Siéntate a la orilla de un río y aguarda. Más pronto o más tarde aparecerá flotando el cadáver de tu enemigo.
Deben comprender que la vida en una mazmorra no se reduce a pasarse simplemente todo el tiempo espectrando. Puedes espectral todo lo que quieras, es cierto, pero pronto terminas cansándote de ello. Arriba y fuera, lejos y más lejos, mucho y demasiado: la vida ectoplásmica tiene sus alegrías, pero finalmente termina aburriéndote.
Por supuesto, la vida en una mazmorra también te aburre, y mucho más rápidamente. Pero es menos cansada. Espectral exige mucho de ti, a cualquier edad. (Creo que me exigía más cuando tenía veinte años que ahora, ciento cincuenta años más tarde.) Así que el truco consiste en mantener un equilibrio entre el aburrimiento de lo espectral y el agotamiento de hacerlo demasiado. Ése es el truco en todos los aspectos de la vida. Cometes este exceso, y luego cometes ese otro exceso, y todo confluye en medio, si tienes suerte. Si sobrevives el tiempo suficiente, puedes decir que has llevado una hermosa y moderada vida. La teoría de neutralizar los excesos. A largo plazo todas las fuerzas entran en equilibrio, y los extremos se anulan. Esto se conoce como el proceso de regresión al término medio. A la larga hace que tu vida sea muy feliz. Por supuesto, a la corta puede volverte completamente loco.
Nada tan drástico como esto me ocurrió en la oubliette de Shandor. Espectré aquí, espectré allí, y en los intervalos entre espectrar y espectrar conté las losas de piedra del suelo, conté las piedras que formaban las paredes, calculé la cantidad de oro que debía haber esparcido, átomo a átomo, entre el suelo y las paredes, jugué con mis serpientes, le conté historias a mi moho volátil, intenté atrapar mis protozoos por su agitante cola, y cuando vinieron a bailar las ratas les dediqué arengas en distintas lenguas y dialectos.
En conjunto, aquello era como emprender un viaje muy largo por el relé de tránsito, pero algo más interesante, porque en un viaje por el relé de tránsito no dispones de serpientes ni de moho volátil ni de protozoos su de ratas para distraerte, nada salvo el colosal aburrimiento del viaje. Por otra parte, estás viajando, de modo que sabes que finalmente llegarás a alguna parte. Una cosa que estaba empezando a ocurrírseme mientras las horas se transformaban en días y los días se unían uno tras otro en madejas de indeterminable longitud era que allí abajo lo más probable era que no fuese nunca a ninguna parte. Después de todo, aquello era una oubliette. ¿Y cuál es el uso tradicional de una oubliette? Bien, meter y olvidar en ella a todo prisionero incómodo. Para siempre, si era necesario.
Mi intuición me había dicho que sería un movimiento útil, políticamente hablando, permitir que Shandor me encarcelara. Pero tal vez la gente ordinaria no pensara así. Diría que es una locura entregarte en manos de un artero y monstruoso villano como Shandor. Bien, lo es, por supuesto. Cualquier simplón puede verlo. Pero yo no soy ni un simplón ni una persona ordinaria, y capto la vida como una partida de ajedrez. El buen jugador aprende a prever cinco o seis movimientos. Y eso era lo que yo había hecho. Y, como consecuencia de ello, había ido a parar a aquella deplorable oubliette, exactamente como había esperado. Ahora estaba empezando a pensar que tal vez me había pasado de listo.
Afortunadamente, no tengo la costumbre de abandonarme con frecuencia a largas meditaciones de desánimo y desesperación. En vez de ello, me abandoné a largas sesiones de contar las piedras del suelo y a lanzar discursos a las ratas. Y a espectrar de tanto en tanto a un cierto número de planetas en todas las eras accesibles. Así pasó el tiempo.
Y, un día, Shandor acudió a visitarme.
Hubo el habitual crujir y resonar fuera de la celda que me dijo que uno de los robots carceleros me traía mi bandeja nocturna de gachas y té ligero. Luego oí un crujir y resonar no habitual, y la sección frontal de la pared empezó a deslizarse hacia atrás. Shandor estaba allí de pie, mirándome con ojos llameantes. Llevaba una ridícula capa roja y un pañuelo amarillo, y el sello de su cargo resplandecía en su pecho, recorriendo toda la gama del espectro.
—Llegas pronto para la cena —dije —. Pero siéntate de todos modos y considérate como en tu casa. ¿Te apetece un poco de champaña?
No sonrió. Parecía tenso y vil, incluso más que de costumbre. Irguiéndose en lo que debía esperar que fuera una arrogancia real, se puso a caminar por la celda come un conquistador.
El sello de su cargo era cegadoramente brillante en la semioscuridad.
—¿Te importaría apagar esa cosa? —pedí —. Estás asustando a las serpientes. Además, sabes que no tienes derecho a llevarla.
—No empieces de nuevo conmigo, Yakoub.
—¿Quién empezó con quién? Yo estaba sentado aquí ocupándome de mis propios asuntos cuando has entrado sin que nadie te llamara. Esparciendo a tu alrededor toda esa maldita luz. Tengo derecho a paz y tranquilidad en mi propia celda.
—Estás realmente loco —dijo hoscamente.
—No lo creo.
—¿Por qué me causas tantos problemas?
—¿Yo? ¿Problemas?
—Y a toda la nación rom.
Me erguí en mi asiento, todo atención.
—¿Qué es eso? ¡Extrañas palabras brotan de la boca de Shandor! ¿Expresas preocupación por el bienestar de la nación rom, hijo mío? ¿Tú?
—Estás decidido a ponerme furioso, ¿verdad?
—¿Quién, yo?
—Esta vez no lo conseguirás. He venido a ofrecerte un trato, padre.
—Padre. ¿Cuándo oí por última vez eso palabra de tus labios? No dejaré que me espolees. —Se sentó en el banco de piedra frente a mí, lo bastante cerca como para que pudiera agarrarlo y abofetearlo una y otra vez si me apetecía. Abofetearlo lo había vuelto loco, la otra vez. Ahora parecía estarme desafiando. Me miró durante largo rato como si intentara leer mi mente. Finalmente dijo:
—Abandonaste el Reino. Todo el inundo está de acuerdo en eso. Anunciaste tu abdicación y desapareciste, dejándonos a todos plantados. Durante cinco años no hubo rey. Toda la nación rom gritaba pidiendo un rey. Incluso el Imperio pedía uno. Hubieras debido oír a Sunteil gimiendo y rezongando. El emperador es un zombie, decía, y los roms tampoco tienen rey. Toda la estructura gubernamental va a desaparecer en un vacío de poder, ¿Qué ocurre con vosotros?, preguntaba Sunteil. ¿Por qué no elegís un nuevo rey? Así que finalmente lo hicimos.
—La elección fue inválida —dije suavemente.
Sus ojos llamearon fuego, pero se mantuvo bajo un tenso control.
—¿Por qué?
—Porque la krisatora nunca ratificó mi abdicación. Un rey rom no puede abdicar. No existe una tradición de abdicación.
—Te aseguro que la ratificaron. Yo estaba allí cuando lo hicieron.
—¿El día que te eligieron a ti?
—Sí —dijo.
—Eres el fijo de un rey. El hijo de un rey no puede ser rey.
—Sólo porque nunca haya ocurrido antes no quiere decir que no pueda ocurrir nunca.
—Un criminal convicto tampoco ha sido elegido nunca rey.
Un músculo se crispó en la mejilla de Shandor. Pero siguió inmóvil. Estaba haciéndolo bien, era Shandor.
—¿Un criminal, padre?
—El asunto de Djebel Abdullah.
—El primer juicio fue una farsa. Hubo prejuicio de arriba abajo. Más tarde pude demostrar que hice todo lo posible por salvar a mis pasajeros, y un segundo juicio me exoneró por completo.
—Ninguno de tus pasajeros testificó en ninguno de los dos juicios.
—Eso no es cierto.
—Ninguno de los que fueron servidos en la cena, muchacho.
—¡No me llames muchacho! ¡Soy tu rey!
—No mío, Shandor.
—El segundo veredicto…
—Fue tan legítimo como la sesión del gran kris que te eligió Rey de los Roms.
—Soy el rey, padre. Te guste o no. La krisatora me eligió y la gran kumpania de roms en todos los mundos me ha aceptado. Y he estado en la Capital, y el propio emperador ha posado sobre mis hombros el cetro del reconocimiento.
—¿Lo ha hecho, de veras?
—Con sus propias manos. Y con Sunteil, Naria y Periandros a su lado. Y esto, viviendo en el palacio del rey, y mis decretos son obedecidos en todos los mundos. Enfréntate a la realidad, vieja. Tu abdicación es vinculante. Y no puedes revocarla.
—Dijiste que habías venido aquí para ofrecerme un trato —le recordé.
—Sí.
—Adelante. ¿Cuál es el quid y cuál el pro quo?
—Quiero que me des tu bendición. Quiera que hagas un reconocimiento público de mi persona como Rey de los Roms y renuncies a toda pretensión al trono. Además, me han dicho que te llevaste el cetro contigo cuando te fuiste de aquí. Ese cetro me pertenece.
—Ah. Eso es lo que deseas, ¿verdad? Mi bendición y mi cetro.
—A cambio —dijo —, te dejaré salir de aquí. Te permitiré que vuelvas a Xamur, a tu propiedad de allá, a Kamaviben, y vivas el resto de tus días en la riqueza y el lujo.
—Mi libertad es propiedad exclusiva mía, otorgada por Dios, que ningún hombre puede arrebatarme. ¿Me propones darme algo que ni siquiera es tuyo, si acepto apoyar tu pretensión a algo que tampoco es tuyo? ¿Qué clase de trato es ése?
—Es un trato que te sacará de esta mazmorra, padre.
—Me gusta esta mazmorra.
—Podría hacerla a prueba de espectrar. ¿Te gustaría tanto, entonces?
—¿Es eso una amenaza? ¿Quieres mi bendición bajo coacciones?
—Te pido tu bendición. No te la exijo. El que estés prisionero aquí es una molestia para mí.
—Sí. Lo sé. Por eso precisamente estoy aquí.
—Mientras continúes reclamando el trono pones en peligro toda nuestra nación.
—Yo podría decirte lo mismo, Shandor.
—Había un hueco en el gobierno. Ya no lo hay. Con tu obstinación fomentas la disensión, arrojas dudas sobre la legitimidad del gobierno rom, minas la estabilidad de todo…
—Por supuesto que lo hago. No necesitas decírmelo.
—Eres un viejo malicioso.
—No. Tú lo eres. —Me eché a reír —. Vete, Shandor. Déjame tener un poco de paz.
—¡Si me voy, te pudrirás aquí hasta el final de los tiempos!
—¿Le harías eso a tu propio padre?
—¿Eres mi padre?
—Y mancillas la memoria de tu madre también, por lo que veo. Eres realmente un excremento sin el menor valor, ¿lo sabías? Maldigo el pequeño instante de placer que te trajo al universo. Maldigo la alegría que sentí entre los muslos de Esmeralda. —Dije esto calmadamente, incluso dulcemente —. No voy a hacerte rey, Shandor, no importa lo que bufes y gruñas. Tampoco me asustas amenazándome con retenerme en este hermoso hotel tuyo. E, incidentalmente, no hay forma alguna en que puedas convertir esta celda en un lugar a prueba de espectrar. ¿No te das cuenta? Si puedo respirar, puedo espectrar. Allá donde esté. En cualquier momento. —Cerré los ojos y espectré, entonces y allí, delante de él. De regreso a Xamur, algo así como un siglo antes. Para ver a mi joven y querida esposa, para ver a mi encantador primogénito recién nacido. Shandor estaba echando humo cuando regresé, una fracción de segundo más tarde —. Tu madre fue una mujer espléndida, Shandor. Acabo de hacerle una visita. Para decirle lo mucho que la quise. Y para que sepa la maravillosa persona que ha resultado ser su hijo mayor. ¿Por qué no vas a visitarla también? Sé que le encantará verte.
—¡Vas a pudrirte aquí para siempre, viejo! —gritó venenosamente Shandor.
Shandor nunca supo mantener sus promesas. Algo así como una semana más tarde, sus robots vinieron a por mí y me transfirieron sin advertencia previa a una celda mucho mejor acondicionada en un nivel superior del edificio. Seguía sin haber ventanas, pero no había ratas, ni protozoos gigantes, ni moho volátil. Tampoco serpientes. Eché en falta las serpientes, un poco. Tenían una cierta elegancia, y eran inofensivas. La nueva celda era más cálida y seca, y tenía un camastro mucho más cómodo. El suelo era una sólida losa de oro. Había habido períodos en la historia en que uno se hubiera sentido orgulloso de verse encerrado en una celda donde el suelo fuera una losa de oro, supongo. Bien, eso estaba bien. Pero no podía olvidar nunca que aquello era Galgala, donde el oro no es mucho más valioso que el cartón, y que podía tener un suelo de oro en la celda de mi prisión sin que por ello dejara de ser una celda de una prisión. Casi siempre iba descalzo. El oro era suave y casi parecía como si cediera bajo mis pies, de esa forma particular en que el oro suele dar esa impresión. Empecé a grabar líneas en él para llevar la cuenta del tiempo. Normalmente, ¿saben?, no me importa en absoluto llevar la cuenta del tiempo, y mezclo alegremente décadas enteras de cronología sin ver el menor problema en ello. Pero, allá en mi confinamiento, estaba empezando a preguntarme cuánto tiempo debía llevar ya. Un tiempo considerable, como descubrí más tarde.
De todos modos, Shandor no había cumplido su promesa de dejarme pudrir en aquella húmeda oubliette. No era tan estúpido como para pensar que se había ablandado. Los Shandor de este universo no conocen el significado de esa palabra. No, probablemente sólo había cambiado de opinión respecto a la eficacia de dejarme pudrir. Quizás había decidido que yo era tan viejo y correoso que me había vuelto resistente a la putrefacción, como esa rara madera amarilla de Gran Chingada, que puede pasarse quinientos años sumergida en un pantano de mungarthangar sin cambiar en absoluto. O quizás imaginó que era una mala política para el Reino que se descubriera que mantenía a su anciano padre encerrado en un cubil de serpientes y ratas. No lo sé. Es posible que hubiera imaginado alguna estrategia completamente nueva, que le hiciera sacar ventaja de mantenerme en una celda mucho más confortable. No veía cuál podía ser esa estrategia, pero no me importaba.
Polarca llegó espectrando y dijo:
—¿Y bien? ¿Te gusta un poco más ésta?
—Nunca viste la anterior —respondí.
—Por supuesto que la vi. Vine tres veces. Las tres estabas durmiendo. Como un bebé, roncando. Ni siquiera te importaba tener una especie de rata sentada sobre tu pecho.
—Hubieras podido decir hola.
—Parecías tan relajado —dijo Polarca.
—Oh, eres un maldito bastardo. ¿Qué ocurre ahí fuera?
—¿Cuándo?
—En este momento.
—¿Cómo quieres que lo sepa? No vengo de ahora.
—¿De cuándo vienes, entonces?
—Sabes que no puedo decirte eso.
Hubiera deseado estrangularle.
—El Reino está en un apuro, mundos enteros se tambalean, tu más viejo y más querido amigo está sentado impotente en una mazmorra, ¿y tú decides atenerte estrictamente a las reglas?
—Son reglas importantes, Yakoub Tú lo sabes. ¿Necesito realmente recordártelo? Cuando empiezas a abusar del espectrar para pasar información hacia atrás en el tiempo, todo el universo empieza a descomponerse.
—Ya se está descomponiendo de todos modos. Pero tú puedes ayudarme.
—No. Creo que no puedo.
—Entonces, ¿por qué te molestas en venir? ¿Sólo para torturarme?
—Me gusta ver el brillo de tus ojos. Pareces tan sexy cuando estás aburrido.
—¡A ti te daré sexo, exasperante hiena!
—Ah. Ah. Domina tu genio, Yakoub. Recuerda tu presión sanguínea.
—Vas a volverme loco. ¿Me merezco eso? ¿Un hijo como Shandor y un amigo como tú?
—Pero yo soy tu amigo. No sabes lo bueno que soy contigo. Y no quiero que pienses que no te estoy ayudando. —Su manto de espectro parpadeó y sufrió algunos curiosos cambios electromagnéticos, el equivalente espectral a un largo y sufriente suspiro —. De acuerdo. Escúchame, Yakoub. Tu petición me hace sangrar el corazón. Va en contra de todas las reglas, pero voy a dejarte saber el futuro de todos modos. —Derivó más cerca de mi oído e inclinó la cabeza y bajó la voz a un nivel confidencial, insinuante —. Todo va a ir bien —susurró.
—¿De veras?
—Todo. La curva fundamental de nuestro destino racial. El Reino, el Imperio, la Estrella Romani. Todo. Nunca digas que tu viejo amigo Polarca no te ayuda. Ahora puedes darme las gracias.
—¿Es a eso a lo que tú llamas ayudar?
—¿Es a eso a lo que tú llamas agradecimiento?
—¿Agradecimiento por qué?
—Mírate, frunciéndome el ceño. Te dije lo que deseabas saber, ¿no? ¿Acaso no hallas consuelo en saberlo? ¿No te sientes aliviado? Eres un desagradecido hijo de puta.
Le fruncí el ceño aún más.
—¿De qué me sirve tu gran revelación? No es el vago destino final lo que me preocupa. Es lo que ocurrirá ahora. ¿Voy a vivir? Dame detalles, ¿quieres? Quiero saber qué hay escrito para ahora, lo que ocurrirá a continuación, no lo que va a ocurrir dentro de un millar de años.
—¿Quieres que cometa pecados?
—¿Es un pecado ayudar a tu rey?
—Deberías sentirte avergonzado. Manipularme de este modo. Y esa desagradable indolencia. ¿Toda tu vida has resuelto tus asuntos por ti mismo, y ahora quieres que te haga un esquema?
—Todo lo que quiero es unos cuantos datos.
—Esto es absolutamente chocante.
—Eres un cerdo testarudo, Polarca.
—¿Yo, testarudo? ¿Yo?
—Un indicio —supliqué —. Alguna pista. O si no, deja de venir a irritarme. Prefiero no verte que dejar que me incordies de este modo.
—¿Lo dices de veras?
—Lo digo de veras.
—De acuerdo —afirmó —. Me das lástima. Violaré toda la ética del espectrar. Te diré las cosas que ni tú te dirías a ti mismo…, ¿dónde está tu espectro, Yakoub, por qué no está él dándote algunos indicios? Te daré una idea de lo que te espera.
—Adelante.
—La clave te vendrá en la bandeja que tendrás ante ti.
—¿En la bandeja?
—No digas que nunca te proporciono indicios.
—¿Qué indicio? ¿Qué significa eso, en la bandeja?
Agitó tristemente la cabeza.
—Pensé que eras listo. Se suponía que eras la inteligencia que sabía ver a lo lejos. ¿Así que te doy el indicio que quieres, y ni siquiera deseas seguir adelante por ti mismo? ¿Prefieres quedarte sentado aquí, esperando otro? Oh, no, Yakoub, ya te he dado tu indicio. No me pidas más.
—Oh, eres un maldito bastardo, Polarca.
—Aquí lo tendrás. Directamente en tu bandeja.
—Maldito seas, Polarca.
Desapareció. Cuando me trajeron mi primera comida en la nueva celda, contemplé mi bandeja durante diez minutos, intentando averiguar de qué se trataba. Las habituales gachas calientes, el habitual tazón de té tibio. Lo único diferente era una pequeña fuente de algún tipo de ensalada galgana de verduras a un lado. Estudié aquella ensalada de verduras como si contuviera el secreto del significado de la vida. Quizá lo contuviera, pero no se me reveló. Al cabo de un tiempo lo comí todo. Siguió sin decirme nada. Como he dicho antes, hay veces en que Polarca me hace sentir tan obtuso como un gaje. Y él disfruta con ello. Dios me ha dado un monstruo por hijo y un sádico por amigo.
Bien, Dios es infinitamente sabio e infinitamente amante. ¿Quién soy yo para cuestionar Sus dones?
Dios me dio a Polarca cuando realmente lo necesitaba. Y también le dio mi persona a Polarca, cuya necesidad tal vez fuera mayor. Creo que puede que él me salvara la vida, y sé que yo salvé la suya. Eso fue en Mentiroso, hace mucho tiempo. Desde que estuvimos juntos en Mentiroso, aceptaré de él todo lo que me eche. Además, sé que me quiere bien. Cree realmente que me divierte cuando se dedica a sus pequeños juegos conmigo. La mayor parte de las veces tiene razón.
Mentiroso es uno de esos lugares terribles que Dios debió crear a fin de que pudiéramos apreciar mejor la maravillosa belleza del resto de Su universo. Es algo así como el cráter Idradin de Xamur. El cráter proporciona exactamente el toque de imperfección necesario para revelar Xamur como la obra maestra que es. Pero el Idradin es un solo rasgo geológico, y uno puede pasar toda su vida en el encantador Xamur sin siquiera tener que mirar nunca por sus fétidas fauces. Mentiroso, en cambio, es todo un planeta.
Que pueda existir un planeta entero tan terrible como Mentiroso hace que uno, si es un alma cándida o dada a la impiedad, empiece a preguntarse acerca del carácter psicológico fundamental del Creador. Para crear un lugar como Mentiroso, puede argumentarse, una deidad necesita tener algo de la cualidad esencial de Mentiroso dentro de sí. La mente simple dirá que, si Dios tiene algo como Mentiroso en Su alma, entonces, ¿qué diferencia hay entre Dios y el Demonio? Y el impío dirá: Sólo un Creador realmente abominable podría crear Mentiroso.
La verdad es que ambos tienen razón, a su manera. Pero sólo ven la sombra de la verdad. La mente simple falla al considerar que no hay diferencia entre Dios y el Demonio, puesto que el Demonio es un aspecto de Dios, del mismo modo que el Idradin es un aspecto de Xamur. El impío falla al considerar que lo que nos parece abominable puede que no se lo parezca a Dios. Dios es infinito. Lo contiene todo, incluso lo que consideramos inicuo, o feo, o repugnante. No está necesariamente de acuerdo con nuestra opinión. No tiene por qué estarlo. Ésa es la ventaja de ser Dios. Nosotros, por otra parte, somos requeridos por el sistema para que intentemos ver las cosas a Su manera, porque si no lo hacemos pereceremos. Intentar ver las cosas a Su manera es filosofía. Ver realmente las cosas a Su manera es empezar a volverse sabio. Ningún ser humano, desde el principio de los tiempos, ha tenido realmente éxito en volverse sabio, pero algunos se han acercado más que otros.
Uno nunca sospecharía, contemplando las fotos de Mentiroso en alguna revista de viajes, que es uno de los lugares más terribles del universo. (Quizás el más terrible, aunque creo que puede verse superado en esa cualidad por Trinigalee Chase. Puesto que nunca deseo volver a pensar en Trinigalee Chase ni en ninguno de sus detalles, no soy capaz de efectuar la comparación. Si desean ustedes mi consejo, manténganse alejados de ambos. Ninguno de los dos es un paraíso para las vacaciones.)
Fui a Mentiroso como esclavo, pero esta vez, en contraste con mis dos períodos anteriores de esclavitud, sólo puedo culparme a mí mismo de ello. No fui vendido; yo mismo me vendí. Fue cuando era un explorador espacial independiente, unos años antes de empezar a trabajar para la kumpania de la familia de Esmeralda. Al igual que le había ocurrido a mi abuelo antes que yo, me arriesgué demasiado, financieramente hablando, y me hundí en la bancarrota. Y, como había hecho mi padre, vi la esclavitud voluntaria como la mejor salida. Debía diez mil cerces —¿pueden creerlo?—, e iban a embargarme mis tierras de Xamur para cobrar la deuda. Entonces descubrí que había otra solución, un compromiso de trabajo de cinco años en un lugar llamado Mentiroso, que cubría exactamente el importe de mi deuda. Así que me agarré al clavo ardiendo.
Quizá primero hubiera tenido que investigar un poco. Mentiroso había sido descubierto hacía muy poco, y no había muchos datos disponibles sobre él. Por mucho que yo había viajado, nunca había oído hablar de él, y no me importó averiguar más que si podía respirar su aire y qué tipo de clima tenía. No me detuve a preguntarme por qué alguien parecía dispuesto a pagarme tanto por un contrato de cinco años. Lo pagué con creces.
Tuve que tomar el relé de tránsito para Mentirosa en Clard Msat. Cuando tendí mi billete al técnico que preparaba las coordenadas en el hangar de tránsito, me miró durante largo rato y finalmente dijo:
—¿Mentiroso? Está usted bromeando, ¿verdad?
—No que yo sepa.
—¿Realmente quiere ir allí?
—Allí es donde está mi trabajo.
—Entonces debe estar hablando en serio. Pobre tipo. —Agitó tristemente la cabeza —. Quiere ir a Mentiroso. Tiene un trabajo en Mentiroso. ¡Pobre tipo!
Nadie me había llamado eso antes en toda mi vida. No creo que nadie lo haya hecho nunca desde entonces tampoco. Empecé a preguntarle qué había que fuera tan malo en Mentiroso. Demasiado tarde. Tecleó las coordenadas más aprisa de lo que puede llegar a pedorrearse un espectro, y el tránsito me agarró de inmediato. Lo último que vi fue la expresión de lástima en sus ojos. Lo siguiente que vi, casi inmediatamente, fue Mentiroso.
Los otros mundos horribles que he visitado —digamos Alta Hannalanna, o Megalo Kastro— te dicen inmediatamente lo que son. Los odias a la primera ojeada. Desde el aire, sin embargo, Mentiroso parece bastante aceptable. Un mundo estándar de tipo humano: océanos azules, vegetación verde, sol amarronado. Un poco descuidado quizá, sin demasiados bosques ni montañas, casi en su mayor parte una enorme y ondulante sabana de costa a costa. Ningún signo evidente de vida superior. (De hecho, no hay mucha, más allá de algunos insectos y reptiles y unos pocos mamíferos no especializados. Hay una buena razón para ello también.) Pequeños casquetes polares, un clima templado en todas partes, aire respirable, quizá un poco demasiado alto en nitrógeno, pero eso no es serio. El clima es más bien seco. Todo parece correcto.
Luego aterrizas, y te sumerges en el infierno.
Empiezas a sentirte mal desde la primera bocanada de aire. Con la segunda, la intranquilidad bordea el miedo. Una inspiración más, y el miedo se transforma en ciego terror, y desde entonces ya nunca te abandona. No sabes de qué tienes miedo, y nunca lo descubres. Aparece burbujeando a través de todo tu cuerpo, tu piel, los dedos de los pies, los dedos de las manos. Todo lo que has temido alguna vez en tu vida hierve en ti al mismo tiempo. Tus peores fantasías. La cornuda criatura de pie al lado de tu cama en la oscuridad. Los pequeños insectos relucientes que reptan sobre tu cuerpo cuando estás enfermo. La tierra que desaparece bajo tus pies, y el abismo que se abre ante tus ojos. La sedosa tela de la tapa del ataúd que aprieta contra tu rostro mientras permaneces tendido allí, impotente, enterrado vivo. La ráfaga de viento que arrastra agujas invisibles. El ojo rojo que te observa desde el cielo. El susurro a tus espaldas. Las repentinas mandíbulas que se cierran entre tus piernas.
Es una presencia tangible, ese miedo que se abalanza sobre ti en Mentiroso. La sientes enrollarse a tu alrededor como un helado sudario. La ves brillar en el aire como un muro de fría luz. Se te eriza la piel. Tus testículos intentan trepar por el interior de tu vientre. Tus dientes hormiguean y se agitan como si fueran a caérsete todos a la vez.
No hay escapatoria, te vuelvas hacia donde te vuelvas. Permea todo el planeta. Nadie sabe por qué. El lugar está embrujado. Un dios mora en él. No Dios, sino un dios, y no un dios amistoso. Quizá sea Pan, el viejo macho cabrío griego cuya especialidad era causar pánico. Lo ves inmóvil, agazapado en su nombre, pánico. Pánico es lo que sientes en Mentiroso, hora tras hora, una constante premonición que nunca te abandona. Nunca llega a ocurrirte nada malo. Ninguno de tus temores se materializa. Sin embargo, no hay respiro. No te adaptas a ello; no llegas a insensibilizarte. No puedes decirte a ti mismo que es un capricho de la naturaleza, que sólo se trata de algo en el aire. Simplemente sigues y sigues, temblando temeroso, cada minuto que permaneces allí. Algunos minutos son peores que otros, pero ninguno de ellos es bueno, nunca. No es extraño que no existan formas de vida superiores en Mentiroso. Por maravillosamente versátil que sea la Madre Naturaleza, ni siquiera ella ha conseguido evolucionar un organismo complejo con un sistema nervioso capaz de resistir toda una vida de miedo y temblores. A los insectos y reptiles, evidentemente, no les importa.
Lo peor de todo es que el temor que inspira Mentiroso puede ser embotellado y vendido a buen precio. Hay un abundante mercado para él. No sé qué es peor: que exista un lugar como Mentiroso, o que los seres humanos hayan hallado una forma de aprovechar la miseria que ese desdichado planeta exhala. Detesto ambas ideas. Puede que se pregunten ustedes cómo pueden existir tales cosas. ¿Y yo qué sé? Pregúntenselo a Dios.
El hombre que halló una forma de convertir la pesadilla despierta de Mentiroso en buen dinero se llamaba Nikos Hasgard. Lamento decir que había sangre rom en él: era un poshrat, un mestizo, su padre era un gaje de Sidri Akrak y su madre una auténtica rom de Estrilidis. Fue su lado rom el que lo hizo lo bastante listo como para ver la manera de explotar un lugar como Mentiroso, y su lado gaje el que le dio la insensibilidad necesaria para llevarla a la práctica.
Hasgard era un hombre pequeño y descarnado, de rostro vulgar, con unos ojos como látigos y una boca siempre tan fuertemente apretada que no era más que una línea debajo de su nariz. Te desagradaba a primera vista. No sólo estaba dispuesto a sacarle provecho a Mentiroso, sino que no parecía molestarle vivir allí durante varios meses seguidos: así era de duro. (O quizá fuera tan retorcido que le gustaran las cosas que Mentiroso le hace a tu alma.)
El proceso Hasgard implica grabar las descargas neurales de los cerebros humanos que han estado expuestos durante períodos prolongados de tiempo a las ansiedades que suscita Mentiroso. Tú te sientas allí y tiemblas y te estremeces, y la máquina registra todas tus emisiones de tensión y aprensión y nerviosismo y agitación. Esas grabaciones son bombeadas a una batería de almacenamiento psicoactiva, de donde pueden ser extraídas en cualquier momento.
Hay tres niveles de intensidad de la reproducción. El Nivel Uno te proporciona, o eso me dijeron, una especie de interesante estremecimiento, el tipo de cosas que le hace a uno el leer una novela de terror a última hora de la noche. Es simple entretenimiento, de un tipo que siempre me ha parecido un tanto torpe, pero supongo que no es asunto mío cómo decide divertirse la gente. Ciertamente, el Nivel Uno es inofensivo.
El Nivel Dos no sólo es inofensivo, sino en realidad beneficioso. Lo que el cliente, recibe a este grado de intensidad es un shock de motivación energizante que le golpea de la misma forma que una espuela golpea las ingles de una mula. Una sacudida de Hasgard Dos te llevará flotando a través del trabajo más difícil y comprometido sobre una gloriosa ola de confianza y fuerza. Es estrictamente el equivalente al viejo y primordial impulso de la adrenalina, y no hay ninguna droga que pueda comparársele. Las ventas de los activadores Hasgard Dos deben remontarse a los mil millones de cerces al año, quizá más. Dicen que su uso no es adictivo, pero me han contado que resulta muy difícil pasarse sin ellos una vez has empezado a usarlos regularmente. Yo mismo los probé una o dos veces.
En cuanto al Hasgard Tres, la posición oficial de la Compañía Hasgard es que no existe. Que se trata simplemente de una fantasía paranoide de alguien, que ha empezado a circular de tal modo que de alguna forma ha adquirido una especie de realidad pese a su no existencia. Pero existe. Después de ser proclamado rey vi los informes. Lo que hace el Hasgard Tres es volver loca a la gente. Una simple dosis de Hasgard de tercer nivel es el equivalente a cinco o diez años en Mentiroso metidos en tu mente en un solo y cataclísmico momento. Las personas fuertes y resistentes se vuelven locas, y las débiles simplemente mueren. Pese a las sonoras negativas de la gente de Hasgard y los constantes esfuerzos de las autoridades imperiales de aduanas, de algún modo se fabrica y se envía a toda la galaxia, para ser utilizado por criminales para tortura, extorsión o asesinato. En esa categoría criminal incluyo a algunas agencias gubernamentales.
Los tres niveles de activadores Hasgard son producidos en Mentiroso de la misma forma. Ocupas un asiento en lo que ellos llaman el pozo de sinapsis, y se fijan los distintos electrodos y demás dispositivos de grabación. Durante las siguientes seis horas, mientras oleada tras oleada de aquel peculiar y abrumador terror que engendra Mentiroso en la mente humana barre tu cerebro, tus sensaciones son recogidas y alimentadas a las unidades de almacenamiento. Eso es todo. El trabajo es más difícil de lo que puede parecer —es el equivalente psíquico de donar sangre, y lo haces seis horas al día—, pero eres muy bien pagado por ello, como lo es toda labor esclava; los alojamientos son confortables, y la comida no es mala; durante tus horas libres dispones de todo tipo de diversiones. El problema es que te sientes tan asquerosamente mal durante todo el tiempo que sientes muy poco interés hacia ningún tipo de diversión. Lo único que deseas es terminar tu contrato de cinco años, recoger el salario acumulado y partir de allí como alma que lleva el diablo. Si abandonas antes de los cinco años, no recibes ninguna paga: eso es lo que significa ser esclavo. Pese a todo, muchos empleados de Hasgard abandonan antes de cumplir esos cinco años. Si recuerdo bien las cifras, uno de cada cinco se vuelve loco de una forma que lo hace inservible para el pozo de sinapsis. Una de cada cinco se desmorona y muere bajo la interminable tensión mental de la vida en Mentiroso o el esfuerzo de trabajar en el pozo, o ambas cosas. Y uno de cada diez se suicida.
Eso significa que tienes un cincuenta por ciento de posibilidades de terminar tus cinco años incólume. Esos hechos no son divulgados, pero tampoco son mantenidos estrictamente secretos. En una sociedad más humana, supongo, la producción de activadores Hasgard por esos métodos estaría prohibida. Pero hay que tener en cuenta que los activadores de Nivel Uno son tremendamente populares en todas partes, y que los activadores de Nivel Dos están considerados ampliamente por la mayor parte de los gobiernos planetarios actuales como dispositivos esenciales para la intensificación de la productividad. En cuanto al Nivel Tres…, bien, parece haber una firme demanda del Nivel Tres también.
Cuando ocupé mi puesto en el pozo de sinapsis aquel primer día, había un pequeño rom sentado a mi lado, un hombrecillo nervioso unos años más joven que yo, con unos ojos brillantes y rápidos.
—Sarishan, primo —le saludé.
—Te encantará aquí —dijo —. Bendecirás el día que llegaste a este delicioso lugar. Me llamo Polarca.
—Yakoub —dije. E iba a añadir el nombre de mi familia y el de mi tribu y el de mi planeta de nacimiento, pero en aquel momento temblé con un repentino e incontrolable miedo y me doblé sobre mí mismo con la cabeza entre las rodillas, luchando desesperadamente por no vomitar a causa del pánico. Fue como si alguna enorme bestia durmiente se hubiera vuelto de lado en las profundidades del planeta, y con sus inconscientes movimientos hubiera enviado oleadas de terror retumbando a través de mi alma, sensaciones de desazón mucho más poderosas que cualquier otra cosa que hubiera experimentado hasta entonces. Me sentí amargamente avergonzado de ser visto en un tal estado de terror por otro rom, un hombre, uno más joven que yo.
Apoyó ligeramente su mano en mi hombro.
—Le ocurre a todo el mundo —dijo —. Simplemente espera a que pase. Sólo es así de malo unas cuantas veces al día.
—¿Qué es? —pregunté cuando pude hablar de nuevo —. ¿Qué me hace sentir así? Llevo aquí un día y medio, y no me he sentido bien ni un solo minuto.
—No —dijo Polarca —. Y no volverás a sentirte bien hasta que te marches. ¿Contrato de cinco años?
—Sí.
—Igual que yo, entonces Tómatelo con calma y procura acostumbrarte, si puedes. Pero nadie puede, nunca.
Se contrajo. Se dobló sobre sí mismo. Ahora fue él el abrumado por el terror.
—Ah —dijo finalmente —. Este mundo está maldito. Este mundo está jodido. No tenías la menor idea de esto, ¿verdad?
—Ninguna.
—Yo sí. Pero no tuve elección. —Se echó a reír —. Claro que nadie tiene nunca ninguna elección. Pero al menos yo sabía en lo que me metía. —Me mostró cómo sujetarme al equipo de grabación. Mis manos temblaban tanto que tuvo que forzarlas sobre los brazos del sillón y apretar duramente mientras me ataba —. Ya está. Tienes que llenar tu cuota, ¿sabes? Debes conectarte apenas llegues. No sirve de nada malgastar el tiempo.
—¿Qué es lo que hace que me sienta así?
Se encogió de hombros.
—Nadie lo comprende. Algunos dicen que es un efecto de ionización. Otros dicen que es algo en la atmósfera. Hay quienes afirman incluso que hay inteligencias alienígenas invisibles e inmensurables flotando por todas partes, y que simplemente disfrutan sometiéndonos a pesadas bromas psíquicas. Pero todo eso me parecen tonterías. Creo que este lugar es simplemente el patio de juegos del Demonio. Viene aquí para sus vacaciones y se lo pasa en grande. Es razonable que al Demonio le encante lo que hace que la gente normal se cague en los pantalones. Y… —Hizo una pausa —. Oh. Oh, Dios. ¡Oh, Jesu Cretchuno! ¡Melalo ana lilyi! —Se dobló de nuevo sobre sí mismo. Le oí sollozar y reprimir sus náuseas. Al cabo de un tiempo volvió a sentarse erguido, el rostro lívido, la frente perlada de sudor. Sus ojos tenían una expresión atormentada. De todos modos, consiguió sonreír.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —pregunté.
—Tres semanas —dijo —. De cinco años.
Éramos los únicos roms en el pozo de sinapsis, y nos caímos mutuamente bien desde un primer momento, y pronto éramos inseparables noche y día. Supongo que era la atracción de los opuestos. Yo era alto y sosegado, él pequeño y voluble. Yo era kalderash, él era lowara. Yo tendía al trabajo duro y casi forzado, Polarca prefería la facilidad en todo. Pero ambos sabíamos cómo reír cuando realmente sentíamos deseos de llorar. Su risa era maravillosa. Si pudiera embotellarse la risa de Polarca, superaría en ventas el Hasgard Nivel Dos en cualquier parte. Le quise ya sólo por su risa. Y por ser rom en aquel horrible lugar donde no había otros de nuestra clase. Ni ningún otro tipo de roms tampoco. Los dos éramos de la auténtica sangre, que es algo más que un asunto de genética. Necesitas sentir una lealtad a algo más que a tu propia piel para ser un auténtico rom. Tomen a Shandor. Shandor es un rom por herencia genética, pero me niego a aceptarle como de la auténtica sangre, aunque sea mi hijo. Polarca, en cambio…, ¡ah, Polarca es un rom de los de veras!
Necesité algún tiempo para darme cuenta de que se estaba muriendo allá abajo en el pozo de sinapsis de Mentiroso.
Intentó ocultármelo. Cuando las olas del terror rodaban por su interior y le hacían estremecerse y sollozar, intentaba recuperarse tan pronto como podía, sonriendo y guiñándome el ojo y haciendo chistes. Yo no sabía el precio que estaba pagando por aquellas sonrisas y aquellos guiños. Mentiroso estaba debilitándole muy aprisa. Exactamente cuán aprisa era algo que él quería mantener en secreto. Es cierto, la mayor parte del tiempo parecía débil y gastado, y se notaba su esfuerzo por mantener los hombros cuadrados, pero ninguno de nosotros resplandecía precisamente bajo el constante bombardeo psicoactivo de Mentiroso. De todos modos, aunque yo no tenía forma de saber lo dinámico y vigoroso que podía haber sido Polarca antes de llegar a aquel lugar, sí podía ver que el hombre al que había conocido en el pozo de sinapsis debía ser una triste y debilitada sombra de su auténtico yo. A lo largo de las semanas que siguieron fue debilitándose aún más. Se estremecía, sufría ataques, tenía dificultades en enfocar los ojos o recordar el principio de sus frases cuando llegaba a su final. A todas luces no iba a poder soportar mucho más. Yo ya había visto a un par de hombres morir de agotamiento allí mismo en el pozo.
Cuando me di cuenta de lo que estaba pasando empecé a preguntar a mi alrededor, intentando descubrir alguna forma de ayudarle. Era demasiado orgulloso para decirme algo útil por sí mismo, pero había otros a quienes preguntar. No deseaba perderle. Sin Polarca a mi lado estimulándome con su irreverencia y sus sarcasmos, iba a volverme loco en aquel lugar. Pero averigüé lo que tenía que hacer.
Un día acudí al pozo de sinapsis un poco antes que él y efectué un pequeño recableado improvisado de su equipo. No fue difícil. Conecté sus electrodos a mi casco y los míos al suyo; y luego inutilicé el conector que iba de su bobina transductora a la célula de almacenamiento. Y un par de otras cosas menores. El efecto global de aquellos arreglos era que él se vería completamente desconectado del circuito bombeador, y mi salida de energía neural iría a llenar su cuota diaria de seis horas. Tendría que seguir soportando las veinticuatro horas diarias de la tortura de la vida en Mentiroso, pero al menos no se vería sometido a las agotadoras exigencias del equipo Hasgard.
Por supuesto, eso significaba que mi cuota no se vería cubierta. Más pronto o más tarde eso aparecería en los registros de la compañía. Así que empecé a deslizarme en el pozo de sinapsis durante mi tiempo libre para cubrir el déficit. Tres horas extras por la mañana, quizá tres más a última hora de la noche. Podía resistirlo. El principal problema era hallar excusas para Polarca que explicaran mis desapariciones en nuestro tiempo libre. Algunos días me sentía un poco demasiado cansado para resistir el doble turno completo, pero intenté recuperar el tiempo de algún modo en otras ocasiones. Algunos de los otros trabajadores se dieron cuenta de lo que estaba haciendo, y contribuyeron con algunas horas aquí y allá por cuenta mía para ayudar. Incluso así, fui quedándome gradualmente atrás Pero por lo demás todo iba bien. Polarca estaba recuperando visiblemente sus fuerzas.
—¿Qué maldita cosa estás haciendo? —me preguntó al fin, unos meses más tarde.
—¿Haciendo?
—En el pozo. ¿Por qué ya no me siento cansado? ¿Y por qué empiezas a parecer como si tuvieras cinco mil años? ¿Estás ocupándote de mis turnos, Yakoub?
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté, todo inocencia.
—Quiero decir que alguien está haciendo mi trabajo por mí, y que tienes que ser tú. No finjas que no lo eres.
—Yo…, bueno, la verdad… —Me di cuenta de que no podía seguir negando —. ¡Maldita sea, Polarca, no podía quedarme simplemente sentado ahí viendo como te consumías! Tenía que hacer algo.
—¿Quién te pidió que lo hicieras? ¿Quién te dio derecho a cometer ese miserable pecado contra mi hombría?
—Escúchenle. Un pecado contra su hombría.
—¿Crees que soy un enclenque?
—Yo soy el enclenque, Polarca.
Pareció asombrado.
—¿Qué?
—Te necesito demasiado para dejar que te mueras. Eres lo único que me mantiene cuerdo en este asqueroso lugar. Y puedes estar seguro de que te ibas a morir si yo no hacía algo por ayudarte.
—Pero no tenías derecho…
—¿No tenía derecho? ¿No tenía derecho?
—Ni siquiera me pediste mi jodido permiso. Simplemente te lanzaste y te hiciste cargo de mi vida. —Estaba gritando. Una vena empezaba a sobresalir a un lado de su cabeza —. ¿Crees que soy un niño? ¿Piensas que necesito algún tipo de protector? ¿Imaginas que no puedo ocuparme de mí mismo? ¿Cómo te atreviste a hacerme eso? —Y siguió con lo mismo, hablando con voz más y más fuerte mientras su ofendida indignación se convertía en escupiente rabia. Yo también sé gritar bastante bien. Más fuerte que él. Y estaba más furioso incluso que él, ahora. De modo que le grité:
—¡Maldita sea, Polarca!, no vuelvas a decirme más estupideces acerca de tu hombría, ¿de acuerdo? Simplemente siéntate aquí con tus dos manos y tu maldita hombría, y deja que esta jodida maquinaria te chupe toda tu vida. Y, cuando hayas muerto como un hombre, yo empezaré a volverme loco porque ya no habrá nadie aquí con quien pueda hablar. Pero todo estará bien. Tú habrás muerto como un hombre, y eso es lo único que importa. Lamento haberme metido en el camino de tu honrosa muerte. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo, Polarca? Lo siento. Ya está. Sé un hombre. Sé un héroe. —Le mostré lo que había hecho con su equipo. Luego volví a colocarlo todo como antes y me conecté, y me volví de espaldas a él. Estaba tan excitado que apenas sentí los habituales horrores de Mentiroso, aunque estaban ondulando a través de toda mi mente a su paso estándar de cada día.
Después de tal vez media hora, Polarca me dio unos golpecitos en el hombro.
—¿Yakoub?
—No me molestes. Estoy trabajando.
—Sólo quería darte las gracias —dijo en voz muy baja.
Nunca antes Había oído a Polarca sonar humilde. E, incidentalmente, nunca más lo he vuelto a oír.
Después de eso, ya no fue cuestión de seguir haciendo sus turnos. De todos modos, si hubiera seguido mucho tiempo hubiera acabado matándome. Pero le había ayudado a pasar una época difícil, por mucho insulto a su hombría que hubiera sido. Y él era lo bastante toro como para admitir que de tanto en tanto tienes que olvidar un poco tus preciosos testículos y tu indignación Y tu orgullo masculino y aceptar simplemente un poco de ayuda, si realmente la necesitas. Polarca es duro y resistente, pero el trabajo en Mentiroso puede destruir a cualquiera. Lo había estado destruyendo, y él lo sabía. Yo le ayudé a superarlo. Dos o tres veces más tarde, durante los años que pasamos juntos en Mentiroso, tuve que volver a hacerlo. Cada vez se puso furioso conmigo, y no sé si realmente me ha perdonado por ello; pero me dejó hacerlo. Cuando terminó su contrato, al mío aún le quedaban casi tres meses, debido a los diversos retrasos que había acumulado, y se ofreció voluntario a permanecer allí aquel tiempo extra y contribuir con tres horas al día por cuenta mía para sacarme antes de Mentiroso. Y yo lo acepté. Tuve que hacerlo, para sobrevivir. Siempre ha sido así entre nosotros desde entonces.
Durante todo aquel tiempo interminable en que lo único que hacía era estar sentado allí en mi celda, frotando ociosamente mis pies desnudos contra el dorado suelo, tuve la sensación de estar librando una gran batalla.
Sabía que estaba en guerra. Una guerra consciente, implacable, contra la desvergonzada semilla de mis ingles que había intentado usurpar mi lugar. Con mi mera existencia allí como prisionero suyo lo estaba destruyendo. Sabía eso más allá de toda duda. De tanto en tanto enviaba mi alma a vagabundear, ascendiendo a través de aquel edificio donde me hallaba encerrado, y captaba la atormentada alma de Shandor, estremecida y siseante en alguna parte sobre mi cabeza. No sabía qué hacer conmigo, y eso lo estaba matando. No podía dejarme libre. No se atrevía a asesinarme. Y no podía mantenerme encerrado allí indefinidamente, no sin que la ira de todos los mundos cayera sobre su cabeza.
Envié mi alma más lejos, al corazón de la noche. La oscuridad ardía. Vi las estrellas de la humanidad. Vi los innumerables mundos que habíamos conquistado para nosotros. Y allí —allí—, en mitad del cielo…
Vi la Estrella Romani, muy alta, pulsando y llameando. ¡Cómo me atraía! Sentí que fuerzas titánicas se enfocaban en mí y actuaban a través de mí. Arrastrándome hacia arriba.
Todas aquellas estrellas…, ¡todos aquellos mundos!
Y, sin embargo, para nosotros sólo hay un mundo. Sólo hay un camino.
Syluise vino a visitarme. No su espectro. La propia Syluise, el primer auténtico ser humano de carne y hueso que veía desde el principio de mi encarcelamiento. A menos que cuenten ustedes a Shandor como un ser humano. Supongo que hay que hacerlo.
No había ninguna aura espectral a su alrededor, pero de todos modos no me pareció real. Syluise raras veces lo parece. Pero esta vez incluso menos que de costumbre. Pensé que debía tratarse de algún doble suyo el que me visitaba. O algo peor, algún truco de Shandor, una artera proyección de algún tipo, algún nuevo e ingenioso proceso.
Real o irreal, sin embargo, el poder de su belleza actuó inmediatamente sobre mí. Como siempre. La antigua atracción. Su fragancia, sus ojos, su piel, sus labios, su todo. Haciendo que se me doblaran las rodillas, se me secara la garganta. Aquella perfección gaje suya, aquel dorado resplandor.
(Nunca me resultó fácil comprender el atractivo que tenía Syluise para mí. Por supuesto, es muy hermosa, pero a la maneragaje, y a mí nunca me han importado mucho las mujeres gaje. Esa es la especialidad de Shandor. A mí me gustan morenas y jugosas, a la auténtica manera rom. Oh, sí, hubo Mona Elena, hace mucho tiempo, mi única incursión en esa dirección, aquella reina de las odaliscas, aquella soberbia profesional. Pero eso fue casi un experimento. ¿Cómo podía apreciar apropiadamente las virtudes de las mujeres roms si no podía compararlas con las de la otra clase? Y Mona Elena parecía un poco rom. Más que un poco. Ciertamente, mucho más que Syluise. Morena, voluptuosa, con unos ojos brillantes, incluso con el collar de antiguas monedas de oro sobre sus pechos…, un collar que, por cierto, aún conservo, debido a la rapidez con que Mona Elena tuvo que abandonar mis aposentos en nuestra última noche juntos. Aquella vez que el cuerpo de guardia del emperador, el lascivo Decimocuarto, vino a por ella.)
Miré a Syluise, y recordé todas las veces que había desplegado toda su seducción ante mí en el pasado. Recordé cómo era: la bola en mi garganta, el pulsar entre mis piernas, el sudor, el anhelo. Un guiño de ella ahora, y todo volvería a empezar de nuevo.
Pera entonces observé algo extraño: que conservaba más o menos el control sobre mí mismo. Esta vez no creí que ella fuera capaz de convertirme en un tembloroso cachorrillo con una de sus ardientes miradas. No. Su casi hipnótico dominio sobre mí no estaba funcionando. Dentro del núcleo de mi excitación podía detectar un pequeño y traidor nódulo de algo muy parecido a la indiferencia hacia ella. Lo cual confirmaba mi idea de que no era real, de que lo que estaba contemplando era alguna especie de fantasma electrónico.
—¿Y bien? —dije. Fríamente. Bruscamente. Mirándola como si fuera un pez en un acuario, algo peculiar e inesperado suspendido en un tanque ante mis ojos, oscilando lentamente hacia arriba y hacia abajo, hacia delante y hacia atrás —. ¿Qué eres, y qué quieres?
Empezó a fruncir el ceño. Fue como el oscurecimiento de un sol. Debió captar que algo iba mal.
—No pareces contento de verme —dijo acusadoramente.
—¿Te estoy viendo?
—¿Qué tipo de pregunta es ésa? ¡Me estás viendo! ¿No te das cuenta? Y preguntarme qué soy. ¿Qué soy? ¿Qué se supone que quieres dar a entender?
—Bien, quién eres, entonces.
—¡Yakoub! Soy Syluise.
—¿De veras?
—¿Ya no me reconoces? ¿Te encuentras bien, Yakoub? ¿Qué te ha hecho Shandor?
—¿Eres realmente Syluise? ¿Has venido todo el camino hasta aquí?
—Hasta Galgala, sí. ¿Es algo tan difícil, ir de Xamur a Galgala?
—¿Y él te ha dejado entrar?
—Por supuesto que me ha dejado entrar. ¿Qué estás intentando decir?
—No creo que seas realmente tú. Que estés realmente de pie aquí, delante de mí, en esta celda, en este momento.
Toda ella era dorada. Su atuendo de Galgala, un brillante traje dorado, muy diáfano, con enloquecedores asomos rosados reluciendo a su través. Una banda de oro sujetando su dorado pelo. Sus párpados estaban pintados de oro. También sus labios. Su aspecto era magnífico. Como la estatua funeral de alguna esbelta reina egipcia.
—¿Qué crees que soy, entonces? —preguntó. Su voz era sorprendentemente gentil. Siempre hay un filo cortante en la voz de Syluise, un filo suave pero un filo de todos modos, el tipo de filo que puedes hallar en una daga hecha del más puro oro —. ¿Piensas que soy un espectro? ¿Un doble? Mira. Tócame. —Tomó mi mano y la puso sobre su brazo desnudo. No puedes tocar un espectro. Tu mano pasa a través de él. La mía no lo hizo. Qué suave era su piel. Hay sedas y satenes que son mucho más ásperos. Suave y lisa, sí, pero creí que me quemaba los dedos. Oh, ahí está. Empieza a ejercer su influjo sobre mí, y estoy perdido. ¿Puedo luchar contra ella? Maldita sea, ¡no quiero que vuelva a manipularme! Pero lo está intentando de todos modos. Llevó mi mano hasta su seno. Sus pechos se agitaban como campanas bajo su ropa. Cuando toqué sus pezones, se endurecieron. Empecé a temblar como un colegial. Pensé en lo que había pasado entre Syluise y yo en Xamur, no hacía tanto, durante aquellas noches de risas y alegría. Pero aun así, había algo distinto ahora. Mentiría si dijera que el contacto de su carne no me había excitado, pero de alguna forma era capaz de darme cuenta de esa excitación. Por el momento, al menos —. ¿Es ése el tacto de un doble? —preguntó.
—Los mejores lo consiguen.
—Nunca he encontrado ninguno que fuera tan bueno. —Pasó amorosamente sus manos a lo largo de sus propios antebrazos y se echó a reír. Una risa dorada. Cómo se amaba a sí misma —. Oh, Yakoub, ¿cuánto tiempo más piensas pasarte aquí?
—Eso tendrás que preguntárselo a Shandor.
—Lo hice. Dice que puedes marcharte en cualquier momento que desees.
—¿Te dijo eso?
—Lo único que tienes que hacer es aceptar dejar de ser un obstáculo para él.
—La única forma en que puedo dejar de ser un obstáculo para él es emprendiendo el camino de sólo ida hacia el interior del sol más cercano.
—No, Yakoub. —Estaba de pie muy cerca de mí. Demasiado cerca —. No lo comprendes. Piensas que Shandor es alguna especie de bestia. ¿Cómo puedes sentir eso hacia tu propio hijo? ¿No sientes ningún amor hacia él?
—¿Qué tiene que ver el amor con esto? Es mi sangre, mi carne. Pero sigue siendo una bestia. Y peligrosa. —Su aroma estaba empezando a volverme loco. No llevaba ningún perfume, yo lo sabía muy bien. Ese aroma era el de la propia Syluise. Ahora sabía por qué estaba allí, y esperaba poder seguir resistiendo —. ¿Te envió aquí Shandor para que me trabajaras un poco? —pregunté.
—Vine por mi propia voluntad, Yakoub. Para ayudarte a salir libre de aquí.
—Proporcionándole a Shandor lo que desea. Mi bendición formal.
—¿Es eso tanto?
—Salir de este modo no es la libertad. Es la esclavitud, Syluise. Ya he sido esclavo cuatro veces en mi vida, ¿sabes? Nací en la esclavitud, y fui vendido dos veces, y la última vez me vendí yo mismo. No pienso ser esclavo de nuevo. En particular, no de mi propio hijo.
—Es el rey, Yakoub.
—Tonterías. Yo soy el rey.
—No dejas de decir eso. Pero estás aquí encerrado.
—¿Qué está pasando fuera? ¿Sabe la gente dónde estoy?
—Están empezando a descubrirlo, sí.
—¿Y?
—Hay un montón de problemas.
—Bien —dije —. Eso es lo que quiero.
—¿Cómo puedes querer eso? La gente está sufriendo. Tu propio pueblo. El comercio se está descomponiendo. Las astronaves no van a los lugares correctos. Si es que van a algún lugar. Nadie está seguro de quién es el rey, y en realidad tampoco hay emperador. Todo el sistema puede hacerse pedazos en cualquier momento.
—Eso me parece estupendo.
—No puedo creer que te esté oyendo decir eso.
—¿Por qué te has mezclado en esto, Syluise?
Dejando a un lado mi pregunta, se me acercó más. Preludio de algo. Me ofreció todo el tratamiento: pechos oscilantes, temblor en las aletas de la nariz, miradas provocativas desde debajo de unos párpados entrecerrados. Se contoneaba. Nuestras caderas se rozaron. Sentí su cálido aliento en mis mejillas. Sus insaciables labios a un centímetro de los míos. Su seducción. Sus irresistibles armas, su artillería pesada. Resultaba casi cómico. ¿Me había parecido cómica alguna vez antes? ¿La había encontrado realmente tan irresistible antes? Algo debía estar cambiando definitivamente en mí. Quizá el que estuviera trabajando a favor de Shandor había roto el hechizo. Me había traicionado. Nunca había sido capaz de defenderme contra ella hasta ahora, pero eso iba más allá de todos los límites, su flagrante maniobra a favor de Shandor. Silenciosamente, ofrecí la plegaria rom para los muertos. Aquella víbora dorada y yo habíamos terminado. Definitivamente.
—¿Sabes cuánto te he echado en falta, Yakoub?
—Dímelo.
—Deja que Shandor sea el rey. Has tenido cien años de reinado para ti.
—No tanto.
—Sea lo que haya sido, has tenido suficiente. Más que suficiente. Déjale que sea su turno. ¿Quieres ser rey para siempre? ¿Para qué?
—No para siempre. Sólo lo suficiente para terminar el trabajo que aún necesito hacer.
—Deja que lo termine Shandor. Tú y yo iremos a alguna parte. Algún lugar hermoso. Fulero. Estrilidis. Tranganuthuka. ¿No te gustaría pasar uno o dos años en Fulero conmigo?
—¿Cuánto te está pagando?
—¡Yakoub!
—Tengo una idea mejor. En vez de ir los dos a Fulero, quédate a vivir aquí conmigo. En esta celda. Los dos. No te va a gustar la comida, pero por lo demás no está tan mal. Aguardaremos a que Shandor se marche. Tarde o temprano cederá, o alguien lo echará, y saldremos. Triunfantes. Pondré de nuevo los mundos en orden. Pasaremos la mitad de nuestro tiempo en Galgala y la otra mitad en Xamur. Incluso podrías hacerte llamar la reina, si quisieras.
—¿Qué?
—Ya sabes, nosotros no tenemos reinas. Pero podemos hacer una excepción por una sola vez. Te gustaría, ¿verdad?
—No estás hablando en serio. ¿Tú me harías tu reina?
—¿Por qué no?
Sólo estaba jugando con ella. Del mismo modo que ella había estado jugando conmigo.
—No —dijo —. Habría demasiadas protestas. No puedes imponer una reina a los roms después de todo este tiempo. Y yo no quiero ser reina. O que tú vuelvas a ser rey. ¿Para qué lo necesitas? Tanto trabajo desagradable. Tantas estúpidas y horribles tonterías. Ven conmigo y limitémonos a disfrutar, dejemos todo esto a alguien que se ocupe.
—¿A Shandor?
—¿Y a quién le importa?
Una maravillosa sensación de libertad invadió mi alma.
—A mí me importa —dije.
—Oh, no. Déjalo todo.
Deslicé mis manos por sus hombros. Su piel ardía, pero de alguna forma era como si estuviera acariciando una estatua. No sentía nada. Retrocedió unos pasos a su pequeña manera coqueta, apartándose de mis manos.
—Ven aquí.
—Ven a Fulero conmigo.
—En alguna otra ocasión. —Tendí de nuevo la mano hacia ella.
—No.
—¿No?
—No aquí. No en este horrible y pequeño lugar.
—Acabas de decir que me habías echado en falta. No mucho, por lo que veo.
—Te mostraré cuánto te he echado en falta cuando lleguemos a Fulero.
Me dio otra sesión de caderas y muslos y meneos, y sonrió y se encogió de hombros.
—Creo que voy a pasar de Fulero —dije amigablemente —. Tú vas a ir allí. Con Shandor.
Pensé que iba a estallar. Sus ojos eran supernovas de rabia. Algo horrible apareció brillando por entre toda aquella increíble perfección. No estaba acostumbrada a verme resistir. Nunca antes había ocurrido. Cincuenta años, y nunca había ocurrido. No importaba que yo fuera el rey. No hay reyes en el dormitorio. Todos somos esclavos allí, no de otra gente sino de nosotros mismos, impotentes contra las órdenes que nos llegan de dentro. Cada hombre posee una mujer fatal. Puede que sea lo mismo también para las mujeres; supongo que sí. Pero incluso las atracciones fatales pueden encogerse y desaparecer. Y morir. En esta ocasión, por una vez, me había resistido a ella. Quizá incluso me hubiera liberado de ella definitivamente.
Syluise se marchó de una manera furtiva, ardiendo de rabia y lanzando todos los improperios que una mujer puede lanzar. Al momento siguiente, Valerian estaba conmigo. El espectro de Valerian, quiero decir. Como siempre. Saltando de un lado para otro de la celda como un rinoceronte enloquecido. El rinoceronte es un animal que existió en la Tierra, extraño como el infierno, muy grande, no bueno para comer. Con un cuerno en la nariz. Cuando un rinoceronte avanzaba en tu dirección, lo mejor que podías hacer era salirte discreta y educadamente de su camino. Lo mismo ocurría con Valerian.
—Mira este lugar —rugió —. ¡Suelo de oro! ¡Paredes de oro! Este loco planeta. Nunca podré acostumbrarme a tu Galgala, ¿sabes? Todo este jodido oro.
—¿Quieres un poco? Sírvete.
—¿Para qué lo quiero? ¿Quién lo necesita? ¿Has estado alguna vez en la Tierra, Yakoub?
—¿A mí me preguntas eso?
Siguió, como si no me hubiera oído:
—Por supuesto que has estado. Apuesto a que mil veces. ¿Sabes lo que les gustaba el oro allí? ¿Las mujeres con diez kilos de oro colgando de sus cuellos? ¿Con un rollo de sólidas y pesadas monedas de oro en su bolsillo? El oro significaba algo en la Tierra. Te sentías como un gigante cuando tenías un poco de oro. Como un jodido rey. Ahora mira. El amor al oro ha desaparecido del universo. Toda esa buena codicia se ha esfumado. Un hermoso pecado mortal que se ha ido al infierno. ¿Sabes lo que han hecho con el oro? Lo han convertido en mierda, esa gente de Galgala.
—Es mucho más hermoso que la mierda —señalé.
—Pero igual de valioso. Es una maldita vergüenza lo que han hecho con el oro. Desearía que nunca hubieran descubierto este planeta. El oro era tan bueno, Yakoub. Y ahora no es más que mierda. ¿Sabes qué provocó eso? La oferta y la demanda, eso fue. ¡La oferta y la demanda, la oferta y la demanda! La inexorable ley del cosmos. —Valerian hizo una pausa y emitió un surtidor de amarillentos destellos y chispas espectrales, como un aparato eléctrico descompuesto. ¡Qué agotador hijo de puta! Parecía muy complacido con su propia profundidad —. Eso suena hermoso, ¿no crees? La inexorable ley del cosmos. Siempre he tenido arte con las palabras, ¿eh, Yakoub? —Luego empezó de nuevo a saltar de pared en pared —. Es una hermosa celda. Shandor te retiene con estilo.
—Hubieras debido ver el primer lugar donde me metió.
—Bueno, éste es confortable, ¿no? Y toda él de oro. Quizá no valga un comino, pero maldita sea, es hermoso. Pero necesitas algunas joyas. Un poco de contraste de color, hay demasiado amarillo aquí. —Extrajo una bolsita de piel roja de debajo de su capa. Piel espectral —. Dame una buena joya cada día. Esmeraldas, rubíes, zafiros. No diamantes. Los diamantes tienen un buen fuego en ellos, pero echo en falta el color. Me gusta que mis joyas tengan color. —Derramó el contenido de la bolsita mientras hablaba. Una pequeña montaña de joyas. Me las metió debajo de la nariz —. Podrías colgarlas a lo largo de la habitación, de pared a pared, ¿eh? Darían un poco de vida al lugar.
—Son joyas espectrales, Valerian. ¿Para qué me sirven? Ni siquiera puedo tocarlas. Para mí no son más que aire coloreado, ¿sabes?
—Oh, mierda, sí —dijo tristemente —. Eso es cierto.
—Creo que prefiero un poco de buen y sólido oro que joyas espectrales. Pero gracias de todos modos.
—Mierda —dijo. Parecía abrumado —. Olvidé eso por completo. Para mí me parecen jodidamente reales.
—Eres un espectro, Valerian.
—Cierto. Cierto. Oh, qué maldita pena. Necesitas algo de color aquí. Pero mira, te diré una cosa, Yakoub: cuando seas rey de nuevo, acudiré a ti en mi yo real, ¿de acuerdo? Y te traeré algunos auténticos rubíes, algunas auténticas esmeraldas.
—¿Cuando sea rey de nuevo? ¿Cuándo será eso?
No me prestaba atención.
—Tengo montones de joyas, ¿sabes? Beaucoup de joyas, como diría Julien, ¿eh? El año pasado cogí un cargamento enorme. Allá en el Derrame de Jerusalén, en algún lugar entre Caliban y Puerto Peligroso, un gran transporte perteneciente a…, bueno, ¿qué importa a quién pertenecía? Había suficientes rubíes a bordo como para embalsar todo un río. Un río grande. —Valerian se echó a reír —. Podría saturar el mercado, ¿sabes? Ponerlos todos en circulación a la vez, hacer que los rubíes valieran tan poco como el oro. Al igual que hice aquella vez con el aceite de belisoogra, cuando me acusaron delante del kris. ¿Lo recuerdas? Aquella vez que tú rebajaste la sentencia a mi favor. No es que vea ninguna utilidad en saturar el mercado de rubíes. No con el stock del que dispongo. Pero alguien terminará haciéndolo más pronto o más tarde, algún maldito estúpido, espesa y verás. Es inevitable. Han descubierto un planeta por ahí que está tan lleno de rubíes como Galgala lo está de oro.
Aquello era nuevo para mí.
—¿Estás seguro de eso?
—Tendrías que ver lo que había en aquella nave que cogimos. Diez enormes sobrebolsillos cargados de ellos. Una tonelada de rubíes aquí, otra tonelada allí, metidas en todo tipo de dimensiones de almacenamiento, dimensiones de las que nadie antes había oído hablar. ¿Sabes lo que tuve que hacer para conseguir que abrieran aquellos bolsillos para mí? No, no querrás saberlo. Yo ni siquiera deseo pensar en ello. En realidad soy una persona gentil. Tú lo sabes, ¿no, Yakoub? Pero a veces…, a veces…
—Háblame de cuándo volveré a ser rey.
—¿Quieres que te diga eso?
—Acabas de oírmelo decir.
—¡Pero eso es el futuro!
—¿Y?
—Es el futuro, ¿no? Para ti, quiero decir. Sí. Sí, seguro que lo es. ¿Quieres que te diga el futuro?
—¿Por qué no? Puedes decírmelo. Nadie lo sabrá excepto tú y yo.
—Puedo decírtelo, sí. ¿Por qué no debería decírtelo?
—Exacto.
—Puedo decírtelo si creo que debo hacerlo. Puedo decirte cualquier cosa que desees saber.
—Absolutamente.
—No hay nada que me impida decírtelo.
—Correcto —afirmé —. Así que dímelo.
Pero no me lo estaba diciendo. Tan sólo hablaba de decírmelo. Y revoloteaba por la habitación como un papagayo demente. ¡El maníaco hijo de puta! Sentí deseos de lapidarlo. Lapidar un espectro, seguro.
—Es el futuro —dijo —. Se supone que no debemos contarle a la gente su futuro.
—¿Desde cuándo has hecho alguna vez lo que se suponía que debías hacer?
—Tal vez esa regla tenga sentido.
—Oh, vamos, Valerian.
—Pero tal vez tenga sentido.
—Al menos dime lo que está ocurriendo ahí fuera ahora, pues. No hay ninguna regla contra eso.
—¿Quieres decir en el Imperio? ¿En el Reino?
—Sí. Desde que Shandor me arrestó. Lo que ha estado ocurriendo.
—Muchas cosas han estado ocurriendo —dijo. Flotó, cruzando la habitación, y se detuvo en mitad del aire directamente frente a mi nariz, colgando de lado, con los pies casi rozando la dorada pared. Con una voz muy suave dijo —: Nunca creí que pudieras salirte adelante con esto, con esta locura. Ponerte en manos de Shandor. Pensé que era la cosa más estúpida que habías hecho en toda tu vida. Supongo que te debo una profunda disculpa, Yakoub.
—Así que me he salido, ¿eh? ¿Todo ha funcionado bien?
—¿No lo sabes?
Enloquecedor. Siempre jugando a las preguntas y respuestas conmigo.
Era peor que Polarca. Polarca al menos no se ofrecía a decirme nada cuando acudía espectrando, Valerian no tenía ningún tipo de escrúpulos. Las reglas no significaban nada para él. La única regla que le había importado seriamente alguna vez en su vida era la que dice: Hagas lo que hagas, no dejes que te atrapen en ello. Pese a todas las prohibiciones, Valerian sería seguramente capaz de revelarme el futuro si creía que valía la pena hacerlo. Y si conseguía comprender lo importante que era para mí. Pero hacer que se atuviera al tema era un trabajo más duro que palear mierda de salizonga. Dije, exasperado:
—¿Cómo quieres que lo sepa? Todavía es el futuro para mí. Todavía sigo aquí, ¿recuerdas? Todavía sigo prisionero. Y nadie ha venido a decirme nada.
Valerian derivó hacia abajo hasta que se detuvo prácticamente de pie sobre el suelo y me miró de cerca, y derivó hacia atrás y hacia arriba hasta situarse de nuevo en ángulo recto con respecto al suelo.
—Lo olvidé —dijo al cabo de un rato —. Fue una tontería. Ser un espectro todo el tiempo hace que se te embarullen las cosas. Pierdo el sentido de qué es lo que ocurre antes de qué. Por supuesto, si aún sigues aquí, es probable que no sepas nade.
—Vamos, Valerian.
—¿Quieres saberlo? De acuerdo. Te lo diré.
—Vamos, sigue.
—Estoy intentando decírtelo. —Inspiró profundamente, lo cual le iluminó con dieciséis fantasmales colores a lo largo del espectro. Por fin el momento de la revelación. Dijo —: Todo va a ir bien. Funcionará como dijiste que lo haría.
Estupendo. Polarca había dicho lo mismo. Pero se había negado a darme ningún detalle. Sólo vaguedades, lo mismo que Valerian. Ambos conspiraban para volverme loco.
Sin embargo, luché por mantener el control. No tiene sentido gritarle a un espectro: simplemente se marcha.
—¿Y cómo? ¿Qué es lo que irá bien?
—Se supone que no debo decirte esas cosas. Pero me conoces, Yakoub.
—Vamos, adelante.
—Sólo entre tú y ya, tienes a Shandor contra las cuerdas.
—Cuéntame.
—¿De veras no sabes nada?
—No mucho. Syluise estuvo aquí y dijo que las cosas estaban bastante mal. Que el comercio interestelar se estaba hundiendo. Que las astronaves iban a destinos equivocados. Cosas así. Pero no confío en Syluise para que me diga la verdad. Cuéntame tú.
—Ésa es la estricta verdad. Ahí fuera todo estaba hecho un lío.
—¿Estaba?
—Estará. Está. Lo que sea. Ya sabes, no resulta sencillo para mí recordar qué es futuro y qué pasado. Todo es pasado para mí, ¿sabes, Yakoub? Tu futuro es mi pasado. Han ocurrido un montón de cosas que aún no han ocurrido.
—Intenta pensar en ello. Si puedes. ¿Saldré pronto de aquí?
Una larga pausa.
—¿Saldré?
—Pienso que sí.
—¡Piensas! ¡Piensas! No has pensado en toda tu vida, Valerian. De acuerdo. ¿Qué le está ocurriendo al Imperio?
—Se está hundiendo —dijo, y se le iluminaron los ojos. Ahora estaba haciendo un auténtico esfuerzo —. El viejo emperador aún está con vida. Aferrándose con uñas y dientes para seguir. Pero ya nadie entiende lo que dice, Sunteil intenta llevar las cosas hacia su lado, Periandros y Naria hacen lo mismo hacia el suyo. Están luchando denodadamente.
—Más.
—¿Más qué?
—Más noticias. Sigue hablando.
—Se supone que un espectro no debe…
—Al diablo con lo que se supone que un espectro debe o no debe. Cuando el gran kris te halló culpable, ¿se suponía que yo debía dejarte libre? Pero lo hice.
—Sabes que siempre me sentiré agradecido por…
—Estupendo. Cuéntame más.
Meditó unos instantes.
—Bueno, está Shandor. Shandor es presa del pánico.
Noté que se me aceleraba el pulso. Estábamos llegando al núcleo de las cosas. Quizá.
—¿De veras?
—Completamente aterrorizado. Se está empezando a dar cuenta de lo que se le viene encima, y eso lo aterra. Has estado haciéndole la guerra de una manera espantosa, ¿sabes? Sin alzar un dedo, sin siquiera decirle una palabra a nadie.
—Así que finalmente se da cuenta de ella.
—Es sorprendente lo que has conseguido simplemente ofreciéndote a Shandor. Tu chico, Chorian, escapó, ¿sabes?, y le dijo a todo el mundo que Shandor te había encerrado aquí.
—Me estaba preguntando al respecto.
—Y ahí es donde las cosas empezaron a venirse abajo para Shandor. Oír lo que te había hecho hizo que muchos roms se pusieran furiosos. En especial los pilotos: han empezado a hacer todo tipo de locuras para protestar, volando hacia planetas equivocados, embarullando los planes de todo el mundo. Algunos mundos se hallan prácticamente aislados. Clard Msat: simplemente no puedes ir allí. A Iriarte tampoco, creo.
Sentí deseos de echarme a llorar de alegría al oír aquello. ¿Pero era cierto? Pasado y presente eran una mezcolanza tan grande para Valerian. Podía estar contándome rumores, o fantasías, o acontecimientos de otra época completamente distinta. Cerré los ojos. Era tan frustrante tener que depender de las noticias de un par de espectros hipercinéticos y una víbora dorada. Deseé desesperadamente captar el pulso de los planetas con mi propia mano. Había estado allí tanto tiempo solo, aislado del fluir y refluir de la galaxia. Mi plan, mi estrategia, algo astuto pero doloroso. Atacar rindiéndome. Nadie lo había comprendido. Todos pensaban que estaba loco. Todos excepto Bibi Savina y Thivt. Pero mi lunática jugada parecía estar obteniendo resultados. Valerian no me mentiría. Podía estar confundido, pero no me mentiría. Ahí fuera, los miles de mundos, los millones de roms, los miles de millones de gaje, todo el torbellino y ajetreo humanos: ¿estaba todo aquello hundiéndose en el caos? ¿Un caos útil, que yo fuera capaz de reconstruir?
Dije:
—Me gusta lo que estoy oyendo. Sigue.
—¿Sabes lo de la krisatora?
—Te lo he dicho. No sé nada.
—Damiano la ha convocado. Para una moción de censura sobre la conducta de Shandor. Van a denunciarle.
—¿Lo sabes seguro?
—Estoy intentando hablarte en tu tiempo, no en el mío. Por eso digo que van a denunciarle.
—¿Denunciarle?
—Eso es lo que he dicho.
—Sí. De acuerdo. ¿Así que celebran un kris aquí mismo, en Galgala, delante mismo de las narices de Shandor, y él no hace nada por detenerlo? ¿O por controlarlo?
—Dios, no. ¿Quién ha dicho nada de Galgala? El kris se está celebrando en Marajo. Fue celebrado. ¿Lo será? Lo fue.
—¿En Marajo?
—Damiano eligió su propia krisatora. Dijo que no confiaba en el kris que estaba en sesión en Galgala, porque era el kris de Shandor.
Gruñí.
—Entonces, ese kris no es legítimo.
—Tan legítimo como cualquier otro.
—No —dije —. Es un kris improvisado. El kris particular de Damiano. ¿Qué es lo que quiere, una guerra civil? Shandor se limitará a rechazar su jurisdicción.
—La vez que me llevaron a juicio también fue el kris particular de Damiano. Aquella vez que me detuvieron por apoderarme de la nave de Kalimaka. ¿Lo recuerdas? Supón que yo hubiera intentado negarme a aceptar su jurisdicción. Supón que hubiera dicho: Éste no es un juicio justo, se trata de un kris improvisado, Damiano lo ha formado para mí. ¿De qué me hubiera servido, eh? ¿No hubieran seguido reteniéndome?
—Pero aquél fue un kris legítimo. Aquél fue el gran kris de Galgala, por el amor de Dios. Sus decretos eran vinculantes para todos nosotros. Este otro kris de Damiano, este kris de Marajo…, ¿y si Shandor dice que no es un auténtico kris, que no está dispuesto a aceptar su edicto?
—No te preocupes. Todo ha pasado y…
—No, para mí no.
—Todo ha pasado —repitió Valerian, soñadoramente. Estaba derivando de nuevo, flotando de lado en medio del aire. Y se estaba volviendo transparente, convirtiéndose en una mancha de luz verde botella cerca del techo —. Fue realmente malo —dijo —. Aquella vez que me llevaron a juicio. —Vi que estaba empezando a perderle. Cada vez retrocedía más en el pasado. Estaba desenfocándose. Nunca hubiera debido permitir que cambiara de tema. Una vez empezaba a recordar su juicio, no había forma de hacerle volver —. Fue la peor época de mi vida. Sufrí realmente. ¿Recuerdas todo lo malo que fue, Yakoub?
Estaba rozando distraídamente las motas doradas de la pared con las yemas de los dedos, como si intentara desprender algunas. Parecía ya muy lejos.
—¿Valerian? —dije.
—¿Lo recuerdas? Sufrí realmente.
—Por supuesto que lo recuerdo. Pero lo merecías.
Había sufrido, sí. Estaba terriblemente asustado. Enfrentado a una absoluta ruina, y lo sabia. La única vez que lo vi con un aspecto tan patético. Había perdido toda su pose y su jactancia. ¿Pero por qué recordar ahora de nuevo todo aquello? Tenía que saber acerca de Shandor, acerca del Imperio, acerca de lo que estaba ocurriendo tras las paredes doradas de mi celda, y ahí estaba retransmitiéndome la angustia y el dolor de aquel lejano juicio. Lo peor con la gente egocéntrica como Valerian es que no puede mantener su mente enfocada mucho tiempo en tus problemas, no importa lo urgentes que puedan ser.
Seguía con aquello.
—La forma en que todos vosotros me mirabais…, como si yo fuera un enemigo, un traidor…, un gaje…
—Pero fuiste perdonado —dije —. Mira, vuelve aquí, ¿quieres? No puedo hablar contigo cuando flotas de esa manera.
—Dándome cuenta de que hablabais en serio, de que estabais dispuestos a someterme a juicio. Y a castigarme. No podía creer que aquello me estuviera ocurriendo a mí, Yakoub.
—¿Quieres bajar?
—Y luego todo el mundo testificando contra mí…, mis amigos, mis primos…
—Hey, todo eso es historia antigua ahora, Valerian.
—¿Lo es? ¿Lo es? —Su voz sonaba muy débil. Me pregunté si en aquel momento no estaría espectrando dentro de su espectro, saltado hacia atrás hasta el momento de su juicio, viviéndolo de nuevo en los intersticios del tiempo. Me pregunté cuán a menudo debía revivir todo aquello. Su gran trauma. Su terrible prueba.
Aquella vez Valerian se había apoderado de una nave de más. La nave equivocada. Y habíamos tenido que castigarle por ello. Y luego yo había sentido piedad de él pese a todo. Lo había salvado en el último minuto del peor castigo que un rom podía recibir.
—¿Yakoub? —murmuró —. Yakoub, tuve miedo, ¿sabes que realmente tuve miedo?
—Lo sé.
Ya era inútil intentar traerlo de vuelta para hablar de los asuntos actuales del Reino. O de cualquier otra cosa importante. Le había perdido. Estaba seguro de ello.
—¿Fue entonces cuando decidiste perdonarme? ¿Cuando viste mi miedo?
—Pensé que ya habías sufrido bastante —dije.
—Estaba sufriendo realmente —admitió de nuevo, muy lejano ya —. May asustado. Pensaba que todos ibais a arrojarme fuera. Que nunca volvería a oír hablar a nadie romani de nuevo. O a reírse de la forma que ríen los roms. ¿Sabes lo que quiero decir, Yakoub? ¿Comprendes lo que estoy diciendo?
—Por supuesto que lo comprendo, Valerian.
Guardó silencio. Fue haciéndose más y más débil. Ahora ya casi era invisible, una tenue sombra muy por encima de mi cabeza. Estaba seguro de que se estaba marchando. Lo hubiera matado. Intentar matar un espectro. El hijo de puta. Venir aquí y bailar esa loca danza de pasado y presente y futuro, y luego dejarme sin haberme proporcionado ninguna auténtica satisfacción. Sabía que dentro de un momento se habría ido, sin dejarme mejor que cuando había llegado.
No. Falso. De pronto adquirió de nuevo solidez. Flotó hacia abajo, hacia mí, sus pies casi tocaron el dorado suelo. Brillantes destellos verdes irradiaban de él. Crepitaba de nuevo con toda su vieja vitalidad y energía. Permanecimos frente a frente, mirándonos, casi tocándonos con las puntas de nuestras narices. Valerian parecía estar apretándose duramente contra mí.
Aquel brusco cambio me sorprendió.
—¿Y tú, Yakoub? —desafió —. ¿Es tu turno ahora? Estamos hablando de miedo, ¿no? De mi miedo, cuando estaba sometido a juicio. Pero ahora eres tú quien tiene miedo.
Me pilló desprevenido, desconcertado, confuso. Hubo un zumbar en mi mente. Valerian era más bien torpe, pero podía ser perspicaz cuando menos te lo esperabas.
—¿Miedo? ¿De qué?
—No lo sé. ¿Shandor?
Agité la cabeza.
—No. Nunca me ha asustado. Y tampoco me asusta ahora.
—Bien. Entonces, simplemente resiste. Mantén tu valor.
Sentí que mi irritación hacia él se desvanecía en un destello.
—Sí. Eso es lo que debo hacer, Valerian.
—Y sin embargo —dijo —, aún hay miedo en ti, ¿verdad?
Justo cuando estaba empezando a quererle de nuevo tenía que volver a incordiarme acerca de mi miedo.
—No —dije, más irritado aún que antes —. No es así.
—Creo que temes algo. Lo veo en tus ojos.
—Escucha, Valerian…
—Quiero ayudarte. Dime lo que temes.
—No me estás ayudando. Estás incordiándome.
—Yo tuve miedo una vez. Tú también puedes tener miedo. No es malo tener miedo, Yakoub. Sólo tienes que recordar qué es el miedo y qué es Yakoub. El miedo puede estar en ti, pero no debe convertirse en ti.
Me volví de espaldas a él y empecé a contar hasta diez. Ek, dui, trin, chtar, pansh…
Pero él siguió allí. Estaba decidido a perseguirme eternamente con aquello.
—¿Qué dices a eso, Yakoub?
—No sé de qué estás hablando. Nada me ha causado nunca miedo, y nada me lo está causando ahora.
—Eso suena bien.
—Es la verdad.
—¿Lo es?
—No —dije al cabo de un momento, con una voz distinta. Algo se había roto bruscamente en mí. Una extraña sensación, pero una sensación liberadora. ¿Por qué mantener secretos con Valerian? Ábrete, deja que brote la verdad —. Es mentira —dije.
Lo era. Por supuesto que lo era.
Había temido muchas cosas, grandes y pequeñas, como cualquiera, aunque siempre había sido capaz de dominar mi miedo. Cuando había intentado decirle a Valerian que nunca había tenido miedo lo único que había conseguido era hacer mucho ruido.
Y también estaba empezando a comprender —tras el primer momento de furia, tras el primer hormigueo de orgullo— que Valerian tenía razón, que él no me estaba engañando cuando creía ver miedo en mí. Porque temía una cosa por encima de todo lo demás, y la temía terriblemente. No a la muerte. No a Shandor. No al hecho de estar sentado allí, prisionero. Ni siquiera a la guerra civil entre los roms. Era algo que temía tanto que nunca había sido capaz de hablar de ello con otra persona. Ni siquiera a mí mismo para enfrentarme directamente a ello. Era algo que había mantenido encerrado durante años en la más profunda oubliette de mi alma.
Valerian dijo:
—¿Por qué no me cuentas de qué tienes miedo, Yakoub?
Vacilé. Resultaba muy duro para mí.
—Nunca se lo he dicho a nadie.
—Dímelo a mí. ¿Qué es lo que temes?
—¿Por qué debería decírtelo, Valerian?
—Porque así quizás yo pueda ayudarte a dejar de tener miedo, sea lo que sea lo que temes.
—Nadie puede conseguir eso.
—Quizás yo pueda. Dímelo.
Flotó muy cerca de mí. El sisear y el crepitar de su aura espectral resonaron como truenos en mis oídos.
Inseguro, dije:
—Temo…, temo…
—Adelante, Yakoub.
Estaba empapado de sudor. Había como una mano en mi garganta, ahogando mi voz.
De pronto sentí que las palabras escapaban de mi boca en un ronco y entrecortado torrente.
—Lo que temo, Valerian, es que la Estrella Romani sea una mentira.
—¿Qué?
—Que toda la historia no sea más que un mito —dije. Me sorprendió oír brotar de mis labios las temidas palabras. Pero de alguna forma me tranquilizó decirlas. Ahora estaba hablando más libre y regularmente —. Que la estrella roja a la que rezamos no tenga maldita cosa que ver con nosotros. Que nunca llegáramos de aquel lugar, que la dilatación nunca haya ocurrido, que si alguna vez llegamos allí descubramos que se trata sólo de otro planeta deshabitado.
Valerian guardó silencio unos instantes, pensando, frunciendo el ceño.
—Entonces, ¿eso es lo que temes?
Asentí. Me sentí mucho mejor tras haberlo dicho al fin.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque he dedicado toda mi vida a la Estrella Romani. Porque todo este lunático plan mío está enfocado a una cosa y sólo una cosa, que es llevarnos de vuelta al Mundo Natal, volver a establecernos en el lugar al que pertenecemos, el lugar en el que no seremos intrusos ni extraños ni alienígenas. Me he lanzado de cabeza hacia la Estrella Romani, ¿entiendes? Sólo vivo para el día en que ponga mi pie en aquel lugar, ¿te das cuenta, Valerian? ¿Y si no es allí? ¿Y si algún día descubro que todo eso no es más que una estupidez, que realmente nacimos de la Tierra como los gaje, que en realidad no somos más que gaje de curiosa aspecto que hablamos un viejo y curioso lenguaje, que la Estrella Romani no es más que la poética fantasía de alguien…?
—No. Las cosas no son así —dijo Valerian. Sonaba confiado. Hice una pausa, sudoroso, asombrado.
—¿No?
—Toda la historia es cierta, todo está en el Swatura. Créeme. La vida que llevamos allí, las grandes ciudades, los presagios, la dilatación del sol. Las dieciséis naves que partieron hacia la Gran Oscuridad y nos trajeron hasta la Tierra.
Ahora estaba hablando con un Valerian distinto, ya no fanfarroneaba, los alardes habían quedado atrás. Tranquilo, serio, intenso. Apenas le reconocí.
—¿Cómo es posible que sepas eso?
—Porque he estado allí —dijo —. He visto las colinas quemadas. He visto los valles fundidos. He tenido las cenizas de la Estrella Romani entre mis manos, Yakoub.
Le miré, sin creer ni una palabra. Sólo estaba intentando decirme lo que sabía que yo necesitaba desesperadamente oír.
—No puedes haber hecho eso.
—¿Por qué no? Es un lugar, ¿no? Yo poseo una astronave, ¿no? ¿Qué puede impedirme ir a echar una mirada?
—¡Pero está prohibido! —exclamé —. Es un sacrilegio absoluto para cualquiera poner el pie en la Estrella Romani hasta después de la tercera dilatación, hasta que recibamos la llamada, hasta…
—Yakoub —dijo —, no seas ingenuo. No suena bien viniendo de ti.
Lo dijo gentilmente, casi tiernamente. Estaba sonriendo. Había algo como avergonzado en aquella sonrisa, y también una cierta condescendencia.
Me di cuenta de que temblaba incontrolablemente.
—¿Lo dices en serio? ¿Has estado literalmente allí?
Suavemente, Valerian dijo.
—¿Cuándo me han importado un comino las reglas, Yakoub?
Había desaparecido antes de que me diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pensé que simplemente se había desvanecido de la visibilidad por unos instantes, pero no, se había ido. Dejándome a solas con mi desconcierto.
Rugían tifones en mi alma. Huracanes, maremotos, temblores de tierra. Colgaba de mi cordura por la punta de los dedos.
Le había dicho a Valerian lo único que me había esforzado por impedir que nadie supiera, ni siquiera yo mismo, desde el día en que aquella sucia y venenosa idea se había infiltrado en mi mente. Aquello impensable, lo único realmente impensable: hoy no sólo lo había pensado, sino que lo había dicho. Pero eso no era todo.
Lo que él me había dicho: su propio pequeño secreto, que me había ofrecida a guisa de intercambio…
Estaba asombrado. ¿Un viaje a la Estrella Romani? ¿Un descenso al santo de los santos, al planeta prohibido, violando el sagrado Mundo Madre? ¿Antes de que hubiéramos recibido la llamada para el regreso? Sorprendente. Increíble. Sólo Valerian podía haber hecho algo así. ¡Ahora lo despreciaba por ello! ¡Y cómo lo envidiaba también! ¿Una blasfemia tan casual, una alegre trasgresión de las creencias más sagradas de los roms? Contra la propia Ley. «Es un lugar, ¿no? Yo poseo una astronave, ¿no?» Y, además, hablarme de ello de una forma tan casual. Al rey, podía llevarle delante del kris por eso. Incluso ahora, aquí en mi prisión, una palabra mía y sería desgajado para siempre de la raza. Lo crucificarían. Lo masacrarían.
Por supuesto, no iba a apelar al kris contra él. Él lo sabía, o de otro modo no hubiera dicho una palabra. No importaba cuáles hubieran sido sus indiscreciones, siempre le había protegido, de alguna forma. Era como una parte de mí, desvergonzado, inexcusable e incontrolable, pero una parte de mí pese a todo. No mutilas tu brazo simplemente parque se adelante y le pellizque las nalgas a una mujer mientras tu atención está dirigida a otro lado.
Pero pese a todo…
¿La Estrella Romani? ¡La Estrella Romani!
—He visto las colinas quemadas —había dicho —. He visto los valles fundidos. He sostenido las cenizas de la Estrella Romani entre mis manos, Yakoub.
Me sentía enfermo de envidia y añoranza, de ira y alegría. Estaba furioso con él por no haberme pedido que fuera con él, cuando había emprendido su blasfema expedición. Me hubiera negado a ir, por supuesto…, de hecho le hubiera amenazado con encarcelarle de por vida si intentaba realizar el viaje, y Dios y todos Sus demonios saben que hubiera cumplido mi amenaza. Pero me hubiera gustado que me lo hubiera pedido. Hubiera deseado estar allí. Ver con mis propios ojos que todo aquello era real, deslizar aquellas cenizas entre mis propios dedos. Podía sentir como una especie de bilis en la garganta, mi anhelo de haber ido con él. No era extraño que protegiera a Valerian. Soy tan desenfrenado como él. Peor aún. Yo finjo que respetaré las leyes. Y la Ley. Él hace lo que le place y no finge. ¿Qué hombre es más moral, el pirata o el hipócrita?
La Estrella Romani.
Creí que iba a estallarme el pecho de sorpresa y excitación. Pensé que mi cabeza iba a soltarse de mis hombros y se pondría a girar. Deseaba llorar. Bailar. Cantar.
He visto las colinas quemadas. He visto los valles fundidos. Una flotante locura me envolvió, y espectré espontáneamente, lanzándome hacia la oscuridad como un veloz meteoro horadando libremente el cosmos. Fui aquí y allí y allí y allí, arriba y abajo y abajo y arriba, Xamur, Megalo Kastro, Nabomba Zom, Vietoris, incluso la Capital. Nada se enfocaba claramente ante mí. Nada permanecía inmóvil, ni siquiera unos instantes. Flotaba libre, sin amarras en el tiempo ni en el espacio, arrastrado por una borrasca que había brotado alocadamente de mi propia alma.
Una escena reaparecía una y otra vez. Al principio sólo era fragmentaria, pero luego conseguí fijarla y entré para ver de qué se trataba, dónde y cuándo. Una serie de rostros derivaron a mi lado. Damiano. Valerian. La phuri dai. Una hilera de miembros de la krisatora, con rostros solemnes, se sentaban en la sala de justicia. Así que todavía estaba en Galgala. ¿Pero cuándo? Todos eran mucho más jóvenes, Valerian, Damiano, todos ellos. Miren, ahí estaba yo, sentado en el trono real, escuchando las deliberaciones. Yo también parecía más joven. No en el rostro, sino en los ojos.
—Nunca he hecho conscientemente ningún daño a ningún rom en toda mi vida —estaba diciendo Valerian. Parecía pálido, el rostro sudoroso, asustado. Su bigote caía lacio —. Pido al tribunal que tome en consideración que mi espíritu se ha ajustado siempre a la Costumbre. Que Dios me arranque la lengua de mi garganta si digo falsedad.
Se agitaba como algo colgado de un garfio.
Valerian en su juicio, sí. Aquella vez, hacía tanto tiempo, en que había tenido que comparecer ante el gran kris para hacer frente a las acusaciones.
Todo oscilaba y, por un instante, me alejé, deslizándome como una piedra sobre el hielo hasta otra época, en algún otro cuadrante de la galaxia. Creo que el lugar donde fui a parar podía ser la Tierra, aunque igual podía ser fácilmente Barma Darma o Duud Shabeel. Retrocedí. Deseaba observar el juicio de Valerian.
Esta vez la cosa iba en serio, no por piratería sino por prácticas mercantiles no éticas. Todo volvió a mí mientras flotaba allí, invisible. Lo que había hecho Valerian había sido interceptar un tanque de carga lleno de aceite de belisoogra, la sustancia utilizada para fabricar el fármaco liberador de la sangre esencial en el proceso de remodelación. En un momento de repentina magnanimidad, Valerian había decidido derribar el cartel de la belisoogra poniendo de una vez todo el cargamento a disposición de algunos comerciantes farmacéuticos de Marajo, en vez de irlo goteando a lo largo de los años como hacía el cartel. Reventar el mercado, había decidido, hacer que las remodelaciones a bajo precio fueran accesibles a todos los pobres que no podían permitirse el tratamiento.
Esa es la faceta Robin Hood de Valerian. A veces se ve presa de ella, como un ataque.
Vi a Damiano levantarse, con los ojos brillantes de furia y ultraje.
—Este hombre que dice que es nuestro hermano, que dice que sirve a los intereses del Gran Pueblo…, ¡se halla aquí acusado por su codicia, pero digo que más bien debemos castigarle por su estupidez! —Hubo algunas risas. Uní la mía; no la de mi espectro que estaba observando, sino la del otro Yakoub que estaba reclinado allá en el trono real. Pobre Valerian —. Podemos aceptar un rom codicioso —siguió Damiano —. La codicia no es rara entre nosotros, ni puede deplorarse por completo. Pero un roen estúpido, amigos míos…, ah, un rom estúpido nos pone a todos en peligro. ¿No deberíamos castigar a un ser así con látigos y escorpiones, para enseñarle un poco de sentido común? ¡Os lo pregunto!
Pobre Valerian.
Había cometido un gran error. Valerian, con toda su gran magnanimidad, había olvidado desgraciadamente el hecho de que el cartel de la belisoogra estaba controlado de arriba abajo por roms…, de hecho, era uno de nuestros mayores triunfos mercantiles. Éramos propietarios del mercado que nos proporciona una forma de luchar contra la muerte a través de toda la industria de la remodelación, aunque los gaje no capten completamente lo importantes que somos para su constante salud y vigor juveniles. Creo de alguna forma subliminal que saben que los tenemos agarrados por los testículos, pero a nosotros no nos interesa llamar su atención. Al parecer eso había escapado también a la atención de Valerian.
Destruyendo de aquella forma la estructura de precios del mercado de la belisoogra había hundido a unos cuantos miles de sus primos, llevado a la bancarrota a un número sorprendente de ellos que se habían lanzado demasiado osadamente a aquella especialidad, sin creer que uno de los suyos fuera a cortar la hierba debajo de sus pies. También nos había costado una buena dosis de palanca política frente a los gaje. Pasarían años antes de que toda la belisoogra barata que él habla puesto en circulación pudiera ser absorbida por la demanda. Siempre he sentido simpatía hacia Valerian, pero aquella vez había sido realmente estúpido, y, como Damiano había dicho muy elocuentemente al kris, la estupidez en un rom tiene que ser castigada. El universo castigará la estupidez en cualquiera, tarde o temprano, por supuesto. Pero nuestra posición en el universo ha sido siempre bastante precaria, y no podemos permitirnos el lujo de aguardar a que el proceso corrector natural haga el trabajo por nosotros.
—Pido a las víctimas de la estúpida codicia de este hombre que se adelanten y le cuenten al kris los daños que han sufrido a causa de esta acción impensable…
Se siguió todo el proceso formal, por supuesto, como dicta la tradición. Fueron presentadas las bayura, las quejas contra él. Luego aguardamos a que Valerian se personara en Galgala —acudió a una fiesta dada en su honor, sin saber nada de lo que le esperaba—, y fue debidamente encarcelado y traído a juicio, en realidad por primera vez en su vida. Los gaje nunca habían sido capaces de acusarle de nada en todos sus años de piratería. Pero nosotros sí. El propio Damiano fue el krisatori o baro, el juez principal, y Damiano quería sangre. Cualquiera lo hubiera tomado fácilmente por un miembro perjudicado del cartel de la belisoogra, tan furioso se mostraba. Nadie, por supuesto, le acusó de ello. Al fin y al cabo, somos gente civilizada. De todos modos, Damiano odiaba ferozmente perder dinero, y probablemente no hubiera visto ningún conflicto de intereses en ocupar el puesto de juez contra el hombre que le hubiera hecho aquello a él.
Derivé por toda la sala del juicio, manteniéndome invisible. En un momento determinado me vi a mí mismo alzar la vista hacia el lugar donde flotaba, y me pregunté si estaría viéndome. No podía recordarlo.
Lo que sí recordaba era que el juicio había empezado mal para Valerian, y había ido de mal en peor a medida que avanzaba. Juró por todo lo jurable que sus intenciones habían sido puramente humanitarias, lo cual en aquel caso puede que fuera cierto. Pero había costado a los roms un montón de dinero. Ofreció restituirlo. Bien, eso sonaba interesante. Pero Damiano siguió machacando. ¿Qué decir acerca del debilitamiento de nuestra posición entre los gaje por el quebrantamiento de nuestro monopolio de la belisoogra? ¿Cómo pensaba el acusado restituir eso? La krisatora asintió y murmuró. A toda el Inundo le caía bien Valerian, pero tenía también mantones de enemigos, y muchos de ellos eran los mismos que le apreciaban. En el transcurso de sus piraterías pasadas había causado más que ligeros daños a varios comerciantes roms, todo ello de la forma más casual y casi incidental del mundo. Resultaba muy evidente que la krisatora iba a por él. Él lo sabía, y todos los demás lo sabíamos también.
Luego vino el solakh, los interrogatorios finales y la sentencia. Valerian permanecía sombrío y abatida. Sabía lo que le esperaba. Y lo que le esperaba era terrible. Íbamos a arrojarle de nuestro seno. A proclamarle marhime, impuro. A apelar a la ira de todos los roms, pasados y presentes, vivos y muertos, sobre cualquiera que tuviera algún tipo de trato con él a partir de entonces. Lo cual no sólo le privaría del consuelo de su familia, de toda la gran kumpania de los roms, sino que también lo despojaría de su tripulación y de su modo de vida, y le dejaría expuesto a la venganza de los gaje, que habían estado intentando echarle el guante desde hacía mucho tiempo. Y además, para Valerian, ya no existiría jamás el viaje a la Estrella Romani.
Floté espectralmente sobre las cabezas de los krisatora mientras se preparaban para pronunciar su veredicto. Me detuve encima de Yakoub el rey. El rey parecía aburrido. El rey estaba aburrido. Los juicios como aquél siempre me habían cansado, formaban una parte de mi trabajo que hubiera cedido alegremente a cualquiera. La interminable toma medieval de juramentos y los gritos de las maldiciones sobre los posibles perjuros, el interminable desfilar de las pruebas, la infame acumulación de tensión y sudor y angustia y quejas… comprendía la virtud y la importancia de todo ello. Y lo odiaba. Pero pese a todo cumplía con mi deber. Tengo un gran sentido del deber. Pero eso no significa que deba disfrutar con él.
Me hice visible sólo por un momento, y sólo a mi yo anterior. —Sé compasivo —susurré. Y le guiñé un ojo. Y desaparecí a una velocidad espectral hacia Dios sabe dónde en el rincón más alejado del tiempo y la galaxia. Cuando supe dónde estaba de nuevo me hallé otra vez en mí celda, sentado inmóvil en mi camastro y oyendo por enésima vez en mi cabeza la voz de Valerian diciendo: He visto las colinas quemadas. He visto los valles fundidos.
El veredicto sobre Valerian fue culpable, y la sentencia la expulsión absoluta del pueblo romani. Desgajado, extirpado, excomulgado. A partir de entonces sería un delito para cualquier toro dirigirle la palabra, incluso su madre, incluso su hermano, y el que lo hiciera se vería expuesto a la misma condena. Cualquier cosa que él tocara sería considerada impura y debería ser destruida, fuera cual fuese su valor, En otras palabras, un cataclismo completo: el peor castigo de nuestra Ley, en toda su antigua y apocalíptica severidad. A su debido tiempo el decreto del kris llegó hasta mí para revisión y, como sospecho que todos los implicados excepto quizá Damiano esperaban realmente que hiciera, lo encontré demasiado severo, y lo invalidé. En vez de ello ordené a Valerian que efectuara un enorme pago de restitución y un acto ceremonial de penitencia, le di instrucciones de que mantuviera las manos fuera de todas las naves toros por el resto de sus días naturales o innaturales, y lo despedí, estremecido y aliviado y oficialmente rehabilitado y eternamente agradecido hacia mí, para que prosiguiera sus actos piratas por las rutas del espacio. Damiano me hizo pasar malos ratos acerca de mi indulgencia.
—Ese escurridizo bastardo necesitaba una buena lección —dijo. Y lo repitió una y otra y otra vez, por si acaso yo no lo había oído la primera.
—Ya ha recibido una.
—No la suficiente. Va a seguir pensando que tiene libertad de hacer todo lo que malditamente le plazca. Simplemente hará más difícil que podamos atraparle una segunda vez, eso es todo.
—¿No es eso lo que hace todo el mundo?
—Me sorprendes, primo.
—¿De veras? ¿Te sorprendo de veras, primo?
Damiano tuvo que ceder, por supuesto. Yo era el rey, como le recordé dos o tres veces, de modo que se fue gruñendo. Más tarde, él y Valerian hicieron las paces, y Damiano incluso invirtió en algunas de las aventuras de Valerian, lo cual entra tan perfectamente en el carácter de Damiano que le hubiera abrazado por ello. Por supuesto, Damiano tenía razón al decir que Valerian iba a creer que podía hacer todo lo que quisiera, siempre que se preocupara de no ser atrapado de nuevo. Y así ha sido.
He tenido las cenizas de la Estrella Romani entre mis manos, Yakoub.
¿Me atrevería a creerle? ¿Me atrevería a no hacerlo?
Luego Shandor acudió en tromba a visitarme, su primera visita en mucho tiempo, y me distrajo. Estaba tan encendido que casi creí que era el espectro de Shandor el que se había presentado, todo chispas y zumbidos y crepitar. Pero tenía los pies en el suelo, y las chispas eran metafóricas, no eléctricas.
Estaba furioso y prácticamente incoherente. Caminaba arriba y abajo, adelante y atrás, retorciéndose y echando espuma. Pese a su reciente remodelación parecía un viejo, aquel primogénito mío. Sentí un placer auténticamente malicioso al ver lo gris que se reflejaba su piel, lo afilada que se le estaba poniendo la nariz, lo redondeado de sus hombros. Aquel bebé que había acunado entre mis rodillas hacía tan sólo un centenar de años, más menos diez o veinte.
Ardía. Se estaba consumiendo. Era una vela que era toda llama de extremo a extremo.
Hay una cosa que a los roms lowara les gusta decir: «Una vela es toda llama de extremo a extremo» En otras palabras, se supone que una vela arde, y lo que hay que hacer es dejarla arder, para permitir que el pabilo sea traducido en llama, que es el auténtico destino de la vela. Es un argumento contra la economía. Polarca vive así: no pone nada de lado para el futuro, sino que arde y llamea todo el tiempo. Es pródigo y generoso hasta la locura; pero arde con una brillante luz.
Entre nosotros los kalderash, el mismo proverbio tiene un matiz distinto de significado. Que es que cuando dejas alegremente que tu vela arda de extremo a extremo, te proporciona mucho calor y luz, pero finalmente se consume, y todo lo que te queda entonces es oscuridad. En consecuencia, deja arder la que necesites, pero no más. Especialmente cuando la vela que dejas arder eres tú mismo. Shandor, parecía, estaba malgastando su vela en el fervor de su rabia.
Fue una soberbia actuación. Le observé admirado. Dudo que yo hubiera podido hacerlo mejor. Finalmente consiguió controlarse lo suficiente para hablar con un cierto sentido, pero incluso entonces sus palabras brotaron en un trabalenguas frenético.
—¡Una última oportunidad, Dios te maldiga! —retumbó —. Sé ser compasivo si tengo que serlo. Te ofrezco mi maldita compasión, viejo bastardo sarnoso. Pero tienes que cooperar. ¡Tienes que cooperar! O terminaré contigo.
—¿Terminarás conmigo, cómo?
—¡Terminaré contigo! No me preguntes. ¡Simplemente no me preguntes!
—No tienes buen aspecto. Shandor. ¿Duermes bien estos días?
—Voy a celebrar una coronación.
—¿De veras, ahora?
—¡Deja de hablarme con ese tono condescendiente de voz!
—Sólo estoy intentando mantener una conversación, eso es todo. Te he preguntado por tu salud. Hay cosas que puedes tomar, ¿sabes? Agua de nueve lugares distintos, ¿conoces ese remedio? Primero necesitarás un drabami para que arroje en ella carbones encendidos. Quizá Bibi Savina quiera hacerlo por ti. Y luego está la grasa de oso, puedes enviar a buscarla a Marajo, creo que Damiano tiene osos allí…, ojo de cangrejo de río, polvo de cantárida…
—Te cortaré la lengua si no callas.
—El compasivo Shandor, sí.
—Habrá una coronación —dijo, obligando a las palabras a brotar de su boca como si fueran dientes escupidos —. Una ceremonia en nueve mundos, primero aquí, en Galgala, luego en Xamur, Iriarte, Nabomba Zom, Clard Msat…
—Puede que tengas problemas con parte de ese proyecto. Tengo entendido que por alguna razón las naves ya no se posan en Iriarte o en Clard Msat estos días.
—…y, después de que el rito haya sido santificado en los nueve planetas reales, tú y yo iremos a la Capital y nos presentaremos ante el emperador para recibir la confirmación.
—¿La confirmación de qué?
—De mi título al trono. De la legalidad de mi sucesión.
—¿Sigues deseando ser rey, Shandor? Olvídalo. Es un trabajo terrible.
—En cada uno de los nueve planetas reales, permanecerás a mi lado mientras la phuri da¡ me pone el sello de mi poder…
—¿De veras?
—El manto real. La transferencia de autoridad. Lo harás libre y alegremente.
—Primero pasaría libre y alegremente diez años en los túneles de Alta Hannalanna.
—No sería un gran problema para mí enviarte allí.
—Y también lo harías, si pudieras.
—Puedo. ¿O quizá prefieras Gran Chingada? ¿Megalo Kastro, en las minas? ¿Trinigalee Chase?
—¿Eso es lo mejor que puedes conseguir? ¿Trinigalee Chase?
—Puedo enviarte a cualquier parte. ¿Qué te parece Mentiroso de nuevo? Puedo hacerte sufrir, Yakoub; de veras.
—Y conseguir que te quieran más en todos los mundos rom de lo que ya te quieren ahora.
—Maldito seas, Yakoub.
—Amenázame un poco más, hijo. Es el mejor ejercicio que he tenido en meses.
—Hay guerra ahí fuera, ¿lo sabes? Roms contra roms. Kumpanias completas escindiéndose por culpa de la sucesión real. Y tú eres el responsable.
—¿Yo soy el responsable?
—Con tu intento de reclamar el trono. Con tu pretensión de desplazar a un rey legítimo, elegido y ungido.
—El pote le llama negra a la marmita.
Cada vez parecía más al borde de la apoplejía. Tuve una rápida y satisfactoria fantasía de empujarle a un ataque cardíaco allí mismo, en mi celda. Pero no, Shandor nunca sería tan complaciente. Siguió hablando de la coronación que iba a celebrar, en la que yo permanecería a su lado benignamente radiante mientras él se ponía mi corona en la cabeza. Y el ojo de un cerdo, haría. Todo aquello resultaba ridículo. Allí estaba mi primogénito, apuntando directamente a la yugular freudiana, y yo le escuchaba amablemente, intercalando un poco de suave chanza cada vez que se interrumpía para recuperar el aliento. Incluso le hablé un poco de Freud. No había oído hablar de él, por supuesto. Un antiguo filósofo gaje, le dije. Rebusqué en mi almacén antropológico y extraje a Urano y Cronos, Cronos y Zeus, David y Absalón y uno o dos padres e hijos famosos más. También le hablé de Lear y sus hijas, aunque esa historia no era enteramente adecuada para la ocasión. Aunque sí bastante aproximada.
—¿Es eso lo que deseas? —pregunté —. ¿Reducirme a un mero arquetipo? ¡Tener un hijo desagradecido es peor que los afilados dientes de una serpiente!
—¿De qué demonios estás hablando? —dijo Shandor —. ¡Eres un viejo bastardo loco!
Sonreí dulcemente. Al final seguíamos en tablas; yo continuaba siendo su prisionero, él continuaba siendo el cuestionable poseedor de un tambaleante trono. Su rostro se puso rojo, y volvió a murmurar amenazas. Mentiroso, dijo de nuevo. Alta Hannalanna. Agitó otra vez Trinigalee Chase delante de mi nariz. Tal vez hubiera conseguido que reconsiderara nuestras posiciones, si realmente hubiera intentado embarcarme para Trinigalee Chase. Es una buena cosa que nunca le haya dicho a nadie lo mucho que odio aquel lugar, o por qué, una política que pretendo seguir honrando hasta el fin de mis días.
Me mantuve tranquilo y frío ante sus amenazas. Él estaba furioso. Yo empezaba a reconsiderar el seguir empujándole un poco más lejos. A veces se llega a un punto con cualquier enemigo en el que puedes ponerle lo bastante furioso como para que actúe contra sus propios intereses, y entonces te ves realmente metido en problemas. Si Shandor se libraba de mí en un acceso de rabia, acabaría de estropear definitivamente su posición entre los toros, pero yo estaría muerto. Como había señalado a Valerian en Xamur, yo podía ser útil incluso como mártir. De todos modos, ésa no era mi primera elección. Ni siquiera estaba muy arriba en mi lista.
Finalmente se fue, murmurando y maldiciendo. Algo iba a ocurrir ahora, de eso estaba seguro. Mantenerme encerrado en aquella húmeda oubliette infestada de ratas no había conseguido nada, y no había logrado nada mejor con sentarme allí en aquella dorada jaula. Había esperado mucho a lo largo de mi vida, y Shandor estaba empezando a darse cuenta de que era capaz de esperar mucho más. Él confiaba que yo cedería al cabo de un tiempo y daría mi bendición a su reinado, pero eso no había ocurrido, y ahora, sospechaba yo, estaba alcanzando los límites de su paciencia. En cualquier momento podía empezar con algún tipo más activo de persuasión. ¿Torturarme? ¿Quemarme el cerebro? ¿Enviarme a cortos viajes de ablandamiento a algunos de los peores mundos de la galaxia? Prepárate para lo peor, me dije. Algo va a ocurrir.
Algo ocurrió, sí. Al día siguiente, cuando los robots me trajeron la cena, hallé un pescado al horno en mi bandeja, nadando en una delicada salsa cremosa. ¿Después de meses de gachas y más gachas, un pescado al horno en media de una elaborada salsa? ¿Era ésta la idea de Shandor de la tortura? El pescado estaba acompañado con unas elegantes patatas hinchadas, rellenas de aire bajo su crujiente superficie amarronada, y algún tipo de largas y azuladas judías en un aromático y sutil jugo. Una jarra de vino a un lado, a su temperatura justa de frío, y un pequeño y crujiente panecillo.
Tenía que ser una trampa. Quizá la comida estaba envenenada, e imaginaba que me iba a lanzar sobre ella con tanta ansia que ni siquiera captaría el débil aroma del cianuro con el que estaba ligada la salsa. ¿Era eso? Durante quizá cinco minutos permanecí sentado allí, contemplando miserablemente aquella hermosa comida, temeroso de tocarla. Luego me di cuenta de que estaba muy hambriento y de que podía morir de hambre con tanta facilidad que envenenada con cianuro. Si comía aquellas maravillosas cosas tal vez estuviera comiendo también cianuro, si había cianuro, pero al menos estaría comiendo aquella deliciosa comida, y en cualquier caso estaría muerto dentro de poco. Así que probé un bocado experimental. ¡Éxtasis! Si Shandor había hecho envenenar aquello, como mínimo era un veneno delicioso. Aguardé, y nada siniestro ocurrió. Otro bocado. Otro. Qué demonios, pensé, esta comida está demasiado buena para ser letal. Y la ataqué con gusto.
Había vivido tanto tiempo de la basura de Shandor que mi estómago casi se rebeló ante una cocina de tan extraordinario calibre. Hice todo lo que pude por mantener los primeros bocados en su lugar, Luché valientemente, y vencí. El pan y el vino ayudaron. Y al cabo de un tiempo la cosa se hizo más fácil. Cuando me dormí aquella noche —aún preguntándome vagamente si habría sido envenenado—, pasé los últimos momentos despierto meditando en el significado del extraño gesto de Shandor. No tenía sentido. Odio las cosas que no tienen sentido. Si no estaba intentando envenenarme de alguna retorcida manera, ¿creía seriamente que podría convencerme a que cooperara alimentándome con manjares exquisitos?
Por supuesto que no. Decidí que tenía que tratarse de la cena de alguna otra persona, enviada a mí por error. Un fallo de los robots sirvientes. Me dormí.
Y desperté, sin sentirme envenenado en absoluto, para descubrir que los robots me habían traído el desayuno. Dos crujientes croissants de textura inmejorablemente delicada, una jarra de café que se acercaba a la ambrosia, y una bandejita de suave queso tierno y surtidas frutas locales que resplandecían con minúsculos destellos de oro. Me sentí abrumado.
Para mi vergüenza, pasó todo un día y medio antes de que dejara de comer lo suficiente como para pensar en todo aquello. La ayuda está en camino, me había dicho Polarca, al principio de mi encarcelamiento. Cuando llegue aquí, lo sabrás. La clave te vendrá en la bandeja que tendrás ante ti.
¿Qué tipo de comida era la que aquellos robots dementes habían empezado a traerme de pronto? Bien, era comida francesa. ¿Y a quién conocía cuya mayor pasión era cocinar a la manera clásica francesa? Oh, Julien de Gramont, pretendiente del trono de Francia y ayudante especial de Su Señoría Periandros en la corte imperial. Sí. Por supuesto.
De alguna forma Julien se había infiltrado en aquel lugar y estaba preparando soberbias comidas para mí que eran en realidad otros tantos mensajes. Lo que pretendían decirme todos aquellos caussoulets y ragouts y terrinas y salsas era que tenía amigos en el lugar. Y que la ayuda estaría pronto en camino.