Krishna:
He venido como el tiempo, el destructor de los pueblos, listo para la hora que madura hacia su ruina.
Todos quienes te reciben deben morir; golpea, con brazo firme…, no importa.
Así pues, golpea. Conquista reino, riqueza y gloria.
Nunca había esperado ser rey de nada. Ésa es la verdad, no importa lo que piense Syluise. Por supuesto que la profecía estaba sobre mí prácticamente desde el tiempo en que apenas había aprendido a sonarme las narices solo, pero transcurrieron años —en realidad toda una vida— antes de que llegara a comprender lo que el espectro de Bibi Savina estaba intentando decirme, allá en mi infancia en Vietoris. Sólo en retrospectiva penetré finalmente en los misterios de sus cantos y sus magias. Supongo que podría decirles a ustedes que desde el principio estuve lleno de pasión por ser el hombre más importante y decirle a todo el mundo lo que tenía que hacer y dejar que me lamieran las botas cada día, pero eso sería una mentira. Yo no era así cuando era pequeño. Quizá me volví de esa forma más tarde, un poco, pero recuerden que ser rey hace cosas extrañas a hombres de otro modo modestos. Todo lo que deseaba al principio era simplemente vivir hasta mañana, y luego vivir hasta pasado mañana, y abrirme camino por el estrecho sendero entre el dolor por un lado y el final de todo dolor por el otro, viviendo alegre cada día. Aunque fuera un esclavo, aunque estuviera condenado a un exilio eterno, lo que deseaba era simplemente esto: no un reino, sino sólo alegría.
Mi padre fue Romano Nirano, un rom entre los roms, un hombre que llevaba la majestad en la punta de su dedo meñique. Como saben, fui apartado de él y vendido cuando tenía siete años, pero puedo verle ahora como si estuviera de pie justo a mi lado, con su ancho rostro de recios pómulos, los enérgicos y meditabundos ojos hundidos en sus órbitas, el recio bigote colgante, la gran melena de pelo negro que cubría la mitad de su frente. Es mi rostro también. Hemos heredado ese rostro a lo largo de todos los miles de años desde que fuimos echados de la Estrella Romani, y creo que es un rostro que perdurará hasta el final de los tiempos. Como nosotros.
Él ya era esclavo cuando nací yo. De su padre había heredado una catástrofe tan grande de deudas que no había posibilidad de pagarlas ni en cinco vidas. El viejo había sido un especulador de lunas y se había visto atrapado en el Pánico de 2814, cuando todos los metales pesados perdieron completamente su valor; y después de eso nos vimos arrojados durante siglos a la indigencia. Mi padre hubiera podido borrar todo aquello declarándose en bancarrota, pero mi padre creía que declararse en bancarrota era una cobardía.
Así que se vendió a sí mismo y a mi madre y a mis cinco hermanos y hermanas a cambio de un finiquito. Las deudas de la familia fueron borradas de los libros y nos convertimos en esclavos de la Agencia Volstead, una gran empresa interestelar controlada por el Imperio.
—No es ninguna desgracia ser esclavo —me dijo mi padre. Yo tenía entonces cinco años y acababa de descubrir que era distinto de la mayoría de los demás niños. Yo pertenecía a alguien —. Es un simple arreglo, eso es todo. Puede que sea un inconveniente a veces, pero nunca una desgracia. Es un arreglo que deseas alterar tan pronto como te sea posible, de acuerdo, y si tienes la posibilidad y no la aprovechas, entonces sí es una desgracia. Pero aparte eso no hay ninguna vergüenza implícita en ello.
Deben entender: se estaba refiriendo a la esclavitud moderna. La institución era muy distinta en los tiempos antiguos. Pero todo lo era. Puede que hoy utilicemos los mismos nombres para muchas cosas que en los tiempos antiguos —«esclavo», «rey», «emperador, espectro»—, pero el significado de esas palabras no es el mismo. El pasado remoto no sólo es un país extranjero, como alguien dijo una vez, sino otro universo completamente distinto.
Supe que era un esclavo antes de saber que era un rom. O, para decirlo más exactamente, siempre supe que era un rom, pero no fue hasta que cumplí los seis años que supe que la mayoría del resto de la gente no lo era.
En casa hablábamos romani y fuera de casa imperial, y cambiábamos de una lengua a otra sin ninguna dificultad. Yo creía que todo el mundo hacía lo mismo. Mi madre nos contaba antiguas leyendas roms, historias de dioses y demonios, de brujos y brujería, de heroicos viajes en caravana a través de extrañas tierras lejanas. Yo creía que todo el mundo conocía esas historias. Guardábamos nuestros tesoros rom en casa, monedas de oro, instrumentos musicales, pañuelos de brillantes colores, iconos sagrados. Nunca entré en las casas de mis compañeros de juegos, así que nunca supe que ellos no tenían esas posesiones.
Cuando cumplí los seis años salí un día para tallar una bola de gloria del árbol de bolas de gloria junto a la orilla del río, y cuando llegué allí descubrí que mi hermana Tereina estaba siendo atacada por un grupo de otros niños. Tereina tenía doce arios y sus atacantes, chicos y chicas juntos, debían tener ocho o nueve, de modo que su cabeza sobresalía sobre todas las demás; pero eran media docena, y la estaban atormentando.
—¡Basura rom, basura rom, basura rom! —cantaban mientras trazaban círculos a su alrededor —. ¡Rom, rom, rom, rom!
Estaban intentando arrancarle el collar que llevaba al cuello. Era una cadena de resplandecientes élitros de escarabajos viento que el hermano de mi padre había traído como regalo para ella de Iriarte, y era su propiedad más preciosa, con sus pulsantes iridiscencias de un centenar de sutiles colores. Tereina golpeaba frenéticamente las manos que intentaban aferrar el collar. Era demasiado alta para ellos, pero habían conseguido desgarrar la parte delantera de su blusa, y se le veían los pechos, y vi que estaban marcados con rojos arañazos en la piel.
—Basura rom, basura rom, basura rom…
Me vio y llamó mi nombre. Y me pidió en romani que la ayudara, y luego dijo en imperial:
—¡Yakoub, lánzales el mal de ojo! ¡Échales un conjuro, Yakoub!
Yo sólo tenía seis años. Pero era grande y fuerte, y no tenía ninguna razón para sentir miedo de ellos. Y mi madre me había contado las leyendas del mal de ojo, la magia negra que las drabame, las viejas brujas gitanas, utilizaban para hacer sufrir a sus enemigos. Algunas de esas leyendas eran pura fantasía y algunas eran reales, aunque a aquella edad yo no tenía forma de saber cuáles eran qué. Para mí todo era real entonces, y creía que podía lanzar a los que estaban atormentando a mi hermana al núcleo del mismo sol con sólo pronunciar las palabras adecuadas y hacer los gestos adecuados. Creo que ellos también lo pensaban; porque hice que mis ojos cambiaran e hinché las mejillas y doblé los brazos por encima de mi cabeza y avancé hacia ellos, cantando: «¡achalipe! ¡achalipe! ¡achalipe!», ¡encantamiento, encantamiento, encantamiento!… y se dieron la vuelta y huyeron, chillando como cerdos asustados. Lancé estrepitosas carcajadas y les grité espantosas maldiciones y arrojé mi orina tras ellos para burlarme.
Tereina estaba llorando y temblando. La consolé de la forma que un hombre consuela a una mujer, atrayéndola hacia mí y abrazándola, aunque yo sólo era un niño. Luego pregunté:
—¿Por qué estaban haciendo eso? ¿Porque somos esclavos?
—¿Por qué debería importarles el que seamos esclavos? La mitad de ellos también son esclavos.
—Entonces, ¿por qué…?
—Porque somos roms, hermanito. Porque somos roms.
Así que aquella noche fue necesario que mi padre me explicara muchas cosas que yo nunca había sabido, y después de aquella noche la vida fue completamente distinta para mí.
—Nosotros los llamamos gaje —me dijo —. Que significa, en imperial, estúpidos, idiotas, necios. Sus mentes son más lentas que las nuestras, y piensan de una manera torpe y pesada. Nosotros pasamos de uno a cinco a tres a diez, mientras que ellos avanzan lentamente, uno dos tres cuatro. Por supuesto, algunos gaje son más rápidos que otros. El emperador es un gaje y lo mismo lo son sus altos lores, y todos ellos tienen mentes rápidas. Pero la mayoría de los gaje son simplones, y tenemos que soportar su estupidez desde que empezamos a vivir entre ellos. Y saben que somos mucho más rápidos que ellos. Por lo cual hubo un tiempo que nos persiguieron y oprimieron, e incluso ahora nos temen y desconfían de nosotros, aunque la mayoría de ellos negarán siempre que lo hagan.
—¿Y hay muchos de esos gaje? —pregunté.
—Diez mil de ellos —dijo mi padre — por cada uno de nosotros. O quizá más. ¿Quién puede contar a los gaje? Son como las estrellas en el cielo. Y nosotros somos muy pocos, Yakoub. Somos muy pocos.
Mi cabeza daba vueltas por las sorpresas. Mi padre, cuando caminaba calle abajo, lo hacía como un rey; y yo había creído que éramos gente de gran valía, aunque en aquellos momentos resultara que solamente éramos esclavos. Y ahora, averiguar que pertenecía a una raza escasa e insignificante, que los roms eran como pequeños flecos de espuma blanca en un enorme mar gaje, fue como un terrible impacto para mí. Con el ojo de mi mente vi ahora el rostro de mi padre y los rostros de los hermanos de mi padre de pie en medio de una multitud de gaje, y comprendí por primera vez lo distintos que eran, distintos en la forma de sus mandíbulas, en el fuego de sus ojos, en el negro lustre de su recio y abundante pelo. Una raza aparte, un pueblo alienígena… más alienígena de lo que llegaba a sospechar…
—¿Sabes que hubo un tiempo que existió un lugar llamado la Tierra, Yakoub?
—La Tierra, sí.
—Destruida hace mucho tiempo, arruinada, hecha pedazos por la idiotez gaje. Vivíamos allí, nosotros y los gaje, antes de que partiéramos todos a los mundos de las estrellas. Entonces nos llamaban gitanos. Y muchos otros nombres: zigeuners, romanichels, gitanes, tsigani, zingari, gypsies, mirlifiches, karaghi, docenas de nombres, porque tenían docenas de idiomas. Porque eran demasiado estúpidos y discutidores para hablar sólo uno, y así se engañaban entre sí a través de los idiomas. Nosotros íbamos errantes por entre ellos, siempre extranjeros. Sin permanecer nunca en el mismo lugar durante mucho tiempo, porque, ¿de qué servía eso? Nadie nos quería. Nos despreciaban y siempre buscaban la forma de hacernos daño; así que permanecíamos en un sitio sólo hasta que habíamos ganado algunas monedas mendigando o diciendo la buenaventura o afilando sus cuchillos, o hasta que habíamos robado lo suficiente para comer unos cuantos días más, y entonces seguíamos nuestro camino.
—¿Robar? —pregunté yo, impresionado.
Se echó a reír y apoyó sus enormes manos sobre mis hombros, agarrándome de aquella forma firme y cariñosa tan suya, y me balanceó suavemente hacia delante y hacia atrás mientras yo permanecía de pie ante él.
—Ellos lo llamaban robar. Nosotros lo llamábamos cosechar. Los frutos de la tierra pertenecen a todos los hombres, ¿no, muchacho? Dios nos dio apetitos y puso en el mundo los medios de satisfacer esos apetitos; cuando tomamos lo que necesitamos, simplemente estamos obedeciendo los mandamientos de Dios.
—Pero si tomamos cosas que no nos pertenecen… —dije, pensando en aquellos aferrantes dedos gaje que intentaban arrebatarle su precioso collar a mi hermana.
—Eso fue hace mucho tiempo y la vida era dura. Nos hubieran dejado morir de hambre, así que tomábamos lo que necesitábamos, hierba para nuestros caballos, madera para nuestras fogatas, algunos frutos de los árboles, quizás uno o dos pollos extraviados. ¿Cómo podían ellos negarnos las cosas que estaban en el mundo para que las utilizáramos cuando teníamos hambre, cuando teníamos sed?
Y mi padre me hizo un dibujo de la vida rom en la Tierra gaje que me dejó desconcertado y helado. Una raza de gente sucia y desaseada, vagabundos, charlatanes, mendigos, ladrones, echadores de conjuros, encantadores de serpientes, bailarines y herreros y hojalateros y acróbatas, viajando en destartaladas caravanas de país en país, instalando sus campamentos en las afueras de las ciudades en medio de la basura y la fetidez, manteniéndose unidos con el empleo interminable de la astucia y la improvisación. Obligados a una vida de mentiras y engaños, de mendicidad, de todo tipo de desesperada lucha. Blancos de las burlas y el desprecio, temidos, objeto de murmuraciones. Incluso sentenciados a muerte —¡sentenciados a muerte!— por el único crimen de ser distintos a la temerosa gente sedentaria entre la que vagaban. Empecé a ver aquel mundo perdido de la Tierra como una especie de infierno donde mis antepasados habían sufrido tormento durante miles de años.
Mientras mi padre seguía hablando, me eché a llorar.
—No —dijo, y me agitó secamente —. No hay nada por lo que llorar. Nos hicieron sufrir, pero nunca rompieron nuestro espíritu. Teníamos nuestra vida y los gaje tenían la suya, y quizá la suya era más cómoda, pero la nuestra era más verdadera. La nuestra era la auténtica vida. ¡Éramos los reyes de la carretera, Yakoub! Planeábamos en los vientos más altos. Saboreábamos alegrías que eran completamente desconocidas para ellos. Y aún seguimos haciéndolo. Mira en qué nos hemos convertido, Yakoub: ¡los antiguos ladrones, los antiguos mendigos, los abigarrados gitanos! Reyes de los caminos, sí, ¡y ahora de los caminos entre las estrellas! A lo largo de los años hemos mantenido nuestros caminos. Quizá algunos de nosotros se han apartado de ellos aquí y allá, de acuerdo, pero siempre han vuelto a ellos, siempre han regresado a la forma de vida rom. Y esa forma de vida nos ha traído gran confort y bienestar, con cosas aún más grandes que todavía han de llegar. Hablamos la Gran Lengua. Vivimos la Gran Vida. Viajamos por el Gran Camino. Y siempre nos guía la única Palabra.
—¿La Única Palabra? —pregunté —. ¿Qué es eso?
—La única Palabra es: ¡Sobrevivir!
Por supuesto, seguía comprendiendo muy poco de toda la historia. No me había dicho nada de cómo los roms se habían abierto camino a las estrellas, de cómo había nacido el Imperio, o de cómo fundamos un reino rom y lo entretejimos a la malla del Imperio hasta convertirlo en la auténtica fuerza que dominaba a la humanidad. No servía de nada explicarle todo esto a un niño de seis años, ni siquiera a un niño rom. Como tampoco me habló entonces de la Estrella Romani y de por qué los roms eran un pueblo aparte de los gaje; porque hubiera sido una crueldad permitirme saber tan pronto que estábamos separados de los gaje de una forma secreta que no admitía compromiso, que no había relación alguna entre las dos razas, que éramos de una sangre completamente distinta. No sólo diferente por costumbres y lenguaje, sino por la propia sangre. Habría tiempo para ese triste conocimiento más adelante.
Todo esto tuvo lugar en la ciudad de Vietorion en el mundo Vietoris. No he puesto los ojos en ese planeta desde que fui arrancado de allí por mis segundos dueños, hace más de ciento sesenta años, pero siempre está vívido en mi memoria: el primer hogar, el punto de partida. El deslumbrante cielo estriado de oro y verde. La gran extensión de la ciudad como un chal negro a través de las bajas colinas de la enorme llanura. La sorprendente y dentada lanza roja del monte Salvat alzándose con la fuerza de un trompetazo hasta una altura considerable sobre nosotros. Quizá nada sea tan inmenso como recuerdo, pero prefiero recordarlo de ese modo. Incluso nuestra casa me parece palaciega: baldosas blancas resplandeciendo a la luz del sol, habitaciones después de habitaciones, una suave y lejana música, grandes flores amarillas de almizcleño olor por todas partes en el patio. ¿Era así realmente? En Vietoris éramos esclavos.
Hay esclavitud y esclavitud. Mi padre nos vendió a la Agencia Volstead, pero no para ser encadenados y azotados y no comer más que mendrugos. Nuestra esclavitud, como él decía a menudo, era un simple asunto de negocios. Vivíamos de la misma forma que vivía la demás gente libre. Cada día mi padre iba a los depósitos del astro-puerto, donde las grandes naves de broncíneo morro de la compañía descansaban en sus hangares, y trabajaba en ellas como cualquier otro mecánico, y por la noche volvía a casa. Mi madre enseñaba en la escuela de la compañía. Mis hermanos y hermanas y yo íbamos a la escuela, una distinta. Cuando fuéramos mayores trabajaríamos también para la compañía, en los trabajos que se nos asignaran. Comíamos bien y vestíamos bien. Por el hecho de ser esclavos estábamos atados a la compañía, y nunca podríamos trabajar para nadie más, o abandonar Vietoris para buscar por nosotros mismos una nueva vida: de esta forma la compañía estaba segura de recuperar su inversión en nuestra educación. Pero no éramos maltratados. Por supuesto, la compañía podía decidir vendernos si consideraba que no nos necesitaba. Y a su tiempo eso fue lo que hizo.
Yo contemplaba las astronaves cruzar la noche, iluminando el cielo septentrional como llameantes cometas mientras se alzaban acelerando en busca de la velocidad crítica que les permitiría dar el salto interestelar a través de los años luz, y me decía a mí mismo: «Esa nave vuela porque mi padre puso sus manos sobre ella en los hangares. Mi padre conoce la magia de las astronaves. Mi padre podría volar en una astronave, si le dejaran».
¿Era cierto eso? Supongo que no. Incluso entonces sabía que todos los pilotos de astronave eran roms: a menudo les veía pavonearse por la ciudad, hombres altos de pelo negro con ojos toro, con los uniformes de seda azul de anchas hombreras que los pilotos del Imperio llevaban por aquellos días. Pero eso no significaba que todos los roms fueran pilotos de astronave. Y sospecho que yo no comprendía, por aquel entonces, la distinción entre un mecánico de astronave y un piloto de astronave. Los pilotos eran roms; mi padre era rom y trabajaba con las astronaves: en consecuencia, mi padre sabía cómo pilotear una astronave tan bien como podía saberlo cualquiera de aquellos hombres que se pavoneaban con sus uniformes azules. En realidad mi padre tenía una gran habilidad con las herramientas de todo tipo —el viejo don rom, recorriendo nuestra sangre desde los días en que vagábamos trabajando el cobre y la hojalata y forjando el hierro y reparando cerraduras—, podía hacer cualquier cosa con sus manos, arreglar cualquier cosa, hacer milagros con un trozo de alambre y un pedazo de madera…, pero probablemente hubiera encontrado un desafío demasiado grande, creo, en tomar los controles de una astronave y saber manejarlos a la primera. Y sin embargo, quizás hubiera sabido cómo hacerlo también: intuitivamente, automáticamente. Tenía grandes habilidades. Era un gran hombre.
Me enseñó los nombres de las tribus de los roms. Nosotros éramos kalderash, y luego estaban los lowara, los sinti, los luri, los tchurari, los manush, los zíngaros. Y muchas tribus más. Sospecho que he llegado a olvidar algunas. Viejos nombres, nombres surgidos de nuestro vagar sobre la Tierra. Más tarde, cuando supe acerca de la Estrella Romani y las dieciséis tribus originales, decidí que los nombres que mi padre me había enseñado eran nombres que retrocedían hasta los tiempos de la Estrella Romani. Ahora sé que estaba equivocado, que ésos son nombres que adoptamos cuando nos dispersamos entre los gaje de la Tierra hace sólo unos pocos miles de años, en la época en que íbamos de un lado para otro en nuestros carromatos, viviendo como desheredados. Esos nombres han perdido ahora su significado, porque nos hemos dispersado enormemente sobre muchos mundos y la única tribu que importa ahora es la tribu de tribus, la gran kumpania, la tribu de todos los roms. Pero sin embargo los nombres forman parte de la tradición, que mantenemos y debemos seguir manteniendo. Y así los padres kalderash dicen a sus hijos que ellos son kalderash, y los lowara lowara, y los sinti sinti, aunque se trate de una distinción sin ninguna distinción.
Mi padre me enseñó también la forma de vida rom, tal como ha seguido existiendo de generación en generación a lo largo de los siglos y a través de todas las migraciones. No sólo las costumbres especiales de nuestro pueblo, el folklore, los ritos y festivales y rituales y ceremonias. Esas cosas son importantes. Son los instrumentos de la supervivencia. Nos unen y nos conservan: el conocimiento de lo que es limpio y lo que no, de cómo deben celebrarse nacimiento y matrimonio y muerte, de cómo se establece la autoridad dentro de una tribu, de cómo hay que tratar con los poderes invisibles, todas esas cosas que sabemos son creencias auténticas. Debemos ser tenaces en tales cosas, o estaremos perdidos; y así fui instruido en ellas como lo son todos los niños roms. Pero los ritos y los rituales no son la esencia de la forma de vida rom; sólo son los dispositivos por medio de los cuales se alimenta y sostiene esa forma de vida. Mi padre se cuidó mucho de enseñarme lo que yace debajo de ellas, que es algo mucho más significativo, es decir, el sentido de lo que significa ser rom. Saber que uno forma parte de un pequeño grupo de gente, arrojada por la desgracia de su mundo natal, que se ha mantenido unido contra un enjambre de enemigos en muchos países extraños a lo largo de miles de años. Recordar que todos los roms son primos, y que en ese apoyarnos los unos en los otros está nuestra única seguridad. Considerar en todo momento que uno debe vivir con elegancia y valor, pero que lo primario es sobrevivir y resistir hasta que podamos llevar nuestro largo peregrinaje hasta su final y regresar a nuestro mundo de origen. Darse cuenta de que el universo es nuestro enemigo, y de que debemos hacer todo lo necesario para protegernos.
Al principio sentí muy poca conexión con los roms errantes en sus caravanas, aquellos zarrapastrosos charlatanes y malabaristas que recorrían los caminos de la Tierra medieval. Tenía la impresión de que no me parecía en nada a aquellos antepasados, nosotros los habitantes de un vasto Imperio que vivimos en ciudades y volamos entre las estrellas. Eran curiosidades; eran folklore; eran pintorescos.
Luego llegó la noche en que mi padre me llevó ladera arriba del impresionante monte Salvat, hasta el mirador a cinco mil metros encima de la ciudad, y allí, en aquel aire que era tan ligero y penetrante que me picaba en la nariz, me mostró la Estrella Romani en el cielo y me contó el último fragmento de la historia. Y entonces todo encajó con todo, y supe que yo era uno con aquellos lejanos kalderash y sinti y zingaros y lowara de la desaparecida Tierra, que éramos realmente de una sola sangre y una sola alma, que ellos formaban parte de mí y yo era parte de ellos.
Entonces comprendí finalmente el robo de pollos y manzanas en los tiempos errabundos del lejano pasado: el hambre mata, y debemos seguir viviendo si debemos alcanzar nuestro destino, y si los gaje no nos dejan comer, entonces tenemos que arreglárnoslas por nosotros mismos. Entonces comprendí el desprecio hacia las leyes gaje: ¿qué eran las leyes gaje para nosotros, excepto un arma apuntada hacia nuestras gargantas? Comprendí las mentiras y los engaños casuales, las seis respuestas conflictivas a cualquier pregunta gaje indiscreta, la negativa a ser tragados de ninguna forma por el mundo gaje. Los gaje son el enemigo. No debemos dejarnos engañar en eso. Son el antiguo enemigo, y toda nuestra lucha debe encaminarse a dejarlos detrás nuestro, no a entrar en una unión con ellos. Porque, con tanta seguridad como un río de frescas aguas se pierde en el mar, nosotros nos veríamos perdidos para siempre si dejáramos que los gaje nos engulleran. Eso fue lo que me enseñó mi padre cuando yo era muy joven.
Una tarde, cuando yo tenía siete años, una atractiva mujer vestida con un traje amarillo entró en la clase donde estábamos aprendiendo cosas sobre el emperador, cómo trabajaba de noche y de día para hacer la vida mejor para todos los niños y niñas del Imperio. Miró rápidamente por toda la habitación y señaló a media docena de nosotros, y dijo:
—Tú, tú, tú, tú, venid conmigo. —Yo fui uno de los elegidos.
Salimos fuera. Era un día ligeramente brumoso y había llovido hacía poco: las hojas de los árboles brillaban como si hubieran sido barnizadas. Un coche aguardaba en la calle, largo y bajo y aerodinámico, de color plata metálico, con el emblema rojo de la cola de cometa de la Agencia Volstead en su capota. Recuerdo todo esto como si hubiera ocurrido anteayer.
No me importaba abandonar la escuela. Si quieren que les diga la verdad, nunca me había preocupado demasiado por ella. Yo, el hijo de una maestra. Y la lección de aquel día me había parecido estúpida: ¡el pobre y tonto emperador, trabajando noche y día! Si era tan poderoso, ¿por qué no tenía a gente que hiciera su trabajo por él? Y habían mostrado su imagen en la pantalla de la clase, un hombre pequeño y frágil, muy viejo y delgado, que parecía como si fuera a morirse en cualquier momento. Aquél era el Décimo-tercer Emperador, y en realidad vivió un tiempo sorprendentemente largo después de aquello, pero yo dudaba que nadie tan débil y marchito pudiera siquiera ocuparse de sí mismo, y mucho menos de las necesidades de cada niño y niña del Imperio. La escuela no parecía más que otra tontería gaje para mí: de hecho, ya estaba empezando a despreciar todo lo que no me gustaba calificándolo de tontería gaje. En este caso probablemente tenía razón, aunque he aprendido a lo largo de los años que no todo lo gaje es una tontería, y que de tanto en tanto no todo lo que es una tontería es gaje.
Yo era el único niño rom en el coche. Había una niña rom también, una de las amigas de mis hermanas. Los otros cuatro eran gaje. La niña rom era una esclava como yo, y lo mismo podía decir de al menos uno de los niños gaje. No estaba seguro acerca del resto. No era fácil decir quién era esclavo y quién no. Pero de hecho los seis habíamos elegidos de entre la clase porque éramos esclavos. La compañía estaba iniciando un periodo de austeridad. Un cierto porcentaje de sus esclavos iba a ser vendido, particularmente los esclavos jóvenes aún en el colegio, que no iban a proporcionar beneficios a la compañía como resultado de su inversión hasta dentro de algunos años. Estábamos siendo llevados a la plaza del mercado para ser vendidos, allí y entonces. Nunca volvería a ver mi hogar, ni mi padre, ni mi madre, ni mis hermanos y hermanas. Perdería mi pequeña colección de cubos de música, mis libros de cuentos y mis juguetes. Nunca recibiría mi parte de los viejos tesoros rom de la Tierra que había en nuestra casa. Nada de esto me fue explicado mientras nos conducían a la plaza del mercado. Hay algunas formas en las que incluso la esclavitud moderna es muy parecida a la antigua.
En el vestíbulo de la plaza del mercado me examinaron, me palparon, me golpearon suavemente aquí y allá, me hicieron pasar por delante de alguna especie de scanner. Nadie deseaba saber mi edad o mi nombre o ninguna otra información referente a mi persona. Un robot puso un sello en mi brazo: escoció durante unos momentos y dejó una marca circular púrpura.
—Lote noventa y siete —oí que decía una voz ronca y aburrida —. Un chico.
—Pasa dentro, noventa y siete —dijo otra voz —. Aquella fila de allí.
Nuestra venta fue rápida, allá en el mercado de esclavos de Vietorion. Fue algo como un sueño para mí. Cuando pienso ahora en aquella tarde siento el mismo rugir en mis oídos que a veces siento en sueños, y todo se mueve muy lentamente, casi como si no se moviera en absoluto, y hay terribles espectros por todas partes.
Nos hicieron subir a un estrado circular debajo de un resplandeciente globo de brillante y ardiente luz en el centro de una inmensa habitación desnuda que parecía un almacén. Había cientos de nosotros a la venta, la mayoría niños, pero no todos. Algunos eran muy viejos, y sentí pena por ellos. Todos estábamos desnudos. Yo no tenía ningún problema en estar desnudo, pero algunos de los demás intentaban cubrirse miserablemente con las manos en sus ingles o los brazos cruzando sus pechos, como si quisieran ocultarse. Mucho más tarde, cuando comprendí más acerca de la forma en que funcionaban los mercados de esclavos, me di cuenta de que aquellos que intentan cubrirse normalmente son comprados los últimos, por los precios más bajos, y por los dueños más avarientos. La teoría es que un esclavo preocupado por asuntos tales como la intimidad y la vergüenza va a resultar también conflictivo en otros aspectos.
Un dispositivo romo que se parecía un poco a un cañón de neutrones descendió del distante techo y empezó a girar. Una luz de aviso roja en la pared se puso a brillar. Ahora los rayos exploradores médicos estaban recorriendo nuestros cuerpos. Si los rayos hallaban algún tipo de defecto, alguna herida o úlcera interna, una rotura de hueso mal curada, una debilidad en el corazón o en los pulmones, sería detectada instantáneamente y aparecería en la pantalla de ventas, de donde los compradores en perspectiva tomarían la debida nota.
Mientras tanto, la venta proseguía, clic clic clic. Los compradores llevaban terminales electro-miógrafos unidos a sus mejillas, y la subasta estaba siendo conducida a la velocidad del pensamiento, Una determinada contracción de los músculos faciales indicaba la elección de un esclavo, otro tipo de contracción registraba la oferta. Una suave y rápida descarga eléctrica indicaba al comprador sí o no, y la siguiente ronda proseguía hasta que se cerraba la venta. Todo el proceso no tomó más de tres o cuatro minutos.
Por supuesto, por aquel entonces yo no comprendía nada de aquello ni de todo lo demás que estaba ocurriendo a mi alrededor. Todo pasaba por mi lado de una forma extrañamente serena. Como un sueño, sí. A veces los sueños más aterradores son los más serenos.
—Noventa y siete —dijo un pequeño robot. Me volví, y estampó en mi frente el número de código de mi comprador, y eso fue todo.
Antes de que llegara la noche estaba a bordo de una astronave rumbo a Megalo Kastro.
—¿Qué precio pagaron por ti? —preguntó un muchacho alto de rostro plano.
Éramos diez en la cabina. Yo era el más pequeño. Simplemente le miré y parpadeé.
—Es demasiado pequeño —dijo uno con un extraño y lacio pelo naranja —. No sabe leer.
—¡Claro que sé! —exclamé —. ¿Os creéis que soy un niño?
—Yo fui vendido por sesenta y cinco cerces —anunció el muchacho del rostro plano.
—Yo, ochenta —dijo uno que llevaba una brillante joya verde en medio de su mejilla izquierda.
El muchacho del rostro plano le miró con ojos llameantes. Pensé que iban a pelearse.
—¿Cómo podéis saber el precio? —pregunté a uno de los otros chicos, uno pequeño y tranquilo.
—Está en el código de tu frente. Necesitas un espejo para verlo. —Me escrutó atentamente —. A ti te compraron por cien.
—Mi precio fue cien cerces —le dije al muchacho del rostro plano —. ¿Qué te parece?
Todos se volvieron para mirar, apiñándose a mi alrededor. Parecían escépticos, y luego parecieron furiosos, y luego sorprendidos. Eché los hombros hacia atrás y di una palmada y me eché a reír.
—Cien cerces —dije de nuevo —. ¡Cien!
Aún hoy me siento orgulloso de aquello. Alguien debió ver posibilidades en mí, incluso entonces.
Había sido comprado por la Liga de Mendigos, Logia 63, Megalo Kastro. El nombre de mi maestro de logia era Lanista, y compartí mi cabina con otros cuatro muchachos llamados Kalasiris, Anxur, Sphinx y Focale. Doy sus nombres aquí porque todos ellos llevan años muertos, y es una delicadeza mencionar los nombres de los muertos olvidados, aunque no sean miembros de tu clan. Lanista era rom, y mis cuatro compañeros de cabina no. Creo que conseguí un precio tan alto porque cualquiera podía ver a la primera mirada que yo era rom. La Liga de Mendigos es una empresa gaje, pero consiguen a todos los roms que pueden porque nos consideran unos mendigos muy superiores. El mendigar está en nuestros genes, creen. Y no están lejos de la verdad, ¿saben?
Aunque puedo recordar nombres y rostros y lugares y todos esos otros detalles de haber sido vendido y arrancado lejos de mi familia, no puedo decirles cuánto tiempo transcurrió antes de que comprendiera que no iba a ver de nuevo mi hogar. A veces las grandes cosas escapan completamente de la atención de un niño mientras los pequeños detalles se te quedan grabados. No sé lo que pensé de todo lo que me estaba ocurriendo. Ser sacado de la escuela, sí; ser vendido, sí; ser puesto a bordo de una astronave, sí; ir a un lugar muy lejano, sí. ¿Pero para siempre? ¿Para no regresar nunca? ¿No más madre, padre, hermanos, hermanas? No recuerdo haberme sentido turbado por nada de aquello en aquellos momentos. Todo lo que notaba era una sensación extraña y maravillosa de estar flotando libre. Una semilla en el viento, derivando a sus soplos. Yendo allá donde me llevaba el viento.
Pero soy un rom, por supuesto. Cuando permanecemos demasiado tiempo en un lugar empezamos a oxidarnos. Los esclavistas me estaban haciendo simplemente un favor llevándome lejos. Liberándome con el simple hecho de someterme a otra esclavitud. Eran quienes me ponían en el camino que se suponía que debía recorrer.
No hay ningún mundo que se parezca a Megalo Kastro en la parte conocida —es decir, habitada por los humanos— de la galaxia. El nombre significa Gran Fortaleza en griego, una de las antiguas lenguas de la Tierra, y de hecho hay una gran fortaleza de piedra allí, posada como una gran bestia agazapada sobre un escabroso acantilado que domina el mar. Pero no había sido construida por los griegos. No había sido construida por nadie de ninguna de las dos razas humanas que pudiera reclamar su propiedad.
No tienes que caminar más que una docena de pasos bajando el Salón de los Equinoccios de la fortaleza de Megalo Kastro para darte cuenta de eso. El salón recibe su nombre porque dos veces al año la pulsante luz roja dorada del sol cruza el arco de la entrada e incide en la parte superior de un altar en su extremo occidental, exactamente en el momento del equinoccio. No hay nada extraordinario en ello; los hombres del paleolítico construían altares así en la Tierra hace veinte mil años.
Pero la geometría del Salón de los Equinoccios te corta la respiración. Quiero decir literalmente. Caminas unos pocos pasos a lo largo de ese retorcido corredor de áspera piedra verde y empiezas a jadear ligeramente. Es como caminar sobre la cubierta de un bamboleante barco. Todo es desordenado e inestable. Esperas que las paredes empiecen a deslizarse hacia delante y hacia atrás. Unos cuantos pasos más, y comienzas a sudar, El abovedado techo a veinte metros encima de tu cabeza no deja de ondular, o al menos así te lo parece. Tus ojos empiezan a pulsar, porque no pueden seguir las líneas arquitectónicas y se desenfocan constantemente. Toda la estructura es así: extraña, opresiva, fascinante.
Nadie sabe quién la construyó. Se yergue ahí, gigantesca, aterradora, misteriosa, medio en ruinas, sin decirnos nada. Los arqueólogos creen que su antigüedad es de cinco o diez millones de años. No puede ser mucho más vieja que eso, dicen, porque Megalo Kastro es un planeta joven sometido a constantes y tremendos movimientos geotécnicos; al ritmo que se alzan y se hunden sus continentes, la fortaleza no puede ser enormemente antigua. Pero parece que tenga mil millones de años de edad. En una de las habitaciones subterráneas hay la silueta de una sola y ancha mano dibujada con lo que parece ser cal, pero no lo es, en una de las paredes, y esa mano tiene siete dedos de igual tamaño y un par de pulgares oponibles, uno a cada lado. Quizás uno de los constructores se divirtió dibujando una fantasía durante la pausa de la comida. Quizá fue puesta ahí como una broma por algún miembro del primer equipo de exploración de la Tierra que encontró el lugar. ¿Quién puede decirlo? Si pudiéramos desenterrar algunos artefactos alienígenas por los alrededores tal vez nos dijeran algo, pero el único artefacto del que disponemos es la fortaleza en si, meditando al borde del mar.
Y ese mar…, esa pesadilla de mar…
Hay muchas formas de vida en Megalo Kastro, casi todas ellas grandes, predadoras y malignas. Es un mundo joven, como he dicho: se halla en su período mesozoico, y todo tiene escamas y colmillos. Pero la más grande de las formas de vida es una que, gracias a Dios, es única de Megalo Kastro. Me refiero al propio mar. No es un auténtico mar, sino un enorme y horrendo magma de pálido lado rosado, cálido, tembloroso, siniestro, insondablemente profundo, que se extiende a lo largo de un abisma no cartografiado de diez mil kilómetros de anchura.
Ese mar está vivo. No quiero decir con eso que esté lleno de cosas vivas. Quiero decir que es una cosa viva, una entidad maligna y única con alguna especie de inteligencia de bajo nivel. O, por todo lo que sabemos, una inteligencia de nivel de genio. Piensa. Percibe. Puedes observar realmente sus procesos mentales: ondulaciones interrogativas en su superficie alzándose en pequeños estremecimientos que son como preguntas, protuberancias de corta vida como gusanos exclamativos, burbujeantes orificios que se abren y se cierran. Dios sabe qué proceso evolutivo le dio existencia. Dios lo sabe, pero nadie más. Recoge una pequeña masa para estudiarla, y todo lo que obtendrás es un poco de agua lodosa que se enfría rápidamente. Y la cosa de la que ha sido tomada sigue calentándose al calor del magma subterráneo de Megalo Kastro, y sus brazos descansan en las orillas de los lejanos continentes, burlándose de ti. Y te devorará si tiene la oportunidad.
Créanme. Lo sé.
La corteza de Megalo Kastro está llena con todo tipo de valiosos elementos que se agotaron hace ya mucho tiempo en otros mundos, y una docena de compañías mineras distintas operan en ella. La mayoría buscan transuránicos, que consiguen un buen precio en casi cualquier sistema solar, pero hay también un equipo rom que busca tierras roms, especialmente las más escasas, tulio, europio, holmio, lutecio.
(Aquellos que raramente abandonan su mundo natal se sorprenden siempre de saber que todos los planetas de la galaxia, no importa lo lejanos o lo extraños que puedan ser, están compuestos por el mismo conjunto general de elementos. Creo que piensan que los mundos alienígenas deben estar hechos de elementos alienígenas, y que es algo impropio —incluso irritante— hallar cosas tales como oxígeno y carbono y nitrógeno en ellos. Como si un átomo con el número atómico y el peso del hidrógeno pudiera ser algo más aparte hidrógeno en algún otro mundo. Sólo un idiota pensaría que cada planeta tiene su propia tabla periódica. Sólo hay un juego de elementos básicos en el universo: ¿acaso creían ustedes otra cosa?)
El trabajo minero en Megalo Kastro no es una ganga, considerando el calor, la humedad, los colmilludos monstruos que acechan detrás de cada arbusto espinoso, la frecuencia de las devastadoras erupciones volcánicas, y las otras varias cualidades desagradables del lugar. Sin embargo, es una industria provechosa, por decir lo menos, y todo el planeta tiene el aire de una próspera ciudad donde el dinero fluye abundante de bolsillo a bolsillo. Lo cual lo convierte en una fértil esfera de operaciones para la Liga de Mendigos.
Fue Lanista quien me enseñó a mendigar. Nuestro maestro de logia. Era un rom sinti, de unos veinte o quizá treinta años, con una piel extrañamente pálida y unos ojos fríos muy separados.
—Tú sonríeles —me dijo —. Ésa es la clave, sonreír. Haz que tus ojos brillen. Adopta una expresión patética e implorante a la vez. Luego tiende tu mano, y romperás sus corazones.
Empecé a ver por qué la liga había pagado aquel precio por mí. Tenía el brillo en mis ojos. Tenía la sonrisa. Era el mendigo ideal, encantador, irresistible, listo.
—¿Y si no me dan nada? —pregunté.
—Cuando digan que no y agiten la cabeza, mírales directamente a los ojos. Sonríe con tu sonrisa más dulce. Y diles con una voz de ángel: «Tu madre se acuesta con los camellos» Y luego márchate como si les hubieras dado tu mejor bendición.
Me gustó la idea de ser mendigo. No ofendía mi sentido del orgullo. Era un desafío; requería técnica. Deseaba ser bueno en ello. ¡Por o Beng el Diablo, deseaba ser el mejor!
Más tarde, cuando espectré a la Tierra y vi a los roms de los viejos días, observaron su forma de mendigar con los ojos de un profesional evaluando a otro. Eran buenos. Muy buenos. Vi a las madres gitanas en las calles susurrar a sus pequeños, cuatro años, cinco: «Mong, chavo, mong», mendiga, muchacho, mendiga, y enviarlos entre los gaje. Para entrenarlos, para desarrollar pronto sus habilidades. Mendigar te ayuda a aprender a no tener miedo. El miedo es un lujo inútil cuando vives una vida rom. Un poco de miedo te proporciona la especia de la sabiduría, pero más de la cuenta te vuelve impotente.
Mendigar es útil en otro sentido. Te hace invisible. La mayoría de la gente no quiere vera un mendigo, porque verlo agita su culpabilidad y su ansiedad y su mezquindad y otras sensaciones negativas. Así que un mendigo puede moverse prácticamente sin que nadie repare en él entre una multitud, excepto si insiste en ser visto.
(Debería dejar claro que la actividad primaria de la Liga de Mendigos es mendigar: mendigar para los gastos de la compañía, más o menos. Pero el trabajo principal de la liga es el espionaje. Nadie me dijo eso cuando llegué a Megalo Kastro. Pero resultó evidente a medida que iba pasando el tiempo.)
Cuando terminó de aleccionarme, Lanista me proporcionó los instrumentos y las insignias de mi profesión. Mi escudilla para las limosnas, en la que podían meterse las monedas pero de la que no podía sacarse ninguna sin que sonara una alarma. (La escudilla haría sonar también su alarma, lo suficientemente fuerte como para sacudir a un cometa fuera de su órbita, si alguna vez se alejaba más de tres metros y medio de mi cuerpo.) Mi bastón del oficio, que indicaba que yo era un mendigo con licencia y que todos los fondos que recogiera iban destinados a usos piadosos. Mi pañuelo para el cuello rojo, que todos los mendigos de la liga llevan para que puedan reconocerse entre sí al primer golpe de vista y mantener de este modo entre ellos una distancia adecuada. Y mi amuleto santo, una pequeña placa plana de metal plateado grabada con intrincados dibujos de una sustancia brillante y más oscura, que tenía que colgar en torno a mi cuello, bajo el pañuelo, para protegerme de los peligros no especificados contra el alma. El amuleto contenía en realidad una grabadora lo suficientemente sensible como para captar cualquier cosa que se dijera dentro de un radio de cinco metros a mi alrededor, pero Lanista no vio la necesidad de decirme aquello.
—Ahora ya estás preparado, Yakoub —me dijo. Fuera había un coche aguardando para llevar a todos los mendigos a la ciudad para el trabajo de la mañana. Me volví y miré, y él me hizo un signo secreto rom y me guiñó un ojo —. Ve —dijo —. ¡Mong, chavo, mong!
Era una ciudad horrible, nada más que cabañas de plancha ondulada manchadas del lodo púrpura de las calles no pavimentadas. Durante seis de cada diez horas del día caía una ligera lluvia, y el aire estaba tan saturado de humedad que el moho flotaba en él en suspensión, dándole una coloración verdosa. Velludas cosas blancas se metían en tus pulmones cada vez que inspirabas una bocanada.
Pero el mendigar era bueno. Los mineros volvían de sus pozos y sacaban dinero de sus cuentas de paga para unas rápidas vacaciones, y creían que freía mala suerte dejar que el dinero permaneciera demasiado tiempo en sus bolsillos. Lo gastaban principalmente en juego, bebidas, drogas y prostitutas, como han hecho siempre los hombres en tales ciudades desde el principio de los tiempos. Pero no había ni uno de ellos que no arrojara un puñado de óbolos en la escudilla de un pequeño mendigo, y cuando ocurría que tú llegabas justo en el momento preciso, te arrojaba generosamente cincuenta mínimos, una tetradracma, incluso una moneda de uno o dos cerces, tuvieran lo que tuviesen en su bolsa. Eso contaba al final del día.
Aunque yo era el más joven y más encantador y probablemente el más listo, también era el más nuevo y quizás el más inocente. Eso me trajo problemas al principio. Tenías que tener un territorio; y, por supuesto, los chicos ya estabilizados de la liga habían acotado las zonas más lucrativas para ellos. En cuanto a los otros chicos que habían llegado conmigo, eran entre dos y cinco años mayores que yo, y demostraron ser rápidos en coger lo mejor de lo que quedaba para ellos. Todo lo que pude hacer fue pasearme por la periferia de la ciudad. Tenía suerte cuando traía cinco óbolos al día.
Aquello era malo. Se nos adjudicaba un porcentaje de lo que recaudábamos para permitirnos a la larga comprar nuestra libertad, y si continuaba a aquel ritmo seguiría siendo esclavo de la liga cuando cumpliera los cien años. No deseaba eso, y la liga tampoco lo deseaba: un mendigo de más de doce años no les servía para nada, y deseaban que fuéramos capaces de comprar nuestra libertad y marcharnos cuando nos volviéramos improductivos. A menudo, sin embargo, pedían a los ex mendigos más capaces que firmaran contrato con la liga como hombres libres para ocupar las jerarquías superiores.
Una vez me di cuenta de lo que estaba ocurriendo encontré un nicho para mí que los demás muchachos no se habían molestado en tocar. En vez de pedir a los mineros, pedía a las prostitutas.
Su liga tenía el mismo sistema que nosotros, pero ellas estaban sujetas a un mínimo de diez años de servicios, de modo que no sentían la misma presión que nosotros acerca de ganar y ahorrar, ganar y ahorrar. Y descubrí rápidamente lo fácil que era extraerles unas cuantas monedas. Sólo había que despertar en ellas el sentido maternal, ése era el truco. Dejar que se sintieran madres hacia ti. Y pagaban y pagaban y pagaban.
¡Buen Dios, cómo deseé tener unos cuantos años más! Pasaba mis días de trabajo en esta y aquellas alcobas perfumadas, dejando que me apretujaran contra sus brillantes y oscilantes pechos o apoyaran mi mejilla contra sus orondos y enjoyados vientres. Incluso después de todo este tiempo las recuerdo vívidamente, incluidos sus nombres: Mermela, Andriole, Salathastra, Shivelle. La fragancia de sus cuerpos. El sedoso lustre de sus muslos. Aquellos rosados pezones, aquella elástica piel. Cada una de ellas era hermosa. (Quizá no lo fueran realmente, pero así es como las recuerdo, en cualquier caso, de modo que así debe ser: todas eran hermosas.) Me dejaban que las tocara por todas partes. Se reían, se estremecían, les encantaba. Y yo les encantaba. Cuando llegaban los clientes me marchaba rápidamente por la parte de atrás, aunque algunas me dejaban quedarme, oculto detrás de las cortinas y escuchando todos los jadeos y gruñidos. De tanto en tanto también miraba. Aprendí mucho, siendo tan joven. Y en mi escudilla de limosnas se acumulaban los óbolos y los tetradracmas y de tanto en tanto alguna espléndida moneda de cinco cerces brillando con todos los colores del arco iris.
En el distrito de los prostíbulos me convertí en la mascota de todo el mundo, en el juguete de todo el mundo. Algunas de las más jóvenes —no tendrían más de trece o catorce años— estaban dispuestas incluso a proporcionarme alguna educación de primera mano sobre los misterios del amor. Pero por supuesto yo sólo tenía siete años, y eso hubiera sido no sólo una abominación sino también una pérdida tanto de su tiempo como del mío. Me contenté con aprender observando, al menos durante otro par de años.
¡Cómo entraba el dinero! Había días en que apenas podía acarrear mi escudilla de vuelta a la logia, tan llena estaba de monedas. (Mi grabadora estaba llena también, con la charla íntima de los prostíbulos. Seguía sin tener idea de que los miembros importantes de la liga eran también una especie de mineros, y que se pasaban varias horas cada noche procesando nuestras cintas, filtrando todo lo inútil y buscando los datos para recoger, los cuales nos pagaban a los mendigos, retazos de información como que los hombres de las minas estaban engañando a sus patronos reteniendo la localización de ricas vetas de mena.)
Al cabo de poco tiempo me había convertido en la estrella de la liga. El gran productor: el mendigo número uno. Lo sabía porque Lanista y los demás hermanos superiores de la logia me trataban con gran calor y respeto y también por la evidente envidia e incluso frialdad de mis compañeros mendigos. Bien, eso era asunto mío. Cuando mi compañero de cabina Sphinx intentó meterse en mi territorio lo llevé aparte y lo zurré hasta hacerle sangre. Yo tenía ocho años y él once; pero tenía que cuidar de mi carrera.
Entonces, por primera vez, los espectros empezaron también a visitarme con cierta regularidad. Aquello resultó ser lo más excitante, más aún que los juegos que estaba empezando a practicar con las prostitutas en sus alcobas, incluso más que la visión ocasional de algún reptil gigante merodeando por los alrededores del campo de fuerza que protegía la ciudad.
Sabía algo sobre los espectros. Había habido el espectro de aquella vieja arpía en mi infancia, aunque no había hablado de él a nadie. Pero cuando fui un poco mayor oí algo relativo a los espectros de boca de mi padre, que se había preocupado mucho de prepararme para cualquier cosa que pudiera ocurrirme en mi vida adulta, y llegué a sospechar que la vieja había sido probablemente un espectro. Pero aunque debía haberme visitado cinco o seis veces cuando yo era todavía muy pequeño, no había vuelto a verla desde que había abandonado Vietoris, ni a nadie como ella. Y así me sobresalté un poco, unos años más tarde, cuando los espectros empezaron a acudir a mi en Megalo Kastro.
—Es algo que sólo los roms pueden hacer —me había dicho mi padre —. Y no todos los roms; porque requiere entrenamiento, requiere voluntad. Y debes tener ante todo el poder en ti. Abandonar el cuerpo, escindirte de ti mismo e ir a vagar por el tiempo y el espacio…
Cuando apareció el primer espectro, pensé que era mi padre. Flotó a mi lado: un cuerpo grande y poderoso, unos ojos llameantes, un bigote negro, algo transparente pero sólido al mismo tiempo. Había un aura a su alrededor. Su risa era resonante: como el retumbar del trueno que desciende de las brumosas mesetas de Darma Barros, donde los grandes relámpagos crepitan a cada momento del día. Anxur estaba conmigo, y Focale, pero el espectro no se dejó ver de ellos. Ni pudieron oír tampoco aquella espléndida risa.
Se parecía a mi padre pero había algo que no encajaba, algo en su rostro. Por supuesto. El espectro no era mi padre: era yo. Pero no me dijo eso. Todo lo que hizo fue sonreír y apoyar una mano en mi hombro y decirme:
—Ah, aquí estás, Yakoub. ¡Qué grande te estás haciendo! ¡Qué bien lo estás llevando! Sigue así, muchacho. ¡Todo avanza en la dirección correcta!
Aquel espectro acudió tres o cuatro veces al año, y eso fue casi todo lo que me dijo. Había otros dos espectros a los que vi ocasionalmente, un hombre más joven y una mujer muy hermosa, que nunca me dijeron nada sino que simplemente se me quedaban mirando y mirando como si yo fuera algún tipo de curiosidad o fenómeno. No tenía ni idea de quiénes eran, y pasó mucho tiempo antes de que lo averiguara. Pero sus infrecuentes visitas eran bien recibidas. Era una sensación cálida y segura, saber que estaban cerca. Pensaba en mis espectros como en ángeles guardianes de algún tipo. Y eso sospecho que eran.
Todo fue bien, aquellos primeros años en Megalo Kastro. Estaba creciendo rápido, y mi astucia aumentaba. Estaba ahorrando dinero para mi libertad. Tenía vagas ideas acerca de comprar mi libertad cuando tuviera diez años y volver a Vietoris como hombre libre para trabajar al lado de mi padre en los talleres del astro-puerto.
Pero luego todo empezó a cambiar, muy rápidamente y a peor.
Primero hubo cambios en los niveles superiores de la logia de la liga. Al parecer aquello era una costumbre dentro de la liga, impedir que alguien se construyera una base privada de poder. El preceptor general fue transferido a algún otro mundo, y vino un nuevo hombre de uno de los planetas del Haj Qaldun, y luego fue reemplazado el procurador, y poco después obtuvimos un nuevo abate principal. El último de los oficiales originales de la liga en marcharse fue Lanista, el maestro de la logia, el único rom en la jerarquía superior de nuestra logia y mi aliado particular; e inmediatamente después de irse me sentí de pronto tremendamente solo. En especial puesto que las nuevas jerarquías procedieron a imponer sobre nosotros toda una serie de sorprendentes y crueles nuevas reglas.
Nunca llegué a saber si instituyeron sus «reformas» porque habían recibido órdenes del alto mando de la liga de reducir los gastos de las logias o simplemente porque eran personas de espíritu frío y austero. Quizá fuera algo de ambas cosas. Pero fuimos informados, una semana después de la partida de Lanista, de que a partir de entonces nuestra parte de las ganancias diarias se vería reducida a una quinta parte de lo que recibíamos antes, y de que los cálculos serían ajustados retroactivamente los últimos dieciocho meses. Asimismo, las horas diarias de mendicidad se verían aumentadas, y se esperaba que contribuyéramos con diez óbolos al día por nuestra comida, que hasta entonces había sido proporcionada gratuitamente por la logia. Hubo también una repentina caída en la cantidad y calidad de la comida de la logia…, pese a que nunca había sido nada extraordinario.
Nada de esto tuvo mucho sentido para mí, como tampoco lo tiene ahora. Matar de hambre a tus trabajadores no es una buena forma de incrementar la producción. Hacer virtualmente imposible comprar nuestra libertad no sólo iba contra la política establecida de la liga de intentar librarse de nosotros cuando alcanzáramos los doce años, sino que eliminaba completamente nuestro incentivo de llenar nuestras escudillas. (Pero por supuesto eran las conversaciones que grabábamos, no las monedas que acumulábamos, lo que realmente interesaba a la liga. Aun así, nuestras ganancias distaban mucho de ser despreciables.) La mejor explicación que puedo dar es que estaban intentando convertimos en unos descontentos, de modo que así tuvieran un pretexto para vendernos mientras aún estábamos bajo su dominio en vez de dejarnos trabajar hacia nuestra libertad. Una política mezquina y abocada al fracaso, pero la historia humana está llena de tales cosas.
¿Que si protestamos ante todo aquello, preguntan? ¿A quién? ¿Y para qué? Éramos esclavos.
Yo me sentía tan satisfecho de estar entre mis voluptuosas damas —y ahora estaba a punto de cumplir los diez años, cada día era iniciado a nuevos misterios—, que los nuevos cambios en la logia me importaron muy poco al principio. Pero estaba creciendo rápidamente y me sentía hambriento todo el tiempo bajo las nuevas raciones, lo cual me ponía furioso. Y a la hora del recuento mensual descubrí que me hallaba impotentemente lejos de mi libertad, mi regreso a Vietoris, mi familia, mi padre. Así que cuando mis compañeros mendigos empezaron a agitarse y a conspirar entre ellos, me sentí muy dispuesto a unir mis esfuerzos a los suyos.
El líder era Focale. Era el muchacho de rostro plano que me había preguntado mi precio aquel primer día de nuestro viaje a Megalo Kastro. Entonces no me había gustado. Pero después habíamos terminado haciéndonos amigos, más o menos. Ahora era más alto y con un rostro aún menos agraciado, con extraños rasgos medio formados y unos ojillos descoloridos.
—Debemos escapar —dijo un día, mientras estábamos en los baños. Puesto que no llevábamos nuestros amuletos, sus palabras no podían ser registradas para nuestros amos —. No pueden retenernos. Nos abriremos camino hasta el astro-puerto y nos introduciremos en una de las naves que vayan a partir.
Era una completa locura, por supuesto. Pero deben recordar que todavía seguíamos siendo sólo unos niños.
De todos modos lo intentamos, no una sino cuatro veces. Nos deslizamos fuera de la logia y fuimos a pie cruzando la ciudad hasta el astro-puerto, con la esperanza de conseguir escapar. Fuimos cogidos cada vez. Los censores aparecieron bruscamente delante y detrás de nosotros, sus manos se cerraron sobre nuestras nucas, las patadas y los bofetones, los días de pan y agua: eso fue lo que ocurrió cada vez. Nunca tuvimos ninguna oportunidad de escapar. Había transmisores tele-vectores en nuestros amuletos sagrados que radiaban constantemente nuestra localización, pero nosotros no lo sabíamos. Una vez incluso nos dejaron llegar hasta las inmediaciones del astro-puerto. Contemplamos las grandes naves erguidas con el morro apuntando al cielo e intentamos imaginar a qué mundos iban destinadas.
—¡Galgala! —exclamó Focale —. Donde todo es de oro. —Y Anxur susurró —: ¡No, Marajo! Hay un desierto allí cuya arena brilla como diamantes. —Sphinx habló de los lujuriantes bosques de Estrilidis, donde los felinos tenían dos colas. Y entonces los censores se alzaron delante y detrás de nosotros, y nos cogieron, y nos golpearon hasta que lloriqueamos pidiendo misericordia.
Ése fue nuestro tercer intento. Nunca volvimos a ver a Focale después de ello. Supusimos que había sido vendido fuera del planeta, porque era el peor busca-problemas de la logia.
Incluso sin él estábamos decididos a escapar. Yo más que los otros: me convertí en el líder en su lugar, pese a que era uno de los más jóvenes. Mi esclavitud, que había soportado confortablemente durante los primeros años, se había convertido ahora en un peso intolerable. Me sentía furioso todo el tiempo. Espumaba de rabia e impaciencia. ¿Por qué debía pasar mi adolescencia en aquel miserable y sudoroso mundo, mordisqueando mendrugos de pan seco y mendigando en mugrientos prostíbulos unas cuantas monedas? Vivía día y noche sólo para el momento de alcanzar la libertad. Mientras recorría la ciudad estudié el laberinto de callejuelas y pasajes cubiertos, elaborando un itinerario que imaginaba me permitiría eludir a los censores. Mis amigas las prostitutas podrían ayudarme. Tenía intención de pasar de alcoba en alcoba, ocultándome detrás de sus faldas y debajo de sus camas, zigzagueando por la ciudad hasta alcanzar el lugar desde donde pudiera correr hacia la libertad. Luego tendría que arriesgarme con los horrores con alas y picos de la jungla exterior, pero tenía un plan. Iría hacia el oeste, alejándome del astro-puerto, y buscaría refugio durante la noche en la gran fortaleza que dominaba el mar. Nunca esperarían eso; pensarían que me sentiría aterrorizado sólo de acercarme a aquel lugar. A todo el mundo le ocurría. Pero yo era rom; ¿por qué debería temerle a un montón de viejas piedras? Me ocultaría allí y les dejaría creer que había sido devorado por algún monstruo salvaje, y al cabo de un tiempo volvería, rodeando toda la ciudad. Cuando alcanzara el astro-puerto suplicaría refugio al primer rom al que espiara, y eso podría ser el fin de mi esclavitud. O eso creía.
Me atraparon antes de que hubiera recorrido media ciudad, y esta vez me golpearon sin la menor piedad. Pensé que iban a romperme todos los huesos, y quizás ésa fuera su intención, pero yo era joven y ágil. Luego me llevaron ante el procurador. Aquel hombre siniestro y glacial me miró fijamente y luego preguntó al maestro de la logia:
—¿Cuántas veces han sido?
—Este es su cuarto intento, señor.
—¿Dónde adquirimos esta basura? Haz con él lo que hiciste con el otro. Aquél tan desagradable.
Así que iban a enviarme al mismo lugar donde habían enviado a Focale. No me importó. Nada podía ser peor que seguir en la logia.
Un censor de la liga, con un bovino rostro rojo y unos hombros enormes, me hizo subir a un todo terreno, y nos dirigimos al norte y luego al oeste durante media hora o así. Era un día bochornoso, y el sol estaba cubierto por un velo verde grisáceo. Al cabo de un tiempo vi la oscura silueta de la antigua fortaleza erguirse recortada contra el cielo, allá delante.
Pese a todo mi valor contuve bruscamente la respiración y me hundí en mi asiento. ¿Qué íbamos a hacer allí?
Pero no íbamos allí. El censor giró hacia una carretera lateral que conducía directamente al mar. Nos detuvimos en una curva y me ordenó que bajara. La carretera seguía en aquel tramo el borde de un agreste acantilado de una piedra verdosa, blanda y de aspecto jabonoso, muy dentada y erosionada. El mar se extendía a veinte o treinta metros más abajo; era una caída en vertical desde el borde mismo de la carretera. Miré por encima de aquel borde. Nunca antes le había echado una mirada de cerca al mar de Megalo Kastro. No era nada que se pareciera al agua; era rosado y de aspecto rígido, como si estuviera recubierto por alguna especie de asquerosa espuma, y de él brotaba un ligero vapor. Su superficie era áspera y grumosa. No había nada parecido a olas. Permanecía casi inerte, apretando contra la orilla, efectuando pequeños y siniestros movimientos ondulantes.
El censor cogió mi amuleto y me lo arrancó del cuello de un tirón.
—Ya no necesitarás esto, pequeño rom.
Entonces comprendí lo que estaba a punto de ocurrir, e intenté liberarme. Pero él era demasiado rápido para mí. Me cogió por la cintura y me alzó por encima de su cabeza en un rápido movimiento, y me lanzó con todas sus fuerzas hacia aquel repugnante mar.
Ya estaba muerto. No tenía la menor duda al respecto. Si no me rompía el cuello al golpear la superficie del mar, sería devorado en un instante por él. Mientras flotaba y giraba sobre mí mismo en mi caída me sentí enfermo de miedo, sabiendo que aquél era mi fin. Durante años había oído historias acerca de aquel extraño mar, acerca de cómo era un gigantesco organismo vivo de miles de kilómetros de profundidad y anchura, de cómo se alimentaba de las criaturas terrestres que caían a él, de cómo a veces incluso extendía un pegajoso zarcillo hacia la orilla para atrapar a alguien que pasara lo bastante cerca.
Fue una caída larga. Pareció tomar una hora. Duró tanto tiempo que el miedo me abandonó y empecé a sentirme impaciente por saber qué iba a ocurrir a continuación. Noté el calor del mar alzarse hacia mí, y su extraño olor, dulce y no desagradable, golpeó mi olfato. Cálidas corrientes de aire jugueteaban sobre su superficie. Pensé en mi padre y en mi hermana Tereina y en la regordeta y pequeña prostituta Salathastra. Luego choqué contra la superficie.
Pese a la altura de la que había caído, mi amerizaje fue blando y suave. El mar pareció tenderse hacia arriba para atraparme y me atrajo hacia sí. Yací suavemente bajo su superficie, sin moverme, sin siquiera molestarme en respirar, apresado por la densidad de aquel extraño fluido caliente.
¿Era así como se sentía uno estando muerto? ¡Qué descansado!
Flotaba. Derivaba. El mar me tomó y me arrastró. Sentí que mis ropas se disolvían. Quizá mi piel y mi carne hubieran desaparecido también, y yo ya no fuera más que unos cuantos huesos reluciendo en el humeante lodo rosa. Mantuve los ojos cerrados. Sentí los dedos del mar acariciarme por todas partes, mis muslos, mi vientre, mis riñones, invisibles y viscosas serpientes deslizándose por todo mi cuerpo. Había una especie de éxtasis en ello. El mar emitía suaves sonidos sorbentes. Burbujeaba y chillaba y silbaba. Extendí los brazos, y pude tocar con las puntas de los dedos de una mano la orilla y con las de la otra la orilla del distante y desconocido continente occidental a diez mil kilómetros de distancia. Los dedos de mis pies descendieron hasta las raíces del planeta, donde ocultos volcanes derramaban fiera lava.
Está digiriéndome, pensé.
Está haciéndome parte de él.
No me importaba. Estaba muerto. Amé el mar y amé ser devorado por él. Ser absorbido por él. Pasar a formar parte de él.
Luego, una voz profunda dijo:
—Nada, Yakoub.
—¿Nadar hacia dónde?
—Hacia la orilla. Esta masa no puede retenerte.
—Me está devorando.
—Lo hará si tú le dejas. ¿Pero por qué dejar que lo haga?
—¿Quién eres?
—Abre los ojos, Yakoub.
No lo hice. Seguí derivando. Cálido, seguro, soñoliento.
—Yakoub —de nuevo la voz profunda. Más insistente —. Despierta. ¡Despierta, cobarde!
Aquello me dolió.
—¿Cobarde? ¿Yo?
—Me has oído.
—¿Por qué cobarde?
—Porque estás vendiéndole toda tu vida a esta cosa, y por un precio estúpido. ¿Tienes miedo de vivir? ¿Tienes miedo de hacer todas las grandes cosas que el destino reserva para ti?
Abrí los ojos. Había una bruma púrpura a todo mi alrededor. Vi un espectro encima de mí, envuelto en una resplandeciente aura dorada. Ojos llameantes, bigote negro. El rostro de mi padre, casi. Casi. No mi padre, pero muy cercano a él de todos modos, alguien al que conocía muy bien. Lo conocía incluso mejor que a mi padre. Parecía furioso, pero también estaba sonriendo.
—Yakoub —murmuró, ahora suavemente —. Nada, Yakoub. Debes hacerlo. Esta muerte no es para ti.
—¿Qué es la muerte, padre?
—No soy tu padre.
—¿Qué es lo que quieres que haga?
—Nada.
—¿Cómo?
—Alza tu brazo. Bien. Ahora el otro. Patea. Patea. Patea. Bien, Yakoub. Patea. Patea.
Los agigantes dedos del mar danzaban a mi alrededor como gusanos erguidos sobre sus colas. El mar estaba en mi boca, en mis ojos, en mis oídos. Una especie de fibra se enrolló en torno a mi garganta. Otra apretó mis genitales, y sentí una erección, y agité las caderas, nadando contra el resistente y cálido lodo. De tanto en tanto abría los ojos. Los colores llameaban por todas partes. La orilla estaba muy lejos, una línea negra contra el cielo. El espectro seguía flotando encima de mí, los ojos brillantes, dándome ánimos. No decía nada. Pero podía oír su resonante risa cada vez que daba otra brazada. Ahora vi otros espectros también, cinco, seis, una docena. La hermosa mujer de nuevo. Haciéndome señas, animándome a seguir adelante. En el aire parpadeaban imágenes, multitudes, grandes ropajes ceremoniales, resplandecientes tocados, extraños planetas, maravillosas ceremonias. ¿Era el mar quien arrojaba aquellas escenas, o mis espectros guardianes? Nada, Yakoub. Nada. ¡Nada! ¡Qué esfuerzo representaba! Anhelaba dejarlo correr, relajarme, abandonarme al mar, permitir que mi cuerpo se deslizara de nuevo al interior de aquel enorme, cálido y acariciante cuerpo. Aquella gran madre. Pero los espectros eran incansables. Nada, insistían. Nada. Nada. ¡Nada!
Y nadé.
Descubrí cómo extraer energía del mar, como robársela en vez de permitir que él me la robara a mí, y ahora nadé hacia la orilla con fuertes y regulares brazadas. Sin ninguna pausa. Sin ceder ni un momento. Ganaba fuerzas a cada nueva brazada. ¿Cómo podía permitirme morir allí? ¡Todavía me quedaba tanto por hacer! La vida me estaba llamando. ¡Nada, Yakoub! ¡Vive, Yakoub!
Vi un árbol colosal que crecía justo al borde del mar. Sus raíces se hundían profundamente en el lecho marino y su tronco, un enorme poste blanco con estrías de un color púrpura pálido, se alzaba recto y majestuoso uno o dos centenares de metros, sin ninguna rama excepto en su copa. Creo que el árbol estaba hecho también de la misma sustancia que el mar, porque su enorme copa, que se extendía como una gigantesca sombrilla y arrojaba una descomunal sombra azul, estaba en constante metamorfosis. Ojos, rostros, serpientes enroscadas, largas y agitantes hojas, alas que batían poderosamente, frías y parpadeantes llamas, todo ello hormigueando, agitándose, cambiando, nada igual en dos segundos consecutivos. Creí que uno de los rostros que veía era el de Focale, pero apareció y desapareció demasiado rápidamente para poder estar seguro.
Ese árbol era la vida para mí. Pulsaba y se agitaba con el vigor de la constante transformación que es la vida. Nadé hacia él. Sabía que era mi refugio. Podía oírle cantar hacia mí, y a medida que me acercaba yo también canté.
Vi las retorcidas raíces que se alzaban por encima de la superficie del mar, y me aferré a una, y tiré de mi cuerpo mano sobre mano, sujetándome a su suave y resbaladiza superficie, hasta que estuve completamente fuera del mar. Permanecí tendido un rato allí, jadeando. Luego me levanté y caminé por la estrecha cornisa de la parte superior de sus raíces hasta llegar al tronco en sí, y lo abracé, extendiendo los brazos tanto como me fue posible, lo cual era apenas suficiente para abarcar una quinta parte de la circunferencia del tronco.
Y entonces salté a la orilla. Estaba desnudo, y mi piel brillaba con el calor del mar. Nada podía asustarme ahora. Era como si acabara de nacer, salido de aquel mar. Eché a andar hacia el este bajo un brillante sol, sin preocuparme si tenía que caminar a través de medio mundo. Lo conseguiría.
Caminé durante días. Ningún animal me molestó. Una cosa parecida a un pájaro, con alas correosas de la envergadura de una casa, voló por encima de mí durante buena parte del camino, cubriéndome con su sombra púrpura. A veces vi espectros familiares. Finalmente llegué a un lugar donde el vientre de la tierra había sido hendido y los pistoneantes brazos de enormes máquinas oscuras se alzaban y descendían, se alzaban y descendían, enviando al aire nubes de blanco vapor y negros géiseres de lodo. Algunos hombres de pie al lado de una de las máquinas me señalaron. Fui hacia ellos.
Un sonriente rostro rom me miró fijamente.
—Sarishan, primo —dije en romani —. Soy un esclavo huido y busco refugio, porque mis dueños me han tratado mal. —Me sentía tranquilo y fuerte. Me había hecho hombre en aquel mar.
El lugar al que había llegado era uno de los puestos de avanzada donde los mineros roms estaban excavando en busca de tierras roms. Me dieron de comer y me vistieron y me tuvieron con ellos durante uno o dos meses. Luego me pusieron a bordo de una astronave que se encaminaba al brazo de la galaxia conocido como el Derrame de Jerusalén, donde los mundos se arraciman densos, muy cerca los unos de los otros. Hubiera ido a Vietoris si hubiera podido, pero nadie en el campamento minero había oído hablar de Vietoris, y cuando una noche intenté mostrarles, de una forma que probablemente era incorrecta y equivocada, el lugar del cielo donde estaba situado Vietoris, dijeron que ninguna nave que saliera de Megalo Kastro se encaminaba en aquella dirección. Quizá fuera verdad. En cualquier caso, probablemente fuera mejor para mí encaminarme hacia donde me dirigí finalmente, porque allá era donde se suponía que debía ir. Los dioses habían decretado que la parte de mi vida que había transcurrido en Vietoris había quedado cerrada.
La nave que abordé era un carguero de tercera clase con un capitán gaje pero un piloto y una tripulación rom. Descubrieron rápidamente que yo también era rom, y pasé la mayor parte de mi tiempo en la sala de saltos, contemplando cómo preparaban los instrumentos para el parpadeo. Incluso me dejaron permanecer allí durante el propio salto, cuando el piloto aferró las palancas del salto y derramó su alma en el alma de la astronave y la envió a través de los años luz. Observé el rostro del piloto en el momento del salto, cuando hizo aquella cosa especial que sólo los roms entre toda la humanidad son capaces de hacer adecuadamente. Vi el éxtasis en él, la repentina belleza que le invadió —y no era un hombre apuesto—, y en aquel momento se despertó y ardió en mí el anhelo de aferrar yo mismo las palancas, de enviar mi alma al alma de la nave, de ser uno de aquellos que pilotan las grandes naves en el enorme vacío.
—Mi padre trabaja en astronaves —dije —. Es probable que le conozcáis. Se llama Romano Nirano. Arregla las naves que llegan a Vietoris.
Pero nunca habían oído hablar de Romano Nirano, y nunca habían oído hablar de Vietoris. Como les caía bien, abrieron para mí su gran tanque estelar, una esfera negra en cuyas girantes profundidades opalinas se hallaban reflejadas todas las estrellas de la galaxia, e intentaron localizar Vietoris. Pero tuvieron problemas en encontrarlo porque yo era incapaz de decirles el nombre del sol de Vietoris; para mí siempre había sido simplemente «el sol», y eso no era suficiente. Al fin alguien tecleó en un atlas planetario y localizó Vietoris para mí, y me lo mostraron en el tanque estelar. Estaba en un rincón poco importante de la galaxia, y a cada salto nos alejábamos más y más de él. Así que no iba a poder volver a casa.
Me entristeció que ninguno de aquellos navegantes roms hubieran oído hablar de mi padre. Había creído que era famoso de un confín al otro del universo.
—Ahí es donde desembarcarás, muchacho —me dijo el piloto. Tomó un puntero y me mostró un sistema estelar a medio camino del Derrame de Jerusalén, donde cinco mundos giraban en torno a un enorme sol azul —. El final de la línea. Encontrarás a muchos toros ahí, pero más allá de esos mundos no tendrás ninguna oportunidad de encontrar a nadie de tu raza.
Así es como fui a vivir al planeta real de Nabomba Zom, y al palacio de Loiza la Vakako, que iba a ser como un segundo padre para mí, y más que un padre. Tenía por aquel entonces doce años, o quizá trece. En Nabomba Zom crecí y me desarrollé. En Nabomba Zom me convertí en lo que se suponía que debía convertirme.
Loiza la Vakako era un rom lowara, de fabulosa riqueza y legendaria sagacidad. Los lowara siempre han sido buenos en amasar dinero, y la sagacidad es su segunda naturaleza. Todo el planeta de Nabomba Zom le pertenecía, y catorce de sus veinte lunas. Gobernaba su gran dominio y su kumpania de muchos miles de roms como un antiguo rey gitano, sin mezquina pompa ni estúpidas pretensiones, sino con una absoluta fuerza y seguridad. Mucho más tarde, cuando fui rey, basé en gran parte mi estilo en el de Loiza la Vakako. Al menos en lo superficial. Por supuesto, él y yo éramos muy diferentes. Él era un aristócrata natural, frío y contenido, y yo…, bien, yo no soy así. Regio, sí. Frío, no.
Yo estaba cubierto de pies a cabeza por los brillantes excrementos carmesíes de los caracoles salizonga el día que nos encontramos por primera vez.
Mis amigos los navegantes me habían dejado en Puerto Nabomba como parte de una carga de suministros agrícolas: el manifiesto de carga relacionaba tantas transmisiones tractores, tantos fumigadores rotativos, tantas cosechadoras sobre cojín de aire, y «un robot agrícola clase Yakoub, modelo humanoide, tamaño medio estándar, expansible, de mantenimiento automático» Yo permanecí de pie en medio de todas las cajas, con una etiqueta amarilla de identificación de carga colgada de mi oreja. El inspector de aduanas me miró durante largo rato y finalmente dijo:
—¿Qué demonios eres tú?
—El robot agrícola clase Yakoub, modelo humanoide. —Le sonreí —. Sarishan, primo.
Era rom, pero no me devolvió el saludo ni pareció divertido. Frunció el ceño, comprobó el manifiesto de carga, y su ceño se hizo más profundo y más sombrío cuando encontró la entrada correspondiente.
—¿Eres un robot?
—Modelo humanoide.
—Muy curioso. Expansible, dice.
—Eso significa que creceré.
—Yo hubiera puesto más bien expendible. ¿Qué edad tienes?
—Casi doce años.
—Eso es bastante viejo para un robot. ¿Qué demonios hacen enviándonos maquinaria anticuada?
—En realidad no soy…
—Quédate aquí y no te muevas —dijo, tachándome de la lista —. Artículo veintinueve, una caja de transmisiones tractoras…
Así que entré en el planeta real de Nabomba Zom como una unidad de maquinaria agrícola, y así fue casi exactamente como me trataron al principio. Llevando todavía mi tarjeta y aferrando el pequeño sobrebolsillo que contenía los regalos de los navegantes que eran mis únicas posesiones, fui cargado sin ceremonias en un camión unas cuantas horas más tarde, junto con una o dos cajas de equipo recién llegado, y enviado a una plantación en el centro de un amplio y lujuriante valle en alguna parte del interior del continente. Pasé los siguientes seis meses allí, paleando los preciosos excrementos de los caracoles salizonga.
Cualquiera de ustedes se echaría a temblar dentro de sus botas si vieran alguna vez a un caracol salizonga avanzando hacia ustedes a su inexorable manera, bufando y gruñendo y soltando toneladas de vívidos excrementos en su estela. El caracol salizonga es el mayor gasterópodo de todo el universo conocido, una enorme criatura de ocho metros de largo y tres o cuatro de alto, encajada en una cáscara en forma de domo de relucientes placas amarillas superpuestas tan resistentes como una armadura. Por terrible que parezca —los grandes y oscilantes pedúnculos visuales, el tremendo pedestal carnoso de su pie—, lo peor que puede hacerle a uno un caracol salizonga es pisotearlo dejándolo aplastado como una hoja de papel, lo cual hará con toda seguridad si uno no se aparta de inmediato de su inamovible camino. No le devorará, sin embargo. No comen nada excepto un determinado musgo de hoja roja que sólo crece en el interior de Nabomba Zom, que no por coincidencia es el único lugar del universo donde puede hallarse el caracol salizonga.
A nadie le importa una mierda —es una forma de hablar— su enorme monstruosidad, excepto por las materias fecales que deposita con irreprimible celo y en cantidades asombrosas mientras avanza pesadamente por sus pastos favoritos. Esta materia brillantemente coloreada contiene un alcaloide del que se destila un perfume que es desesperadamente buscado por las mujeres de cinco mil mundos. Sólo el macho salizonga segrega el valioso alcaloide y, a menos que los excrementos sean recogidos y refrigerados a los pocos minutos de ser expulsados, el alcaloide se descompone y pierde todo su valor. En consecuencia, es necesario que los trabajadores humanos sigan a los caracoles de uno a otro lado —los robots no parecen capaces de distinguir entre salizongas machos y hembras, puesto que la distinción es más bien sutil—, y paleen apresuradamente la recién excretada materia fecal a los tanques de refrigeración antes de que pierda todo su valor comercial. Éste era el trabajo que me fue asignado a mi segundo día en Nabomba Zom. No lo consideré una mejora espectacular respecto a agitar mi escudilla en los burdeles de Megalo Kastro.
Bien, es decreto de Dios que todo hombre nacido de mujer deba trabajar para conseguir su pan de cada día, lo mismo que cualquier mujer nacida de mujer; pero en ninguna parte especificó Dios que nadie tuviera derecho a un trabajo decente. En aquel momento de mi vida palear mierda parecía ser mi misión, y en aquel momento de mi vida no vi ninguna alternativa inmediata a mano. No pretenderé que llegara a gustarme el trabajo, pero a decir verdad era menos desagradable de lo que pueden imaginar, y sin el menor esfuerzo puedo pensar en ocho o diez profesiones menos placenteras, aunque prefiero no hacerlo. Al cabo de muy poco tiempo dejé de pensar enteramente en la naturaleza de la materia que estaba manejando y simplemente enfoqué mi mente en seguir con vida ahí fuera en los campos de excrementos. (Había un cierto riesgo en el trabajo, puesto que el bufar y el gruñir del caracol que estabas siguiendo podía ahogar el sonido de cualquier otro en las inmediaciones, y resultaba bastante fácil verte aplastado por una de aquellas enormes montañas ambulantes si una de ellas aparecía detrás de ti mientras te estabas concentrando intensamente en el caracol que tenías delante.)
Nabomba Zom es uno de esos mundos que no tiene estaciones. Noche y día duran exactamente lo mismo, y el clima es simplemente delicioso durante todo el año. Así que sólo estoy suponiendo cuando digo que pasé seis meses en aquella plantación. Durante ese tiempo, mi voz se hizo más profunda y empezó a salirme la barba. Y un día se produjo una gran excitación en el extremo más alejado de la plantación: coches, gritos, gente corriendo de un lado para otro. Me pregunté si alguna alma descuidada habría sido fatalmente convertida en oblea por un caracol. Luego el capataz zumbó en mi oído y me dijo que me encaminara al momento a la casa de la plantación.
Precisamente yo había sufrido un pequeño accidente hacía unos momentos. El caracol que estaba siguiendo había puesto bruscamente la directa y yo, en mi esfuerzo por mantener su marcha, había resbalado en el musgo de hojas rojas y había terminado de barriga sobre un montón de excrementos del tamaño de un pequeño asteroide.
—Primero necesito lavarme —le dije al capataz —. Estoy cubierto de la cabeza a los pies de…
—Ahora —dijo.
—Pero yo…
—Ahora.
Me llevaron ante un hombre de sorprendente presencia y energía, que podía tener unos cincuenta años, u ochenta, o tal vez ciento cincuenta. Nunca lo supe, y él nunca pareció envejecer ni un solo día en todos los años que pasé con él. Era delgado para un rom, quizá incluso demasiado, con los hombros caídos y el pecho hundido, y no llevaba bigote. De su oreja izquierda pendían dos anillos de plata, un antiguo estilo que estaba empezando a ponerse de nuevo de moda entre nosotros. Había una sorprendente expresión de sagacidad en su rostro: una rápida y taimada sonrisa, en realidad apenas una ligera contracción de su mejilla, que advertía a los adversarios potenciales que fueran con cuidado. No era nadie ante el que pudieras esperar sacar la mejor tajada en un negocio. Sus ojos eran ferozmente penetrantes. Me sentí transparente ante aquellos ojos: veían mis entrañas y mis huesos. Me detuve de pie ante aquel formidable y regio hombre, todo sucio y manchado de excrementos de caracol, y él adelantó una mano hacia mí.
—Más cerca.
—Señor, yo…
—Más cerca, muchacho. ¿Cómo te llamas?
—Yakoub. Mi padre es Romano Nirano de Vietoris.
—Romano Nirano, ¿eh? —Pareció impresionado, o eso imaginé —. ¿Qué edad tienes?
—A punto de cumplir los trece, creo.
—Crees. Un esclavo huido, ¿eh?
—Un viajero, señor.
—Ah. Un viajero. Por supuesto. La gran gira del universo, empezando en las famosas granjas de miel de caracol de Nabomba Zom. ¿Qué eres, un rom kalderash?
—Sí, señor.
—¿Eres bueno con las máquinas, como se supone que son todos los kalderash?
—Mi padre es el mejor mecánico de los talleres espaciales de Vietorion.
—Tu padre, sí. —Asintió y meditó unos instantes. Luego se volvió e hizo un gesto a alguien que estaba en otra habitación —. ¿Malilini? ¿Es éste al que te refieres?
Apareció una mujer, o una muchacha; nunca estuve seguro de ello. Hubiera podido tener dieciséis, o veintiséis, o treinta y seis años. Su edad sería siempre su secreto. Era sorprendentemente hermosa, y sorprendentemente extraña. Su pelo era una nube de azur, sus ojos cálidos y oscuros y muy separados, sus labios llenos e invitadores. Había visto antes aquel rostro, pero, ¿dónde? ¿Una de las prostitutas de la ciudad minera? No, ninguna de ellas había sido tan hermosa como ésta. ¿Alguna pasajera de la astronave? No. No, recordé entonces: era el rostro del encantador espectro que había acudido a mí varias veces en Megalo Kastro, primero en la logia de los mendigos y luego cuando yacía derivando en el mar viviente. Nunca me había hablado, sólo me había mirado y sonreído. Ahora nos miramos mutuamente como si hiciera mucho que nos conocíamos.
—Yakoub —dijo —. Por fin.
Me sentí amargamente avergonzado, de pie delante de una tal belleza con mis ropas costrosas de excrementos.
—Mi hija Malilini —dijo el hombre de aspecto regio —. Yo soy Loiza la Vakako. —Hizo un gesto a sus robots —. Limpiadle. Vestidle. —Me desnudaron en un instante. Me sentí menos avergonzado de estar desnudo delante de ella, delante de él, de lo que me había sentido con mis asquerosas ropas. Me rociaron y me secaron y me cortaron el pelo y, ante mi asombro, incluso pasaron un rayo afeitador sobre el vello de mis mejillas, y luego me envolvieron en una túnica gris perla con un cinturón rojo y un cuello alto de un profundo azul oscuro. Uno de los robots conjuró un espejo de moléculas de aire frente a mí para que pudiera inspeccionarme. Mi apariencia era excelente. Sentí admiración hacia mí mismo. Todo aquello sólo había tomado unos minutos. Malilini irradiaba placer ante mi transformación. Loiza la Vakako se me acercó y me examinó. Apenas era un poco más alto que yo, Me estudió y asintió, evidentemente satisfecho.
Luego agarró mi elegante cuello con ambas manos y, con un rápido tirón, lo arrancó a medias del lado izquierdo de la túnica. Me sentí asombrado y abrumado.
Loiza la Vakako se echó a reír, una gran y resonante risa rom.
—¡Que todas tus ropas se desgarren y estropeen así! ¡Pero que tú vivas sano hasta lo más profundo de tu vejez!
Me di cuenta de que me estaba hablando en romani. Era una de sus costumbres lowara, ese desgarrar ceremonial de mi nuevo atuendo. Me dio una palmada en la espalda y me condujo fuera. Por aquel entonces había comprendido ya que él era el baro rom de aquel lugar, el gran hombre de aquel planeta, y que yo iba a vivir con él. No se me permitió ir a mi choza en busca de mis cosas; pero cuando llegamos a su palacio, después de un vuelo de tres horas por encima de las deslumbrantes maravillas de aquel magnífico continente, mis pocas y miserables posesiones me estaban aguardando en mi suite de habitaciones, junto con una enorme cantidad de nuevas y lujosas pertenencias cuyo uso apenas era capaz de comprender.
Entonces empecé a saber lo que significaba realmente la palabra esplendor. El palacio de Loiza la Vakako se erguía en la orilla de un mar casi tan extraño como el que había estado a punto de reclamar mi vida en Megalo Kastro, porque su agua era roja como la sangre, y un pulsante calor brotaba de él, casi a la temperatura de ebullición. Una playa de arena color lavanda pálido se alzaba empinada desde su orilla hasta una amplia plataforma donde, en medio de un denso jardín de arbustos y árboles procedentes de un centenar de mundos, se alzaba el palacio en atrevidos arcos y arabescos. Nunca llegué a saber cuántas habitaciones tenía, y era muy probable que su número cambiara de un día al siguiente, porque el palacio era una construcción de un material transformable sobre vigas y puntales movibles, todo ello ligero como una telaraña, que cambiaba constantemente a formas cada vez más bellas a medida que el cálido sol azul lo iluminaba a lo largo del día. Allí iba a vivir como un joven príncipe rom, vestido con las más espléndidas ropas, nuevas y distintas cada día, y comiendo exquisiteces como jamás había imaginado antes que existieran y no he vuelto a probar después; allá iba a descubrir el significado de la riqueza y el poder y las responsabilidades que tales cosas comportan; comprendería por primera vez los misterios de espectrar; allá también aprendería una o dos cosas sobre la naturaleza del amor. Pero la mayor lección que iba a aprender en Nabomba Zom tenía que ver con lo efímero de la grandeza y el placer y la comodidad: porque, después de haber vivido en el mayor de los lujos, hasta el punto de dar todas aquellas cosas absolutamente por sentadas, iba a ver cómo me eran arrebatadas en un instante. Y arrebatadas a Loiza la Vakako también; pero eso, por entonces, estaba aún muy lejos en el futuro.
Loiza la Vakako tenía ocho hijas pero ningún hijo. Las hijas son una delicia —he tenido muchas luego, y hubiera tenido alegremente más—, pero un hombre siente hacia sus hijos varones algo completamente distinto de lo que siente hacia sus hijas, y es algo que tiene que ver con el hecho de que algún día vamos a morir. Cuando un hombre ve a su hijo, ve la imagen de sí mismo: su yo renacido, su yo regenerado, su reemplazo, su derecho al futuro. Avanza a través de sus hijos hacia los siglos venideros. Llevan su rostro; tienen sus ojos, su barbilla, su bigote, su corazón y sus testículos. Amo a mis hijas con todo mi corazón, pero ellas no pueden proporcionarme eso tan especial que puede proporcionarme un hijo, y hay una diferencia en ello, y cualquier hombre que diga que no es así les miente a ustedes o se miente a sí mismo o ambas cosas. Al menos, así es como son las cosas entre los roms, y lo han sido desde el principio de los tiempos. Puede que con los gaje sea de otro modo: no tengo forma alguna de saberlo, y ningún interés especial en averiguarlo.
No querría aventurar mucho en este asunto. Pero cuando un hombre es tan poderoso como Loiza la Vakako, y no tiene hijos, y toma a un pequeño paleamierda desconocido para que viva en su casa, hay todo un significado en ello. Seis de sus hijas estaban casadas y vivían en sitios alejados de Nabomba Zom o de sus lunas mayores. Trataba a sus yernos como príncipes, pero no, creo, como hijos. La séptima hija —Malilini— vivía con él en el palacio. Nunca se hablaba de la octava, aunque su retrato colgaba al lado de los otros siete en el gran salón; se había peleado con su padre hacía mucho tiempo, acerca de algo que nunca llegaré a saber, y se había marchado a algún lejano rincón de la galaxia.
Loiza la Vakako tenía también un hermano, que gobernaba dos de los mundos más exteriores y menos favorecidos de aquel sistema solar. Se llamaba Pulika Boshengro, y Loiza la Vakako raras veces hablaba de él, aunque él también estaba en la galería de retratos de la familia, un hombre muy moreno con una frente estrecha y un rostro largo y austero. En el retrato se parecía tan poco a Loiza la Vakako que me resultaba difícil creer que habían nacido del mismo seno; pero cuando finalmente le conocí, muchos años más tarde, pude ver al instante el parecido: en los huesos debajo de la piel, en el alma detrás de los ojos.
Pese a lo grande que era su palacio, Loiza la Vakako se permitía sorprendentemente muy poco tiempo para disfrutar de él. Incluso él, que era un hombre sedentario y contemplativo, se sentía dominado por la inquietud rom. Se movía constantemente, siempre en viajes de inspección por sus enormes dominios. Tenía que saber lo que ocurría en todas partes. Aunque todos los capataces de sus plantaciones eran capaces y leales, Loiza la Vakako no podía permitirse el ser un mero amo ausente. Y también era un baro rom aquí, pues era el jefe de la kumpania gitana de Nabomba Zom, lo cual significaba que tenía todo tipo de responsabilidades jurídicas y rituales entre su gente.
Desde el principio fui a menudo con él cuando efectuaba esos viajes. Y aprendí más del arte de gobernar en una sola tarde a su lado que lo que hubieran podido proporcionarme seis años de universidad.
Nabomba Zom es uno de los nueve mundos reales de la galaxia. Es decir, se trata de uno de los planetas especialmente elegidos por los roms como propios, cuando se produjeron los primeros asentamientos entre las estrellas hace novecientos o mil años. Los gobernantes de los planetas reales —los otros son Galgala, Zimbalou, Xamur, Marajo, Iriarte, Darma Barma, Clard Msat y Estrilidis— obtenían su poder, técnicamente hablando, por concesión directa del Rey de los Roms, y cada uno tenía el privilegio de nombrar uno de los nueve krisatora, los jueces del más alto tribunal rom. Por supuesto, yo sabía muy poco de todo aquello cuando fui a vivir con Loiza la Vakako, pero gradualmente me educó en los intrincados detalles del sistema que mantenía la unidad de nuestro disperso reino.
Viajando con él llegué a comprender algo que nunca había sospechado como escolar en Vietoris o como esclavo en Megalo Kastro: que gobernar es una carga, no un privilegio. Hay ciertas recompensas, sí. Pero sólo un estúpido aceptaría esa carga a cambio de esas recompensas. Aquellos que tienen el poder lo aceptan porque no tienen otra elección: es un decreto de Dios que ha descendido sobre sus cabezas y que le deben obedecer. Aunque Syluise crea que no es así.
De este modo observé a Loiza la Vakako tomar decisiones acerca de la plantación de nuevas cosechas o la construcción de diques, acerca del precio del grano, acerca del comercio con otros planetas, acerca de los impuestos y las tasas de importación. Le observé presidir el tribunal y decidir sobre las sorprendentes disputas de la gente mezquina en las lejanas provincias. Y pensé en la lección que habían intentado impartirme en mi último día en la escuela, acerca del Décimo-tercer Emperador y lo duro que trabajaba para todos nosotros. Entonces me había preguntado por qué un emperador desearía trabajar tanto, cuando el poder supremo era suyo. ¿Por qué no pasaba todos sus días y sus noches disfrutando y cantando y hablen, do buenos vinos? Ahora comprendía que no había elección en el trabajo. Era el precio del supremo poder, Eso era el supremo poder: el privilegio de trabajar más allá de la comprensión de los seres normales. Me di cuenta de que no había habido nunca ningún gobernante —ni siquiera los odiosos tiranos más famosos, ni siquiera los monstruosos villanos asesinos— que no se hubiera visto unido al yugo en el momento en que había ascendido al trono o a su cargo.
Sin embargo, había ventajas, si las deseabas. Ciertas compensaciones, supongo. Loiza la Vakako recorría su reino en un aero-coche que era en sí mismo un pequeño palacio, un esbelto aparato en forma de lágrima resplandeciente como el fuego que se movía a la velocidad de los sueños. Cuando estabas a bordo no tenías la menor sensación de movimiento: parecía que estuvieras flotando en una alfombra mágica. Y había suaves y maravillosas cortinas elaboradas a partir del manto negro y escarlata de las grandes almejas del mar de los Poetas, había almohadones hechos con la resplandeciente piel del dragón de arena y que eran flotantes globos de pura luz fría. Cuando descendíamos de él éramos recibidos por obsequiosos oficiales que habían llenado el suelo con alfombras de pétalos para nosotros, y los sirvientes aguardaban con ropas nuevas, tazones de fragantes zumos, frutas maduras y exquisiteces ahumadas de misterioso origen.
Sin embargo, pese a esta magnificencia, los aposentos privados de Loiza la Vakako, tanto a bordo del aero-coche como allá donde se detenía para pernoctar, eran siempre sorprendentemente austeros: un delgado colchón en el suelo, cortinas completamente blancas en las paredes, una jarra de agua a su lado. Era como si aceptara la grandeza como algo necesario, una exigencia de su cargo, pero lo pusiera todo alegremente a un lado cuando podía estar a solas. Si desean saber cómo es realmente un hombre, observen la habitación donde duerme.
Nabomba Zom es un mundo que tiende a la magnificencia. Nunca he visto ningún lugar más hermoso, excepto Xamur, que no tiene punto de comparación con nada. Pero Nabomba Zom le va a la zaga. Está el sorprendente mar escarlata, que reverbera al amanecer como golpeado por un martillo cuando los primeros rayos azules de la mañana caen sobre él. Están las montañas verde pálido, suaves como terciopelo, que forman la espina dorsal del gran continente central, y la cadena de lagos conocidos como los Cien Ojos, negros como el ónice e igual de resplandecientes, que se extiende a su oeste. La Garganta de la Víbora, ese abismo serpentino de cinco mil kilómetros de longitud, cuyas paredes brillan como el oro mientras descienden una inmensurable distancia hasta el tumultuoso río de sus remotas profundidades. La Fuente de Vino, donde invisibles criaturas producen una fermentación natural en una cuenca subterránea y un géiser derrama su delicioso producto al aire hora tras hora. El Muro de la Llama…, las Colinas Danzantes…, la Telaraña de Joyas…, la Gran Hoz…
Y los fértiles campos, de los que brotan todo tipo de cosechas. No hay un mundo más generoso. Incluso los excrementos de los gigantescos caracoles, como ya había tenido ocasión de descubrir, eran extremadamente valiosos.
Por supuesto, no pasaba todo mi tiempo recorriendo aquel planeta de maravillas en el aero-coche de Loiza la Vakako. Había que tener en cuenta el resto de mi educación. Sabía leer y escribir, más o menos, pero ésa era toda la educación formal que había recibido. Loiza la Vakako tenía razones —poderosas razones, descubrí— para desear que yo viajara frecuentemente a su lado mientras realizaba sus funciones oficiales, pero también trajo al palacio tutores para mí, y me pidió que los tomara en serio. Lo cual hice; siento muchos apetitos, y uno de ellos es el de conocimientos. Hay más cosas en la vida que eructar. Me apliqué a mis estudios con celo y dedicación.
Y luego estaba Malilini.
No sabía qué pensar de ella. Se movía por el palacio como un espíritu, una diosa, un espectro…, como cualquier cosa menos un ser mortal. No creo que le dijera seis palabras, o que ella me las dijera a mí, en los primeros tres años que viví allí. Pero la vi a menudo observándome —tenía los mismos ojos taimados que su padre— disimuladamente desde lejos, o simplemente mirándome francamente cuando estábamos en la misma habitación.
Me aterraba. Su belleza, su gracia, su misterio. Sabía que había venido espectrando a visitarme en Megalo Kastro —también mirándome, sin decirme nunca ni una palabra—, y que me había observado mientras flotaba a la deriva en aquel cálido y estremecido mar al que me habían arrojado los hombres de la liga. ¿Por qué? ¿Por qué, cuando me habían llamado de mis deberes de paleamierda, había dicho: «Yakoub, al fin», en nuestro primer auténtico encuentro?
No me atrevía a preguntar. La timidez nunca ha formado parte de mi carácter: pero en aquel instante temía buscar explicaciones, por miedo a destrozar algún frágil conjuro que nos unía. Me dije a mí mismo que a su debido tiempo lo averiguaría. Hasta entonces, era mejor esperar. Así que esperé. Fui creciendo alto y ancho y fuerte, y me dejé crecer el bigote hasta que pronto, al mirarme al espejo, empecé a verme a mí mismo con el rostro de mi padre, y aprendí idiomas y astronomía e historia y muchas otras cosas, y al amanecer cabalgaba por la meseta de la parte de atrás del palacio con el ágil caballo de seis patas de Iriarte que Loiza la Vakako me había regalado por mi último cumpleaños. A veces la veía allá a lo lejos, resplandeciente al azul amanecer, cabalgando un caballo aún más veloz. Aunque yo cada vez me adentraba más en mi edad adulta, ella nunca parecía cambiar: siempre una muchacha a punto de convertirse en mujer, radiante, sin tacha.
A veces no era a Malilini a quien veía, sino al espectro de Malilini. Veía su aura. Y su espectro sonreía, parpadeando sólo un momento fuera de aquella aura antes de desvanecerse, abrasándome con una extraña y turbadora emoción.
En aquellos días comprendía muy poco de los espectros, y no había nadie a quien pudiera dirigirme en busca de información: nunca ha sido algo de lo que hablemos con facilidad, ni siquiera entre nosotros mismos, y mucho menos pongamos en los libros. Sabía desde mis días en Megalo Kastro que de alguna forma es posible para algunas personas liberar sus espíritus de sus cuerpos y enviarlos a merodear por lugares lejanos, al parecer invisibles pare la mayoría de la gente pero capaces de hacerse ver —de una forma extraña, como si no estuvieran enteramente allí— cuando y a quien quisieran. Esos espectros tenían un aura, como un chisporrotear eléctrico, a su alrededor.
Me daba cuenta ahora de que uno de los espectros que me habían visitado en Megalo Kastro era el de Malilini. Y —ahora que estaba empezando a tener mi rostro de adulto— comprendí que otro de los espectros, aquél con el largo bigote y la enorme y rugiente risa, era muy probablemente el mío. Incluso ahora lo veía de tanto en tanto: flotando por un parpadeante instante en el aire frente a mí, guiñándome un ojo, sonriéndome, palmeando cariñosamente mi mejilla como en un saludo.
Si ese hombre era yo, razonaba, entonces eso quería decir que yo era capaz de espectrar. ¿Pero cómo conseguirlo?, me preguntaba. ¿Cómo? ¿Cómo?
A veces me sentaba a solas durante horas en una gran roca verde con forma de trono al borde del mar escarlata e intentaba hacerlo. Me imaginaba clavando una cuña a un lado de mi cerebro de la misma forma que lo hace un picapedrero para escindir un bloque de mármol con un cincel, y liberando una parte de mi mente que partiría flotando hacia otros mundos, otros tiempos. Nunca funcionó. Conseguí monumentales dolores de cabeza, como si alguien hubiera estado realmente martilleando mi cerebro con un mazo y una cuña, pero no ocurrió nada más.
Y luego, un día, descubrí de pronto a Malilini sentada a mi lado en aquel gran trono verde. No me había dado cuenta de que se me hubiera acercado.
—Te gustaría saber cómo hacerlo, ¿verdad?
—¿El qué?
—Espectrar. Eso es lo que estás intentando hacer. Lo sé.
Mis mejillas ardieron. No crucé mi mirada con la de ella.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Yakoub, Yakoub…
—Simplemente estoy repasando mis ecuaciones de segundo grado.
Su mano se apoyó sobre la mía. Su fragancia me mareó.
—Déjame mostrártelo —dijo.
La primera vez que espectras es la experiencia más aterradora que hayas experimentado nunca en tu vida. Creo que incluso morir debe ser una bagatela, comparado con ello.
Tu alma se escinde en dos. Parte de ti cae como un trozo de plomo al suelo y la otra parte estalla libre, flotando locamente hacia arriba, una astronave fuera de control dando saltos al azar a través del cosmos. Pero no es sólo por el cosmos por donde estás viajando. Es también por el río del tiempo. Ese río fluye del pasado al futuro, y tú estás yendo a contracorriente.
Ves todo lo que ha existido alguna vez en todo el tiempo y el espacio, y nada de ello tiene el menor sentido para ti. Todo lo que ves lo estás viendo por primera vez. Una silla se explica por sí misma, o una flor, o un pez, y tú eres incapaz de comprender. Andas por un camino y no estás seguro de si vas hacia el este o hacia el oeste, hasta que te das cuenta de que estás yendo en ambas direcciones a la vez. Estás perdido más allá de toda esperanza. Te asfixias en tu propio desconcierto. Desearías poder echarte a llorar, pero no tienes la menor idea de lo que es llorar, o desear.
Un terror primigenio se apodera de ti, un miedo que te sacude como un centenar de terremotos a la vez.
Gente a la que no has visto nunca te sonríe y te saluda…, ¿o te están diciendo adiós? Das cinco pasos colina arriba y descubres que la estás bajando. No hay señales indicadoras. El mundo es agua. El horizonte se curva. Las estrellas caen como lluvia y emiten ardientes chapoteos dorados a todo tu alrededor. Oyes el sonido de llantos; oyes risas; no oyes nada. El silencio resuena como una gran campana. El mundo es un remolino. Empiezas a ahogarte. Alguna criatura obtura tu garganta. Tus ojos giran en tu cabeza. Ese terror primigenio se intensifica, y ahora empiezas a comprender lo que es. Procede del centro del universo. El miedo que sientes es la fuerza que mantiene unidos los átomos del universo. Es la sustancia fundamental. Lo que hace que todas esas partículas se aferren las unas a las otras es el terror: el miedo al caos. A la soledad. A la pérdida. Y con esa comprensión el miedo empieza a disminuir. Todos los lazos de unión van aflojándose, y no importa. Puedes aprender a amar el caos. Todo fluye alejándose de ti desde el centro, y todo está bien.
Cuando el miedo desaparece y los átomos abandonan su cohesión, entonces hallas finalmente pie. Estás flotando libremente en un vacío absoluto. No hay forma de que caigas porque nada existe a tu alrededor. Y en ese vacío eres capaz de efectuar cualquier elección que desees.
Aquí, dices. Iré aquí. Y vas: así, simplemente. Nadie puede verte a menos que tú desees ser visto. No colisiones con nada que esté ya allí porque estás rodeado por algo llamado una zona de interpolación que lo empuja todo fuera de tu camino. Así que deseas ir a Megalo Kastro. Por supuesto: ahí estás, en Megalo Kastro. Y flotas en el aire sobre un humeante cuenco de cálido lodo rosado que se extiende por medio mundo. Un cuerpo desnudo yace oscilando en el seno de aquella estremecida masa fluida. Parece dormido. Soñando. Le sonríes.
—¿Yakoub? —dices. Tu aura crepita. Él abre los ojos. Brillan con fuerza y sin temor. Tu resonante risa lo envuelve —. Nada, Yakoub. Nada. Nada.
¡Qué fácil es, ahora que sabes cómo!
Su mano seguía aún apoyada sobre la mía. Cuando hizo un ligero movimiento como para retirarla la retuve, y ella no se resistió.
Dije:
—¿Por qué quisiste ir espectrando a Megalo Kastro la primera vez?
—Para verte.
—¡Pero tú no podías tener la menor idea de que yo existía!
—Oh, sí —dijo —. Por supuesto que sabía que tú existías.
—¿Cómo es posible?
—Porque tú ibas a venir aquí.
—¿Y cómo podías saber tú eso? —pregunté.
—Porque ahora estás aquí —dijo. Y entonces se echó a reír —. ¿No lo comprendes? Nunca hay ninguna primera vez.