Lo que llamamos el principio es a menudo el final,
y crear un final es crear un principio.
Es del fin de donde comenzamos.
No dejaremos de explorar,
y al final de todas nuestras exploraciones
llegaremos allá donde empezamos,
y conoceremos el lugar por primera vez.
El lugar era Nabomba Zom. El hombre era Loiza la Vakako. O así parecía. Tenía pocas dudas de que me hallaba en Nabomba Zom, porque, ¿cuántos otros planetas que conocemos poseen un mar rojo como la sangre y una arena de color lavanda? Pero, ¿era realmente Loiza la Vakako? Parecía tan joven. El hombre al que había conocido hacía tiempo podía tener cualquier edad, pero no era joven. Éste, en cambio, mientras caminaba a solas a lo largo de la orilla de aquel hirviente mar, no parecía más viejo de lo que había sido yo en aquel lejano pasado cuando viví la vida de un joven príncipe en su palacio.
Aparecí delante mismo de él, espectrando alto sobre la húmeda arena. No pareció en absoluto sorprendido, casi como si me hubiera estado esperando. Me sonrió con aquella rápida sonrisa taimada de Loiza la Vakako. Me estudió con aquellos ojos intimidantes. Joven, sí, no había la menor duda de ello, apenas algo más que un muchacho. Pero ya era Loiza la Vakako, completo y total. Aquella presencia regia. Aquella austeridad de espíritu, aquella rectitud de alma. Aquella penetrante inteligencia. Aquella calma que no era simple placidez bovina, sino que representaba una absoluta victoria sobre el yo.
—El primer espectro del día —dijo —. Bienvenido, seas quien seas.
—¿No me conoce?
—Todavía no —dijo Loiza la Vakako —. Ven. Pasea conmigo. Este lugar es Nabomba Zom.
—Lo sé —dije —. Voy a vivir unos años aquí, un día, cuando usted será más viejo y yo más joven. Y amaré a su hija. Y compartiré su caída con usted.
—Ah —dijo —. Mi hija. Mi caída. —No pareció preocupado por nada de aquello —. Así que tú eres él. Eres un rey, ¿verdad?
—¿Puede ver eso?
—Por supuesto. Los reyes pueden ver a los reyes. Dime tu nombre, rey, y aguardaré tu regreso con gran ansiedad.
—Nunca he conocido a nadie como usted —dije —. Es el hombre más sabio que jamás haya vivido.
—Difícilmente. Sólo soy menos estúpido que algunos. Tu nombre, oh rey.
—Yakoub Nirano. Baro rom.
—Ah. Ah. ¡Baro rom! Así que amarás a mi hija, ¿eh?
—Y la perderé —dije.
—Sí. Por supuesto, lo harás. ¿Y la encontrarás de nuevo, quizá, más tarde?
—No. No, nunca más.
Su elegante rostro se volvió solemne.
—¿Cuál será su nombre, viejo?
Dudé. Aquello que hacía estaba prohibido. Pero tenía la impresión de haber vivido hasta un tiempo más allá del final del universo, donde todas las viejas reglas habían quedado canceladas.
—Malilini —dije.
—Un hermoso nombre. Sí. Sí. La llamaré así, seguro. —De nuevo aquella rápida sonrisa —. Malilini. Y la amarás y la perderás. Qué lástima, Yakoub Nirano.
—Y también le querré a usted —dije. Pero me daba cuenta ya de que me estaba volviendo transparente; estaba siendo arrastrado lejos de allí —. Y le perderé también. —Y desaparecí. Fuera de control. Girando. Girando.
Un animal, extraño más allá de cualquier palabra, doble joroba, grandes labios protuberantes: creo que es esa cosa a la que llamaban camello. Así que esto debe ser la Tierra. Estoy en un lugar seco y arenoso, recortadas colinas grises brotando en ángulos inquietantemente inclinados en la distancia, torbellinos girando incesantemente sobre la llanura poblada por escasos matorrales. Una caravana de gente con extravagantes ropas, de piel oscura, recio pelo negro, ojos destellantes, brillantes sonrisas. Negras tiendas de fieltro. Sombreros con anchas alas vueltas hacia arriba. Nunca antes he visto este lugar ni a esta gente, pero los conozco.
Hay una fragua al aire libre aquí, fuelles de piel de cabra, grandes y pesados martillos, dos berreocs golpeando un metal al rojo. Allá, tres muchachas caminando juntas, distantes y misteriosas, como sacerdotisas de alguna orden desconocida. Una mujer con diez mil años de arrugas, atareada con habichuelas y briznas de hierba seca y tabas de cordero, adivinándole el futuro a un joven gaje de ojos muy abiertos. El sonido cercano de una flauta. El aroma de carne asándose, sazonada con pungentes especias.
Me hago visible. Un muchacho baila hacia mí y me mira, sin ningún temor.
—Sarishan —digo —. ¿San tu rom?
Tiene unos grandes ojos brillantes, una sonrisa taimada, una forma rápida y ágil de hacer las cosas. No dice nada. Sigue mirando. Me señalo a mí mismo.
—Yakoub —digo. Toco su pañuelo —: Diklo. —Mi nariz —: Nak. —Mis dientes —: Dand. —Mi pelo —: Bal. —Parece no comprender nada. Unos cuantos de los demás gitanos nos miran ahora. La vieja que dice la buenaventura sonríe y guiña un ojo. Me mantengo invisible para el gaje. Un muchacho más pequeño se nos acerca y se coge del brazo del otro mientras me mira —. ¿Tu prala? —pregunto —. ¿Tu hermano? —Tampoco ninguna contestación. Éste debe ser uno de los países lejanos de la Tierra, decido, donde los toros hablan otro lenguaje distinto del romani. Saco de mi túnica dos brillantes monedas doradas del Imperio, que muestran los rasgos del Decimoquinto en un lado y un conjunto de estrellas en el otro. Muestro las dos monedas a los muchachos.
Son monedas espectrales, sin sustancia, sin peso. Se desvanecerán como la nieve en el verano en el momento en que me marche. Pero los muchachos las contemplan maravillados. Conocen el oro, al menos.
—De Galgala —les digo —. De las estrellas, del tiempo que aún ha de venir. —Deposito las monedas en las palmas de sus manos. Intentan tocarlas, con el ceño fruncido. Pero para ellos las monedas no son más que aire dorado —. Desearía poder ofreceros un regalo más duradero. Soy vuestro primo Yakoub.
—Yakoub —murmura el muchacho más pequeño.
Los remolinos han comenzado de nuevo. Empiezo a desvanecerme. Los muchachos parecen tristes. Las monedas se desvanecen también.
—¡Yakoub! —grita el más pequeño de los muchachos —. ¡Yakoub!
—Ashen Devlesa —dice de pronto el muchacho mayor, en un claro romani, en el momento en que desaparezco —: ¡Ve con Dios!
Fuera de control. Hacia delante. Girando. Girando. Casi era como si me hallara de viaje con el relé de tránsito. Tenía la misma sensación de colgar suspendido sobre todo el universo, volando rápidamente de algún lugar a algún otro lugar a través de una enorme sopa de nada, sin otra cosa que me proteja del negro y extraño movimiento del cosmos más que una imaginaria pared de fuerza ni siquiera tan gruesa como una burbuja. Y no podía controlar la dirección de mi vuelo más de lo que podía controlar los movimientos de los soles.
Pero este viaje era mío ahora, estaba en caída libre tanto a través del tiempo como del espacio. Estaba yendo a todas partes. No estaba yendo a ninguna parte. Nada me retenía en ningún lugar: carecía de amarras; era una paja arrastrada por el soplo de los dioses.
Necesitaba recuperar el control. ¿Pero cómo? ¿Cómo?
Mentiroso ahora. Incuestionablemente Mentiroso. Esa sensación de inexplicable e ineludible miedo, burbujeando a través de tus venas, agitándose en tus entrañas. La proximidad de dioses hostiles conjurando el pánico sin ninguna razón. El cálido aroma del terror en la densa brisa.
Mira, ahí: el pozo de sinapsis de Nikos Hasgard. Esos hombres sentados los unos al lado de los otros en su agitación, el pequeño y retorcido Polarca, el alto y robusto Yakoub. Ambos parecen exhaustos. Doblados sobre sí mismos, temblorosos, pálidos. Me mantengo oculto de ellos mientras desciendo flotando. Me sitúo a sus espaldas y dejo que mi mano derecha descanse sobre el hombro de Yakoub y mi izquierda sobre el de Polarca. Intentaré transmitirles mis fuerzas a ambos. ¿Es eso posible? ¿Un espectro ayudando a dos hombres vives? Bien, lo intento. Lo intento. Busco en mí mismo y hallo el núcleo de mi vitalidad y aspiro de él, y hago que recorra mi cuerpo, y la derramo a través de mis brazos y de mis dedos, e intento irradiarla a ellos.
¿Funciona? Parecen sentarse un poco más erguidos. Recuperan algo de su color. Sí. Sí. Toma, Yakoub, toma, Polarca. ¡Tomad, tomad, tomad!
Se miran el uno al otro. Está ocurriendo algo, pero no tienen la menor idea de lo que es.
—¿Lo sientes? —dice Polarca.
—Sí. Como si del equipo nos estuviera llegando energía en vez de arrebatárnosla.
—No. No es de nuestro equipo. De alguna otra parte. Del espacio.
—¿Del espacio? —dice Yakoub.
Polarca asiente.
Del aire. De la bruma. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Permaneceré con ellos tanto como pueda. Un día, una semana; un mes…, es lo mismo para mí. Vivo fuera del espacio y del tiempo. Y ellos me necesitan.
Pero el miedo…, el miedo…
Incluso los espectros lo sienten.
Y noto que me alcanza, ascendiendo a través de ellos con una fuerza amplificada. El miedo que hace que castañeteen tus dientes y se te contraigan los testículos y tu orina se convierta en hielo. Ese miedo es el pegamento que mantiene unido el cosmos. La sustancia fundamental, la matriz del universo. Conquístalo a tus expensas; porque si lo haces, hundes una cuña entre átomo y átomo, y el universo empieza a desmoronarse. Sin embargo, lucho contra él. No permitiré que el terror me abrume. Lucho y lucho bien, y lo devuelvo; lo golpeo de vuelta; lo pateo, lo aplasto, lo destruyo. Estoy en Mentiroso y no tengo miedo. Y en ese momento de ausencia de miedo veo la pequeña línea negra que es la primera grieta en los cimientos de los mundos. Lo he conseguido, yo, yo, Yakoub Nirano, he clavado la primera cuña, y ahora se ensancha, ahora parece una boca bostezante, ahora es un amplio y oscuro abismo que se tiende hacia fuera, devorando todo lo que toca…
Soy barrido lejos de allí pos los vientos del caos.
Megalo Kastro… Duud Shabeel… Alta Hannalanna…
Trinigalee Chase…
Vietoris, el monte Salvat, de pie al lado de mi fornido padre Romano Nirano…
Megalo Kastro…
Alta Hannalanna…
Xamur… Galgala… la Tierra… la Tierra… la Tierra…
Mulano…
Alta Hannalanna…
La Tierra… la Tierra… la Tierra…
Girando… girando… impotente… fuera de control…
Termina el invierno. Los cálidos vientos soplan del sur. Los roms emprenderán pronto de nuevo su camino. Verdes pastos. campos de avena y cebada allí delante. Frescos y claros arroyos de montaña. Los cascos de los caballos resonando contra los caminos aún húmedos de la nieve fundida, las ruedas del carromato chirriando, la embriagadora alegría del movimiento, el aire fresco, el renacer de la vida.
Llegamos al campamento de nuestros primos, camino abajo. No los conocemos, pero son nuestros primos. Sesenta fogatas arden aquella noche. El aroma de la carne asándose flota por todas partes. Es un glorioso patshiv, una fiesta de fiestas, dos kumpanias que se encuentran en el gran camino del mundo. Nuestros hombres están cantando junto al fuego, brindando por nuestros primos, nuestros anfitriones. Antiguas canciones, canciones de los abuelos de nuestros abuelos, que hablan de viajes hechos hace mucho tiempo.
Una muchacha avanza, muy morena, muy joven. Tiene los ojos cerrados; parece en trance. Canta, y un muchacho apenas un año mayor que ella avanza también y se detiene delante de ella: ha entrado en su trance. Cuando ella termina él empieza a bailar a su alrededor, los pies golpeando casi furiosamente el suelo, pero no hay rabia en él, sólo deleite y exuberancia. Su cuerpo salta, pero sus brazos y torso permanecen casi inmóviles. Le canta a ella. Ella ríe. Su canción termina y se detiene, mirándola, pero no dice nada. Intercambian tímidas sonrisas y nada más. Y luego se retiran, ella a su kumpania, él a la suya; pero quizás él la encuentre de nuevo antes de que termine la noche.
Ternera asada, pollo, lechón. Un viejo abuelo es quien baila ahora, palmeándose las rodillas, golpeando sus tacones entre sí. Más aprisa, más aprisa, las manos palmeando, los brazos girando. Y ahora los muchachos; y ahora los hombres; y ahora todo el mundo, primero en círculo, luego formando un amplio óvalo, luego sin ningún esquema, porque hay demasiados para mantener cualquier esquema.
¡Ah, esto es la vida! ¡La vida del camino!
De pronto ladran los perros. Repentinas exclamaciones de alarma desde la oscuridad al borde del campamento. Gritos, el sonido de un disparo, otro disparo.
—¡Shangle! —grita alguien —. ¡Policía! ¡Policía! —Montados en caballos, venidos para echarnos. ¿Qué hemos hecho? Sólo acampar aquí, y dar una fiesta para nuestros primos, y cantar, y bailar. Quizá cantar y bailar esté prohibido en este lugar —. ¡Shangle! ¡Shangle! —Caballos. Perros policía. Tiros al aire. Hombres gritando furiosos. Maldiciendo, escupiendo. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho? Debe haber sido el cantar. Debe haber sido el bailar. Cabalgan entre nosotros, y no nos atrevemos a alzar una mano contra ellos. Porque son la policía gaje; y nosotros, nosotros sólo somos los sucios gitanos sin hogar, que debemos movernos con cuidado en su mundo. Así que nos dispersamos, y se acaba la fiesta.
No tengo elección. Si permito seguir siendo arrastrado girando al azar a través del tiempo estoy perdido, todo está perdido. Esto es mero errar. El azar no tiene sentido. Ya hemos errado bastante. Ahora ya es tiempo de hallar un significado a las cosas. Necesito imponer control sobre mi viaje. Necesito imponer un significado.
¿Quién soy? Soy Yakoub Nirano, Rey de los Gitanos.
¿Dónde nací? Nací en Vietoris, hace mucho tiempo.
¿Dónde vivo? En todas partes y en ninguna parte.
¿Dónde voy? A ninguna porte y a todas partes.
¿Qué estoy buscando? El auténtico hogar de mi errante pueblo.
¿Dónde está? En todas partes y en ninguna parte, en ninguna parte y en todas partes. Perdido en el tiempo. Perdido en el espacio. Pero no más allá de toda posibilidad de ser encontrado.
Miraré. Creo que sé dónde buscar.
Hacia atrás…, hacia atrás…
Soy barrido de nuevo. Pero esta vez es distinto. Ya no me veo arrastrado, impotente. Esta vez empiezo a notar alguna medida de control sobre mi viaje.
Conozco este lugar. Incluso en la densa bruma que lo envuelve todo puedo ver el azul del cielo, puedo ver el brillo dorado del sol, puedo ver la blancura del millar de columnas de mármol en la plaza. He ido muy lejos ahora. Conozco este lugar, si, he estado aquí antes. Ésta es la Tierra, la antigua Tierra más allá de la historia, y este lugar es la perdida Atlantis. Esta es la gran ciudad rom, el lugar más hermoso que jamás haya existido sobre el planeta.
Qué serena es. Nuestra isla reino, blancas arenas y resplandeciente mar. Y hemos edificado bien: qué gracia, qué orden. Solo y sin que nadie me moleste, recorro las largas y rectas calles, entre la, morena y esbelta gente con túnicas y sandalias. Pasada la Confluencia del Cielo, entro en la calle de los Astrónomos, desciendo la calzada de mármol hasta el borde del agua. La ciudad relumbra a través de la bruma. Envidio a aquellos que viven aquí en el propio tiempo de la ciudad, porque ellos pueden verlo claramente; esta densa bruma no es de ellos, sino que es algo que traigo conmigo, arrastrada de los miles de años que he cruzado para llegas aquí. Es inevitable, tan lejos. Pero si Atlantis es tan hermosa, envuelta en bruma como lo está para mí, ¿cómo debe ser para aquellos que la ven resplandecer brillante a pleno sol?
Ahora estoy junto al agua. A mi izquierda se alza el Templo de los Delfines, puro y sereno, una sinfonía de piedra blanca. A mi derecha está la Fuente de las Esferas, y directamente delante se extiende el Gran Embarcadero, con seis espléndidas naves ancladas y una más lejos, entrando con su carga de oro y plata y monos y pavos reales, piedras preciosas, perlas, perfumes y ungüentos, inciensos, vino y aceite, todo tipo de piezas de marfil, todo tipo de piezas de la más preciosa madera. Este mundo de la Tierra es nuestro, con todas las cosas buenas que hay en él; porque somos los únicos seres civilizados. Los gaje que viven por todas partes a nuestro alrededor, más allá de las aguas del mar que nos protege de ellos, son poco más que animales, y algunos ni siquiera eso. De modo que vamos en busca y tomamos todo lo que nos apetece, y nuestras naves nos lo traen a través del resplandeciente mar verdeazulado, y con ello hacemos que nuestra ciudad sea incomparablemente hermosa.
Me quedaré aquí para siempre, eso es lo que me digo.
No importa la bruma. No importa que sólo sea un espectro. Me convertiré en ciudadano de esta Atlantis y moraré aquí hasta el final de mis días. Beberé el denso vino tinto en las tabernas y cenaré carne asada con olivas. Estoy aquí y aquí me quedaré, sumergido en las profundidades del tiempo, envuelto por la bruma, en un lugar donde los roms son señores y no hay nada que temer.
¿Pero qué es esto, ahora? Las pequeñas olas tiemblan ligeramente al borde de la orilla. Un frente de suave oleaje, claro como el cristal, golpea contra los pilotes de mármol y el espigón, y retrocede, y vuelve a avanzar, esta vez no tan suavemente.
Las naves ancladas se alzan y descienden, y golpean el seno del mar con sus cascos.
La nave que se halla aún en el mar se desvanece por unos instantes tras el horizonte, y reaparece, cabeceando, bamboleándose.
El suelo tiembla. El cielo se estremece.
Oh, ¿qué es esto, qué es esto? Un rugir en mis oídos. La bruma se aclara, y me vuelvo para contemplar cómo la montaña detrás de la ciudad eructa fuego y negro humo. Grandes losas de mármol caen del frontón del Templo de los Delfines. Más allá, a mitad de la cuesta, en la Plaza de las Mil Columnas, puedo ver las columnas partirse y caer como varillas. El rugir crece más y más.
No hay pánico. Hombres y mujeres con ropajes blancos y sandalias se mueven decididos, encaminándose a sus casas. Una calle de mármol se hiende y se alza por el centro, revelando la humeante tierra negra de debajo. Los caballos se encabritan y corren relinchando en la plaza del mercado. Un carro sin conductor se dirige directamente hacia mí, me atraviesa y sigue adelante, y desaparece.
¡Atlantis! ¡Atlantis! ¡Hoy seré testigo de tu ruina!
¿Dónde está la bruma? Quiero que vuelva la bruma. Pero no, ahora todo es muy claro, despiadadamente claro. Cada dentada grieta, cada surco en la piedra. Sigue sin haber pánico, pero ahora les oigo gritar, suplicando la piedad de los dioses. ¿No hemos sufrido bastante? ¿Debemos vernos dispersos aquí también, después de haber conseguido llegar procedentes de aquel otro hermoso lugar en las estrellas?
¡Atlantis! ¡Atlantis!
Oh, esa gran ciudad…
Oh, oh, esa gran ciudad, envuelta en finos linos, y púrpura, y escarlata, y tapizada con oro, y piedras preciosas, y perlas. Porque en una hora todas estas grandes riquezas se convierten en nada. Y cada capitán de barco, y todas las tripulaciones en ellos, y los marineros, y todos los que comercian en el mar, ahora lejos, se lamentan y lloran cuando ven el humo de sus incendios, y dicen: ¿Qué ciudad es comparable a esta gran ciudad? Y arrojan polvo sobre sus cabezas, y gritan, y lloran, y gimen, diciendo: ¡Oh, oh, esa gran ciudad! Porque en una hora se ha convertido en una desolación.
Atlantis no es la respuesta. Quizá no haya respuesta. Soy barrido lejos. Soy arrojado lejos y más lejos y más lejos, cada vez más y más y más profundo. No hay respuesta. O si hay alguna, no tengo el valor de buscarla. Giro una vez más como una semilla al viento. Sigo y sigo adelante, sin saber dónde, sin importarme, entregándome por completo al poder de los dioses que conducen mi destino. ¿Qué importa dónde vaya? ¿Qué importa nada? Todo está perdido, ¿no? El Imperio se derrumba. Los pequeños lores que pelean entre sí gruñen y se muestran los dientes sobre sus amarillentos huesos. No hay centro; no hay límites. Y en este caos, ¿quién puede sobrevivir? Los roms serán barridos una vez más por los vientos. Como lo estoy siendo yo ahora.
Adelante. Lejos. Profundo.
¿Girando al azar una vez más, Yakoub?
Pero esto ha de estar equivocado. Si hay una respuesta a los acertijos de tu vida, nunca la encontrarás en este revolotear sin rumbo fijo. Tenías el control, tómalo de nuevo. Regresa. Ve hacia atrás tanto como te atrevas, y luego ve aún más atrás. Ve a la fuente, Yakoub.
Ve a la fuente.
Arriésgalo todo, o todo está perdido. Hacia atrás. Hacia atrás. A la fuente, Yakoub.
Adelante. Lejos. Profundo.
A un lugar donde las brumas del tiempo son tan densas y pesadas que lo envuelven todo como un sudario, apretadamente cerradas. Y bruma dentro de bruma, apiñadas masas de blanco dentro de blanco. ¿Quién puede haber tejido este capullo en torno al mundo? Bien, es el propio tiempo quien lo ha hecho. He ido muy lejos, más lejos de lo que nunca creí que fuera posible. Estoy más allá de Roma, más allá de Egipto, más allá de Atlantis, más allá de la más remota antigüedad. Tampoco es la Tierra. No tengo ni idea de dónde estoy, pero no es la Tierra: no tiene el olor de la Tierra, no tiene el tacto de la Tierra. Quizás haya ido hacia atrás más allá de la Tierra. Quizás haya alcanzado la fuente. ¿Es eso posible? La idea me aterra. Tanteo a través de oscuros reinos de blancura. Suaves trenzas de bruma se enredan a mi alrededor. Algunos jirones cubren mis ojos, y mi nariz, y mi boca. Veo bruma; respiro bruma; trago bruma. No hay nada aquí excepto bruma.
¿He llegado al inicio del tiempo?
En la penumbra, a la luz carente de luz de un sol velado, imagino ahora que puedo ver sombras, o al menos las sombras de sombras. Quizás haya algo aquí después de todo, alguna sustancia, alguna tangibilidad. ¿Una ciudad? Esa sombra de un arco aquí: ¿es un puente? Y eso: ¿una torre? Eso otro: ¿un bulevar? ¿Veo árboles? ¿Figuras moviéndose? Sí. Creo que mis ojos están empezando a acostumbrarse ahora. Se necesita algún tiempo para que alguien se acostumbre a esta bruma. O quizá lo que se necesite sea un colosal esfuerzo de voluntad, a fin de ver, aquí. No ver es fácil, tus ojos lo harán por ti. Simplemente ábrelos, y ellos te mostrarán la bruma. Eso es todo lo que tus ojos te mostrarán: la bruma. Pero ver algo más toma trabajo. Tienes que arrojar toda tu alma a ello. Es como un juego donde las posibilidades contra ti son tan abrumadoras que una pequeña apuesta no sirve de nada; apuéstalo todo en la próxima tirada de los dados, o cámbiate de mesa. Lo que deseas es ver qué hay aquí, ¿no es así, Yakoub? Entonces haz la apuesta. Pon todo lo que tengas. Y luego más aún. Sí.
Creo que las brumas empiezan a aclararse.
Sí. Sí. Sin ninguna duda, las brumas están empezando a aclararse. Hay una crisálida dentro de este capullo. Todo empieza a serme revelado. Efectivamente, es una ciudad. Veo puentes, torres, bulevares. Veo árboles. Veo figuras. Veo un sol en el cielo.
Este lugar no es un lugar que haya visto antes. Y sin embargo, me parece conocerlo como los dedos de mi propia mano. La bruma ha desaparecido ahora por completo, y lo veo todo claramente, con una extraña intensidad onírica, como a través de un cristal amplificador. ¡Qué extraño es este lugar! He visto tantos mundos que ya no puedo contarlos todos, mundos tan extraños que la mente apenas puede concebirlos, y sin embargo, siento alga aquí que nunca he sentido en ninguna otra parte.
Avanzo lenta y cautelosamente por aquellas extrañas calles. Un tímido espectro, mirando a un lado y a otro. La ciudad es enorme. Se extiende sobre colinas y valles hasta tan lejos como puedo ver, densa y populosa, aunque rota frecuentemente por plazas, parques, cursos de agua, paseos. La gente tiene ojos oscuros y solemnes que brillan con un conocimiento no familiar. Su negro pelo está trenzado en elaborados nudos. Sus ropas son brillantes hilos de cuentas que caen en cascadas libres. No me prestan atención; quizá sean incapaces de verme, o quizá no tengan interés en mí. ¿Dónde estoy? ¿Qué mundo es éste? Conozco el lugar, aunque nunca lo he visto antes. Esos edificios, esas calles. Las calles son rectas pero se cruzan en ángulos que desorientan la vista. Las edificios tienen una sobrenatural belleza alienígena que sin embargo resulta familiar. Ésta no es mi primera visita a este lugar, pese a que nunca he estado aquí antes. ¿Qué significa eso? ¿Qué estoy intentando decir? Palabras qué nunca pensé en pronunciar. Calles que nunca pensé que fuera a revisitar, cuando abandoné mi cuerpo en una distante orilla.
El sol es rojo. Llena una cuarta parte del cielo.
Pero aunque el gran sol llamea sobre mí, soy capaz de ver también las estrellas, miles de ellas, millones, un campo de luz en los cielos. No hay constelaciones aquí; sólo luz.
¡Y las lunas! ¡Jesu Cretchuno Sunto Mario, las lunas!
Son como un cinturón de joyas a través de todo el enorme arco del cielo. Cuelgan de horizonte a horizonte en una hilera sublime, resplandeciendo, ardiendo; siete, ocho, diez deslumbrantes lunas:…, no, once, once lunas, brillantes como pequeños soles. Si es así como relucen de día, ¿cómo debe ser aquí la noche?
Once lunas. Un sol rojo. Las estrellas brillando de día.
Once lunas.
Un sol rojo.
Las estrellas brillando de día.
Ahora sé dónde estoy, y la sorprendente verdad me barre como el maremoto barre la montaña. He recorrido un largo camino, y he llegado allá donde quise ir todo el tiempo. Pese a los miedos y las vacilaciones que me han retenido, la larga búsqueda ha terminado en éxito.
Las lágrimas inundan mis ojos. Deseo dejarme caer de rodillas, maravillado. Éste es el lugar, sí. Aquí es donde estoy, en nuestro primer mundo. El lugar prohibido, el lugar sagrado. El punto exacto del cambio, donde pasado y futuro se hallan reunidos. Puedo espectrar a cualquier lugar del tiempo y del espacio, pero no aquí; no está permitido por la Ley ir aquí, ni siquiera es posible ir aquí. Está más allá de nuestro alcance. O eso creía. Eso hemos creído todos. Y sin embargo, yo lo he conseguido. Estoy aquí. He venido a casa. Ésta es la Estrella Reman¡.
¿Cómo puedo dudarlo? Aquí está Mulesko Chiriklo, el pájaro de los muertos, planeando, alzándose de nuevo: alas silenciosas, brillantes ojos fijos. He cruzado esa desconocida, recordada puerta, al único lugar que es todos los lugares para nosotros. Los vientos del tiempo han soplado y me han empujado hasta el extremo más alejado del tiempo. Eran las brumas del alba las que había echado a un lado. Y ahora veo con terrible claridad. en este lugar que siempre ha estado prohibido para nosotros, y que creíamos que se hallaba más allá del alcance de todo espectrar. Pero yo estoy aquí. Yo solo he hecho el imposible viaje. El pasado y el futuro apuntan a un solo extremo, que es siempre el presente. Para mí, ahora, no puede existir ni pasado ni futuro. Mi destino ha vuelto sobre sí mismo. En mi final está mi principio.
El cielo sobre la Estrella Romani es exactamente tal como se cuenta en las leyendas. Un sol rojo, once lunas, las estrellas brillando de día. Los contadores de historias fueron fieles en esto al menos, a lo largo de los miles y miles de años que fueron transmitiendo el relato.
Pero nada más es como esperaba que fuera. Brillantes palacios de mármol, dice el Swatura. Espléndidas torres, enormes cruces, grandes avenidas, resplandecientes templos de muchas columnas. No. Eso es Atlantis, no la Estrella Romani. Construimos de modo distinto en nuestro segundo hogar, y olvidamos que lo hicimos. Aquí también hay belleza, pero es de otro tipo, menos formal, menos monumental. Nada parece permanente. Aquí no utilizan piedra. Han tejido esta ciudad de alguna especie de delicada caña; todo es flexible, todo cede a la presión. Torres, sí, y puentes y bulevares, pero que se agitan a las suaves brisas, y cambian de forma al tacto. No quedará nada de este lugar cuando llegue la hora de la dilatación del sol. Un seco viento, un soplo de calor, un estallido de llama: y luego nada más que cenizas al cabo de pocas horas. Ningún monumento carbonizado sobre el que puedan meditar los futuros arqueólogos: ningún muñón de caídos obeliscos; ni cimientos, ni paredes, ni mosaicos. Nada. Cenizas. Instantáneas. Todo es muy hermoso, ahora; todo perecerá de una manera muy hermosa también, en un momento, en un parpadeo, sin dejar lamentables reliquias detrás.
Centenares de personas pasan por mi lado en dirección a un edificio mayor que los otros, justo al otro lado. Me uno a la multitud y entro con ella, sin ser observado ni detectado. Dentro brilla una luz verdosa, pero su fuente me elude. Cruzo corredores cubiertos por esterillas trenzadas y penetro en habitaciones que dan a otras habitaciones, y finalmente llego a una habitación de gran tamaño, evidentemente una sala de reuniones, donde los ciudadanos de la Estrella Reman¡ se hallan congregados a miles.
En el extremo más alejado de la sala, una especie de hamaca que es también algo parecido a un trono ha sido colocada muy arriba con respecto al suelo. Está ocupada por un hombre que, por su aspecto, hubiera podido muy bien ser mi hermano. Hay realeza en él: lo veo de inmediato, y lo hubiera visto aunque simplemente me hubiera encontrado con él en medio de la calle y no entronizado en una gran sala. Lleva el pelo trenzado a la manera antigua y se cubre también con un atuendo de cuentas. Pero su rostro es el mío, sus ojos son los míos. Es mi hermano. No, estamos más cerca que eso. Él es yo.
Está hablándole a su pueblo. No puedo comprender ninguna de las palabras que dice; y sin embargo, tengo la impresión de que de él emana una seguridad: capto su fuerza, su calma. Habla gravemente, y le escuchan gravemente también. Es un largo parlamento, y todo el mundo permanece perfectamente inmóvil cuando termina. Luego, en silencio, uno a uno, van hasta él y unen con él sus manos. La ceremonia prosigue durante horas, una interminable procesión de gente a su monarca. Lo encuentro tremendamente emocionante y soy incapaz de marcharme; la fila avanza y yo avanzo con ella, hasta que veo que me hallo cerca de la parte frontal, que dentro de otro momento estaré a su cabeza. No hay forma de que pueda echarme atrás. Soy visible a todos ellos. Sería un terrible insulto rechazar ahora la bendición de aquel hombre, signifique lo que signifique. Así que sigo adelante y tiendo mis manos, y él las toca con las suyas. Pese a que aquí sólo soy un fantasma, toca mis manos, del mismo modo que ha tocado las de su propio pueblo.
Para todos los demás, el contacto sólo ha sido de un momento. Pero a mí me sujeta las manos, me detiene. Noto que su tremenda vitalidad fluye dentro de mí. Veo la gran tristeza y sabiduría de su espíritu brillar en sus ojos. Sí, es un auténtico rey. Sólo nacen unos pocos reyes en cada época, y ellos saben desde su nacimiento quiénes son. Yo soy uno, aunque no siempre haya vivido regiamente. Este hombre es otro. Somos una sola alma, él y yo. Le quiero por su fuerza; le quiero por su tristeza; le quiero por su sabiduría. Le quiero como uno quiere a un rey. Le quiero como uno quiere a un padre. Le quiero como uno se quiere a sí mismo.
Me sujeta durante largo rato. Parecen horas.
No dice nada, pero siento como si lleváramos mucho tiempo conversando. Está pasando mucho de él a mí, y de mí a él. A mis espaldas no se mueve nadie; igual podríamos estar solos en el gran salón. En la chispa que viaja de sus manos a las mías y de las mías a las suyas están todos los roms que hayan vivido nunca: cruzamos el puente de la raza de extremo a extremo, este rey y yo. Dentro de él hay una sensación de todo nuestro destino por venir, y dentro de mi hay una sensación de todo lo que nos ha precedido; y nos pasamos estas cosas del uno al otro. Tiempos pasados, tiempos futuros, todo señalando hacia un punto. Que es siempre el presente.
Me ofrece valor. La simple muerte no es el fin de nada, dice. Es sólo una interrupción. Los hombres mueren, las mujeres mueren, los planetas mueren: pero algunas cosas continúan. Lo que importa es continuar: y hay muchas formas de continuar. Hemos enviado nuestras dieciséis naves a la Gran Oscuridad. Ésa es nuestra forma de continuar.
Y yo, como retorno, le doy esperanzas. Habéis conseguido lo que deseabais conseguir, le digo. Nos habéis permitido continuar; y nosotros hemos hecho el trabajo. Mira, estoy aquí para mostrarte que aún existimos en el otro extremo del tiempo. Todos somos parte de la gran kumpania, todos los roms, tu pueblo y el mío. Una sangre, un pueblo. Una gran kumpania. Te hemos continuado. Hemos vagado hasta muy lejos, como fue el decreto de los dioses para nosotros, pero no hemos perdido nuestro sentido de quiénes somos. Y —mira—, estoy aquí para jurarte que pronto nosotros los vagabundos regresaremos a casa, a este lugar que siempre ha sido nuestro. Yo soy tú, le digo. Y tú eres yo.
Yo soy tú, me dice.
Y tú eres yo.
Me suelta. Cuando retrocedo, llevo en mi interior la plenitud de esta gran civilización rom de la Estrella Romani: su grandeza, su tragedia, su sabiduría, su poesía. Su grandeza es su tragedia; su sabiduría es su poesía. Esa gente está aguardando morir. Sé ahora en qué momento he llegado. Los presagios han sido dichos, la lotería se ha efectuado, las dieciséis naves han sido construidas y han partido ya hacia la Gran Oscuridad. Ésos son los que han quedado atrás. Morirán. Todo el mundo muere, y para cada uno de ellos es el fin del mundo; pero para esos millones de aquí la muerte de uno significará la muerte de todos. Han hecho las paces con la muerte. Han hecho las paces con el fin del mundo.
Y en su final está su principio. Porque yo soy el emisario de los mundos por venir, testigo de su continuidad a lo largo de los pasillos del tiempo. He acudido a decirles que el círculo se cerrará, que el exilio terminará pronto, y que yo soy el que traerá a nuestro pueblo de vuelta a casa.
Me descubro de nuevo fuera de aquel gran edificio de cañas entrelazadas, aquel palacio del último rey de la Estrella Romani. Miro al rojo sol que casi llena el cielo, hasta que mis ojos empiezan a pulsar y a doler.
¡Ah, tú, rojo sol, tú eres la Estrella Romani, y yo te estoy mirando directamente! Tiemblo. O Tchalai, la Estrella de Maravilla. O Netchaphoro, la Corona Luminosa, la Mensajera de Luz, el Halo de Dios. ¡Aquí estás, colgando en los cielos ante mí! Estrella de maravilla, estrella de la noche. Y estrella del día también. Estrella de los Gitanos, hacia la que hemos dirigido nuestros anhelos a lo largo de todos nuestros días. Aquí estás.
Tiemblo, y la estrella roja tiembla conmigo.
Tengo la impresión de que su color se ha oscurecido y de que en su superficie se agitan manchas y torbellinos. Éste es el último día. El aire se hace más cálido. Sí, sí, la estrella roja es más cálida ahora. Dilatándose. Hirviendo. ¡O Tchalai! ¡O Netchaphoro! ¡Éste es el momento, sí, el momento de la dilatación del sol, el momento de la Estrella Romani! Los roms han salido a miles de sus casas, a millones, y permanecen de pie a mi lado en las calles, uniendo sus brazos, mirando. Esperando. Alguien empieza a cantar. Alguien más recoge la canción. Y luego otro, y otro. El lenguaje en el que cantan es desconocido para mí, aunque debe ser algún abuelo del romani que yo hablo. No conozco la letra de la canción, ni la melodía. Todos están cantando ahora, y me uno a ellos. Echo la cabeza hacia atrás, abro la boca, y mi corazón lanza la canción; y canto, fuerte y claro. Puedo oír mi propia voz encima de todas las demás por un momento, y luego se funde con ellas en una perfecta armonía, mientras el sol rojo crece y crece y crece aún más en el cielo.
Entonces una dislocante, retorcida, dolorosa sensación de ser brutalmente arrancado…
De movimiento a través del tiempo, a través del espacio…
El olor a quemado perduraba en mis fosas nasales cuando abrí los ojos. Como si estuviera respirando cenizas; como si el propio aire estuviera chamuscado. Me sentía perdido. ¿Dónde estaba el rojo resplandor de la Estrella Romani? Se había ido, ido. El sonido del canto en aquel último día resonaba aún en mis oídos; ¿pero dónde estaban los cantantes? ¿Dónde estaba yo? ¿Por qué no se me había permitido permanecer con ellos durante su último momento?
Quizá lo había hecho, y había muerto con ellos, y había ido al infierno. ¿Era eso? ¿Estaba ahora en el infierno? Había viajado hasta tan lejos, a tantos lugares; ¿por qué no el infierno también?
Estaba tendido, quizás en una cama; había gente a mi alrededor; sus rostros eran indistintos, indistinguibles. Sus voces eran vagos murmullos. Los ojos me estaban traicionando. Los oídos. Todo era impreciso. La Estrella Romani había desaparecido. Ésa era la única realidad. La Estrella Romani había desaparecido. Y aquel olor a quemado…, aquel horrible sabor a cenizas que me invadía a cada nueva inspiración…
—¿Yakoub?
Una voz suave, muy lejana. Conocía aquella voz. Polarca, mi pequeño tratante de caballos lowara.
—Yakoub, ¿estás despierto?
Entonces, no era el infierno. A menos que Polarca estuviera en el infierno conmigo.
Conseguí fruncir el ceño y echarme a reír.
—¡Claro que estoy despierto, idiota! ¿No puedes ver que tengo los ojos abiertos?
Estaba inclinado sobre mí, muy cerca, casi tocándonos nariz contra nariz. Verle me ayudó a enfocar a los otros, aquellas formas indistintas a sus espaldas. Damiano, mi primo. Thivt. Chorian. Y otros, más alejados, no tan fáciles de distinguir. ¿Bibi Savina? Sí. ¿Era aquélla Syluise? ¡Sí! Biznaga, Jacinto, Ammagante. ¿Estaba todo el mundo allí? Sí, eso parecía. Incluso Julien, el traidor; incluso él, al lado de mi cama. Bien. Podía perdonarle. Era mi amigo; que se quedara allí. ¿Y quién era ése? ¿Valerian? ¿No el espectro de Valerian, sino el auténtico Valerian? ¿Cómo era eso posible? Ya nadie veía al auténtico Valerian. ¿Estaba soñando que se encontraba aquí?
He estado en el amanecer del tiempo. He visto la Estrella Romani. Y ahora he vuelto.
—¿Qué es todo esto? —gruñí —. ¿Por qué estáis todos a mi alrededor? ¿Qué ocurre?
—Llevas semanas durmiendo —dijo Damiano.
—¿Semanas? —Me senté, o intenté hacerlo, y me descubrí enfurecedoramente débil. Mis brazos y mis codos se negaban a obedecerme. Eran como tiras de spaghetti. ¡Malditos fueran! Me alcé de todos modos.
—¿Qué mundo es éste?
—La Capital —dijo Polarca.
Agité la cabeza, dejando que las cosas fueran penetrando en ella.
—He dormido durante semanas, y esto es la Capital. Ah. Ah. ¿Cómo pueden haber sido semanas? Estuve espectrando…, sólo uno o dos minutos, el espectrar nunca toma mucho tiempo…
Miré a mi alrededor. Había equipo médico por todas partes.
—¿He estado enfermo?
—Un largo sueño —dijo Polarca —. Como un coma. Sabíamos que estabas ahí. Podíamos ver moverse tus ojos. A veces gritabas cosas en extrañas lenguas. En una ocasión cantaste, pero nadie pudo entender nada de las palabras.
—Estuve espectrando. A muchos lugares.
Syluise avanzó y tomó mi mano. Parecía tan hermosa como siempre, pero más vieja, más melancólica, con el brillo y el resplandor desaparecidos de su belleza.
—¡Yakoub, Yakoub! ¡Estábamos todos tan preocupados! ¿Dónde fuiste?
Me encogí de hombros.
—Atlantis. Mentiroso. Xamur. Todo tipo de lugares. Eso no importa. —He visto la Estrella Romani —. ¿Por qué huele de este modo aquí? ¿O lo estoy imaginando? Todo huele a quemado.
—Todo está quemado —dijo Chorian.
—¿Todo?
—Los daños han sido grandes —dijo Polarca —. Los lunáticos gaje han reducido su Capital a escombros en su lunática guerra. Pero ahora ya ha terminado. Todo está tranquilo. Deberías ver el aspecto que tiene todo ahí fuera, Yakoub.
—Déjame ver.
—Dentro de un momento. Cuando hayas recuperado las fuerzas suficientes como para levantarte.
—Estoy lo bastante fuerte como para levantarme.
—Yakoub…
—Ahora —dije.
Intercambiaran turbadas miradas. Como si trataran de imaginar alguna forma de impedírmelo. ¿Que no estaba lo bastante fuerte? Al infierno con ellos. Bajé mis piernas de la cama y apoyé algo de mi peso sobre ellas. La primera presión contra el suelo fue pura agonía; pensé que mis pies se consumían en llamas, que mis tobillos estallaban. No dejé que se dieran cuenta de ello. Seguí empujando hacia delante, hacia delante, haciendo palanca sobre mi cuerpo para ponerme en pie. Me tambaleé un poco, cambié mi peso de uno a otro pie. Ahora eran mis rodillas las que gritaban. Las caderas, la pelvis. No me había puesto en pie desde hacía semanas. Tendido allí en coma, soñando que estaba en Atlantis, soñando que estaba en la Estrella Romani.
No. No soñando. Espectrando. Real y literalmente allí.
He visto la Estrella Romani.
Caminé hacia la ventana, y accioné el mando a visión total.
—Dios mío —dije, abrumado —. ¡Dios mío!
Fuera todo no era más que un inmenso campo de escombros que se extendía hasta tan lejos como podía ver: monumentos rotos, pavimentos hundidos, edificios caídos, paredes carbonizadas. Era una visión irreal, un decorado de devastación. Aquí y allá, un edificio se alzaba intacto en medio del paisaje de pesadilla. Incongruente, inexplicable. Parecía un error que algo pudiera seguir manteniéndose en pie y de una sola pieza en medio de aquel mundo. Los edificios no dañados estaban fuera de lugar en aquella arquitectura de destrucción. No había visto nada tan aterrador en toda mi vida.
Me aparté de aquella visión, aterido, estremecido.
—¿Qué han hecho aquí? —pregunté.
—Fue una guerra de todo el mundo contra todo el mundo —dijo Polarca —. Al principio tres ejércitos distintos. Periandros, Sunteil, Naria. Y luego hizo su aparición un segundo doble de Periandros y le declaró la guerra al primero. Y después de eso fueron las fuerzas de Noria las que se dividieron en varias facciones; y luego apareció un nuevo ejército que no parecía pertenecer a nadie. Después de eso, ya nadie podía sacarle sentido a nada. La lucha estaba en todas partes y todo era destruido. Sobrevivimos porque no se atrevieron a apuntar directamente al palacio del baro rom, y nosotros teníamos nuestros estandartes bien alzados, y estaba tu lanza de luz. Pero aun así recibimos algunos impactos bastante malos. Toda un ala del edificio fue destruida. Creímos que íbamos a morir. Pero no había forma alguna de abandonar la Capital. El astro-puerto está cerrado. Ninguna nave parte hacia ningún destino.
—Gaje —murmuró —. ¿Qué puedes esperar de ellos?
—De alguna forma, mientras ocurría todo esto, tú dormiste. Creímos que nunca ibas a despertar.
—¿La lucha ha terminado ahora?
—Totalmente —dijo Polarca —. Ya no queda nadie para luchar.
—¿Y quién acabó como emperador, cuando terminó la lucha?
Hubo silencio en la habitación. Parecían sorprendidos y desconcertados, todos ellos. Polarca, Damiano, Chorian, Valerian y todos los demás, silenciosos, desconcertados.
—¿Y bien? —dije —. ¿Es una pregunta tan difícil? ¿Quién es el emperador ahora? Decídmelo. ¿Todavía es Naria?
—Nadie —dijo Damiano.
—¿Nadie?
—No hay emperador.
Aquello no tenía sentido. ¿No había emperador? ¿No había emperador?
Dije.
—¿Cómo es posible que no haya emperador? ¡Tiene que haberlo!
—Los dobles de Periandros —dijo Damiano — fueron destruidos por las propias tropas de Periandros. Hubo una confrontación en el cuartel general de Periandros, dos de sus dobles frente a frente. Todo el mundo pudo ver entonces que no existía Periandros, que eran meros dobles. Así que los destruyeron a los dos, y luego persiguieron al tercero y acabaron con él también.
Asentí lentamente.
—¿Y Naria? ¿Qué pasó con él? Tras ese anillo de defensas. Sus pantallas deflectoras, sus tanques, sus robots. Su cubo de cristal.
—Muerto —dijo Polarca —. Una bomba de plasma, un impacto directo sobre el palacio imperial. Treinta segundos de mil grados de calor. El palacio apenas resultó dañado, pero todo el mundo que estaba dentro murió instantáneamente. Noria fue cocido en su propio cubo de cristal.
—Eso deja a Sunteil.
—Acudió a tomar posesión del palacio después de la muerte de Naria —dijo Chorian —. Noria había puesto una trampa mortal en la plataforma del trono. Tres lásers rebanaron a Sunteil a rodajas en el momento en que ocupó el trono imperial. Un scanner oculto, codificado para Sunteil y sólo para Sunteil, y que no responderla a las especificaciones semánticas de ninguna otra persona. —Apartó la vista —. Yo estaba allí cuando ocurrió —dijo suavemente.
—¿Muertos? —murmuré, sin creerlo —. ¿Los tres grandes lores? ¿Todos tres muertos? ¿No hay ningún emperador?
—No hay ningún emperador —confirmó Polarca.
—¿Qué van a hacer entonces? ¡Tiene que haber un emperador!
—Vuelve a la cama, Yakoub.
—Ningún emperador…
—Ése no es nuestro problema. Vuelve a la cama, Acuéstate. Descansa —dijo Polarca.
Le miré con ojos llameantes.
—¿A quién crees que le estás dando órdenes?
Syluise cogió mi mano.
—Por favor, Yakoub. Has estado seriamente enfermo. Apenes hace un momento que has recuperado el conocimiento. No debes fatigarte ahora. Por favor. Sólo descansa un poco más.
—Estuve espectrando —murmuré —. No estuve enfermo.
—Por favor, Yakoub.
—¿Sabes dónde estuve? ¿Sabes lo que vi?
—Hazlo por mí —murmuró ella —. Échate de nuevo. Así no estaré preocupada. No podemos permitirnos el perderte ahora. Sin emperador, sin rey…
Miré a mi alrededor. Sentía furiosos deseos de gritar, de estallar. ¿Era yo tan frágil? ¿Era tan decrépito? ¡Míralos a todos ellos! ¡Observándote con la boca abierta! Todos eran como pálidos fantasmas para mí. Irreales. Todo aquel lugar parecía irreal. La Estrella Romani seguía brillando en mi mente. Aquel palacio de cañas, aquella larga hilera de tranquilos ciudadanos, aquel rey en su enorme y solemne dignidad…, aquel gran sol rojo, dilatándose, dilatándose, haciéndose más y más y más grande…
—Mon ami, te lo suplico —era Julien —. Mañana estarás bien. Pero no debes esforzarte así, no debes exigirte más de lo que eres capaz de afrontar. Te lo suplico.
—Tú —dije.
Su rostro enrojeció.
—Haya servido a quien haya servido en el pasado, Yakoub, ahora no tiene ninguna importancia. Ahora sólo te sirvo a ti. Y te lo suplico, Yakoub. Descansa. El miserable pretendiente se lo suplica al auténtico rey. Necesitas tus fuerzas para mañana.
—¿Mañana? ¿Qué ha de ocurrir mañana?
Miró hacia los demás. Vi que Damiano asentía con la cabeza, y Polarca también.
—La audiencia de mañana —dijo Julien —. Los pares del Imperio, los nuevos, los que han sobrevivido al holocausto. Durante días han estado merodeando el palacio, suplicando hablar contigo en el momento en que recuperaras la conciencia. Se trata de un asunto de la máxima urgencia, dijeron. Tú eres el rey, y no hay emperador: necesitan verte. Necesitan tu ayuda. Están completamente desconcertados.
Les miré fijamente.
—¿Los pares del imperio? ¿La máxima urgencia? ¿Totalmente desconcertados?
—Puede que mañana sea demasiada pronto —dijo Damiano. Siempre cauteloso —. No deseamos abrumarte. Han aguardado todo este tiempo; dejemos que aguarden otro par de…
—No —dije —. Mañana puede que sea demasiado tarde. Necesitan mi ayuda. ¿Cómo puedo ignorar eso? ¡Que vengan aquí esta misma noche. hombre!
—Mon vieux, mon ami! —exclamó Julien —. ¡No hoy! ¡No tan pronto! Apenas acabas de despertarte. Aguardemos.
—Envía a por ellos.
Polarca alzó las manos, desesperado. Damiano, con el rostro contraído, furioso, apretó los puños. Syluise se me acercó más. suplicante. Vi el rostro preocupado de Chorian, e incluso un muchacho de pie al lado de Chorian, alguien en quien no había reparado antes y del que no sabía absolutamente nada, estaba agitando la cabeza como si dijera: No, no, Yakoub, no tan pronto no hasta que te sientas más fuerte.
Estaba decidido. Ya había habido suficiente anarquía; si yo era un rey, y era un rey, entonces debía reasumir mis tareas. De inmediato. De inmediato.
—¡Enviad a por ellos! —troné.
Pero fue el último trueno que emití aquel día. Al tiempo que las palabras escapaban de mi garganta, la fuerza de mi propio grito cae venció. Vacilé y sentí un maree, y me derrumbé contra el lado de la cama. Creo que por un momento mi alma intentó liberarse de mi cuerpo. La obligué a regresar. Preguntándome si aquél no sería el último momento de Yakoub, de una forma estúpida, prematura, justo cuando quedaba aún tanto por completar. ¡No! ¡No! ¡Por las sagradas heces de todos los santos y demonios, todavía no, todavía no, todavía no!
Un mal momento. Un estúpido momento.
—Tranquilo —murmuró Valerian, ayudándome a reposar mi cabeza contra una almohada —. Te pondrás bien en un instante. ¡Tranquilo, Yakoub! ¡Dadme algo de beber, aprisa! ¡No, no agua, idiota! Eso, sí. Toma. Aquí está. Bebe un poco de esto, Yakoub. Así. Un poco más. Es el más fino de los coñacs de Julien, ¿sabes? Da otro sorbo.
Sentí que la vida volvía a mí, mientras el intenso y ardiente coñac se abría camino, cauterizando, por mi garganta. Pero aun así me tomó un momento embarazosamente largo recuperarme un poco: treinta segundos, quizá un minuto. Luego sonreí. Parpadeé. Eructé. Hice el buen signo rom que dice: Todavía no estoy muerto, primos, ¡todavía no! Pero sabía que los pares del Imperio, fueran quienes fuesen y desearan lo que deseasen de mí, tendrían que esperar. Iba a tener que refrenar mi rugiente impaciencia. Hoy me sentía un tanto frágil. Necesitaba un poco más de descanso. Habían sido unos momentos duros para mí, y ya no soy joven, supongo. Sí, ésa es la verdad: de hecho, ya no soy joven.
No al día siguiente, ni al otro. Quizá me había tomado cerca de doscientos años, pero después de todo había aprendido un poco de paciencia. Aguardé hasta que me sentí de nuevo un poco fuerte. Entonces envié a llamarlos. Y vinieron.
Estaba en la sala de audiencias del palacio que los gaje me habían proporcionado tan amablemente, hacía todos aquellos cientos de años, para ser utilizado por el baro rom cuando residía en la Capital. Pero creo que nunca habían esperado ver aquella sala de audiencias dedicada a algo así. No, ni en un millón de años podían haber anticipado un día como aquél.
Fue una ceremonia muy formal. Me vestí con mis más espléndidas ropas, y me subí a mi trono, y me senté entre todos los objetos ceremoniales de mi poder: el lustroso pergamino de mi cargo; mi cetro de plata que lleva los cinco símbolos santos del hacha, el sol, la luna, la estrella, la cruz; mi estatuilla de la Virgen Negra Sara; mi rueda de las maravillas; mi vara del misterio. Un enorme y primitivo despliegue. Aquí se sienta el rey gitano en toda su majestad, sí. ¡Viva el rey!
—Hacedlos entrar —dije.
Una figura demoníaca en la puerta, extrañamente enmascarada. Pajiza barba roja, protuberantes ojos verdes, blancos cuernos. Capa de brillantes franjas, una docena de colores. Se detiene, hace un gesto de respeto, se inclina rígidamente desde las caderas. Toma posición a mi izquierda, cerca de la ventana.
Otra. Una mujer esbelta, sinuosa. Máscara dorada, unas rendijas por ojos. Firme mentón visible por debajo, pintado con líneas alternas azules. Una túnica que reluce como fuego frío. El mismo gesto. Se detiene junto al primero.
¿Qué es esta mascarada? ¿Quiénes son todos estos demonios y brujas?
Un tercero. Salvajes púas en el collar; gigantesca cornamenta negra alzándose muy por encima de una cabeza en forma de domo. Hace una reverencia. Ocupa su lugar. La habitación está completamente silenciosa. Los ojos de Polarca brillan como faros. Damiano mira fijamente, los labios apretados, convertidos en una línea. Valerian espectra nerviosamente dentro y fuera de la escena, veo las energías parpadear a su alrededor.
El cuarto par del Imperio. Cabeza de cocodrilo, cortas y recias piernas velludas como las de un animal. Una horca en la mano.
El quinto. Alas de murciélago, colmillos, una antorcha humeando en su negra mano de largas garras.
Monstruos y demonios. ¿Son ésos los pares del Imperio?
Una mujer pez, escamas y pechos. Un hombre chivo, bufando y pavoneándose. Uno con un gran pico de pájaro y brillante plumaje que resplandece con luz propia.
Una cabeza de león. Una cabeza de sapo.
Nueve monstruos de pesadilla alineados en semicírculo delante de mí. ¡Qué inmóviles están! ¿Y ahora qué? ¿Saltarán sobre mí, me devorarán vivo mientras me siento en mi trono?
Una señal. Cabeza de alce se adelanta unos pasos. Se arrodilla. Toca mi pie.
—Majestad —dice.
¿Qué? ¿Qué? La voz, retumbando desde las profundidades de la pesada máscara, es profunda, ronca.
—Majestad —dice cabeza de león, avanzando también unos pasos.
—Majestad —dice la mujer pez.
Uno a uno. Es como un sueño. Es como un momento fantasmal fuera del espacio y del tiempo. El universo ha terminado; los espíritus flotan libres por todas partes.
—Majestad. —Y —: Majestad. —Y —: Majestad.
Ahora rebuscan algo en sus ropajes, y extraen pequeños objetos, y los depositan delante de mí: una esfera, una varilla, una cadena de bolas doradas entrecruzadas. ¿No es una mascarada, pues, sino un sueño? ¿Qué se supone que debo hacer, resolver el rompecabezas de esos juguetes? ¿Debo ponerme yo también una máscara?
¿Por qué me llaman Majestad? Ése no es un título para mí. El rom baro está más allá de ese tipo de pompa. Mi pueblo me llama Yakoub. Esos lores podrían hacer lo mismo.
Cabeza de cocodrilo extrae de las profundidades de sus ropas algo que parece como un espadín metido en una funda. Polarca se tensa y se prepara para saltar hacia delante. Le indico que se mantenga en su sitio con un pequeño movimiento de mi dedo. Cabeza de cocodrilo coloca el espadín delante de mi: espléndido terciopelo púrpura, intenso, lustroso. Coloca una velluda mano sobre la empuñadura del arma que hay dentro y empieza a sacarla lentamente. No es un arma.
Sé lo que es. Lo he visto antes, muchas veces, en mis visitas a la Capital. Es el cetro del cargo que el emperador lleva consigo cuando ocupa la plataforma del trono en la parte superior de la escalinata cristalina.
¿Qué significa eso? ¿Qué significa?
—¿Aceptaréis esto, Majestad? —pregunta cabeza de cocodrilo.
—Ese cetro no me pertenece.
—Será vuestro en el momento que toque vuestra mano —dice. Yo había creído que después de ver la Estrella Romani me hallaría más allá de toda maravilla; pero ahora me siento maravillado hasta mis raíces. ¿Qué están haciendo esos locos gaje, vestidos con aquellos disfraces de pesadilla y arrastrándose a mis pies? ¿Qué extraño rito es éste, que ningún rom ha visto nunca o del que nunca ha oído hablar siquiera, esta procesión de fantasmas, esta presentación del cetro?
¿Me están nombrando emperador? ¿A mí?
—Os habéis vuelto locos —digo.
—Majestad… —dice cabeza de cocodrilo.
—Majestad… —cabeza de alce.
—Os lo suplicamos, Majestad… —ahora es cabeza de sapo, arrastrándose a mis pies.
—¡Arriba, todos! —Les miro, alucinado —. ¡De pie! ¡Quitaos estas horribles máscaras!
—Majestad…
—¡Todas ellas fuera! ¡Desenmascaraos! ¡De inmediato! —Agarro su cetro gaje y lo agito a mi alrededor —. ¡No quiero pesadillas aquí! ¡Libraos de esas máscaras!
Se miran los unos a los otros, haciendo pequeños gestos de asombro con sus garras y patas y aletas. Consternación. Incertidumbre. Luego cabeza de león alza su máscara, y el rostro de un hombre de Vietoris, desconocido para mí, aparece. Cabeza de sapo revela un rostro de Copperfield, tostado, curtido por el viento. Cabeza de alce tiene la piel clara y el pelo rubio de un hombre de Ragnarok. Nueve mundos del Imperio han proporcionado aquellos nueve pares. Sin sus máscaras, parecen absurdos en sus trajes, atrapados a medio disfrazarse, infantiles, estúpidos, embarazados.
—¿Qué es esto? —pregunto, blandiendo el cetro —. ¿Por qué habéis venido aquí con estos disfraces? ¿Qué es lo que intentáis hacer?
—Es la tradición —susurra uno —. Sólo un poco de escenografía, Majestad. Para dar un toque de espectacularidad al antiguo rito secreto…
—¿Qué rito?
—El nombramiento del emperador, Majestad.
Sí, yo tenía razón. Pura locura.
—¿Habéis perdido todos la cabeza? ¡Yo soy rom! ¿Qué pretendéis, acudiendo a un rom de esta forma?
—El trono está vacío. Los tres grandes lores han muerto. Las naves permanecen en los astro-puertos. Los mundos se sienten impotentes —dice el hombre de Ragnarok.
—Ha llegado el momento de unir todos los pueblos —dice el de Copperfield —. Vos sois el indicado. No hay nadie más. Ésta fue la voluntad del Decimoquinto, sellada en el momento de su muerte, revelada a nosotros ahora, tras la destrucción de la Capital. Él os eligió a vos. Esta terrible guerra fue la consecuencia de ignorar esa elección. Ahorradnos más dolor. Estamos segures de que no rechazaréis la voluntad del Decimoquinto.
La voluntad del Decimoquinto…
—¡Majestad! —exclaman de nuevo. Miro al otro lado de la habitación. Polarca está riendo o llorando, no estoy seguro. Damiano está de rodillas, temblando y rezando. Chorian parece como si hubiera sido golpeado por la espalda por una estrella errante. Sólo Julien de Gramont permanece totalmente tranquilo: parece transfigurado, extático, como si la propia Francia acabara de renacer delante de sus ojos.
—¡Majestad! ¡Majestad!
Contemplo el cetro en mi mano. ¿La voluntad del Decimoquinto? ¡Jesu Cretchuno Sunto Mario! ¿El emperador Yakoub? ¿El mismo hombre, rey y emperador? ¿Qué piensan que soy, gaje además de rom?
Pero maldita sea, ¿por qué no?
El primer emperador rom. Y el último. Acepta el trono, proclama la armonía de los pueblos, reconstruye la red que une los mundos. Envía de nuevo las astronaves a sus destinos. Y luego, luego, el renacimiento de la Estrella Romani bajo mis auspicios. El regreso, el reasentamiento. Porque ésta tiene que ser la llamada que todos hemos estado aguardando: cuando los gaje se vuelvan a un rom y le pidan: Reúnenos de nuevo. Así que nos reuniremos de nuevo. Y luego emprenderemos el camino a casa.
—¿Aceptaréis? —preguntan los lores gaje, sorprendidos ellos mismos por lo que está ocurriendo —. ¿Acataréis la voluntad del Decimoquinto? El trono del Imperio os está aguardando, Majestad. Decid la palabra, y proclamaremos: ¡El Decimosexto ha sido elegido al fin!
—No —digo, y hay un terrible y asombrado silencio.
—¿No? —murmuran —. ¿No?
Una sonrisa.
—No, no el Decimosexto. Creo que es un número de mala suerte. Dejemos que ellos hayan sido el Decimosexto, los tres. El Decimosexto y el Decimoséptimo y el Decimoctavo. Aceptamos vuestro homenaje, y nos proclamamos vuestro gobernante desde este mismo momento como el Decimonono de la línea, y que así sea.
—¡Larga vida para el Decimonono emperador! —exclaman los pares del Imperio.
—¡Larga vida para el Decimonono! —De Chorian, resonante, jubiloso —. ¡Larga vida para el Decimonono! —De Julien, de Polarca, de Valerian. Y luego de todos a la vez.
—Nos sentimos enormemente complacidos —digo, agitando benevolente el cetro de uno a otro lado de la habitación.
El nos real. Suena de una forma tan maravillosamente estúpida. Me encanta.
Una vez vestido y ungido y conducido a través de los campas de escombros de la Capital hasta el palacio imperial, que aún permanecía intacto pese a toda la carnicería que se había producido a su alrededor, ya casi era de noche. En el horizonte, los estandartes celestes del nuevo emperador brillaban en todas direcciones.
Subí una vez más la escalinata cristalina, resoplando, tengo que confesarlo, durante todo el camino. Ningún emperador aguardaba arriba para ofrecerme la copa de vino dulce. Ningún altavoz atronó mi nombre mientras ascendía.
Los pares del Imperio se apiñaron a mis pies mientras el Decimonono emperador abría la primera sesión de procedimiento de su reinado.
Nombré a Polarca y a Julien de Gramont mis primeros dos grandes lores. Polarca, por supuesto. Y Julien de Gramont porque una gran mayoría de los grandes lores tendrían que ser gaje, y él era mi gaje. El otro debería elegirlo de entre aquel grupo de enmascaradas monstruosidades, tan pronto como tuviera tiempo de saber algo de ellos.
Cuando hube terminado con eso, dicté algunos decretos relativos a la reconstrucción de la Capital —la reconstruiríamos de una forma menos grandiosa y chillona, pero por el momento no había ninguna necesidad de decir nada explícito al respecto— y la reorganización de la guardia imperial tras la estela de la guerra civil. Luego, en mi capacidad de baro rom, indiqué a Polarca que enviara aviso a los pilotos estelares roms en todos los rincones de la galaxia de que las astronaves debían ponerse de nuevo en marcha inmediatamente. ¿De qué otro modo podrían las alegres poblaciones del Imperio enviar a sus delegados a la Capital para celebrar la coronación del glorioso Decimonono?
—Bien —dije finalmente —. Ya basta por el momento. Vosotros dos, ayudadme a bajar estas condenadas escaleras.
Polarca parpadeó.
—¿He oído que estás pidiendo ayuda?
—Los escalones de cristal son condenadamente resbaladizos, Polarca. ¿Quieres que el Decimonono se caiga y se parta el culo frente a todos sus adoradores pares? Vamos. Toma mi brazo. Y tú, Julien, camina delante de mí. Si el Decimonono resbala, al menos su caída será detenida por el Rey de Francia.
Por supuesto, no estaba preocupado en absoluto por la posibilidad de resbalar. Pero pensé que les tranquilizaría saber que al menos estaba empezando a tomar algunas precauciones sensatas en deferencia a mi edad. A veces tienes que complacer a la gente, o te volverán loco con su exceso de solicitud.
—¿Quién lo hubiera imaginado? —murmuró Polarca, por algo así como la diezmilésima vez aquel día —. El Decimonono emperador desciende de su plataforma del trono, ¿y quién es? ¿Quién es? ¿Te crees que eres el emperador, Yakoub? ¿Has pensado alguna vez que algo así podía llegar a ser posible, que los gaje acudieran al baro rom, que se tendieran a sus pies con sus máscaras y disfraces, que le tendieran el cetro de emperador y que le dijeran…?
—Lo supe desde siempre —dije con grandilocuencia —. Lo vi en las líneas de la palma de mi mano.
—¡Y yo un gran lord del Imperio! —exclamó Polarca.
—Y tú también lo viste desde un principio, ¿no? Confiésalo, Polarca: ¿no lo viste desde un principio?
Chorian aguardaba abajo. Llevaba a aquel muchacho con él, el que estaba en mi dormitorio cuando desperté. Me pregunté quién sería. ¿Algún hermano menor de Chorian, quizá? No, no se parecían en nada. Era bajo, de amplio pecho, piel clara; no parecía rom.
—¿Majestad? —dijo Chorian.
—Para ti soy Yakoub —dije.
—Pero…, pero…
—Yakoub.
Asintió.
—Hay aquí alguien que me gustaría que conocierais.
Mire al muchacho.
—¿Un amigo tuyo? ¿Un familiar?
—También se llama Yakoub.
—No es un nombre tan rom como eso.
—Es el hijo de vuestro hijo Shandor —dijo Chorian.
—¿Qué?
—¡Majestad! —dijo el muchacho, y creí que iba a echarse a llorar. Pensé que yo también iba a hacerlo. Se dejó caer de rodillas delante de mí, y empezó a besarme el dobladillo de mis reales ropas de una forma realmente desagradable. Tuve que tirarle del pelo para que volviera a ponerse en pie y se apartara un poco.
—No hagas eso —dije —. Deja que te eche una mirada, muchacho.
No había mucho rom en él, no. Excepto en los ojos. Eran los ojos de Shandor, brillantes y feroces. Mis ojos. Sentí que un pequeño estremecimiento recorría mi espina dorsal.
Lo acerqué a mí y lo abracé, y lo besé a la manera rom.
Chorian dijo:
—Fue hallado en Galgala, en el campamento de Shandor. Lo embarcaron hacia aquí justo antes de que las astronaves dejaran de viajar, pero no hubo tiempo de traerlo ante vos hasta ahora.
—Yakoub —dije, saboreando el nombre. No es un nombre tan rom, ¿saben? Procede de la antigua herencia, sí. Pero somos tan pocos hoy en día. Estaba sonriendo y llorando a la vez. Le habían puesto mi nombre. ¿Qué me decía esto de Shandor?, me pregunté. Era un muchacho apuesto, a su manera. ¿Quince años, quizá? Tal vez menos. El hijo de Shandor y de aquella mujer gaje suya. Un poshrat, un mestizo. Bien, no importaba. Yo mismo estaba empezando a sentirme medio gaje, ahora que era su emperador. Ya era tiempo de echar a un lado algunos de los viejos prejuicios. Este muchacho unía en sí ambas razas. Bien. Con mi propio nombre en él. Bien. Me pregunté cuánto de Shandor había en él. La energía y la astucia de Shandor quizá, pero nada de la vileza de Shandor, ¿eh? Cabía esperarlo. Sonreí —. Ven conmigo, Yakoub. Y vosotros, Polarca, Julien. Chorian. Necesito un poco de aire fresco.
Salimos bajo las estrellas. Aquel olor a quemado estaba empezando ya a desaparecer: hacía días que había terminado la lucha, y la mayor parte de los incendios habían sido apagados. El cielo brillaba con luz propia.
Alcé la vista, buscando la Estrella Romani.
—¿Podéis verla? —pregunté —. Debería estar aquí, en alguna parte al norte, ¿no? —Entrecerré los ojos, mirando. Frunciendo el ceño. Mientras miraba, dije muy suavemente —: Fui allí, ¿sabéis? Mientras estaba espectrando. Recorrí todo el camino hacia atrás en el tiempo, y uní mis manos con las de su rey. El último rey de la Estrella Romani, ¡y qué gran hombre era! —Todos me miraban —. ¿No me creéis? Bien, no importa. No importa. Estuve allí. Dije que no moriría hasta haber visto la Estrella Romani, y he mantenido mi promesa. —Era extraño que no pudiera descubrirla ahí arriba, sin embargo, después de haberla visto durante casi cada noche a lo largo de toda mi vida. Aquella enorme cosa roja y llameante. ¿Dónde estaba? ¿Quizá volvía a tener problemas con mis ojos? —. ¿La veis? —pregunté —. ¿Polarca? ¿Chorian?
Parecía que tampoco la veían. Permanecimos de pie allí en la oscuridad, mirando, los ojos entrecerrados, el ceño fruncido. Podía oír la canción de Mulesko Chiriklo, intensa y extraña en medio de la noche.
—Estuve ahí el último día —les dije —. Cuando empezó la dilatación del sol. Y le dije al rey que volveríamos, que yo conduciría el regreso. Eso le prometí. Como me lo he prometido a mí mismo durante toda mi vida. Como os lo he prometido a vosotros.
—¿Puede que estemos mirando hacia un lugar equivocado, Yakoub? —dijo Polarca.
—Normalmente está… directamente… allí —dije —. ¡Oh, sagrados santos y demonios!
—¿Qué es lo que ves?
—Allí —dije —. Ahora la veo. Pero ya no es roja. Ésa es, esa brillante estrella de ahí. La azul, ¿no la veis? Esa es la Estrella Romani. Está cambiando. Dilatándose. La tercera dilatación del sol ha empezado, ¿no lo veis?
—No veo la que queréis decir —dijo Chorian.
—Ahí. Ahí. —Señalé, y él miró, y Polarca miró. Y mi nieto miró. No parecían ver. Intenté guiarles, describiendo el dibujo de las constelaciones a su alrededor. Ahora era inconfundible. La gran estrella azul brillando allá donde había estado la roja. La tercera dilatación estaba finalmente en marcha; y, después de eso, sería seguro para nosotros volver. Entonces podría enviar a mi gente en naves, centenares de naves, miles de naves. ¿Cuánto tiempo debería transcurrir aún, antes de que fuera seguro? ¿Diez años? ¿Cien? Bien, ya lo averiguaría. Preguntaría a los astrónomos imperiales mañana.
¿Y si ellos decían quinientos años? Bueno, no importaba. No importaba. Alguien se encargaría de conducir el regreso, supongo. ¿Chorian? Me gustaría que fuese Chorian. O este joven Yakoub, quizá. O tal vez su nieto. Eso también estaría bien. Yo había cumplido con mi promesa. Había vivido lo suficiente para ver la Estrella Romani con mis propios ojos. Y para abrir el camino que nos llevaría de vuelta a casa.
¿Y ahora? Hay mucho trabajo que hacer, para el rey, para el emperador. Grandes tareas aguardan, y las realizaré, porque soy el hombre adecuado para esas tareas. Lo supe desde un principio. Y ahora ustedes también lo saben, porque les he contado mi historia, que ahora ya ha terminado, aunque mi trabajo no. Lo que aún falta por venir, ya veremos. Ésta es m¡ historia, y se la he contado. ¡Chapite! Una palabra romani, que utilizan los narradores de historias cuando han llegado al final de su relato. ¡Chapite¡ ¡Es cierto! ¡Todo es cierto!