Dos: LA ÚNICA PALABRA

Yo estaba con Loiza la Vakako cuando un mensajero vino hasta él y le dijo que un cierto rom loco de su familia, mientras estaba borracho, había desafiado a cinco gajes a que le siguieran a través de un paso de montaña que no era mucha más ancho que la hoja de una espada. Los seis se habían despeñado y habían muerto, pero el rom había sido el último en caer, y aquellos que habían observado toda la escena lo habían alabado extravagantemente por su valor.

Loiza la Vakako se echó a reír.

—A veces el valor ante la muerte es cobardía ante la vida —dijo. Y nunca volvió a mencionar al hombre.

1

Uno o dos días después de la partida de Chorian, decidí sacudirme un poco las telarañas y trasladarme a alguna otra parte del territorio. No era que estuviera intentando ocultarme de más visitantes, ahora que sabía que podían hallarme. Nunca estaría perdido para aquellos que sabían cómo buscar. Pero había vivido ya bastante tiempo en aquel lugar. Hay algo en el alma rom que no nos permite vivir durante mucho tiempo en el mismo lugar.

En los viejos días, cuando existía la Tierra, la mayoría de nosotros éramos nómadas. Vagabundos. Vivíamos en caravanas y vagábamos por donde nos placía. Por la noche dormíamos bajo las estrellas a menos que el tiempo fuera malo. En invierno juntábamos los carromatos y nos asentábamos temporalmente para pasar la estación; pero, tan pronto como llegaba la primavera, salíamos de nuevo. En al menos una docena de idiomas de la Tierra la palabra «gitano» terminó significando «vagabundo».

Los poetas decían cosas como: «Al mar debo volver, para llevar la vida errante de los gitanos» Lo cual, debo señalar, es una tontería, por supuesto, con el debido respeto a los literatos. Un auténtico gitano antes matará a su caballo para hacer salchichas con su carne que ir al mar. El mar, el mar, el hediondo mar con su olor a pescado, nunca ha sido un lugar donde puedas encontrar a un gitano. Vivir junto a la orilla, sí, esto está bien. Buena brisa, espléndidas comidas. ¿Pero dejarse acunar por las olas? No, nunca. Mejor los más amplios mares del espacio, tranquilos y…, bien, pueden captar una idea general de lo que esos viejos, desencaminados pero bienintencionados poetas estaban intentando decir. Al menos pensaban en nosotros.

Por alguna razón, nuestro nomadismo era tremendamente irritante para los gaje. Todo lo que no pueden controlar hace que les hormiguee el cráneo por dentro. A veces intentaban dictar leyes que exigían que nos aposentáramos en algún lugar. ¡Ja! ¿Qué bien podía hacernos eso? Acostumbrábamos a decir que hacer vivir a un gitano en un lugar fijo era como uncir un león a un arado. Verte atado toda tu vida a las mismas cuatro paredes y techo, la misma pequeña extensión de terreno, la misma calle polvorienta…, bien, eso era una tortura, eso era esclavitud. Nosotros estábamos hechos para vagabundear.

Bien, las cosas cambian, más o menos; pero cuanto más cambian las cosas, más siguen siendo lo mismo. (No puedo atribuirme el mérito de esta frase. Es sabiduría gaje, pronunciada por uno de sus sabios hace mil años. No se sorprendan tanto. Incluso los gaje tienen sus momentos de sabiduría) Ya no hay leones, y tampoco hay arados, y los gitanos dejaron de vivir en caravanas hace ya mucho tiempo. Pero seguimos teniendo problemas con la idea de vernos atados. Podemos vivir en casas durante un tiempo, pero sólo durante un tiempo. Más pronto o más tarde nos vamos a otra parte. Y cuando nos vamos a otra parte no es de un pequeño país a otro, en el mismo continente del mismo pequeño planeta. Es para dar grandes saltos a través de miles de años luz.

(Hoy no habría un Imperio de no ser por nosotros. Los gaje no pueden negarlo. Puede que ellos construyeran las astronaves, pero fuimos nosotros quienes las pilotamos hasta los más recónditos rincones del espacio. Y todo porque somos un pueblo inquieto; y todo porque no podemos llamar hogar a ningún lugar, excepto nuestro auténtico hogar que nos fue tan cruelmente arrebatado hace diez mil años. Otros lugares no son el hogar. Sólo un refugio. Un sitio donde aguardar)

Bien. Era el día del traslado. Unas nubes verdeazuladas recorrían el cielo limón. El aire era claro y triplemente frío. Ni siquiera había espectros merodeando por los alrededores. Un buen día para emprender el camino, Yakoub Roto. Adelante, antes de que el viejo Demonio cuelgue su peso en su corazón y te empuje hacia abajo. El viejo Demonio, el taimado, o Beng, sí. Puede que también sea mi primo, pero no voy a invitarle a cenar.

Vacié la burbuja de hielo donde había vivido durante el último año o así y reuní todas mis cosas y las empaqueté en mi pequeño y elegante sobrebolsillo de cien metros cúbicos, y cuando tiré del cordón de cierre envié noventa y nueve coma noventa y nueve de esos metros cúbicos del contenido del sobrebolsillo a una cómoda dimensión de almacenaje en el continuo adyacente. Lo que quedó tenía una masa insignificante y ningún peso en absoluto. Lo até a mi manga con un cordón y lo dejé colgar balanceándose libremente a mi lado mientras emprendía el camino hacia mi nueva casa.

Estaba al otro lado del glaciar Gombo y aproximadamente a un centenar de kilómetros al norte. Un agradable paseo. Me puse a cantar para mí mismo, en romani, durante todo el camino, sin preocuparme demasiado de que lo que decía tuviera sentido, porque, ¿quién estaba escuchando? Y cuando los dedos de los pies me empezaron a gruñir me detuve y eché la cabeza hacia atrás y grité mi nombre al viento y me agarré los testículos y agité los brazos y alcé las rodillas hasta mi barbilla y volví a bajar las piernas dando una fuerte patada y giré sobre mí mismo como un maníaco, bailando una de las antiguas danzas. ¡Hoy! ¡Hootchka pootchka hoya zim! Y luego seguí andando, riendo, con el sudor resbalando por la enmarañada jungla negra de mi pelo y vientre. ¡Hoy! ¡Yakoub de los roms está de nuevo en camino!

Empezó a nevar una hora después de mi partida. El cielo se volvió blanco y el horizonte desapareció, y ya no hubo más puntos de referencia para orientarme. A partir de entonces la nieve azotó mi rostro durante todo el camino. La bebí y la escupí. Incluso en la blancura y la uniformidad mantuve mi rumbo. Hacía mucho tiempo, en un planeta llamado Trinigalee Chase, del que aparte esto no me gustaría volver a hablar, me enseñaron un truco para mantener el rumbo sin ningún instrumento excepto el que tenemos entre las orejas, y que ahora me hizo un buen servicio. Esto es lo único que recuerdo de Trinigalee Chase que me alegro de no haber olvidado.

Vayas donde vayas en Mulano, el paisaje es siempre el mismo: hielo, nieve, hielo, nieve. El planeta no posee inclinación con respecto al plano de la eclíptica, así que no existe un auténtico cambio de estaciones, y aunque tiene dos caprichosos soles que le proporcionan grandes cantidades de vívida luz, está demasiado lejos de ellos para recibir un auténtico calor. Así que ambos hemisferios de Mulano están sumidos todo el tiempo en el invierno. No había tenido ningún día sin nieve desde mi llegada.

Pero eso no me preocupaba. Había pasado buena parte de mi vida en mundos tropicales. Generalmente hablando, los planetas donde había decidido asentarse la humanidad eran planetas en los que el clima era benigno; quizá un poco fríos en torno a los polos en algunos, pero normalmente agradables en todo el resto durante todo el año. Suaves y translúcidas olas, playas de arena fina, verdes frondas agitándose en la suave brisa: ése era el mundo básico gaje. Si habían colonizado algunos menos hospitalarios —Megalo Kastro, digamos, o Alta Hanualanna— era debido a que poseían materias primas que eran demasiado valiosas para pasarlas por alto. Aparte esto, considerando los muchos millones de planetas que existen sólo en nuestra galaxia, los gaje no ven demasiadas razones para instalarse en los menos acogedores. No puedo decir que les culpe por ello.

La única excepción a eso es el mundo de donde salieron todos, la Tierra. Por supuesto, ellos no colonizaron la Tierra, simplemente evolucionaron en ella. Y se marcharon de ella tan rápido como pudieron. Como hubiera hecho cualquier ser con una cierta sensibilidad. ¡Ah, el clima de la Tierra! Una cosa infernal y caprichosa, ese clima. Lo sé por mis estudios y mis ocasionales y pequeños viajes espectrales. Aparte unos cuantos lugares realmente agradables, no muy aptos para grandes bloques de población, toda ella era o demasiado cálida o demasiado fría, o demasiado húmeda o demasiado seca, o demasiado desértica o demasiado lujuriante. Allá donde el clima era decente te encontrabas normalmente con terremotos o erupciones volcánicas o huracanes como parte del paquete.

(A los gaje les gusta argumentar que la diversidad natural de este tipo es lo que hace grande una raza, y quizá sea así. Pero tengo que señalar que según el relato del Swatura el clima de la Estrella Romani era absolutamente perfecto, y sin embargo nosotros conseguimos crear una civilización más bien impresionante allí, gracias)

(Por otra parte, la Estrella Romani fue golpeada por dos erupciones solares letales en un lapso de seis mil años. Supongo que siempre ganas algo y pierdes algo)

De todos modos, un clima ligeramente helado nunca me ha molestado en demasía. Y Mulano, por el hecho de hallarse fuera del control del Imperio y no ser totalmente inhabitable incluso en sus peores condiciones, era exactamente el tipo de planeta donde podía tomarme un tranquilo descanso sabático de mis tareas de gobierno. No era probable que fuera molestado por turistas o comerciantes de esclavos o buhoneros de sinapsis o tratantes de cadáveres o traficantes de agonías o agentes del censo o corredores de bolsa o vendedores de enciclopedias o prospectores o recaudadores de impuestos o cualquier otra del millón de frívolas distracciones de la vida del siglo XXXII. La nieve alcanzaba hasta tan profundo que incluso los arqueólogos permanecían alejados de allí. Quizá se dejaban ver algunos espectros ocasionales, pero eran de mi propia gente, así que no había ningún problema. Y yo sabía que podía vivir confortablemente en una burbuja de hielo, porque en una ocasión había pasado un par de años en Zimbalou, que es uno de los mundos nómadas roms. Las burbujas de hielo son allí un estándar de alojamiento para todo el mundo que viva al nivel de la superficie. En sus vagabundeos de un lado para otro de la galaxia, Zimbalou no se halla nunca lo bastante cerca de ningún sol como para que se fundan los hielos, y eso es bueno, porque sus principales ciudades se hallan enterradas en profundos túneles debajo del hielo, y cualquier cosa que trajera algo de calor a su superficie significaría un desastre total. Es un lugar oscuro y decepcionante, pero a su gente le encanta. Yo casi llegué a quererlo. En cualquier caso, allí aprendí el arte de construir burbujas de hielo.

Así que subí la ladera del glaciar y coroné la cima y bajé por el otro lado, y me encaminé al norte hasta que llegué al lugar escogido. Era un lugar especial en un planeta que no tiene muchos lugares especiales. Lo había encontrado y lo había señalado unos días antes de que apareciera Chorian.

Aunque básicamente Mulano no es más que un enorme, vacío, blanco y resplandeciente campo de hielo, esta parte era diferente. Tenía un rasgo sorprendente, algo realmente peculiar. ¡Dios, cómo me gusta una buena peculiaridad! Y ésta era una peculiaridad tan peculiar que incluso a diez kilómetros de distancia podía sentirla emanar hacia mí, y su fuerza era como el rugir de un tremendo órgano de tubos cuya música llenara la mitad de los cielos.

Ascendías una baja y roma colina cubierta de blanco y, bruscamente, el verdor aparecía delante de tus ojos, extendiéndose hasta tan lejos como podías ver a través de cegadores valles de nieve y colinas y ascendiendo por la ladera de un distante glaciar. Y ese verdor no era más que miles y miles de carnosos tentáculos verde mar, tan gruesos como tu brazo en la parte superior y como tu muslo en la inferior, brotando de la nieve cada pocos metros hasta una altura de cinco o diez o veinte metros y agitándose constantemente en lentas ondulaciones como gruesos cables. Había como una música voluptuosa en sus sinuosos y deslizantes movimientos. Imaginé aquellas cosas retorcientes y agitantes como si me estuvieran susurrando, diciéndome: Ven aquí, baro rom, ven aquí, ven aquí, deja que acariciemos tu hermosa barba negra. Déjanos proporcionarte alegría, baro rom.

La primera vez que vi aquella escena creí que podían ser los miembros expuestos de alguna enorme horda de extraños animales atrapados y enterrados por algún tremendo alud de nieve. Aquel día el espectro de Valerian estaba conmigo, y le dije eso, y él respondió:

—Es una excelente suposición, Yakoub. —Lo cual era su forma habitual de decirme que acababa de decir una tontería.

(Valerian nunca ha tenido tacto. Es la oveja negra de los roms, un viejo pirata del espacio. Hubo un tiempo en que fue comandante de la marina Imperial, hasta que descubrió que prefería la piratería, y ahora su cabeza está puesta a precio, aunque me sorprendería enormemente que alguien consiguiera obtenerla alguna vez. Como nación, nosotros los roms deploramos la piratería, al menos públicamente, así que deploramos a nuestro primo Valerian, pero él practica ese negocio como si fuera poesía, y hay que admirarle por ello)

—¿Has visto alguna vez antes algo parecido a esto? —le pregunté. Pero se había ido. Apreté un puño y lo agité en el lugar donde había estado unos momentos antes, resplandeciendo en el aire —. ¡Hey, Valerian! ¡Hey, éste es mi lugar, este sitio exactamente! ¡Ven a mirar!

Eso fue hace una o dos semanas. Ahora estaba de vuelta, con la intención de quedarme. Los tentáculos seguían oscilando como antes, serpenteantes como gusanos, verdes como el pesar. Los más próximos estaban lo suficientemente cerca como para que pudiera adelantar una mano y hacerles cosquillas. O hacérmelas ellos a mí. Tenían huecos y depresiones circulares, e hileras de pequeñas protuberancias de un color verde más oscuro a todo lo largo.

Descargué mi proyector Riemann, tan práctico para rechazar la materia tangible no deseada en lugares intangibles, y me preparé para excavar una nueva burbuja de hielo. Pero primero tenía que asegurarme que no me estaba construyendo el nido en el flanco de alguna montaña enterrada o algún otro accidente sepultado de la geografía local igualmente poco prometedor. Y también deseaba saber más sobre aquellos tentáculos. Así que conecté el proyector para efectuar un atento barrido, que alineó las moléculas de la geografía local de una forma conveniente y convirtió la sub-superficie en algo más o menos transparente en un radio de quinientos metros a mi alrededor. Así fue como descubrí que aquellas cosas retorcientes que parecían de caucho y brotaban de la nieve eran en realidad ramas de árboles. Las pequeñas protuberancias verdes eran sus hojas. Estaba de pie directamente encima de un enorme bosque prácticamente enterrado en la nieve hasta las copas de sus árboles.

Árboles, sí. Extraños, esbeltos, seductoramente curvados, ondulando como encantadoras bailarinas de muchos brazos misteriosamente enraizadas a sus lugares en el escenario. Quizás incluso fueran inteligentes. Supongo que no les importaba estar enterrados de aquella manera, puesto que la nieve es un espléndido aislante y la temperatura del aire era desagradablemente baja en aquella época del año. Quizás emergían de su nevada tumba sólo una vez cada cincuenta o mil años, pensé…, durante lo que tal vez pudiera considerarse verano en Mulano, si había alguna vez algo parecido a esa estación allí. O —lo más probable— vivían perpetuamente de aquella manera bajo la nieve, de la misma forma que los peces especia vivían tan felizmente en el hielo de los glaciares. Si viajas lo suficiente terminas viéndolo todo, e incluso más.

Bien, parecía que no tenía nada que temer de ellos, y rompían la monotonía. Así que gradué mi proyector al nivel de compactación y practiqué un agujero en el hielo para mí, largo y profundo, ligeramente inclinado hacia abajo justo hasta el lugar donde empezaba el bosque. Construí esta burbuja un poco más grande que la anterior, con paredes brillantes y un encantador suelo luminiscente y una amplia ventana que ocupaba casi todo un lado. Pasé medio día modelando una elegante puerta a partir de un bloque de hielo montado sobre un grueso marco de la misma útil sustancia. En su superficie interior colgué la pequeña y brillante esfera Vogon que mantendría luz y energía y un perpetuo globo de cálido y suave aire entre yo y el riguroso mundo exterior.

Luego entré y cerré la puerta, y pronuncié la palabra que activaba la esfera Vogon. Todo se volvió luminoso y alegre. ¡Hey! ¡Yakoub tiene de nuevo un techo sobre su cabeza!

Entonces me dediqué a recuperar mis posesiones de las distintas dimensiones adyacentes donde las había almacenado.

Mis tesoros. Las cosas que me arraigaban a mí mismo y me recordaban lo que había sido y lo que todavía me faltaba ser. La mullida alfombra de pelo largo, de dos Yakoubs de largo por tres de ancho, tejida en un maravilloso rojo y verde y azul y negro en la propia perdida Tierra por los cincuenta esclavos castrados de un sultán. Las tres lámparas de bronce, chatas y de grueso vientre, con los nombres de mis padres inscritos en sus costados. El collar de monedas bizantinas de oro que había pertenecido a aquella maravillosa prostituta Mona Elena, y que tenía intención de devolverle cuando la viera de nuevo. El lustroso pergamino de mi cargo, redactado por nueve amanuenses de Duud Shabeel que se habían quedado ciegos con la labor, y que hubiera debido entregar tras mi abdicación pero no lo había hecho porque no podía soportar la idea de depararme de algo tan ingenioso: bastaba con mirarlo el tiempo suficiente para tener la completa seguridad de que no ibas a morir nunca. La piedra astral, extraída de la sangrante garganta de un dragón de arena en Nabomba Zom, en cuyas profundidades la roja luz de la Estrella Romani brilla con una maravillosa calidez. La rueda de las maravillas. La vara de los misterios. El cetro rom, bareshti rovli rupui, la vara de plata del jefe, con su pomo de ocho lados con borlas rojas grabado con los cinco grandes símbolos, nijako, chjam, shion, netchaphoro, thushul: hacha, sol, luna, estrella, cruz. La estatua de la Virgen Negra Sara, nuestra santa patrona. El velo que había pertenecido a La Chunga, la bailarina gitana. El juego de herramientas de hojalatero, torcidas y desgastadas. La piel de oso raída y medio pelada, la única de su clase en el universo. Los candelabros de oro. Las cartas del Tarot. La guadaña que fue sumergida en el agua de mi baño cuando nací, para alejar a los demonios. El amuleto de los fósiles de erizos de mar. El pequeño y apreciado niglo espinoso, el puerco espín que nos trajimos con nosotros desde la Tierra a la mitad de los mundos de la galaxia, tallado en el llameante jade amarillo de Alta Hannalanna. Y más, mucho más, los tesoros de una larga vida, las acumulaciones de toda mi gran odisea.

Arreglé todas aquellas cosas en la burbuja de hielo de la forma en que me gustaba dejarlas arregladas. Luego salí y saludé a los agitantes brazos verdes que se alzaban de la nieve justo delante de mí, y grité mi nombre tres veces, y grité las palabras de poder, y agité mi miembro en el helado aire y oriné delante de mi puerta, hendiendo un cálido reguero amarillento en la nieve para señalar mi territorio. Y me eché a reír y bailé otra danza rápida, agitando brazos y piernas, ¡Hootchka pootchka hoya zim! ¡¡Yakoub! ¡Yakoub! ¡Yakoub!

Era casi como estar de nuevo en mi residencia real, en mi palacio en Calgala, donde viví mientras era Rey de los Roms y modelaba los destinos de los mundos. Encendí las lámparas y cogí el cetro y me erguí en medio de la alfombra, y de nuevo acudieron a mí, uno a uno, los jefes de los roms, diciendo: «Yo soy Frinkelo», «Yo soy Fero», «Yo soy Yakali», «Yo soy Miya», presentándome sus disputas y sus preocupaciones y sus sueños. Esté donde esté, ese lugar es mi residencia real, mi palacio. Ése es uno de los grandes secretos roms, la razón por la que podemos ser vagabundos. No se trata de que no tengamos raíces, sino de que todos los lugares son uno para nosotros y nos arraigamos allá donde estemos, porque cada lugar al que podamos llegar en nuestro errante camino es el mismo lugar: es el lugar conocido como No Estrella Romani. Y, en consecuencia, cualquier lugar puede ser nuestro hogar, puesto que ninguno de ellos es nuestro hogar.

Así que viví en el silencio y la soledad de aquel nuevo lugar al lado del extraño bosque, y fui feliz en compañía de mí mismo. El espectro de Polarca acudió a mí, y el de Valerian, y los de varios de los otros, brumosas figuras que derivaban a través del tiempo para demostrarme que aún seguían amándome. La vieja y sagaz Bibi Savina vino una o dos veces; esa lista y astuta mujer que me ha dado tantos buenos consejos durante todos estos largos años, no sólo mientras era rey sino incluso antes: porque fue ella la que se me apareció espectrando en mi infancia para decirme que sería y debería ser rey.

—Éste es el lugar —dijo ahora, y me guiñó un ojo —. Quédate aquí hasta que deje de serlo. —Era bueno ver una mujer de nuevo, aunque fuera tan vieja como Bibi Savina. Estaba encorvada y llena de arrugas, aquella Bibi Savina, y parecía tener al menos dos veces mi edad, pese a que yo era lo bastante viejo como para ser su padre. Nunca se había hecho una remodelación. Era difícil imaginar a Bibi Savina remodelada, yendo por ahí como una llamativa muchacha. ¿La hubiera deseado, si se hubiera hecho cambiar a joven y hermosa? Por supuesto, nunca he sentido nada parecido hacia Bibi Savina: ¿cómo podría ser de otro modo? Aparte todo lo demás, hubiera sido un fantástico escándalo, considerado su alto papel en el gobierno, si hubiera puesto un dedo sobre ella. No es que no me alegrara de ver a Bibi Savina, me sentía más que alegre, pero me hubiera gustado ser visitado mientras estaba en Mulano por alguien hacia quien sintiera también un poco más de pasión. Cuando vives en un iglú en medio de un campo de nieve, un par de hermosos pechos y unos muslos tersos proporcionan una maravillosa cantidad de calor y luz. (¿Consideran impropio que un hombre de mi edad hable así? Entonces simplemente aguarden. Aunque supongo que no tendrán tanta suerte como yo; si llegan a mi edad, los jugos no correrán por su cuerpo de la misma forma que corren por el mío)

Por supuesto, resulta imposible hacer el amor con un espectro, pero, como siempre digo, hay un cierto deleite en tener a una mujer hermosa por los alrededores, aunque sea intangible. Me hubiera encantado una visita de la elegante y esbelta y perpetuamente hermosa Syluise, por ejemplo, esa extraordinaria mujer que me ha obsesionado durante tantos años; pero Syluise no me visitó. Me hubiera sorprendido mucho que lo hiciera. Hubiera sido algo demasiado cariñoso por parte de ella. De todos modos, tenía mis esperanzas, como todo el mundo. Raras veces abandonaba mis pensamientos. No dejaba de recordarla de mil formas distintas. Cómo acostumbraba a meterse en una bañera llena de esos protozoos luminiscentes azules de —¿dónde era? ¿Iriarte? ¿Estrilidis?— y salir de ella como una Venus, reluciente, deslumbrante. Y yo lamía todo su cuerpo para eliminar los protozoos que habían quedado adheridos a su piel. Su sabor aún está conmigo. Oh. La muy zorra. Cómo la quería. La sigo queriendo. Cada hombre está predestinado a tener una Syluise en su vida, creo. Incluso un rey.

Los espectros llegaron; los espectros se fueron. Y a veces, cuando estaba solo, cerraba los ojos y me hallaba en Galgala, en mi corte, con nubes de oro a todo mi alrededor, o flotaba en el placentero mar de Xamur, o estaba en la capital subiendo al son de un centenar de trompetas la amplia y cristalina escalinata de la plataforma del trono del Decimoquinto emperador, que se ponía en pie para darme la bienvenida y me ofrecía una copa de vino dulce con sus propias manos. Yo, Yakoub, nacido esclavo y vendido tres veces, ¡y ahí estaba el emperador, y Sunteil a su lado, y los lores Naria y Periandros no muy lejos, dándome la bienvenida! Dulces sueños, auténticos sueños, felices sueños de una vida sin nada que lamentar. Y me dije a mí mismo que podía seguir con aquello un centenar de años más, mil años, viviendo al brillante resplandor de mis recuerdos y completamente satisfecho.

2

Más adelante, Syluise vino a verme después de todo. O su espectro, mejor dicho. No puedo decir que llegó justo cuando ya había perdido las esperanzas, porque nunca había tenido ninguna esperanza de verla, sólo calenturientas fantasías que sabía de antemano que eran infundadas. Y de pronto, ahí estaba, Syluise la dorada, Syluise la gloriosa, flotando en el aire justo delante de mí.

—No me has echado en falta, ¿verdad? —dijo. Querida Syluise. Siempre abriendo con una estocada.

—No he pensado en nadie más que en ti durante todo este tiempo —respondí. Con voz a la vez romántica y sarcástica. ¿Cuál era la verdad? ¿Cómo podía saberlo?

Torbellineantes ondas de esplendor electromagnético la rodeaban como una aurora, arrojando un halo esmeralda, escarlata, violeta, dorado. Su aspecto era impresionante en su interior. Nunca la he visto con un aspecto que no fuera impresionante, no importaba la estación, la hora del día, el clima geofísico o emocional. Esa es su especialidad: una belleza tan intensa que es irreal. Es como su propia estatua.

—Ha pasado mucho tiempo, ¿no crees, Syluise?

—He estado viajando.

—Polarca me dijo que te vio en Atlantis.

—¿De veras? Tiene buena vista. Te busqué allí, pero no estabas.

—No espectro mucho estos días —dije.

—No. Te entierras en la nieve y contienes la respiración hasta que tu rostro se pone azul. ¿No es eso lo que estás haciendo, Yakoub?

Apenas podía soportar el contemplarla, tan hermosa era. Una belleza extraña, en absoluto rom, cascadas de brillante pelo dorado, ojos azul intenso, largas y esbeltas piernas. Es rom, lo sé, pero hace mucho tiempo que se hizo cambiar a aquella forma gaje. Que nunca altera: hace ochenta años que la conozco, y no ha envejecido ni un solo día. Es su propia estatua, sí.

Pero hay más en ella que su resplandeciente belleza. Se comporta como una auténtica mujer ante los hombres, como una gran cortesana; y Dios sabe que interpreta de forma magnífica su papel. Pero todo es un juego para ella, esas tempestuosas pasiones. Algo más arde dentro de ella, algo indescifrable, intocable, alguna ambición más profunda que hacer que los hombres se arrodillen ante su belleza. La belleza es sintética, después de todo. Puede que fuera baja y tosca y fea, con ojos vacuos y cintura gruesa y tez cenicienta, antes de hacerse remodelar como una diosa. Por todo lo que sabía, igual pudo ser un hombre, antes de la remodelación.

—He renunciado al reino —dije.

—Sí, lo sé. Abdicaste. Pero, ¿por qué pasar tu retiro en un lugar como éste?

—Porque había cosas sobre las que necesitaba pensar. Éste es un buen lugar para pensar.

—¿Lo es?

—Mi mente trabaja bien en clima frío. Y un ambiente austero como éste me permite limitarme a lo esencial.

Lo esencial. Deseaba avanzar hacia ella y abrazarla fuertemente contra mí. Esos pechos, esos labios. Eso era lo esencial. Su perfume llenando el aire. Los espectros de Mulano se habían arracimado a su alrededor, desconcertadas por la energía que emanaba de ella. Mi garganta estaba seca y me dolían los testículos. Quizás hubiera sido mejor que ella no hubiera aparecido nunca por allí. No puedes hacer el amor con un espectro, pero por supuesto puedes desearlo.

—¿A qué cosas esenciales te refieres, Yakoub?

He sobrevivido a todas mis esposas. Syluise no me tendrá. No quiero más. Hay en ella algo duro y contradictorio que me hipnotiza.

Pero quizá ya he tenido bastantes esposas para una sola vida. Probablemente no me casaría con Syluise ni aunque ella me aceptara alguna vez. Pero de todos modos se lo pido, de tanto en tanto. Y ella me rechaza siempre.

Dije:

—El futuro del reino es lo único esencial, Syluise.

—Pero eso ya no es una preocupación para ti ahora.

—Sigo siendo el rey.

—¿Lo eres? Piénsalo. Dices que has abdicado. No puedes ser rey y no ser rey al mismo tiempo.

—Me estoy tomando unas vacaciones, eso es todo.

—Oh, entonces, ¿de eso se trata? ¿De unas vacaciones?

—De tomarme un tiempo para reevaluar las cosas. Para pensar un poco en todo. Un movimiento táctico. Podría tener el trono de vuelta en un minuto, si lo pidiera. —Sonrió: un leve agitar de sus perfectos labios; un débil brillo de sus maravillosos ojos —. ¿Lo dudas? —pregunté.

—No dudo que tú lo crees.

—Pero tú no.

—Tú crees que puedes ser rey y no ser rey al mismo tiempo. Debería haberme dado cuenta de eso desde un principio. Si alguien sabe cómo funciona tu mente, ése soy yo.

—¿Qué estás intentando decir, Syluise?

—Te conocí en tiempos de Cesaro o Nano, antes de que fueras rey. Recuerdo cómo acostumbrabas a insistir que nunca aceptarías el trono ni en un millón de años, que su misma idea te disgustaba, que se lo arrojarías al rostro si alguna vez intentaban ofrecértelo. Dijiste eso una y otra vez, y luego, cuando acudieron a ti, lo agarraste tan aprisa como pudiste y no lo soltaste en cincuenta años. ¿Crees que puedo tomarme en serio nada de lo que digas, Yakoub? Eres el único hombre que conozco que puede mantener seis ideas contradictorias a la vez y sentirse perfectamente cómodo con ellas.

—Yo no quería ser rey. Rechacé el trono. Una y otra vez, hasta que vi que tenía que ser rey, que no había otra opción. Y entonces terminé aceptando.

—¿Y la abdicación? ¿Por qué lo hiciste?

Su voz se suavizó de pronto de una forma sorprendente. Por un momento ya no estaba sólo peleando conmigo. Parecía realmente preocupada. Me sentí derretir en el amor. Como un niño, como un Chorian. Como un papanatas.

—¿Realmente quieres saberlo? —pregunté.

Se me acercó más. La aurora a su alrededor murió, y descendió hasta situarse casi al nivel del suelo y casi a mi alcance. Sólo un beso, pensé. Esos rosados pezones endureciéndose contra mis palmas.

—Quiero saberlo, sí. —Su voz seguía siendo suave.

—Un movimiento táctico —dije.

En mi mente ardía el recuerdo de aquellos últimos días antes de que me presentara ante el gran kris para abdicar. Aquella época de desesperación y trastorno en mi alma, cuando, mirara hacia donde mirara, sólo veía caos y descomposición. Los hombres y mujeres jóvenes emperifollándose para parecer gaje, los matrimonios mixtos, los pilotos estelares efectuando pequeños desvíos para dedicarse a sus pequeñas operaciones de contrabando, y todo lo demás: la decadencia final de una antigua y gran raza, o al menos eso me parecía a mí. Había intentado decirme a mí mismo que exageraba, que me estaba volviendo quisquilloso y conservador con la edad. Pero al final todo había estallado dentro de mí, de una forma repentina e incontrolable: una sensación de que todo estaba haciéndose pedazos y de que había que tomar alguna medida desesperada. Fue entonces cuando reuní a la krisatora y les dije que abdicaba; y aunque viva diez mil años nunca olvidaré las expresiones de absoluta sorpresa y desconcierto en sus rostros cuando les di la noticia.

Ella frunció el ceño. Como una nube cruzando el rostro del sol. —¿Un movimiento táctico? —dijo —. No comprendo.

Inspiré profundamente. Nunca había hablado explícitamente acerca de aquello antes, no con Polarca, no con nadie. Pero nunca había sido capaz de ocultarle nada a Syluise.

—Tenía la impresión de que las cosas estaban yendo mal en el Reino, que habíamos perdido nuestro rumbo, que habíamos olvidado nuestra finalidad. Necesitaba impresionar a la gente. Hacer que reaccionara. A fin de volver a situar el Reino de nuevo en su rumbo.

—¿Su rumbo?

—Me refiero a la Estrella Romani —dije.

—¡Oh, Yakoub!

Sonó triste y cariñosa y condescendiente a la vez. Pero más condescendiente que ninguna otra cosa.

—¿Dónde están los roms de la Estrella Romani? —pregunté —. ¿Queremos nuestro auténtico mundo de nuevo, o estamos dispuestos a vivir para siempre en el exilio? ¿Hemos pensado alguna vez en estas cosas últimamente? El único Lugar Auténtico, Syluise: ¿no significa eso nada para ti?

Su aurora llameó de nuevo. Ya no pude ver su rostro.

—Un pueblo gordo, complaciente, rico y asentado: ¿es eso lo que somos, Syluise? ¿Pilotando nuestras naves, sirviendo a los gaje, bien arropados en el imperio? No. No. Si perdemos de vista lo que realmente importa, nos perdemos de vista a nosotros mismos. Nos convertimos en algo no mejor que los gaje. ¿Es eso lo que quieres, Syluise? Quizá sí. Tu hermoso pelo gaje. Su estrecha cintura gaje. —Sentí que la rabia ascendía bruscamente dentro de mí, ascendía y ascendía —. ¿No lo comprendes? Vi a mi propio pueblo perder su rumbo. Y yo, su rey, presidiendo toda la catástrofe.

Un violento soplo de viento cruzó la llanura de hielo, alzando remolinos de nieve y arrojándolos contra nosotros. Los duros torbellinos blancos cruzaron a través de su cuerpo sin que ella pareciera darse cuenta.

—¿Y abdicar, Yakoub? —dijo suavemente —. ¿Cómo va a mejorar eso las cosas?

—Me necesitan —dije —. Ya han enviado un mensajero a pedirme que vuelva. Vendrán más. Me suplicarán. Me pedirán que imponga mis condiciones. Entonces se las diré. Y no tendrán elección. Seré rey de nuevo, Syluise. Pero esta vez ellos tendrán que seguirme allá donde les conduzca. Y donde les conduciré será a la Estrella Romani.

—Oh, Yakoub —dijo de nuevo. Su aurora se hizo tan densa como el núcleo de un sol. Ya no podía verla, pero sí oírla. ¿Estaba llorando, dentro de aquella cegadora luminosidad de energía?

No. Aquel sonido era una risa.

¡Syluise! La maldita zorra sin corazón. La fuerza del odio que sentí en aquel momento hacia ella hubiera podido conducir una flota de astronaves desde un extremo al otro de la galaxia.

3

A veces, cuando estaba a solas, podía sentir la presencia de los reyes gitanos de todos los siglos pasados apiñándose dentro de mi alma. Sentía muy cerca a Chavula, aquel pequeño y decidido hombre que había obligado a los gaje a aceptarnos a bordo de sus naves. Y a Ilika, con su llameante barba roja, el que nos mostró cómo se daba el salto, la rápida conversión de la fuerza mental de los roms en la energía necesaria para atravesar los años luz. Claude Varna el gran explorador, el descubridor de mundos. Tavelara, Markko, Mateo, Pavlo Gitano, todos agitándose dentro de mí, compartiendo conmigo su espíritu, animándome a seguir adelante. Y había otros reyes también, figuras oscuras sin nombres ni rostros, los reyes de tiempos inmemoriales, reyes del mundo antiguo, los toscos reyes de los caminos de la Tierra; e incluso otros reyes más antiguos, reyes de la Atlantis gitana, reyes incluso de la Estrella Romani. El día en que me convertí en el más alto baro rom todos habían entrado dentro de mí, y aún merodeaban conmigo y los sentía en mi interior. Y les estaba agradecido.

¿Y quiénes eran ésos, esos otros que acechaban entre las brumas? Era incapaz de verlos pero sí podía sentirlos, misteriosos, desconocidos. Tenía una idea de quiénes eran. Eran reyes aún por venir, sucesores de Yakoub, los reyes del futuro aún no nacido, agitándose en mi alma. Sabía que yo iba a tener que morir a fin de poder liberarles para que vivieran sus destinos, y sentía un cierto dolor al saberlo; pero tendría que ser así. Eso era lo correcto. ¡Dadme la oportunidad de vivir mi destino, todos vosotros, reyes por venir, y luego podréis tener el vuestro!

Syluise se había reído de mí. Bien, dejemos que ría. Sabía por qué me había sido concedido el reino y tenía intención de realizar aquello para lo que había sido elegido. Me habían elegido porque la visión era más fuerte en mí que en cualquier otro; y aunque todos los demás hubieran perdido la visión ahora, yo no. Sólo pedía una cosa, que se me permitiera vivir el tiempo suficiente. Eso era todo lo que pedía. Una cosa que siempre había temido era que pudiera morir sin haber devuelto la Estrella Romani a mi pueblo. ¿Pero qué importaba, se preguntarán ustedes, si yo moría antes de tiempo? Estaría muerto: ¿qué me importaría ya a mí todo lo demás?

Si se preguntan ustedes eso, es que no comprenden nada.

El poder de alcanzar lo que debía ser alcanzado estaba en mí. Si disponía del poder y fracasaba en hacer uso de él, eso sería indigno. Mi pueblo me maldeciría por siempre. Si hay una vida después de esta vida, me asfixiaría bajo el peso de su desprecio. Y si no…, bien, no importa. Debo vivir como si todos los roms aún por nacer me estuvieran contemplando. Como si cada día tuviera que sufrir el implacable examen de su escrutinio.

4

Puede que piensen ustedes que después de todas estas visitas tuve la ocasión de gozar de una cierta intimidad. Pero no pasó mucho tiempo antes de que volviera a tener compañía.

Esta siguiente visita fue más bien desconcertante, porque se trató del Duc de Gramont. O de su doble. No estaba seguro de cuál, y de ahí el desconcierto. Y la inquietud.

Julien de Gramont es un viejo amigo qué ha conseguido trazar una línea muy clara entre las esferas sobrepuestas de autoridad del Reino Rom y del Imperio. Eso es una medida de la habilidad de Julien. Como profesión, Julien ha afirmado siempre ser el pretendiente del trono de la antigua Francia, uno de los más importantes países de la Tierra allá por el año 1600. Francia se libró de sus reyes hace ya mucho tiempo, pero eso no importa; no puedo ver que pueda causar ningún daño el reclamar un trono obsoleto. Lo que no acabo de comprender exactamente, aunque Julien ha intentado explicármelo siete u ocho veces, es el extremo de reclamar el trono de un país en un planeta que ya no existe. Tiene algo que ver con la grandeza, dice él. Y la gloria. Esa segunda palabra la pronuncia gluar, o algo así. El francés es una lengua muy extraña.

(Sólo de pasada quiero señalar, puesto que no es probable que se les ocurra por ustedes mismos la idea, que la amada Francia del Duc de Gramont era un lugar no mayor de lo que sería una plantación de tamaño medio en un mundo de tamaño medio como Galgala o Xamur. De todos modos, Francia había tenido sus propios reyes, y su propio idioma, y leyes, y literatura, e historia, y todo lo demás. Y de hecho fue un lugar muy importante, en su tiempo. Lo sé porque estuve allí una vez, de hecho, exactamente en la época en que se libraron de sus reyes. Un aspecto extraño y en cierto modo curioso de los gaje de la Tierra es que consideraron necesario dividir su pequeño planeta en un centenar de pequeños países independientes. Por supuesto, esa disposición nos complicó sobremanera las cosas mientras vivimos entre ellos. Pero todo terminó hace ya mucho tiempo)

El primer par de años que viví en Mulano tuve a un doble del Duc de Gramont viviendo allí conmigo. Julien lo hizo crear para mí como un regalo de despedida cuando supo de mi abdicación, porque sabe que me encanta la cocina francesa, un campo en el que él es un experto; así que pensó que tal vez me gustaría tener mi propio chef francés mientras vivía en mi autoimpuesto exilio.

Pero generalmente los dobles sólo duran uno o dos años, o quizá un poco más en un clima frío como Mulano. Luego se desvanecen. Y no vuelven a la vida. Mi doble de Julien se desvaneció, de la forma habitual y en el momento habitual, hacía ya varios años. Cuando ahora vi lo que tomé por el doble del Duc de Gramont abrirse camino hacia mí por entre los agitantes brazos de mi bosque —deteniéndose una o dos veces para arrancar una hoja y metérsela en la boca, como para probarla y ver si valía la pena para utilizarla en alguna salsa—, no pude hallarle sentido a nada de aquello.

Alors, mon vieux! —exclamó—. Mes hommages! Comment ça va? ¡Sacrebleu, hace frío aquí!

Le lancé una mirada inexpresiva y retrocedí un poco. Comprendo a los espectros, comprendo a los dobles, pero, ¿el espectro de un doble?… No.

Dije con voz deshilachada:

—¿De dónde vienes?

—Ah, ¿ése es el mejor saludo de bienvenida que puedes ofrecerme, mon ami? —Hablándome en un tono frío, seco, profundamente ultrajado —. Me paso media horrible eternidad encerrado en la cápsula del relé para llegar a este deprimente lugar, y no muestras la menor alegría al verme, ni expresas el menor regocijo, simplemente me haces una pregunta, bruscamente, sin el menor asomo de cortesía. ¿Que de dónde vengo? ¡Quel type! ¿Dónde está el abrazo? ¿Dónde están los besos en las mejillas? —Alzó las manos y se lanzó a una loca retahíla de palabras en francés, como un robot traductor que se hubiera vuelto loco —. Joyeax Noél! Bonae Année! A quelle heure part le prochain bateau? J’ai le mal de mer! Faites venir le garçon! Par ici! ¡Le voici! ¡Il faut payer! —Y se puso a dar saltos de un lado para otro como un loco.

Al cabo de un momento se calmó, como si sus engranajes estuvieran acabando la cuerda, y se detuvo allí tristemente, contemplando congelarse su propio aliento frente a su nariz.

—¿Así que no te alegras en lo más mínimo de verme? —dijo con mucha suavidad.

Lo estudié. A veces los dobles parecen un poco transparentes en los bordes. Éste no. Éste no parecía un doble en absoluto. Tenía los rápidos y penetrantes ojos de Julien, los elegantes movimientos de Julien. Su pequeño bigotito oscuro y su pequeña barba puntiaguda estaban cuidadosamente recortados al milímetro, sin ningún pelo torcido, exactamente igual a como los llevaba siempre Julien. Los dobles pierden rápidamente estos detalles. La degradación entrópica se instala en ellos, y su definición empieza a fallar.

—Entonces, ¿eres realmente tú?

Oui —dijo —. Soy realmente yo.

—¿El auténtico Julien?

—¡Sacrebleu! ¡Nom d’un chien! ¡Auténtico, auténtico, auténtico! ¿Qué pasa contigo, cher ami? ¿Dónde ha ido a parar tu cerebro? ¿Acaso este terrible frío…

—El doble que me diste —indiqué —. Me resultaba imposible imaginar cómo un doble podía volver después de todo este tiempo.

—¡Ah, el doble! El doble, mon vieux.

—Se desvaneció hace mucho, ¿sabes? Así que cuando lo vi de nuevo…, cuando creí verlo…

Oui. Bien sûr.

—¿Cómo podía saberlo? ¿Un doble regresando después de haberse desvanecido? Se supone que eso es imposible. ¿Alguna especie de truco? ¿Alguna forma de deslizar un asesino más allá de mi guardia? ¡Por los cuernos del diablo, hombre! ¿Qué se suponía que debía pensar?

—¿Y qué piensas ahora?

Le lancé otra larga y escrutadora mirada de cerca.

Se puso de nuevo nervioso cuando no dije nada. Agitó las manos, sacudió la cabeza de aquella manera elegante tan propia suya.

Cordieu, cher ami! Mon petit romanichel. Gitan bien-aimé. Querido Mirlifiche, estimado Cascarrot. ¡Sólo soy yo! ¡El auténtico Julien! De veras, no soy un doble. Ni un asesino. Soy simplemente tu querido Julien de Gramont. N’est-ce pas? ¿No puedes creerlo? ¿Qué dices, Rey de los Gitanos?

Sí. Por supuesto. ¿Cómo podía dudarlo? Era el genuino Julien. Ningún doble podría llegar a generar tanto calor, tanto frenesí, tanta exasperada pasión.

Me sentí embarazado.

Me sentí contrito.

Me sentí como un maldito estúpido.

Confundir a un hombre con su propio doble puede que no sea una ofensa que requiera un duelo, pero evidentemente no es ningún cumplido. Y hacérselo al pobre Julien de Gramont, con sus pretensiones reales y su excitable temperamento galo…

Bien, me disculpé de la forma más profusa, y él insistió que se trataba de un error inofensivo, y le invité a mi burbuja, y preparé una buena cafetera para él, el antiguo café rom, negro como el pecado, caliente como el infierno, dulce como el amor, y al cabo de cinco minutos todo aquello era asunto olvidado, nadie había resultado ofendido, nada había pasado. Julien había traído regalos para mí, dos sobrebolsillos llenos de ellos, y ahora procedió a extraerlos de la dimensión de almacenamiento y a apilarlos en mi suelo. ¡Querido y dulce Julien, siempre preocupado por mi confort gastronómico!

Homard en civet de vieux Bourgogne —anunció, sacando uno de esos útiles frascos que te preparan y calientan la comida con sólo apretar con el dedo el botón de puesta en marcha —. Carré d’agneau rôti au poivre vert. Fricassée de paulet au vinaigre de vin. Pommes purée. Les filets mignons de vean no citron. Todo está etiquetado, mon ami. Todo es auténticamente francés, nada de los platos grotescos de los pastores de Galgala, nada de asquerosas gachas de Kalimalea, nada de temblequeantes monstruosidades de los pantanos de Megalo Kastro. Aquí está. Aquí. ¿Te gustan los riñones? ¿Te gustan las mollejas? Fricassée de rognons et de ris de vean aux feuilles d’épinards. Hé, mon frére? Coquilles Saint-Jacques? Páté de fruits de mar en croúte? ¿Bouillabaisse marseillaise? Te he traído de todo.

—Eres demasiado bueno conmigo, Julien.

—He traído lo bastante para que puedas comer como un ser humano durante dos años, quizá tres. Es lo menos que puedo hacer por ti, en esta terrible soledad salvaje. Dos años de espléndida cocina francesa. —Me lanzó una mirada de soslayo —. ¿Cuánto tiempo más piensas seguir aquí, mon cher? ¿Dos años? ¿Tres, cuatro?

—¿Es eso lo que has venido a averiguar, viejo amigo?

El color ascendió a sus mejillas.

—Tu larga ausencia de los mundos civilizados me preocupa. Yo la lamento. Tu pueblo la lamenta. Eres un hombre importante. Yakoub.

—Entre los rom —le dije —, decimos «importante» cuando queremos decir «corpulento» ¿Lo sabías? «Un hombre importante» significa para nosotros un hombre con una enorme barriga. —Contemplé los frascos diseminados por toda la burbuja, docenas de ellos, con un número indefinido de primos suyos metidos todavía en la dimensión de almacenaje. Palmeé mí cintura, que en los últimos años se había vuelto verdaderamente regia —. Así que, ¿para qué has traído todo esto, Julien? ¿Quieres que sea más importante aún de lo que ya soy?

—Los mundos te reclaman, Yakoub. —Su fabricado acento francés desapareció de pronto; habló en el más puro imperial —. Hay un enorme caos ahí fuera, porque no hay rey. Las naves se pierden en los caminos estelares; la piratería aumenta; las disputas entre los grandes hombres quedan sin resolver. Tu pueblo tiene una gran necesidad de ti. Incluso el Imperio te necesita. ¿Te das cuenta de eso, Yakoub?

—No pretendo ofenderte, Julien. Pero desearía saber quién te dijo que vinieras aquí.

Pareció incómodo. Jugueteó con su puntiaguda barbita. Trasteó con sus frascos, jugueteó con las etiquetas. Dejé que la pregunta colgara en el aire entre los dos.

—¿Quieres decir, quién me dijo que viniera aquí? —dijo finalmente.

—No creo que sea una pregunta muy complicada, ¿verdad?

—Vine aquí porque eres echado en falta. Eres necesitado.

—No te ocultes detrás de verbos pasivos. Julien. ¿Quién me echa en falta? ¿Quién me necesita? ¿Quién ha pagado para que acudas a una estación de tránsito y vengas hasta aquí para hablar conmigo?

Al cabo de un momento dijo, hoscamente:

—Periandros.

—Ah. La gran sorpresa.

—Si lo sabías, ¿por qué lo preguntas?

—Para ver qué ibas a decir.

—¡Yakoub!

—De acuerdo. Así que te envió Periandros. ¿Significa eso que el siguiente será el hombre de Naria?

Frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Los tres lores del Imperio, eso es lo que quiero decir. El hombre de Sunteil se marchó de aquí hace poco. Ahora tú estás aquí en nombre de Periandros. Cabe suponer que el Número Tres deseará entrar también en contacto conmigo, y quizá el archimandrita también, o incluso, Dios no lo permita, el propio emperador. Si el emperador sigue aún con vida.

—El emperador sigue aún con vida —dijo Julien —. ¿Qué es eso acerca de Sunteil?

—Envió a un muchacho rom llamado Chorian.

—Conozco a Chorian. Demasiado joven, pero muy competente. Y muy astuto, como todos vosotros los roms.

—¿Lo es? ¿Lo somos?

—¿Qué es lo que preocupa a Sunteil?

—Que mi abdicación sea alguna especie de truco, y que regrese al Imperio cuando menos sea esperado, para ocasionar la mayor cantidad de problemas.

Julien irradió serenamente.

—Por supuesto que tu abdicación es alguna especie de truco. La pregunta que debe rondar por la mente de Sunteil es por qué lo has perpetrado, y qué puede hacerse para persuadirte que abandones el juego al que estás jugando. —No respondí a eso, pero él no parecía esperar tampoco ninguna respuesta. Me miró por unos instantes y luego, con sólo el más pequeño y exquisito gesto de su ceja, se volvió y empezó a dar vueltas por mi burbuja, tomando esto y aquello, manoseando mis más queridas posesiones con la delicadeza que sólo da la práctica del más experto tratante en antigüedades, que es una de las profesiones que ha practicado en su vida. Le dejé hacer. No iba a causar ningún daño. Acarició un brillante dilko de seda amarilla, un pañuelo rom que había pertenecido a alguno de la perdida y fabulosa tierra de Bulgaria, hacía quince siglos. Acarició el velo de La Chunga. Tabaleó un rápido ritmo en mi antigua pandereta, y luego posó reverentemente las manos sobre mi lavuta, mi violín gitano, que había pasado de rom a rom como todo el resto de aquellas cosas desde la época en que la Tierra aún existía.

—¿Puedo? —dijo.

—Como si estuvieras en tu casa.

Lo colocó en posición debajo de su barbilla, golpeó suavemente la caja de resonancia con las yemas de los dedos, cogió el arco. E hizo que aquel viejo violín riera, y luego que llorara, y luego lo hizo cantar. Todo ello en ocho o nueve compases. Me miró con ojos brillantes, triunfante.

—Tocas como un rom —le dije.

Se encogió modestamente de hombros.

—Halagas como un rom —respondió.

—¿Dónde aprendiste a tocar?

Hizo sonar uno o dos compases más.

—Hace años, en Sidri Akrak, había un viejo rom que se hacía llamar el Zigeuner Bícazuluí. Tocaba en la plaza del mercado fuera del Palacio del Trierarca, y Periandros envió a uno de sus falangarcas para invitarle a entrar; y durante año y medio aquel Bicazului fue el músico de la corte. Le pedí que me enseñara algunas de las viejas melodías.

—Hay veces en que tengo que recordarme a mí mismo que no eres rom, Julien.

—Hay veces en que yo tengo que hacer lo mismo —respondió.

—¿Qué le ocurrió a ese Bicazului tuyo? ¿Sabes dónde está ahora?

—Eso fue hace mucho tiempo —dijo Julien, haciendo un gesto vago —. Era muy viejo. —Volvió a dejar el violín y se dirigió a la ventana. Durante largo rato miró fuera. El sol amarillo estaba bajo en el cielo y las nubes se estaban agrupando; se preparaba una tormenta. Los tentáculos de los árboles se agitaban más lentamente de lo habitual. Al cabo de un rato dijo —: ¿Te gusta este lugar, Yakoub?

—Me parece muy hermoso, Julien. Me siento en paz aquí.

—¿De veras?

—Sí. De veras. Me siento realmente en paz aquí.

—Es un extraño lugar para ti en el otoño de tu vida, Yakoub. Esos campos de hielo, esta tempestuosa nieve…

—La paz. No olvides la paz. ¿Qué importa un poco de nieve, si tienes paz?

—¿Y esas repelentes cosas verdes? ¿Qué son? —Había desagrado en su voz —. Ces horribles tentacules. ¿Des poulpes terrestres? —Se estremeció, un movimiento preciso y elegante.

—Son árboles —dije.

¿Árboles?

—Árboles, sí.

—Entiendo. ¿Y esos árboles también te parecen hermosos?

—Este lugar es mi hogar ahora, Julien.

—Ah. Oui. Oui. Discúlpame, mon ami.

Permanecimos uno al lado del otro junto a la ventana. El sonido de los compases que había ejecutado al violín resonaba aún en mis oídos. Y también oía las últimas palabras que yo acababa de pronunciar, creando ecos y ecos y ecos. Este lugar es mi hogar, este lugar es mi hogar.

Por un momento pensé en pedirle que saliera fuera conmigo para que así pudiera mostrarle el lugar donde, en una noche clara, el fuego rojo de la Estrella Romani brillaba en el cielo. Julien, le diría, no te he dicho la verdad. Ése es mi hogar, Julien, le diría. Y luego pensé: No. No. Le quiero mucho pero nunca lo entenderá, y en cualquier caso no debo decirle nada, porque es gaje. Cierto, es gaje. Pensé de nuevo en la música que le había arrancado a mi violín; y me dije: Hay veces en que tengo que recordarme a mí mismo que no eres rom, Julien.

5

Parecía avergonzado por haber hablado tan duramente de Mulano, y al cabo de un rato preguntó si podíamos salir a dar un paseo, para que así pudiera enseñarle las bellezas del paisaje. Yo sabía que ya había tenido más que suficiente de las bellezas del paisaje cuando había cruzado el bosque desde el lugar que fuera donde le había dejado caer la cápsula del relé de tránsito; aquélla era su forma de rectificar. Pero salimos de todos modos, y le mostré los árboles desde cerca, y le señalé el gran fluir deslizante de los glaciares, y le dije los nombres que les había dado a las montañas que se alzaban como un dentado muro en el horizonte.

—Tienes razón —dijo finalmente —. En cierto modo es muy hermoso, Yakoub.

—En cierto modo, sí.

—Quiero decir de veras.

—Lo sé, Julien.

—Querido amigo. Ven: ya es hora de cenar, ¿no crees?

Volvimos dentro. Contempló durante largo rato sus frascos y seleccionó finalmente uno, y apretó el pulgar contra el botón de puesta en marcha. La superficie interior del frasco se volvió brumosa mientras se calentaba. Rebuscó en uno de sus sobrebolsillos y extrajo una botella de vino tinto, e hizo saltar el corcho con ambos pulgares.

Le déjeuner —proclamó—. Cassoulet á la maniére du Languedoc. Ha sido una tarde larga y fría, pero eso me sanará. ¿Quieres un poco de pan? —Rebuscó en el sobrebolsillo y extrajo una baguette que muy bien podía haber sido horneada en París hacía sólo tres horas. Durante unos momentos se atareó sirviendo la cena.

Luego dijo, prosiguiendo con nuestra conversación anterior como si no se hubiera producido ninguna pausa:

—No creo que Sunteil tema tu regreso. Creo que no es tu regreso lo que teme.

—Polarca tiene la misma teoría.

—¿Polarca? ¿También ha estado aquí?

—Su espectro. Todavía está. Quizá flotando al lado mismo de tu hombro mientras comemos. —Durante unos instantes di cuenta del cassoulet en silencio, ayudándolo a bajar con generosos tragos de vino, y emití un resonante eructo para demostrar mi apreciación —. Esto está realmente bueno, Julien. Si en mi próxima vida tuviera que ser un gaje, me gustaría ser un francés de Francia, y comer así tres veces al día.

—El Rey de los Gitanos me hace un gran honor con esa espléndida alabanza, Yakoub.

—El antiguo Rey de los Gitanos, Julien.

—Conservas el título hasta tu muerte, o hasta que los jueces del gran kris de desposean formalmente de él. Tu abdicación no liga al gobierno rom. Como bien sabes.

—¿Ahora eres abogado además de chef? —pregunté.

—También sabes que los asuntos sucesorios son de una profunda importancia para mí, Yakoub. Constituyen mi gran pasión, mi abrumadora obsesión.

—Creía que tu gran pasión era la comida —dije, quizá demasiado secamente —. Y tu abrumadora obsesión tenía algo que ver con las mujeres.

—No te burles de mí, Yakoub.

Esta vez le había herido realmente. Lo lamenté, y así se lo dije. Quizá tuviera sus pequeñas pretensiones. Pero era un viejo amigo, y muy querido.

Al cabo de un rato dijo:

—Nadie comprende tu abdicación. La ven como una traición a todo para lo que has estado trabajando durante una larga y honorable vida.

Supongo que hubiera podido explicárselo entonces. ¿Acaso pensaba, acaso todos ellos pensaban, que no había habido ninguna razón para mi marcha, que simplemente había arrojado mi corona por simple capricho? Admitiré aquí y ahora que había habido ocasiones en Mulano en las que me había despertado en mitad de la noche bañado en sudor, convencido de mi absoluta estupidez. Pero generalmente no pensaba que ésa fuera la situación, y evidentemente no deseaba que ellos lo pensaran, ni los grandes señores del Imperio ni aquellos que eran ahora los grandes gitanos. ¿Acaso creían que yo era tan veleidoso, tan caprichoso, tan irresponsable? ¿Yo? Habla, Yakoub; explícate, defiéndete. Éste es tu momento.

Pero la risa de Syluise resonó en mis oídos. Y también me recordé una vez más que este viejo y querido amigo mío era un gaje, y un confidente del emperador, y que además estaba directamente en la nómina de Lord Periandros, de modo que todo lo que dije fue:

—El poder mantenido durante largo tiempo se vuelve insípido, Julien. ¿Sabes lo que ocurre cuando dejas una botella de champaña demasiado tiempo abierta?

—No puedo creer que eso te haya ocurrido a ti, mon ami.

—¿Durante cuánto tiempo he sido rey? ¿Cuarenta años? ¿Cincuenta años? Más que suficientes.

—¿Así que eso es lo que piensas hacer? ¿Quedarte sentado aquí en medio de todo este hielo y toda esta nieve…, discúlpame, amigo mío, pero no puedo conseguir que me guste este lugar…, quedarte contemplando esos desagradables tentáculos verdes agitarse y serpentear como si te hicieran señas durante todo el resto de tu vida, ¿sin hacer nada más?

—¿Durante todo el resto de mi vida? Eso no lo sé. Pero esto es lo que he estado haciendo, sin embargo. Me gusta hacerlo. Esto es lo que pretendo seguir haciendo, Julien, hasta que deje de gustarme, si alguna vez llega a ocurrir. Si.

—Esto es lo que no comprendo. Un momento de aburrimiento, un acceso de mero despecho, Yakoub, y te permites arrojar a un lado todo lo que tú…

—Déjame tranquilo, Julien. Sé lo que estoy haciendo.

—¿Lo sabes?

—Sé lo que he hecho mientras era rey. ¿No es eso suficiente para ti? ¡Maldita sea, Julien, déjame en paz!

Aparté a un lado mi plato y me dirigí a la puerta de la burbuja y miré fuera, a los suavemente ondulantes brazos del bosque. Escuché mi respiración, inspirar-exhalar, inspirar-exhalar. Envié pequeños mensajes de saludo a mi hígado, mi páncreas, mi aparato digestivo. Hola, viejos amigos. Y mis órganos corporales me respondieron con pequeños y amistosos mensajes. Hola, aquí. Nos conocemos tan bien, mis órganos y yo. Me bañé en su admiración. La alta estima en que me tenían me complacía enormemente. Los entendíamos a la perfección. Si jugábamos bien nuestras cartas podíamos seguir juntos otros doscientos años. Quizás incluso más. Pensé en ello y me sentí bien. Pensé en la cena de aquella noche. Pensé en el vino. Pensé en la nieve que estaba empezando a caer en remolinos a la inversa de las agujas del reloj. En lo que no deseaba pensar era en ser de nuevo rey. Deseaba pensar en no ser rey. La presencia o la ausencia de mi poder era lo que me proporcionaba vida y vigor en estos días.

Mi mente se llenó con pensamientos lascivos que no tenían nada que ver con lo que Julien había estado diciendo. Contemplando los verdes miembros del bosque agitarse voluptuosamente, sentí extrañas agitaciones en mi interior. Podía salir allí fuera, pensé, y tenderme desnudo en medio de ellos, y entonces ellos me abrazarían como una amante. Imaginé toda aquella miríada de tentáculos acariciando mi cuerpo, deslizándose aquí y allá por todos los lugares sensibles, sabiendo exactamente lo que más me gustaba. Sorbiendo, estrujando, cosquilleando, hurgando. Oh. Ah. ¡Oh, sí, bien! ¡Muy bien! Derivé suavemente hacia profundas fantasías erotobotánicas, extrañas pero agradables delicias florales. Había una espléndida comida en mi estómago y un buen vino tinto en mi cerebro, y ahora mis ingles empezaban a cobrar vida con aquellos anhelos deliciosamente nuevos. ¡A mi edad, aún capaz de responder a algo extraño y nuevo! Prestad atención a eso, todos vosotros. Escuchad y aprended. Podéis pensar que los viejos fuegos se apagan, pero no es cierto. No. Ni siquiera en este helado mundo. En absoluto. Nunca.

Julien se detuvo a mi lado. Su voz perforó cruelmente mi ensoñación.

—¿Y tu pueblo, Yakoub? ¿Lo dejarás eternamente sin rey? ¿Permitirás que la liga de pilotos se desintegre?

La visión de las delicias tentaculares estalló como un globo pinchado. Me sentí furioso contra él por haberla roto. Hubiera debido darse cuenta. Un momento de solitaria reflexión, un sagrado interludio. Privado y sacrosanto. Y lo había destrozado sin siquiera un pensamiento. Y afirmaba ser francés.

Pero contuve mi irritación. En bien de la antigua amistad. Dije hoscamente:

—La krisatora sabe lo que tiene que hacer. Si desean otro rey, pueden declarar el cargo vacante y elegir a alguien. De otro modo, los roms pueden arreglárselas bastante bien sin un rey durante cinco años, o cincuenta, o quinientos si es necesario. Los franceses se las arreglaron sin uno, ¿no?, durante algo así como mil trescientos años.

—Y ya no hay más franceses —dijo Julien lúgubremente.

—¿Qué quieres decir?

—Ya no estamos en ninguna parte. No somos nada. Somos un recuerdo, un libro de recetas de cocina, y un difícil lenguaje que apenas nadie comprende. ¿Es eso lo que quieres para tu pueblo, Yakoub?

—Somos roms. Lo hemos sido desde antes de que hubiera franceses o ingleses o alemanes o cualquier otra de los millones de tribus de la Tierra. Seguiremos siendo roms tengamos rey en este momento o no. —Encontré mi vino y di un largo trago. Eso me calmó un poco. Era un vino espléndido, y cuando mi irritación se hubo calmado lo suficiente se lo dije. Los franceses podían ser una cultura extinta, pero alguien aún sabía cómo hacer un Burdeos decente.

Al cabo de un momento añadí:

—¿Por qué estoy en los pensamientos de Lord Periandros?

—El emperador es viejo y débil.

—Eso no es ninguna noticia, Julien.

—Pero ahora el final parece estar a la vista. Un año o dos quizá, pero no puede durar mucho más que eso.

—¿De veras? Los roms no van a ser entonces los únicos con problemas sucesorios. ¿Qué otra cosa hay de nuevo?

—Esto es serio, Yakoub. Hay tres altos lores, y el emperador no ha mostrado la menor inclinación hacia ninguno de ellos.

—Eso lo sé. Dejémosles que echen a suertes quién le sucede, entonces.

—Son hombres muy fuertes, y muy decididos. Si el emperador muere sin indicar ninguna preferencia, puede haber una guerra por el trono.

—No —dije, con una enérgica sacudida de cabeza —. Eso es completamente inconcebible. ¿Qué crees que es esto, la Edad Media?

—Creo que es el año 3159 A.D., Yakoub, y que hay un Imperio de varios centenares de mundos en juego, y nada esencial ha cambiado en la naturaleza humana desde los tiempos de Roma y Bizancio. Periandros no se sentará ociosamente a ver cómo Sunteil consigue el trono, ni Naria se echará graciosamente a un lado para dejarle paso a Periandros, ni…

—No habrá más guerras, Julien. La humanidad ha cambiado. Alcanzar las estrellas consiguió ese cambio.

—¿Lo crees de veras?

—La guerra es una idea pasada de moda —dije altaneramente —. Como el apéndice, como el dedo meñique del pie. Otros quinientos años, y nadie nacerá ya con apéndice, y que les aproveche. Mil años más, y no habrá tampoco dedo meñique del pie. Y la guerra ya ha desaparecido. Tú lo sabes tan bien como yo. Es un concepto obsoleto en esta era de imperio galáctico. —Estaba empezando a caldearme con mi propia retórica. Eso siempre es una señal de peligro. Pero seguí de todos modos —. No ha habido ninguna auténtica guerra desde…, desde no sé cuándo. Centenares de años. Mil, quizá. No desde que la Tierra se fue al infierno arrastrando consigo todas su mezquindades. —Me sentía extraordinariamente excitado —. ¡Las guerras son algo impensable en la sociedad galáctica de hoy! ¡No sólo impensable, sino logísticamente imposible!

—No estés tan seguro de ello.

—¿Por qué eres tan pesimista, Julien?

—Sólo soy realista, mon ami. —Hubo una repentina y helada tristeza en sus ojos que a duras penas fui capaz de soportar. Había pensado mucho en aquello. No era que yo no lo hubiera hecho también; pero llevaba alejado del mundo cinco años. ¿Me había ido demasiado lejos para seguir estando en contacto con la realidad? No. No. No. Añadió —: Creo que resultaría muy fácil revivir la idea de la guerra. Quizás un tipo de guerra completamente nuevo, una guerra entre las estrellas, pero igualmente sangrienta y horrible.

¿Sí? No. Todo esto son tonterías, pensé. Me reí en su cara. Pobre melancólico Julien, perdido en aquellas morbosas fantasías apocalípticas. Asustado por los fantasmas. ¿Una guerra? ¿Entre las estrellas? Si el vino le hacía esto, quizá debiera limitarse al agua. Ahora estaba empezando a aburrirme.

—Olvida todo esto —le dije —. Soy demasiado viejo para asustarme con ese tipo de cosas.

—Entonces te envidio. Porque yo estoy realmente asustado.

—¿De qué? —exclamé.

Se mantuvo tranquilo. Calmado como la muerte.

—Esta ausencia de una clara línea de sucesión es un vacío demasiado grande. Un vacío puede engendrar fuerzas disruptivas, amigo mío, y cuanto más grande el vacío, mayores las disrupciones.

No podía discutirle aquello. Estaba orillando la línea de separación entre política y física. Nunca discuto de física.

—Encontrarán una solución —dije, más suavemente y sin excesivo vigor. Creo que estaba empezando a experimentar una lenta falta de confianza en mí mismo —. Un acuerdo entre ellos. Una división racional de la autoridad. Quizás incluso una partición del Imperio, ¿quién sabe? ¿Acaso eso no sería una buena idea?

—No hay un vacío, sino dos —prosiguió, como si yo no hubiera dicho nada —. Porque también está ausente el Rey de los Rom.

—No empieces de nuevo con eso, Julien.

—Sólo dime esto, Yakoub: dejando a un lado la cuestión de reasumir tu autoridad, ¿y si volvieras al Imperio y pidieras una audiencia con el emperador…, te recibirá, seas rey o no…, y le señalaras claramente la naturaleza de la crisis?

Entonces vi cuál era su auténtico juego. No me gustó. Dije:

—¿Y abogar por el nombre de Lord Periandros, quizá, como su sucesor?

Julien enrojeció.

—¿Crees que soy tan torpe como para pedirte eso?

—Vas a favor de Periandros, ¿no?

—Voy a favor de la estabilidad. Estoy cerca de Periandros. Pero preferiría ver a Sunteil llevando la corona, o a Naria, que ver al Imperio desmembrarse en una guerra civil. Lo que importa es que tiene que haber alguna sucesión. Puede que tú puedas conseguirlo. Nadie más se atrevería a hablar de tales cosas con el emperador.

—He abdicado, Julien.

—El sistema está desequilibrado sin ti.

—Polarca dijo lo mismo, virtualmente con las mismas palabras. El espectro de Polarca. Dejémoslo desequilibrado, pues. ¡Estoy harto del equilibrio del sistema, Julien!

—Yakoub…

—¡Harto!

—La posibilidad de una guerra…

Agité impaciente las manos ante él, como si sus palabras fueran ventosidades y estuviera intentando limpiar el aire.

—Si tan sólo consideraras, Yakoub, el riesgo de permitir que esta inestabilidad…

Le corté de nuevo.

—No —dije —. Ya basta de eso. —E inmediatamente cambié de tema —: ¿Cómo dijiste que se llamaba esa cosa que hemos comido, Julien?

Cassoulet, mon ami —respondió con un suspiro.

—¿Y de qué está hecho? —Siempre puedes distraer a un francés preguntándole por una receta de cocina.

—De salchichón de ajo, falda de cordero, filete de cerdo, a lo que se le añaden judías blancas y…

—Es soberbio —dije —. Absolutamente soberbio. Creo que voy a tomar un poco más.

6

Llegó la noche. Permanecimos sentados en silencio. Los viejos amigos tienen el privilegio de poder guardar silencio el uno con el otro. La aguanieve golpeó furiosamente contra mi ventana durante un rato. Luego la tormenta pasó, y el cielo empezó a aclararse. Las estrellas se abrieron camino a través de las cada vez menos densas nubes de tormenta, brillando con fiera intensidad contra aquel profundo telón de negrura que sólo puede verse en un mundo donde no vive nadie.

Permanecí sentado en silencio, sí. Sintiendo la plenitud de mi estómago, sintiendo también una cierta presión sobre mis hombros que sabía que era el peso de todo el universo moviéndose encima de mí. Aquel inmenso e inconcebible mecanismo de relojería, aquellos miles de billones de silenciosas estrellas deslizándose por sus senderos celestes, arrastrando consigo sus miles de trillones de mundos mientras giraban alrededor del desconocido eje que era en algún lugar el centro de todo. Todo entrelazado, todo conectado por invisibles ejes y puntales que imaginamos comprender.

Y entonces pensé en nuestro pequeño rincón en medio de todo aquello, aquel punto diminuto, nuestros pocos cientos de mundos dentro de nuestra única galaxia…, la galaxia que parece tan enorme cuando viajamos a través de ella, pero que es sólo un diminuto puntito en la totalidad del colosal tapiz. Los mundos de los hombres, de los gaje, de los roms. Reino e Imperio. Todos nuestros intrincados forcejeos y maniobras: eran tan pequeños en relación con el gran cielo. Pequeños, sí, pero no triviales, porque, ¿qué era el universo después de todo, sino un átomo y otro y otro y otro, cada uno tan importante como cualquiera de sus compañeros en la estructura del conjunto? No, no trivial. Nada es trivial. Réstale un átomo al universo, y todo está perdido.

Así que iban a necesitar pronto un nuevo emperador, en aquel pequeño rincón del universo que lo es todo para nosotros. Bien, sabía lo que era esa situación. Estaba por allí cuando el Decimocuarto emperador se estaba muriendo, y soy lo bastante viejo como para recordar los últimos días del Decimotercero. Estar cerca de un emperador agonizante tiene sus peligros, como es peligroso estar cerca de una estrella a punto de apagarse. La estrella ha estado llameando durante nueve mil millones de años y ahora su vida está a punto de terminar: en unos pocos momentos la loca danza de los pequeños y ardientes núcleos se verá inmovilizada para siempre y sólo quedará una esfera de fría negrura donde había habido una feroz luz. Entonces ocurre, y en ese momento del nacimiento del vacío un gran soplo de aire hacia dentro aparece aullando desde cada rincón del cosmos a la vez. Puedes verte barrido al azar hasta los confines del universo si eres atrapado en el camino cuando los vientos convergen hacia ella.

(Por supuesto, sé que no hay aire en el espacio entre las estrellas. No sean tan estúpidamente literales. Sólo intenten comprender el sentido de lo que estoy queriendo decir)

El Decimoquinto estaba muriéndose, y arrastraba poderosos tornados en su estela. Y luego, cuando el rugir cesara y la mortal quietud se adueñara de todo, habría que nombrar a alguien como Decimosexto y poner el universo en sus manos. Sunteil, Periandros, Naria, ésas eran las elecciones. Los tres lores del Imperio. Bien, no había ninguna sorpresa allí. Los conocía a los tres. Les había visto ascender y les había visto ocupar sus posiciones. Año tras año de sutiles empujes y maniobras hasta que el poder estuvo a su alcance; y ahora sólo quedaba una maniobra más. Y los nervios de todos se crispaban a punto de estallar hasta que todo hubiera acabado.

(Cuánto más fácil hubiera sido para todos, supongo, que hubiéramos establecido desde un principio el Imperio como una monarquía hereditaria. Con el heredero evidente conocido desde mucho antes por todo el mundo. No existiría nada de este horrible temor a un caótico interregno. Mucho tiempo para que los burócratas sobre cuyos hombros descansa realmente todo el sistema pudieran evaluar al nuevo hombre y elaborar cómo mantenerlo bajo control, de modo que todo siguiera fluyendo por los cauces esperados tras el cambio de poder)

(Mucho más fácil, sí. Pero muy estúpido también, y a largo plazo catastrófico. La historia de las monarquías hereditarias nos dice que son lo mismo que tirar los dados…, puedes tener suerte y conseguir cinco u ocho buenas tiradas sucesivas, pero es imposible seguir así siempre, y más pronto o más tarde puedes estar absolutamente seguro de perder. La historia está sembrada de los oxidados restos de las monarquías dinásticas. Es decir, la historia gaje, Desde el principio de los tiempos nosotros los roms hemos tenido el suficiente buen sentido como para confiar sólo en los líderes elegidos)

Entre los contendientes de la inminente disputa por el Imperio, Sunteil era el más de mi agrado. El viejo diablo estaba metido dentro de aquel hombre. Podías ver la malicia en sus ojos: la chispa, el destello. Sunteil era un hombre de Fénix, en Haj Qaldun, el mundo natal de Chorian, un lugar de desiertos de arenas tostadas y perenne calor. Si el calor de Fénix no te vuelve loco, te vuelve listo y brillante. Entre los roms del Reino hay un dicho: «Cuenta tres veces tus dientes cuando beses a alguno de Fénix» Sunteil era de este tipo. Siniestro y tortuoso. Mi tipo de hombre. Casi merecía ser rom.

Julien había elegido alinearse con Periandros. No podía entenderlo. ¡Ese pequeño y opaco contable! No era en absoluto el tipo de persona para Julien. ¿Qué había hecho Periandros para comprarlo…, prometerle que le construiría una nueva Francia para él en alguna parte, y lo sentaría en su trono como rey?

El planeta natal de Periandros era Sidri Akrak, un mundo donde los más hirsutos monstruos con rostros de pesadilla recorren gritando las calles de las ciudades, cosas con colmillos negros y carnosidades rojizas, con protuberantes y feroces ojos del tamaño de platos, con cuernos que se ramifican un centenar de veces y están rematados por terribles tentáculos urticantes. Los visitantes de Sidri Akrak, si no son advertidos, se hunden a veces en terribles colapsos nerviosos antes de transcurrir quince minutos de estancia. Y sin embargo los akrakianos toman a sus monstruosidades como algo simplemente casual, como si no fueran más que perros o gatos. Así es como son: almas de contables. Nada les alcanza. No tienen ni sangre ni testículos ni nada en sus cabezas excepto alguna especie de engranajes cliqueteantes y zumbantes, o así me lo parece al menos. ¡Cómo los desprecio! Y Periandros era un akraki del akrakikan, lo más puro entre lo puro. He conocido robots con más pasión en una simple articulación que él en todo su cuerpo. Sin embargo, había conseguido el favor del Decimoquinto emperador y se había alzado de la oscuridad hasta los pies mismos del trono. Ahora parecía estar en disposición de alcanzarlo. No sé: quizá algo como Periandros sea el tipo de criatura mejor adaptada para reinar en el Imperio Gaje. Ha habido emperadores akraki antes, y no fueron los peores. Supongo que los gaje consiguen el tipo de emperadores que merecen.

Y Naria. El más joven; era al que menos conocía de los tres. Un nativo de Vietoris que exhibía en su piel el más profundo de los tonos púrpura y en su pelo un llameante escarlata que caía hasta sus hombros. Parecía demasiado frío y calculador para mi gusto. No me interpreten mal…, un poco de cálculo está bien; todos somos un poco calculadores; pero la frialdad es otro asunto. Quizá sintiera prejuicios hacia él por el hecho de sus orígenes vietorianos, mi propio mundo natal en cierto modo, aunque nunca fuera para mí un «hogar», sino simplemente el lugar donde nací —en la esclavitud—, y de donde fui arrancado de mi padre y vendido de nuevo antes de que supiera nada de nada. Me resulta difícil pensar en Vietoris o en ninguno de sus habitantes gaje sin estremecerme, aunque todos me dicen que es un mundo gentil y encantador. Lord Naria de Vietoris puede que tenga muchos rasgos amables destellando como tesoros enterrados en algún lugar muy dentro de su alma, pero nunca he visto ninguna prueba de ellos, y le deseaba un absoluto fracaso en la confrontación que se abría ante él.

Sunteil, Periandros, Naria. Si yo regresaba al Imperio, ¿conseguiría influir en la elección? ¿Debía? ¿Podía? Julien de Gramont estaba en lo cierto respecto a que debía interesarme por la lucha que se avecinaba. Quien gobierne el Imperio es un asunto que concierne tanto a los roms como a los gaje: después de todo, compartimos una misma galaxia. Y sólo un estúpido pensaría que es posible separar de alguna forma real los intereses de los roms de los intereses de los gaje; las dos razas son interdependientes, y eso es algo que sabemos demasiado bien. Lo cual fue precisamente el motivo de que fuéramos los roms los que erigiéramos el Imperio.

(¡Intenten hacer que un gaje crea eso! ¿Pero por qué deberíamos intentarlo?)

—Bien, ¿regresarás al fin? —preguntó Julien.

Habíamos comido y comido y luego habíamos comido un poco más, y ahora él había sacado del sobrebolsillo una botella de un espléndido y viejo cotac de reflejos dorados de Galgala que pasaba sin ninguna dificultad. Pero yo había aprendido, cuando apenas era un muchacho que vivía en el elegante palacio de Loiza la Vakako, cómo impedir que mi cerebro fluyera hacia fuera a medida que el alcohol fluía hacia dentro.

A votre santé —exclamé, alzando mi copa hacía él.

Alzó la suya.

—Caballos y riqueza —dijo en buen romani.

Bebimos. Hice seña de que llenara de nuevo las copas.

—Esplendor y gracia —dijo.

—Alegría y perversidad —respondí.

—¡Delicias y exquisiteces!

—¡Diversión y libertinaje!

—¡A tu edad, eres un bribón, Yakoub! —exclamó.

—Oh, no. En el fondo soy una persona muy prosaica. Soy tan insípido como tu Lord Periandros, amigo mío. ¿Debemos tomar otra copa y decir que la fiesta ha terminado?

—¿Por qué no vuelves al Imperio? —preguntó una vez más —. Has estado fuera cinco años. ¿No es suficiente?

—A mí no me lo parece.

—El caos caerá sobre nosotros cuando muera el emperador. ¿Puedes permitir que ocurra eso?

—¿Cómo puedo impedirlo? De todos modos, a veces el caos es algo deseable.

—No para mí, Yakoub.

—Eres un buen hombre, Julien, pero eres un gaje. Hay muchas cosas que no comprendes. Creo que me quedaré aquí.

—¿Durante cuánto tiempo más?

—Hasta que sea el momento de marcharme.

—El momento es ahora, Yakoub.

Me encogí de hombros.

—Dejemos que venga el caos. No es asunto mío.

—¿Cómo puedes decir eso, Yakoub? Tú, un hombre de honor, de responsabilidad, un rey…

—Un antiguo rey, Julien. —Me levanté, me desperecé y bostecé —. Llevamos comiendo y bebiendo durante la mitad de la noche. Las estrellas han salido y se están marchando del cielo. ¿Debemos decir que ya es suficiente y desearnos buenas noches? —No era propio de mí decir de algo que ya era suficiente; pero quizás estuviera cambiando. Quizás estaba empezando a hacerme viejo. ¿Era posible eso? No. No, no lo creía. Quizás era simplemente que me había cansado de defenderme de la insistencia de Julien.

Me miró durante largo rato sin responder.

Luego dijo con voz suave, y en un romani sin fallo.

—Te perdono, y espero que Dios pueda perdonarte también.

Aquello me abrumó. Eran palabras que se pronuncian entre nosotros cuando las conciencias son puestas en regla, se han dicho todas las palabras a un moribundo o éste las ha pronunciado para arreglar todas sus cuentas. ¿Sabía eso Julien? Tenía que saberlo. Había permanecido cerca de los roms durante la mayor parte de su vida. Seguro que sabía lo que queríamos decir cuando pronunciábamos esas palabras. ¡Te aves yertime mandar! ¡Te perdono! Me aterró y me turbó con esas palabras de una forma que raramente me había sentido aterrado o turbado en toda mi larga vida.

—¿Una última copa? —dijo, al cabo de un rato.

—Creo que ya hemos bebido suficiente para una sola noche —respondí.

7

Julien se quedó conmigo otros tres días, o cinco, o no sé cuántos. Hubiera podido quedarse un mes, o para siempre, si hubiera querido. Íbamos con mucho cuidado con lo que hablábamos. Casi siempre hablábamos de comida, que es un tema seguro. Salíamos cada día a cazar o a pescar, y volvíamos con los trineos cargados de animales de Mulano, y por las noches Julien preparaba lo que habíamos conseguido a la manera clásica francesa, explicándome cada paso del proceso a medida que trabajaba.

Era un chef milagroso. Capturé un pez especia para él, e instintivamente supo que no necesitaba más que escalfarlo en su propio jugo; pero con otras cosas elaboraba maravillas utilizando solamente la pequeña colección de hierbas y especias que había traído consigo del Imperio. Los efectos que conseguía eran sorprendentes. En un mundo tan helado como Mulano no hay gran variedad en lo que a vegetación se refiere, y la vida animal es también bastante escasa. Excepto los espectros, por supuesto, que se alimentaban de energía electromagnética y no les importaba un comino que hubiera o no hierba. Ninguno de aquellos animales me había parecido nunca excesivamente sabroso. Los peces especia eran espléndidos, por supuesto. Pero las demás cosas eran en el mejor de los casos insípidas. Aun así, Julien consiguió algo espectacular con una red llena de corredores del hielo. Eran unos animales pequeños, con media docena de brillantes ojos azules encima de sus redondeados cuerpos y una infinidad de veloces patas debajo. Hizo un ragú con ellos; y fue algo maravilloso. Convirtió un cesto lleno de caracoles leopardo en algo propio de dioses. Y lo que fue capaz de hacer con las anguilas nube desafía toda credulidad. Creo que incluso llegó a pensar seriamente en probar de cocinar algunas serpientes de nieve. Hasta que le dije que me negaba de plano a cazar y comer carroñeros. Julien hubiera sido capaz probablemente de cocinar todo un lote de espectros si hubiera podido hallar alguna manera de atraparlos. En una ocasión que yo estaba atareado en otra parte, salió y cortó algunos zarcillos tiernos de los árboles más cercanos a mi burbuja para utilizarlos en la ensalada. Aquello me preocupó. Imaginé a los árboles heridos agitándose de dolor debajo de la nieve. Pero la ensalada fue algo sorprendente.

De tanto en tanto hablábamos de los viejos tiempos que habíamos pasado juntos en este o aquel mundo, Xamur, Galgala, Iriarte. Hablamos de mis mujeres, Syluise, Esmeralda, Mona Elena. Y de las suyas. Aquello fue agradable. Julien hacía que todas las mujeres parecieran diosas. Imagino que él las hacía sentir como diosas, también: hay algunos hombres con esa habilidad, aunque debería haber más. Habló de las fiestas de hacía años, de los queridos amigos desaparecidos hacía mucho, de los cambios que traen los tiempos. Pero nunca volvió a mencionar la sucesión imperial o los problemas que había causado mi abdicación. Le agradecí su voluntad de contenerse. Pero se había contenido demasiado tarde. Aquella primera noche había metido algo dentro de mi piel con su plegaria romani del perdón, y aquel algo estaba barrenando mi carne sin piedad.

Pensé que iba a hacer un último esfuerzo para conseguir que terminara con mi exilio el día que abandonó Mulano. Las palabras estaban allí, justo detrás de sus dientes, podía asegurarlo; pero las mantuvo enjauladas y no las dejó salir.

Durante largo rato nos miramos el uno al otro sin decir nada. Y sentí una gran oleada de lástima por él. Vi en sus ardientes ojos la penetrante y desesperada soledad del hombre cuya raza ha desaparecido, cuya nación es una fantasía. Para Julien todo era la cocina, la hermosa lengua francesa, la gloria, la gloria; pero Francia tenía menos posibilidades de regresar de las que tiene un río de volver corriente arriba hasta su fuente, ¡y qué secreta crucifixión debía ser aquel conocimiento para él! Así que se ocupaba de los asuntos de los reinos que aún existían, y quizá tuviera la impresión de que con sus idas y venidas diplomáticas estaba manteniendo de alguna forma el recuerdo del reino que había sido. ¡Pobre Julien!

Nos abrazamos en silencio y en silencio se fue, dirigiéndose hacia el este a través del bosque de tentáculos hacia el punto de cita donde debería aguardar su relé de tránsito. Lo último que vi de él fue que se había detenido junto a uno de los árboles y estaba palmeando su elástico tronco, como si estuviera felicitándolo por el agradable sabor de sus suculentas yemas.

8

Permanecí solo mucho tiempo después de eso. Mis días y mis noches transcurrieron apaciblemente, mientras pensaba más en el pasado que en el futuro. La muerte estuvo en mi mente durante gran parte del tiempo. Eso era extraño. Nunca había pensado mucho en la muerte. ¿De qué sirve pensar en la muerte? La muerte es algo para desafiar, no para pensar en ella. Había estado muchas veces cerca de la muerte, pero ni una sola vez había pensado que pudiera llevárseme, ni siquiera en aquella ocasión cuando el lodo del mar de Megalo Kastro, que está vivo y le gusta devorar carne, estaba sorbiendo mi piel. Quizás eso sea porque siempre he tenido espectros a mi alrededor, contándome mi futuro, aunque lo hicieran a su engañosa manera. No en la forma en que nosotros acostumbrábamos a engañar a los gaje, nada de cartas ni bolas de cristal. Cuando un espectro te cuenta tu futuro, saboreas la seguridad de que tendrás uno. Durante buena parte de mi juventud uno de esos espectros protectores que me visitaba a veces era el mío propio. Nunca me lo dijo, pero llegué a reconocerme en él, porque su voz era fuerte y su risa estruendosa hasta el punto de hacer estremecer los mundos. Ése soy yo; así es como he sido siempre, incluso cuando era joven, abriéndome constantemente hacia ese tipo de abrumador vigor. ¡Cómo disfrutaba viéndolo, ese espectro de un hombre de pecho como un barril y anchos hombros y grueso bigote negro y llameantes ojos, derivando hacia mí desde las brumas del tiempo! Mientras él estuviera conmigo, ¿de qué debía tener miedo?

Pero ahora no me visitaban los espectros de Yakoub, ni había visto ningún otro desde hacía mucho tiempo. Empecé a preguntarme por qué. ¿Estaba a punto de cumplirse mi tiempo? ¡Y un demonio! Sin embargo, no dejaba de imaginarlo. Es un asqueroso placer, imaginar tu propia muerte. Me veía a mí mismo regresando de un día en el hielo, sudando y esforzándome bajo el peso de algún animal que había cazado. Y tendiéndome sólo un momento, y sintiendo que algo dentro de mi cuerpo buscaba de pronto salir desesperadamente. Nos enseñan la única Palabra cuando somos jóvenes, y la única Palabra es: ¡Sobrevivir! Pero hasta para todos llega un momento en que esa palabra ya no se aplica, y seguir luchando ya no sirve, y cuando llega ese momento es una locura oponerse a él. Incluso para mí, ese momento llegará, por mucho que intente negarlo. Me enloquece, saber que debe llegar incluso para mí. Sin embargo, en mi imaginación, me siento calmado cuando llega. ¿Qué es eso, la muerte de Yakoub? ¿Aquí en este desolado mundo de nieve? Oh. Entiendo. Entiendo. Bien, entonces, éste es el momento. No más luchar contra él. ¡En qué filósofo puede convertirse de pronto un hombre, cuando sabe al final que no tiene elección! Así que entonces me levantaba y salía fuera, y cavaba una tumba para mí en la nieve, y me tendía bajo la luz de la Estrella Romani. Y me enterraba a mí mismo, y decía las palabras para mí mismo, y lloraba por mí mismo, y bailaba y me emborrachaba por mí mismo, y derramaba el licor sobre el blanco pecho del campo de nieve como una libación, y al final cantaba el lamento para los muertos sobre mi propia tumba, el mulengi dilli, el relato de mi larga vida y mis magníficas hazañas. Y mientras interpretaba todo esto, dentro de mi cabeza oía la voz de Yakoub el Rom preguntándome: ¿Qué son todas estas tonterías, Yakoub? ¿Por qué juegas contigo de esta manera? Pero no podía darle ninguna respuesta, y me descubría una y otra vez dejando que aquellos pensamientos invadieran mi mente, y confieso que sentía un cierto placer en ello, un asqueroso placer, fingiendo que ya no me importaba, que ya no agarraba la vida por los testículos en una presa que no pudiera romperse, que estaba dispuesto a tenderme y descansar, que finalmente ya había tenido bastante.

Entonces tuve al tercero de mis visitantes. Llegó al mediodía, lo cual es una hora extraña para un rom, la hora oscura, el momento más misterioso de la jornada.

Era el mediodía del Doble Día, ¿entienden?, de modo que era una hora doblemente extraña, cuando los dos soles de Mulano se hallan a su máxima altura a la vez y la luz de uno borra las sombras del otro. Un instante sin sombras, un momento muerto en el tiempo. Cuando llega ese momento paro todas las cosas que esté haciendo y cierro mis fosas nasales al aire, porque, ¿quién sabe qué espíritus viajan libremente en ese instante?

El día del tercer visitante el aire era curiosamente cálido —cálido para Mulano, quiero decir—, como si la primavera estuviera ya en camino. Había un débil brillo en la superficie del hielo, una especie de fusión de apenas unos milímetros de grosor, y los espectros indígenas se arracimaban sobre ella, siseando y crepitando con una peculiar excitación.

Había salido a dar un largo paseo aquella mañana del Doble Día, hasta el borde del glaciar y subiendo hasta la mitad de su lentamente deslizante ladera, tallando mi camino con un hacha para el hielo como algún cazador prehistórico. Había una cueva que me gustaba en la ladera del glaciar. Era honda y de techo bajo, con unas paredes vítreas que resplandecían con un fuego bermellón cuando la luz de ambos soles penetraba a través de su techo, y muy al fondo había una lengua espiralada de hielo que rampaba desde el suelo de la cueva como si fuese alguna especie de antiguo altar, aunque dudaba que fuera nada más que una formación accidental. Iba a menudo allí, apoyaba mis enguantadas manos sobre sus pulidas curvas, y cenaba los ojos, y sentía todas las estrellas en sus rumbos girar por mi cerebro.

En mi camino de vuelta de aquel lugar llegó el momento del mediodía, y me detuve inmóvil con todas mis aberturas cerradas. En aquel momento entre momentos una profunda e intensa voz dijo: —Sarishan, primo.

La sorpresa me llegó con la fuerza de una patada. Sentí la urgencia de echar a correr y huir instintivamente. Un súbito y espontáneo fluir de hormonas primordiales de miedo inundó mi sangre. Pero reaccioné casi con la misma rapidez para recuperar el control, deteniendo el fluir, ordenando a las células de mi sangre que devoraran aquel repentino torrente invasor antes de que pudiera alcanzar mi cerebro.

—¡Damiano! —exclamé —. ¡Primo!

Como si se hubiera materializado de un banco de nieve. Una figura larga y esbelta, con la tensa y contenida fuerza de un látigo enrollado. Todos los roms son mis primos, pero Damiano en realmente mi primo, el hijo del hijo del hermano menor de mi padre. Sus ojos son roms y su grueso y caído bigote es rom, pero ha vivido la mayor parte de su vida bajo el abrasador sol de Marajo el de las destellantes arenas, y como protección su piel ha adoptado gruesos pliegues apergaminados que hacen que no me parezca ni rom ni gaje sino algo que ni siquiera es humano.

Manteniéndose a una cierta distancia de mí, miró a su alrededor y agitó la cabeza.

—¡Vaya lugar, primo! ¡El muchacho dijo que era desolado, pero nunca imaginé algo así!

—Hay una gran belleza aquí, primo. Es un lugar maravilloso. Quédate una o dos semanas y lo verás.

—Acepto tu palabra. ¿Te molesto, primo?

—¿Molestar?

—Me das la impresión de que no te alegra verme.

Devlesa avilan —dije, la vieja fórmula de bienvenida —. Es Dios quien te trajo.

Devlesa oraklam tume —respondió Damiano —. Es con Dios que te encontré. El muchacho dijo que este lugar era todo hielo, pero no le creí. No me dijo ni la mitad. ¿No hay nada vivo aquí excepto tú?

—Hay ríos helados por los que nadan brillantes peces como si lo hicieran por el agua. Hay criaturas espectro de pura energía a todo nuestro alrededor mientras hablamos. Hay pequeños animales que corren por el hielo y se alimentan de plantas invisibles o unos de otros. Y en el otro lado de esa colina hay un gran bosque, primo, aunque creo que no reconocerás los árboles como tales árboles.

—¿Y eres feliz aquí?

—Nunca he sido tan feliz.

—Sólo soy Damiano, primo. No necesitas bailar alrededor de la verdad conmigo.

Mis ojos llamearon.

—¿Has recorrido cinco mil años luz para llamarme mentiroso?

—Yakoub, Yakoub…

—¿Dijo el muchacho que parecía feliz?

—Sí. Lo dijo.

—Y yo lo digo ahora. ¿Hay que pedir a los espectros que declaren como testigos también?

—Yakoub.

—Damiano…, primo… —Luego estábamos riendo, y luego finalmente nos abrazamos, y nos palmeamos mutuamente la espalda, y bailamos una pequeña danza de alegría en la brillante y delgada costra de hielo semifundido —. Ven —dije, y le conduje, medio corriendo, de vuelta por encima de las colinas y valles a mi burbuja de hielo.

Jadeó a la vista del bosque.

—¡Chorian no dijo nada de eso!

—Nunca lo vio. Cuando estuvo aquí yo vivía en otra parte.

—¿Ésos son tus árboles?

—Puedo mostrarte cómo crecen, debajo del hielo.

Se estremeció.

—En otra ocasión, quizá.

Abrí varias de las botellas que me había dejado Julien de Gramont, y le preparé una comida como espero que Damiano no se hubiera atrevido a esperar nunca de mí en Mulano; el vino fluyó libre, y él lo engulló a la manera de cualquier rom errante, un vaso entero de un simple trago. Creo que eso le hubiera dado a Julien un ataque de apoplejía, ver un vino de una cosecha tan rara descender de aquella manera por el gaznate de mi primo. Pero Julien estaba muy lejos, y no sentíamos la necesidad de honrar sus productos de la manera que merecían en su ausencia: imité a Damiano trago a trago, hasta que nos sentimos bien y relajados el uno con el otro y su piel extrañamente apergaminada brilló como un fuego de carbón.

Sabía que no había venido hasta allí para ver el lugar. Damiano es un gran hombre en Marajo, con intereses en importantes negocios de todo tipo, plantaciones de huevos de fuego y granjas magnéticas y un enorme negocio de cría de esclavos y mucho más, y aunque hubiera nueve Damianos seguiría sin tener tiempo suficiente de supervisarlo todo de una forma adecuada, como a menudo declaraba. Y sin embargo había hecho el viaje hasta mi pequeño y desolado escondite, y había acudido solo y en su yo real, sin enviar un simple espectro o un doble. Eso era un gran cumplido. Bien, así que deseaba añadir su voz al coro que me urgía que abandonara mi exilio. Bebimos y comimos y comimos y bebimos, y aguardé a que soltara su discurso, pero en vez de ello sólo habló de asuntos de la familia, los primos de Kalimaka que estaban extrayendo elementos transuránicos de su sol y vendiéndolos al mejor postor, y los de Iriarte que habían perdido cinco sistemas solares en una sola tirada de dadas y luego habían vuelto a ganarlos antes del amanecer, y los de Shurarara que sin molestarse siquiera en pedir permiso del imperio habían sacado su mundo de su órbita y estaban preparándolo para convertirlo en un mundo nómada, diciéndoles a todos que tenían intención de abandonar enteramente la galaxia. Eso último me desconcertó.

—¿Hablan en serio, Damiano? ¿Qué piensan utilizar como sol, mientras cruzan los centenares de miles de años luz?

—Oh, tienen un sol, primo. O su equivalente: para mantenerlos a todos calientes, al menos. Esa parte no constituye ningún problema. Pero nadie cree que lleguen a abandonar realmente la galaxia. Están difundiendo la historia simplemente para cubrir su desaparición, cuando todo lo que pretenden hacer es encaminarse a las Colonias Exteriores y vivir como piratas, a ocho o diez mil años luz del Centro. Golpea y corre, golpea y corre.

—Ésta no es la forma rom de hacer las cosas —dije hoscamente.

—¿Qué me dices de Valerian?

—Un pirata, sí. ¿Pero todo un mundo de ellos?

—Corren extraños tiempos, Yakoub. Con el Imperio y el Reino sin cabeza visible…

Ah. Ahí estaba, al fin.

Tendió su copa pidiendo más vino. La llené, la engulló.

—¿Sigue muriéndose el emperador? —pregunté.

—Le dan seis meses, un año.

—¿Y luego?

—Sunteil, creo.

—Podría ser peor.

—Podría. Creo que es manejable. Pero la cuestión es: ¿será capaz el nuevo rey de manejarlo?

—El nuevo rey.

Aquello sonó extraño a mis oídos. Más que extraño. Sentí el eco de aquellas palabras resonar y resonar en mi alma, y empezaron a dolerme los huesos.

—El nuevo rey, sí. —Tendió por enésima vez la copa. ¡El maldito! Había clavado su anzuelo muy profundamente en mí.

Le serví más vino.

—¿Hay un nuevo rey?

Damiano se encogió de hombros, asintió, se encogió de nuevo de hombros. Luego se levantó y se puso a pasear por la burbuja, tocando ese viejo artefacto gitano y luego ese otro, paseando la yema de los dedos por el inmemorial pasado. Yo hervía y burbujeaba con el ansia de saber. ¡El maldito! ¡El maldito! ¡De qué hermosa manera me había atrapado!

Dije, fingiendo indiferencia:

—Chorian dijo que la krisatora estaba pensando celebrar unas elecciones, puesto que yo parecía ser sincero acerca de mi abdicación. Pero Julien de Gramont, ya le conoces, el pretendiente francés…, estuvo aquí poco tiempo después. Siguió insistiendo en que volviera a Galgala y reclamara el trono.

—Le dijiste que no estabas interesado, primo.

—¿También sabes eso? ¿Julien ha estado en contacto contigo?

—Julien ha estado en contacto con todo el mundo —dijo Damiano —. En particular con la krisatora. Informó de lo que tú le dijiste.

—Ah.

—De modo que ha habido nuevas elecciones.

—Ya era hora —dije. Casualmente. Manteniendo fume el control, pese a que ardía por dentro. Me concedí un poco más de vino, y me forcé a beberlo como hubiera hecho Julien, saboreando su bouquet —. Así que debemos alegrarnos de que el Imperio se haya salvado del caos y no haya más mundos convertidos en mundos pirata. Los roms tienen de nuevo un rey y Sunteil será pronto emperador, y todo está bien de nuevo.

La curiosidad hacía estragos en mis entrañas. Pero no iba a preguntar.

Damiano sonrió de una forma curiosamente oblicua y descentrada.

—Lo de Sunteil todavía no es seguro, ya sabes. Y no tenemos ninguna razón para creer que vaya a ser bueno para los roms tampoco.


—¿A causa del nuevo rey, quieres decir?

—A causa del nuevo rey, sí.

Permanecí sentado absolutamente inmóvil, mirándole. Y Damiano, con todo el enrojecimiento del vino asomando en los oscuros pliegues de su apergaminada piel, permaneció sentado con la misma inmovilidad que yo, devolviéndome impasible la mirada. Noté su gran fuerza. Realmente, tenía la sangre de mis padres en sus venas. ¿Era él el nuevo rey? No, no, nunca hubiera podido alejarse tanto de Galgala tan pronto después de la elección, si ése hubiera sido el caso.

—De acuerdo —dije —. ¿Quién es, Damiano?

—¿Te importa?

—Sabes que me importa.

—Te has alejado mucho de todo ello. Ahora vives más allá del Imperio, en un lugar de hielo y espectros y peces brillantes.

—¿Quién es?

—¿Por qué nos hiciste eso, Yakoub?

—Llega un tiempo en el que es necesario un cambio.

—¿Para los roms, o para Yakoub?

—En Yakoub es en quien estaba pensando —dije —. Tenía que abandonarlo todo, o me hubiera asfixiado en mi cargo.

—Bien, así que te fuiste, y ahora ha habido un cambio. No sólo para ti, sino para todos nosotros.

—¿Quién es, Damiano?

Me lanzó una terrible mirada.

—Shandor —dijo.

—¿Mi hijo Shandor es el Rey de los Gitanos?

—Shandor, sí.

Esa simple afirmación fue como una gigantesca daga clavándose y retorciéndose en mis entrañas. Pude sentir ríos de mi propia sangre alzarse y desbordarse. Necesité el mayor esfuerzo de mi vida para controlarme y no saltar por encima de la mesa y clavar mis manos en la garganta de Damiano, para hacerle tragar sus palabras y fingir que no habían sido pronunciadas nunca. Pero no me moví ni dije nada. Aquello era una calamidad más allá de toda medida, y yo había sido su arquitecto involuntario.

En medio de mi asombrado y despedazado silencio, Damiano dijo:

—¿Y bien, Yakoub?

—Nunca preví eso. En todos mis sueños y planes, nunca preví eso. —Agité la cabeza una y otra vez —. ¿Cuánto tiempo hace que ocurrió?

—Es muy reciente.

—Si algo de esto no es cierto, Damiano, si cualquier cosa que me has dicho hoy…

—Shandor es el rey. Que se mueran mis hijos dentro de la próxima hora si te he dicho alguna cosa que no sea verdad.

—Dios mío. Dios mío.

¡El salvaje y colérico Shandor, el único hombre en todo el universo al que no había sabido nunca cómo controlar! Shandor el rojo. Shandor el asesino. ¿Él? ¿Rey? Hubiera debido tomarlo de su cuna y arrojarlo de cabeza al oscuro y siseante corazón del cráter de Idradin. Así quizás hubiera habido alguna posibilidad de detenerle. ¿Cómo no había previsto que aquello podía ocurrir?

—¿Lo están aceptando los mundos? —pregunté.

—Se arraciman en torno a él. Corren hacia él. Hay tanta hambre de tener rey de nuevo, Yakoub. Incluso un rey como Shandor.

—Dios mío —dije de nuevo —. ¡Shandor!

—¿Es eso lo que deseabas cuando te marchaste, Yakoub?

—Se supone que no se debe entregar el reino al hijo del rey. —Mi voz era como plomo —. Va contra la costumbre. El reino no es hereditario.

—Él lo pidió. Él les forzó.

—¿Forzó a la krisatora?

—Ya sabes cómo es Shandor.

—Sí —dije —. Sé cómo es Shandor. —Sentí que en mi alma se iniciaba un terremoto. Grandes peñascos se desprendían de mi espíritu y caían rodando sobre mí, y yo me veía aplastado por ellos. Ahora vi toda la inmensidad del error que había cometido abandonando Galgala. Había dejado el lugar abierto para él, sin sospechar nunca el alcance de sus ambiciones, o de que pudiera llegar a verlas nunca realizadas. Y él había corrido a llenar aquel lugar. ¡Qué estúpido había sido, mientras me decía todo el tiempo a mí mismo que había sido soberbiamente listo! Ser hábil e invulnerable durante ciento setenta y dos años, y luego jugar la última carta, pensando que era la jugada más hábil de todas, y con ello destruir en un momento de habilidad equivocada todo lo que había construido a lo largo de mi vida…

Nunca he sentido tanta vergüenza como la que sentí en aquel momento.

Damiano debió verlo en mi rostro, alguna clara expresión del horror y la angustia que sentía, porque se reflejó en el suyo; me miró fijamente a los ojos, y pareció sobresaltado e impresionado por lo que vio allí. No podía enfrentarme a aquello. Me volví de espaldas a él y me dirigí a la puerta de mi burbuja y seguí andando, fuera, a la cruda noche. El Doble Día había terminado mientras hablábamos, y las estrellas proyectaban hacia mí su luz desde todas las esquinas de los cielos. Iba a empezar a nevar de nuevo. Los primeros y dispersos copos cayeron revoloteando junto a mi cabeza. Permanecí de pie a solas en medio del campo de hielo, consciente de que había espectros por todos lados a mi alrededor, espectros de Mulano y quizá también el de Polarca o Valerian: sus heladas risas estaban en todas partes en la noche. Pero sabía que no iba a oír esas risas mucho más tiempo. El juego había terminado para mí, más pronto de lo que había pensado, y sin que yo ganara lo que había esperado ganar. La cuestión ahora no se centraba en ganar, sino en salvar lo que se pudiera.

Damiano estaba de pie a mi lado, sin decir nada.

—Dame un día y medio para recoger mis cosas —dije.

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