguntó Chorian.

—Sí; exactamente tal como los hombres sabios habían predicho, así ocurrió; se hizo más brillante, muy repentinamente, y llameó con rápidas y letales exhalaciones, y luego volvió a su aspecto normal, y todo volvió a ser como antes.

—Pero ni siquiera entonces volvimos.

—Ésa fue sólo la primera dilatación del sol. Sabíamos que habría dos más.

—¿Y las ha habido?

—Una —dije —. Casi seis mil años después de que nos fuéramos. Lo vimos en el cielo, un gran estallido blanco azulado. Eso fue en la época del nacimiento de Jesu Cretchuno, el niño Cristo que algunos dicen que es el hijo de Dios; y quizá conozcas la leyenda de los tres reyes que acudieron a adorarle en su cuna. Uno de esos reyes era rom; y sabía que la estrella que anunciaba el nacimiento del niño era la estrella que nos había dado también nacimiento a nosotros, y que estaba llameando por segunda vez, tal como nuestros sabios habían predicho.

Chorian contempló el cielo durante largo rato. Luego dijo:

—¿Y la tercera dilatación?

—Pronto —dije —. Otros mil años. O quinientos. O quizá mañana. Ése es el signo que hemos estado aguardando, la llamada, esa tercera dilatación. Y entonces al fin los roms podrán volver con seguridad a su auténtico hogar. Si tu precioso emperador nos lo permite, por supuesto. Lo cual es nuestra principal tarea en el universo, luchar por volver a tomar posesión de nuestra estrella; y te digo, muchacho, que yo estaré aquí para ver ese día.

Una repentina sombra oscureció la oscuridad, arrojando una gran guadaña contra las estrellas. Por un instante la Estrella Romani desapareció de la vista; y oí la profunda y ululante voz del pájaro de los muertos, que acababa de pasar sobre nuestras cabezas y se estaba perchando ahora en un árbol cercano. Sus enormes alas negras lo envolvieron como un sudario, y sus ojos zafiro brillaron en la noche.

—Mulesko Chiriklo —dije —. Un pájaro de buen agüero. Sigue a los roms de mundo en mundo.

Agité la mano hacia él, haciendo el saludo rom; y Mulesko Chiriklo ululó su saludo de respuesta. Sabía lo que me estaba diciendo. Era lo que me había dicho siempre. Estaba ofreciéndole al Rey de los Gitanos las bendiciones de la noche y la esperanza de un rápido regreso al antiguo país natal. Miré a Chorian. Parecía aterrado. Castañeteaba los dientes y estaba de pie, con los hombros hundidos de una forma peculiar, en absoluto adecuada para alguien tan joven y fuerte como él.

Le di una palmada en el hombro.

—Vamos, muchacho. Entremos y veamos si queda un poco de vino decente.

Mientras nos encaminábamos a mi burbuja de hielo, oí la risa de los espectros roms en el viento nocturno.

11

Al cuarto día Chorian tenía su antena de tránsito sintonizada a su vector más alejado, y ya era el momento de irse. Empaquetó las escasas pertenencias que había traído consigo en el espacio más pequeño posible y desdobló su casco de viaje, esa suave red de malla cobriza, no más grande que un pañuelo cuando está doblada para almacenaje, que le protegería durante su solitario vuelo a través de los espacios interestelares.

Unos momentos antes de ponerse el casco se volvió hacia mí, y le vi forcejear consigo mismo para decir algo, pero las palabras no llegaron a salir de su boca. Aquello me turbó. Un rom nunca debería sentir miedo de decirle a otro las cosas que tiene auténticamente en su corazón.

Me acerqué a él y apoyé mis manos en sus hombros. Tuve que alzarlas, pese a que no soy bajo.

—¿Qué ocurre, primo? ¿Qué es lo que quieres decirme?

—Que…, que voy á irme ahora…

—Eso ya lo sé, primo —dije muy suavemente.

—Y deseaba decir…, sólo decir…

Vaciló. Dejé que mis manos siguieran sobre sus hombros y aguardé.

—He sido un problema para vos, ¿verdad, Yakoub?

—¿Un problema?

—He venido a este lugar que habíais elegido para estar solo, y os he molestado cuando no deseabais ser molestado. Y me habéis aceptado porque la ley rom dice que no hay que echar a los huéspedes, pero os enfurecía el que yo estuviera aquí.

—Mierda de dinosaurio —dije, y lo dije con vigor, y lo dije en romani, lo cual no fue fácil, porque si bien hay muchas palabras para «mierda» en romani, no hay ninguna que signifique «dinosaurio» De todos modos lo dije, y él comprendió lo que había dicho.

—Habéis sido muy amable, Yakoub.

—Ya basta de preámbulos, muchacho. Los dos somos roms. Dime lo que hay en tu corazón.

Bajó la vista y rascó la nieve fresca con la puntera de su bota. Era muy joven, y a cada minuto que pasaba se hacía aún más joven. Mientras le observaba, intenté comprender cómo era el ser tan joven, intenté recordar cómo había sido cuando yo lo era. ¡Dios mío, hacía tanto tiempo de eso! Existir en el momento, no envuelto todavía en capa tras opaca capa de experiencia. Ser transparente, con los huesos visibles a través de la piel, con cada motivación claramente a la vista justo debajo de la superficie. No había sentido nada parecido desde hacía ciento cincuenta años. Quizá ni siquiera entonces.

—Esos últimos días… —empezó, y se interrumpió de nuevo.

—¿Sí?

—Nunca conocí a mi padre, Yakoub. Fui vendido y separado de mi kumpania cuando sólo tenía siete años.

—Lo sé, muchacho. Y sé lo que es eso. Yo también fui vendido a los siete años, la primera vez.

—Lord Sunteil ha sido lo más parecido a un padre para mí, en este sentido. No es malo, ¿sabéis? Es un gaje y es la mano derecha del emperador, pero no es malo, y si alguien se ha portado alguna vez en mi vida como un padre conmigo ha sido Lord Sunteil. Pero no es lo mismo. Él no es de la sangre.

—Entiendo lo que quieres decir.

—Y estos últimos días…, estos últimos días, Yakoub…

Se volvió y miró hacia su izquierda, muy lejos en el campo de nieve, como si pensara que tenía que ocultar de mí las lágrimas que amenazaban con romper la barrera de sus párpados y estallar en sus ojos. Fingió buscar el aura del tránsito, pero yo sabía lo que estaba haciendo en realidad, y sentí tristeza por él por pensar que tenía que ocultar de mí su alma. Esto es lo que ocurre por crecer entre los gaje, pensé.

—Escucharos mientras me contabais las historias del Swatura…, oír de vuestros propios labios la historia de la Estrella Romani, la Leyenda del Sol Dilatado… —Inspiró profundamente y se volvió de nuevo, mirándome ahora directamente, y sí, sus ojos estaban húmedos, y que me vendan de nuevo como esclavo si los míos no estaban igual que los suyos, sólo un poco. Luego dijo, todo de corrido —: Por un tiempo durante esos últimos días comprendí lo que debe ser tener un auténtico padre, Yakoub.

Así que finalmente había conseguido decirlo.

No había nada que yo necesitara decir a cambio. Le sonreí y le abracé y le besé en la boca a la antigua manera rom, y le di a sus hombros un buen y enérgico apretón final y aparté mis manos de él, y nos quedamos el uno frente al otro en silencio. El Doble Día estaba amaneciendo ahora. El sol naranja estaba saliendo al cielo en el lado opuesto al amarillo, y el hielo ardía en llameantes colores.

Al cabo de un rato dijo:

—Temo que no voy a volver a veros de nuevo.

—¿Porque crees que nuestros caminos no volverán a cruzarse, o porque piensas que mi tiempo está llegando ya a su final?

—Oh, Yakoub…

—El primer día que llegaste aquí me dijiste que viviría eternamente. No creo que eso sea cierto y no creo que desee que sea cierto. Pero tengo que seguir el tiempo suficiente para poner el pie en la Estrella Romani. Tú lo sabes. Y sabes que lo haré.

—Sí. Lo haréis, Yakoub.

—Y nos encontraremos de nuevo mucho antes de ese día. No sé cómo o dónde o por qué será, pero nos encontraremos. En algún lugar. En algún momento. Y, mientras tanto, hay tareas que te están aguardando, muchacho, y que deberías estar haciendo ya. Ahora vete. Y ve con cuidado. Sigue con Dios.

—Seguid vos también con Dios, Yakoub.

Me sonrió. Creo que estaba aliviado de dejar todo aquel lloroso asunto de la despedida a sus espaldas, y debo confesar que yo también.

El aura del tránsito estaba ya alzándose. Una fuente de luz verde brillante brotó de la antena que había montado en el campo de hielo a pocos cientos de metros de distancia.

—Será mejor que te vayas —dije.

Deslizó el casco de viaje sobre su cabeza, y los delgados pliegues de cobriza malla cayeron a su alrededor hasta casi llegar al suelo. Un momento antes de pulsar el botón en su hombro que haría imposible toda comunicación entre nosotros, me miró fijamente a los ojos Y dijo:

—Todavía sois rey, Yakoub. Siempre seréis rey.

Entonces tocó el botón, y la frágil red se iluminó y se hinchó como un globo, sellándolo en una esfera protectora de helado aire de Mulano que ninguna fuerza podía romper. Durante tanto tiempo como permaneciera activado el campo del caso estaría protegido de todo en aquella esfera. Incluso de la terrible oscuridad y del frío del vacío que se extiende entre un espacio y otro.

Durante un largo rato le observé desde el umbral de mi burbuja de hielo mientras permanecía de pie allí en medio del hielo, bañado por el verde resplandor del aura del tránsito y la mezcla de naranja y amarillo de los dos soles. Estaba aguardando a que algún errante brazo rastreador del relé de tránsito lo encontrara y lo recogiera y se lo llevara con él, de vuelta a los mundos del Imperio.

Sentí lástima por él. El viaje por relé de tránsito no es ni divertido ni agradable. De hecho, es un terrible engorro. Créanme. He tenido montones de oportunidades de descubrirlo de primera mano a lo largo de los años. Tú te quedas de pie y esperas; te quedas de pie y esperas. En un millar de nexos distintos en torno al universo interior se asientan las estaciones de rastreo del tránsito como gigantescas arañas, barriendo las regiones adyacentes del espacio con sus brazos de largo alcance. Más pronto o más tarde una de ellas te descubrirá, si eres lo bastante paciente y has introducido las coordenadas correctas en tu antena. Y entonces te cogerá y te alzará y se te llevará, y te lanzará a través del espacio auxiliar, y eso sin seguir ninguna ruta que encaje particularmente con tus necesidades, sino simplemente una que encaje con el esquema de aberturas del entramado de espacio-tiempo que halle en aquellos momentos. Y más pronto o más tarde, normalmente más tarde, te depositará —no más ceremoniosamente de lo que haría con un montón de ropa sucia— en un relé de recepción de uno de los mundos del Imperio. Es un proceso lento y abrumador y básicamente humillante, en el que entregas todo el control de tu destino a una fuerza inanimada que no sólo es indiferente a cualquiera de nuestros deseos, sino que se halla también completamente más allá de tu comprensión. Durante horas, días, meses, a veces años, derivas como un juguete infantil perdido en un mar infinito, flotando dentro de tu esfera protectora sin ninguna distracción y sin más compañía que tus propios e implacables pensamientos; porque aunque tus procesos metabólicos se hallan en suspensión mientras eres mantenido fuera del continuo espaciotemporal ordinario, tu mente sigue trabajando como siempre. Una agotadora y aburrida forma de viajar. No es que quiera quejarme. Hay demasiados mundos, y no las suficientes astronaves, para que el Imperio pueda establecer un servicio turístico regular a lugares como Mulano. Yo mismo vine hasta aquí por relé de tránsito; y cuando llegue el momento de irme, así es como me marcharé.

Chorian permaneció de pie allí sin moverse, alto y erguido como un buen soldado, a la luz de los dos soles, durante lo que me pareció una eternidad y media. Al cabo de un rato empecé a pensar que quizá observándole estaba obstaculizando de alguna forma la llegada de su rayo barredor, porque las cosas funcionan a veces de este modo. Así que entré y conjuré el bathalo drom, el conjuro del buen viaje, para él. No estaba seguro de que hiciera ningún efecto, puesto que Chorian estaba encerrado en su esfera protectora, donde posiblemente el conjuro del buen viaje no podía alcanzarle. Pero valía la pena intentarlo. El conjuro del buen viaje es uno de los auténticos, uno de los que puedes confiar que haré su trabajo. No es simplemente charlatanería de brujas, algo que alguna vieja drabami de la Edad Media pudo elaborar a base de agua de lavarse, hojas de guadaña y úteros de rana; se basa en las grandes líneas de fuerza que corren a través de los ejes curvos del universo de orilla a orilla.

En cualquier caso, tejí el conjuro para él; y luego creo que debí quedarme ligeramente dormido; y cuando volví a salir para mirarle, ya se había ido.

Los soles se estaban poniendo. Recé una pequeña plegaria y aguardé el momento de la Estrella Romani.

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