Cuatro: GENTE, LUGARES, MUNDOS

Considerad, por ejemplo, la época de Vespasiano. Veréis todas esas cosas, gente casándose, criando a sus hijos, poniéndose enferma, muriendo, guerreando, celebrando, traficando, cultivando la tierra, halagando, obstinadamente arrogantes, sospechando, complotando, deseando que alguien muera, quejándose del presente, amando, acumulando riquezas, deseando un consulado, el poder real. Bien, la vida de toda esa gente ya no existe en absoluto. Ahora, trasladaos a los tiempos de Trajano. De nuevo, todo es lo mismo. Su vida también ha desaparecido. Observad del mismo modo todas las demás épocas del tiempo y naciones enteras, y ved cuántos han caído después de grandes esfuerzos y se han fundido de nuevo con los elementos. Pero principalmente deberíais pensar en aquellos que vosotros mismos habéis conocido y que se han distraído con cosas ociosas, olvidando hacer lo que estaba de acuerdo con su verdadera naturaleza, y se han aferrado firmemente a ello y se han sentido satisfechos con ello…

¿En qué, entonces, deberíamos esforzarnos? Solamente en esto: pensamientos justos, actos sociales y palabras que nunca mientan, y una disposición que acepte alegremente todo lo que ocurre como algo necesario, como algo normal.

—Marco Aurelio

1

Ahora, de pie allí en medio del amplio y resplandeciente campo de hielo de Mulano, pensé en Malilini, mientras aguardaba a que el relé de tránsito me recogiera y me llevara al espacio. En cómo había traído magia y misterio a mi vida; en cómo la había amado; en cómo había sido arrastrada lejos de mí por el río del tiempo. ¿Qué hubiera ocurrido si hubiera vivido, si yo hubiera podido tomarla como esposa? Un pensamiento ocioso. Sin significado. Inútil. Como preguntarme a mí mismo: ¿Y si hubiera nacido gaje en vez de rom? En Galgala el oro crece en los árboles. Pero yo soy rom y la lluvia cae como siempre ha caído, y Malilini lleva mucho tiempo muerta y seguirá muerta por toda la eternidad.

Estaba solo. Damiano se había marchado ya para llevar adelante sus propios planes y preparativos. Volveríamos a encontrarnos más tarde. Eran casi los últimos instantes del Doble Día. Los dos soles de Mulano flotaban sobre el horizonte, a punto de sumergirse fuera de la vista. El cielo tenía una tonalidad verde oscura, que derivaba rápidamente al gris del momentáneo ocaso. Entrecerré los ojos y escruté el cielo en busca de la Estrella Romani, como había hecho siempre en aquellos instantes del día.

Y en aquel momento la deslumbrante radiación del aura del relé de tránsito estalló muy alta en el aire, y un errante zarcillo del brazo barredor me encontró y me atrapó y me arrastró a la Gran Oscuridad. ¡Adiós, adiós, un largo adiós a mi tranquila vida en Mulano! Yakoub está de nuevo en camino.

Sólo un loco puede disfrutar viajando en el relé de tránsito. Y si uno no está loco en el momento en que inicia el viaje, tiene muchas posibilidades de estarlo en el momento en que el tránsito lo suelte en su destino.

Para algunas personas es la propia peligrosidad del proceso lo que las envía más allá del límite, o su absurda implausibilidad. Después de todo, lo que estás haciendo es lanzarte por tus propios medios al espacio sin una astronave a tu alrededor o cualquier otra cosa excepto una invisible esfera de fuerza, y lanzarte en caída libre a través de centenares o incluso miles de años luz, lo cual es una caída infernal. El tránsito te recoge y te envía a la nada, y allí permaneces, envuelto en el capullo de la pequeña esfera de seguridad que el casco de viaje ha tejido a tu alrededor, atravesando el universo sin nada excepto el espacio vacío junto a tu codo. Es el vértigo a la quincuagésima potencia para cualquiera que se permita pensar que está cayendo de un extremo a otro de la galaxia.

Esa parte nunca me ha preocupado en absoluto. Cuando has sujetado con tus manos las palancas del salto tantas veces como yo lo he hecho, cuando has lanzado las astronaves a través del espacio, un poco de viaje por relé de tránsito no parece un desafío demasiado grande.

Además, los gitanos han nacido para viajar, y cualquier medio de transporte que nos lleve de un lugar a otro nos sirve. No es como si vieras las estrellas y los planetas pasar velozmente a tu lado todo el tiempo: no estás en el espacio real, sino en este o aquel espacio auxiliar adyacente, tomando atajos en zigzag a través de los túneles que perforan el continuo. Por cuyo motivo el viaje no requiere miles de años y no corres ningún peligro de ser atraído por una estrella o chocar contra un planeta que se interponga en tu camino. Así que no hay ningún riesgo serio en ello. O mejor dicho, quizás un viajero de cada cien mil quede atrapado por algún fallo del proceso y pase el resto de su vida ahí fuera en su esfera de tránsito, colgando suspendido en medio de la nada durante diez o veinte mil años de tiempo real. Ése es un miserable destino para cualquiera, pero las posibilidades contra que ocurra son más bien favorables a uno. Prácticamente cada viajero del relé de tránsito termina llegando al lugar donde desea ir. Más pronto o más tarde.

No, lo que me preocupaba no era el riesgo: como ya he dicho, era el aburrimiento. La estasis. La absoluta e inexorable e inescapable soledad. La mente haciendo cliquiticlac mientras el cuerpo descansa en suspensión metabólica. El clamor de tus pensamientos. Nadie con quien hablar excepto tú mismo, mientras la búsqueda al azar de la red en el espacio-tiempo te lleva de un lado para otro y tú aguardas el relé que te deposite en un mundo habitado razonablemente cerca del que esperas alcanzar. El salto de una astronave es rápido. El relé no. Cuelgas ahí afuera y esperas. Y esperas.

Dios sabe que estoy enormemente encariñado con mi propia compañía. Puedo divertirme a mí mismo profunda y concienzudamente. De todos modos, a veces, demasiado es demasiado, y quizá incluso un poco más que eso.

Qué infiernos. Nadie me había obligado a arrastrarme hasta mundos remotos que no disponían de servicio regular de espacio-naves. Elegí ir a Mulano por mi propia voluntad. Ahora, por mi propia voluntad también —más o menos—, había decidido regresar, y la única forma de hacerlo era por relé de tránsito, así que debía resignarme. Sería paciente hasta que se me agotara la paciencia, y luego buscaría en alguna parte algo más de paciencia.

En realidad, esta vez tuve suerte.

Me preparé para el fuerte tirón y murmuré para mí mismo un bathalo rom, y ahí fui. Inspiré profundamente cuando las estrellas parpadearon y desaparecieron a mi alrededor y caí en el espacio auxiliar. Y en aquella gris y deprimente nada canté y me expliqué chistes a mí mismo y reí lo bastante alto como para deformar las paredes de mi esfera. Recité todo el Swatura rom de principio a fin, la antigua crónica entera, empezando con la partida de la Estrella Romani y continuando con todo lo que siguió; y cuando acabé con ello soñé una continuación inventada que se extendía más allá de los siguientes diez mil años que aún tenían que transcurrir. Hice un poema a partir de los nombres de todos los reyes roms deletreados al revés. Tracé listas de todos los demás reyes y emperadores que pude recordar de la historia de la Tierra. Mes una lista de todas las mujeres cuyos pechos había tenido alguna vez entre mis manos. Oh, sí, pasé el tiempo.

Y seguí cayendo y cayendo, girando y girando por el espacio. No sé el tiempo que tomó el viaje. No importaba. Tampoco tienes realmente ninguna forma de averiguarlo. En una ocasión di un salto por relé que cubría unos simples cincuenta años luz y que me tomó todo un ano de tiempo subjetivo real. En otro salto crucé desde Trinigalee Chase hasta Duud Shabeel, que es casi toda la distancia que puedes recorrer sin salirte de la parte conocida de la galaxia, en menos de una hora. Nunca hay ninguna forma de saber cuánto durará.

Pero esta vez el tiempo pasó muy rápido para mí. Quizá mi cuerpo estaba en animación suspendida, pero mi mente estaba latiendo y pulsando con ansiosos planes. Había permanecido demasiado tiempo en congelación en Mulano; ahora estaba impaciente por regresar al Imperio y ponerme a trabajar en las duras tareas que me aguardaban. A veces la impaciencia puede hacer que un largo viaje parezca mil veces más largo de lo que es en realidad, pero esta vez tuvo sobre mí el efecto opuesto. Estaba conectado. Estaba cargado. ¿Ciento setenta y dos años, yo? ¡Ja! Me sentía de nuevo como un muchacho. Ni un día más de los cincuenta, yo.

Regresar, hacerme cargo de las cosas. Arreglar todo lo que se había deteriorado en mi ausencia. Hacer algo acerca del estado del Imperio, el estado del Reino, las pretensiones de los altos lores, las maniobras de mi terrible hijo Shandor…, ¡oh, sí, me estaban aguardando muchas cosas! Me encantaba. Nadé en todo ello durante todo el camino de regreso. Fue el más corto y rápido y agradable viaje por relé de tránsito que haya emprendido nunca.

¡Hey, ahí, vosotros, mundos del Imperio! ¿Me recordáis?

¡Eh! ¡Yakoub! ¡Yakoub! ¡Yakoub!

¡Al fin de vuelta!

2

Si las cosas hubieran ido de modo diferente me hubiera convertido en el yerno de Loiza la Vakako, y a su debido tiempo hubiera heredado probablemente la rica y abundante plenitud que era Nabomba Zom. Realmente, las cosas se encaminaban en esa dirección. Y entonces alguien distinto hubiera sido con toda seguridad el Rey de los Gitanos, porque yo no hubiera permitido que nadie me hablara de dejar mi real y glorioso dominio y mi espléndido palacio para ocuparme de todos los dolores de cabeza y luchas del Reino.

Pero las cosas no fueron así. Quizás en algún otro universo Yakoub se volvió rico y gordo y viejo y soñoliento y murió felizmente en los brazos de su hermosa Malilini hace años, junto alas orillas del mar escarlata. Y la corona de los rom fue a algún brillante líder cuya habilidad era muy superior a la mía y que ya ha reclamado la Estrella Romani para su pueblo y realizado otras muchas cosas maravillosas. Pero en el universo donde vivo todo ha ido de una manera muy distinta.

Supongo que lamento todos aquellos esplendores y toda la felicidad que hubiera podido tener y que perdí. Y supongo que debería lamentarme por todas las dificultades que pavimentaron mi camino después de la caída de Nabomba Zom. De todos modos, sin embargo, ¿tengo algo de qué quejarme realmente? He comido bien y he vivido bien y he amado bien. He realizado grandes tareas y, a menos que me esté engañando mucho a mí mismo, tengo la impresión de que la vida que he vivido no es algo de lo que deba lamentarme, pese a todos los golpes y arañazos recibidos. Necesitamos unos cuantos arañazos, y algo peor que algunos golpes, para enseñarnos el auténtico significado de la palabra felicidad. Y en cualquier caso ésta fue la vida que se suponía que estaba destinado a vivir: no la otra. Aquello fue sólo un sueño.

Sorprendentemente, soy incapaz de recordar cuándo Malilini y yo nos convertimos en amantes, yo que recuerdo tantas cosas en tan minuciosos detalles. Pero fue un proceso gradual, y quizá no hubo una primera vez. Quizá siempre fuimos amantes. Quizá nunca.

Íbamos a cabalgar juntos, e íbamos a nadar juntos a los cálidos arroyos que alimentaban el caliente mar escarlata, y a veces partíamos a espectrar juntos, ahora que había aprendido el truco. Nos deslizábamos a nuestra manera fantasmal hasta la mayoría de los demás mundos reales, Marajo y Galgala y Darma Barros, Iriarte y Xamur. Nunca había soñado que pudieran existir riquezas tales como las que vi en esos nobles planetas. El universo me parecía como un gran himno a la alegría, gritando su belleza desde un millar de gargantas a la vez.

Fuimos espectrando muy lejos en el espacio, pero nunca recorrimos una gran distancia en el tiempo. Un año o dos hacia atrás, cinco, diez, eso era todo. Creo que ella temía penetrar demasiado en los profundos reinos del tiempo. Y en esos días yo no sabía que eso fuera posible, o me hubiera lanzado a ellos hambriento: para ver la antigua y perdida Tierra, para visitar las pirámides de Egipto y los templos de Babilonia, para retroceder hasta la propia Atlantis. ¡Incluso visitar la Estrella Romani! Pero no hice nada de eso, porque no sabía que podía hacerse.

Ahora era un hombre, y Malilini seguía siendo la misma Malilini: hermosa, inalterable, siempre joven. Supongo que finalmente nos besamos. Supongo que unimos nuestras manos y las mantuvimos unidas durante horas. Supongo que salimos riendo del mar carmesí y agitamos nuestros desnudos cuerpos y los secamos al poderoso sol azul y nos volvimos el uno hacia el otro y nos abrazamos. Y luego supongo que llegó un momento en que seguimos más allá del abrazo y ya no hubo límite alguno entre ella y yo, y nos fundimos en uno, con sus largas y esbeltas piernas rodeándome apretadamente, su pálida y graciosa forma y mi musculosa torpeza uniéndose al final. Y luego aquel intenso momento de placer. Pero he perdido los recuerdos de todo ello. Supongo que pensar en esas cosas resultaba demasiado doloroso.

La conocía, pero no la conocía. Ella nunca decía mucho. Era chispeante y etérea, pero también era elusiva, remota, siempre un enigma. ¿Por qué nunca había amado antes? ¿Por qué amaba ahora? Nunca busqué las respuestas. Sabía que nunca las hubiera recibido. Igual hubiera podido volverme a las estrellas de los cielos y preguntarles por qué ésta ardía con un fuego azul y aquélla otra con un fuego rojo, y la de más allá amarillo y la siguiente blanca.

Aun así, quedó establecido al cabo de un tiempo que nos habíamos prometido el uno al otro. Yo empecé a llamar a Loiza la Vakako «padre», y eso pareció completamente natural. Vietoris y mi auténtica familia estaban tan olvidados para mí como los sueños del ayer. Cuando recorría las extensiones de Nabomba Zom en el aero-coche de Loiza la Vakako sabía que estaba destinado a ocupar algún día su lugar como monarca de aquel resplandeciente mundo. Por aquel entonces ya había conocido a los maridos de sus otras hijas y podía decir que cada uno de ellos había fracasado de alguna forma en llenar las esperanzas que Loiza la Vakako había puesto en ellos. Eso era una herida dolorosa para Loiza la Vakako, pero nunca la exhibió. Eran buenos hombres, gobernaban prudentemente y bien sus provincias, pero parecía como si les faltara alguna última medida de profundidad y aliento, y ninguno de ellos heredaría el dominio, sólo aquella parte que era su propio feudo.

¿Y yo? ¿Qué tenía yo que a ellos les faltaba?

No tenía ni la más remota idea. Pero Loiza la Vakako lo veía. De alguna manera veía la realeza en mí, cuando ni yo mismo descubría el menor rastro de ella. Había sido un niño esclavo y luego había sido un mugriento mendigo callejero y ahora, por algún sorprendente giro del destino, estaba viviendo la vida de un joven y rico príncipe, pero los príncipes jóvenes y ricos no son generalmente unos personajes muy profundos, y yo tampoco lo era. Lo que más deseaba hacer era cabalgar por la landa y nadar en el océano escarlata y sumergirme en las brillantes profundidades de los Cien Ojos, y luego volverme a Malilini y deslizar mis temblorosas manos por la parte interior de sus muslos; y de alguna forma Loiza la Vakako veía en mí a un rey. Bien, había un rey oculto dentro de mí, de acuerdo. Pero se necesitaba un Loiza la Vakako para descubrirlo.

Para celebrar nuestro compromiso dio un gran patshiv rom, una fiesta ceremonial. Y ése fue el único error que cometió en toda su serena e intensa vida de sabiduría y previsión, y trajo consigo su ruina y la mía.

La preparación del patshiv duró varios meses. Fue enviado aviso a todos los rincones de Nabomba Zom de que lo mejor de cada cosecha debía ser reservado para él; y los agentes de Loiza la Vakako en todos los planetas reales y en la mitad de los mundos del Imperio recibieron instrucciones de embarcar los más espléndidos alimentos y vinos para nosotros. Las seis hijas casadas de Loiza la Vakako y sus seis principescos maridos iban a estar allí, e incluso el hermano de Loiza la Vakako, el muy moreno Pulika Boshengro, con su rostro sombrío, acudiría desde su reino en uno de los mundos vecinos.

Fue construido un gran pabellón en el patio del palacio, y fueron instaladas largas mesas, a la manera rom, bajo un emparrado de enredaderas de luz que arrojarían una suave radiación sobre toda la fiesta. Luego llegaron los cocineros, pelotones de ellos, legiones de ellos, para preparar y cortar las carnes y picar las guarniciones, sazonar las aves de caza con salvia y tomillo y mejorana, aromatizar los animales de los espetones con pimienta y romero, preparar las enormes bandejas de judías con crema y lentejas, puré de guisantes al vinagre, pepinos con yogurt y eneldo, las olivas, los rábanos, las albóndigas especiadas con nuez moscada, todos los platos preferidos de los roms durante tantos miles de años. ¡Y los toneles de vino! ¡Las botellas de coñac! ¡Los barriles de cerveza!

Y cuando todo estuvo preparado y el clan entero se hubo reunido, Loiza la Vakako salió del palacio vestido con tanta majestad y opulencia que me resultó difícil recordar la simplicidad de sus habitaciones privadas, la austeridad e incluso el ascetismo de su vida íntima. Yo caminaba a su lado, vestido con la misma magnificencia. Y Malilini, resplandeciente en su propia belleza y envuelta en algo que parecía no ser más que aire entretejido y que resaltaba como ninguna otra cosa su maravillosa perfección.

Loiza la Vakako tenía intención de que aquella fiesta fuera algo como Nabomba Zom no había conocido nunca. Pasaría a las leyendas de los roms como algo no superado en toda nuestra historia e insuperable para las generaciones futuras. Bien, no se puede negar que fue una fiesta como Nabomba Zom jamás había conocido. Pero no de la forma que Loiza la Vakako tenía en mente. En cuando a ser insuperada e insuperable…, no, eso no.

Ocupamos nuestros asientos en la mesa de honor: Loiza la Vakako en el centro, su hermano Pulika Boshengro a su izquierda, Malilini a su derecha, yo al otro lado de Malilini. Casi todos éramos caballeros y damas del reino, las seis hijas, los seis yernos, el archimandrita local y tres de sus taumaturgos, el cónsul imperial y un puñado de sus hieródulas, vasallos surtidos de las plantaciones lejanas, y una multitud de otros, incluido un cuadro de nobles que Pulika Boshengro habría traído consigo de su propia corte, todos ataviados con las más abigarradas ropas.

Loiza la Vakako extendió sus manos en bendición, invitando a todo el mundo a sentarse.

Los sirvientes escanciaron la primera ronda de vino. Apilaron las ensaladas y, los manjares ahumados en nuestros platos. Todos aguardamos. El invitado del lugar más alejado era quien debía dar el primer mordisco.

Ése era Pulika Boshengro. Se levantó, un hombre pequeño y compacto como su hermano, lleno de contenida energía y pasión. Sus ojos brillaban con una inteligencia glacial.

A su lado, sobre la mesa, estaba su lavuta, su violín, un espléndido y antiguo instrumento gitano. Se decía que aquel Pulika Boshengro era un excelente músico, y que abriría la fiesta con una de las antiguas melodías, una rápida y enérgica canción para iniciar correctamente la celebración. Se produjo un gran silencio. Pulika Boshengro recorrió ligeramente con los dedos el mástil de su violín y tendió la mano hacia su arco. A todo su alrededor la gente del pabellón sonreía y asentía y cenaba los ojos como si ya pudieran oír la música.

Pulika Boshengro pasó el arco por encima de las cuerdas. Pero lo que brotó no fue una dulce melodía gitana. Fueron tres notas discordantes, duras y rasposas.

Una señal. La señal para la acción.

Los secuaces de Pulika Boshengro se movieron con asombrosa rapidez. Antes de que se apagaran los ecos de la tercera nota fui arrancado brutalmente de mi silla y puesto en pie, y sentí un brazo apretarse contra mi garganta y un cuchillo clavarse ligeramente en mis riñones. A todo lo largo de la mesa de cabecera estaba ocurriendo lo mismo a Loiza la Vakako, a Malilini, a los seis yernos y sus esposas. Secos jadeos de sorpresa brotaron de los invitados de las demás mesas, pero nadie se movió. En un solo instante todos éramos rehenes.

Volví la cabeza hacia la izquierda y miré más allá de Malilini a Loiza la Vakako. Su rostro estaba tranquilo y sus ojos no mostraban ninguna turbación, como si hubiera visto venir aquello y no se sintiera sorprendido en absoluto, o como si creyera que la fuerza de su alma era tal que ni siquiera el ser apresado en la mesa de su propia fiesta podía alterar su dignidad. Me sonrió.

Entonces uno de los hombres de Pulika Boshengro lanzó un gruñido de alarma. Señaló a Malilini.

Aunque viva hasta los mil años, aquel momento seguirá ardiendo furiosamente en mi memoria. Miré hacia ella; y vi que su rostro adoptaba una expresión extraña. Sus ojos estaban velados, las aletas de su nariz temblaban, las comisuras de su boca estaban tensas en una mueca que no era una sonrisa.

Sabía el significado de aquella expresión. Estaba acumulando energía para espectrar.

Pulika Boshengro supo también lo que significaba aquel rostro. Y vio de inmediato lo que yo era aún demasiado denso para comprender en aquel primer y alocado momento: que lo que ella pretendía hacer era deslizarse espectrando un corto trecho en el pasado, una semana quizá, o incluso menos, y advertir a su padre de que su hermano no debía ser admitido a la fiesta.

Entonces aquella energía contenida en él entró en juego, junto con su inteligencia glacial. Un impulsor apareció en la mano de Pulika Boshengro, una pequeña arma de acero de chato cañón. Disparó una sola vez —un suave sonido como un taponazo—, y Malilini pareció alzarse y flotar alejándose de él, hacia arriba y hacia atrás junto a la mesa. Cayó sobre ella, entre las botellas de vino y los platos de comida, y quedó inmóvil.

Por un momento Loiza la Vakako pareció derrumbarse. Su rostro se disolvió y sus hombros se agitaron como si hubiera sido golpeado por un enorme martillo. Luego su gran fuerza se reafirmó y se irguió de nuevo, inconmovible y al parecer inconmovido. Pero vi que el invierno había penetrado en sus ojos. Y entonces, por un momento, no vi nada en absoluto, porque mis lágrimas acudieron a raudales, y con ellas acudió una oleada tal de fiera rabia que me cegó. Lancé un tremendo grito e intenté darme la vuelta, sin pensar en la hoja que pinchaba mi espalda ni en el brazo que apretaba con asfixiante fuerza mi garganta. Mis manos aún estaban libres; las agité en busca de ojos, labios, narices, cualquier cosa.

—Yakoub —dijo Loiza la Vakako con voz muy tranquila —. No.

De alguna forma aquella voz cortó en seco mi locura; o quizá fue el poderoso brazo que se apretó más fuertemente contra mi tráquea. Me relajé de inmediato y quedé allá de pie, fláccido, mirando mis pies. Todo había terminado. Éramos prisioneros, y Pulika Boshengro había capturado Nabomba Zom con tres chirridos de su violín. Todo un mundo había caído, y sólo había habido una víctima.

Llevaba años rumiando en silencio lo que creía que era una injusticia en la herencia de la familia, que había cedido Nabomba Zom a su hermano, y nada excepto dos desolados, tormentosos y pequeños mundos para él. Durante todo aquel tiempo Pulika Boshengro había fingido amor y fidelidad, aguardando su momento. Nadie excepto un hermano hubiera podido derribar a Loiza la Vakako; porque estaba bien custodiado, e incluso los ejércitos del Imperio hubieran tenido dificultades en apoderarse de Nabomba Zom. ¿Pero quién busca la traición en la mesa de tu festín? ¿Quién sitúa guardias armados entre tú y tu hermano? Ciertamente no un rom, o al menos no uno por cuyas venas corra la auténtica sangre. Nuestros lazos familiares se hallan por encima de todo lo demás. Sin embargo, no todos somos santos, ¿verdad? Para Pulika Boshengro había una fuerza más intensa que el amor familiar.

Ya estaba hecho y no podía deshacerse. No importaba que hubiera centenares de testigos, altos oficiales del Imperio entre ellos, y jueces y senadores de Nabomba Zom. Para el Imperio, aquello era simplemente un asunto interno, una disputa entre los señores rom de Nabomba Zom; no había razón alguna para interferir. Y los jueces y senadores de Nabomba Zom no eran más que vasallos; habían jurado fidelidad no a algún código de leyes sino al príncipe de su mundo, que ahora ya no era Loiza la Vakako sino Pulika Boshengro, pipa, derecho de conquista.

Primitivo, bárbaro, sí. Pero tenemos que recordar que tales cosas siguen ocurriendo incluso en nuestra época de magia y milagros. Podemos vivir doscientos años en vez de sesenta, podemos bailar de estrella a estrella como los ángeles, podemos arrancar planetas enteros de sus órbitas y enviarlos rodando a través del espacio; pero aun así, arrastramos con nosotros el mono primordial, y también la serpiente primordial. Vivimos de tratados de cortesía y comportamiento civilizado; pero los tratados sólo son palabras. La codicia y la pasión aún no han sido extirpadas de nuestros genes. Y así seguimos hallándonos a merced de los peores de entre nosotros. Y así debemos tener cuidado. Sólo en un poblado sin un perro, reza el viejo proverbio rom, puede un hombre andar sin un bastón en la mano.

Supongo que aún hubiera sido posible derribar al usurpador y devolver a Loiza la Vakako a su lugar, si alguien hubiera estado dispuesto a dirigir el movimiento. Pulika Boshengro había acudido a Nabomba Zom con sólo un puñado de hombres de su mundo natal. Y Loiza la Vakako era sabio y bueno y todo el mundo le quería y respetaba, mientras que Pulika Boshengro había demostrado ser un hombre al que había que temer y desconfiar.

Pero no hubo ningún levantamiento de vasallos leales. Después de la primera impresión y sorpresa ante los acontecimientos del banquete y el golpe que le había seguido, la vida prosiguió como de costumbre para la gente de Nabomba Zom, grande y pequeña. La familia de Loiza la Vakako estaba bajo custodia —por lo que sabía todo el mundo, estábamos muertos—, y había un nuevo amo en el palacio. Un cambio de gobierno, eso era todo. Al cabo de unos días los vasallos de Pulika Boshengro empezaron a llegar a miles, los despojos fueron repartidos, y eso fue todo. Loiza la Vakako había caído; su riqueza y esplendor habían pasado a su hermano; la vida continuaba. Y yo había perdido a mi amada y todas mis brillantes perspectivas de futuro en un solo momento.

Fuimos mantenidos en celdas detrás de los establos del palacio, encerrados en pequeñas y hediondas esferas de fuerza como animales aguardando el matadero. Loiza la Vakako y yo compartíamos una celda. Sabía que íbamos a ser ejecutados más pronto o más tarde, y empezaba a hacer mis últimas expiaciones cada vez que veía la sombra del carcelero fuera. Pero Loiza la Vakako no parecía sentir esos temores.

—Si pretendiera matarnos —dijo, cuando le expresé mi intranquilidad por enésima vez —, lo hubiera hecho en la fiesta. Se librará de nosotros de alguna otra forma.

Parecía completamente tranquilo, plácido y compuesto. La pérdida de su reino, su palacio, su propio mundo, no parecía significar nada para él. Yo sabía que el asesinato de su hija ante sus ojos había quemado y marchitado su alma, pero se negaba incluso a hablar de su muerte y no mostraba el menor signo de dolor.

—Si sólo vuestro hermano hubiera sido un instante más lento —estallé finalmente —. Si sólo ella hubiera podido partir y transmitirnos su advertencia…

—No —dijo —. Fue un error por su parte intentarlo.

—¿Un error? ¿Por qué?

—Porque nunca hubiera habido ninguna advertencia. Si se suponía que tenía que haber una advertencia, la hubiéramos recibido, y nada de esto hubiera ocurrido.

—¡Pero eso es precisamente! ¡Si ella lo hubiera conseguido, hubiera podido cambiarlo todo!

—Nada puede ser cambiado, nunca —dijo Loiza la Vakako.

Ahí estaba de nuevo: el Fatalismo de los roms, la fría aceptación de que lo que es tiene que ser. Como si todo estuviera escrito imperecederamente en el libro del tiempo y pese a nuestro poder de espectrar no nos atreviéramos a alterarlo. Un reguero de ese fatalismo corre por nuestras almas como oscuro aceite en la superficie de la resplandeciente agua. Un millar de veces al día pensé en deslizarme yo mismo hasta la hora antes del banquete y transmitir la advertencia que podía salvar a Malilini; pero cada vez miré a Loiza la Vakako y su férrea aceptación de lo que había ocurrido, y no me atreví. Ninguna advertencia podía ser dada, porque ninguna se había recibido. Como Malilini había dicho en un momento más feliz, hacía tiempo: «Nunca hay ninguna primera vez» Todo es circular y todo es fijo. No hay cosas tales como la profecía: sólo hay la recepción de los informes de los hechos conocidos del futuro, que es tan sellado e incambiable como el pasado. Cuando yo mismo me dediqué a recorrer espectrando más tiempos y lugares, pude comprender mucho más claramente eso. Que existe una ley —llamémosla una ley moral; ningún monarca la ha puesto jamás en sus libros de leyes— según la cual no debemos utilizar nuestro poder para cambiar el pasado, a menos que queramos hundirlo todo en el caos. Loiza la Vakako estaba dispuesto a vivir bajo esta ley aunque esto le costara su hija y sus dominios. Malilini se había condenado por atreverse a quebrantar esa ley que nunca debe ser quebrantada, y nadie podía salvarla ahora. Tenía que resignarme a aquello. Pero en mi interior gritaba contra la locura de todo el asunto, y me decía a mí mismo una y otra vez que aún era posible salvar a Malilini y ahorrarle a Loiza la Vakako el ser derribado, con sólo que Loiza la Vakako lo permitiera. Pero sabía que él nunca iba a hacerlo. ¡De hecho, parecía incluso culparla a ella de su propia muerte!

Ahora yo aguardaba la mía. Pero transcurrían los días y éramos abandonados a nuestra propia suerte, alimentados de tanto en tanto pero por lo demás ignorados. Empezamos a sentirnos sucios, y nos olía el aliento, y nuestros dientes nos daban la sensación de estar soltándose de sus raíces. No podía creer que hubiéramos caído tan bajo. Me preguntaba qué otras profundidades nos aguardaban aún.

La serenidad de Loiza la Vakako no cedió nunca. Le pregunté cómo podía permanecer tan tranquilo frente a tanto dolor, y se limitó a encogerse de hombros, y dijo que todo formaba parte de los planes de Dios; ¿quién era él para discutir la estrategia del Dueño de Todo? Es Dios quien ordena los acontecimientos y nosotros quienes le obedecemos, no importa lo extraño o equivocado o incluso depravado que pueda parecernos la forma en que se desarrollan.

Intenté aceptar su sabiduría y conseguir que formara parte de mí. Pero mi desesperación era demasiado grande. Podía soportar la pérdida de las comodidades que mi vida en Nabomba Zom me había reportado. Esas cosas habían llegado hasta mí como dones de la fortuna; podía aceptar su partida del mismo modo. ¿Pero qué tipo de Dios era el que permitía que un hermano derribara a otro hermano? ¿Cómo servía al bienestar de aquel mundo el poner al tirano Pulika Boshengro en el lugar del sabio Loiza la Vakako? Y lo más amargo de todo para mí: ¿cómo podía justificar la muerte de Malilini? Arrebatarle tan pronto aquella belleza al mundo…, no. No. No. No.

A veces los espectros acudían a mí mientras permanecía tendido sollozando para mí mismo. Nunca hablaban, pero tendían sus manos hacia mí en gestos de consuelo, o sonreían, o incluso me guiñaban un ojo. Uno de los que acudieron era el que sabía ahora que era mi futuro yo, robusto y saludable y rebosante de risas. Él era el que me guiñaba el ojo. Así que comprendí que no iba a morir en aquel lugar. Y también vi, por el hecho de guiñarme el ojo, que mi sensación de trágica melancolía iba a desaparecer algún día, y que volvería a reír y conocería la alegría de nuevo. Por muy inconcebible que fuera para mí ese pensamiento en aquellos momentos, en mi profunda depresión.

Lo que estaba ocurriendo durante todos aquellos días o semanas de cautividad era que Pulika Boshengro estaba negociando nuestra esclavitud. Tenía intención de dispersar la familia de Loiza la Vakako por todos los más alejados rincones del espacio.

—Bien, salid, vosotros dos —nos dijo finalmente nuestro carcelero, y nos arrastramos al gran resplandor azul del cielo.

Yo había sido vendido a un lugar llamado Alta Hannalanna, del que nunca había oído hablar. Los labios de Loiza la Vakako temblaron muy ligeramente cuando se lo dije, como si tuviera que luchar para no decirme la verdad de lo horrible que era aquel sitio. Él iba a ir a Gran Chingada: de nuevo, un mundo desconocido para mí. Le pregunté acerca de él y se limitó a responder, con un apenas perceptible agitar de su cabeza:

—Hay grandes bosques allí, con árboles extraordinarios. La madera de Gran Chingada alcanza altos precios allá donde es vendida.

Sólo más tarde supe qué tipo de condiciones prevalecían en los terribles bosques de aquel mundo prehistórico: los hombres de los campos madereros tenían suerte si duraban dieciocho meses en Gran Chingada, donde la propia hierba podía devorarte vivo si le dabas media oportunidad. Donde los reptiles vampiro del tamaño de tu mano saltaban de las flores escarlatas y se lanzaban directamente a tu garganta. Loiza la Vakako era enviado a la muerte. Y también yo, supuse, pese a las visitas de mis espectros. Pero Loiza la Vakako no me dijo absolutamente nada de Alta Hannalanna.

En aquellos días no había servicio imperial de astronaves de Nabomba Zom a Alta Hannalanna o a Gran Chingada. Y así descubrí por primera vez qué era viajar por el relé de tránsito. Loiza la Vakako y yo fuimos conducidos fuera y atados, y nos colocaron los cascos de viaje y establecieron nuestras coordenadas, de modo que fuéramos recogidos y arrojados al espacio hacia los mundos de nuestra esclavitud.

Loiza la Vakako se mantuvo tranquilo hasta el final.

—Piensa en esto como en parte de tu educación, Yakoub —me aconsejó —. Piensa en todo como en parte de tu educación.

Y sonrió y me envió un beso, y cerraron sobre él su esfera de fuerza. Nunca volví a ver al gran hombre de nuevo, excepto una vez, mucho tiempo después. Mi turno llegó a continuación. Permanecí allí de pie, a solas bajo el sol del mediodía, medio cegado por el resplandor, sin saber en absoluto qué iba a ocurrirme e intentando decirme a mí mismo que todo era para mejor, que todo aquello era, como había dicho Loiza la Vakako, simplemente parte de mi educación. Pero estaba asustado. Mentiría de la forma más abyecta si intentara decirles que no estaba asustado. Toda mi vida se extendía todavía por delante de mí, y sabía que si no moría en aquel abominable salto a través del espacio seguramente perecería en Alta Hannalanna, lo cual me ponía furioso pero al mismo tiempo me llenaba de temor. No era el morir lo que me aterraba más, sino los momentos anteriores a la muerte, cuando yacería allí sabiendo que mi vida iba a serme arrebatada pero antes de iniciarse el proceso. Al menos conseguí controlar mis entrañas; no todo el mundo hubiera podido conseguirlo. Aguardé durante largo rato en medio de un terrible temor, y luego fui arrojado hacia fuera, y el mundo se desvaneció de mi alrededor. Murmuré un conjuro de protección para mí mismo, aunque en aquellos momentos no le atribuía demasiada fe. Y partí girando hacia Dios sabe dónde en mi camino a la esclavitud en Alta Hannalanna.

Ahora, algo así como ciento cincuenta años más tarde, me descubro pensando una y otra vez en aquel primer viaje por el relé de tránsito. Qué miserable me sentí entonces, qué aterrado, por muy absurdo que me parezca ahora. Pero entonces era muy joven y aún no había empezado a ver el mundo de la forma en que lo ven los hombres sabios como Loiza la Vakako. De hecho, todo es parte de tu educación. Nunca aprendes nada ocultándote en la oscuridad y chupándote el pulgar. Es en el agua, y sólo en el agua, donde aprendes a nadar.

Ahora, estaba volando una vez más a través del vacío hacia aventuras desconocidas y un destino ignoto. Pero en esta ocasión ya tenía tras de mí una educación, y estaba preparado para cualquier cosa que pudiera ocurrir. Y así canté y reí y dejé que el tiempo se deslizara a mi alrededor, en mi viaje de vuelta al Imperio desde el helado Mulano, hasta que oí el silbido en mis oídos que me indicaba que había sido captado y que estaba a punto de efectuar mi reentrada en el universo de los hombres.

3

Xamur.

Supe inmediatamente que debía ser allí donde había llegado. Hay un momento de seria desorientación cuando sales del relé, en el que tu mente tiene la sensación como si hubiera sido vuelta del revés como el estómago de una hambrienta estrella de mar, y no puedes distinguir tus dedos de tus orejas. Es algo que dura entre quince segundos y quince minutos, según la resistencia de tu sistema nervioso, y mientras ocurre no es una sensación muy distinta de la que experimentas cuando espectras. Pasé de nuevo por todo ello. Esta vez duró como medio minuto, para mí. Pero aquel medio minuto fue suficiente para decirme que estaba en Xamur. Más que suficiente. Lo supe de inmediato, por la fragancia del aire. Gracias a una sola y suave bocanada de él.

Xamur está listado entre los nueve planetas reales, pero merece algún tipo de designación superior, aunque no puedo pensar inmediatamente en ninguna. Divino quizá sea un título demasiado fuerte. Pero supongo que captan mi idea. El lugar es simplemente el paraíso. Es una tierra de leche y miel y cosas aún mejores.

El aire es puro perfume —no quiero decir que el aire sea como perfume, sino que es perfume—, y el mar podría ser muy bien vino, porque un sorbo de él te hace sonreír y cinco sorbos te ponen eufórico y una docena de buenos tragos te obligan a tenderte con un irreprimible acceso de risa terminal. El cielo tiene un color verde-azulado intenso, fuertemente estriado de rojo y amarillo, una fantástica disposición de colores, y la atmósfera posee alguna propiedad eléctrica que proporciona a todas las cosas un halo resplandeciente, una aurora como de sueño. Bajo ese deslumbrante cielo, el paisaje es sereno y ordenado y perfecto, casi enloquecedoramente relajante, cada árbol situado exactamente en su lugar, cada arroyo, cada colina. Todo es tan hermoso que te echarías a llorar; lo miras, y sientes esa belleza en tu corazón, tu vientre, tus testículos. No puedo decirles quién hizo los mundos de este universo, pero sí sé eso: que quien fuera debió hacer Xamur el último, porque todos los demás planetas no fueron más que bocetos, y Xamur fue a todas luces su producto final, revisado y pulido, del proyecto.

Llegar allí fue un delicioso golpe de fortuna. No puedes esperar una exactitud de siete decimales cuando viajas por relé de tránsito, y al señalar mis coordenadas de destino al abandonar Mulano yo había especificado que cualquiera de los nueve planetas reales serviría. Es decir, excepto Galgala. Galgala estaba bajo el control de mi hijo Shandor, suponía, y no parecía prudente por mi parte entrar directamente en su cuartel general solo y desprotegido antes de saber exactamente qué estaba ocurriendo. Más tarde haría exactamente eso, por supuesto; pero eso sería más tarde. En estos momentos cualquiera de los demás planetas reales sería una aceptable base de operaciones para mí: Iriarte, digamos, o el Marajo de mi primo Damiano, o incluso el errante Zimbalou. De todos modos, si hubiera tenido que elegir alguno, éste hubiera sido Xamur. Y ahora lo tenía. Y él me tenía a mí.

Me detuve allí en aquel primer momento de desconcierto, respirando el perfume y contemplando los girantes colores del cielo y mirando hacia las verdes y gloriosas torres de la ciudad de Ashen Devlesa, cuyo nombre significa «Vaya usted con Dios» en romani. Y me sentí atrapado por una fuerza invisible y barrido al aire. Derivé flotando por encima de los campos en una amplia curva basculante que terminó cuando fui dejado caer como un saco de cebollas sobre un patio descubierto.

Me puse en pie, parpadeando y gruñendo, y miré a mi alrededor. Imponentes columnas de moteada piedra azul me encerraban por todos lados.

—Muy bien, ¿dónde demonios estoy? —le pregunté al cielo. Y el cielo me respondió. El sonido de mi voz activó alguna especie de dispositivo de respuesta, y del mismo aire brotó una agradable voz de sintéticos tonos femeninos que me dijo, primero en imperial y luego en romani:

—Se halla usted en el depósito de retención en Ashen Devlesa del Departamento Imperial de Inmigración de Xamur.

—¿Quiere decir que estoy prisionero?

Un largo e inquieto silencio. ¿Qué estaban haciendo, buscando «prisionero» en el diccionario?

Respiré el perfumado aire, dentro-fuera, dentro-fuera, efectuando pequeños ajustes hormonales para mantenerme tranquilo. Vagos sonidos silbantes y zumbantes brotaron encima de mi cabeza.

Luego, finalmente:

—No es usted prisionero. Se halla en retención. Aguardando los procedimientos normales de autorización para circular libremente por el planeta.

Oh.

Aquello era irritante, por supuesto. Pero en realidad no demasiado sorprendente. O muy amenazador. Era simple burocracia: sabía cómo luchar contra ella. Me sentí algo más tranquilizado.

Cuando llegas a un mundo no imperial como Mulano debes arreglártelas por supuesto completamente por ti mismo desde el momento en que eres dejado caer y sales de tu campo de fuerza. Pero si el tránsito te deposita en algún lugar del Imperio, tu llegada es registrada inmediatamente por el scanner de inmigración del planeta al que llegas apenas éste detecta tu señal, que normalmente es entre seis y doce horas antes de tu aterrizaje. Así que la Inmigración de Xamur había tenido tiempo más que suficiente para localizarme y agarrarme con un rayo tractor al instante mismo en que el zarcillo del tránsito me soltó. Un procedimiento de rutina para una llegada no programada de un recién llegado de Dios sabía dónde.

—¿Y bien? —dije —. Sigamos con ello, pues. Adelante con sus procedimientos normales. ¿Creen que he llegado a Xamur para quedarme aquí y admirar la arquitectura de su depósito de retención?

Casi inmediatamente alguien de aspecto oficial asomó la nariz entre dos de las columnas de piedra. Me miró, emitió un pequeño sonido gimiente y desapareció, y volvió al cabo de un segundo con otro como él. Gimieron ambos y emitieron bajos gorgoteos y se graznaron el uno al otro un poco más, y desaparecieron en busca de más refuerzos. En cosa de pocos segundos media docena de personas con uniformes del Departamento Imperial de Inmigración de Xamur me estaban contemplando con absoluto asombro e incredulidad.

Sospecho que no se hubieran sentido más alucinados si se hubieran hallado frente al emperador Napoleón, o Mahoma, o la reina de la Confederación de Betelgeuse.

Sabían quién era yo, por supuesto. No sólo por el rostro, los ojos, el bigote. Antes de partir de Mulano me había tomado la molestia de ponerme mi sello real, que no había llevado desde hacía quizá quince años. Ahora, grandes y llamativos destellos pulsantes de luz brotaban de mi frente de esa forma chillona y llameante que es a la vez tan abrumadora como absurda. Era como una radiobaliza emitiendo en todas las longitudes de onda del espectro a la vez, martilleando la noticia: EL REY…, EL REY…, EL REY…, EL REY. Igual hubiera podido salir del relé de tránsito llevando una corona de oro y esmeraldas y rubíes de medio metro de altura.

Dos o tres de los de Inmigración eran roms. En un santiamén estaban de rodillas, haciendo los signos de respeto y murmurando mi nombre. Los gaje no hicieron eso, naturalmente. Pero estaban a todas luces asombrados, y permanecían de pie allí con la boca abierta, murmurando, agitándose y lanzando pequeñas exclamaciones.

Sabía también lo que estaban pensando. Estaban pensando: Este astuto viejo bastardo se ha presentado sin advertir, sin molestarse en absoluto de utilizar los canales diplomáticos. No podemos expulsarle sin ocasionar un terrible levantamiento de sus seguidores, pero no podemos aceptarle sin arrastrar a Xamur a la enorme lucha por el poder rom que el regreso del viejo bastardo va sin duda a desencadenar, y no importa lo que hagamos, lo más seguro es que perdamos nuestros empleos por culpa de ello. O pensamientos así.

Apagué el sello de mi dignidad. Estaba cegando a todo el mundo en el depósito de retención. Dije en romani a los roms que se arrastraban a mis pies:

—Levantaos, idiotas. Sólo soy vuestro rey, no Dios Todopoderoso. —Y a los otros, aquellos miserables y aterrados funcionaros gaje, les dije más amablemente —: No estoy aquí en visita de estado ni en ningún tipo de misión política. He venido simplemente como un ciudadano privado que tiene propiedades en este mundo.

—¿Pero no es usted el rey Yakoub? —tartamudeó uno de ellos.

—Ciertamente lo soy.

—No creo que tengamos un protocolo para los ex reyes —dijo otro nerviosamente, e hizo aparecer algo en una pantalla que estaba fuera de mi línea de visión —. Notificaciones oficiales, respuesta municipal apropiada, desfiles, luces, estandartes, ceremonias, fuegos artificiales…, no, no hay nada que cubra algo así…

—No soy un ex rey —dije suavemente.

Los oficiales gaje me miraron asombrados, y los oficiales roms me miraron con horror.

Uno de los roms dijo:

—Señor, la convención de abdicación…

—No te preocupes por ello, muchacho. Sean cuales sean las historias que hayas oído acerca de mí procedentes de Galgala, son absolutamente inexactas.

Uno de los gaje —parecía ser el de más alto rango del grupo— hizo un frenético gesto, y algo distinto se deslizó a la pantalla. Esta vez me desplacé ligeramente para echarle una ojeada. Era la tabla de protocolo de recepción para una visita real.

—Entonces, ¿es usted todavía rey?

—¿Cuándo he dicho yo eso? —Parecieron más desconcertados que nunca. Pero yo no estaba dispuesto a aclarar en aquellos momentos si seguía siendo todavía rey o no. Especialmente en un depósito de retención y frente a un puñado de idiotas del Departamento de Inmigración. Dejemos que sigan desconcertados, pensé. Niega ser un ex rey…, pero no afirma directamente que es el actual rey…, pero por otra parle…, y además…, sin embargo…, de todos modos… No, que siguieran calentándose la cabeza —La cuestión del reinado no tiene ninguna relación con mi presencia aquí —dije alegremente —. Sólo os diré una cosa: para mí, ésta es una visita privada. Estoy aquí para inspeccionar mis propiedades en Kamaviben, y nada más. No deseo que se haga ninguna ceremonia por mí. —Les lancé mi más regia mirada —. ¿Habéis entendido?

4

Pero hubiera debido saberlo. Por supuesto que hubo ceremonias. Y muchas.

¡Burócratas! ¡Malditos funcionarios agitapapeles! ¡Pequeños y engreídos trapaceros de décimo orden! Antes preferiría la honrada y refrescante compañía de una horda de caracoles salizonga cada día.

En general no soy el tipo de persona que se pueda llamar ingenua. No a mi edad. Pero tengo que admitir que fui ingenuo, un poco al menos, albergando la fantasía de que simplemente podían haberme dejado salir del depósito de retención sin complicaciones de ningún tipo. No había forma alguna de que el Rey de los Gitanos, en ejercicio o retirado, entrara en Xamur o en algún otro mundo real en secreto y privadamente, no importa todo lo que dijera y advirtiera. Eso lo comprendía. Pero imaginaba que me admitirían con un mínimo de pompa y circunstancia, si eso era lo que yo parecía desear. Estaba equivocado.

Los reyes e incluso los ex reyes poseen un enorme poder sobre esto y aquello, pero cuando llegamos a asuntos de protocolo los burócratas tienen siempre la última palabra. En este caso debo echar la culpa a la gente rom de inmigración tanto como a la gaje, o más aún. Los roms vieron a su rey —o mejor dicho a su ex rey— llegar inesperadamente a la ciudad, y se sintieron absolutamente obligados a gritar aleluya sobre mí a fin de que pudiera verme cubierto de la apropiada gloria.

En consecuencia, transmitieron la noticia de mi llegada a los más altos niveles de la administración imperial de Xamur, y a partir de este punto, inevitablemente, no hubo forma de detener la avalancha de la burocracia cuando se puso ansiosamente en movimiento. No puedes esperar que los funcionarios gubernamentales lleven adelante todo tipo de actividades útiles, por supuesto —el mismo concepto es prácticamente una contradicción en sus términos—, pero dales algo sin significado como una bienvenida oficial para que la organicen, y se sentirán más felices que nunca. Hice todo lo que pude por escapar de un desfile solemne a lo largo de las resplandecientes murallas de Ashen Devlesa. Pero tuve que someterme a una interminable recepción en la capital, un gran alarde pirotécnico que Iluminó los cielos de cuatro continentes, un ruidoso y aplastantemente aburrido concierto de la sinfónica de Xamur, y un banquete tan ridículamente inepto en sus alardes de elaboración que hubiera enviado llorando a Julien de Gramont a encender una vela a la memoria de Escoffier.

Todo aquello fue un engorro, pero en cierto modo me sirvió. Sirvió para transmitir a Galgala y al Imperio en general la noticia de que yo había reaparecido. Pero puesto que había declinado el tratamiento regio, rechazando el desfile habitual y el habitual intercambio de medallas, mi aparición en Ashen Devlesa creó algo más que un poco de ambigüedad en torno a mis intenciones al salir de mi retiro. Lo cual era espléndido. Mantenles en ascuas haciendo suposiciones: ésa es siempre una estrategia útil. No dije nada. Sonreí mucho y agité mucho la mano y parecí sublimemente radiante mientras se pronunciaban los discursos a mi alrededor, y cuando todo hubo terminado les di educadamente las gracias y me marché a Kamaviben, a mi gran propiedad en el campo junto a las orillas del mar del Placer.

(En realidad Kamaviben no es una propiedad tan espléndida como eso, aunque sea espléndida. Los terrenos tienen una extensión decente y la localización es sublime, pero la casa en sí, aunque de cierto interés arquitectónico, no aumentaría las pulsaciones ni siquiera de un magistrado de una pequeña ciudad. ¿Saben?, en ningún momento de mi vida he sido un hombre particularmente rico. Y quizá sea simplemente el viejo espíritu errante rom el que haga que considere superfluo el vivir en un lugar realmente abrumador. Me siento tan contento en una burbuja de hielo o en una casa rom o en una simple cabaña de troncos como me he sentido en los distintos palacios que he ocupado a lo largo del tiempo. Sin embargo, pienso que Kamaviben es maravillosamente grande a su manera, y jamás desearía vivir en una morada más espléndida. O ni siquiera en otra morada, a menos que fuera en la Estrella Romani.)

En los años de mi ausencia la habían mantenido en perfecto estado para mí, como si yo pudiera presentarme sin avisar cualquier tarde. Los establos estaban inmaculadamente limpios, los prados de hierbatemblona impecables, la doble hilera de pseudopalmas de hojas negras que flanqueaban el camino principal habían sido podadas hada sólo una semana. Un personal de diez cuidaba Kamaviben por mí, los más leales y devotos robots de cualquier mundo de la galaxia. Eran máquinas agradables, mis robots de Kamaviben: incluso hablaban romani (Con un ligero acento Xamur, ese pequeño ceceo.) Por supuesto, un artesano rom los había construido para mí, el mago kalderash Matti Costorari. He conocido a roms que eran menos roms que esos robots.

Desde Kamaviben me puse en contacto con aquellos que más me importaban, comunicándoles mi regreso. Y luego aguardé.

5

Polarca fue el primero en dejarse ver. No su espectro esta vez, sino el auténtico y verdadero Polarca. Mi gran visir, mi buena mano derecha, mi compañero, mi primo de primos, mi hermano de sangre.

Este hombre Polarca es más querido para mí que cualquiera de mis riñones. Puedes conseguir unos riñones nuevos si los necesitas —yo lo he hecho—, pero, ¿dónde consigues otro Polarca? Salvé su vida en una ocasión, y él nunca se cansa de recordármelo. Creo que se considera en deuda conmigo por el hecho de haberle salvado. Eso fue hace mucho tiempo, en Mentiroso, cuando sufrimos el uno junto al otro bajo las horribles garras de Nikos Hasgard, lo cual es una historia que tengo intención de contarles más pronto o más tarde. Desde entonces hemos sido hermanos. Polarca es bajo y rápido y nervioso, un tipo inquieto de hombre. Esa inquietud hace que se muestre siempre muy nervioso por fuera, pero es muy tranquilo por dentro.

Llegó desde Darma Barma, donde tiene una enorme y gloriosa villa flotante en el país de los relámpagos. La llama su vardo, su carromato gitano, y a veces habla de ella como de su casa rom, que es un poco como llamar cachiporra a un palillo. Pero a Polarca siempre le ha gustado la exageración.

Se había hecho una remodelación desde la última vez que lo había visto, y necesité algo de tiempo para acostumbrarme. Sus ojos eran ahora de un penetrante azul oscuro orlados de un brillante rojo, y sus orejas eran más altas y gruesas que antes, cubiertas de un vello negro. Parecía extraño, pero su aspecto era saludable y lleno de fuego.

—¡Yakoub! —exclamó —. ¡Oh, aquí estás, Yakoub!

—Polarca. ¿Realmente eres tú?

—No, anticuado orinal, es mi otro espectro.

Sonreí.

—No me llames cosas, espejismo deslizante.

Irradió calidez y amor.

—Te llamaré todo lo que quiera, vieja bola de grasa.

—¡Envenena-cerdos!

—¡Lame-gaje!

—¡Roba-pollos! ¡Ratero!

—¡Ja! ¡Para ti, Yakoub!

—¡Para ti, Polarca!

Nos reímos y nos abrazamos y nos dimos palmadas en las mejillas. Nos agarramos el uno al otro, muñeca contra muñeca, y recorrimos arriba y abajo los pasillos en una loca danza, cantando a todo pulmón. Dos viejos fósiles rugientes y aullantes, eso es lo que éramos, con más vida en nosotros que en cincuenta mocosos de corta edad. Hicimos tanto ruido que acudieron los robots a ver qué ocurría. Parecieron alarmados y decepcionados. Quizá habían creído que había un asesino en la casa. Pero en el fondo de sus corazones son robots roms; tan pronto como vieron que todo era amistoso, que quien estaba allí era mi phral, mi hermano, mi Polarca, se relajaron.

Les dije que nos trajeran una botella de mi coñac mejor y más rom, una hogaza de pan de palma, un racimo de uvas de Iriarte. Nos sentamos a la mesa y él abrió su sobrebolsillo y extrajo los regalos que había traído para mí. Polarca siempre llega lleno de regalos, y siempre son cosas que puede que desearas hace un año o quizá desees el año próximo, pero roms veces algo que desees en ese momento. Esta vez extrajo un adornado par de zapatos de vuelo de doble conducto, una pluma de aumento, media docena de aretes de cerámica, y el texto completo de las Meditaciones de Marco Aurelio inscritas en el canino superior de un sanguinosaurio. Le di las gracias muy solemnemente, como siempre hacía cuando Polarca me cargaba con sus extravagancias y cosas superfluas de aquel tipo. También había traído consigo algo que realmente valía la pena: una loncha de carne de ternera de Clard Msat secada al viento, que es una exquisitez que había añorado durante todos mis años en Mulano. ¡Espléndido Polarca! ¿Cómo había sabido que me encantaba aquello?

Bebimos y comimos en silencio durante un rato. El coñac era de Ragnarok, tenía cien años, ochenta cerces la botella. Podías comprar un buen esclavo por menos. Luego hablamos de sus viajes. Toda su vida se había visto afligido por una incurable ansia viajera; últimamente había estado en Estrilidis, en Tranganuthuka, en Sidri Akrak. Había ido cinco veces espectrando a la Tierra en los últimos seis meses, y como una docena de veces a Mulano para comprobar que yo estaba bien, y a algunos otros lugares, un itinerario que produciría una apoplejía a un buey. Un alma gitana no puede permanecer quieta, pero Polarca llevaba aquello a unos extremos lunáticos. Cuando me hubo contado todos sus viajes guardó de nuevo silencio, y comimos y bebimos un poco más.

Luego dijo:

—Volviste, después de todo.

—Así parece.

—¿Qué día regresaste?

—¿Qué día?

—El día del mes. —Pacientemente, como si le hablara a un niño.

—Creo que fue el cinco de fósforo —dije.

—¡El cinco! ¡Bien! ¡Bien! —Sus ojos llamearon locamente —. ¡Entonces le he ganado mil cerces a Valerian!

—¿Por qué?

—Una apuesta —dijo casualmente —. Respecto a que volverías al Imperio antes de que hubieran transcurrido cinco años. Estuviste muy cerca, Yakoub. Recuerda que te fuiste el nueve de fósforo.

—¿De veras? —Me encogí de hombros —. Así que hicisteis una apuesta, ¿eh? ¿Acaso él creía que no iba a volver?

—Él dijo diez años. Yo dije cinco. Nadie creía que no fueras a volver.

—Tú mismo dijiste que no iba a volver. Aquella vez en Mulano, cuando me contaste todas aquellas estupideces acerca de Aquiles en su tienda. Dijiste que iba a quedarme en Mulano, que eso era lo mejor que podía hacer.

—Te mentí —dijo Polarca —. A veces necesitas que te tiren un poco de las orejas, Yakoub. Por tu propio bien. —Rebuscó en sus ropas y sacó un mazo de cartas. Destellaron y zumbaron encima de la mesa entre los dos —. ¿Un poco de klabyasch? —sugirió.

—¿Con dinero?

—¿Y qué otra cosa? ¿Por puro ejercicio? Cinco tetradracmas el punto.

—Que sea un cerce —dije —. Te aliviaré un poco del montón que le has ganado a Valerian.

Sonrió tristemente.

—Pobre Yakoub. Nunca aprenderás, ¿verdad? —Situó las cartas en auto-barajar, y se pusieron a saltar como pequeñas ranas sobre la mesa. Luego dio una palmada y se reunieron de nuevo en un apretado mazo frente a mí.

—Tú das —dijo Polarca.

Se inclinó hacia delante, con los ojos brillando locamente. Polarca juega a las cartas como Atila el huno. Puse el mazo en manual y repartí, y él tomó las suyas como si cada una fuera un pasaporte hacia el cielo. Y, por supuesto, me ganó el juego. Aunque es un hombre bajo sus manos son enormes, y las cartas volaban entre ellas como furiosos mosquitos. Las dejó sobre la mesa con enérgico celo, gritando: «¡Shtoch! ¡Yasch! ¡Menel! ¡Klabyasch!», y el juego terminó antes de que yo me hubiera dado cuenta. Se me llevó una fortuna. Bien, le hace feliz asesinarme en el klabyasch, y a mí me hace feliz hacer feliz a Polarca.

Cuando se apagaron los ecos del juego dije:

—Y ahora cuéntame cómo van las cosas en el Imperio.

—¡Bol! La habitual locura gaje. El emperador sigue aguantando. Sólo es una sombra de sí mismo. Los grandes lores se están comportando como locos y villanos. Puedes verles acechándose entre sí, aguardando para saltar, y mientras tanto la administración se va al infierno. El Imperio funciona en piloto automático. Los impuestos bajan. La corrupción sube. Sistemas solares enteros abandonan las redes de comunicaciones y transporte y nadie parece darse cuenta. Son unos tiempos terribles, Yakoub.

—¿Y Shandor? —pregunté, y contuve el aliento.

Polarca me miró. Sus ardientes ojos orlados de rojo se mantuvieron fijos en los míos por unos instantes. Luego se echó a reír suavemente y agitó la cabeza y la mano, apartando a un lado mi preocupación del mismo modo que apartarías un mosquito.

—¡Shandor! —exclamó, riendo como si hallara divertido incluso el nombre. Para él, parecía estar diciendo, Shandor era un tema que apenas merecía discusión, una bagatela, un absurdo —. No es nada, Yakoub. ¡Nada! —Tendió la mano hacia el coñac. La botella estaba vacía. La acarició ligeramente —. Este coñac no está nada mal, ¿sabes?

6

Durante los siguientes días se dejaron ver todos los demás. Mis queridos amigos, aquellos que habían sido mi apoyo y mis colaboradores en los tiempos de mi reinado. Uno a uno llegaron en las astronaves que acudían a Xamur desde todas partes de la galaxia. Mi gabinete, el círculo interno de mi corte en los días en que tenía una corte. Y además otros dos, dos huéspedes inesperados.

Jacinto y Ammagante llegaron juntos, de Galgala. Viajaban siempre juntos, aunque difícilmente hubieran podido ser más distintos: Jacinto pequeño y arrugado, como una nuez oscura y vieja que era imposible partir, y Ammagante alta, de grandes huesos, con el abierto rostro de un niño de alma generosa. En mi reinado, Jacinto había sido el hombre del dinero, el estudioso de las tendencias y el manipulador de las fuerzas, el que controlaba nuestras inversiones, tejiendo pacientemente la red de las propiedades roms que se extienden de mundo en mundo y en mundo. Ammagante era su maga de las comunicaciones, y de sus largos brazos fluían los impulsos instantáneos que proporcionaban a Jacinto la información que necesitaba. Había un extraño poder en aquella mujer. Hablaba muchos idiomas. En su infinita sabiduría mi hijo Shandor los había echado a los dos, y —eso me hizo saber Polarca—, Jacinto y Ammagante seguían trabajando de forma independiente, ganando unos cerces aquí y otros allá, asegurándose su subsistencia. Podía imaginar qué tipo de subsistencia, conociéndoles como les conocía.

La misma nave que los trajo de Galgala trajo también a aquella taimada vieja, Bibi Savina. Nuestra phuri dai, la madre de la tribu. Que seguramente hubiera sido reina entre nosotros, si las cosas hubieran sido de otro modo. (No podemos nombrar reinas a las mujeres —no se ha hecho nunca, no se hará nunca—, pero a su manera la phuri dai es tan importante como el rey. Y algunas veces incluso más. Malhadado el rey que ignore su consejo o le deniegue su alta posición. Ha habido algunos que lo han intentado, y todos lo han lamentado.)

Pienso en Bibi Savina como en una mujer increíblemente vieja, más allá de toda medida. Eso se debe a las visitas que me hizo cuando yo era un niño que aún me meaba en los calzones y ella un espectro, hace años y años. Pero de hecho es unos treinta años o así más joven que yo, aunque elige parecer una vieja arpía. La saludé con profundo respeto, incluso con cierto temor reverente: ¡yo, temor! Pero se lo merece. Es una fuente de poder y sagacidad. Por supuesto, el cambio de gobierno en Galgala no ha afectado su autoridad: la phuri dai es elegida no por el rey sino por la voluntad de la propia tribu, y una vez ocupa su cargo ningún rey puede apartarla de su lado. Incluso el impulsivo Shandor tenía el suficiente sentido común como para no meterse con Bibi Savina. Pero el hecho de que ella hubiera acudido a Xamur a mi llamada me indicaba dónde estaban lealtades.

Biznaga llegó después: mi enviado a la corte imperial, mi enlace con el gobierno galáctico. Era elegante y obsequioso, con la gracia y la apostura de un diplomático, y el elegante guardarropa de un diplomático también: nunca he conocido a nadie que vistiera tan espléndidamente como Biznaga. Vino de la Capital, donde había estado viviendo su retiro. Shandor también lo había jubilado. No debía confiar en nadie de mi gente. Me pregunto por qué.

De Marajo, donde había ido a cuidar de sus propios intereses tras su viaje a mi nevado mundo del exilio, acudió mi primo Damiano. Con él, para mi sorpresa, estaba el joven Chorian…, el primero de mis dos huéspedes no invitados.

A Polarca no le gustó aquello en absoluto. Nos llevó a Damiano y a mí a un aparte y dijo:

—¿Qué está haciendo él aquí, en nombre de Mahoma?

—Pensé que podía ser útil —dijo Damiano —. Ve las cosas con ojos claros y posee el auténtico fuego rom. Y me ha servido bien en más de una ocasión.

Polarca no se sintió impresionado por aquello.

—Es el hombre de Sunteil, ¿no? ¿Quieres que todo lo que se diga aquí le sea retransmitido inmediatamente a Sunteil?

—El mismo sol se alzará dos veces en un mismo día antes de que eso ocurra —respondió Damiano, lanzándole a Polarca aquella tensa mirada suya —. Quizá reciba su paga de Sunteil, pero su corazón está con nosotros. Que todos mis hijos mueran en este mismo momento si te he dicho algo que no sea la verdad.

Damiano te enterrará debajo de su dignidad rom y su retórica rom, cuando desea ganar en una discusión. Polarca alzó las manos desesperado. Pero esta vez yo estaba con Damiano. Di unos ligeros golpes a Polarca en el hombro. Desde una cierta distancia, Chorian me miraba con aquella adoración de cachorro que tanto detestaba y tan bien comprendía. Creo que Polarca se sentía celoso de ello. También es humano, hasta el punto que cualquiera de nosotros puede llamarse humano; no deseaba que hubiera allí nadie que me adorase más intensamente que él. Pero, por supuesto, Polarca exhibe su adoración de una forma muy especial.

—No veo ningún riesgo en que Chorian esté aquí —le dije suavemente —. Ese muchacho es uno de nosotros. Llegué a conocerle muy bien cuando estuvo en Mulano conmigo.

—Pero es el rom particular de Sunteil…

—No es de Sunteil. Sólo deja que Sunteil lo crea así.

—Quizá sólo deje que tú y Damiano penséis que no lo es.

—Polarca —dije, sonriendo suavemente, masajeando su brazo —. Ah, Polarca. Esto no es más que una mierda paranoide, y tú lo sabes.

—Yakoub, te digo que…

—Polarca —dije, un poco menos suavemente.

Pese a todo, hubo otra ronda o dos de gruñidos al respecto. Pero al final sabía que tendría que ceder, y eso hizo. Chorian se sintió rebosante de alivio y gratitud: sabía que la discusión había estado centrada en él y en decidir si podía quedarse. Y prácticamente espumaba de alegría ante el hecho de verme de nuevo. Sin embargo, pese a todo su ímpetu juvenil, parecía ahora menos ingenuo, de alguna forma más maduro, que cuando había estado en Mulano. Estaba empezando a sentir confianza en sí mismo. De todos modos, parte de aquella ingenuidad no había sido probablemente más que camuflaje: pero no cabía ninguna duda de que estaba ganando rápidamente confianza en estos días, y debía sentir menos necesidad de ocultarse detrás de su juventud. Iba a resultar útil. Damiano había hecho bien trayéndole. De tanto en tanto, durante las conferencias de los días siguientes, vi a Polarca meditando aún, como si todavía estuviera absolutamente seguro de que habíamos invitado a un espía del Imperio entre nosotros; pero incluso él dejó de preocuparse por Chorian al cabo de un tiempo.

A su debido momento apareció Valerian. O más bien el espectro de Valerian, debería decir: Valerian no se atrevía a poner el pie en ningún mundo del Imperio, no con la recompensa de diez mil cerces puesta por su cabeza. Incluso un toro se hubiera sentido tentado por aquello. Valerian tenía muchos enemigos entre nosotros, después de todo; los gaje no son las únicas víctimas de su piratería. Pero Valerian o espectro de Valerian, eso no tenía mucha importancia, porque el espectro de Valerian tenía tanto vigor que no resultaba fácil distinguirlo del auténtico Valerian. Excepto que el espectro, como la mayoría de los espectros, tenía una forma de derivar un poco por encima del suelo, y emitir una cierta crepitación eléctrica de tanto en tanto.

Valerian es un hombre extremadamente teatral. Hay un aura de gran drama a su alrededor, que le precede un centenar de metros allá donde vaya. Alardea, ruge, gesticula, hace llamear sus ojos y adopta poses. Posee un tremendo estilo y prestancia, pero es un estilo y una prestancia directamente salidos de las grandes óperas de hace mil quinientos años. Valerian se ve a sí mismo como el heredero ideológico directo de Barbanegra y Sir Francis Drake y el capitán Kidd y Robin Hood y cualquier otro bucanero que alguna vez haya robado un penique a alguien, y como la mayoría de ellos exhibe las mismas vehementes justificaciones para razonar sus depredaciones. Por supuesto, sólo es un criminal. Si buceamos una capa por debajo de su idealismo encontraremos que lo que ama realmente es el peligro y la emoción de vivir fuera de la ley. Si buceamos un poco más descubriremos que se ve secretamente a sí mismo como un hombre de negocios, un empresario de los caminos estelares preocupado principalmente pon la relación riesgo-recompensa. Si buceamos un poco más abajo de eso, creo que encontraríamos un puro caos en el fondo de su alma.

Es un hombre completamente sin escrúpulos. Pero nunca tuve razón alguna para dudar de su lealtad hacia mí. Yo salvé su culo, o al menos su cuello, cuando fue traído bajo graves acusaciones ante el gran kris de Galgala, y siempre se ha sentido agradecido hacia mí por eso.

Después de él llegó Thivt, que es la gran anomalía de mi vida y posiblemente la gran anomalía de la galaxia. Considero a Thivt mi primo y a veces, como Polarca, mi hermano de sangre. Está profundamente versado en las costumbres roms y las tradiciones roms, y lo acepto sin vacilar como un toro. Pero no es ron, no realmente. No quiero decir que sea gaje tampoco. Ni siquiera estoy seguro de que sea humano.

En realidad fue tomado por los roms cuando era un niño y se educó junto a ellos, como el folklore gaje nos ha hecho creer que era nuestra costumbre durante los tiempos medievales. Un grupo explorador lo encontró vagando solo en un planeta del sistema de Thanda Banadareen. Parecía tener cinco o seis años. La única palabra que sabía decir era la que se supone que era su nombre. No se halló a sus padres por ninguna parte, ni ninguna nave espacial que se hubiera estrellado, ni la menor huella de la utilización de un relé de tránsito, ni nada. De alguna forma, se aceptó la idea de que era el único superviviente de una expedición autónoma no registrada. Cuando los exploradores abandonaron Thanda Banadareen se lo llevaron consigo de vuelta a Iriarte, que es donde lo encontré un centenar de años o así más tarde. Por aquel entonces había ascendido enormemente en los consejos roms y hablaba el romani como un auténtico phral de la sangre. Incluso había aprendido cómo espectrar: por todo lo que sé, es el único no rom que lo haya conseguido nunca. Thivt había logrado el hecho, único en la historia, de convertirse en un toro por adopción. Hay muchos que piensan que tiene que ser realmente toro por nacimiento, debido a que puede espectrar. No sé nada al respecto. Thivt parece rom y suena rom y vive rom, y los toros confían en él como en uno de ellos; pero capto un aura a su alrededor, una vibración, que es algo completamente distinto, algo muy extraño. No soy el único que lo siente, además.

¿Es posible que haya seres alienígenas ocultos en los lugares aún no cartografiados de Thanda Banadareen, y que nos hubieran enviado a Thivt camuflado de humano como una especie de observador, o incluso emisario? Nadie, por todo lo que sé, ha regresado nunca al mundo donde fue hallado Thivt para echar una nueva mirada. No parece que sea un mundo particularmente invitador o útil. La galaxia es muy amplia y nosotros somos muy pocos; el rumbo de las exploraciones se ha trasladado a otras partes, a lugares que son considerados más prometedores. A veces me pregunto acerca de aquel mundo. Me pregunto acerca de Thivt.

Ahora que Thivt estaba a mano, el grupo que había convocado se hallaba completo. Pero entonces, en el último minuto, apareció valseando Syluise, el segundo de los huéspedes no invitados.

Polarca entró bruscamente mientras yo me hallaba en el baño y me dijo que había llegado. En el momento mismo en que entró en la habitación supe que había ocurrido algo desacostumbrado, porque sus ojos azules y rojos parecían haber derivado espectro arriba con irritación o sorpresa, y aquellas extrañas y velludas orejas se estremecían como las de un animal. Era el síndrome del sálvese quien pueda. Polarca considera a Syluise como algo parecido a una serpiente…, una serpiente de la clase más mortífera, cuyos colmillos son venenosos pero que igualmente puede optar por estrangularte con sus anillos por el simple placer de hacerlo.

—Adivina quién ha venido —dijo ominosamente.

—¿Shandor? —aventuré —. ¿Sunteil?

—Peor.

—¿Tenemos que jugar a las adivinanzas, Polarca?

Ella está aquí. El gran amor de tu vida.

Polarca desea fervientemente que yo jamás me hubiera mezclado con Syluise. Incluso haciendo concesiones a su actitud a veces súper-protectora hacia mí, es posible que Polarca tenga algo de razón. Pero también tiene un pequeño problema con las mujeres de voluntad fuerte, y eso puede explicar algo de su desagrado hacia ella.

—¿De veras? ¿Syluise?

Estaba recorriendo el baño arriba y abajo.

—Intento decirme a mí mismo que estás completamente cuerdo —dijo —. Pero invitar a una zorra fastidiosa y egocéntrica como ésa a una sesión de estrategia a alto nivel, Yakoub…

—¿Qué te hace pensar que la invité?

—¿Qué está haciendo aquí entonces, si no lo hiciste?

—¿Por qué no intentas averiguarlo?

—Cristo —murmuró —. ¿Crees que ella va a hablar conmigo? Pasa directamente a través de mí como si yo no existiera. Llega hasta aquí paseándose desde el espacio-puerto como la reina de Saba, con una docena de robots a sus espaldas, se instala en una de las suites principales, descarga seis sobrebolsillos de ropas y perifollos y tiaras y Dios sabe qué otras cosas, empieza a dar órdenes a todo el mundo que se pone a su alcance como si ella fuera la nueva propietaria del planeta…

—De acuerdo —dije —. Alcánzame esa toalla.

Polarca había exagerado un poco, pero sólo un poco. Syluise había venido realmente con toda una cohorte de robots, y se había aposentado en su mejor estilo en un rincón privilegiado de la casa. Fui a visitarla, y ella me recibió como si se hallara en su gran propiedad y yo fuera el huésped recién llegado.

Uno de sus robots me franqueó la entrada.

—Dispongo de todos los robots necesarios para mis huéspedes —dije —. No era preciso que trajeras los tuyos.

—No quería ser una carga.

—¿Para los robots?

—Me gustan mis propios robots, Yakoub. Saben cómo ocuparse de mis cosas de la forma que me gusta que se ocupen.

—Eres realmente una zorra, ¿sabes, Syluise?

—¿De veras lo crees así? —Hizo que pareciera como si yo le hubiera lanzado un cumplido. Lucía tan espléndida como siempre, el aspecto resplandeciente como los dorados bosques de Galgala, los ojos azules chispeando alegres, su alto y esbelto cuerpo reluciente como si estuviera envuelto por una especie de velo mágico que emitía una débil música plateada cada vez que se movía —. Me alegra tanto verte de nuevo, Yakoub.

—Me viste no hace mucho en Mulano.

—Entonces estaba espectrando. Ahora soy real. No hemos estado tan cerca el uno del otro, en carne y hueso, desde hace seis o siete años, ¿te das cuenta? —La deslumbrante sonrisa, un billón de electronvoltios —. ¿Me echaste en falta?

—¿Por qué estás aquí, Syluise?

—¿No puedes ser romántico ni siquiera por un minuto?

—Más tarde. Primero dime por qué viniste.

—Estaba preocupada por ti. Parecías muy confundido cuando te visité en aquel helado planeta tuyo.

—¿Confundido?

—Hablándome de todas aquellas cosas acerca de que habías abdicado para que tu pueblo te suplicara que volvieras. Y que lo habías hecho todo por su bien, para que pudieras conducirles a la Estrella Romani. ¿Crees realmente que tenía sentido lo que creías que estabas haciendo?

—Sí.

—Y ahora que Shandor es rey, ¿qué vas a hacer?

—Para eso he convocado esta reunión —dije —. Pero no recuerdo haberte pedido que asistieras a ella.

—Pensé que podía ser de alguna ayuda.

Querida Syluise.

—Estoy seguro que lo pensaste —dije —. Pero sigues sin haber respondido a mi pregunta. ¿Por qué estás aquí?

—Oí que habías vuelto de ese otro lugar, Mulano. La noticia corre por todo el Imperio. Que habías aterrizado en Xamur, que habías ido a tu propiedad aquí. Así que decidí venir y ofrecerte todo lo que estuviera en mi mano. No sabía nada de lo demás. Que estabas dando un gran patshiv, que habías invitado a Polarca y a Valerian y a la phuri dai y a todos los otros.

Me resultó extraño oírla utilizar las palabras romani. Patshiv, phuri dai. Las palabras romani sonaban mal procedentes de aquella perfecta imitación suya de unos labios gaje. En cierto modo, hacía años que había olvidado que en alguna parte dentro de aquel elegante envoltorio gaje que había esculpido Syluise para sí residía un alma rom. En alguna parte.

—¿Sólo una coincidencia? —dije —. ¿Que llegaras justo a tiempo para la reunión?

Asintió. Y me tendió las manos.

Bien, ¿qué podía hacer? ¿Interrogarla? ¿Era Damiano quien la había puesto al corriente, o Biznaga, o quizá, sólo Dios sabía por qué, Bibi Savina? Quizá sí; o quizá sólo fuera una coincidencia. Qué demonios: estaba allí, y supongo que me alegraba de verla.

Había sido mucho tiempo, muchísimo tiempo, tanto para Syluise como para mí. Además, nunca había sido capaz de resistirme a ella. No desde la primera vez, hacía más de cincuenta años, antes de que yo fuera rey, aquella ocasión en que Cesaro o Nano me había enviado a efectuar una visita ceremonial a los roms de Estrilidis y ella había llegado flotando surgida de la noche, joven y dorada, una visión de perfección gaje, atravesando todas mis defensas y sumergiéndome en vergonzosas obsesiones. Ven aquí, había dicho aquella noche. Te haré rey. Lo había dicho en romani, con aquellos labios gaje suyos, y yo me había sentido perdido. Alzándose sobre mí, convirtiéndome de rey en esclavo con una sola mirada. La cabeza echada hacia atrás, los labios entreabiertos, los pechos oscilando locamente. Había sido su esclavo desde entonces. ¿La estupidez de un viejo? No. Hacía cincuenta años yo no era viejo. Tampoco soy viejo ahora. Algo como aquello hubiera podido ocurrirme a cualquier edad. ¿Debe tener sentido todo lo que yo haga? Se supone que todo el mundo se ve golpeado alguna vez en su vida por una pasión irreprimible. O por el rayo del amor instantáneo, si lo prefieren así.

Llámenlo como quieran. Llámenlo locura. Syluise era mi locura.

—Ven aquí —me dijo ahora.

Sí. ¡Oh, cómo brillaba, cómo resplandecía! ¡Oh, sí, sí, sí!

7

Tuvimos tres días de fiestas y regocijo antes de dedicarnos a nada serio. No quería apresurar las cosas. Había estado allá fuera en la nieve durante demasiado tiempo, y era bueno tenerlos ahora a mi alrededor, a todos aquellos viejos y queridos amigos, Valerian y Polarca y Thivt, Biznaga y jacinto y Ammagante, Damiano y Syluise. No espectros esta vez —excepto Valerian—, sino suave y cálida carne.

Así que tuvimos un gran patshiv al antiguo estilo tradicional, con toda la comida y bebida que cualquiera pudiera desear y luego un poco más, y bailes y cantos y palmas. Incluso los robots se nos unieron, taconeando al ritmo hasta que captaron la cadencia y finalmente lanzándose en medio de la pista para saltar y cabriolear con el resto de nosotros. Por supuesto, nos encantó. En el patshiv todo el mundo debe ser feliz, todo el mundo debe sentirse como el más honrado de los huéspedes, incluso los robots. ¡Dios, fueron unos momentos estupendos! ¡Los grandes trozos de ternera asada, los lechones, los barriles de espumeante cerveza y denso vino tinto! Cada noche nos sentábamos en torno a un llameante fuego de finas maderas aromáticas, contándonos antiguas historias de viajes y grandes aventuras, de los caminos que habíamos tomado y las alegrías y desgracias por las que habíamos pasado. Por un momento fuera del tiempo fuimos roms de los viejos días, los vagabundos, la gente de las caravanas, los hojalateros y los decidores de la buenaventura, la gente más seria del mundo y al mismo tiempo la más alegre, disfrutando de la manera que siempre habíamos disfrutado. Y en la oscuridad de después, bajo el pálido resplandor luminoso de los pájaros nocturnos que aletean por la noche de Xamur, estaba Syluise, suave y cálida a mi tacto. Por un momento fui capaz de echar a un lado todo pensamiento de lo que aún quedaba por hacer; por ahora sólo existía Syluise, y los resplandecientes pájaros en la oscuridad, y el silencio de la noche.

Cuando estuve preparado para ocuparme de los asuntos importantes los conduje a todos fuera de la casa en un largo viaje hasta el extremo más alejado de mi propiedad, donde el cráter Idradin late y pulsa y bulle con una feroz y apasionada energía.

El Idradin es la única imperfección en el perfecto rostro de Xamur. Una horrible pústula, una rabiosa inflamación. Hay quienes lamentan el hecho de que una cosa tan horrible como el Idradin pueda existir en el hermoso Xamur, pero yo pienso de otro modo. Sin el cráter, Xamur parecería un mundo intolerablemente perfecto, irreal, chocante, casi fraudulento. Xamur es en cierto sentido un poco como Syluise, enmascarado por una belleza que es demasiado perfecta para nuestro imperfecto universo: necesita algún fallo para hacer que parezca genuino, lo mismo que ella. Estoy contento de que el Idradin esté ahí, y contento también de que se halle en mis tierras. Me sirve siempre como recordatorio de que el sueño de perfección es una estúpida fantasía, de que siempre hay algún horrible cancro en el más suave de los brotes.

El cráter es un gran agujero redondo que se hunde directamente hasta el hirviente magma que yace en el núcleo de Xamur. En torno a su dentado borde se extienden amplios anillos concéntricos de vieja y erosionada lava negra, docenas de ellos, arrojados a la superficie hace mucho tiempo por la feroz energía de las antiguas erupciones. Forman una especie de anfiteatro natural, hosco y tétrico y carente de vida. Puedes avanzar hasta el más inferior de los anillos —si te atreves—, y contemplar las rojas lanzas de las llamas taladrar las humeantes nubes grises, y oír las monstruosas fuerzas que eructan y retumban en las profundidades. Emanaciones de miasmas sulfúricas ascienden constantemente por el pozo, tiñendo el cielo y toda la zona colindante de un brillante amarillo parecido a un vómito. Un lugar odiosamente feo, sí.

Pero yo había vivido en sus proximidades durante tantos años que ya no podía sentir ningún odio hacia él. Ya no veía su fealdad. Llámenlo perversidad si quieren, pero la visión del Idradin se había convertido en algo que consideraba alentador e inspirador. Extraía de él una sensación de la energía de las fuerzas brutas que contenía. Que son las propias fuerzas de la creación. Vivimos en la superficie de nuestros planetas. Dentro de ellos hay soles.

Nos reunimos en el noveno círculo del cráter, lo suficientemente lejos para que los hediondos gases no nos asfixiaran, lo bastante cerca para sentir el calor y el profundo retumbar. Algunos —Biznaga, Jacinto, Damiano— parecieron repelidos y presas de náuseas ante el lugar. Chorian pareció casi aterrado. Polarca estaba tenso, y no dejaba de mirar hacia atrás por encima del hombro. Como si esperara una erupción en cualquier momento. Incluso Valerian parecía un poco preocupado, pese a que él no estaba realmente allí. Pero no había más que serenidad en los rostros de Bibi Savina y Thivt; Ammagante parecía indiferente; y Syluise, ante mi sorpresa, casi extática. Permaneció de pie con los brazos muy abiertos y la cabeza echada hacia atrás. Brillaba con una suprema radiación contra el sombrío telón de fondo de las oscuras humaredas del cráter. Me sentí loco de amor por ella, al verla así. Como un escolar. A mi edad. Sabía que era una locura. El cráter tiene ese efecto sobre mí algunas veces. Syluise también.

Dije, escrutando sus rostros uno a uno:

—De acuerdo, vayamos al grano. Mi hijo Shandor parece haberse instalado en Galgala como rey. Esto es absolutamente no legítimo, y hay que hacer algo al respecto. ¿Alguno de vosotros puede decirme cómo ha sido posible que ocurriera una cosa tan miserable como ésta?

Silencio desde todos lados. Y alguna inquieta agitación.

—Según tú, Damiano, Shandor convocó a los grandes reyes y obligó a la krisatora a elegirle. ¿Es eso realmente lo que ocurrió?

Asentimientos. Alzamientos de hombros. Una mirada llana e inexpresiva por parte de Bibi Savina.

—Jesu Cretchuno Adán y Eva, ¿no puede hablar ninguno de vosotros? Explicadme cómo la krisatora puede verse obligada a tomar una acción así. La krisatora, cuando se halla en sesión, tiene poder sobre todos los roms, incluso el rey. No al revés. ¿Quiénes formaban esa krisatora? ¿Nueve cachorros de perro? ¿Nueve robots? ¿Les amenazó? ¿Con qué? ¿Cómo puede ser considerada válida ni siquiera, por un minuto una elección efectuada bajo coacción?

Biznaga dijo:

—No hay registro de lo que ocurrió en el kris, Yakoub. Excepto que Shandor convocó a la krisatora, y cuando salieron de la sala del juicio él era el rey.

Miré a Damiano.

—Me dijiste que fueron obligados.

—Eso es lo que supongo.

—¿Quiénes formaban la krisatora? —pregunté.

—Los conoces a todos —dijo Damiano —. Los mismos que estaban en el cargo cuando fuiste nombrado rey. Bidshika. Djordi. Stevo le Yankosko, Milosh…

Lo interrumpí a media lista.

—Hubieran debido pensárselo mejor. El hijo de un rey nunca ha sido rey antes. Y con el antiguo rey aún vivo, además. ¡Oh, el bastardo, el maldito bastardo! Entró ahí dentro y les dijo lo que tenían que hacer, y ellos lo hicieron, y nadie se atrevió a murmurar una palabra contra ello. Ni siquiera vosotros. Os limitasteis a sonreír y a asentir y a dejar que ocurriera.

—¿Y tú no aceptas ninguna responsabilidad sobre ello? —dijo Valerian.

—¿Yo?

—Tú, Yakoub. De no ser por ti nada de esto hubiera ocurrido. Tú pusiste en marcha todo el proceso, ¿no crees? ¿Quién te dijo que abdicaras?

—Tenia mis razones.

—Apuesto a que sí.

—¿Crees que mi abdicación fue un capricho? ¿Piensas que sólo fue un impulso retorcido que me pasó por la cabeza? ¿Lo crees así? ¿No se te ha ocurrido pensar que tenía un plan, que estaba actuando de acuerdo con mi estrategia a largo plazo, cuando me fui de Galgala?

Se miraron entre sí. De pronto me di cuenta de lo que debían estar pensando. El viejo se ha vuelto loco, eso era lo que estaban pensando. Ahora vi que debían llevar pensándola mucho tiempo. Mis ojos llamearon.

—Así que me habéis estado siguiendo la corriente, ¿eh, jodidos bastardos?

—¿Seguirte la corriente? —preguntó Polarca.

—Pensáis que estoy loco, ¿no?

—¿He dicho yo alguna vez algo así, Yakoub?

—No lo has dicho, no —admití —. Pero lo has estado pensando. ¿No es así, Polarca?

—Absolutamente no.

—¿Valerian?

—¿Loco? ¿Tú?

—¿Damiano? ¿Biznaga? ¡Vamos, cerdos, levantad vuestras manos! ¡Quien piense que Yakoub está deslizándose plácidamente hacia la senilidad, que alce su maldita mano en el aire!

Ninguna mano se alzó. Sus rostros no reflejaron la menor emoción. ¿Estaban intimidados? ¿O estaban decididos a seguir ocultando lo que pensaban de mí, no importaba lo que fuera?

El cráter rugió y gorgoteó. Hubo un sonido de colosales masas de roca agitándose en alguna parte en su interior. Una voluta de amarillento humo brotó como un eructo a la superficie y esparció por todas partes su hedor a podredumbre, como una gigantesca ventosidad. Nadie reaccionó. Nadie se movió. Me estaban mirando como un puñado de robots, y no había forma de que yo pudiera leer lo que se ocultaba tras sus ojos.

Al cabo de un tiempo dije con voz más tranquila, bajo el más férreo control que pude conseguir:

—Quiero aseguraros que todavía estoy completamente cuerdo. Sólo por si se os haya ocurrido dudarlo. Mi abdicación puede que fuera un error táctico, aunque todavía no estoy convencido de ello, pero no fue la acción arbitraria y caprichosa de un viejo loco.

Y me lancé a una explicación completa: de cómo había empezado a sentir que estábamos deslizándonos fuera de nuestra naturaleza interior, que estábamos integrándonos más y más profundamente en el Imperio gaje cuando de hecho lo que necesitábamos era empezar a prepararnos para el regreso a la Estrella Romani que había sido nuestra meta durante tantos miles de años, y que ahora estaba quizá sólo a un par de cientos de años de distancia. Les hablé de cómo había sentido la necesidad de hacer algo espectacular a fin de sacudir un poco a la gente. De que había decidido alejarme por unos cuantos años y dejarles a todos sin líder, a fin de que pudieran meditar en el error de sus actitudes. Y de cómo había planeado regresar y reasumir el trono, más fuerte que nunca, una vez se hubiera dejado sentir todo el impacto de mi ausencia.

Me escucharon sobriamente, casi hoscamente. Ammagante parecía sumida en algunos complicados cálculos internos. Damiano fruncía el ceño, Chorian parecía desconcertado, Biznaga casi a punto de echarse a llorar. Los otros se mostraban asombrados o preocupados o desanimados, todos menos Syluise, que había oído todo aquello antes y simplemente parecía aburrida. Y Bibi Savina, cuya invencible serenidad permanecía inquebrantada. Se me ocurrió que tal vez la vieja arpía ni siquiera me estuviera escuchando, que posiblemente ni estuviera allí, que estaba espectrando por alguna parte en las lejanas extensiones del tiempo.

Cuando hube terminado, jacinto dijo, suavemente, fríamente:

—¿E imaginaste que íbamos a poder mantener eternamente un gobierno provisional para ti, Yakoub? ¿Que podrían transcurrir cinco años, o quizá diez, con el trono vacante, y que no habría presiones para elegir un nuevo rey?

—Pensé que se harían intentos de pedirme que volviera, antes de que eso ocurriese.

—Se hicieron —señaló Damiano —. ¿Sabes cuántos hombres envié en tu busca, empezando al año siguiente de tu desaparición?

—Dejé tras de mí mi pistas por todas partes.

—Sí, lo hiciste. Finalmente descubrimos tus señales. Pero pese a todo Chorian aún necesitó tres años para encontrarte. Y estuvimos constantemente en ello durante todo el tiempo.

—Como lo estuvieron varios lores del Imperio —dije yo —. Julien de Gramont fue enviado tras de mí por Periandros. Y por supuesto, Chorian trabajaba no sólo para ti sino también para Sunteil. Bien, esperaba ser hallado un poco antes de lo que lo fui. Y nunca soñé que Shandor, entre todos, pudiera apoderarse del trono.

—Pero lo hizo —dijo Damiano.

—Y tú se lo serviste en bandeja —añadió Valerian. Nunca ha sido muy condescendiente conmigo —. Creaste un vacío, y ese hijo de puta se apresuró a ocuparlo. ¿Nos lleva más cerca de la Estrella Romani el tener a Shandor como nuestro rey?

—Shandor no es el rey —dijo bruscamente Bibi Savina, con una voz que parecía llegar desde otro sistema solar.

Todos nos volvimos hacia la phuri dai.

—La elección no fue una elección. La abdicación no fue una abdicación. Yakoub sigue siendo el rey.

—¡Por supuesto que lo es! —exclamó Chorian, y al instante pareció avergonzado de haberse atrevido a hablar.

—¿Y el otro rey en el trono de Galgala? —dijo Biznaga —. ¿Qué es, una invención?

—¡Una invención! —tronó Valerian —. Vio el momento, alargó la mano y lo cogió. Y ahora no podemos librarnos de él. A menos que desees desencadenar una guerra civil, rocas contra rocas. Mientras los gaje se reclinan en sus sillones y se ríen de nosotros.

—Eso no debe ocurrir —dijo Thivt.

—Entonces, ¿se supone que debemos aceptar a Shandor como rey? —preguntó Damiano.

Todos se pusieron a hablar a la vez. Luego, la seca y aguda voz de Polarca interrumpió la cacofonía.

—Bibi Savina tiene razón —dijo —. Simplemente podemos ignorar a Shandor. La abdicación de Yakoub no significa nada. En primer lugar, nunca hubo entre nosotros nada parecido a una abdicación. Un rey es rey hasta que muere, o hasta que la krisatora lo depone. Nunca he oído hablar de un acto de deposición. Y aunque lo hubiera habido, podemos afirmar que fue realizado bajo imposición, y que en consecuencia no es válido. Yakoub es nuestro rey.

Biznaga agitó violentamente la cabeza.

—Pero Shandor ocupa la sede del gobierno. Shandor es reconocido por el Imperio como la cabeza visible del pueblo rom. ¿Qué medios legales tenemos para desplazarle ahora?

Empezaron a hablar de nuevo todos a la vez. Esta vez fui yo quien alzó la mano reclamando silencio.

—Tengo un plan —dije —. Yo os traje todo este lío cuando decidí abandonar el trono. Y ahora tengo intención de arreglarlo. Por mis propios medios.

—¿Cómo? —quiso saber Valerian.

—Yendo a Galgala. Solo, sin ningún tipo de escolta. En persona, no un doble. Y caminando por mi propio pie hasta el palacio del rey para decirle a mi hijo Shandor que tiene que sacar su sucio culo del trono antes de cinco minutos, o de lo contrario…

—¿Ése es tu plan? —preguntó Valerian, asombrado.

—Ése es mi plan, sí.

—¿Ir a Galgala? —dijo Jacinto —. ¿Presentarte delante de Shandor, solo, y lanzarle un ultimátum?

—Sí —dije —. Absolutamente.

Les vi mirarse de nuevo unos a otros. Las bocas abiertas, los ojos abiertos. Una incredulidad general. Sus rostros diciendo que sabían ahora, más allá de toda duda, que me había vuelto loco.

—¿Y qué ocurrirá luego? —quiso saber Valerian —. ¿Sonreirá educadamente y dirá: Por supuesto, papá, inmediatamente, papá, y se levantará y se marchará? ¿Es eso lo que esperas, Yakoub?

—No será tan sencillo.

—Creo que más bien será muy sencillo —dijo Valerian —. Harás tu discurso, y cuando él se recobre de su sorpresa te agarrará y te arrojará a una mazmorra a quince kilómetros de profundidad. O hará algo aún peor.

—¿A su propio padre? —preguntó Ammagante.

—Estamos hablando de Shandor. Es un animal, una bestia salvaje. ¿Recordáis lo que hizo aquella vez en Djebel Abdullah, cuando falló el impulsor estelar de su nave y se agotó la comida? ¿Es eso un hombre civilizado? ¿Es un hijo en quien se puede confiar? ¿Autorizar la utilización de los cuerpos de sus propios pasajeros para alimentarse, por el amor de Dios?

—Valerian…

—No —dijo, furioso —. ¿Quieres que finja que nunca ocurrió? ¡Ese Shandor es nuestro rey! ¡Es el hombre a cuyo sentido de la tradición, cuya piedad, cuya benevolencia, pretendes apelar! ¿Cómo crees que fueron muertos primero esos pasajeros? ¿Y qué crees que te hará a ti, Yakoub, si te pones al alcance de su mano?

—No me hará ningún daño —dije.

—Es una locura. Una absoluta locura.

—Puede intentar encarcelarme, sí. Pero no creo que se atreva a hacerme ningún daño. Ni siquiera Shandor haría eso. Pero si me encarcela, perderá todo apoyo que pudiera tener entre nuestro pueblo. Puedo permanecer un cierto tiempo en una mazmorra. A mi edad, aprendes muy bien a jugar al juego de la espera.

—¡Pero esto es una locura, Yakoub! —dijo Valerian —. ¿Por qué no envías un doble, al menos?

—¿Crees que con eso podría engañarle? Lo primero que hará será comprobar si soy real.

—Y cuando descubra que lo eres…

—Estoy dispuesto a correr el riesgo.

—¿Y si te mata? ¿Qué haremos nosotros sin ti?

—No lo hará. Pero si lo hace, me convertiré en un mártir. Un símbolo. El instrumento de su caída.

—¿Y quién será rey, entonces?

—¿Crees que soy el único hombre que puede ser Rey de los Roms? —exclamé —. Jesu Cretchuno, ¿acaso soy inmortal? Algún día necesitaréis otro rey. Si ese día es más pronto que más tarde, ¿qué importa? Shandor ha de ser derribado. No importa lo que cueste. Yo hice posible que se apoderara del trono, por el Diablo, hice posible que naciera, y soy quien debe quitarlo del lugar donde se ha aposentado. Lo haré yendo a Galgala. Solo.

—Es muy imprudente —murmuró Jacinto.

—Si con ello se evita una guerra entre roms y roms… —aventuró Thivt.

—No. Estoy con Valerian —dijo Polarca —. No podemos permitirnos perderte, Yakoub. Tiene que haber alguna forma menos arriesgada de echar a Shandor a un lado. Proclamar la abdicación nula y sin efecto, ídem para la elección de Shandor, establecer un gobierno legítimo aquí en Xamur, recordar a los roms de todas partes que su lealtad es hacia Yakoub…

—No —dije —. No tengo intención de reconocer la usurpación de Shandor hasta el punto de establecer un gobierno rival. Nuestra capital está en Galgala. Iré a Galgala.

—Dios nos ayude a todos —murmuró Valerian.

Luego empezaron a chillar todos juntos de nuevo, y en un abrir y cerrar de ojos la reunión se vio reducida a la histeria más absoluta. Intenté apaciguarles y no lo conseguí. Cuando un rey no puede conseguir la atención de sus propios consejeros, hay auténticos problemas en la mancomunidad. Les observé gritar y discutir por un tiempo, y yo también grité y discutí un poco, y nada de aquello sirvió para nada. Así que simplemente me alejé de ellos. Rodeé el cráter hasta el otro lado y trepé un par de círculos y me senté de espaldas a ellos, escuchando las voces y gritos de mis mejores y más leales amigos.

Al cabo de un rayo oí el sonido de alguien subiendo a mis espaldas. No miré. Estaba completamente seguro de quién era, porque incluso de espaldas capté aquella naturaleza ligeramente extraña en su presencia.

Thivt.

Aguardé, sin decir nada. Sintiendo su espíritu alienígena acercarse más y más a mí.

Ya saben que nunca hemos decidido de una forma satisfactoria si existen o no otras razas inteligentes en la galaxia. Ciertamente, tienen que haber existido algunas, en un momento determinado…, la antigua fortaleza de Megalo Kastro es sólo uno de cierto número de indicaciones de ello. Pero no hemos podido hallar ninguna cultura alienígena viva. Las únicas especies inteligentes que conocemos aparte nosotros son los gaje, dos razas humanas básicamente idénticas que evolucionaron en mundos distintos a miles de años luz de distancia. A medida que nuestra cada vez más amplia expansión nos lleva hacia fuera en la galaxia, nos encontramos con un elevado número de interesantes y complejas criaturas, pero ninguna poseedora de los rasgos que calificamos como inteligencia. Puede que ustedes deseen contar cosas tales como el mar viviente de Megalo Kastro como una forma de vida inteligente, pero eso no es inteligencia como nosotros la comprendemos.

(La presencia de dos razas humanas separadas pero idénticas a tantos años luz de distancia es un rompecabezas distinto pero relacionado. Un cierto número de grandes pensadores entre los rones dicen que es improbable estadísticamente y con toda seguridad biológicamente imposible que dos especies evolucionen independientemente en dos mundos distintos con virtualmente la misma forma. Sospechan que roms y gaje tienen que haber poseído un antepasado común en algún otro mundo completamente distinto, muy lejano. Que todos somos descendientes de colonos que fueron dejados atrás en tiempos prehistóricos. En cuanto a las diferencias que existen entre las dos razas —la habilidad rom de espectrar, digamos, y la habilidad relacionada con ella de propulsar astronaves en modo de salto—, pueden explicarse como mutaciones que se infiltraron en nuestra rama de la humanidad durante nuestros miles de años de existencia separada en la Estrella Romani. Todo eso son especulaciones roms, recuerden. No existen especulaciones gaje sobre este tema. Los gaje, por supuesto, no tienen ningún indicio de nuestro origen alienígena. Si lo hubieran tenido alguna vez, probablemente nos hubieran linchado a todos hace ya mucho tiempo, allá en la Tierra, durante los años de persecución. Ya fue bastante duro para ellos soportar nuestra forma errante de vivir y nuestro desdén por sus leyes. Saber que éramos bichos de otro planeta hubiera desatado con toda seguridad algún tipo de gigantesco pogrom, una santa cruzada contra las abominables cosas malignas llegadas de las estrellas. Quizá aún pudieran hacerlo.)

Thivt, de todos modos…, estoy convencido de que es algo distinto. Ni rom ni gaje, creo. Pero dudo que llegue a saber alguna vez la verdad; porque Thivt es mi amigo y mi primo, y la cortesía me impide pedirle que me cuente si es o no humano.

Se detuvo a mi lado, lanzando oleadas de peculiaridad. Apoyó ligeramente su mano en mi brazo. Sentí el calor fluir de él, la ternura, la simpatía. Eso era lo más extraño en él: la forma en que podía tocar tu mente, la forma en que podía conseguir una especie de comunión contigo.

—Yakoub —dijo.

—Escúchales, Thivt. Chillando como pollos en el corral.

—Pronto se apaciguarán.

—Todos están en contra de mi plan, ¿verdad?

—¿Es eso tan importante para ti?

—Si ellos creen que me he vuelto loco, lo es. Necesito su apoyo si las cosas no me van bien en Galgala, y dudo que lo vayan. ¿Cómo puedo pedirles que vengan aquí y arriesguen sus vidas por mí, si piensan que he puesto deliberadamente mi cuello en peligro contra todos sus consejos?

—Harán todo lo que tú les pidas que hagan, Yakoub.

—No lo sé. —Estaba dudando. Frente a una oposición tan concertada, empezaba a creer que debía abandonar mi idea. Quizá sí estuviera loco. Tal vez estuviera imponiendo un riesgo innecesario no sólo a mí sino a todo el mundo.

—No son estúpidos —dije —. Si ellos creen que no debería ir, entonces quizá…

Los dedos de Thivt seguían apretando ligeramente mi brazo. Sentí el amor fluir de él a mí, la preocupación, el apoyo.

—Sigue tu propio juicio, Yakoub. Nunca te ha traicionado. Si crees que lo que hay que hacer es acudir a ver a Shandor, entonces debes ir a ver a Shandor. Tú eres el rey. Tú prevalecerás.

Me volví hacia él.

—¿Lo crees así, Thivt?

Sus oscuros y solemnes ojos estaban muy cerca de los míos. En aquel momento me pareció más misterioso que nunca. Me pregunté qué se ocultaba detrás de aquella serena frente, qué tipo de cerebro, que circunvoluciones y canales alienígenas. Estaba enviándome aliento. Estaba enviándome fuerza. Fuera lo que fuese, perteneciera a la especie que perteneciese antes de adoptar la forma humana, era mi amigo. Era mi primo.

—Creo que sí, sí —dijo. Y lo dijo en romani.

—De acuerdo. Que así sea, pues.

Caminé de vuelta rodeando el cráter hacia los demás. Cuando llegué a su lado, todos habían callado y me miraban.

—No vas a hacerlo, ¿verdad? —dijo Polarca.

—Ya he tomado mi decisión.

—¡Somételo al menos a la phuri da¡! —exclamó Valerian —. ¡Por el amor de Dios, Yakoub, deja que ella decida!

—¡La phuri dai! —insistió Polarca —. La phuri dai.

De nuevo se volvieron hacia Bibi Savina y se apiñaron a su alrededor. Seguían aún contra mí, todos menos Thivt. Realmente pensaban que me había vuelto loco.

—De acuerdo —dije, empezando a sentir la furia que crecía en mi interior —. Escuchemos a la phuri dai. Dinos, Bibi Savina. ¿Qué debo hacer?

Había una fantasmagórica luz en los ojos de Bibi Savina, y su arrugado y apergaminado cuerpo parecía arder con una llama interior. Por un momento parecía erguirse erecta de nuevo, y de ella emanó una especie de belleza que brilló mucho más que la de la magnífica Syluise.

—Tienes que ir a Galgala, Yakoub —dijo con una voz extraña, como la de alguien que está en trance. La voz de un oráculo —. Ve a ver a Shandor y dile que él no es el rey. Es la única forma. Eso es lo que debes hacer.

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